4-El general

AL principio marcharon tras la dresina que transportaba el material. El viejo vehículo chirriaba en tono lastimero a la par que sus ruedas se tambaleaban sobre los raíles oxidados. El desnivel del túnel se hacía muy evidente en aquel trecho. La Admiralteyskaya de la Línea 3 era la estación más profunda del metro de San Petersburgo. Iván era plenamente consciente de que el destacamento se hundía cada vez más en la tierra, tal vez hacia su centro. Hacia los infiernos.

Hacia la antesala de los infiernos, se habría podido decir. Iván no sentía mucha simpatía por la Admiralteyskaya.

Los que iban en cabeza notaban cada vez más la humedad. A cada paso, hundían más las botas en el caldo oscuro y voraz. En un primer momento, el agua les llegaba hasta los tobillos, y después hasta las rodillas. Las linternas alumbraban tan sólo un pequeño trecho de vía. El resto del túnel quedaba envuelto en tinieblas.

Iván resbaló sobre una traviesa e hizo una mueca de dolor. Mierda. Katya le había dicho que no hiciese movimientos bruscos. ¿Tendría que ser ésa su divisa durante lo que le quedara de vida?

—¿Te duele? —le preguntó Pasha con genuina compasión.

Iván negó con la cabeza.

Llevaban dos horas de marcha sobre las traviesas en el túnel a oscuras. La dresina avanzaba sobre los raíles deformados y herrumbrosos entre chirridos, traqueteos y brincos. En varias ocasiones habían tenido que cargar con el vehículo, porque había puntos en que los raíles ya no eran transitables. Los intentos de Iván de colaborar en la tarea chocaban con un rechazo amistoso, pero que, sin lugar a dudas, le decía: «¡Vete a otra parte con tus costillas hechas polvo!»

En el lugar por donde pasaban en ese momento había un auténtico agujero entre las vías, como si una criatura hubiese salido de la tierra por allí y hubiera arrancado las traviesas. Una de éstas se encontraba un metro más allá, junto a la pared del túnel, y otra se había quedado en medio, rota, como una cerilla. Pero ¿adónde se habría marchado la criatura? ¿Se había ido por el túnel? ¿O se habría quedado en el techo?

Iván miró hacia arriba e iluminó el techo con la linterna LED. Encontró otro agujero en lo alto, pero también habría podido ser producto de las aguas subterráneas.

—¿De verdad que no te duele? —volvió a preguntarle Pasha.

«Bueno —pensó Iván—, este tío podría pedir trabajo en los servicios secretos.»

—Déjame en paz —le replicó—. Me lo has preguntado ya cien veces. Hazme el favor de no comportarte como si fueras mi mujer. En primer lugar, porque aún no estoy casado, y en segundo lugar…

—¡De nada, tío, qué simpático eres! —dijo Pasha con un resoplido, y se marchó con pasos enérgicos, ofendido. Se fue con Solokha, que cerraba la marcha.

Media hora más tarde llegaron al embarcadero. Allí les aguardaban los admiralzes, armados con fusiles Kalashnikov. «Bonito comité de recepción», pensó Iván. Sus fusiles parecían bastante nuevos. O, como mínimo, muy cuidados, por la manera como relucían. Las miradas que los admiralzes dirigieron a los recién llegados no irradiaban una gran simpatía.

«Muchísimas gracias, Sazonov —pensó Iván—. Tus actos heroicos ya son conocidos por todo el mundo.»

Todos los admiralzes llevaban las mismas chaquetas de la Marina, como soldados uniformados. Algunos de ellos se cubrían la cabeza con cascos. «Un puesto militar menos», se lamentó Iván para sus adentros. Pero ¿dónde habrían encontrado el material? ¿Quizás en la Promenade des Anglais?

El día de la Catástrofe murieron todos los que se quedaron en la superficie. Y en aquella época, San Petersburgo estaba llena de soldados. El tío Yevpat le había comentado que contaban con una división entera.

Por otra parte… ¿qué podía representar una división entera en San Petersburgo?

Por lo menos trescientas ametralladoras de los tipos NSV y Kord, contó Iván, varios miles de fusiles Kalashnikov AK103 y AK74, cartuchos, paquetes de comida (había que sacarlos de los carros de combate blindados contra la radiactividad), dosímetros e incluso granadas. Y muchas otras cosas útiles. Por desgracia, los diggers y zombels rapiñaron todo lo que había cerca de las estaciones de metro, el material se había vendido hacía tiempo, lo volvieron a vender, estaba ya desgastado o se había echado a perder.

Pero en algunos lugares aún quedaban puestos militares productivos, y a juzgar por los cascos de los admiralzes, cerca de allí debía de haber también un tanque.

Un hombre envuelto en un abrigo negro se acercó a Iván.

—Iván Danilych, es un placer —le saludó, tendiéndole la mano.

—El placer es mío —respondió Iván, y contempló al desconocido.

«Debes de ser ese teniente de navío Kmiziz del que me ha hablado Sazonov. Un tío muy simpático. Expresión resuelta en el rostro, rasgos faciales con un toque asiático, ojos oscuros, cabello de color castaño claro.»

—Todo está a punto —dijo Kmiziz—. Las embarcaciones aguardan. ¿Cuántos son?

—Vengo con cinco hombres —respondió Iván—. Diggers. Los que vienen más atrás con Kulagin —dijo señalando a sus espaldas con el pulgar— son treinta y uno.

Kmiziz asintió.

—Será suficiente con dos viajes. Suban a bordo.

Las embarcaciones los llevaron por un angosto corredor flanqueado por sendas hileras de postes. En algunos de éstos había lámparas que hacían las veces de alumbrado. Las aguas estaban negras como el petróleo y tenían un olor brutal a amoníaco.

Iván echó el remo al agua y bogó a un ritmo regular. Uno, dos… ¡mierda! El dolor se le clavaba en las costillas. No logró tomar aliento y todo empezó a dar vueltas a su alrededor.

El túnel se le volvió de lado.

—¡Agárralo fuerte! ¡Venga, tío, agárralo fuerte! —Eran voces que se oían desde la lejanía.

Iván recobró la consciencia en un entorno extrañamente tranquilo. El bote avanzaba por el túnel sin hacer ruido, entre postes de madera que obviamente habían sido traviesas. Sobre la madera húmeda crecían unos hongos blancos.

Un poco más adelante, el túnel terminaba en una estación. La Admiralteyskaya inferior. Una estación que no se llegó a terminar. En la época de la Catástrofe aún no se había empezado a decorar el interior. Una estación de construcción cerrada, como la Vasileostrovskaya. Pero más grande. Y, por supuesto, cuarenta metros más profunda.

—Misha —le dijo Iván a Kuznetsov, que, por extraño que resulte, estaba solo con él en el bote—. ¿Dónde están todos?

—¿Todos? —De pronto, Misha sonrió. Una sonrisa totalmente extraña, como de goma—. Han muerto todos, jefe. Ha habido un derrumbe en el túnel y has quedado sepultado. Todos los demás han muerto.

—¿Y tú?

—Yo también —confirmó Kuznetsov—. ¿Te acuerdas de algo?

—Nos robaron el grupo electrógeno.

El extraño y desconocido Misha se echó a reír. Su risa chillona retumbó en el hierro herrumbroso y cayeron pájaros negros, resonó por las paredes y en las aguas negras, y finalmente arrancó ecos a las profundidades del túnel. Y en algún lugar, en la lejanía, Iván oyó la risa de un segundo Misha igualmente extraño, una risa ronca y horrible.

—No, jefe —dijo el Misha extraño que se sentaba a su lado—. Te lo has imaginado todo.

—¿Cómo? —Iván estaba perplejo—. ¿No nos robaron el grupo electrógeno?

—No.

—¿Y Efiminyuk?

El Misha extraño negó con la cabeza.

—Aquí los únicos muertos somos nosotros dos, jefe. Lo siento. El carburo de la Primorskaya. ¿Te acuerdas?

Iván se inclinó hacia él.

—¿Había demasiado acetileno?

—No —respondió el extraño Misha—. Había la cantidad justa de acetileno. Has matado al monstruo. Pero no has pensado en los gigantescos adornos del techo, jefe. Se han venido abajo y te han sepultado. Cosas que ocurren. Lo siento de verdad.

Iván pensó en todo ello.

—¿Estoy muerto? —preguntó por fin.

—No del todo. En el mundo real, estás sepultado bajo un montón de escombros, pero todavía vives. Dentro de muy poco le va a faltar oxígeno a tu cerebro y morirás por fin. Digámoslo con mayor exactitud… —el Misha extraño se sonrió—, el proceso ya se ha iniciado. Lo que ahora experimentas es la muerte de las células de tu cerebro. En realidad, no estoy aquí. Tu cerebro se muere por falta de oxígeno. El proceso dura tan sólo unas fracciones de segundo.

—¿Y Tanya? ¿Qué va a pasar con Tanya?

—Le irá bien —dijo el Misha extraño—. Te llorará y dentro de poco se casará con otro.

—¿Con quién?

El Misha extraño enarcó las cejas y miró a Iván. Sus ojos oscuros centelleaban.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Como tú prefieras. Todavía nos queda un nanosegundo. Se va a casar con…

Iván no llegó a escuchar lo que el Misha extraño iba a decirle. Porque esta vez despertó de verdad.

Estaba echado en un lugar cómodo. Alguien le había puesto una manta enrollada bajo la cabeza. ¿Pasha?

En un primer momento, Iván no se movió. El corazón le latía con fuerza.

«Tranquilízate —le dijo a su corazón con el pensamiento—. Todo irá bien. Todo ha sido un ridículo sueño.»

Todavía navegaban entre los postes. Los botes avanzaban sin hacer ruido sobre aguas negras como la tinta. La superficie de éstas estaba lista como si se tratara de asfalto húmedo.

La Admiralteyskaya−2 les recibió con un murmullo de gente atareada y con notable desinterés. Una escalera de hormigón en mal estado los condujo hasta un pasillo que conectaba la estación superior y la inferior. Por el camino, el sentimiento de que todo tocaba a su fin se adueñó de Iván. Hasta ese momento no había logrado imaginarse a sí mismo en una vida idílica de familia y latas de conserva. Habría corrido serio peligro de morir de aburrimiento. ¿Para qué habría querido tal cosa? Pero en ese momento en que la desgracia se plantaba frente a la puerta habría preferido volverse, y no habría tenido el más mínimo reparo en iniciar una vida larga y contemplativa.

Después de doblar otra esquina, llegaron a una puerta hermética donde montaba guardia un centinela armado con una escopeta de pistón. Al ver a Kmiziz, se puso todavía más firme, aunque ya antes estuviera como un palo de escoba, y elevó con toda diligencia la mano a la sien.

—Descanse —ordenó Kmiziz.

Iván pensó que aquella gente tenía costumbres extrañas.

—¿Han llegado bien? —Era el comandante de la Admiralteyskaya. El centinela debía de haberle llamado—. Grechnikov, Trofim Petrovich —se presentó, sin que hiciera ninguna falta, porque todo el mundo le conocía.

Se estrecharon la mano. Iván miró a Grechnikov a la cara y tuvo la sensación de hallarse ante un hombre infortunado. Los hombres de la Vasileostrovskaya no rebosaban alegría de vivir, pero en su caso era comprensible, porque les habían robado el grupo electrógeno. Pero ¿por qué estaba tan deprimido aquel tío?

—¿Quién es su jefe? —preguntó Grechnikov.

—El jefe soy yo —dijo Iván, y precisó—: jefe de los exploradores. El jefe superior es él. —Señaló con la cabeza a Oleg Kulagin.

El capitán Kulagin tenía el mando formal, pero durante las operaciones militares sería Iván quien diera las órdenes. Así lo habían acordado previamente. El comandante asintió.

—¡Bienvenidos a la Admiralteyskaya!

En total, cuatro personas. ¡Vaya recibimiento! Por lo general, las visitas a estaciones vecinas eran una ocasión festiva para todo el mundo. Se intercambiaban regalos, se comía y bebía en común, y había baile. Aunque, ¿a quién podía apetecerle un baile en un momento como ése?

Iván miró a su alrededor.

—¿Hay algún sitio donde podamos comer algo?

—No se preocupen —indicó Grechnikov—. Yo me encargo de todo. Entretanto sus hombres podrán descansar.

La Admiralteyskaya era una estación impresionante. Iván la conocía, ya que había ido allí otras veces, pero siempre le impresionaba como si fuese la primera vez que la veía.

Debía de medir unos cincuenta metros más que la Vasileostrovskaya, y no estaba flanqueada por un «ascensor horizontal» como aquélla, sino por hileras de columnas en las que nada cerraba el paso. En vez de puertas de acero en las paredes, lo que había entre las columnas que sustentaban la bóveda eran arcos elevados y abiertos. Esto último transmitía una sensación de ligereza, anchura y espacio.

El andén tenía el techo alto, estaba bien iluminado y revestido de mármol dorado. Dos hileras de columnas de mármol negro enmarcaban el paseo central. Las lámparas estaban colocadas tras pantallas de aluminio. Tampoco se habían escatimado gastos en los sobredorados.

En el extremo sur había una mancha oscura, un mosaico con una imagen de color negro que representaba a Pedro el Grande, circundado por enemigos suecos. ¿O por sus propios guerreros? Iván no se acordaba ya.

Todas las esquinas de la Admiralteyskaya denotaban bienestar y lujo. Incluso el pequeño mercado del andén tenía un aire civilizado, en comparación con los caóticos rastros de otras estaciones.

Los hombres de la Vasileostrovskaya no tardaron ni un minuto en organizar el campamento. Aunque hablar de campamento tal vez fuera una exageración.

Amontonaron sus fardos y se dispersaron por toda la estación. «Como turistas, maldita sea.»

Los diggers de Iván no siguieron su ejemplo. Éste les había dado instrucciones de no separarse ni alejarse mucho. Probablemente faltaban pocas horas para que les diesen la orden de avanzar hacia la Nevski prospekt. Los diggers iban a ser la vanguardia.

Iván miró a su alrededor. Los suyos habían hecho un montón aparte con sus fardos y habían dejado a Solokha para vigilarlos. Conocían a la gente de allí, pero las precauciones nunca estaban de más. Sobre todo porque la Admiralteyskaya era punto de transbordo para las caravanas que transitaban por la Línea 5 y los miembros de éstas rondaban por la estación.

El andén era bastante ruidoso. Iván no estaba acostumbrado a tanto estrépito y le causaba mucho estrés.

Se les había prometido que iban a comer «pronto», pero ese «pronto» no llegaba nunca. «Admiralzes —pensó Iván con desprecio—. Mal organizados y descuidados. Su fantástico general no iba a poder cambiarlos.»

Como había pasado ya una hora y el abastecimiento prometido no llegaba, los hombres empezaron a rezongar. Les sonaban las tripas con más fuerza que a perros pavlovianos.

—¡No se pueden tocar las conservas! —les ordenaba Kulagin, por si acaso.

Iván negaba con la cabeza. Sus diggers estaban acostumbrados a comer de manera irregular. Era evidente que el resto de la tropa no.

—¿Estáis todos? —Iván miró a su gente. Se fijó en Vodyanik, ocupado en peinarse su tupida barba con los dedos—. ¿Viene usted con nosotros, profesor?

Vodyanik asintió con la cabeza.

—Sí, vamos.

Si alguien no busca problemas, son los problemas los que vienen a él.

En ese instante llegó un problema bajo la forma de un hombre pelirrojo cubierto con una chaqueta de plumas. La chaqueta estaba cuidadosamente remendada con cinta adhesiva e Iván tuvo que hacer un esfuerzo para no sacar el dosímetro y medir la radiación.

—¡Manada de alces, yo te saludo! —gritó el hombre.

—¿Qué nos dices de unos alces? —Pasha estaba más sorprendido que indignado.

—Porque el nombre finlandés de la isla Vasylyevsky es Hirvisaari, y eso significa «isla de los Alces» —le aclaró con gran fruición el admiralze—. ¿Y entonces quiénes sois vosotros? ¡Pues quiénes vais a ser! Una manada de alces. Así que más os vale no discutírmelo, so alces.

Iván estaba casi admirado de la asombrosa insolencia que durante los últimos tiempos se había propagado entre los admiralzes. Su arrogancia se alimentaba tan sólo de algunas operaciones con éxito contra los saqueadores que se habían refugiado en los túneles de más allá de la Universitetskaya.

Corrían rumores persistentes de que los admiralzes tenían el proyecto de apoderarse de la estación entera.

—Ándate con cuidado, no vaya a ser que alguno de los alces te haga daño —le advirtió Sazonov en tono de burla.

También Iván pensaba que la situación era más bien divertida. De hecho, no estaba desprovista de cierta comicidad: un único civil que provocaba a un destacamento entero de diggers.

—El alce es un animal noble —dijo entonces el profesor Vodyanik, notorio promotor de la paz—. Es fuerte e inteligente…

—Y cornudo —añadió el admiralze.

¡Bum!

Iván contempló, pensativo, el cuerpo que había quedado tendido en el suelo. Luego levantó los ojos hacia el viejo digger y suspiró.

—¿Por qué siempre te precipitas de esta manera, Igor?

—¿Yo? Pero si yo no he hecho nada —le respondió Gladyshev con cara de inocente mientras se frotaba el puño—. Yo tan sólo pasaba por aquí y él ya estaba tumbado en el suelo.

La patrulla no se hizo esperar.

Por supuesto, no les creyeron. A la vista del rostro sin afeitar de Gladyshev no se podía ni siquiera conservar la fe en la humanidad.

Iván se preparó. El jaleo estaba a punto de empezar.

—Mis caramelos favoritos se llaman… —dijo—. Preparaos… ¡Batooonchiki!

Un ventilador de mesa murmuraba en el despacho del jefe de los servicios secretos de la Admiralteyskaya. Al girar sobre su eje, las palas crujían como las banderas de plegaria en el Árbol de los Deseos. Iván sentía la fresca corriente de aire sobre la piel. Se apoyaba primero sobre una pierna, luego sobre la otra, y se mecía sobre las puntas de los dedos para sacudirse el entumecimiento de ambas.

Siempre lo mismo. Nos ocurre algo a destiempo y se nos acaba la paz de espíritu: «No vas a regresar. Jamás.»

—¿Pero en qué estaban pensando, Iván Danilych? —Orlov, el jefe de los servicios secretos de la Admiralteyskaya, le miraba con cara de suave reproche. Iván sintió un espasmo en los músculos de la mejilla—. No se puede hacer algo así —prosiguió Orlov—. Primero empiezan una pelea, luego destrozan un puesto de venta…

—Lo del puesto de venta no ha sido intencionado —respondió Iván con voz ronca—. La pelea… eso… sí, claro, no puedo negarlo. El malnacido ese…

—El malnacido ese, como a usted le gusta llamarlo, tiene la mandíbula rota. —Orlov movía la cabeza de un lado para otro, como si hubiera estado abroncando a un niño pequeño—. Y una conmoción cerebral.

—Son cosas que ocurren —respondió Iván en tono lapidario.

Orlov asintió con la cabeza, con gesto irónico, como si hubiera querido decir: «Sí, sí, ya lo entiendo, la vida de los diggers es tan aburrida…»

—Bueno, esto está claro, el señor Shchetinnik, V. L., ciudadano de la Alianza, tuvo la culpa del incidente, aunque, naturalmente, puedan existir puntos de vista contrapuestos. ¡Y no me mire usted de esa manera, Iván Danilych, se lo ruego! Pero la patrulla… ¿acaso los señores diggers podrían explicarme qué les había hecho la patrulla?

Iván callaba.

—¿O es que lo de la patrulla tampoco fue intencionado?

—Pues claro que no —respondió Iván—. Les habíamos advertido…

—¿Y de qué les habían advertido, si me permite la pregunta? ¿De que tenían ustedes la intención de resistirse al uso legítimo de la fuerza por parte del Estado? Qué noble actuación. Espero que no hayan olvidado ustedes dónde se encuentran. ¿Qué clase de estación es ésta? Le pregunto por su opinión.

«Por mí, la Admiralteyskaya se puede ir a paseo», pensó Iván, enojado. El hombro y la mano aún le dolían. Por supuesto que había sido un error partirle la cara al admiralze aquel, pero, por otra parte, por muy jefe de patrulla que fuera el tío, no tenía ningún derecho a hablarles con mala educación. Iván arrugó la frente. En cualquier caso, se habían metido en una situación fea.

«¡Maldito seas, Gladyshev! Me has metido en un buen lío. Si salimos de ésta, tendremos una cuenta pendiente por resolver, y la resolveremos a la manera de los diggers

—Ha sido un error —dijo Iván—. Estoy dispuesto a cargar con las consecuencias.

—Ah, escúcheme, Iván Danilych —dijo Orlov, e hizo un gesto como para quitarle importancia a la cuestión—. Todo esto es ridículo. Tenemos una guerra a la vista. ¿Qué se cree que le voy a hacer? ¿Que lo haré fusilar? ¿Conforme a las leyes de guerra?

—¿Todavía hay declaraciones de guerra oficiales?

Orlov no movió un músculo de la cara. Agarró un lápiz que tenía encima de la mesa y le dio vueltas entre los dedos. Era uno de esos lápices de cantos negros y verdes que se utilizaban por todo el metro.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —le preguntó por fin Orlov.

Iván miró con extrañeza al jefe de los servicios secretos y se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

—¿En qué cree usted?

—¿Disculpe?

Orlov suspiró y agarró el lápiz con ambas manos.

—Ése es el problema de su generación. ¿Me entiende usted? Es una pregunta que siempre los desconcierta. ¿En qué cree usted, Iván Danilych? ¿En la justicia, quizá? ¿En las recompensas y represalias? ¿En los hombrecitos verdes? ¿En la vida después de la muerte? ¿En Dios? ¿Cree usted en algo, maldita sea?

Callaron. Silencio. Tan sólo los crujidos del ventilador.

Iván no había visto nunca a Orlov de esa manera. No era su primer encuentro con él, y habían charlado unas pocas veces en ocasiones pasadas. Pero ese día lo vio bajo una nueva luz. Como un hombre distinto.

«No te dejes engañar —se decía Iván—. A lo mejor, Orlov sólo está haciendo teatro. Al fin y al cabo, no sabes cómo trabaja cuando lleva a término sus misiones en el servicio secreto.

—Creo en mí mismo y en mis amigos.

—¿Y en el futuro de la Alianza? —Orlov se inclinó hacia él—. ¿Cree usted en el futuro?

—¿Qué quiere usted de mí?

—Necesito gente.

Iván comprendió por fin adónde quería llegar Orlov. ¡El muy cabrón quería reclutarle!

—No me gusta trabajar con fisgones —dijo Iván—. Y mi horóscopo me lo desaconseja. Le he echado una mirada extra.

Los dedos de Orlov se quedaron blancos. Se oyó un chasquido. El lápiz que tenía en la mano acababa de partirse en dos.

—Muy gracioso. ¿Podría responderme en serio, por favor?

—He respondido en serio. Le ruego que no me insista.

Los ojos de Orlov le lanzaron una mirada penetrante. No se le movían ni las pestañas.

—¿Está usted totalmente seguro? —preguntó por fin.

—Totalmente seguro —confirmó Iván.

—Es usted un hombre desagradable, Iván Danilych.

—¿Es que tengo alguna obligación de ser agradable? —Iván separó las piernas, se inclinó un poco hacia delante, dejó colgar los brazos y miró a los ojos al jefe del servicio secreto.

—No tiene usted ninguna, Iván Danilych —dijo Orlov, con voz suave y segura de sí misma, igual que al principio de la conversación—. A mí no me debe usted nada. Está en deuda con otros.

Iván no entendió qué quería decirle Orlov, pero el tono en que le hablaba el jefe de los servicios secretos no le gustó nada.

—Suelo pagar mis deudas —le respondió con prudencia.

—De eso no me cabe ninguna duda, Iván Danilych. —Orlov le sonrió con indulgencia—. En lo más mínimo. Pero si investigáramos su oscuro pasado…

—¡¿Disculpe?! —Iván aguzó el oído.

—Sé muchas cosas sobre usted —dijo Orlov—. Tendrá usted que disculparme, son gajes de mi oficio. Así, por ejemplo, usted no es nativo de la estación, ¿verdad? Y tampoco de la Alianza.

—Bueno, ¿y qué? ¿Acaso es delito?

—No, por Dios bendito. Tan sólo me ha parecido interesante. En cualquier caso, el sello de su pasaporte no es de la Vasileostrovskaya. Y en los tiempos que corren, el sello de la estación dice mucho sobre una persona. Por ejemplo…

—No vaya tan rápido, no puedo seguirle.

Orlov irguió el rostro y le lanzó una mirada penetrante a Iván.

—El señor se siente hoy especialmente ingenioso, ¿eh? —Sus pobladas cejas se estremecieron—. ¿Tiene usted claro hasta dónde podrá llegar con su maldito humor? —Apoyó el mentón sobre el dorso de la mano—. Hasta aquí. Hasta aquí hemos llegado, comediante de vía estrecha…

Al final le devolvieron los cartuchos. Y el fusil. Era lo mínimo. Iván apretaba los dientes. Tenía tensos los músculos de la cara.

«No digas nada, Iván. Tranquilízate.»

Había dedicado media hora a deambular por la estación y hablar incesantemente para conseguir la libertad de su gente. Pero al principio los admiralzes le habían contestado con malas caras y miradas gélidas. Cuando estaba ya a punto de rendirse, se encontró con Kmiziz. Éste le había escuchado, había asentido con la cabeza y le había dicho:

—Veamos lo que se puede hacer.

De todas maneras, el tono con que le había hablado el teniente de navío no le había inspirado optimismo.

Aún fue más sorprendente la rapidez con que se arregló la situación. Pues vaya. Había una sola persona decente en toda la estación y era el suplente de Orlov.

En cuanto estuvo todo en orden, Iván pensó que iría a echar una ojeada. Al cabo de poco rato encontró el sitio que buscaban antes de pelearse con los admiralzes. Un pequeño puesto sobre el que estaba escrito con letras grandes: «SHAWARMA.» Justo lo que necesitaba. Si lo hubieran encontrado un poco antes, se habrían ahorrado todos los problemas.

—¿Cuánto cuesta un shawarma? —pregunto Iván, mientras examinaba los productos expuestos.

El surtido no era nada malo. Diez tipos distintos de ensalada, setas en escabeche, algas al vapor, ajo marinado e incluso patatas cocidas (que, por cierto, eran caras como un fusil ametrallador).

—Dos —dijo el vendedor, y extendió dos dedos en dirección a Iván.

Es decir, dos cartuchos.

—De acuerdo. Y también ensalada de algas —dijo Iván—. Y ragú de carne a la tártara. Bueno, no, ragú no.

—También me queda carne francesa. ¿Te apetece?

Iván levantó la cabeza y miró con escepticismo al vendedor.

—¿El francés estaba fresco, por lo menos?

—Pues claro, ¿qué te crees? Fresco como el beso de una muchacha linda.

—Si tú lo dices… ¿y qué es lo que lleva?

—Carne de conejillo de Indias, queso, mayonesa… mayonesa de elaboración propia. Te vas a chupar los dedos.

Iván tenía sus dudas respecto al queso. En el mejor de los casos, sería queso antiguo y plastificado. O lo habría sacado de una lata. La mayonesa también le daba reparos. Con todo, la carne tenía buena pinta…

—¿De dónde ha salido la carne? Espero que no tuviese un rabo muy largo.

—Oye, ¿tú tienes ganas de insultarme? —le replicó el vendedor—. Es la mejor carne de conejillo de Indias que existe. Procede de la Vaska. ¡Delicatessen!

«Ah, ¿de la Vaska?—pensó Iván—. Hola, Boris, ¿cómo te va la vida?»

—De acuerdo, me has convencido —le dijo—. Sírveme esas delicatessen.

Media hora más tarde, los hombres de Iván y de Kulagin salieron de la Admiralteyskaya, satisfechos y con una canción en los labios. Poco más atrás se puso en marcha el primer destacamento de admiralzes.

La guerra empezaba a cobrar bríos.

A Iván le resultaba mucho más familiar la Gostiny dvor que la Admiralteyskaya. No era extraño. Todo le recordaba a su propio hogar: la misma construcción (el «ascensor horizontal»), el mármol brillante de siempre y las puertas de acero a ambos lados del andén. Pero era más ancha y mucho más larga que la Vasileostrovskaya, y las puertas que conducían a los túneles estaban abiertas. ¿Qué había que temer allí? Como mucho… Iván miró a su alrededor. En efecto. A la entrada descubrió la chaqueta de la Marina que conocía bien. Allí también abundaban los admiralzes. ¿Acaso se reproducían por división celular?

Los hombres de la Vasileostrovskaya hallaron una recepción amistosa y sin ceremonias superfluas. En la Gostinka —así se solía llamar a la estación—, Iván se sintió de nuevo ciudadano de pleno derecho de la Alianza. Un hombre mayor le tendió la mano, sonriente. Su uniforme de conductor de metro era azul y tan viejo como la túnica de un israelita salido de Egipto.

—Malos tiempos… pero las visitas son agradables —dijo—. Si así lo quiere el Señor de los Túneles, recobraremos vuestro grupo electrógeno.

El alumbrado de la estación también le resultaba familiar a Iván: lámparas de sodio protegidas con pantallas de aluminio. En varios lugares había bombillas de bajo consumo en el extremo de un cable desnudo. Vodyanik les contó que durante los últimos años antes del Juicio Final, medio país se había pasado a esas bombillas. A diferencia de la Admiralteyskaya, allí no se derrochaba corriente eléctrica. Una agradable media penumbra reinaba en la estación. Tan sólo refulgía una luz blanca y brillante en el extremo norte del andén, en el pasillo que llevaba hasta la Nevski prospekt. Iván se acordaba de que allí había lámparas de luz diurna colgadas del techo, y debajo de éstas, a lo largo del pasillo, huertos de verduras y lugares de recreo para los niños. Los pequeños se beneficiaban de la radiación ultravioleta y, al mismo tiempo, ayudaban a cuidar de los cultivos de la estación.

Los diggers subieron al andén. El impresionado Gladyshev silbó entre los dientes que le quedaban. Pasha miró hacia arriba y contempló boquiabierto el bloque de viviendas de cuatro pisos que llegaba hasta el techo. Allí dentro vibraba la vida. Había unas cuerdas tendidas sobre el andén y las mujeres colgaban camisas, ropa interior, sábanas y pañales. El agua goteaba. Por todas partes había niños que jugaban. En el tercer piso, toda una horda sacó la cabeza para espiar a los recién llegados. El bloque de pisos debía de ocupar una tercera parte de la estación y armaba un barullo considerable: los atareados adultos se llamaban los unos a los otros, los niños alborotaban y en algún lugar, en lo más alto, chillaba un recién nacido. Al lado del bloque de viviendas se encontraba el mercado, y detrás de éste, las tiendas para la gente de paso y un par de cafés.

«Todo está como tiene que estar», pensó Iván. ¿Verdad que sería un buen sitio para venir de luna de miel? ¿Le gustaría a Tanya?

Si no fuera tan ruidoso…

—Seguidme —dijo el hombre en uniforme de conductor de metro, y les guió a lo largo del andén.

Por el camino, Iván se fijó en las escaleras por las que se descendía al túnel de enlace con la Nevski prospekt. La estación era tan grande que resultaba increíble. Se habría podido jugar a fútbol sin problemas.

Iván y los suyos se encontraron con dos mujeres jóvenes que se balanceaban sobre sus piernas interminables en el andén. Ambas llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo. El de una era rojo y el de la otra, amarillo.

—Mirad —dijo Sazonov, y se detuvo—. ¡Creo que hemos llegado al paraíso, muchachos!

Las jóvenes sonrieron, y la del pañuelo amarillo incluso le dedicó una mirada insinuante a Sazonov. Éste, por su parte, era un hombre alto y apuesto. Iván empezaba a lamentarse por dentro de que no le prestaran atención, cuando la del pañuelo rojo se fijó en él. Entonces bajó la cabeza y le lanzó varias miradas. Puro fuego. De repente, el humor de Iván había mejorado.

¿Qué más puede querer un hombre?

Exacto.

Se decía que las mujeres más hermosas de todo el metro vivían en la Gostinka y en la Nevski prospekt.

—Este paraíso tiene una explicación muy sencilla —dijo Pasha en tono pícaro—. Antes de la Catástrofe había aquí, en la superficie, centros comerciales para los superricos. Y los dependientes estaban bien elegidos para que los clientes se sintieran bien y tuvieran algo que mirar. Es decir, jóvenes muy atractivas. Y entonces todas las bellezas vinieron a parar a esta estación. ¡Tanta suerte sólo se tiene una vez en la vida!

—¡¿De verdad?! —Iván arrugó la frente.

Pasha se quedó como desconcertado.

—Sí, por lo menos, eso es lo que he oído. ¡Pero mira por aquí, parece que es cierto! Hay mucho por mirar.

—Pero tan sólo mirar —les advirtió Sazonov—. Aquí, en caso de necesidad, se aplican las normas más severas de todo el metro. Podemos imaginarnos la que debió de organizarse en esta estación después de la Catástrofe.

—Lo recordaré —respondió Pasha.

—Muy bien.

—¿Os acordáis de que los científicos profetizaron que las únicas que sobrevivirían a una guerra nuclear serían las ratas y las cucarachas? ¿Y habéis visto alguna cucaracha en todo el metro? Yo no. Por eso os digo: ¿Cómo vamos a creer en esos científicos?

—Ah, en el caso de las ratas sí tenían razón —respondió Kuznetsov. El joven miliciano se había hecho amigo de los jóvenes de la Nevski prospekt.

—Y he oído —añadió un muchacho flaco, nativo de la estación— que las ratas han desaparecido de la Frunzenskaya. Sin dejar ni rastro.

—¿Estás de broma? ¿Cómo es posible?

El nativo sonrió.

—Eso es lo que llama la atención. Nadie lo sabe. Así, de pronto, no se las vio más. Parece ser que alguien se las comió…

Iván estaba al otro lado de la hoguera. Le hizo un gesto con la cabeza a Kuznetsov. Éste no hizo más que devolverle la señal. Entonces, Iván le guiñó el ojo, muy brevemente, pero fue suficiente para que Misha entendiese lo que quería decir. Así, Kuznetsov se puso en pie y fue a donde estaba el digger. Entretanto, Iván vio que alguien se acercaba a la hoguera con una guitarra adornada con pegatinas y se la ponía en la mano a un calvo. Éste pellizcó las cuerdas y empezó a afinarla.

Kuznetsov estaba firme frente a Iván.

—¡A la orden!

—Descanso, Misha. ¿Tienes un minuto?

Entretanto, proseguía la animada conversación en torno a la hoguera:

—Si tuviera que vivir en la Lisa, con los Vegetarianos, sería yo quien me habría marchado hace tiempo junto con las ratas. ¿Sabéis qué es lo que comen? ¡Exacto! Y vosotros me habláis de las ratas…

No llegó a terminar la frase, porque entonces se oyeron los primeros acordes. Iván hizo una mueca. La guitarra estaba tan desafinada que dolía en los oídos.

—Alejémonos un instante, Misha.

—El rey de las ratas —se oía junto a la hoguera—. ¡No, el lobo rata! Una rata que sólo come otras ratas. Pero estoy seguro… no, el rey de las ratas, esto es, los que tienen nudos en el rabo. He oído que en la Pushkinskaya han aparecido bichos de ese tipo…

La voz quedó oculta bajo una nueva ola de acordes.

—Escúchame, Misha —dijo Iván—. Tengo que confiarte una tarea con mucha responsabilidad…

Iván volvió la cabeza. Miró por encima del hombro derecho y se sorprendió: las espaldas que acababa de ver le resultaban familiares.

—¡Sasha! —gritó.

Un hombre muy corpulento se volvió.

—¡Vanya!

Ambos se abrazaron y se dieron palmadas en los hombros. Había pasado una eternidad desde la última vez que Iván había ido a la Nevski prospekt, donde Sasha Shakilov vivía con su familia. Aquel hombre gigantesco y poderoso también solía trabajar como digger.

De pronto se oyó el típico chasquido de alta frecuencia de un contador Géiger.

—¡Qué mierda! —exclamó Shakilov. Se había mudado a San Petersburgo poco antes de la Catástrofe y conservaba un ligero acento ucraniano—. Hoy está totalmente loco. No para de berrear.

—¿Qué es ese trasto? —preguntó Iván.

Aún no había visto nunca un aparato como ése. Una caja gris recubierta de goma, como una linterna Petzl para la frente, y un pequeño tablero de controles con una pantalla de cristal líquido.

—Es un aparato para medir la radiactividad. Salido de los almacenes de la OTAN, se entiende. Robamos una caja entera. Cuesta creerlo, pero el aparato se activa ya con nuestros niveles ordinarios de radiación. Si quieres, puedo mandarte unos pocos. —Shakilov se rascó el cabello de detrás de la cabeza, que llevaba muy corto, y miró a Iván como si lo viese por primera vez—. ¿Qué haces aquí?

—¿Es que no lo sabes? Estamos en guerra.

Shakilov hizo un chasquido con la lengua.

—Claro. Ahora entiendo también por qué hoy nos han levantado tan temprano.

Iván miró a su alrededor. Gostiny dvor y Nevski prospekt. Ambas le gustaban. Si llegaba un día en el que tenía que marcharse de la Vasileostrovskaya, le gustaría mudarse allí.

—Pero ¿dónde tenéis escondido al monstruo? —preguntó Iván.

—¡Eh, eh! —exclamó Shakilov con fingida irritación—. Ten cuidado con lo que dices.

En otro tiempo había habido puertas de acero en las paredes del paso subterráneo entre las estaciones Gostiny dvor y Nevski prospekt. No eran puertas de verdad, sino gruesas separaciones que protegían salas supersecretas. De acuerdo con los rumores, antes de la Catástrofe había habido allí laboratorios biológicos que habían criado hombres monstruosos, como si dijéramos supersoldados, primero para el ejército soviético, y luego para el de Rusia. Se decía que quien apoyara el oído contra las planchas de acero del pasillo oiría caminar a las víctimas de los experimentos prohibidos.

—¿Y qué hacen allí? —le había preguntado Iván en otro tiempo al tío que le había contado esa historia.

—Nada. Lo único que hacen es ir de un lado para otro —le había respondido y, después de reflexionar brevemente, había añadido—: Eso es lo más extraño. Ese ras, ras, ras de pies que se arrastran por el suelo. Luego el silencio. Y después otra vez: ras, ras, ras. Como si no levantasen los pies al caminar.

Iván agarró por la manga a Vodyanik, que pasaba a toda velocidad por su lado.

—Profesor, ¿qué había habido antes aquí?

—¿Antes? ¿Cuándo es antes? —preguntó Vodyanik. Llevaba un pañuelo de mano sobre el hombro y un libro.

—Bueno, antes de la guerra.

—Una filial del Instituto Chlopin. —El profesor se encogió de hombros—. Un laboratorio subterráneo escudado de todo tipo de radiación exterior. Según parece, lo empleaban para buscar la materia oscura del Universo. ¿Por qué?

Iván y Shakilov se miraron el uno al otro, desconcertados.

—Ah, nada —dijo Iván—. No era nada importante. Olvídelo.

El profesor se marchó. Shakilov estaba agitado y miraba a Iván con ojos astutos.

—¿Piensas lo mismo que yo? —le preguntó en tono conspirativo.

—No sé, Sasha. A mí me apetecía una pequeña expedición, pero…

Iván enmudeció. Una vez más, había descubierto a un admiralze en la cercanía. Shakilov le siguió la mirada y suspiró.

—Ayer retiraron la guardia —informó en voz baja—. Y hoy ha llegado el relevo: la mitad eran de los nuestros y la otra mitad, de los suyos.

Los hombres de la patrulla marcharon por el borde del andén y luego bajaron uno tras otro a la vía. Tres de ellos iban de verde y los otros, con piezas de diferentes uniformes. Estos últimos, por supuesto, eran lugareños. Los admiralzes parecían sentirse como en casa.

Iván siguió a la patrulla con una mirada de recelo.

—¿Dices que ayer retiraron la guardia? —preguntó como distraído.

Shakilov lanzó una mirada interrogadora a Iván.

—¿No te fías de los admiralzes?

—No. ¿Y tú? ¿Después de esta extraña historia?

Shakilov se frotó su robusto cuello de toro y arrugó la frente.

—Tienes razón. Eso que ha ocurrido con vuestro grupo electrógeno es una historia muy fea. Yo tampoco me fío de ellos. Tu Sazonov lo hizo bien. Montó un magnífico incidente. Puedes decírselo de mi parte.

—Ten cuidado con esos niños bonitos —dijo Shakilov.

Iván se volvió.

—¿A quién te refieres? —preguntó, e hizo una mueca, extrañado.

—A los ecos.

—¿Disculpa?

—El Imperio de los Vegetarianos nos saluda.

Iván miró en derredor. Los Vegetarianos vestían un noble uniforme verde, guantes de cuero y botas lustrosas. Con todos los perifollos oportunos. En comparación con ellos, los admiralzes parecían gentes recién llegadas de una provincia empobrecida.

Así pues, ¿ecos?

—Tienen un aparato de visión nocturna —observó Shakilov, que contemplaba con atención a los Vegetarianos—. Hace tiempo que quiero montar uno, pero no lo he conseguido nunca. ¿Ves a ese de ahí?

Iván asintió. Él tampoco habría tenido nada que objetar a una adquisición semejante.

Un aparato de visión nocturna. La vida de color verde.

—¿Qué se les ha perdido aquí? —preguntó Iván.

—No sé si te lo vas a creer, pero no tengo la más mínima idea —le respondió Shakilov, encogiéndose de hombros—. Quizá se trate de una delegación.

—Visten uniformes bonitos. —Iván miró a los Vegetarianos sin disimulo—. Qué raro, no logro librarme de la sensación de que en esos tíos hay algo que pinta mal. No sé lo que es, pero cada vez que los miro se me pone la carne de gallina.

Shakilov asintió. Entre los diggers era habitual que unos se fiaran de la intuición de los otros.

—He oído muchas cosas sobre ellos —explicó Shakilov—. No tienen reparos en utilizar a los presos como abono. Bueno… en el metro corren los rumores más extraños. No tenemos por qué creernos todo lo que se cuenta.

—Por supuesto que no —corroboró Iván, aunque sabía que aquel rumor, en concreto, se correspondía en todo con la verdad.

—Y también me acuerdo de otra historia desagradable que se cuenta sobre ellos —prosiguió Shakilov, impertérrito. Contempló a un oficial de los Vegetarianos que se había detenido frente a otro Vegetariano—. Agarran a seres humanos, les abren un orificio en el cráneo y lo emplean para cultivar el micelio de un hongo especial. Ese micelio produce psilocibina, un alucinógeno. Es como ácido, e incluso mejor. El micelio crece por todo el cerebro. El tío que lo lleva dentro de la cabeza adquiere un poder de visión especial y se pega un viaje tras otro. Y tan pronto como el micelio da fruto, los Vegetarianos cosechan los hongos y los emplean como droga. El tío a quien le crecen setas del cerebro no tarda en morir. El hongo se alimenta de su cerebro y tarde o temprano lo consume.

Iván se volvió hacia Shakilov.

—¿Y tú qué piensas al respecto?

—Yo qué sé —respondió el otro, y se encogió de hombros—. Ya he tenido tratos con esos tíos. Tratándose de ellos, soy capaz de creérmelo.

Iván asintió.

—Te comprendo. ¿Y sabes una cosa? Aún te has quedado corto. —Señaló con la cabeza hacia los Vegetarianos—. Lo que lleva ese tío no es un aparato de visión nocturna, sino una cámara infrarroja.

Shakilov silbó por lo bajo.

Kuznetsov regresó e informó.

—Han aparecido unos cuantos más, jefe. No llevan mucho tiempo aquí. Son los hombres del Überführer… así es como se llama su jefe. Ji, ji. —Una sonrisa estúpida apareció en el rostro de Misha—. El Überführer… como en una película antigua…

En la Vasileostrovskaya se veía una película una vez por semana. Era casi como un cine de verdad: la estación entera se sentaba en hileras enfrente del televisor y miraba atenta.

En la última ocasión, Iván había visto Dos soldados, una antiquísima película bélica en blanco y negro. No estaba mal. Todo era como en el metro: oscuro y con canciones. Sólo que la gente iba por la calle sin máscara antigás. Ésa era la única diferencia.

Por puro sentido común, Iván tenía claro que aquella guerra había tenido lugar antes de la Catástrofe y que no estaba conectada con los acontecimientos del presente. Pero tenía la sensación de que sí se relacionaba de algún modo con ellos. En la película, los nuestros se refugiaban en el metro cuando terminaban los créditos, mientras los enemigos en uniforme negro asaltaban la superficie con sus fusiles de asalto cortos. Y una vez allí mataban todo lo que vivía.

—¿Y qué clase de gente son? —preguntó Iván.

—No lo sé. —Kuznetsov se encogió de hombros—. Los ha traído Kmiziz. Dice que van a luchar por nosotros. Eh… quiero decir, con nosotros, naturalmente. Contra los moscovitas.

—¿Y por qué lo hacen? —preguntó Iván con escepticismo—. ¿Es que son mercenarios?

—Algo así. Parece que son fascistas.

Iván se manoseó la barbilla.

«Y qué más da —pensó—. En nuestra situación actual tenemos que estar satisfechos con todo el apoyo que consigamos. Los fascistas también me vienen bien. No van a ser peores que, pongamos por ejemplo, los hare krishna, ¿no? También van rapados.

—¿Y dónde están esos fascistas?

—Anton, Kuzma —iba diciendo el Überführer mientras presentaba a los suyos—. Y ése es el Canoso.

—¿El Canoso? —dijo Kuznetsov, con genuino asombro—. ¡Pero si no tiene cabello!

—Lo uno no excluye lo otro.

—Cierto —dijo, sonriente, el skinhead que al parecer tenía los cabellos grises, y se pasó la mano sobre la cabeza rapada, lustrosa, pringosa.

En total, los skins eran ocho. Quizá demasiados para una expedición de diggers. Pero el Überführer casi le gustaba a Iván: un tío con pinta de malvado y edad indefinible. Habría podido tener veintiséis como Iván, pero también cuarenta y cinco.

—¿Sabes por qué no hay ningún negro en el metro? —preguntó el Überführer tras la breve ronda de presentaciones.

—Porque vosotros no se lo permitís —se adelantó Iván.

—Buena respuesta —contestó el Überführer—. Pero, en realidad, nosotros no tenemos nada que ver. Si hay alguien que tenga la culpa es Darwin.

—¿Darwin? ¿Y ése quién es? —Iván se hizo el tonto—. ¿También está con vuestra cuadrilla?

El Canoso soltó una risita de conejo.

—No, no está con nuestra cuadrilla —le explicó con paciencia el Überführer—. Pero fue él quien concibió la teoría de la evolución. He leído unos cuantos libros, a mí no me viene nadie con cuentos. Y esa teoría dice que provenimos de los simios. Somos arios. Eso significa que descendemos de un protosimio ario. Me imagino que el protosimio ario debía de tenerse en un gran concepto. Y el problema de los negros es muy sencillo. Aquí abajo no llega la luz del sol, ¿verdad? Y si no hay luz del sol, la piel no procesa la vitamina D. Eso quiere decir que incluso los blancos procesamos muy poca, incluso cuando tenemos lámparas de luz diurna como en la Vosstaniya y en la Sadovaya. Y los negros no procesan ninguna. Los pobrecillos están acostumbrados al sol meridional de África, a la jungla llena de elefantes a la que pertenecen. Y ése es el motivo —concluyó, como si con eso hubiera quedado todo claro.

—¿El motivo de qué?

—Sabes en qué se emplea la vitamina D, ¿verdad?

Iván se encogió de hombros.

—Sí, tío, es lo que nos permite orientarnos en el espacio. Nuestros pobres negros se perdieron por el metro. Se perdieron porque eran incapaces de encontrar el camino más sencillo. Y así, con el paso del tiempo, no ha quedado ni uno que no la haya diñado. Un caso evidente del síndrome de Susanin.

«Kuznetsov tiene razón —pensó Iván—. Pero tengo que conseguir aliados como sea. El fin justifica los medios. Lo mejor será que les deje las cosas claras.»

—No soporto a los fascistas —dijo Iván con frialdad—. Tontarras cortos de miras. Ésa es mi opinión.

Pareció que al Überführer se le saliera el rostro de quicio.

«Éste me va a arrear», pensó Iván, y se preparó para defenderse. Pero el Überführer se echó a reír. Esto último resultó —por decirlo de manera suave— sorprendente. Especialmente porque el resto de los skins también se echó a reír. Como un rebaño de monstruosos conejillos de Indias. Sólo les faltaba ponerse a soltar gañidos.

—¿Te habías asustado? —preguntó el Überführer—. No te preocupes.

Iván enarcó las cejas.

—¿Es que he dicho algo gracioso?

—La gracia es que nosotros tampoco soportamos a los fascistas.

«¿Judíos que odian a los judíos? —pensó Iván—. No sería la primera vez.»

—Es que somos otra cosa —dijo el Überführer.

—¿Otra cosa? —Iván miró uno tras otro a los skinheads. Eran ocho. Iban todos rapados y ponían caras agresivas—. Pues no lo parece.

El Überführer sonreía con satisfacción.

—Somos skinheads de los buenos. Red skins. Mira… —El Überführer se arremangó para enseñar un tatuaje que llevaba cerca del hombro: la hoz y el martillo enmarcados en una corona de laurel—. ¿Lo ves? No somos cerdos nazis. ¿Te dice algo el nombre de Che Guevara? Hasta siempre, comandante. ¡Sí, ese sí que fue un luchador! Skin… en inglés significa piel. ¿Y sabes cuál es la función que cumple nuestra piel? Nos protege el cuerpo contra todo tipo de infecciones y nos avisa con dolor cada vez que corremos peligro. Por ejemplo, si acercamos la llama de un mechero al brazo. ¿Te ha quedado claro?

Iván asintió.

—Si sientes dolor, es que estás vivo, tío —prosiguió el Überführer—. Parece que es así. La piel es lo primero en morir. Y nosotros no somos otra cosa que la piel del metro. Si nosotros no existiéramos, os habrían devorado hace mucho tiempo. O si no, os sentaríais sobre el culo ese carnoso de capitalistas que tenéis y aguardaríais la muerte. Pero nosotros os damos de patadas en el culo. Tanto si os gusta como si no. ¿Somos malas personas? ¿Hijos de la gran puta? ¿Tontarras cortos de miras, como decías antes? Puede ser. Pero no nos dejamos doblegar.

Iván necesitó unos pocos segundos para digerir el torrente de palabras.

—¿Y en qué consiste vuestra… esto… misión?

—Este tío no es tan lerdo como parecía —le dijo el Überführer al skinhead Canoso, y se volvió de nuevo hacia Iván—. La carga del hombre blanco… ésa es nuestra misión. Kipling, tío. Ahora ya sabes por qué estás con nosotros.

Se yergue en la cima de un edificio gigantesco y medio destruido. La altura le da mareos. Al mirar en todas direcciones, divisa tan sólo un vacío fragoroso e inconmensurable. Un viento racheado aúlla en torno a la colosal estructura y hace que se tambalee. Iván mira hacia abajo. Está en el borde de un mirador inclinado en esa dirección. Algunos pisos más abajo, el edificio está circundado de nubes bajas y grises. No alcanza a ver lo que hay en el suelo.

La caída hasta el suelo sería bastante larga.

Iván vuelve la mirada hacia delante. Una corriente de agua. La sigue con la mirada. Es el Neva. Yace en su lecho, silencioso y negro como la brea. Sus pétreas orillas han quedado cubiertas de vegetación gris. El muro que contenía las aguas se ha roto en algunos puntos por la presión de los árboles. Si es que se pueden llamar árboles. Troncos grises de consistencia carnosa, hojas que se enrollaban sobre sí mismas.

Un puente. Otro puente destruido.

Unos edificios relucen en la lejanía. La familiar aguja del Almirantazgo.

Un poco más allá, Iván descubre un campo de ruinas dispuesto casi en círculo. La onda de choque empezó allí y demolió los edificios. Probablemente, el profesor Vodyanik habría dicho que en aquel lugar se había producido la expansión del aire causada por la ignición atómica. Una bomba de neutrones. La destrucción no es tan grande, pero la radiactividad está garantizada para los cincuenta años siguientes.

Iván comprende por fin dónde se encuentra.

Es la «vela» de Gazprom. El rascacielos Okhta.

Un símbolo fálico que se eleva en el horizonte de la ciudad. El rascacielos sin vida que se halla bajo los pies de Iván profiere un aullido aterrador y se balancea a varios metros en uno y otro sentido. Iván recuerda que la edificación no llegó a terminarse. Tan sólo se construyó una carcasa vacía. Las ventanas ya estaban puestas, pero la onda de choque las arrancó. Dentro del edificio no hay vida de ningún tipo. En el tiempo de la gran explosión no había nadie… como mucho, algunos operarios.

Iván sigue mirando y divisa en la orilla del Neva el edificio azul pálido de la catedral Smolny. Sus elegantes torrecillas han perdido su color y, en parte, se han venido abajo. Desde la altura del rascacielos Okhta, todo se ve pequeño, como de juguete.

¡Bum!

Hay algo dentro del edificio. Algo que está vivo. Iván se da la vuelta y ve un ojo.

Por un agujero del mirador, por entre las vigas oxidadas, le mira un ojo negro y redondo.

Iván siente un escalofrío en la espalda.

No es el ojo de un ave.

Y, sin embargo, lo que profiere es el grito gutural de un ave de presa. Unas fauces vibrantes, llenas de dientes, emergen por el hueco del ascensor. El cuello largo y flaco está cubierto de vello grisáceo. Los dientes son pequeños y agudos.

Iván retrocede, llevado por el pánico. La bestia hace castañetear el pico y profiere estridentes graznidos. Iván sufre el embate de una racha de viento y pierde el equilibrio. Se cae sobre la barra atravesada y se agarra a ésta en el último momento. Con una sola mano. El rascacielos se tambalea lentamente de un lado para otro. Iván siente el metal húmedo entre los dedos. Herrumbre viscosa.

Se agarra con todas sus fuerzas, pero los dedos le resbalan.

Uno tras otro.

Iván no siente ningún miedo. En cambio, se apodera de él una notable apatía, como si todo lo que sucede hubiera dejado de afectarle.

Se sostiene tan sólo con dos dedos. Le han quedado de color blanco por el esfuerzo.

Entonces, Iván desenvaina una daga larga con la mano que tiene libre, la blande —la empuñadura centellea— y acomete. El filo del arma secciona los dedos de la otra mano.

Iván contempla en silencio cómo brota la… pero, no, no le sale sangre. Ni una sola gota.

Los dedos se le separan lentamente de la mano. La distancia entre los dedos y la mano se hace cada vez más grande, se transforma en un estrecho canal en el amplio lecho del Neva.

Iván suelta el cuchillo. Éste cae rodando y desaparece entre la niebla.

Iván ve la superficie del corte, de color limpio y rosado, con dos puntos blancos en el centro: los huesos.

Y empieza a caerse.

El viento le silba en los oídos y siente un ligero mareo en el estómago. Los edificios pasan por su lado. Se alejan cada vez más, porque la torre se sostiene, aunque inclinada.

Entonces Iván se sumerge en la niebla grisácea y húmeda.

De pronto se queda ciego.

En el estómago se le abre la vaciedad del Todo.

El impacto.

—¡¿Me oyes, Vanya?! —La voz de Solokha—. Hay follón ahí atrás, en el andén.

Iván abrió los ojos y se cubrió de nuevo la frente con el gorro de punto. Normalmente lo llevaba bajo el casco para que le protegiera del frío. En ese momento lo llevaba bajado hasta la nariz para poder echar una cabezada sin que le molestaran las lámparas.

No había sido buena idea. Es increíble la mierda que podemos llegar a soñar.

—¡Una pelea! —gritó alguien que se encontraba cerca.

La gente de la estación se puso en movimiento, en oleadas, como si alguien hubiera arrojado un adoquín a un estanque.

Pasha regresó:

—Hay jaleo. Parece que los de la Nevski se han negado de nuevo a compartir nada con los admiralzes. ¡Se van a matar entre ellos!

Iván se puso en pie y gimoteó: sentía un dolor lacerante en el costado. Mierda. En realidad todo aquello no le importaba, pero su gente estaba allí.

Al llegar, se había arracimado un grupo de personas en el andén, y una voz conocida se esforzaba por calmar los ánimos.

—Os propongo que busquemos un acuerdo pacífico —decía Shakilov.

—¿Y en qué crees que podría consistir?

Shakilov sonrió y, de pronto, puso cara de inocente, como de osito de peluche. El fusil y la nariz ensangrentada eran lo único que no encajaba en esa imagen.

—Traslademos el enfrentamiento a otro plano, amigo mío.

—Ajá. —El cachas se infló. Bajo el ojo le brillaba una vistosa violeta—. Y… ¿qué es lo que nos propones?

—Fútbol.

Los equipos se formaron en seguida. Hinchar un balón, hacerse con un lugar, montar las porterías, trazar las líneas… todo estuvo a punto en media hora. Lo que más tiempo les llevó fue ponerse de acuerdo sobre el nombre de los equipos.

¿Por qué? Porque unos y otros querían llamarse Zenit, como el club de fútbol de San Petersburgo. Lógico. Tuvo lugar una larga discusión hasta que alguien propuso que los equipos se llamaran Zenit-1 y Zenit-2. En un primer momento, todo el mundo estuvo de acuerdo, pero entonces resultó que nadie quería ser el número dos. Así que salieron los nombres de otros equipos de fútbol de San Petersburgo.

—¡Petrotest!

—Sí, claro, Petrotest. ¿Tú estás bien, tío? ¡Y luego vas a celebrar las Velas Escarlatas![10] Puestos así, mejor Dinamo.

Shakilov se retiró con su equipo a deliberar y, a continuación, anunció que sólo jugarían con el nombre de Zenit.

—Bueno, yo qué sé —dijo el cachas, e hizo un gesto como para dejarlo correr—. Entonces nosotros vamos a llamarnos Manchester United. Empecemos el juego.

—¿Un partido de fútbol? —preguntó Iván.

—No, de patinaje artístico sobre hielo —le respondió el hombre que se sentaba al lado—. Pues claro que es un partido de fútbol, qué va a ser si no.

Sonó el silbato.

El hombre de al lado se entusiasmó tanto que golpeó a Iván en el costillar. El digger se retorció de dolor.

El árbitro corría al lado del jugador que llevaba el balón y de pronto se alejó varios metros de él. «Cuidado —pensó Iván—, el árbitro es veloz como una saeta.» En comparación con él, los jóvenes jugadores parecían patos cojos. El rostro del de al lado se había puesto rojo y las pupilas le brillaban con fanatismo. «Probablemente borracho. O fumado.»

—¿Lo has visto? —preguntó el de al lado.

—Sí —respondió Iván. ¿Y si le daba un puñetazo en la nariz a ese tío? Sentía un dolor de mil diablos en las costillas.

—Ah —suspiró el de al lado con melancolía—. Esto habría sido inimaginable antes de la guerra. ¿Sabes quién es el árbitro? ¡El famoso Gaifullin!

—¿Y ése quién es? —Iván se olvidó de las costillas por un instante y contempló el campo de juego.

El tal Gaifullin no tenía pinta de ser muy famoso. Era un hombre mayor, de aspecto muy normal, con pantalones negros cortos y un silbato en la boca. Correteaba sobre el andén que habían transformado en campo de juego y murmuraba palabrotas. Lo único verdaderamente notable era la ligereza con la que corría. Con una ligereza visiblemente superior a la de los jugadores.

—En cualquier caso, sería un magnífico soldado de asalto —comentó Iván.

—Pero ¡por favor! —le respondió el de al lado con indignación—. No puede ser que no lo conozcas! Es Chokhar Gaifullin, un árbitro de la FIFA. Arbitró en el mundial del año 2010. Italia contra Brasil. Ahora te has quedado de piedra, ¿no? ¿Te lo puedes imaginar siquiera? Un campo de juego tres veces más grande que esta estación cubierto de césped verde y fresco. Y cien mil hinchas en las gradas. ¡Cientos de millones lo vieron por televisión! ¡Qué digo cientos… miles de millones! Y ahora hace de árbitro en este partido de aficionados…

De pronto, Iván oyó un sollozo a sus espaldas, y se volvió.

—¿Qué le ocurre, profesor?

—Ahora todos nosotros somos profesionales —dijo Vodyanik con voz quebrada.

Los ojos del profesor miraban sin expresión. Se acarició la barba, se puso en pie, se disculpó torpemente y se marchó. Iván le siguió con la mirada. ¿Qué le ocurría al profesor? Iván se quedó unos instantes sin saber qué hacer, y luego le pasó la bolsa de algas fritas al de al lado y se marchó tras el profesor. Lo encontró detrás de una columna, en el otro extremo de la Gostinka. Vodyanik estaba sentado al borde del andén, en una puerta abierta, y se le notaba el temblor en las espaldas. Abajo, en la vía, unos hombres descargaban una dresina de transporte y gritaban palabrotas.

—¿Qué le ocurre, Grigori Mikhalych?

—A mí, en realidad, no me interesa el fútbol —tartamudeó el profesor, totalmente descompuesto—. Nunca jamás había podido responder a las preguntas sobre fútbol que hacían en el programa «¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?». No va conmigo. Y ahora veo un partido y se me detiene el aliento. ¿Puedes imaginarte lo que es eso, Iván? Sobre todo cuando… —El profesor tosió, desconcertado—. Ah, olvídalo. Disculpa, se me va a pasar en seguida… márchate… voy en seguida.

Iván llegó de nuevo al campo en el instante en el que un jugador del Manchester United marcaba en la portería del Zenit. La multitud bramó.

A continuación, el gigantesco Shakilov, con el rostro enrojecido, se lanzó contra el portero del Manchester y lo arrolló.

Falta. El de al lado de Iván se puso en pie.

—¡Pero si no ha hecho nada! —gritó indignado, aunque el propio Iván, que no sabía gran cosa sobre fútbol, había visto muy bien que la jugada no había sido regular.

En cualquier caso, el famoso Gaifullin llegó a una conclusión distinta que el vecino de Iván: ¡Tarjeta roja!

Los hinchas se pusieron a gritar.

—¡Hoy tú de negro, mañana tu madre! —clamó de pronto un coro de espectadores.

El árbitro se quedó quieto, como si le hubiera golpeado un rayo, y se volvió. El rostro se le contrajo. «No puede ser», pensó Iván.

El árbitro lloraba. Iván vio cómo las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—¡Hoy tú de negro, mañana tu madre! —gritó otro.

El «famoso» Gaifullin levantó la cabeza y su mirada recorrió las hileras de espectadores. «Nunca en mi vida he visto a un ser humano tan feliz», pensó de pronto Iván. Gaifullin levantó la tarjeta roja con la mano y empezó a recorrer las hileras de espectadores.

Como si de nuevo arbitrara el partido entre Italia y Brasil.

Dio una vuelta entera al campo. Y luego otra.

El juego terminó dos a dos. Empatados.

—¿Lo ha visto usted? —El joven policía estaba perplejo—. ¿Qué le ha ocurrido al árbitro?

Iván asintió.

—Sí, a Vodyanik le ha sucedido lo mismo —contestó—. Ha habido algo que ha desquiciado al profesor.

—Los viejos se ponen a llorar por cualquier cosa —dijo Kuznetsov—. ¿Verdad que sí, jefe?

—Eso no es cierto, Misha —respondió Iván, y miró al joven marrullero mientras negaba con la cabeza.

Iván encontró a Kulagin en los almacenes de debajo del andén.

—Estamos perdiendo demasiado tiempo, Oleg —dijo.

—No me atosigues, Vanya. Yo mismo ya no sé dónde tengo la cabeza. —Entonces, Kulagin le gritó a un calvo que tenía a su cargo el almacén—: ¡¿Qué es esto que me has traído?! Te he dicho bien claro que los necesitaba de cinco. ¡¿Y qué es lo que tenemos aquí?!

Iván miró por encima del hombro de Kulagin y vio una caja con cartuchos de doce milímetros.

—Me parece increíble que se comporten de esta manera —masculló con mala cara el encargado del almacén.

—¿Qué me has dicho? —Kulagin estalló por fin—. ¡¿Oye, tú tienes algún problema en el cerebro?!

—Cálmate, Oleg —dijo Iván en tono apaciguador, y se volvió hacia el hombre del almacén—. El señor encargado nos ha tomado por admiralzes. Pero nosotros venimos de la Vasileostrovskaya. Y mi amigo —continuó Iván, dándole una palmada en el hombro a Oleg— en realidad procede de la Primorskaya. Cuando evacuaron la estación, vino a vivir con nosotros. Disculpa que os demos tantos quebraderos de cabeza, pero es que el robo del grupo electrógeno nos ha dejado en muy mala situación, ¿lo entiendes?

El rostro del encargado se iluminó.

—¿Por qué no habéis empezado por ahí? —preguntó—. Yo pensaba que este hombre era un admiralze y que pensaba que podía venir aquí a dar órdenes. Ahora mismo os traigo los de cinco.

Iván y Oleg se miraron. Iván abrió los brazos. Ah, con un poco de diplomacia todo es más fácil.

Apenas habían terminado el asunto de los cartuchos cuando se presentó Kmiziz. Se le veía abatido y tenía los ojos enrojecidos por culpa del cansancio.

—Os he buscado por todas partes… tenéis que acudir en seguida a celebrar consejo.

Lo primero que le llamó la atención a Iván fue la cicatriz pálida en la sien.

Luego, el uniforme gris que le caía a la perfección.

Y después…

Un hombre bajo y achaparrado, con el pelo cortado a cepillo. Dio un paso adelante y captó en seguida la atención de los presentes con el carisma que irradiaba.

Se hizo el silencio en la sala.

—Para todos los que todavía no me conocen: yo soy Memov.

Se oyeron cuchicheos entre los presentes.

—El general… el general… el general.

Iván observó con gran interés al legendario general de la Admiralteyskaya.

«Así que ése es el aspecto que tienes, ciervo del norte», pensó. El apodo era un invento del tío Yevpat, pero, por algún motivo, encajaba bien en la situación.

—Voy a ser breve —dijo Memov—. Soldados, vais a regresar de inmediato a vuestras unidades y estaréis a punto para actuar. Vais a recibir órdenes antes de que haya pasado una hora. Los comandantes se van a quedar aquí.

Una vez hubo terminado con los cumplidos a soldados específicos, Memov se volvió hacia el grupito de oficiales.

—Bueno, señores —dijo por fin—. ¿Cómo está esto? ¿Hay alguien que tenga alguna propuesta por hacernos a propósito de las estaciones Mayakovskaya y Ploshchad Vosstaniya? —El general los fue mirando de uno en uno y sonrió—. Pues entonces, pónganse ustedes a mis órdenes.