3-Guerra

IVÁN no sabía ya muy bien lo que había ocurrido entonces. Los recuerdos de infancia eran tan fragmentarios como los cristales de las ventanas reventadas en los metros, y no ofrecían ninguna imagen clara. Había existido un lugar llamado zoo. Eso sí lo sabía. A veces, al cerrar los ojos, veía el cielo, deslumbrante, como en una foto antigua puesta directamente bajo la luz, y también el contorno negro del follaje y las volutas de las rejas de hierro colado. Debía de haber sido verano y el sol brillaba. Cerca de allí había un quiosco con el cartel «algodón de azúcar» y se percibía un olor cálido y dulzón. En aquel tiempo ya sabía leer. O quizá no. Iván no se acordaba. Pero sí sabía que caminaba sin hacer ruido… ¿o corría? Cuando bajaba la cabeza, se veía los pies embutidos en sandalias. Cuando la levantaba, lo que había encima de él era una única luz, canciones y trinos, y todo era tan grande que no habría podido abarcarlo con los brazos. Y tampoco con la mirada. Entonces vio a la mujer. Ésa era la imagen más nítida que tenía ante sus ojos.

Su madre.

Corrió y vio abrirse las grietas negras y tortuosas en el asfalto. El suelo temblaba bajo sus pies. Iván —el Iván de entonces— corría hacia su madre, que llevaba puesta una falda larga y oscura, y una blusa blanca. ¿O un vestido? Abría los brazos y se inclinaba para agarrarle. Y mientras Iván corría hacia ella agitando los brazos, la tierra empezó a inclinarse.

Sobre aquel suelo oblicuo y quebradizo, no logró alcanzar a su madre.

Y mientras el mundo, poco a poco, se ponía de lado, una sombra gigantesca que todo lo engullía apareció por detrás de su madre, sobre el edificio con el gracioso caballito de mar en la pared, sobre la verja de hierro y sobre el café de techo bajo. Iván corrió tan rápido como le fue posible, porque sabía que si llegaba a los brazos de su madre, ya no podría sucederle nada.

No le sucedió nada.

Como el chasquido con el que se rompe una pluma, el aullido de las sirenas surcó los aires como un látigo y se atornilló en el cielo. «¡Alarma de ataque nuclear! —bramaba un altavoz—. Diríjanse a los refugios. Las estaciones de metro están abiertas tan sólo para entrar. Repetimos… tan sólo para entrar.» El latigazo de las sirenas de alarma les desfiguraba el rostro, lo arrugaba como una lámina muy fina. Iván y su madre corrían. Entre una oleada de seres humanos con idénticas muecas en el rostro.

«Dentro de trece minutos se cerrarán las puertas herméticas», anunció la voz.

»Dentro de doce minutos…»

—Ven, te voy a enseñar qué es lo que ya no tenemos. —Postyshev iba delante.

Había dos hombres apostados en la sala de maquinaria. Uno de ellos tenía un Kalashnikov en las manos; el otro, una escopeta de fabricación casera. Iván se lamentó una vez más de no haber comprado la escopeta doble en su momento. Habría podido recortarle los cañones.

Las escopetas de cañones recortados son excelentes. El cañón es la parte del arma que se gasta antes, y el de las armas de fabricación casera no dura mucho. Se necesitarían herramientas especiales y un armero experto. Por ello, el hecho de recortarlas sirve a un doble objetivo. Si se hace un corte limpio en los cañones de una escopeta de caza, se consigue, por un lado, un arma excelente para luchar de cerca, y, por el otro, dos cañones de reserva del calibre adecuado.

Hasta ese momento, había sido relativamente sencillo obtener cartuchos mediante las expediciones a la superficie. Pero tarde o temprano se acabarían. Aunque saquearan un arsenal. De todas maneras, esta última idea era atractiva. Pero Iván negó con la cabeza. El primer problema sería encontrarlo.

En realidad, los únicos que disponían de armas propias eran los luchadores a las órdenes de Iván y la Milicia de la estación. El comandante guardaba bajo llave el resto del armamento, por si se producía una invasión. Por ello, Iván se sorprendió de encontrarse con dos centinelas armados y con otros hombres que en condiciones normales no habrían podido manejar armas.

—¿Dónde está Sazonov? —preguntó Iván.

—Está dirigiendo la persecución.

—¿La persecución?

Iván se rascó la cabeza. Hacía muy poco que se había despertado y aún estaba espeso. Los dientes le rechinaban de puro cansancio y las piernas le temblaban penosamente. Lo mejor para Iván habría sido echarse en el suelo y cerrar los ojos. Aún percibía todo su entorno como a través de un velo: los contornos aparecían difuminados; los colores pálidos, chillones; e incluso una luz débil lo cegaba. El pecho le dolía y los ojos le ardían.

Iván era consciente de que, por el momento, no podría hacer nada, pero se obligó a sí mismo a centrarse.

—¿De qué persecución se trata? —insistió.

En vez de responderle, Postyshev pasó de largo frente a los centinelas y entró en la sala de maquinaria. Iván le siguió.

—¿Ves? —preguntó Postyshev, sin volverse.

Iván contempló las anchas espaldas del comandante. Vaya, la chaqueta estaba totalmente estropeada, ¡¿acaso su mujer no se daba cuenta?! Luego miró a su alrededor. En otro tiempo, la sala de maquinaria se había pintado de un color verde grisáceo, como la mayoría de áreas de mantenimiento y recursos técnicos. El techo, antaño blanco, se había vuelto de un color gris amarillento y estaba cubierto de trazas de hollín. Junto a las paredes había latas de metal y plástico repletas de combustible.

Un tubo que bajaba desde el techo se doblaba varias veces hasta llegar al grupo electrógeno. Era el tubo por el que se evacuaban los gases. Había otro por el que entraba aire desde la superficie.

El armario del distribuidor estaba abierto y de su interior asomaban cables sueltos, como los pelos de una nariz.

En la pared había una tabla de madera en la que estaba escrito a mano: «Zona de fumadores.» La frase estaba tachada y debajo ponía, con la letra de Postyshev: «¡Como pille a alguien fumando lo mato!», firmado «El comandante». Debajo de la tabla de madera, en el suelo, había una lata llena de colillas. En cambio, no se veía ningún cadáver. Probablemente no había pillado a nadie.

Iván volvió su atención hacia un escritorio, encima del cual había un archivador verde en el que se guardaban las indicaciones técnicas más variadas. Al lado del escritorio había una silla.

Una segunda silla estaba tumbada en el suelo.

Postyshev se apartó de Iván, enderezó la silla caída y se sentó en ella.

Hasta ese momento, Iván había pensado que las anchas espaldas del comandante ocultaban el grupo electrógeno. «Qué puta mierda.» Con qué rapidez podían echarse a perder las ilusiones. Sin habla, se volvió hacia Postyshev.

—¿Y? —preguntó el comandante.

—¿En qué dirección se han marchado? Me refiero a Sazonov y a los suyos. —Si Sazonov había salido en persecución de los ladrones, no le iría mal contar con ayuda—. Alto. Tendríamos que llamar a la Admiralteyskaya. Tienen que cerrar el túnel.

—Ya lo he intentado —replicó Postyshev. Se rascó el mentón y miró a Iván sin levantarse. El comandante parecía haber envejecido veinte años de golpe. Sonreía con dolor—. No tenemos conexión.

—¿Con nadie?

—Con nadie.

La situación pintaba mal. Sólo entonces, al contemplar los restos de los anclajes, Iván empezó a darse cuenta de lo mierdoso que era todo en esta vida.

—Joder —dijo—. Pero ¿qué quieren hacer esos cabrones con nuestro grupo electrógeno?

No hay decisiones inmotivadas.

Sí hay deseos ocultos que tarde o temprano salen a la luz.

—¿Adónde vamos a ir ahora, jefe? —Igor Gladyshev le dirigió una mirada interrogadora. Escrutadora. Por supuesto que aún no le miraba como habría mirado a Iván (Iván, Diván, Tontován), pero se reconocían ya los primeros síntomas de creencia ciega en el líder omnisciente. Sazonov no le respondió de inmediato. Eso también lo había aprendido de Iván.

El subordinado tiene que ver cómo tomas las decisiones.

Que se dé cuenta de que es difícil.

Si le haces seguir todo el curso de los pensamientos que van pasando por tu rostro, se dará cuenta de que él no habría podido hacerlo.

Porque ésa es la verdad.

La mayoría de los seres humanos no son capaces de tomar decisiones por sí mismos. Se asustan del poder sin límites que reside en el principio: «Yo hago lo que me parece bien.» Eso es lo que quiero, así que eso es lo que hago. Los seres humanos tienen miedo de cometer errores y temen empeorar la situación. Es una actitud cobarde e infantil. ¡Aún peor: es estúpida! Quien aspire al liderato tiene que ser capaz de tomar decisiones y de aceptar los perjuicios que se deriven de ellas. Tiene que ser capaz de dar forma al mundo de acuerdo con su voluntad.

—Hacia la izquierda —dijo Sazonov.

Para empezar, tienes que hacerte una imagen de la persona que querrías ser, dar forma a un esbozo mental, como si fueras a modelarlo en arcilla con tus propias manos. Luego, tú mismo, que estás hecho de carne y sangre, tienes que transformarte de acuerdo con el modelo. Cuando sea necesario, limar aristas; cuando sea necesario, poner un poquito de algodón. Es muy sencillo. Y no se trata de autosugestión, no, para nada. ¡Dejémosles la apariencia bella a los monters![6] Yo lo llamo así: reinventarse a uno mismo. Quien quiera que los demás lo vean como a un hombre con poder tiene que comportarse como un hombre con poder.

No lo entiendas mal.

La gente tiene un olfato muy agudo para detectar la falsedad. Pero si te reinventas y te transformas de manera efectiva en un hombre con poder, nadie se olerá el engaño.

—Hacia la izquierda —repitió Sazonov.

—¿Y si se han marchado por el túnel derecho? —Gladyshev se rascaba debajo del casco—. ¿Qué ocurrirá entonces?

—Entonces nos fastidiaremos —respondió Sazonov, y pensó para sus adentros: «Este gilipollas tiene que joder siempre que puede.»

—Ajá —dijo Gladyshev y, cuando por fin lo hubo entendido, abrió una vez más su fea boca con los dientes rotos y podridos—. ¿Y… qué haremos luego?

—¿Quieres decidirlo tú? —le preguntó Sazonov con voz dulce como la miel. —Esa salida no la había aprendido de Iván, sino de Yakov Orlov, el jefe del Servicio Secreto de la Admiralteyskaya. Sí, Sazonov conservaba un vivo recuerdo de su último encuentro con él—. ¿Por qué no? Decídelo tú.

Gladyshev cerró la boca. Murmuró unas palabras ininteligibles y entonces miró a Sazonov con esperanza.

—Entonces, ¿vamos por la izquierda?

Sazonov se encogió de hombros.

—¿Acaso he dicho alguna otra cosa?

—Entendido. —Gladyshev asintió. Luego escupió ruidosamente, se limpió el rostro sin afeitar con la manga y entró en el túnel izquierdo. El fulgor de su linterna jugueteó en la penumbra.

Iván apoyó la frente en la pared y cerró los ojos. El presentimiento de que se avecinaba una tragedia se volvía cada vez más fuerte. Se acercaba como un monstruo ruidoso y gigantesco, de metal frío y bruñido, y de cobre antiguo. Iván creía oír de verdad los chillidos y gemidos de la bisagra gastada.

«Piensa en otra cosa —se ordenó Iván a sí mismo—. Piensa de manera constructiva. ¿Quién ha hecho eso y cómo ha podido hacerlo?»

«Y, sobre todo, ¿para qué?»

Han robado lo más valioso de la Vasileostrovskaya. Nuestro tesoro. Nuestro sol. El grupo electrógeno alimentaba el alumbrado durante el día y cargaba los acumuladores para la noche. Ahora mismo las ristras de lucecitas brillan con la energía que quedaba en las baterías. Y habrá que dejar que se consuman para que no cunda el pánico.

Pero, tarde o temprano, la verdad saldrá a la luz. Y podemos garantizar que cundirá el pánico. Las verduras que padecerán la falta de luz proclamarán la agonía de la Vasileostrovskaya. Al desaparecer las plantaciones, nos quedaremos sin la mitad de los alimentos y casi sin vitaminas. Eso significará hambre. Y escorbuto.

Una catástrofe.

«Ahora está claro por qué ha desaparecido Sazonov. Mejor dicho, no hay nada claro. ¿Dónde se ha metido ahora? Si su persecución ha tenido éxito, ¿dónde está ahora el grupo electrógeno?»

«Tengo el arma desmontada», pensó Iván.

Una gran agitación reinaba en torno al digger. La gente entraba y salía. Parecía que todos tuvieran algo muy importante que hacer e iban de un lado a otro como cucarachas.

—Mira —gritó alguien a sus espaldas.

—¿Qué pasa? ¿Qué hay ahí?

Eran los milicianos, que habían entrado en la sala de maquinaria y promovían el nerviosismo. La casta, maldita sea.

—¡El servicio de vigilancia ha fallado!

—¡Qué locura! ¡Eso no puede ser!

Sus voces se mezclaban en un murmullo amenazador.

Iván se apoyó en la pared, con el codo extendido para cubrirse las costillas maltrechas. Sentía en el costado izquierdo un doloroso pálpito que no cesaba.

¿Qué podía hacer? La gente de Iván eran exploradores, diggers, y, como tales, especialistas en emprender expediciones al territorio enemigo, tanto si se trataba de una estación extranjera como de las ruinas de una ciudad que se hallaran en la superficie. La salvaguarda del orden en el interior no figuraba entre sus competencias. Y desde luego que no se contaba entre sus deberes el descubrir quién había fallado en la vigilancia de la sala de maquinaria (y, por tanto, de la estación entera).

—¡Mira! —gritó de nuevo alguien que se encontraba a sus espaldas.

Iván, siempre abstraído en sus pensamientos, se volvió. En un rincón de la sala había un miliciano. Al darse cuenta de que Iván le miraba, se puso en cuclillas y apartó una lona. Incluso desde lejos se veía que había algo pintado en el suelo. Iván se separó de la pared y anduvo hasta el rincón sobre sus piernas fatigadas. Al ver de cerca la «obra de arte», se quedó perplejo.

—¡Jefe! —le gritó alguien.

Iván no hizo más que asentir con la cabeza, al mismo tiempo que contemplaba el símbolo pintado en el suelo. ¿Qué podía significar?

—¿Alguno de vosotros se dedica a las bellas artes? —preguntó.

—¿Qué dice? —Kuznetsov se sorprendió—. Oh… no. Es que han asesinado a uno de los nuestros.

Iván volvió lentamente la cabeza y miró a Kuznetsov.

—¿Lo dices en broma, no?

El hombre yacía sin vida sobre el suelo desnudo. Iván conocía la expresión inocente que se había helado sobre su rostro. Era la misma cara con que el hombre le había mirado pocas horas antes y, furioso, le había preguntado: «¿Y cómo lo voy a saber yo?»

Una limpia perforación adornaba la sien de Efiminyuk. Y un reguerillo de sangre.

—Queríamos relevarlo y mira lo que le ocurre —informó un miliciano, gesticulando con desesperación—. Ah, no somos nada…

Iván se agachó y contempló más de cerca al muerto. ¿Cómo era posible que hubieran vuelto a mandar al pobre imbécil a un puesto de vigilancia?

De la sien de Efiminyuk sobresalía un clavo metálico. La escasa luz a duras penas permitía verlo.

—Lo han asesinado desde muy cerca —confirmó Iván—. Está claro que no se había dado cuenta de que lo atacaban. ¿Quizá no reconoció al atacante como enemigo?

—Ah, quién sabe cómo distinguir a los amigos de los enemigos —comentó Solokha, un digger de la unidad de Iván que ese día trabajaba en la estación—. De todos modos era un tío raro. Hay algo que no entiendo: ¿Cómo es que no se han llevado también la ametralladora?

Iván se encogió de hombros.

—¿Para qué? Les habría resultado demasiado molesto llevársela.

—Pero sí se han llevado el grupo electrógeno.

—Es verdad.

«¿Quién te ha matado?», le preguntó Iván al muerto sin decir palabra, y en el mismo momento leyó la respuesta en la expresión de su rostro: «¿Y cómo lo voy a saber yo?» Lógico. «¿Pueden ser los mismos que han robado el grupo electrógeno?»

«Piensa, Iván.»

Si es así, es que los ladrones han llegado poco más tarde que yo. Después de que pasara los puestos de control, han matado a Efiminyuk y luego han entrado en la sala de maquinaria. Entonces, ¿han entrado por el túnel? ¿O por el conducto de ventilación? Esto último no parece posible. La herrumbre devoró hace tiempo las escalerillas del conducto. Los ladrones han entrado en la sala de maquinaria y han desacoplado el grupo electrógeno. Y ¿adónde se lo han llevado luego? A la Admiralteyskaya. No existe ninguna otra posibilidad.

Iván se puso en pie.

—Mil diablos, ¿dónde se esconde Sazonov? Maldita sea, cuando se le necesita…

Solokha se agachó y le sacó la chaqueta a Efiminyuk. Iván no dio crédito a sus ojos.

Sobre la camiseta del muerto había un signo que Iván ya conocía, pintado en color rojo. Asombroso. No habían tenido tiempo de volver a sacarle el clavo de la sien, pero, en cambio, les había sobrado para dibujar símbolos.

Qué curioso.

Una estrella mal dibujada dentro de un círculo. ¿Qué podía significar aquel símbolo?

—Qué raro, como si quisieran burlarse de nosotros —dijo Solokha.

Postyshev irrumpió en la sala y se puso de inmediato a examinar el cadáver.

—¿Los comunistas? ¿Esos de Kupchino que excavaban el túnel?

Iván negó con la cabeza.

—No lo creo. Esa estrella no es la que ellos dibujarían. No parece una estrella soviética, sino más bien un pentagrama. Y está rodeado por un círculo. Y aquí… este símbolo, ¿lo ves? Pienso que tendríamos que ir por Vodyanik, él lo sabrá mejor que nosotros.

—Sí, está bien —dijo Postyshev—. Preguntémosle al profesor.

Vodyanik contempló la estrella durante un rato y luego pidió educadamente a los curiosos que se marcharan a tomar viento. Pero éstos no pensaban marcharse de buen grado. Postyshev enarcó las cejas. Miró a la cara al profesor para estar seguro y luego asintió. El comandante se irguió, pesado y pletórico de poder como un oso, y echó a los mirones con violentos insultos. En la sala de maquinaria ya sólo quedaban ellos dos e Iván.

—¿Qué le parece, profesor? —El comandante se volvió una vez más hacia Vodyanik.

—Excelente. Así se puede trabajar mucho mejor. Nadie molesta ni entorpece.

Postyshev contempló al profesor con irritación.

—Ahora no estoy para bromas, Grigori Mikhalych.

—No tengo ninguna intención de bromear, Gleb Semyonich. ¿Piensa usted que les he pedido que echaran a todos esos tan sólo para que pudiéramos divertirnos?

—Todavía espero una respuesta —replicó Postyshev. Se le habían marcado profundos surcos en la frente—. ¿Qué significa esa estrella? ¿Y por qué ha querido que se marchara todo el mundo?

Iván se sacó un mechero del bolsillo. No porque tuviera mucha costumbre de fumar… el tabaco sólo se podía conseguir en la superficie y por eso mismo era caro. Los fumadores empedernidos secaban algas y había alguno que criaba marihuana. Iván necesitaba el mechero para sus expediciones. Era un instrumento al que no podía renunciar. El que llevaba en ese momento se lo habían hecho unos tíos ingeniosos con una vaina de cartucho. Una buena pieza.

Iván encendió el mechero y entretuvo los ojos con la llama.

—¿Sabéis algo de Nabucodonosor? —preguntó Vodyanik.

Iván asintió sin apartar los ojos de la llama. Aunque la humanidad se hubiera extinguido casi por completo después de la Catástrofe, la Biblia aún constituía uno de los pilares de su cultura y, como tal, era uno de los libros más importantes en la enseñanza. Por lo menos allí, en la Vasileostrovskaya. En el lugar de donde procedía Iván no había ninguna Biblia, y en la enseñanza se empleaba un viejo libro de texto. Se había puesto al día —o, mejor dicho, había tenido que ponerse al día— al llegar allí. Porque el sistema político de la Vasileostrovskaya promovía el conocimiento de la Biblia y aceptaba sus rituales y sus principios. Allí todos los niños tenían que seguir un plan de estudios unitario. Una vez concluido, se integraban en el sistema de castas.

—En realidad, lo que tenemos aquí es un feudalismo ilustrado —gustaba de decir irónicamente el profesor Vodyanik—, con un toque de anarquía. —Cualquier otro que hubiese dicho lo mismo habría suscitado fuertes reacciones adversas, pero el profesor podía permitírselo.

»Un sistema de castas más un señor feudal elegido por el pueblo. A todo ello se añadía la transmisión de las obligaciones sociales por herencia. En el Japón medieval, los hijos de los actores eran también actores, y no heredaban únicamente el oficio, sino también un tipo de personaje, explicaba Vodyanik. Cada uno de nosotros representa también un tipo de personaje, sea el de campesino, el de miliciano o el de digger. Y la obra de teatro titulada Vasileostrovskaya no termina nunca.

—¿Y? —La mirada de Postyshev, que por naturaleza no era alegre, podía llegar a pesar toneladas y transformarse en un fulgor opresivo y temible.

—Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén, pero instruyó también al profeta Jeremías. Pero dejémoslo. Baltasar fue igualmente rey de Babilonia. En cierta ocasión, mientras celebraba una victoria con gran jolgorio, apareció en la pared de su palacio una escritura fantasmal que le profetizaba que su reino iba a terminar en treinta días. «Mene Mene Tekel u-Pharsin», se te ha pesado en la balanza y se te ha hallado demasiado ligero.

Postyshev le escuchaba con paciencia, pero todo aquello le sonaba a chino. Parecía que le dijera con todos sus ademanes: «¡Por favor, ve al grano!»

—¿Y? —dijo entonces Iván, impaciente.

—Ten un poco de calma, Vanya —le respondió el profesor, y levantó la mano en un gesto apaciguador—. Te lo voy a aclarar en seguida. Ese grupo electrógeno que ahora ya no tenemos representaba para nosotros la Edad de Oro. Temo que esa edad haya terminado hoy. Y ese signo dibujado sobre el suelo es un mensaje en clave. El rey Nabucodonosor se hizo célebre porque destruyó el reino judío, y con ello les dio a entender a los judíos que iban por un mal camino. La historia de Baltasar está igualmente clara. En ambos casos se trata de un mensaje de Dios. Lo que está en juego es un momento de importancia religiosa. Es evidente que la persona que se llevó el grupo electrógeno está familiarizada con el Antiguo Testamento y abriga la creencia de llevar a cabo una misión sagrada. Umm… —El profesor se rascó la barba—. Hemos entendido la advertencia. ¿Y ahora qué?

—Sí, ¿es que ahora somos judíos o qué? —preguntó Iván. Fue la pregunta más original que se le ocurrió en aquel momento.

—¡Vanya!

—Ya me callo.

—Dicho con otras palabras —resumió Postyshev—, ¿con quién… con quién vamos a tener que enfrentarnos?

—Está claro que no son comunistas —le respondió Vodyanik en tono lapidario.

—Puede que los japoneses sigan con vida… si no es que un tsunami engulló Japón entero —especulaba el admiralze[7]—. Tenían un metro mucho mejor que el nuestro. Pero no sé si estaba preparado para una guerra nuclear. Así, por ejemplo, el metro de Tokio es gigantesco, no se puede comparar con el de Moscú. Doscientas o trescientas estaciones, ¿os lo imagináis? Puede que esa gente de ojos rasgados viva ahora bajo tierra. Y disponían de una tecnología extraordinaria… todo lo que tienen en la Technoloshka no era nada a su lado. —El admiralze tuvo un instante de reflexión—. Pero, quién sabe, tal vez se ahogaran hace tiempo. Los japoneses se ahogan rápido.

—Igual que nosotros —comentó Sazonov, y sonrió.

«Qué se puede hacer cuando uno está rodeado de idiotas. Preguntamos por el grupo electrógeno y este tío nos suelta un rollo sobre Japón. Estupendo. Realmente estupendo.»

Los puestos de vigilancia de la Admiralteyskaya estaban envueltos en una oscuridad húmeda y negra como la tinta. Una oscuridad que los rayos de dos grandes reflectores atravesaban como si fuera un queso Gruyere.

La Admiralteyskaya tenía que ser una estación próspera para poder permitirse reflectores como ésos. Los admiralzes habían prosperado durante los últimos tiempos, mientras que no podía decirse lo mismo de la Vaska. Aun cuando perteneciesen a la misma Alianza. Pero mira, mira…

La lámpara de carburo arrojaba una luz suave y amarilla. Sazonov no encontraba nada tentadora la idea de levantarse de nuevo y echarse a andar con dificultad por las tinieblas y la humedad que reinaban en el túnel.

Habría preferido quedarse sentado durante toda la vida y escuchar historias sobre el metro de Tokio. Y mirar al vacío.

El túnel descendía hacia allí en un ángulo de cuarenta grados, luego se prolongaba sobre un plano prácticamente horizontal hasta la Admiralteyskaya y seguía del mismo modo hasta un trecho más allá de la estación para luego volver a subir. Ciento cincuenta metros: la estación de ferrocarril metropolitano más profunda del mundo entero. Un tercio del camino que llevaba hasta allí se tenía que hacer a nado o en lanchas. El puesto de vigilancia de la Admiralteyskaya servía también como puerto. El túnel paralelo no se diferenciaba mucho de ése, pero estaba cerrado herméticamente.

En tiempos recientes se había discutido la posibilidad de abrir también el otro túnel, pero no se había llegado a ningún acuerdo. Cosas que ocurren. Nadie comprendía qué motivo podían tener los admiralzes para no querer abrirlo. ¿Temían que la Vasileostrovskaya pasara de contrabando su carne de conejillo de Indias a los restaurantes de las estaciones Gostiny dvor y Sadovaya-Sennaya?

Sazonov no pudo evitar esbozar una sonrisa. En realidad, no habría sido una mala idea. Los admiralzes sacaban buenos ingresos con las tasas de aduana que cobraban por los conejillos de Indias, por mucha Alianza que los uniera. Y, por desgracia, el paso por la Admiralteyskaya era inevitable.

—Entonces, ¿no habéis visto a nadie? —volvió a preguntar Sazonov.

El encargado del puesto de control negó con la cabeza.

No había visto ni oído nada, nada de nada.

—Nos sabe mal, muchachos —dijo el jefe de los admiralzes, que se rascó el cogote y puso una tetera muy vieja y cubierta de abolladuras sobre un infiernillo de alcohol—. Vamos a tomarnos una infusión.

«Gilipollas.»

El equipamiento de los admiralzes era un placer para la vista. Motivo suficiente para palidecer de envidia. Uniformes de camuflaje y chalecos de asalto de precio elevado, botas sólidas. Y lo más importante: las armas. Sazonov se había dado cuenta de que el jefe del puesto de vigilancia llevaba una Colt Python bruñida, con el cañón largo y una empuñadura de goma negra con molduras para los dedos.

Uno de los soldados tenía una «muleta» (un AK-103 con culata hombrera plegable); otro, una escopeta Saigacon de recarga semiautomática; un tercero, un rifle de repetición inglés.

Los señores estaban bien equipados: todo salido de fábrica y casi nuevo, saltaba a la vista. Y, con todo, eran soldados de a pie. ¿O no? En la Vasileostrovskaya, ni siquiera los diggers iban tan bien armados. Allí, en cambio, parecía que aquel material fuera estándar.

«¡Ricachones asquerosos!»

Sazonov hizo una mueca.

«La envidia es estúpida —pensó—. Sobre todo la envidia por la riqueza ajena. No recordaba haber sentido jamás envidia de nadie por su bienestar ni por ninguna otra cosa semejante… a lo sumo, por sus armas. Nunca y contra nadie. Eso era lo mejor. Pero el admiralze ese de la Python…»

Sazonov sonrió.

Si le permitían alejarse veinte pasos, entonces vería todo el mundo si el otro podía con su viejo Nagant.

«Nunca he sentido envida contra nadie —pensaba Sazonov con insistencia—. Lo habéis oído, ¿no?»

—¿Me dejas probarla? —le preguntó al jefe de guardia de los admiralzes.

El otro lo pensó por unos momentos y asintió.

—Bonita pieza —dijo Sazonov con entusiasmo. Extendió el brazo con el que sostenía la Python y apuntó a las tinieblas—. Es de las mejores. ¿Cartuchos Magnum, me habías dicho?

«¡A nadie! Como mucho, a Iván. Porque las mujeres le van detrás. Iván, Diván, Tontován. Y a nadie más.»

—¿Cómo está vuestro general? —pregunto Sazonov como de casualidad—. ¿Todavía con sus estudios estratégicos?

El jefe de guardia le miró con recelo.

—¿Memov? ¿A ti qué te importa lo que haga nuestro general Memov?

—Eso es lo que quería preguntarte desde el principio. Vosotros vivís en la Admiralteyskaya, ¿verdad? Pero vuestro líder es un general. Qué cosa más rara, ¿verdad?

—No es cosa tuya.

—No era más que un comentario.

En ese momento, Gladyshev se sonó ruidosamente las narices, expulsó un grueso moco de la garganta y lo escupió al suelo. Luego miró a su alrededor con sus ojos negros y saltones.

«¡Qué tío más asqueroso, de verdad! Y qué cara… le entran a uno ganas de partírsela.»

Los admiralzes hicieron muecas y callaron con elocuencia.

—¿Pasa algo? —preguntó Gladyshev, levantando el hombro como en un gesto de burla—. ¿No os caigo bien?

—No especialmente —le respondió el admiralze con la «muleta», y era cierto.

—¡Pues eso me parte el corazón! Pero cuando quiero también puedo ser simpático.

Por primera vez en la vida, Sazonov le estuvo agradecido a Gladyshev por su grosería. Qué suerte que el cretino ese le sirviera para algo… aunque fuese sin querer.

—Tranquilos, tíos —dijo Sazonov, y se levantó sin prisas—. No os peleéis. Se va a disculpar. ¿Verdad que sí, Igor?

—¡¿Qué?!

Los admiralzes intercambiaron miradas tensas. El jefe de guardia acercó la mano al revólver.

—Y todavía falta algo —dijo Sazonov en tono prudente. Aún tenía en la mano el revólver del otro—. Quería preguntaros…

—No han sido los comunistas, pero cabe la posibilidad de que Sazonov averigüe algo.

—Es cierto, no han sido los comunistas —repitió otra voz que Iván conocía bien—. Han sido los moscovitas.

Iván se volvió. A la entrada de la sala de maquinaria había un hombre alto, de espaldas anchas, con rasgos faciales bien proporcionados, nariz afilada y ojos grises, y mirada severa. Su abrigo largo estaba sucio y rasgado por todas partes, como si alguien hubiera tratado de arrancárselo. Le colgaba del hombro una correa con una pistolera en su extremo, de la cual asomaba la culata de un revólver.

—Hablando del rey de Roma —dijo Iván. Torció la boca para hacer su sonrisa habitual, algo maliciosa—. ¡Hola, Sazonov! Bienvenido a casa.

Vadim Sazonov pertenecía a la «aristocracia de la estación». Así se llamaba en broma a las personas que en otro tiempo habían trabajado como constructores o como empleados en el metro. Junto con los milicianos, constituían la élite, la clase dominante en las estaciones. Al ser hijo de un conductor de metro, Sazonov había iniciado su carrera ascendente casi podríamos decir en la cuna. De brigadier en los equipos de mantenimiento del túnel a ayudante de campo del comandante. Un poco más y habría alcanzado el rango de comandante con apenas treinta años.

Pero Sazonov cambió de orientación. Quería formar parte de una unidad de exploradores. Trataron de disuadirle, pero no hubo manera. En un primer momento, Kosolapy se mostraba escéptico frente al recién llegado, lo hacía salir siempre que era posible y trataba de descubrir sus debilidades. No era de extrañar: Sazonov tenía sangre azul y por ello se le consideraba un esnob y un advenedizo. ¿Un hombre como ése quería hacerse digger?¡Qué disparate! Pero durante una expedición a los almacenes Andreyevski, el recién llegado había cubierto la retirada de la fuerza expedicionaria y había matado a sangre fría a un perro pavloviano tras otro, y entonces incluso Kosolapy se dio por vencido y se aceptó a Sazonov en la unidad, en pie de igualdad con los demás.

Fue así como, en vez de funcionario de la estación o miliciano, se integró plenamente en el mundo de los diggers.

«Pero igualmente le voy a arrear una buena tunda —pensó Iván—. Al viejo estilo digger…»

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Postyshev con una sonrisa malhumorada.

—Nada bueno, por desgracia, Gleb Semyonich —respondió Sazonov—. Hemos efectuado un registro exhaustivo en el túnel. Ni rastro, nadie ha visto nada. Ni siquiera en los conductos de ventilación ni en el sistema de desagüe. No hemos encontrado nada. Hemos subido hasta el puesto de guardia de la Admiralteyskaya. Los admiralzes juran y perjuran no haber visto a nadie. Sí… qué mierda de noticias.

—¿Y qué se sabe de las caravanas?

Sazonov negó con la cabeza.

—Hace tiempo que no pasa ninguna caravana, usted lo sabe bien. Como mucho podrían haber escapado por un pozo de canalización, pero no lo creo. Ese grupo electrógeno era muy grande, no es algo que se pueda llevar en los bolsillos de los pantalones.

—Entiendo. ¿Cómo han reaccionado al saberlo? Me gustaría saberlo. Bueno, señores diggers, ¿tienen ustedes alguna idea? —Postyshev suspiró y se puso en pie—. Bonito desastre. Un momento… —De pronto, se acordó—. ¿Verdad que habías dicho algo sobre los moscovitas? ¿Cómo lo sabes?

—Aún no había terminado, jefe —respondió Sazonov con una sonrisa triunfal.

—¡Pues cuéntanoslo!

—Una pregunta más… —Sazonov había agarrado por el cuello de la camisa al jefe del puesto de guardia. De manera suave, como si hubiese querido enderezarlo.

Luego, de pronto, dio un tirón y atrajo al hombre hacia sí. El desconcertado jefe de los admiralzes palideció. Sazonov arreó una patada al infiernillo. El hervidor se tumbó ruidosamente y el agua hirviendo se derramó por el suelo entre borboteos. Los admiralzes gritaron.

—¡¿Dónde?!

—¿Dónde qué? —El jefe del puesto de guardia trató de soltarse y llevó instintivamente la mano al cinturón. Estaba tan confuso que no se acordó de que ya no tenía el arma.

—¡¿Dónde están las treinta monedas de plata?! —le chilló Sazonov a la cara—. ¡Dámelas, puerco, vacíate los bolsillos!

—¿De qué me estás hablando? ¿Qué es lo que quieres?

—¡Que te vacíes los bolsillos! —Sazonov levantó el revólver y apoyó la boca del cañón contra la barbilla del jefe de guardia—. ¡Y no me vengas con excusas! —Tensó el gatillo con el pulgar. Clic. Qué sonido más agradable—. ¡Igor!

—¡A la orden!

Por fin, los admiralzes comprendieron la gravedad de la situación, pero, cuando quisieron empuñar sus propias armas, Gladyshev se les había plantado ya enfrente con el Kalashnikov.

—¡Hala!, quién quiere… —dijo Gladyshev, y acarició con cariño la boca de su AKSU—. Perrito bueno. —Al mismo tiempo que miraba a los admiralzes con ojos vivos, enseñó las puntas romas y amarillentas de sus dientes que se asomaban bajo sus morros sin afeitar, como por debajo del alero de una casa—. Sólo nos falta por resolver una pequeña duda. ¿Qué vamos a hacer con ellos, jefe? ¿Los matamos al instante o los torturamos un poco?

«Ése no es tan imbécil como parece», pensó Sazonov, y le dio a entender con un gesto que había que tener a raya a los admiralzes. Luego arrastró al jefe hasta el embarcadero.

—¿Tienes ganas de darte un baño? —dijo Sazonov con voz meliflua.

La negra superficie de las aguas se encrespó y centelleó.

—¡Por mí ya puedes empezar! —masculló el jefe de guardia. Poco a poco, recobraba la capacidad de iniciativa, y empujó hacia un lado el brazo de Sazonov.

Sazonov arrojó al jefe de los admiralzes sobre las tablas de madera. Éstas crujieron. A lo largo del estrecho embarcadero había cuatro barcas atadas a postes. Se mecían levemente y, a la luz del reflector, danzaban como sombras en las paredes del túnel.

—¿Cuánto te han pagado? —preguntó Sazonov tranquilamente, y agarró el revólver por el cañón—. Ésta es tu última oportunidad. ¡Habla!

—No sé de qué me hablas —afirmó el jefe de guardia, y trató de ponerse en pie.

Sazonov le dio un golpe con la culata del revólver en la clavícula. Crac. Debía de haberse roto.

El brazo derecho del admiralze perdió toda su fuerza y quedó inerme. El hombre paró la caída con la rodilla y gimoteó de dolor.

—Ahh… grandísimo hijo de puta… hace un momento nos habíamos tomado un té contigo. Cómo duele esto, maldita sea… yo no he…

—Es tu última oportunidad. —Sazonov dio un paso hacia atrás y apuntó con el revólver a la pálida frente del hombre indefenso—. Voy a contar hasta cinco. ¡Uno!

El admiralze se puso a chillar. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas y le gotearon del mentón.

—¡No, por favor! ¡No!

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Sazonov.

—¿Qué?

—Suelta el arma —ordenó una voz.

Sazonov volvió lentamente la cabeza. «Mierda.» ¿De dónde había salido ése? Vio la boca de una pistola con que le apuntaba un hombre vestido de negro.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Sazonov.

—El teniente de navío Kmiziz —respondió el hombre, al tiempo que amartillaba el arma. Las bocamangas le brillaban con un fulgor plateado. Sazonov estaba tan sorprendido que el revólver estuvo a punto de caérsele de la mano. Kmiziz llevaba puesto un uniforme negro de la Marina. Sazonov lo conocía tan sólo de haberlo visto en libros—. Pertenezco al servicio secreto de la Admiralteyskaya —añadió el teniente de navío—. Deje el arma en el suelo, insisto.

—Está bien, está bien —dijo Sazonov—, pero este tío tiene que aclararme un par de cosas. En primer lugar, de dónde ha sacado todo este material. —Sazonov señaló con un gesto de cabeza las cajas de cigarrillos y paquetes de antibióticos que se encontraban en el puesto de guardia—. Y, en segundo lugar, cómo ha podido pasar por este túnel el grupo electrógeno que robaron en la Vaska.

Kmiziz se volvió hacia el jefe de guardia. Éste seguía de rodillas sobre el embarcadero de madera.

—Explíqueselo todo —le ordenó sin inmutarse.

El hombre se volvió.

—Es que… eh… todo eso no es cosa mía.

—¡¿Pues de quién, entonces?! —le increpó Sazonov—. ¡Tres!

—No… no me he llevado nada. No me he llevado nada para…

—No te has llevado nada para ti mismo —añadió Kmiziz con voz gentil. Sazonov descubrió un asomo de comprensión en los ojos del teniente de navío—. Pues entonces, ¿para quién?

—¡Cuatro! —seguía contando Sazonov.

El jefe de guardia lloraba a moco tendido. Las lágrimas le brotaban por entre los párpados pegajosos y le resbalaban por el rostro, y se le hacía una mancha húmeda en el pecho. Daba lástima verlo.

—Mi madre… está enferma… los necesita.

«Una historia conmovedora», pensó Sazonov. Los antibióticos se pagaban con cartuchos. Aunque estuvieran caducados.

Kmiziz se apartó del lloroso jefe de guardia y le indicó a Sazonov, con un gesto de cabeza casi imperceptible, que siguiera adelante.

—¿Quién te ha pagado? —preguntó Sazonov, que había entendido la indicación del teniente de navío—. Habla de una vez y así saldrás de ésta.

—Yo…

—No me obligues a contar hasta cinco.

El jefe de guardia irguió su rostro enrojecido e hinchado.

—Alguien me dijo —contó entre sollozos— que tenían que llevarlo hoy mismo hasta la Mayak. Eso es lo que he oído.

Sazonov respiró hondo y bajó el revólver.

«Por fin. Tío, ha costado mucho. Esta Python es una pieza soberbia. Y con la culata engomada va perfecta para empuñarla.»

—A la Mayak. Te refieres a la Mayakovskaya —precisó Sazonov, aunque, en realidad, la precisión fuera superflua—. Entonces, ¿eran moscovitas?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—¡Sí!

—¿Lo entiendes ahora? —le preguntó Sazonov al teniente de navío, que tuvo un último instante de vacilación y luego bajó el arma.

—Desde luego. —Kmiziz miró a su alrededor—. Tengo que hacer una llamada. Ordene a su subordinado que deje de apuntar a esa gente. Y este… —prosiguió, haciendo una mueca de asco—, este cerdo corrupto quedará bajo arresto. Trataremos de capturar a los ladrones en la Gostinka.

—¿Crees que llegaréis a tiempo?

Kmiziz se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Vamos a intentarlo.

—Así pinta la cosa —dijo Sazonov, a modo de conclusión de su informe, y se acercó a la mesa. Se le veía agotado, e incluso tenía las mejillas algo hundidas—. ¿Y ése quién es? —Señaló con la cabeza al cadáver cubierto con la lona.

—Efiminyuk —respondió Iván—. ¿Podrías darme una respuesta sencilla a la siguiente pregunta? ¿Para qué quieren los moscovitas nuestro grupo electrógeno?

Sazonov se encogió de hombros.

—No tengo ni idea, Vanya. ¿Quizá tienen problemas con su sistema de iluminación central?

Iván asintió. Lógico. Esa explicación parecía la hipótesis de trabajo más lógica.

—¿Y qué nos propones? ¿Vamos a empezar una guerra contra la Ploshchad Vosstaniya?

—Sí —respondió Sazonov—. Y, para empezar, conquistaremos la Mayak. Si nos damos prisa, mañana temprano habremos terminado.

—Desde luego —confirmó Iván.

La estación Ploshchad Vosstaniya se inauguró en 1955 y era una de las más antiguas del metro de San Petersburgo. Se había construido en el estilo Imperio fastuoso y monumental de los tiempos de Stalin. En aquella época no se escatimaba dinero ni material en la construcción de estaciones. Se les había asignado un rol central en caso de guerra atómica. Por ese motivo se habían instalado baños cada doscientos metros en los túneles, así como sistemas de eliminación de aguas residuales y de ventilación. Además, estaba provista de un gran número de pasadizos secretos y de búnkeres civiles y militares. El laberinto de la Ploshchad Vosstaniya podía compararse en cuanto a complicación con una de las estaciones del metro de Moscú, y eso que el listón estaba muy alto.

Por lo general, las estaciones de metro de San Petersburgo eran más bien sencillas, incluso algo monótonas. El subsuelo inestable y empantanado, así como otros problemas, se habían conjurado para que la construcción de la red de metro fuese ya bastante cara. En ese contexto, la Ploshchad Vosstaniya destacaba por una ornamentación casi moscovita, si es que no se podía hablar de lujo asiático.

Por ello, no era ninguna casualidad que un considerable número de personas procedentes de Moscú se hubiera instalado allí. Aunque pudiera parecer que lo habían hecho llevados por las circunstancias, su destino tenía un sentido más profundo.

—¿Y no se os ha ocurrido ir a conquistar hoy mismo el Imperio de los Vegetarianos? —preguntó Postyshev en tono cínico—. Ya me imagino cómo lo haríais. De dos en dos. Pero si sois unos señores de la guerra, qué diablos.

—Con qué nos sales ahora, comandante —dijo Sazonov en un intento por arreglarlo—. No podríamos acabar con ellos nosotros solos.

—Pues entonces, ¿qué nos propones? —preguntó Postyshev, hinchando los carrillos.

Sazonov echó una mirada en derredor.

—Tenemos que implicar a la Alianza.

Se hizo el silencio.

—Excelente —comentó Postyshev por fin—. Bonito follón.

En un primer momento, la Alianza Primorski había abarcado seis estaciones: la Primorskaya, la Vasileostrovskaya, las dos de la Admiralteyskaya, así como la Gostiny dvor y la Nevski prospekt. Después de que los seres humanos tuvieran que abandonar la Primorskaya, tan sólo quedaron cinco. Los habitantes de la Primorskaya habían tenido que buscarse un nuevo lugar de residencia y se habían asentado en su mayor parte en la Admiralteyskaya, en buena medida porque les habían engatusado con incentivos varios. Por supuesto que también algunos habían ido a vivir a la Vasileostrovskaya, pero habían sido los menos: ¿Quién quería vivir en una estación pobre y con poco espacio? Ni siquiera contaba con una buena protección contra los monstruos.

Ya entonces se les había ocurrido cerrar las puertas herméticas de los túneles que conducían de la Vasileostrovskaya a la Primorskaya, lo cual se había llevado a cabo. Durante la pasada expedición, Iván había sorteado la puerta hermética por una compuerta lateral especial.

—Veamos, Iván —dijo Postyshev en voz baja—. Vamos a tener que aplazar por un tiempo tu boda. Lo lamento de verdad. Pero sabes muy bien en qué situación nos encontramos.

Iván sintió un ligero temblor en la mejilla. Tanya. Calló y asintió.

—¿De acuerdo?

—Sí, claro —respondió Iván—. Lo primero es el grupo electrógeno.

—Ah, y otra cosa —añadió Postyshev—. Hemos logrado restablecer la conexión telefónica. Por si a alguien le interesa, diré que el cable estaba cortado. —Postyshev levantó la voz—. ¿Hay alguien a quien le interese?

Sazonov y Pasha callaron avergonzados. Charlatanes.

—Bueno, muchachos… —dijo el comandante, inclinando su poderoso torso sobre la mesa—. Ahora escuchadme bien.

Pasha y Sazonov pusieron caras pensativas.

—He hablado por teléfono con la Admiralteyskaya. Los admiralzes van a enviarnos a alguien para coordinar toda la operación. Y mientras viene hacia aquí… no, un momento, digámoslo de otra manera: mientras nosotros tenemos tratos con su enviado, vosotros tendríais que estar de camino en dirección a la Mayakovskaya y la Vosstaniya. ¿Ha quedado claro?

—Sí —respondió Iván, en nombre de todos los demás.

—Bien. Tenéis tres horas para prepararos. Y otra media hora más para despediros. En marcha, el tiempo corre.

Tanya no dijo ni una palabra mientras acompañaba a Iván hasta su tienda.

—¿Lo tienes decidido?

Iván la miró con una mirada que significaba: «Sí.»

—¿Por qué no me dices nada?

Iván no sabía qué podía decirle. Era más que comprensible que los últimos acontecimientos afectaran a Tanya. Se había sentido casi una mujer casada y ahora tenía que regresar al estadio de novia. ¿Durante cuánto tiempo? Nadie lo sabía. Podía pasar mucho tiempo hasta que Iván regresara de la guerra. Para según quién, una eternidad. Por no decir que tendrían un buen motivo de alegría tan sólo con que regresara.

¿Podía ser que Tanya hubiese ido al Árbol Tubular? Iván parpadeó.

Todo el mundo va allí.

El Señor de los Túneles.

—Está bien, como quieras. Voy a tener trabajo de sobras —proclamó Tanya, y entonces dio media vuelta y se marchó por el andén.

Iván la siguió con la mirada. ¿Se habría ofendido?

Se metió en su tienda. No le quedaba mucho tiempo. Preparar el equipaje y dormir un par de horas. Eso era todo. Iván se sentó sobre la cama, se echó sobre la almohada, cerró los ojos y puso ambas manos bajo la cabeza. Entonces abrió los ojos de nuevo.

No, eso no era todo.

Oyó una cremallera a sus espaldas y un crujido en las paredes de la tienda. Así que ella había vuelto. No había podido soportarlo.

—No hace falta que me ayudes a preparar el equipaje —dijo Iván, sin volverse—. Prefiero hacerlo yo solo.

—Vanya —dijo ella, en un tono casi de consagración.

—¿Qué sucede? —Iván se incorporó y se volvió hacia la mujer.

En ese instante recordó todo el día que había pasado. ¡Al diablo con ese día! Y con el año entero.

«Tanya, Tanya, ¿qué haces ahí? No creo en supersticiones.»

—¿Por qué? —Iván no logró formular nada más que esta pregunta tan seca.

Tanya se había puesto el vestido de boda, blanco como la nieve, los hombros al descubierto. Su hermosura era inimaginable. Se había recogido el cabello en un peinado alto, y un mechón que se le había soltado le caía con gracia sobre el hombro.

La novia.

«Por qué no te arrojaste al río, Maryushka…»[8]

—¿Por qué?

Tanya dio un paso adelante y se detuvo muy cerca de él. Iván sintió un estremecimiento y le flaquearon las rodillas. Tanya la silenciosa. Tanya la obstinada. La que sabe bien lo que quiere.

—¿Por qué? —repitió Iván—. ¡Maldita sea!

—Tenía que ser así —respondió Tanya.

Le tomó de la mano y se la llevó al talle. Iván sintió con los dedos el patrón del tejido. Y el calor del cuerpo de mujer.

—Tienes las manos frías como el hielo —dijo él.

Una única luz ardía en el área de mantenimiento. Iván avanzaba con obstinación. Las montañas de sacos de arena, los tambores para cables ya vacíos, los montones de escombros y las vigas de acero oxidadas que sobresalían del hormigón le frenaban el paso.

—Sólo los viejos van a la lucha —dijo Yevpat y levantó los ojos—. ¡Hola, Iván! Ah, héroes mordovianos, ¡vamos a enseñarles a los jóvenes cómo peleábamos en nuestro tiempo! —Miró a su alrededor—. ¿Por qué estáis todos tan callados? ¡No oigo nada!

Iván se volvió. Pero tras las espaldas de su tío no había nadie. Tan sólo un trapo blanco ondeaba al viento, atado a una barra herrumbrosa. La bandera de la soledad del tío Yevpat. Se había exiliado por decisión propia a la antigua área de mantenimiento. Ni siquiera su sobrino iba a menudo hasta allí para verle. Mejor dicho: no iba casi nunca.

En ocasiones, Iván se había quedado con la impresión de que su tío estaba un poco loco. Quizá no sólo un poco. «Pero todo el mundo tiene algún defecto, qué diablos.»

—¡Hola, tío Yevpat! —Iván, en su agotamiento, se sentó sobre un tambor para cables reventado—. Me quedo un par de minutos contigo, ¿te parece bien?

—A mí sí. No tengo ninguna intención de echarte.

El tío Yevpat bostezó ruidosamente y se rascó la oreja. Ambos callaban. Las gotas de agua caían del techo, una tras otra, e iban a parar a una tina de hojalata. Las salpicaduras se hacían oír contra el metal galvanizado. La lámpara de carburo proyectaba una luz agradable, y sobre su llama había un cazo sucio de hollín donde el agua empezaba a hervir. El té no tardaría mucho en estar listo. Un paraje idílico bajo tierra. El tío Yevpat sacó las gafas del estuche, se las colocó sobre la nariz (las patillas eran de plástico y estaban sujetas con cinta adhesiva) y miró a su sobrino a través de los cristales.

—¿Las cosas no te van bien, Iván? —le preguntó.

Iván se encogió de hombros. Habría podido irle peor.

—Sí que me van bien.

Su tío asintió.

—Ya entiendo. El agua hierve…

Iván se calentó las manos con la taza de hojalata al mismo tiempo que escuchaba el parloteo de su tío. Yevpat era el único pariente que le quedaba con vida. Pariente lejano, pero, al cabo, pariente.

A veces sentía la necesidad de abandonar la compañía de mujeres y hombres para escuchar a un hombre feo y viejo.

—¿Sabes la historia de los ángeles? —preguntó Yevpat—. ¿No? Pues entonces escucha bien y entenderás algunas de las cosas que ocurren en el metro. La historia trata de un grave error que cometió Saddam el Grande, ¿no lo has oído nunca? En aquellos tiempos, las estaciones de metro estaban tan superpobladas que se corría el riesgo de una hambruna si nadie hacía nada. La gente había llevado de todo hasta el metro, pero nadie se había acordado de los condones.

»Entonces, Saddam el Grande mandó reunir a todos los niños de una estación, creo que era la Yelizarovskaya, y con la excusa de llevarlos a la escuela los metió por un túnel apartado, sin salida, porque allí, según decía, no correrían peligro por culpa de las ratas. Una vez allí anestesió a los niños y les hizo la operación correspondiente. Tan sólo niños de sexo masculino. Hubo varios que murieron durante la intervención. Cuando las madres se enteraron de lo que había sucedido, prepararon una rebelión. Como Nerón, que jugó a ser Dios. Fueron las mujeres quienes expulsaron a Saddam de su trono; si no, no lo habría hecho nadie. Le hicieron pedazos. Su guardia disparó contra las mujeres en un intento por hacerlas retroceder. ¡Qué ridículo! Como si se pudiera frenar a las mujeres.

»Así terminó el reino de Saddam. Porque, ¿cómo habría podido continuar?

»Los niños habían quedado mutilados. Les enseñaron a cantar. Castrados. La verdad es que no cantaban como Farinelli, ¡mierda! Algunos cantaban mejor que los otros.

»Todavía cantan ahora. Los he oído alguna vez. ¿Te lo imaginas, Iván? Se te pone la carne de gallina. Como si el túnel entero vibrase. Voces puras, poderosas, cristalinas. Cantan como los ángeles.

El tío Yevpat enmudeció y puso bien el cazo. Luego volvió a hablar:

—Hay quien dice que Saddam no lo hizo para reducir el número de nacimientos. Sino para traer el cielo a la tierra. Y para que existiera ese cielo trajo a los ángeles.

—¿Cómo tengo que entender eso? —dijo Iván, sorprendido.

—Tal cual te lo digo —respondió Yevpat con una sonrisa en los labios—. Saddam los transformó en ángeles, no en tullidos. El tío raro ese lo pensó bien. Pero nadie lo comprendió. Ése es uno de los problemas fundamentales de la humanidad, ¿no te parece?

Iván callaba.

—¿Y qué ha sido de esa estación? —preguntó por fin—. La Yelizarovskaya.

—¿Qué quieres decir con qué ha sido de ella? —Yevpat enarcó las cejas con asombro.

—Sí, después de todo eso… ¿no quedó despoblada?

—¿Cómo se te ocurre? —Su tío negó con la cabeza sin entender nada—. Encontraron refuerzos en seguida. En un santiamén. Las mujeres actúan siempre como mujeres, si nadie se lo impide. Tuvieron a punto el proyecto demográfico en una sola noche. Los que nacieron entonces deben de andar por los veinte años.

La despedida de los soldados.

Estaba prevista la celebración de una boda y se encontraron con una guerra. Al final se decidieron por hacer una celebración de guerra.

—Bueno —empezó a decir Postyshev, mirando uno a uno a todos los reunidos—, os lo explico por si alguien no estuviera al corriente: vamos a empezar una guerra contra la estación Ploshchad Vosstaniya, es decir, contra los moscovitas. Conocéis bien los motivos: asesinato, robo, violación de fronteras. Todas las estaciones de la Alianza van a contribuir con sus propias tropas. Pero el peso principal, naturalmente, recaerá sobre nuestros hombros. Ésa es nuestra cruz y tenemos que ser nosotros quienes carguemos con ella.

Murmullos belicosos entre la multitud.

Postyshev le lanzó una mirada a Iván, cerró brevemente los ojos y luego se volvió de nuevo hacia los que estaban allí reunidos. Suspiró.

—Tengo la esperanza de que nuestro grupo electrógeno vuelva a estar muy pronto en el lugar que le corresponde. Confío en vosotros, hombres. No nos dejéis en la estacada. ¡Maestro, la marcha!

Solokha pulsó el botón y por los bafles de un viejo estéreo de fabricación japonesa sonó una animada marcha, aunque los ecos en las alturas resultaran molestos:

¡Atención, burgués, falta poco para la lucha final![9]

La clase explotada se alza contra ti…

La música se oyó de un extremo al otro del andén, y una voz enérgica le prometió la luna a la amada:

Qué maravilla, qué maravilla, qué maravilla,

sables, balas, bayonetas, sin más.

Amada mía, espérame, te lo ruego,

porque voy a regresar

Un estallido. Y una chispa azul. La música se interrumpió. Los torvos guerreros de la Vasileostrovskaya desfilaron junto al estéreo enmudecido, descendieron a las vías y desaparecieron por las fauces del túnel. Olía a cable quemado.

Iván contempló a la multitud que se había congregado para despedirse de ellos: mujeres, niños y ancianos demasiado mayores para cargar con un arma. Eran muchos los que lloraban. Casi todos los hombres abandonaban la estación. Incluso el profesor Vodyanik iba a la guerra. Se quedaban el tío Yevpat —la pierna mala no le habría permitido llegar muy lejos— y Postyshev, porque el comandante no podía abandonar su puesto.

Iván miró en derredor.

Ambiente melancólico. No es manera de despedirse. En las despedidas hay que estar alegre.

—Eh, Igor —le susurró Iván a Gladyshev—, ¡canta algo!

—¿El qué?

—Lo nuestro.

Gladyshev le entendió al instante y sonrió con sus dientes podridos. A continuación se puso a berrear:

Cuando estoy borracho siempre voy y paro un coche,

llévame a casa, jefe, que me sé el camino aunque es de noche.

La chispa inflamó a todos los demás, y se pusieron a cantar al unísono el estribillo:

¡Uve doble uve doble uve doble Leningrado! ¡Ese Pe Be Punto Ru!

¡Uve doble uve doble uve doble Leningrado! ¡Ese Pe Be…!

Iván se detuvo y alumbró con la linterna. Pasha se volvió hacia él y le lanzó una mirada interrogadora.

—Sigue adelante —dijo Iván—. Vuelvo en seguida.

Lo que los habitantes de la Vasileostrovskaya llamaban Árbol Tubular, o Árbol de los Deseos, era en realidad una maraña de tubos herrumbrosos que se había soltado de la pared por culpa de la humedad y se erguía cual amenaza en medio del paso. De hecho, tenía una sorprendente semejanza con un árbol. Una imagen grotesca.

De cada una de las «ramas» y «ramillas» del Árbol Tubular colgaban cintas blancas y rojas, cual bandera de plegaria tibetana. Ondeaban con las corrientes de aire del túnel. Las rachas más fuertes hacían que el metal herrumbroso crujiera.

Todo el que quería que se le cumpliera un deseo iba hasta allí de noche, formulaba el deseo en cuestión y colgaba una cinta de colores. Eso era lo que decía una creencia popular de la Vasileostrovskaya.

Lo más importante era formular el deseo con verdadera pasión, desde lo más hondo del alma.

En ese caso, el Señor de los Túneles cumplía el deseo.

Pero sólo cuando le apetecía.

¿Podía ser que Tanya hubiese ido hasta allí? Iván negó con la cabeza.

«Eso no es cosa tuya, Ulises.»

Ulises y Penélope. Había jugado a ese juego con Katya cuando se encontraban en el inicio de su relación. Qué raro. Le había puesto el nombre de Penélope, pero sería otra quien lo esperara.

«Eres imbécil, Ulises. Katya tiene razón.»

Un soplo húmedo se hizo sentir en el túnel. Las cintas de colores atadas al Árbol de los Deseos ondearon y crujieron, y los tubos aullaron con su voz oxidada.

—No vas a regresar. Jamás.