CUANDO le faltaban todavía cincuenta metros para el puesto de control de la Vasileostrovskaya, las baterías exhalaron su último aliento. La luz de la linterna parpadeó brevemente antes de apagarse. A partir de entonces, Iván se orientó por la débil mancha de luz amarilla que se distinguía al final del túnel: la iluminación nocturna de la estación. El chapoteo de sus botas sobre las aguas superficiales resonaba en el túnel.
Aunque no hiciera ningún esfuerzo por ocultarse, tardaron en verle. ¿Se habrían dormido todos?
—¡Quieto! ¡¿Quién anda ahí?! —ladró alguien.
Se encendió un reflector.
Iván volvió la cabeza hacia un lado y se protegió los ojos con el brazo. ¡¿Se habían vuelto locos?! La luz blanca del reflector le perforaba el cuerpo como la llama de un soplete.
—¡Soy de los vuestros! —gritó Iván.
Sus instintos le dijeron que la ametralladora giraba sobre su caballete de fabricación casera para apuntarle a él, y oyó el clic metálico del cerrojo cuando amartillaron el arma.
La luz era abrumadora. Iván se cubrió los ojos con las manos y le dio la espalda al reflector, pero no le sirvió de nada. La implacable luz le atravesaba el vestido, la piel, los ligamentos musculares, los glóbulos de la sangre y los huesos, y le llegaba hasta los ojos. Iván sentía fuego bajo los párpados.
—Quieto, o disparo —amenazó el tío de la ametralladora.
Iván reconoció la voz chillona, casi histérica. Sin lugar a dudas era Efiminyuk. «Qué mierda.»
—No dispares —le gritó Iván con voz tranquila e imperativa—. ¡La contraseña! ¿Me oyes? ¡La contraseña es «boda»!
No hubo respuesta.
Los segundos se hacían eternos. Iván sintió un escalofrío al pensar que Efiminyuk, a pesar de todo, era capaz de matarle.
«Y precisamente ahora. Sí, magnífico», pensó Iván, encolerizado. Mira que les había rogado que no pusieran a un psicópata como centinela.
—Tenemos muy poca gente, tú mismo lo sabes muy bien, Iván —se había lamentado Postyshev—. Yo ya no sé cómo cubrir los agujeros en el sistema de relevos.
«Pues qué bien. Si ese idiota me dispara una ráfaga, me va a abrir más agujeros que los que tú tienes en tu maldito sistema de relevos.» La NSV con sus balas de núcleo de acero de 12,7 milímetros no es un juguete que se pueda poner en manos del primer cretino que pasa por ahí. Son las ametralladoras que se empleaban en los puestos de vigilancia del ejército, y esa que tenían allí debían de haberla desencabalgado de uno de esos puestos.
—¡La contraseña es «boda»! —repitió Iván, sin muchas esperanzas de que el otro lo escuchara.
Silencio.
—¿Quién anda ahí? —preguntó por fin Efiminyuk.
—¡El novio! —le respondió Iván.
Una vez más, silencio. Entonces se oyó un ligero clac. Había desamartillado la ametralladora.
—¿Eres tú, Iván?
En un primer momento, Iván sintió el impulso de insultarle, pero estaba exhausto, y el alivio fue mucho mayor que la cólera.
—Sí.
—Uf —suspiró el centinela.
«¿A qué viene ese “uf”? —pensó Iván—. ¿Qué tengo que decirle ahora?»
—¡Apaga el reflector, esa puta mierda me deslumbra!
Cubierto de cieno y lodo de los pies a la cabeza, Iván logró recorrer los últimos metros hasta el puesto de vigilancia y le lanzó una mirada de reproche a Efiminyuk.
—¿Quién estaba al mando de este puesto? ¿Cómo es que te has quedado solo?
—Yo… uh… —tartamudeó Efiminyuk—. Es que…
—¿Quién estaba al mando de este puesto durante el día de hoy? —le preguntó Iván con voz más fuerte.
Efiminyuk bajó la mirada.
—Sazonov —dijo por fin—. Siento lo de la ametralladora, jefe, de verdad que no lo he hecho a propósito. Sazonov estaba aquí, pero es que ha tenido que marcharse.
Así pues, Sazonov.
—¿Adónde?
—¿Y cómo voy a saberlo yo? No tengo ni idea.
—Qué desastre —masculló Iván—. Tendréis noticias mías.
Apartó a Efiminyuk a un lado, trepó sobre los sacos de arena y entró en el área iluminada que era la estación.
La Vasileostrovskaya era una de las estaciones en que el andén podía aislarse de las vías. De noche cerraban todas las puertas excepto dos, una para la vía izquierda y otra para la derecha. Durante algunas épocas se montaban puestos de guardia avanzados en el interior del túnel que llegaba a la Primorskaya. Lo hacían, por lo general, durante la época que llamaban de «floración», en la que las bestias del mar venían en masa por el túnel y a duras penas podían matarlas a tiros a medida que llegaban.
En el día de hoy, el puesto de guardia ordinario instalado a la entrada del túnel había fallado. ¿Cómo era posible que un luchador tan curtido como Sazonov se descuidara de ese modo? En la jerga de los diggers lo llamaban «fenómeno burn out»: cuando metía la pata la persona de quien menos se habría esperado. Por otra parte, ese tipo de cosas siempre pueden suceder.
La Vasileostrovskaya no había sido nunca una de las estaciones de metro más bonitas, como, por ejemplo, la Ploshchad Vosstaniya, con sus elevadas cúpulas, la espléndida ornamentación de la sala, las pesadas lámparas de bronce y las columnas con estucos. La Vaska (así la llamaban familiarmente los vecinos de la Admiralteyskaya y de la Nevski prospekt) era una estación declaradamente austera y, al mismo tiempo, muy bien preparada para proteger a sus defensores contra el hambre, el frío, los ataques de los monstruos y las infecciones. Dicho de otro modo: una típica fortaleza de San Petersburgo.
Antes incluso de subir al andén, Iván oyó el murmullo del sistema de ventilación. El sonido procedía de los filtros por los que pasaba el aire procedente de la superficie. El sistema central de iluminación de la Vasileostrovskaya, como el de la mayoría de las estaciones, había dejado de funcionar hacía tiempo, pero, en cambio, los filtros de ventilación y las bombas de agua seguían en su sitio. Sin embargo, no les salía barato, porque los ingenieros de la Technoloshka, conocidos con el apodo de «gasóleos», se hacían pagar a buen precio sus servicios de ingeniería.
Pero ¿qué otra posibilidad les quedaba?
Los túneles estaban casi secos. E incluso de noche, cuando cerraban la estación, tenían aire suficiente para respirar.
Iván apretó los párpados. Después de tanto tiempo en la penumbra, le cegaba incluso la moderada iluminación nocturna. No importaba adónde mirase: por todas partes danzaban manchas de luz.
Era de noche en la estación. El sistema local de iluminación, alimentado con un grupo electrógeno, se cerraba durante ese período. Tan sólo seguía encendido el alumbrado nocturno: ristras de lamparillas de colores activadas por medio de baterías, distribuidas sobre las puertas. Por ello, la estación era más agradable de noche que de día. Reinaba un ambiente acogedor: la suave respiración de niños dormidos, mezclada con la tos y los ronquidos de los adultos, bañados por la luz suave y colorida de las bombillas rojas, amarillas y azules.
Iván anduvo por el estrecho corredor que quedaba libre entre las tiendas de campaña que ocupaban buena parte del andén. El corredor era la avenida principal de la Vassileotrovvskaya, como si dijéramos su Nevski prospekt,[3] aunque sólo existiera de noche. Durante el día recogían las tiendas y las amontonaban para dejar espacio: durante los días laborables, para trabajar; durante el fin de semana y los festivos, para actividades recreativas. En el extremo meridional de la estación, al otro lado de una reja de hierro, se alineaban las jaulas donde guardaban a los animales; de vez en cuando llegaba desde allí un fuerte olor. Los niños de más de cuatro años dormían juntos en su propia tienda: el jardín de infancia.
Iván pasó entre las tiendas descoloridas y llenas de remiendos, y escuchó los resuellos, las toses y los ronquidos nocturnos. De vez en cuando había alguien que murmuraba en sueños, y luego se daba la vuelta y enmudecía. Nuestra querida Vasileostrovskaya.
Por la mañana despejarían el andén y pondrían mesas. Habría una celebración. Hasta entonces les quedaban… Iván se volvió y miró el reloj de la estación, situado sobre las escaleras automáticas de la salida. Las cifras amarillas indicaban las 4.23 horas. Todavía quedaban tres horas.
Iván había pasado mucho tiempo fuera. Mientras caminaba por el andén, tenía a veces la sensación de que estaba a punto de desplomarse sobre el granito gris del suelo. Entonces levantaba de pronto la cabeza y se reanimaba.
En ningún lugar como en la cama.
Pero antes tenía que devolver el equipamiento y asearse.
—¿Dónde has estado? —preguntó Katya, la encargada del centro de equipamiento y sanidad. Le miraba con un centelleo acusador en los ojos.
—Qué pregunta más graciosa. ¿Es que no se nota? —le respondió Iván mientras le entregaba su «Aladino».
El traje aislante contra armas atómicas, biológicas y químicas L-1 era un equipo imprescindible. Quien no lo llevara podía pasarlo muy mal en una gran cantidad de lugares. Sobre todo si atribuía algún valor a lo que tenía más abajo de la cintura.
—Sí, no estoy ciega. Estás cubierto de porquería. Peor que un zombel.
Iván arrojó el «Aladino» al contenedor de metal para su descontaminación; luego se sacó las botas de goma y también las entregó. Después les llegó el turno a los trapos que hacían las veces de calcetines. Iván los enrolló y arrugó la nariz: qué aroma. Un dolor suave, casi agradable, recorrió sus pies en el momento en el que tuvieron contacto con el aire. Iván metió los trapos en el contenedor y echó rápidamente la tapa.
—Ahora dime, ¿dónde te habías metido? —preguntó Katya mientras se llevaba el contenedor.
Irritada y sin haber dormido, se veía aún más bella de lo normal.
—¿A ti qué te parece?
Aún no había terminado con el equipo. Sólo una parte de las prendas que llevaba eran de su propiedad. El resto era de titularidad común. Al sacarse por la cabeza el fino jersey, Iván dio un respingo y se llevó las manos al costado. ¡Maldición! Se retorció de dolor. Estaba claro que se había roto una costilla. Katya corrió hacia él y le ayudó a acabar de sacárselo.
«Mujeres —pensó Iván—. Siempre tan previsibles. Os pasaríais el día entero rescatando gatitos. O tigres.»
—¿Con quién te has pegado? —preguntó Katya, y presionó sin contemplaciones con el dedo para frenar la sangre que le salía del pecho.
Iván apretó los dientes y sorbió aire ruidosamente.
—¿Te duele? —preguntó Katya con evidente sadismo en la voz.
—No.
—¿Y entonces?
Katya le dio un apretón más fuerte e Iván se quedó literalmente sin aire. Encogió el cuerpo y gimoteó.
—Ajá —dijo Katya—. Eso está muy bien. Vamos a curarte.
Volvió al cabo de un momento con una jofaina y unos vendajes. Iván se incorporó y quiso decir algo, pero no lo logró.
Katya apoyó ambas manos en las caderas e irguió la barbilla.
—Como ahora vuelvas a contarme lo del Batooonchiki, te doy con la bandeja en los morros. ¿Entendido?
En cuanto las heridas y los rasguños estuvieron limpios, Katya se marchó con la jofaina para vaciarla. Volvió con agua para Iván. Éste se bebió dos vasos, uno detrás del otro. Le sentó bien. Entretanto, el mal humor había desaparecido de los ojos de Katya.
Mientras Iván se lavaba, la mujer sacó de una bolsa un juego de ropa interior limpio y lo colocó sobre el camastro militar que estaba al lado de Iván.
—Entonces, ¿va a ser mañana? —le preguntó ella, como de pasada.
—Eres hermosa —dijo Iván. Katya se volvió hacia él—. Y muy inteligente. De nosotros habría podido salir algo bueno.
—Pero no ha podido ser —le respondió Katya—. Tómame una vez más en tus brazos, Ulises mío.
Iván negó con la cabeza.
—No puedo, no te enfades conmigo.
—¿Por qué?
Iván le apartó un mechón de cabello que le caía sobre la cara y le sonrió con los ojos.
—Estoy a punto de casarme. Probablemente es una estupidez, ¿verdad que sí? —La tomó por el mentón, le levantó suavemente la cabeza y le miró a los ojos—. ¿Es una estupidez?
—No —respondió Katya—. Hijo de la gran puta. No sabes la suerte que tienes. Deberías echarte a sus pies y darle gracias a Dios por tenerla a ella, imbécil. ¿Te ha quedado claro?
—A sus órdenes.
Se oían ronquidos al otro lado de la pared. Las lámparas de la entrada cambiaron de fase. Una luz entre roja y azul bañó la tienda entera.
—Tú eres mi reina de Saba. Mi Judit.
—Qué adulador —le replicó Katya—. Se nota que te has leído bien la Biblia. —Se giró, rebuscó entre sus utensilios y sacó una venda—. Levanta el brazo.
—Me he leído bien las historias sobre mujeres.
Katya no pudo reprimir una sonrisa mientras le colocaba la venda. Se oyeron de nuevo los ruiditos de los aparatos médicos, y luego se hizo un tenso silencio en la tienda.
—¿Y ella? —preguntó finalmente Katya.
—¿Qué pasa con ella?
Katya guardó silencio por unos instantes y le miró.
—¿Con quién la identificas? Entre los personajes de la Biblia.
—Con mi futura esposa —respondió simplemente Iván.
Katya sollozó, o quizá tragó saliva con fuerza. Iván no estaba seguro. La mujer se marchó unos instantes y regresó con un frasquito lleno de pomada amarilla.
—Qué suerte más desvergonzada tienes. ¡Ahora echa la cabeza para atrás!
Iván obedeció, y vio en las pupilas de Katya la silueta del tigre que se escondía en los túneles. Parpadeó. Mera imaginación.
Katya se inclinó y empezó a frotarle la frente con una pomada fría y apestosa. Iván sintió la caricia de su aliento sobre el rostro.
De pronto, los labios de la mujer estuvieron muy cerca.
—¡Ahora vas a ver lo que te tengo preparado, Iván!
Pasha entró de golpe en la tienda… y se quedó helado. Katya se apartó de Iván y retrocedió sin pensarlo hasta un metro de distancia. Pasha se puso entre los dos, dejó bruscamente un pequeño barril sobre la mesa y se volvió. Se hizo un silencio embarazoso.
Pasha los observó a ambos y luego preguntó:
—¿Qué le ha pasado a tu cara?
—Oye, tío, ¿no sabes llamar a la puerta? —exclamó Katya.
Pasha le respondió tan sólo con un gesto de rechazo.
Iván se llevó la mano a la frente. Le dolía. Era raro, porque la máscara antigás tendría que haberle protegido.
—Una quemadura.
—¿Ah, sí? —Pasha le miró con una expresión extraña en el rostro que Iván no logró interpretar—. ¿Y cómo ha sido eso?
Contarle la historia entera habría sido demasiado largo.
—Es que… se me ha prendido fuego la lámpara de carburo —respondió Iván, sin mentir del todo.
—¡¿Eh?! —Pasha dio una palmada teatral—. Esto es el no va más. ¿Le has dado un beso? A la lámpara de carburo, quiero decir.
—¡Pasha! —murmuró Katya.
—¿Pasha, qué? —le respondió el aludido con veneno en la voz.
Iván sabía desde hacía tiempo que no se soportaban. Desde los tiempos en que el propio Iván había empezado su relación con Katya. Entonces, al conocer a Tanya, Pasha se había tranquilizado de un modo sorprendente. Iván conocía a Tanya desde mucho antes, pero nunca se había fijado en ella. Qué idiota. Tan sólo después de la trágica muerte de Kosolapy…
Dejémoslo correr.
Iván se puso en pie e inspeccionó el vendaje de las costillas. Las vendas estaban amarillentas, viejas, y se habían lavado varias veces. Sociedad basada en el reciclaje, maldita sea, ¿verdad que el profesor Vodyanik lo llamaba así? Además, le había contado que en otro tiempo, hacia la mitad del siglo, los hospitales de los monasterios conservaban vendas con manchas antiguas de sangre y de pus, agujereadas de tanto lavarlas. Decían que santo Tomás, o a saber quién, las había empleado para vendar a los heridos.
Estaba claro que no podían tirarlas. Al fin y al cabo las había tocado la mano de un santo, y ésta, sin lugar a dudas, les había transmitido un maravilloso poder de curación…
Pero Vodyanik también le había dicho que era más difícil transmitir la santidad que los microbios. Si no, todos los que vivimos en el metro circularíamos desde hace tiempo con el certificado de santidad.
Iván se acercó al espejo grande y estropeado que se encontraba sobre la mesa y se miró. La herida sangrante del pecho no era de las malas. Las quemaduras rojas de la frente, tampoco. Volvió la cabeza de un lado para otro. Estaba presentable para la fiesta del día siguiente.
La discusión que se desarrollaba a sus espaldas era cada vez más acalorada.
—Para tu información, Pasha no se dedica a besar a las lámparas de carburo —decía Pasha con voz corrosiva—. Y él llevaba… ¿qué era lo que llevaba?
—¿Qué? —preguntó Katya con voz biliosa.
—¡Una linterna LED! ¡Una genuina LED de digger y no una cutrada de lámpara de carburo!
Katya se quedó de piedra. El rostro se le puso pálido e indescriptiblemente bello. Como un doble de Medusa, la Gorgona.
—Pasha —dijo Iván, alargando las sílabas—. Fuera de aquí, por favor.
—¿Y yo qué he…?
—Fuera de aquí.
En cuanto Pasha se hubo marchado, Iván volvió al camastro, se sacó los pantalones que había llevado bajo el traje aislante y se vistió con unos limpios. Se sentó sobre el camastro, se puso la camisa y empezó a abotonársela. Entretanto, Katya se había puesto a trabajar de nuevo con sus frascos y botellines. Los ojos de Iván se posaron sobre su bella y esbelta nuca. En cuanto hubo terminado con la camisa, se puso en pie. Se sentía como embotado, como si estuviera ligeramente borracho. Debía de ser el cansancio.
—¿Has terminado? —le preguntó Katya sin volverse.
—Sí —confirmó Iván, y se acercó a ella—. No te enfades con Pasha.
—Pues vaya. Es que tiene razón. Soy una guarra.
—Pasha es tonto de nacimiento. Para él sólo existen el blanco y el negro.
—Y para mí también. Si alguien me gusta, me gusta, y si no me gusta, no me gusta. Es así, ¿no?
Se volvió hacia Iván y se agarró con tanta fuerza al canto de la mesa que los dedos se le pusieron blancos.
—No, no es así. —Iván le acarició la mejilla a Katya y notó que la mujer temblaba—. Eres estupenda. Pasha también es estupendo, pero es tonto de nacimiento.
—¿Cómo es que nunca me sale nada bien? —Le miró, como si de verdad esperara una respuesta a su pregunta.
Iván suspiró.
Yo no sirvo para consolar a la gente.
—Ay, Katya —dijo él—, eso no te lo crees ni tú. Te falta muy poco para encontrar la felicidad, Penélope, pero tú todavía no lo ves. Estoy totalmente convencido de ello.
Los ojos de Katya se llenaron de lágrimas.
—Eres un imbécil, Ulises. Y un rompecorazones. Me di cuenta el mismo día en que llegaste a la estación.
«Paso de las normas», pensó Iván. Rodeó el talle de Katya con el brazo y la atrajo hacia sí. El roce de su cuerpo cálido le llenó de un arrollador sentimiento de ternura. Sentía lo mismo que antaño, aunque hubiera pasado mucho tiempo.
—Todo irá bien.
—Eres un hombre hermoso —contestó Katya—. Y tu Tanya es una chica inteligente. Mientras todas las demás giraban a tu alrededor, Tanya iba a la suya. Así tenía que ser. Y al final ha sido ella quien se ha quedado contigo. —De pronto Katya se puso seria—. Te lo voy a decir una sola vez: si algún día le eres infiel a Tanya, seré yo quien te corte los huevos. Con estas tijeras de aquí. ¿Te ha quedado claro?
—Sí.
Iván abrazó a Katya con fuerza y sintió que la tensión desaparecía del cuerpo de la mujer. Sus pechos firmes desprendían calidez. Iván respiró hondo. «Mujeres.» Aún sentía el mareo. La luz roja le dolía en los ojos.
«Ahora vas a caer en la trampa —pensó Iván—. Tan sólo con que…»
—Sabes una cosa, hoy he… —empezó a decir Iván, y en ese momento, de repente, Pasha volvió a entrar en la tienda.
Sin dignarse a mirar a la sorprendida ex pareja de enamorados, se dirigió a la mesa, tomó el pequeño barril de cerveza que se había dejado allí encima, masculló: «Lo siento, la había olvidado», y volvió a salir.
—Mierda. —A Iván no se le ocurrió qué otra cosa podía decir mientras miraba a su amigo, que se marchaba a toda prisa.
Katya levantó los ojos, y al ver el desconcierto en el rostro de Iván, estalló en carcajadas.
Iván salió del centro médico. Se llevó tan sólo la mochila y el fusil de asalto. Había dejado el resto de su equipo para que lo descontaminaran. Frunció los labios. La mochila olía a goma quemada.
Aún tenía que organizarse el agua, asearse, limpiar el fusil e irse a dormir. Aunque hubiera sido mejor echarse a dormir de inmediato.
Iván sentía ardor en los ojos, como si le hubieran arrojado un puñado de arena. La cabeza le retumbaba como si le hubieran golpeado con una tapa de alcantarilla.
Pero, alto, aún faltaba una cosa.
—¡Pasha! —llamó Iván, y se sorprendió. Su amigo ya no estaba por allí. Probablemente se había ofendido.
—En cierta manera es la respuesta a la célebre cita de Dostoievski: «¡Vasto es el hombre ruso, vasto! Yo lo habría hecho más pequeño.»
Iván se detuvo al oír esta última frase, pronunciada por una voz conocida.
Miró al otro lado de la tienda de campaña. Un círculo de trasnochadores se había reunido al pie de un abeto artificial cubierto de adornos hechos a mano, al que incluso le habían colgado unas pocas bolas de cristal de verdad. La ristra de bombillas del árbol brillaba, las LED de colores consumían poca electricidad y la luz era suficiente para el turno de noche. Les bastaba para sentarse, fumar y leer. Si era necesario, también para comer.
—Esto es lo que hemos logrado hasta ahora. Hemos conseguido que el mundo sea más estrecho —decía un hombre corpulento, más mayor, de barba negra y desgreñada—. Lo hemos reducido a este miserable metro, a las estaciones que ¡todavía! están habitadas. Y esto es el final, queridos míos. Ya no podemos vivir en la superficie, y tengo miedo de que eso no vaya a cambiar jamás. Entre nosotros, los llamados diggers tienen el oficio más difícil, después de…
—De los electricistas —gritó alguien desde la penumbra.
—Totalmente de acuerdo —confirmó Vodyanik—. Después de los electricistas.
El profesor padecía insomnio, y fue por eso por lo que Iván no se sorprendió de encontrarlo allí. Se había establecido una especie de tertulia nocturna en torno al abeto. Todos los que no lograban dormir se reunían allí.
A veces somos presa de la agitación. Habría que dormir, pero el alma no halla el descanso. Hay quienes prefieren quedarse solos y emborracharse, mientras que otros acuden al abeto, cuentan historias y cantan canciones.
Por otra parte, siempre apetecía charlar con Vodyanik. No era nada extraño encontrarse al profesor de camino a los servicios y regresar con una carrera universitaria terminada. Ése era el chiste que solían repetir quienes lo conocían.
También se decía que los chistes del propio profesor podían compararse con una pequeña guerra atómica, por sus consecuencias catastróficas e irreversibles. El profesor no habría tenido que contar chistes, pero lo hacía con viva pasión.
—¡Háblenos de Saddam, Grigori Mikhailovich! —pedía alguien.
Iván no vio quién se lo había pedido. Pero Iván había oído hablar en otras ocasiones de Saddam el Grande. En realidad, todo el mundo había oído hablar de él.
Muy al principio, cuando se produjo la Catástrofe y las puertas herméticas se cerraron, todo el mundo quedó en una especie de estado de shock. Como conejos frente al faro de un coche. Y entonces los conejos empezaron a morir. Se vio que sería imposible abrir las puertas herméticas. El automático había quedado fijado para un período determinado. Treinta días. Así pues, el apocalipsis estaba en marcha. La radiactividad de la superficie era tan elevada que habría sido posible asar un pollo con tan sólo sacarlo a pasear bajo el brazo.
Así era como se había abatido la desgracia sobre los humanos.
El tío Yevpat le había contado que, en aquellos tiempos, un gran empresario, uno de esos con abrigo y sombrero, se había sentado entre ellos en el andén. Llevaba en las manos un maletín con documentos, un maletín caro, de cuero marrón. Ese gran empresario estaba allí, sentado, callado. De repente, sacó una pistola del maletín, se puso el cañón en la boca y disparó. Sangre, sesos, todo salió disparado. La gente estaba tan apretada que no pudo apartarse. Todos los que estaban cerca de él se ensuciaron.
—Y entonces la gente se echó a reír —contaba el tío Yevpat—. Yo no había oído en mi vida unas risas tan atroces. Imaginaos: ahí tenemos a un hombre que se acaba de volar la cabeza de un disparo, que no tiene espacio libre para caerse, y todo el mundo se echa a reír. Con risas histéricas, por supuesto. Era un momento de comicidad violenta. Lo más extraño fue… Yo he visto morir a mucha gente. Pero no puedo evitar pensar en ese hombre. Parecía que la calma reinara en su interior y no se alteraba. Tan sólo miraba una y otra vez el reloj. Como si alguien hubiese dirigido sus actos por control remoto. Primero consultaba el reloj y luego miraba hacia la puerta hermética… y se quedaba sentado en silencio. No dejo de preguntarme qué era lo que debía de esperar. ¿Acaso conservaba la esperanza de que todo aquello hubiera sido un mero ejercicio? No habría sido el único.
Yo también lo pensé.
Al pasar los treinta días, empezaron la depresión y el caos. Se sucedieron todos los estadios por los que pasa el paciente al que se ha diagnosticado su propia muerte. Al principio duda del diagnóstico, luego busca una escapatoria, después vienen la ira, la desesperación y las lágrimas, hasta que por fin acepta el inevitable desenlace.
Abrieron a mano la salida de emergencia y enviaron a dos voluntarios a la superficie. No volvieron. Luego enviaron a un grupo de cinco. Uno de ellos logró regresar e informar: «Lo que hay arriba es un infierno, los contadores Géiger se han vuelto locos.» Luego se murió. Envenenado por la radiación. Un dosímetro que alguien acercó al cadáver dio unos valores que pusieron los pelos de punta. Había llegado el momento de que empezara la fase de ira y desesperación.
Estalló el caos.
—Estalló el caos —contó Vodyanik—. Y, en esa situación, Saddam trazó un plan. En tiempos posteriores lo bautizaron como Saddam el Grande. Antes de la Catástrofe había sido fontanero. O jefe de obra. Sí, exacto, tenía tayikos a sus órdenes. Tal vez fuera capitán en el ejército. La historia no entra en esos detalles. En cualquier caso, el capitán fuera de servicio tomó en sus manos el destino del metro. Y con energía, de eso no cabe ninguna duda. Nadie protestaba contra él. Ordenó que se volvieran a cerrar las puertas herméticas y la orden se cumplió de inmediato.
Iván sentía que se le doblaban las piernas. Si no regresaba de inmediato a su tienda, acabaría por dormirse en el suelo, eso estaba claro.
—¿Quieres echar una partida de Monopoly? —susurraba alguien con voz audible tras la lona de la tienda—. ¡Eh, aparta esa mano, soy yo quien elije!
—No arméis tanto barullo, idiotas. ¿Quién tiene la linterna de bolsillo?
En la tienda grande donde dormían los más jóvenes, la noche era siempre divertida.
«Ahora mismo tendrían que estar durmiendo como lirones», pensó Iván, negando con la cabeza. A su edad yo tenía el sueño profundo, aunque también podía pasarme dos o tres días sin dormir. Y lo aguantaba muy bien. Eran otros tiempos. Ahora basta con que me pase una noche sin dormir para no aguantar al día siguiente.
Iván habría querido ir hasta el extremo sur de la estación, cuando, de pronto, alguien le gritó:
—¡Alto ahí! ¡La contraseña!
Iván titubeó, pero tan sólo durante una fracción de segundo. Luego se dio la vuelta, apoyó la rodilla en el suelo y echó mano del fusil.
—No te dejes llevar por el pánico —le dijo Pasha con una sonrisa insolente—. Sólo soy yo.
¡Pop! El corazón. ¡Pop!
—Pasha, por favor, ¿esto era necesario? —Iván bajó el Kalashnikov y se puso en pie. La adrenalina le había subido a la cabeza y le costaba respirar. «Qué mierda.»
—Podría ser, por la pinta que llevas. —Pasha se sentó en el suelo. A su lado estaba el barril de cerveza, un barril que, por cierto, era notablemente bello.
Iván lo miró con mayor atención. Era un barril de loza blanca, con capacidad para cinco o seis litros. Las letras se habían borrado, pero aún se reconocía la marca Kölsch. Cerveza alemana. ¿De dónde la habría sacado Pasha? Habían pasado veinte años desde su producción. Habría sido ya mucho para el vino, pero ¿para la cerveza…?
—Bueno, ¿y qué pinta llevo?
—Pues la de un novio en el día de la boda —le replicó Pasha—. Te estaba buscando. Me he pasado la noche entera por la estación y he preguntado por ti, pero nadie sabía dónde te habías escondido. No lo sabía ni siquiera Sazonov. Así que estabas… allí.
Iván vaciló.
—Estaba en la Primorskaya —dijo por fin.
—¿Eh? ¡¿De verdad?! —Pasha negó con la cabeza y le lanzó una mirada inquisitiva a Iván—. ¿Habías ido a buscarle un regalo? Qué guay. Pues ahora enséñamelo. ¿Has encontrado algo?
«Sí que he encontrado algo —pensó Iván—. Un regalo, entre otras cosas.»
—Sí. Sí lo he encontrado. Lo verás mañana. Aquí no.
—¡Cabrón! —Pasha se puso en pie de un salto—. Todo el mundo ha hecho de todo por ti… ¡¿y qué haces tú?! —Cuando Pasha cayó en la cuenta de lo que había hecho su amigo, su rostro se ensombreció—. Oye, tío… vas a decidir de una vez cuál es la mujer que prefieres, ¡¿de acuerdo?!
—Hace tiempo que lo tengo decidido —respondió Iván.
—Sí, ya lo he visto.
Iván sintió un temblor en la mejilla.
—Dejémoslo correr, Pasha, para mí todo esto ya es una mierda —masculló, y luego recapacitó—. Ah… olvida lo que he dicho.
—Sí, sí —dijo Pasha, alargando las sílabas—. Qué locura. Yo, en tu lugar, tendría a Tanya sobre un pedestal. ¿Y qué quieres tú con esa Katya? Pero tío, si tú ya lo tienes todo. Pero no, el señor tiene que ir jodiendo a todo el mundo. ¿Es que te has vuelto loco?
—Parece que ese tema te interesa mucho.
Pasha se incorporó.
—Da igual. Quiero que te quede claro que estás a punto de renunciar a una caja de cartuchos por una lata de carne lujuriosa.
—¡Pasha!
—¡¿Cómo que Pasha?! ¿Pero tú te piensas que me gusta ver cómo mi mejor amigo se arruina la vida?
—Entre Katya y yo no hay nada.
—Estupendo. ¡Acabo de ver en qué consiste eso de que no haya nada!
—Sólo nos despedíamos. —Iván empezó a titubear—. No te imagines cosas extrañas.
Pasha contempló a su amigo con mirada severa durante unos segundos, y luego suspiró profundamente.
—¿Al menos podrías enseñarme el regalo?
Iván sonrió. Abrió la mochila y sacó el objeto por el que había ido hasta la Primorskaya. Pasha agarró con gran precaución el hallazgo.
—¡Guau! Y ni siquiera se le ha vaciado el líquido, ¿verdad?
—No —confirmó Iván—. ¿Te gusta?
—Es estupendo —dijo Pasha con entusiasmo, contemplando el regalo desde todos los ángulos—. De puta madre. Es superestupendo. Quédatelo antes de que me lo cargue. Ya me conoces.
El regalo volvió a manos de Iván. Se trataba de una bola de cristal llena de glicerina transparente. En su interior, en un claro nevado, había una casita con un techo rojo y una chimenea, rodeada de pequeños abetos y una verja. Iván sacudió la alhaja y de pronto empezó a nevar. Los copos blancos se posaban sobre el techo de la casita y sobre los árboles.
—¿A ti qué te parece? ¿Le va a gustar? —preguntó Iván, y miró a Pasha, que contemplaba la esfera como hipnotizado.
—No te enfades conmigo, pero es que a veces haces preguntas idiotas. ¡Es un regalo genial!
Una verja con el rótulo de Vasileostrovskaya separaba el área de viviendas del área de producción. Las letras eran de aluminio anodizado y brillaban débilmente.
Iván abrió la puerta y le hizo un gesto con la cabeza al centinela, un muchacho de unos dieciséis años, muy alto.
—¿Cómo va eso, Misha?
—Bien, gracias, jefe. —Kuznetsov llevaba una Makarov en una pistolera raída que le colgaba del cinturón. Había heredado la pistola de su padre. Este último trabajaba en las unidades de Milicia[4] del metro cuando tuvo lugar la Catástrofe—. Ya puede pasar.
En realidad, Iván no era superior jerárquico de Kuznetsov. El muchacho pertenecía a la Milicia de la estación, mientras que Iván dirigía a los exploradores. Los milicianos constituían una casta aparte, igual que los diggers de Iván. Y una casta se distingue siempre porque es difícil entrar en ella, al igual que es difícil salir.
Pero Iván no se molestó en corregir al joven. A todo el mundo se le permite soñar.
—¿Está Tanya?
—No lo sé, jefe —respondió Kuznetsov con cierta desazón—. Acabo de incorporarme a mi puesto.
Iván asintió con la cabeza. No pasaba nada.
El criadero de animales.
Las hileras de cajas se amontonaban hasta casi tocar el techo de la estación. Cajas de madera y metal cerradas con malla metálica. El olor corporal de los roedores se mezclaba con el hedor a serrín empapado de orina y mierda antigua hasta formar un cóctel muy fuerte. Iván pasó por entre las cajas y saludó a los hocicos que conocía bien. Los constantes mordiscos, crujidos, gañidos y masticaciones tenían un punto de primitivismo. La ocupación principal era comer.
Iván se preguntó cómo percibirían la vida los conejillos de Indias. Dentro de las jaulas apenas tenían espacio, sólo podían comer y cagar. Una vida miserable.
En una jaula aparte, una caja de plástico blanco con el cartel «Grill de cuarzo», había un conejillo de Indias gordo, con manchas blancas, que miraba al visitante. Iván le pasó un manojo de algas por entre la malla de alambre.
—Hola, Boris, ¿cómo te va la vida?
El conejillo de Indias abandonó por un instante sus murmullos. Los botones negros que tenía por ojos parecían decir:
—Pero tío, cuánto te echaba de menos.
En materia de amores, Boris lo daba todo, pero era un oportunista sin escrúpulos en todo lo demás. No quería a nadie, salvo a Tanya, pero no tenía ningún problema en engullir todo lo que le llevaran los otros. Típicamente masculino.
—¡Tanya! —gritó Iván—. ¿Estás ahí?
Los mordiscos y crujidos que hacía el conejillo de Indias al comer se sobreponían a su voz.
Iván entró en una miserable sala de trabajo. Dentro había un escritorio grande sobre el que Tanya solía poner por escrito los planes de funcionamiento y los datos estadísticos en una especie de libro de registro: «Incremento en el peso», «Obtención de carne», o lo que fuera. En la misma sala se encontraban los sacos de comida: heno, algas, hojas de patata y nabo, restos de comida y todo lo que los roedores pudieran roer. Y era bastante lo que roían.
Detrás de un tabique de madera contrachapada tenía su inicio el territorio de la «Hacienda». Esta expresión entre irónica y cariñosa, que en los días felices anteriores a la Catástrofe había designado una extensión de cultivos, se empleaba para designar los invernaderos de la estación. De allí provenía un sofocante olor a tierra. En el aire iluminado por las lámparas de luz diurna zumbaban pequeñas moscas, las inevitables compañeras del plantío. En la Hacienda crecían zanahorias, coles, patatas, cebollas, acederas e incluso lechugas. Además, había un limonero, motivo de que los vecinos de la Admiralteyskaya sintieran una gran envidia de la Vasileostrovskaya.
La producción de alimentos estaba organizada de manera muy práctica: los excrementos de los roedores servían como abono, y una parte de las plantas que contribuían a producir se empleaban para alimentar a los conejillos de Indias. Y estaba muy claro adónde iban a parar estos últimos: a la sartén o a la olla.
Antaño se habían hecho intentos de emplear también los conductos de ventilación para la producción de alimentos, pero se habían encontrado con el problema de las ratas. ¡Asquerosas terroristas alimentarias! Roían incluso el metal. La idea había fracasado también por las limitaciones del suministro energético: el grupo electrógeno no tenía capacidad para tanto.
Como consecuencia de todo ello, el conducto de ventilación se empleaba tan sólo para el cultivo de setas. Los hongos se adaptaban bien a la oscuridad. Gírgolas, champiñones e incluso shiitake. Los estantes con las plantaciones de setas quedaban envueltos por la oscuridad del conducto. Un lugar inquietante, pensaba Iván.
—Imagínate —le decía el tío Yevpat— que el micelio tiene una conciencia colectiva. Se puede extender a lo largo de muchos centenares de metros y unir a millares de setas en un organismo común. ¿Y sabes qué es lo más inquietante?
—¿Qué?
—Que no tenemos ni idea de lo que pueden pensar.
El tío Yevpat. Recuerdos. Salpicaduras sobre un mosaico en blanco y negro.
«Me hago mayor —pensó Iván—. Me he buscado un buen momento para sentar cabeza y formar una familia. Una buena esposa, una buena estación, una buena profesión. Si es verdad lo que se cuenta, Postyshev piensa en mí para presidir la estación. ¿Qué más necesita un hombre para llevar con dignidad el paso de los años? Claro que sí.»
—Tanya, ¿dónde te has metido?
Iván entró en la sala que separaba el criadero de animales y la Hacienda. Sobre una larga mesa que habían montado con sillas viejas y un tablón de madera había una balanza antigua. Los platillos de la balanza relucían como si los hubieran pulimentado y las pesas estaban ordenadas en una perfecta hilera. Tanya y su colega pesaban allí a los conejillos de Indias. Al lado de la mesa había una silla sobre la que dormitaba una mujer mayor. Sus cabellos grises estaban recogidos en un moño. Iván tosió, y entonces la mujer se agitó y se dio la vuelta.
—¡Iván! Por Dios bendito, me has asustado.
—Buenas noches, Marya Sergeyevna. Disculpe que la haya despertado. ¿Sabe usted por casualidad dónde se encuentra Tanya?
Marya Sergeyevna se llevó la mano al pecho, como para impedir que le saltara el corazón.
—No lo sé, Iván. —Negó con la cabeza—. Pero me imagino que estará en la tienda donde se venden los vestidos de novia. Ni se te ocurra ir hasta allí —se apresuró a añadir Marya Sergeyevna—. No puedes ver el vestido de la novia antes de la boda. Traería mala suerte.
—Se lo prometo.
—Lo cierto es que tendría que estar durmiendo desde hace rato. ¿Y qué te pasa a ti? ¿Cómo es que no te has acostado? Ah, ya —se le ocurrió de repente—. Ella quería verte. Y también ha venido tu amigo, el alto…
—¿Sazonov? Sí, ya lo he oído. Bueno, yo también me voy a dormir.
—Sí, mejor, porque tienes mala cara… ¡espera! —Marya Sergeyevna se sobresaltó—. ¿Qué te ha pasado en la cara?
En la Vasileostrovskaya (igual que en muchas otras estaciones) se daba una gran importancia a los rituales que provenían de los tiempos anteriores a la Catástrofe. Entre éstos se incluían las ceremonias de boda, que se habían transformado en una verdadera ciencia. La vaca sagrada de la comunidad que vivía en la estación.
Iván dio otra vuelta por el andén, pero no encontró a Tanya. ¿Acaso se habría echado a dormir? Finalmente, regresó a su tienda, dejó el fusil a un lado y metió la mochila bajo la cabecera del camastro. El reloj de pulsera marcaba las tres y media de la mañana. Estaba rendido. Pero antes tenía que encargarse del fusil. Iván suspiró. No podían permitirse ningún descuido en el cuidado de las armas, aunque se tratara de un indestructible Kalashnikov soviético. Era como lavarse los dientes. No, aún más importante, porque sin dientes se podía vivir, pero no sin armamento.
Así pues: aceite, trapos, bastoncillo de limpieza, ¡y ya está!
Iván volvió a quedarse medio dormido mientras limpiaba mecánicamente el fusil. De vez en cuando despertaba y se preguntaba qué estaba haciendo. Cuando por fin se dio cuenta de que había metido los trapos enteros en el cañón, tuvo claro que así no iba a conseguir nada. Depositó cuidadosamente las piezas sobre la mesita de noche y se dejó caer sobre la cama sin desnudarse. Hundió la cara en la almohada. ¡Por fin iba a dormir! Se dio la vuelta para quedar con la cara hacia arriba y…
Tanya le estaba mirando. Iván se sonrió. Qué bello sueño. En ese momento sí que todo iba bien.
—¿Dónde te has hecho esa quemadura de la cabeza, so inepto? —le preguntaba ella.
—No importa, en el momento de la boda ya se habrá curado —le respondió espontáneamente Iván, y sólo entonces se le ocurrió—: Ah, claro, bueno, quizá no del todo…
—Ajá. La boda. Qué bien que todavía pienses en ello. A propósito… —Por así decirlo, Tanya conmutó el interruptor—. ¿Te has probado ya el traje?
Mierda. Tenía razón. Iván se despertó por un instante.
—Naturalmente —mintió.
A decir verdad, se había olvidado del traje.
«Pero no es extraño que en una noche demencial como ésta me olvide de todo —pensó—. No importa. Ya resolveré lo del traje mañana por la mañana. Acabo de poner el despertador. Pero al menos tengo que dormir un par de horas; si no, no sobreviviré a la mañana. Participar en las celebraciones durante todo el día. Aguantar la ceremonia nupcial. Lo más bonito sería despertar cuando todo haya terminado. Los rituales solemnes me matan. Celebrar la boda de otro, eso todavía, pero la mía propia… qué pesadilla. En comparación con eso, una expedición a la superficie sería el reposo más perfecto. Como cuando monté el grupo electrógeno junto a Kosolapy, qué locura, cómo nos arrastramos hasta allí…»
—¿Has dormido hoy? —preguntó Iván.
—Por supuesto. Soy el reposo en persona.
—Ya, ya. Mentirosa.
—He de marcharme, todavía me queda mucho por resolver.
—Vaya, vaya, vete con el gordo de tu amigo Boris.
—¡Boris es un encanto! —espetó Tanya, indignada—. No entiendo por qué le tienes tanta antipatía.
«Todo el mundo tiene sus defectos —pensó Iván—. Yo les pego fuego a los monstruos con lámparas de carburo y las beso cuando se incendian, y Tanya malcría a conejillos de Indias rechonchos.
—Se ha impuesto entre ambos una situación de neutralidad armada. Nos tenemos celos el uno al otro por tu culpa.
—¡Vanya,[5] Boris es un animal de matadero!
—Ay, sí, su vida consiste en comer y ser comido —le replicó Iván, y juntó ambas manos sobre la cabeza.
Vaya, un animal de matadero. Tanya no iba a permitir jamás que nadie se comiera a su cariñito.
Iván estaba tan fatigado que se mareaba. Incluso las paredes de la tienda daban vueltas a su alrededor. Pero la sensación no era desagradable.
—Me voy a quedar un momento contigo —dijo Tanya, y se sentó al borde de la cama.
Iván sintió la calidez de su muslo.
—Está bien, quédate un momento —le respondió misericordiosamente Iván. Sin abrir los ojos, levantó el brazo y lo metió entre las piernas de Tanya. Cálido y a resguardo. Por primera vez desde hacía una eternidad, sintió algo semejante a la paz interior. «Estoy en el lugar adecuado», pensó Iván, y bostezó con tal fuerza que habría asustado a un cocodrilo—. No tengo nada en contra.
—¡Pero qué morro!
—He visto un tigre —dijo Iván, medio dormido, pero no logró contarle su historia. El mundo perdió su sustancia e Iván se hundió a través de la almohada y el suelo hacia abajo, hacia el reino de la inconsciencia.
—Que duermas bien —susurró Tanya—. Mañana va a ser un día duro.
Iván abre los ojos. Dentro de la tienda está oscuro. Se pone en pie. Qué raro: lleva puesto el uniforme de camuflaje y las botas. Sale de la tienda y se queda inmóvil. ¿Dónde estoy?
Un andén con hileras de columnas heridas y negras. En las paredes, relieves. En una de las paredes está escrito el nombre de la estación. Empieza con la letra A. Iván no logra leer el resto. Pero lo más importante está claro.
Era otra estación, no la Vasileostrovskaya. Y no hay nadie. Absolutamente nadie. Está desierta.
Iván camina por el andén.
En una de las vías hay un metro.
En uno de los vagones hay luz. Iván se acerca. Las ventanas están rotas y los listones de los marcos, oxidados. Todavía se nota que, originalmente, el vagón había estado pintado de azul y que los asientos habían estado revestidos de sucedáneo de cuero de color marrón. Las paredes interiores del vagón están cubiertas de hollín. Una luz de vela parpadea y danza sobre ellas. Se alarga hacia un lado. La corriente de aire que surge del túnel sopla por dentro de los vagones y pasa por entre los cabellos ralos que recubren la frente reseca de una momia. Las cuencas de los ojos están karstificadas. La piel es como un pergamino delgado extendido sobre las costillas. Un pendiente con un brillante en la oreja… recuerdo de un tiempo pasado.
Sobre las rodillas de la momia hay una segunda más pequeña. Se le ha encogido el cuerpo y tiene los dedos retorcidos. Cuando un hombre muere, los tendones se le secan y se le acortan. Es por eso por lo que las manos se han doblado de la misma manera en la momia grande y en la pequeña. Como si ambas fueran a nadar al estilo canino. Además, tienen la misma mueca en la cara. Eso también es por culpa de los tendones. Y de la muerte.
Sobre las rodillas afiladas de la momia grande hay una momia pequeña que duerme.
La momia grande sostiene con la mano una vela gruesa. Está encendida. La llama vibra con la corriente de aire. La parafina le resbala por los dedos.
Alrededor de estas dos momias están sentadas varias otras docenas. Todos los asientos están ocupados.
Al lado de cada una de las momias grandes hay una pequeña, a veces dos.
Todas las momias grandes sostienen una vela con la mano. Huele a putrefacción y a parafina quemada.
El vagón de las velas encendidas.
Iván da un paso adelante y se detiene.
El vagón del amor de madre.
De acuerdo con las normas de protección civil, las mujeres con niños menores de doce años tenían que ser las primeras en refugiarse incluso antes de que se diera la alarma por ataque nuclear. Tenían derecho a quedarse en la estación, o dentro de un metro estacionado. Y se habían quedado allí. Todas. Iván siente que se le hace un nudo en la garganta. Luego se da cuenta de algo que se le había escapado. Sobre la piel de las momias aparecen en algunos puntos unos brotes de color entre azul y verde. Como patatas en su germinación. Iván tiende la mano…
—No toques —le ordena una voz.
Iván se vuelve hacia la voz. Tiene frente a sí a un viejo de gran estatura. Los ojos del viejo tienen un fulgor verdoso, como los del tigre.
—Un sistema ecológico distinto —explica el viejo. Mientras mira a Iván, sus ojos empiezan a deshacerse como las velas y le bajan como cera fundida por las mejillas—. ¿Lo entiendes? ¿Lo ent…? —El rostro del viejo pierde su forma y se hunde.
—¡Merkulov!
Alguien le sacudía el hombro. Iván abrió los ojos y el primer pensamiento que tuvo fue como un martillazo: ¡Mierda, se había dormido!
—¿Me había dormido? —Aún medio ciego, se sentó sobre el lecho. La cabeza le dolía como si le hubieran metido dentro un ladrillo pesado y húmedo. Le parecía haber dormido no más de un minuto—. ¿Qué sucede? La boda. ¿O qué?
Iván aún no podía ver con claridad. El hombre que le había despertado no era más que una silueta oscura y difuminada, y no comprendió lo que podía querer de él. El corazón le latía rápido y con fuerza.
—¡Merkulov, tienes que presentarte ante el comandante! —le dijo la silueta—. Con urgencia.
El alumbrado nocturno todavía iluminaba el andén. Al tiempo que seguía mecánicamente a su acompañante, Iván trató de averiguar qué hora era. ¿Había dormido durante mucho tiempo? ¿Quizá volvía a ser de noche? En la Vasileostrovskaya, como en la mayoría de las estaciones, la alternancia entre día y noche se mantenía de manera artificial. Iván parpadeó, en un intento por sacudirse el velo que le cubría los ojos. «Maldita sea.» Hacía mucho tiempo que no se sentía tan mal.
«¡Saca fuerzas, idiota, y despierta de una vez!»
En la pequeña sala donde vivían el comandante y su familia ardía una lámpara de carburo. En ese momento, la lámpara alumbraba las gruesas manos del comandante. Estaban inmóviles sobre la mesa de madera.
—No hay manera de que tengas el culo quieto —dijo Postyshev.
—Umm…
—Te había pedido explícitamente que no fueras tú solo. ¿Correcto?
Iván asintió.
—¿Y? —Postyshev le miró con sus ojos astutos, penetrantes como el aullido de una sirena, y aguardó respuesta. Tenía el cráneo rotundo, y el cabello amarillento y ralo.
—Y lo he hecho de todos modos.
—Y ¿por qué? Dime, ¿qué es lo que voy a contarle a Tanya el día que te suceda algo?
Iván sintió un temblor en las mejillas, pero luego se calló y se quedó mirando al frente.
—¿Quieres decirme qué falta te hacía? Por una vez, podrías darme una explicación.
—¿Es una orden?
—¡Ah, vete al diablo! —Postyshev hizo un gesto como para mandarle a paseo—. Si no quieres decirme nada, dejémoslo correr. Ya eres un hombre adulto, oficial, novio y qué sé yo qué más. ¿Te has enterado por lo menos de que se ha producido un incidente mientras estabas por ahí?
—Sí. Ya no tenemos luz.
—¿Que ya no tenemos luz? —Postyshev resopló con desprecio y se puso en pie—. Acompáñame. Te voy a enseñar qué es lo que ya no tenemos.