5-La Mayakovskaya

ANTES de la Catástrofe, la estación Ploshchad Vosstaniya estaba conectada con la estación de Moscú[11] por un paso subterráneo. Al activarse la alarma nuclear, hubo un tal Akhmetsyanov, un hombre enérgico de etnia tártara y comandante de la Milicia del metro, que sacó la pistola y obligó a los pasajeros del tren interurbano a refugiarse en la estación de metro.

Por supuesto que los pasajeros, con la actitud propia de los habitantes de la capital, plantearon objeciones a la medida. Pero el comandante tenía capacidad de convicción. No se pudo hacer gran cosa contra una pistola y varios fusiles Kalashnikov. De esta manera, la estación se llenó de gente que procedía de Moscú y de otras ciudades que se encontraban también en dirección sureste.

El comandante Akhmetsyanov adquirió de manera automática el rango de dictador y sus seguidores gobernaron con notable brutalidad la recién establecida monarquía (¿o habría que hablar, más bien, de despotismo oriental?).

Como la relación entre peterburgueses y moscovitas nunca había sido especialmente buena, todo el mundo empezó a llamar «moscovitas», en tono peyorativo, a los habitantes de la citada estación.

Por lo que sabía Iván, los moscovitas tenían la firme convicción de que los habitantes de Moscú se habían salvado en su totalidad, porque habían abandonado la ciudad destruida por la línea de metro secreta D6.

(Nadie dudaba de que la capital también hubiera desaparecido bajo las bombas nucleares.)

Se imaginaban que los miembros del Gobierno que habían logrado sobrevivir se habían refugiado en una base recóndita desde donde aún dirigían los destinos del país. Ese baluarte secreto y subterráneo se encontraba en alguna parte de los Urales y no se podía destruir mediante un ataque nuclear directo. En definitiva, el Gobierno controlaba la situación y no tardaría en mandar ayuda.

«A mí también me gustaría creerlo», pensaba Iván.

Porque sin el grupo electrógeno, la vida no tardaría en volverse complicada.

Los sistemas de ventilación aún no funcionan. Por ello, el andén ha quedado cubierto por una niebla húmeda, y todos los sonidos enmudecen en esta bruma sofocante y plomiza que hay que respirar a mordiscos.

Iván despierta y se pone en pie. La tienda está a oscuras. Da un paso adelante y se detiene antes de salir. Una luz titilante parpadea a través de la lona. «Una lámpara de carburo», piensa Iván, y entonces aparta la pestaña de la puerta y sale al andén.

Lo primero que ve son unos pies embutidos en botas de goma. Las suelas están tan gastadas que casi se ven las plantas de los pies. Luego unos pantalones de camuflaje y un torso desnudo, cubierto de hematomas. Iván se estremece y se agarra el costado izquierdo. ¡Ah! Las costillas fastidiadas. Iván mira más allá.

El hombre está echado en el suelo, con los brazos extendidos. Es él mismo: Iván. Incluso el grueso chorro de sangre le mana por la izquierda, en el mismo sitio que a él…

Abre los ojos.

Junto a la mano sin vida reposa una lámpara de carburo. La llama amarilla se agita y arroja cálidas manchas de luz al rostro del hombre.

…y es un hombre muerto.

¡Abre los ojos, maldita sea!

Iván abrió los ojos, se puso bien la gorra y miró a su alrededor. A su lado dormía Pasha, con la espalda apoyada contra una columna. Gladyshev roncaba con todas sus fuerzas. Sazonov estaba inmerso en sus pensamientos. Solokha leía.

En todos los sueños me veo muerto.

Estaban en el período de espera. En contraste con los curtidos diggers, capaces de aprovechar cualquier oportunidad para echar una cabezada, los civiles no estaban acostumbrados a dormir antes del combate. La estación estaba intranquila. Los soldados de la Alianza estaban sentados en el andén, en hilera, arma en mano, y aguardaban. Sobre sus cabezas flotaba un humo azulado que tenía el aroma dulzón de la marihuana. «Una extraña imagen —pensó Iván—. ¿No la había contemplado ya?»

—Qué van a poder los moscovitas contra nosotros —oyó Iván que decía alguien—. ¡Acabaríamos con ellos aunque tuviéramos una mano atada a la espalda!

«Sí, sí —pensó Iván—. Mucho hablar, pero luego…»

Entre las filas de la Nevski prospekt se levantó un hombre mayor, de constitución robusta.

—Eh, aqueos —dijo en broma a los que estaban sentados—. ¿Vamos a probar la solidez de los muros de Troya?

La única respuesta que halló fue un silencio perplejo.

Miró a su alrededor y bajó los hombros.

—Ah, no sabéis de qué os hablo —dijo con melancolía—. ¿Y cómo ibais a saberlo? Pobres muchachos. Ay, sí. Al despertar la Aurora de dedos de rosa… —recitó—. Homero, la Odisea

—Vuelve a sentarte, abuelo —le recomendó uno de los que se encontraban allí—. Si no, te vas a resfriar.

En ese mismo momento se presentó Kmiziz con pasos acelerados.

—¡Basta de charla! Nos ponemos en marcha.

Los elementos destructivos que se dan en la explosión de un arma nuclear son, primero, la bola de fuego, en segundo lugar, la onda de choque y, tercero, la radiactividad. Iván se lo sabía muy bien. Pero era un conocimiento inútil. Como si en la Edad de Piedra alguien se hubiera preocupado por aprenderse las propiedades balísticas de la bala de fusil del calibre 5,45. Con un grado de probabilidad que se aproximaba a la certeza, debían de haber quedado en el mundo armas nucleares susceptibles de uso. Pero, qué diablos, ¿contra quién las habrían empleado? ¿Contra las bestias de la superficie? Para ellas, una explosión atómica es como una lluvia cálida. Los nuestros mueren al recibir unas dosis de radiación semejantes. Tenemos cánceres, las metástasis nos devoran, sangramos por todas las aberturas corporales, nos quedamos ciegos y el sistema inmunitario se nos viene abajo. Las bestias, por el contrario, se sienten como pez en el agua cuando se dan esas condiciones, ganan en fertilidad y se multiplican. Como había dicho el anciano que aparecía en el sueño de Iván: «Otro ecosistema.» Exacto.

Hablaba consigo mismo.

—Preparaos —dijo Iván—. Y vayamos con Dios.

Hay un túnel que lleva hasta la estación Mayakovskaya. Longitud: unos dos kilómetros. Velocidad de marcha: entre dos y tres kilómetros por hora. Pregunta: «¿Cuánto tiempo se necesitará para llegar a la estación?» Respuesta: «Y yo qué sé.»

La vanguardia de la Alianza se puso en marcha. Por el camino, apresó a mercaderes que viajaban solos e incluso a caravanas enteras. En el conducto de ventilación número 312 tropezaron con unos zombels. Cinco… bueno, ¿cómo podríamos llamarlos? Ya no son seres humanos. Cinco individuos. En cualquier caso, también los capturaron. Iván y sus diggers vieron cómo los otros los empujaban por el túnel con palos. Los mandaron a la retaguardia.

Tan pronto como los zombels cubiertos de fango y costras pasaron por su lado, los dosímetros empezaron a crepitar. No era para sorprenderse. En algún lugar (pero ¿cuál?), las criaturas habían encontrado salidas a la superficie, y se llevaban de allí todo lo que pudieran llevarse. No les importaba que brillara en la oscuridad.

Lo extraño era que, a pesar de la porquería que cubría a los zombels, cuando se les miraba bien, se veía que conservaban casi todos los dientes, el cabello y unos ojos normales. Tenían un aspecto extrañamente sano, aunque emitieran radiaciones cual vertedero de residuos atómicos. ¿Era posible que se hubieran adaptado al nuevo ecosistema? Iván negó con la cabeza. Las dosis de radiación que habían recibido eran espantosas, sin duda alguna. Un ser humano normal la habría diñado. Parecía que la radiación no les hiciese nada a los zombels. Por el contrario, parecía que les diera nuevo vigor. ¿Se sabe de alguien que haya visto a un zombel enfermo? Iván sintió que un escalofrío le recorría la espalda. La selección natural, maldita sea. Los enfermos acaban en el estómago de otros. No por nada corrían esos rumores…

Iván y su gente llegaron a la entrada de un pasillo lateral que partía del túnel. Allí les esperaba ya un admiralze.

—Entrad a controlar —ordenó el admiralze, y siguió adelante con pasos cansinos.

Iván contempló las tenebrosas fauces del pasillo y lanzó un escupitajo.

Estupendo. Tendremos que ir a limpiar el cagadero.

—Que pase primero Igor, yo iré segundo, y Vadim tercero. —Iván se obligó a alargar el cuello. Una vértebra le crujió—. Ahora no nos iría nada mal llevar una granada… es igual, adelante.

Los baños constaban de una ducha, un lavadero e inodoros para hombres y mujeres. Por supuesto que no había ninguna luz. «Bueno, qué más da, vamos allá», pensó Iván.

Los diggers habían sujetado las linternas al cañón de los fusiles. Sazonov empuñó la escopeta que había llevado colgada del hombro e hizo un gesto con la cabeza para indicar que estaba a punto.

Gladyshev traspuso el lindar con agilidad gatuna. Iván echó todavía una ojeada hacia el final del túnel. Se distinguía el cono de luz de las linternas. Los avanzados se acercaban a los puestos de control de la Mayakovskaya.

Iván respiró hondo, contó hasta tres y se adentró con Gladyshev en la oscuridad.

—La estación Ploshchad Vosstaniya es un caso aparte. Los admiralzes y toda la Alianza Primorski les tienen ojeriza desde hace tiempo. ¿Por qué? Porque es especial.

»Alrededor de esa estación hay todo tipo de construcciones subterráneas y túneles que no aparecen en ningún plano: incontables búnkeres y otras instalaciones de protección civil. Hay baños suficientes como para esconder en ellos a dos divisiones enteras.

»Y en ese tortuoso laberinto que rodea la Ploshchad Vosstaniya damos vueltas como pobres locos. Los defensores nos van a pisotear como si fuéramos gatitos indefensos. Nos van a caer encima como ratas sobre conejillos de Indias.

Iván se mordió los labios, rabioso.

—¿Qué, damos mal ejemplo? —El tío Yevpat sonrió—. Vas a tener que entrar allí, soldado. Piénsalo.

—Alarma —indicó Gladyshev, ojo y oído del destacamento.

Levantó tres dedos.

—Veo a tres hombres.

Iván le indicó: «Comprendido», y preparó el fusil. Aquello estaba a punto de empezar.

Los baños eran un capítulo especial. Al construirse el metro, se había calculado su número de tal manera que tuviesen capacidad suficiente para todos los que irían a refugiarse en el túnel en el caso de una catástrofe. En aquel momento vivía relativamente poca gente en el metro y, por ello, la mayoría de los baños no se utilizaban. Por supuesto que la falta de electricidad también tenía algo que ver con ello. Por no hablar de los problemas de limpieza. Las heces fecales y los cadáveres suelen ser los problemas principales en un espacio vital aislado.

Esa necesidad se había hecho especialmente notable en los tiempos de Saddam el Grande y poco después, antes de que la población de las estaciones se redujera a un tercio, o quizás a una quinta parte. Nadie sabía el número exacto. Después de la muerte de Saddam, el metro se vio sacudido por una ola de violencia. Los hombres se embrutecieron y se mataron por nada, y en algunas ocasiones por nada de nada. Eran tantos los hijos de puta medio locos que circulaban por allí que la gente se puso a buscar protección bajo cualquier mano fuerte que hubiese. Los clanes criminales vivieron su época dorada, porque tan sólo ellos podían ofrecer cierta seguridad. Pero no a todo el mundo…

No había escapatoria.

La violencia contra las mujeres y los niños no conocía ningún freno.

Los cadáveres se amontonaban en el metro. Pero ¿qué se podía hacer con ellos? No cabía la posibilidad de comérselos. El hombre que come carne humana traspasa una frontera prohibida. Se consideraba a tales personas degeneradas y se les pegaba un tiro sin contemplaciones. Pero no podían llevar los cadáveres a la superficie. En primer lugar, por la radiación. En segundo lugar, por la misma profundidad del metro de San Petersburgo: probad a tirar de un cadáver con una cuerda hasta setenta metros más arriba. Y, en tercer lugar, porque en la superficie uno mismo corría el peligro de convertirse en cadáver.

Así pues, la cosa no era nada fácil. Además, la putrefacción de los cadáveres aumentaba el peligro de las plagas. Los habitantes del metro las padecían a menudo y no disponían de ningún medio de defensa.

En esa época se empezaron a utilizar estaciones enteras a modo de cementerio. Los comandos de sepultureros juntaban los muertos y los transportaban. Al parecer, quemaban los cadáveres.

Las estaciones cementerio se encontraban en el sur, en la Línea 5. La Bukharestkaya, la Mezhdunarodnaya… todas ellas servían como camposantos. Se rumoreaba que el túnel que iba hasta la estación Prospekt Slavy, que había quedado sin terminar, estaba repleto de cadáveres carbonizados.

«Ah, qué idiotez», pensaba Iván. En el metro no hay suficientes cadáveres como para llenar un túnel entero.

Iván suspiró. El corazón le palpitaba con mayor rapidez y vehemencia.

—Fin de la alarma —indicó de pronto Gladyshev.

Iván se incorporó. La luz de su linterna se reflejó sobre un espejo sucio, en el que, por un instante, apareció la oscura silueta del digger. Iván parpadeó y se volvió.

La puerta de la cabina estaba abierta.

En su interior había muertos apoyados en las paredes y sentados. Con el cuerpo reseco.

Iván bajó el arma. Se sentía palpitar las sienes. Qué locura, qué visión…

—Es raro —murmuró Gladyshev.

Iván se volvió hacia él. El curtido militar, normalmente imperturbable, estaba con la cabeza gacha. Su frente baja se había arrugado en gruesos surcos.

—¿Qué es lo que es raro?

—Este lugar es húmedo, jefe. Pero los cadáveres están totalmente secos.

—Cierto —respondió Iván.

Se acercó a la cabina y tuvo buen cuidado de entornar la puerta. Las bisagras oxidadas crujieron. Incluso los muertos tienen derecho a un poco de intimidad.

—Vamos —dijo Iván cuando hubieron salido de nuevo al túnel.

Maldito admiralze. Ahora tenían que ir al final de la columna.

—¡Abajo los moscovitas! —gritó de pronto, a lo lejos, una voz solitaria.

—¡Hurra!

—¡Matad a los peterburgueses! —gritaron otros a modo de respuesta.

Se vieron fogonazos en los puestos de control a los que se dirigían los atacantes, y una crepitación sorda y ensordecedora se hizo oír por todo el túnel. Como si balas de cañón recorrieran todo el camino en dirección a la Gostinka. Se oyeron los gritos de los soldados, el silbido de los disparos y el alarido de las balas perdidas.

Iván no tuvo tiempo para reflexionar. Se agachó por puro instinto y preparó el arma.

Se repitieron los fogonazos.

Una ametralladora Kord disparaba contra el túnel desde el puesto de vigilancia enemigo. Calibre 12,7. Pequeño, pero efectivo. Aunque tan sólo acertara en el brazo, el dolor derribaba a la víctima.

—¡Al suelo! —ordenó Iván, pero en ese mismo momento se dio cuenta de que no era una buena idea. Si lo hacían, los otros les aplastarían literalmente a pisotones—. ¡Volvemos al váter! ¡Rápido!

Acababan de llegar a la antesala de los baños cuando los primeros soldados pasaron corriendo por el túnel. Huían, presa del pánico. Varias bengalas silbaron cerca de la puerta y dejaron manchas de colores estridentes sobre la retina. Mierda.

«Ahora sí que podemos estar contentos por lo de los baños —pensó Iván—, y eso que me había quejado.»

De hecho, los diggers podían atribuir a la suerte el que el admiralze les hubiera condenado a controlar los baños. Si no, habrían caído bajo los devastadores disparos de la ametralladora. Todo daba a entender que los moscovitas habían segado la vanguardia atacante. Como si hubieran cosechado setas. Tan sólo había quedado el micelio.

Se oyó una explosión en la lejanía. Una ola de calor recorrió el túnel. ¡Una granada! Los soldados aún pasaban corriendo al otro lado de la puerta, empujados por las estruendosas ráfagas de ametralladora.

Uno de los que huían se cayó y se quedó arrebujado en el suelo.

Otro fogonazo. Como si un loco encendiera y apagara un reflector con demencial rapidez.

Ta-ta-ta-ta. Ta-ta-ta-ta.

—¡Levántate! —gritó Iván, que se inclinó hacia delante y agarró al caído por la manga del uniforme de camuflaje.

Era un muchacho de unos quince años, con el cabello rubio pajizo y los ojos totalmente vidriosos. Gritaba y pugnaba por soltarse. El maldito. Iván lo levantó por la fuerza y lo arrojó a la antesala de los baños. Gladyshev lo agarró, lo levantó y le quitó el fusil. El muchacho no sabía lo que ocurría y golpeaba como un loco a todos los que tenía cerca. Gladyshev le retorció el brazo tras la espalda y lo aplastó contra el suelo. El joven se puso a chillar como si lo hubieran atravesado con una lanza. Iván se mordió los labios. Hacía mucho tiempo que no oía un chillido tan desgarrador.

Las balas pasaban silbando por el túnel. Una bala perdida se estrelló contra la pared, justo encima de la cabeza de Iván. El revoque se desmenuzó. Iván levantó la cabeza con considerable retraso. Mierda. Habría podido metérsele en un ojo.

El muchacho se puso a chillar de nuevo sin parar. Gladyshev le obligó a girarse y le dio una bofetada. No se la dio muy fuerte, pero la cabeza del chico se fue para un lado. Y luego otra…

—¡Ya basta! —dijo Iván.

De repente, la ametralladora enmudeció. En un primer instante, Iván pensó que se habría quedado sordo. Como si la sala entera se hubiese rellenado de algodón. Los oídos le zumbaban. Iván se sacó el gorro. Tenía el cabello erizado. La nuca, el cuello, y toda la columna vertebral hasta llegar al culo. Tenía una sensación como si toda esa parte del cuerpo le hubiese quedado cubierta por una capa de hielo.

—¡Qué mierda! —exclamó. Los diggers callaban. Su propia voz le resultaba desconocida.

«Esto nos ha salido mal —pensó Iván—. Vamos a tener que dar hasta la última gota de nuestra sangre para recuperar el grupo electrógeno.»

El agua goteaba de la cantimplora rota. Se escurría por una fina grieta que llegaba hasta el cuello del recipiente. «Qué lástima, una cantimplora tan buena —pensó Iván—. Tarde o temprano, todo termina por estropearse.»

Se agachó y estiró las manos.

—Échame agua —le dijo a Pasha.

Éste inclinó la cantimplora. Un chorro de agua se derramó sobre las manos de Iván y le mojó las mangas de su chaqueta militar. Se frotó las manos con rápidos movimientos, las sacudió con fuerza y el agua salpicó.

—Más —ordenó.

Al ver el chorro de agua transparente que se vertía sobre sus manos a velocidad constante, Iván se acordó de Katya. Se lavó la cara entre resoplidos. El agua estaba fría y limpia. Al tercer chorro, retuvo el agua con las manos y bebió. ¡Qué precioso líquido!

Los habitantes de la Nevski prospekt tenían suerte con la estación en que les había tocado vivir. Dos pozos artesianos y otros dos de reserva. ¿Qué más se podía pedir? Su grupo electrógeno era el original. Estaba viejo, pero todavía robusto. Por otra parte, era mucho más potente que el de la Vasileostrovskaya. Se trataba de un grupo electrógeno de ubicación fija, concebido especialmente para la eventualidad de una guerra atómica. La instalación entera tenía unas dimensiones impresionantes: sala de maquinaria, entrada y salida de aire, depósito de carburante, almacenes para herramientas y piezas de repuesto, salas para el personal de mantenimiento. No tenían de qué quejarse.

Un único inconveniente: tragaba combustible sin cesar. La Vasileostrovskaya no habría podido procurárselo.

Iván le hizo un gesto con la cabeza a Pasha: basta por ahora. A continuación se secó las manos con un paño, volvió donde se encontraban sus bártulos y buscó la taza de latón. Había llegado el momento de extinguir la sed de verdad.

Se quedó de pie al borde del andén y bebió en pequeños tragos. Los soldados de la Alianza descansaban. Algunos charlaban y otros comían, pero la mayoría se había dormido. Los hombres yacían a muy poca distancia el uno del otro con sus chaquetas verdes y negras.

Bien. El sueño es la mejor medicina.

El aliento y los ronquidos de los hombres se oían por toda la sala. Más a la derecha, detrás de unas columnas orladas con molduras de aluminio, que en otro tiempo habían sido blancas, se oían de vez en cuando gimoteos. Habían improvisado allí el hospital de campaña para los heridos.

El asalto a la Mayakovskaya había fracasado. Los moscovitas se habían preparado para el ataque.

Las unidades que avanzaron por el túnel paralelo habían tenido más suerte. Les habían atacado «tan sólo» con metralletas y fusiles de cañón rayado, porque los moscovitas tenían una única Kord.

Kulagin, con los hombres de la Nevski prospekt, había logrado tomar el primero de los puestos enemigos, con bajas relativamente escasas. Había empezado a preparar el asalto del segundo cuando le llegó la orden de retirada.

El fracasado ataque le había costado a la Alianza catorce muertos y unos treinta heridos.

—¡Merkulov, preséntate ante el general!

¿Y qué quería ahora? Iván se volvió con deliberada lentitud, suspiró y levantó los ojos, enervado. Se encontraba frente a él un joven bien alimentado, de mejillas rosadas y orondas.

—¡Eh, Merkulov! —gritó éste nuevamente—. ¿Estás sordo, o qué? Tienes que presentarte ante el general.

—Me estás atacando los nervios —gruñó Iván, bostezó con suma diligencia y se desperezó—. ¿Qué quieres?

—¿Estás ciego o qué, Merkulov? —le replicó el mofletudo—. No te pases. El general quiere hablar contigo. Ha dicho que no puede esperar.

—Si no puede esperar, que se lo haga en los calzoncillos —respondió la voz grave y ronca de Gladyshev desde el fondo—. Y nosotros, mientras tanto, vamos a jugar a corazones… ¡zas! Y esta mano no me la supera nadie… ¡zas! ¿Lo veis o qué?

El digger arrojó con fruición las pringosas cartas de juego sobre la mesa.

—¡¿Qué es lo que has dicho?! —La cara rechoncha del joven se puso roja como un tomate y el pecho se le hinchó amenazadoramente. Sólo un poco más y estallaría…

—¡…y zas! ¡Siete mil y pico!

—¡Haga el favor de imponer disciplina a sus hombres, digger! —bramó el mofletudo, totalmente fuera de sí.

—Sí, lo haré —dijo Iván en tono apaciguador. Sólo entonces se dio cuenta de que el joven llevaba galones de coronel en el hombro. Como en la antigua Milicia. ¿Podía ser que hubieran introducido un escalafón en el servicio? Tan sólo llevaban cuatro días allí. Iván se volvió hacia los suyos—. No hagáis tanto escándalo, muchachos —les cuchicheó. El coronel temblaba a sus espaldas—. Es la hora de dormir.

—¿Cómo es que murmura usted de esa manera, digger?

Iván miró al coronel sin entender nada.

—No me voy a poner a gritar aquí como si fuera un enfermo mental —explicó con educación, y añadió en voz todavía más baja—: Hago bien, ¿verdad que sí? —Iván se volvió hacia Gladyshev—. Igor, ¿nos quedan granadas?

El coronel Mofletes padeció un nuevo ataque de indignación.

Gladyshev levantó la mano con desenfado y se rascó la cara sin afeitar. Los abundantes pelos que sobresalían crujieron con sonido metálico.

—Creo que…

—¿Disculpa? —dijo Iván.

—Sí, es que…

Gladyshev se dio la vuelta, distraído. Al cruzar miradas con Iván, se puso en pie como si le hubiese picado una tarántula, juntó los talones, se puso firme con tal fuerza que le crujieron las vértebras, irguió el mentón y miró al vacío.

—¡A sus órdenes, jefe! —dijo con energía, y sus babas llegaron hasta el otro extremo de la estación.

—Así está mejor —le alabó Iván—. Descanse, soldado. Disculpe, coronel, ¿qué era lo que deseaba usted?

—Esto… tendría que acompañarme usted a ver al general —dijo el mofletudo, que estaba tan confuso como impresionado—. Sígame, por favor.

Iván se sonrió y se puso en pie.

—La palabra del general es ley para mí —dijo con voz meliflua—. Guíeme, coronel.

—Vamos a llevar a cabo una guerra de posiciones —dijo Orlov.

Iván se puso en pie.

—Disculpe, ¿una qué? —replicó con voz cortante—. Creo que se perdió usted algo. Lo que tuvo lugar allí fue una matanza. No podemos superar los puestos de guardia que tienen en el túnel. Matan a los nuestros. He perdido ya dos hombres. Qué es eso de la guerra de posiciones… qué ridículo…

Memov contempló al jefe de los diggers sin inmutarse.

—¿Y qué es lo que usted nos propone, Iván Danilych?

«Me llama por el nombre propio y el apellido, qué educado», pensó Iván con irritación, y contempló a los presentes. Los hombres de la Nevski prospekt aparentaban total desinterés, los había que dormitaban o se hurgaban la nariz. Lo mismo ocurría con los admiralzes. Cuánto le habría apetecido partirles sus caras de imbécil.

—Un asalto —dijo Iván.

La propuesta suscitó reacciones. Sólo entonces se apreció inquietud en la reunión. Como un nido de ratas cuando alguien arroja una antorcha a su interior.

Memov enarcó las cejas y asintió.

—Entiendo. Ya puede usted sentarse, sargento —dijo, y se volvió hacia el vecino de Iván—. ¿Y usted? ¿Qué nos propone usted?

El tío de la Nevski prospekt se puso en pie, asustado, y titubeó, sin saber qué decir. Memov aguardó hasta que el hombre se hubo enredado en sus propias palabras y enmudeció, humillado. Sólo entonces se volvió hacia el siguiente.

Iván escuchaba. La mayoría postulaban una dirección «lenta» de la guerra: había que desmoralizar al adversario. Estaba claro que el resultado nada glorioso del primer asalto los había intimidado.

«A mí también eso de que acabaríamos con ellos con una mano atada a la espalda», pensó Iván.

—Entonces, vamos a tener que tomar una decisión. ¿Qué nos aportaría un asalto inmediato? —Memov contempló a todo el círculo de los reunidos y sus ojos se detuvieron con fruición en cada uno de sus miembros. Como si hubiera clavado papeles en un tablón de notas o escarabajos en un corcho. Número uno: Voinovich. Número dos: Taras. Número tres: Kulagin. Número cuatro… la mirada del general se detuvo en Iván, el cual se sintió incómodo en extremo.

En la escuela, Vodyanik les había hablado de los hielos del norte. Esos hielos estaban en los ojos de Memov: aguas negras y viscosas en las que flotaban gruesos témpanos de hielo.

—Bueno, ¿acaso los señores oficiales se han quedado sin habla? —preguntó el general con una sonrisa de suficiencia—. ¿Qué me dicen? ¿Cómo podría salirnos un asalto a la Vosstaniya?

Iván hacía trabajar el cerebro: ambos hemisferios cerebrales, más el cerebelo. «Lástima que los lóbulos cerebrales no sean músculos —pensó—. Todo habría sido más sencillo. Habría sido posible entrenarlos con regularidad y luego pensar como si hubieran estado engrasados.» Pero, tal como eran las cosas, ¿podía hacer algo?

No se le ocurría nada.

—Iván Danilych, por favor. —El general había vuelto de nuevo los ojos hacia él.

Iván suspiró. Ponerse en pie y terminar lo antes posible con el asunto… aquélla era la única posibilidad. Y no decir nada que fuera superfluo. Los señores oficiales tenían que tomarse la sopa con la conciencia tranquila.

—Primero, vamos a difundir el rumor de que atacaremos dentro de tres días —empezó a decir Iván—. Segundo, les enviaremos a los moscovitas un ultimátum para dentro de tres días. Antes de que termine ese plazo, tienen que devolvernos el grupo electrógeno y entregarnos al asesino de Efiminyuk. Si no, les amenazaremos con tomar las medidas correspondientes. En tercer lugar… —Iván enmudeció.

Se oyó un murmullo de irritación entre los presentes. Hubo varios que gritaron:

—¡¿Entonces para qué vamos a negociar?!

—¡Este tío está flipado!

—Pero ¿quién es el pavo ese?

—¡Pues tiene razón!

—¡Qué imbecilidades!

Memov fue el único que no hizo ninguna mueca.

—Prosiga, Iván Danilych —le requirió, al ver que la pausa se alargaba.

—En tercer lugar, después de todas estas medidas preparatorias, atacaremos esta misma noche.

Los murmullos se interrumpieron en seco.

Los presentes intercambiaron miradas de desconcierto.

—¿Antes de que expire el ultimátum? —Memov le lanzó una mirada inquisitiva a Iván—. ¿Lo he comprendido bien?

—Sí.

«¿Qué disparate les estoy diciendo?», pensó Iván.

—¿Y cómo va a tener lugar el ataque?

—Los diggers iremos a acabar con los puestos de vigilancia —explicó Iván—. E inmediatamente después tendrá lugar el asalto. Nuestra única posibilidad es tomar la Mayakovskaya por sorpresa. Si los moscovitas huyen, los perseguiremos hasta la Vosstaniya. Una vez allí, no podrán organizarse. Pero si les concedemos demasiado tiempo, podrían aislar las estaciones mediante las puertas herméticas. —Iván se encogió de hombros—. Y entonces empezaría una larga historia. No sé vosotros… —lanzó una mirada provocadora a su alrededor—. Yo, personalmente, no siento ninguna necesidad de quedarme aquí sin hacer nada.

En cuanto se declaró disuelto el consejo, se oyó ruido de sillas y los participantes abandonaron la sala. Iván también tenía la intención de alejarse, pero el general le ordenó que se quedara.

—Iván Danilych, por favor, quédese usted un momento.

«Mierda —pensó Iván—. Habría tenido que mantener la boca cerrada.»

En cuanto ambos estuvieron solos, Memov sacó una botella de coñac y un par de vasos de estaño. Los llenó e hizo un gesto con la cabeza para ordenarle a Iván que bebiera.

El líquido parduzco le bajó por la garganta como aceite y le dio una agradable sensación de calor en el estómago.

—Mi hijo podría tener la misma edad que tú —dijo el general—. Si hasta podríais ser amigos. Por desgracia, a duras penas lo recuerdo. Él estaba siempre con su madre, y yo siempre de viaje. Ahora, al recordarlo, me duele. Y tú te pareces a mí. Sólo que yo, a tu edad, era un poco más callado.

—Sí, ¿y? —Iván sintió como un estremecimiento en la mejilla—. ¿Tengo que deshacerme de emoción y sustituir a su hijo?

—Eres un cabeza caliente, Iván Danilych —replicó Memov, al tiempo que negaba con la cabeza—. En realidad, eso no es malo, pero a veces me destrozas los nervios. Sobre todo cuando la cabeza caliente se transforma en insolencia. No soporto a los maleducados.

—Yo tampoco.

Memov sonrió.

—Márchate, sargento.

«Bonita conversación —pensó Iván—. Cuánta sinceridad.» Al llegar a la puerta, no logró contenerse y se volvió.

—¿Sabe usted cuántas confesiones semejantes he oído en mi vida, general? —preguntó—. Uno de cada tres de su generación cuenta la misma historia. Y es la verdad. Todos ustedes tenían hijos… eso ya lo sé. Todos ellos murieron… esto también lo sé. Todos ustedes han tenido que pugnar con ello… lo comprendo. ¿Pero sabe usted qué es lo que pienso en realidad? ¡¿Quiere que se lo diga con toda franqueza?! —Iván se acercó a Memov como si hubiese querido arrojarlo contra la pared. Los ojos del general resplandecían—. Ustedes mismos tuvieron la culpa de que su maravilloso mundo de antes se fuese al arroyo. Y ahora se esfuerzan por transformar nuestro mundo nuevo, que desde luego no es tan maravilloso, en una copia del antiguo. ¡Y no hace ninguna falta! Lo encuentro patético y repugnante, como un zombel que hurga en las basuras. Podríamos arreglárnoslas sin ustedes. No necesitamos para nada su ayuda. ¡¿Me escucha usted?!

—No me grites aquí. —Memov hizo una mueca—. No estoy sordo. Dime una cosa… —Vaciló—. Antes, en la reunión, has hablado mucho. ¿Lo has dicho todo en serio?

Iván reflexionó.

—Hay que castigar la maldad —replicó Iván por fin—. En ciertas ocasiones, la justicia puede tener un rostro feo… pero el castigo es necesario. Ésa es mi opinión. Los moscovitas tienen que pagar por lo que han hecho.

Se hizo una pausa.

—Mi revólver es veloz —dijo Memov, pensativo, y miró a los ojos al digger.

—¿Y qué ha querido decir con eso? —preguntó Iván en tono cortante.

—Es una cita de una película americana —explicó el general—. De una película del Oeste. —Memov negaba con la cabeza—. Tienes razón, Iván Danilych, ahora vivimos en un mundo nuevo. O, mejor dicho, en la transición entre dos mundos. En la tierra de nadie, entre el mundo antiguo y el nuevo que emerge ante nuestros ojos. La conquista de América. Terranova bajo los arados. Una panda de jóvenes que nos borra de la faz de la Tierra. El metro se ha transformado en frontera.

—Eso no lo entiendo.

Memov siguió hablando como si no hubiera oído la observación de Iván.

Cómo no se me había ocurrido nunca… —Se rascó la barbilla, pensativo—. La frontera. Los límites. La tierra en la que gobierna el revólver. Así es todo más fácil de entender. Muchas gracias por esta charla tan instructiva, Iván Danilych. ¡Ya puede marcharse, sargento!

Iván asintió enérgicamente con la cabeza y se dirigió a la puerta. Al llegar al umbral, vaciló una vez más. «¡Déjalo ya de una vez!», pensó, y se enfadó consigo mismo. Sin embargo, se volvió una vez más.

El general se había sentado en su escritorio y estaba concentrado en sus papeles.

—¿Te has olvidado de algo? —preguntó Memov, al tiempo que levantaba los ojos.

—No es el revólver —dijo Iván.

—¿Qué?

—Se equivoca usted, general. Aquí no manda el revólver —Iván esperó antes de seguir hablando. ¿Aquel tío no lograba entender nada?—. Lo que manda aquí es el coraje.

Memov se levantó y miró a Iván.

—Voy a pensar en tus palabras, sargento.

El avance sobre la estación empezó hacia la mañana, cuando los moscovitas aún dormían plácidamente. El profesor Vodyanik llamaba «hora del Toro» a esa última fase de la noche, «las horas en las que el ganado se echa a dormir». La hora de los monters, en la que los poderes malignos se vuelven aún más fuertes.

La bruma de las granadas de humo llenaba el túnel. Los destacamentos de diggers de Shakilov y Sonis andaban a tientas sin luz. Sonis era un judío de poca estatura, sarcástico. Sabía matar con el canto de la mano y arrastrar al agotamiento nervioso con su locuacidad a los supervivientes. Bueno, esto último quizá fuese un poco exagerado, pero era un modo de expresar la realidad.

Los hombres de Iván se habían incorporado a la sección de asalto. Se preveía su actuación en el caso de que las tropas avanzadas no pudieran acabar sigilosamente con los centinelas y abrirle así el camino a la fuerza de ataque principal de la Alianza.

«Vamos a hurtadillas en la oscuridad como los zombels», pensaba Iván. Cuando se dio cuenta, se le puso la carne de gallina.

Su pequeña tropa estaba equipada con dos granadas por hombre. Así, llevaban en total diez, además de una granada de reserva para Iván. Para una operación en espacios reducidos, lo ideal habrían sido tan sólo cuatro hombres, pero Iván no podía pretender tanto. Le habían obligado a llevar a un observador de los admiralzes.

El digger revisó una vez más su equipamiento. La cápsula de la granada era fría al tacto. Una granada cegadora salida de los almacenes del OMON.[12] Las granadas explosivas no se encontraban fácilmente en la ciudad. Por otra parte, le habían entregado una pistola de señales con diez cartuchos. Ése era el plan: cubrir al enemigo con granadas y cohetes, ensordecerlo y cegarlo, empujarlo al pánico. Y luego tomar la estación por asalto. Sin preocuparse por las bajas.

Iván tenía los ojos clavados en la oscuridad, tan tensos que empezaban a dolerle. No se veía ni el más mínimo fulgor… nada. El tiempo pasaba con lentitud.

El soldado que iba a su lado se apoyaba nerviosamente, ora en una pierna, ora en la otra. Era Kolyan, de la Admiralteyskaya… el Fanático. Lo llamaban así por su ferviente entusiasmo por las artes marciales asiáticas. Estaba ansioso por entrar en combate.

«Hoy se decidirá todo», pensó Iván. El humo del túnel se había transformado en un tupido velo por el que los defensores de la estación no podrían reconocer a los atacantes. Eso era lo que se esperaba. En el estómago de Iván crecía un vacío que todo lo succionaba, como si hubiera estado a punto de arrojarse a una fosa profunda. Si las fuerzas de asalto de la Alianza lograban adueñarse de la Mayakovskaya, estarían a un paso de capturar la Vosstaniya. Pero la Mayakovskaya era una fortaleza. Igual que la Vasileostrovskaya.

Iván suspiró. De pronto se acordó de la cara que había puesto Tanya cuando le había dicho que tendría que marcharse a la guerra. Una cara de extrañeza. No porque se marchase. Entrañaba, más bien, la pregunta: ¿Es posible que la guerra sea igual de importante que la felicidad?

Las mujeres tienen su propia representación de la felicidad. Para nosotros, los hombres, los símbolos no son tan importantes. ¿Qué significa para nosotros un anillo en el dedo? Si una mujer nos pertenece, simplemente lo sabemos. El anillo no tiene ningún papel en ello. El vestido de bodas, el anillo, la ceremonia solemne… pamplinas de mujeres. ¡Mujeres! Sólo se creen que son felices cuando les han otorgado la bendición oficial.

Oyó un ruido metálico en la inmediata cercanía. Iván habría querido darle una patada en el culo al responsable.

«¡Pero qué inepto, joder! El túnel va en línea recta. Si los moscovitas están tan paranoicos como se dice, deben de tener a punto la ametralladora para disparar a ciegas en caso de necesidad. ¿O puede que los centinelas ya estén muertos? ¿Dónde se ha metido Shakilov?»

«¿Y qué pasa con la señal de ataque?»

A Iván le sudaban las manos. Se las secó con la chaqueta.

Los planes nunca salen bien al cien por cien. Siempre hay alguien que la caga. Sin embargo… ¡esto tenía que salir bien!

Iván consultó el reloj. Las agujas brillaban con un fulgor verde en la oscuridad. Había conseguido el reloj en la tienda de la Línea 5. Todo se reducía a un buen mecanismo… bastaba con darle cuerda y funcionaba de manera impecable. Antes de que empezara la acción, Memov había sincronizado los relojes. En ese momento, las agujas marcaban exactamente las cuatro y treinta y dos.

Shakilov había partido veinte minutos antes. Una eternidad.

Pero no se veía ninguna señal.

¿Qué hacer?

—¿Falta mucho para llegar? —cuchicheaba alguien—. Jefe, ¿falta mucho para llegar?

Otro que se merecía una patada en el culo.

—¡Silencio! —susurró Iván.

Las puertas herméticas eran un recurso imprescindible para proteger los túneles de metro contra la amenaza de inundaciones. Se trataba de puertas de acero cuadradas, de medio metro de grosor, instaladas en los túneles y al final de las escaleras mecánicas. En todos los túneles había entre dos y cuatro.

Los mecanismos automáticos de cierre habían dejado de funcionar, pero las puertas se podían accionar también manualmente. Si se disponía de una llave especial y una palanca, se necesitaba entre ocho y nueve minutos para cerrarlas.

Iván calibró de manera realista la situación: si los moscovitas se daban cuenta de lo que ocurría y resistían durante el tiempo suficiente para cerrar la puerta hermética que se encontraba al final del túnel (a unos veinte metros del andén), y otra en el paso entre la Mayakovskaya y la Ploshchad Vosstaniya, prácticamente habrían ganado la guerra.

Porque hacerlas estallar no era una opción realista. ¿Quién habría estado lo bastante loco como para volar una puerta hermética? Aunque, por otra parte, ¿quién podía estar lo bastante loco como para robar un grupo electrógeno?

«Esos hijos de la gran puta. Por su culpa tengo que estar aquí.»

La tensión se le hacía insoportable. Iván cerró los párpados durante unos segundos para dar un breve reposo a sus ojos fatigados. Su destacamento de asalto aguardaba a que diese una orden.

Cuando salían de la estación, Vodyanik los había llamado granaderos de Pedro el Grande. El propio profesor iba con la fuerza de asalto principal. No podía andar muy rápido, y su ágil entendimiento, por sí solo, no habría podido hacer nada contra los moscovitas… estos últimos estaban más interesados en acribillarlos que en escucharles.

Iván suspiró. De pronto se le había aparecido el rostro de Kosolapy… su sonrisa de adiós troquelada en la oscuridad.

Precisamente ahora, maldita sea.

Iván se estremeció. ¡La señal!

Avanzó al instante, Kalashnikov en ristre.

—¡Preparad las granadas! —ordenó.

El sonido individual de cada una de las botas contra el suelo, claramente audible, le hacía pensar en lo pequeño que era su destacamento. Oía a su lado un resuello ronco y tenso. El admiralze Kolyan corría como un poseso. Iba armado con un Simonov SKS de calibre cinco, modelo de caza, semiautomático. Disparar con él era divertido y, por otra parte, no era en absoluto un mal fusil. Pero Iván no confiaba lo más mínimo en el admiralze.

«Espero que no lo estropee todo», pensaba.

Iván cerró las mandíbulas con fuerza. Vio fogonazos una vez más. Se oyeron disparos. Un griterío ensordecedor. Iván aceleró la marcha y espoleó también a sus hombres.

—¡Hurra!

Por fin se había terminado el juego del escondite.

Al llegar al primero de los puestos de guardia, no encontraron ninguna resistencia, y saltaron sin problema por encima de los sacos de arena. Detrás de éstos había varios cadáveres en uniforme gris sobre las guías. Moscovitas, no cabía ninguna duda. Muertos. ¿Algo más? Iván vio por el rabillo del ojo a otro moscovita que estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared del túnel. Le habían cortado la garganta y tenía el pecho cubierto de sangre.

A su lado había un vaso de color blanco que había escapado de su mano sin vida.

¡Adelante!

El segundo puesto de guardia. En éste había aún más cadáveres. Más adelante se oían chillidos y crepitaban los disparos.

Humareda por todas partes. Y el hedor a goma quemada.

Asaltaron el andén. Iván se mareaba con la intensidad de la luz. En primer lugar, se arrojó contra ellos un hombre mayor vestido con una chaqueta de plumas de color anaranjado, como si hubiera enloquecido, con una escopeta de cañones superpuestos en las manos. Iván le disparó… ¡pum! No le había dado. Otra vez, ¡pum! Tocado.

Al acercarse, Iván vio que el hombre doblaba las rodillas. Sus ojos sin vida miraban al vacío.

Antes del asalto habían colocado botellas de plástico repletas de lana de vidrio en los cañones de las armas. Silenciadores de fabricación propia, pero bastante efectivos. Era Shakilov, viejo experto en armas, quien les había enseñado el truco.

El hombre de naranja se desplomó. Iván saltó por encima de su cuerpo sin vida. De pronto, otros tres hombres se lanzaron contra el digger. Llevaban uniformes grises del Ministerio de Protección Civil, casi tan antiguos como el propio metro. Un disparo. La bala silbó y se estrelló contra el granito. Saltaron chispas. Iván dio otro paso hacia un lado, rodó hasta la pared de color rojo oscuro y se ocultó tras un saliente. Una estación muy práctica. Detrás de cada uno de los salientes se podía ocultar una persona. Pero no tenía tiempo para descansar. Iván llevó la mano al cinturón y tomó el frío recipiente de acero. ¡Anilla, palanca, uno, dos!

—¡Cerrad los ojos! —gritó Iván, y arrojó la granada.

Se agachó, se cubrió los oídos y cerró los ojos. ¡Bum! El estallido de luz se coló incluso por entre sus párpados cerrados.

Iván abrió los ojos y se puso en pie.

—¡Adelante!

Subió por las escaleras hasta el pasillo de enlace. En éste había una barricada de sacos de arena, y por entre los sacos se asomaba el cañón de un arma.

—¡Al suelo! —gritó Iván.

Kolyan encabezaba el asalto y la ráfaga, literalmente, le segó. Iván logró arrojarse al suelo en el último instante y rodó hacia un lado.

Buscó la segunda granada que llevaba en el cinturón. Anilla, palanca…

—¡Cerrad los ojos! —gritó Iván, y la arrojó.

¡Bum! El fulgor rojo se le coló por entre los dedos y le llegó hasta el cráneo. Le quedaron manchas de colores en los ojos.

Sin levantarse del suelo, Iván empuñó el «Bastardo». El estrépito era tan grande que los disparos apenas si se oían. La culata del «Bastardo» le golpeó el hombro. ¿Había acertado o no? Iván no tenía ni idea. ¡Había que avanzar y no perder tiempo!

—¡Hurra! —oyó que alguien gritaba a su lado. Siluetas negras pasaron corriendo en silencio.

El estruendo de los disparos era ensordecedor.

Iván pasó junto a Kolyan, echado en el suelo —probablemente muerto—, y se arrojó de cuerpo a tierra frente a la barricada de sacos de arena que protegía las escaleras mecánicas. Debía de llegarle a la altura de la rodilla. Se arrastró más o menos a cuatro patas a lo largo de la barricada, y entonces, de repente, se levantó y disparó a ciegas. Las balas perdidas hicieron mella en el granito. Gimoteos. ¿Le habría dado a alguien?

Iván retrocedió arrastrándose por el suelo y echó una rápida ojeada por encima de los sacos de arena. Un cuerpo sin vida. Había tenido suerte. Iván trató de dar un paso largo por encima de la barrera, pero no lo consiguió y se cayó de vientre sobre los sacos de arena. Mierda.

En ese instante le asaltó como una especie de disparatado presentimiento de que estaba a punto de asaltar su propia estación, la Vasileostrovskaya.

¡No era momento para reflexiones! ¡Luego!

Iván sacó fuerzas de flaqueza, se puso en pie y…

… vio de pronto, frente a sí, a un soldado con uniforme gris que bajaba a toda velocidad por las escaleras.

Pelirrojo, piel rugosa, cara pálida. El moscovita levantó la cabeza y abrió los ojos. Iván encaró el Kalashnikov. Clic. Se le habían terminado los cartuchos. Iván tiró del gatillo una vez más, como si así pudiera funcionar. Sintió un calambre en el dedo.

Entonces, el pelirrojo, por su parte, apuntó con el fusil. Guiado por sus reflejos, Iván se plantó frente a él y le dio en la cara con el cañón del arma. Se le rompieron los dientes. El moscovita retrocedió, tambaleante, y echó la cabeza hacia atrás. Un instante que duró una eternidad. El pelirrojo contempló a Iván y abrió la boca, como si hubiese querido decir algo. Un grueso reguero de sangre manaba de su nariz. Parpadeaba con estupefacción. Iván empuñó el «Bastardo» y le dio otro golpe. Sintió el metal húmedo entre los dedos. Y otro golpe. ¡Cáete de una vez! Al fin, el pelirrojo se desplomó al suelo.

Iván miró a su alrededor.

Rojo.

El rostro blanco de Mayakovsky contemplaba a Iván desde la pared de color rojo oscuro, gigantesco y fantasmal, como si hubiera surgido de una gruesa costra de sangre seca.

La mitad de la estación había quedado cubierta por la humareda. Una alarma contra incendios aullaba. ¡Y qué increíblemente intensa era la luz!

Una ráfaga de fusil ametrallador crepitó en el pasillo. Las balas arrancaron piezas del mosaico de color rojo oscuro de la pared. Uno de los disparos impactó en uno de los paneles de iluminación. La bombilla que estaba debajo explotó ruidosamente y, de pronto, el pasillo quedó más oscuro.

Iván se agachó. Entre la humareda y la lluvia de esquirlas descubrió la silueta de un tigre en plena carrera. Se agitó. No podía ser que volviera a sucederle lo mismo. No en ese momento. Hombres con uniformes de camuflaje pasaron corriendo por su lado. Iván tuvo un momento de terror… y luego respiró hondo: eran los suyos.

El hedor punzante de la pólvora y el olor metálico de la sangre. Humo.

ROJO.

Shakilov emergió de entre el humo omnipresente, cubriéndose la mejilla con la mano. Tenía el rostro desfigurado por el dolor. La mitad izquierda de la cara estaba llena de sangre.

—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó Iván.

Shakilov escupió sangre.

—Me he caído por la escalera —explicó—. Y he aterrizado encima de la mandíbula. Me la he fastidiado un poco, ¿lo ves? Abrió la boca y mostró una horrible sonrisa. Le faltaban la mitad de los incisivos, y otros dientes se le habían torcido de manera espectacular. Y tenía sangre por todas partes.

—Qué divertido, ¿eh?

—Bueno, no lo sé —le respondió Iván—. ¿Qué pasa con la estación?

En vez de responderle, Shakilov metió el pulgar y el índice en la boca y, con el rostro desfigurado por el dolor, se arrancó uno de los dientes dañados.

Arrojó el diente al suelo y escupió. Se formó una mancha de sangre sobre el claro mármol del suelo y al lado de éste quedó a la vista un diente blanco que parecía de plástico.

—Ya eztá —murmuró Shakilov—. Noz hemoz apoderado de la Mayak.

Se metió la mano en la boca una vez más y se puso a trabajar con otro diente.

—¿Y la Ploshchad Vosstaniya? —preguntó Iván—. ¿Habéis llegado hasta allí?

Shakilov negó con la cabeza. Se sacó la mano de la boca y escupió de nuevo. Su chaqueta estaba sucia de sangre y de alguna cosa gris, probablemente cieno. Trataba de hablar con los labios al mismo tiempo que se examinaba el resto de los dientes con la lengua. Una visión terriblemente cómica. Luego contrajo el rostro sucio de sangre en una amarga sonrisa.

—Esos cabrones se nos han adelantado —informó—. No son unos principiantes. Han erigido barricadas.

—¿En los dos accesos?

—Sí. —Shakilov hizo un gesto de frustración—. Me cago en ellos. Agarra el fusil y prepárate para repartir palos.