1-El Tigre

IVÁN vaciló un instante, pero luego se metió en el agua hasta la altura de la cadera. En un primer momento no sintió que sus piernas estuvieran dentro de una masa líquida, porque el aire cálido y viciado del túnel tenía una consistencia similar. Avanzó con pasos lentos, fusil de asalto en ristre. A veces, el estrecho cono de luz de su linterna iluminaba las paredes desnudas del túnel; a veces, los restos podridos de los cables. La superficie líquida en la que estaba inmerso parecía interminable y le resultaba amenazadora. Algo se ocultaba en el caldo verdoso y turbio. Una criatura viva. Iván sintió que la maraña de algas marinas se le enredaba en las caderas. (¿Eran realmente algas?) Se le habían empapado los pantalones y el frío del agua le penetraba poco a poco en la piel. Iván siguió avanzando en el agua. El Kalashnikov arrojaba sombras difusas a la luz de la linterna.

¡Clong! Iván se quedó inmóvil.

El sonido provenía de más adelante.

Apoyó el fusil en el hombro y apagó la linterna con la mano que le quedaba libre. La luz desapareció. Tinieblas impenetrables. Ruidos. Chapoteo, olisqueo, mordedura, masticación. Como si unos dientes afilados como cuchillos hicieran pedazos a alguien. Luego, de nuevo, silencio.

Iván habría querido volver a encender la linterna y disparar una ráfaga, pero logró contenerse y aguardó.

Precisamente entonces se acordó de las historias que se contaban sobre los cocodrilos de las alcantarillas. Y sobre las bestias salvajes que se habían escapado del zoo de la Gorkovskaya. En esos momentos, sólo le faltaba encontrarse con un tigre.

Al cabo de unos minutos, Iván encendió de nuevo la linterna. Fue como volver a casa. El ser humano es fácil de contentar. Podría vivir sin comida y sin agua, pero sin luz se echa en el suelo y aguarda la muerte, como si las tinieblas le arrebataran toda su voluntad de vivir. Iván volvió los ojos hacia uno y otro lado. El caldo verdoso que quedaba iluminado por el angosto círculo de luz de la linterna ondeaba con apatía. A unos doscientos metros de distancia vio la salida al andén de la Primorskaya.

«Ojalá que la escalera esté todavía allí», pensó Iván.

Los animales salvajes. Lo más curioso de todo era que la Gorkovskaya, donde se encontraba el zoo, había vuelto a abrir sus puertas poco antes de la Catástrofe. Cuando ésta tuvo lugar, los asustados visitantes huyeron al metro y nadie se preocupó por los animales. No se sabía lo que había sucedido allí arriba, pero circulaban los rumores más delirantes.

Iván negó con la cabeza. Como llevaba la linterna sujeta al casco, la luz deambuló por los tubos.

¿Dónde estaba esa cosa?

«Bueno, vamos a averiguarlo.»

Por lo general, las estaciones de metro de San Petersburgo se habían construido en lo que se había dado en llamar «elevaciones». Por ello, en los tramos de túnel más profundos, el agua llegaba hasta las caderas. En cambio, en las inmediaciones de la Primorskaya cubría tan sólo hasta el tobillo. Iván moderó el paso. La linterna LED parpadeó y su luz perdió fuerza.

Estupendo. Las baterías empezaban a fallar.

Iván llegó a un trecho en el que apenas había agua. Sacó el mechero y se puso a calentar la primera batería con la llama, hasta que estuvo tan caliente que ya no podía sostenerla ni siquiera con los guantes puestos. Entonces volvió a colocarla en la linterna y sacó la otra. Eso permitiría que las baterías aguantaran otros veinte minutos. Hasta que se enfriaran.

Siempre viene bien tener alguna noción de física.

Tarde o temprano tendría que sacar la lámpara de carburo… Hacía algún tiempo, Iván había descubierto un almacén de latas de carburo de los tiempos en que se construyó el metro. Debía de haber allí quinientos kilos en latas de metal. El carburo va muy bien, pero pesa más. Aunque su luz es la mejor, eso sí. Las lámparas de carburo no deslumbran y proyectan un círculo de luz cálido y regular. Ni siquiera la linterna LED por la que tanto cariño sentía podía compararse en calidad de luz con una lámpara de carburo ordinaria.

De repente, Iván dio un sonoro respingo. El contenedor metálico de la batería se había recalentado. Se guardó el mechero y colocó de nuevo la batería dentro de la linterna. Sólo entonces se permitió agitar la mano. Mierda. Se había quemado los dedos de verdad.

De todas maneras, la linterna LED volvía a dar luz como antes. Iván arrugó el rostro y se sopló la mano, cerró el puño y lo volvió a abrir. Le dolía… pero ¡qué más daba! Tenía que seguir adelante mientras le quedara luz.

Iván se puso el casco y se abrochó la correa. No le resultó fácil hacerlo con los dedos chamuscados. ¡Tenía que darse prisa! Sentía un martilleo en las sienes.

Le quedaban, como mucho, veinte minutos. Luego tendría que calentar las baterías de nuevo. Con suerte, las haría durar otros quince minutos.

Tenía que conseguirlo.

Iván cargó el Kalashnikov sobre el hombro y trató de andar a paso ligero por el agua que le llegaba hasta los tobillos. Se sabía bien el camino hasta la plancha metálica que marcaba el límite del andén. Luego tendría que andarse con más ojo.

La omnipresente humedad se había ensañado con las paredes de los túneles. El revestimiento se desprendía y había que ir con cuidado para que no le cayera a uno un trozo grande sobre la cabeza. Por suerte, las bombas de vaciado todavía funcionaban. Eso era lo que siempre le decía el tío Yevpat, e Iván le creía. Ése era el murmullo que se oía en algunos de los túneles. «¿Oyes?», solía decirle el tío Yevpat mientras levantaba con gesto grandilocuente sus dedos nudosos.

Por fin. El cartel.

Iván agachó la cabeza e iluminó las figuras en blanco y negro sobre la placa de metal herrumbroso. El agua goteaba desde el cartel. Plop. Plop. En otro tiempo había servido como orientación para los que caían a las vías. Les indicaba dónde se detendría el metro para que se quedaran más allá Si alguien se caía del andén a las vías, cabía la posibilidad de refugiarse al otro lado, porque el metro se detenía allí.

En aquel lugar debía de encontrarse también la escalerilla. Iván iluminó a su alrededor. «Ah, ahí está.»

La última vez que había estado allí había visto el objeto que buscaba.

Iván sostuvo el AKSU bajo el brazo y anduvo hasta el pie de la escalerilla. Antes de subir, se asomó con precaución y miró por encima del andén. Una mancha negra pasó corriendo por el círculo de luz que proyectaba la linterna. Por puro reflejo, Iván empuñó el fusil. Falsa alarma. Tan sólo era una rata. Ni siquiera más grande que la media. Inofensiva. En las estaciones abandonadas vivían todo tipo de animales. ¿De qué se alimentaban esas bestezuelas? ¿De algas? ¿De moho? ¿O tal vez del musgo que cubría el techo de la estación y que en algunos lugares había infestado también columnas y paredes?

Un musgo extraño, por cierto. En el extremo septentrional del andén colgaba en auténticas guirnaldas, sobre todo en el túnel derecho. En este último llegaban hasta el agua.

«No, yo no me meto por ahí ni que me maten.»

Después de asegurarse de que no ocurría nada extraño sobre el andén, Iván se colgó el fusil del hombro y se agarró a los escalones. La herrumbre húmeda se desprendía bajo sus guantes. Todo viene a menos. Todo es perecedero.

En otro tiempo, aquella estación había estado habitada. Iván se acordaba: no hacía tanto que las lámparas de sodio habían ardido bajo el techo abovedado y habían iluminado sus columnas cuadradas revestidas de mármol. Cierto, algunos de los mármoles estaban rotos y debía de haber ardido tan sólo una de cada dos lámparas. Pero había sido una estación bella.

Al subir por los escalones de su extremo septentrional, se encontraban tres escaleras mecánicas a mano izquierda. Las puertas herméticas estarían cerradas. Iván estaba convencido de ello.

Olía a mar. Pero no se trataba de la brisa agradable del golfo de Finlandia, como antes, cuando aún vivían allí seres humanos, sino que era el hedor de un mar negro e insano, en cuyas profundidades moraban gigantescos peces grisáceos y monstruosas criaturas semitransparentes. De un mar que daba luz en la oscuridad. Durante el día, mientras brilla el sol, nadie se atreve a subir a la ciudad. ¿Quién habría podido ser tan imbécil?

Y, sin embargo, sí hay personas que suben a la ciudad. Pero tal como pintan las cosas, no tardarán en quedar ligadas por el matrimonio.

Iván sonrió con sarcasmo.

Subió por la escalerilla y accedió a la rampa que en otro tiempo había empleado el personal de mantenimiento. Iván había visitado la Primorskaya en varias ocasiones, tanto en la época en la que estaba habitada como después de que la abandonaran. Si su memoria no le fallaba, tenía que caminar todavía un poco más por el estrecho andén y luego encontraría una puerta a mano derecha por la que se entraba al área de mantenimiento de la estación.

Alto. No podía precipitarse.

Primera norma: en el metro no hay nada duradero. Todo puede cambiar en muy poco tiempo.

Segunda norma: todos los cambios entrañan peligro.

Se quedó quieto sobre el andén y volvió la cabeza hacia uno y otro lado, para hacerse una visión de conjunto. El círculo de luz revelaba los restos de revestimiento que habían quedado en la pared. Allí donde se habían caído las planchas de mármol habían quedado negros vacíos de contorno cuadrado. Sobre el suelo había sacos de arena a medio pudrir. Charcos de agua por todas partes. Y allí… no, todavía no…

Una guirnalda del omnipresente musgo grisáceo pendía de la bóveda. Iván tenía incluso la impresión de que brillaba débilmente en la oscuridad con fulgor fosforescente. ¿Radiactividad? Difícilmente.

A juzgar por el contador Géiger, los niveles de radiactividad no eran elevados. Pero ¿qué sonido era ése?

Mejor prevenir que curar.

Iván dio un paso hacia atrás y sacó la mascarilla de gas que llevaba en la bolsa.

Una máscara antigás rusa GP-9, casi nueva. Le había costado dos cargadores llenos. No era poco. Y cada uno de sus filtros, veinte cartuchos adicionales. Comparadas con los precios habituales, esas cifras daban vértigo. Además, en vez de los dos visores redondos y el morro de goma de las PG-5 normales, la GP-9 tenía visores triangulares que le daban un campo de visión muy amplio y dos accesorios laterales que permitían girar el filtro tanto hacia la izquierda como hacia la derecha. Esto último era muy práctico.

Iván aflojó la correa del casco. La LED arrojaba una luz blanca y pura. Lástima que las baterías estuvieran a punto de terminarse. Aún podía contar con la lámpara que había llevado a modo de repuesto. Luego no tendría más remedio que volver sobre sus pasos. Maldición. Iván se arrodilló, desenrolló la esterilla, colocó el casco encima y lo orientó para que la linterna iluminara el andén de un extremo a otro. Luego se acomodó la máscara antigás en el mentón y tiró hacia arriba hasta cubrirse todo el rostro. Su respiración se volvió más pesada, y cada vez que tomaba aliento, se oía un murmullo como si se colara agua por la pared de un túnel. El aire tenía un olor peculiar: a sustancia estéril y, en cierta medida, química.

El filtro tenía un cartelito rojo: «Contra aerosoles y polvo radiactivo.» Una hora y media.

Ojalá no fuera una falsificación. En el metro había gentuza que no se detenía ante nada. En otro tiempo habían hecho circular droga adulterada. Hoy en día se falsificaban filtros de respiración y cartuchos de Kalashnikov. Qué puercos.

En cierta ocasión le habían ofrecido a Iván una escopeta de dos cañones con cincuenta cartuchos. Cartuchos de perdigones y cartuchos de balas. El precio era tan ventajoso que Iván sospechó de inmediato. Y en seguida se fijó en detalles de los cartuchos que no se correspondían con lo que tenía que ser. Así que no compró.

En realidad había sido una lástima. Una escopeta de dos cañones le habría venido bien. Contra las bestezuelas que a veces surgen de la oscuridad, lo más eficaz es una descarga de perdigones a poca distancia. El Kalashnikov es un arma soberbia, y también lo es el «Bastardo» de cañón corto. Pero los fusiles exigen cierta distancia de tiro. Si se dispara de cerca, la escopeta de perdigones es mucho mejor. No es necesario apuntar con mucha precisión y el efecto es devastador.

Iván respiró hondo varias veces. El filtro no era ninguna falsificación, todo estaba en orden. La correa de la máscara le molestaba en la nuca. Aún no se la había puesto bien. Daba igual.

Iván volvió a colocarse el casco con la linterna y escuchó.

En la lejanía se oía gotear el agua. En las inmediaciones, también. Hubo un débil crujido. Tal vez fuera la rata a la que había asustado antes. Todas y cada una de las gotas de agua que caían generaban un eco resonante.

Hasta el momento, ningún problema. Iván estaba acostumbrado a los rumores del túnel. Los oía en todo momento.

La tierra oprime, como siempre solía decir el tío Yevpat. En otro tiempo había servido en un submarino y sabía lo que era el sentimiento de opresión. El tío Yevpat sabía muchas cosas.

Por ejemplo, sabía por qué había estallado la guerra. Por mor de la justicia. Hay que decir que todos los que vivían en el metro sabían cuál había sido el motivo de la Catástrofe.

Sólo que cada uno tenía una versión distinta y, por supuesto, consideraba que la suya era la verdadera. Tan pronto como en algún lugar se encontraban los «veteranos», discutían hasta la saciedad: ¿Quién tuvo la culpa?

La respuesta era sencilla: la culpa la tuvisteis vosotros.

Había una pregunta mucho más importante: ¿Qué vamos a hacer ahora?

Se contaba la leyenda de un tigre que se escapó del zoo y se refugió en el metro. El vagabundo lo había conseguido. Los viejos aseveraban haber visto con sus propios ojos cómo corría por el andén, saltaba a las vías y desaparecía en el túnel. Algunos afirmaban que se había alejado en dirección a la Nevski prospekt, y otros hacia la Petrogradskaya.

Iván pensó, con tristeza, que probablemente no era más que una bella leyenda.

Un cuento.

Igual que los relatos de Vodyanik sobre España, donde había estado poco antes de la Catástrofe. Iván había escuchado en otro tiempo al profesor y había pensado: «Todo eso es un cuento. Tu España ha dejado de existir, Vodyanik, y los parques verdes de Barcelona, también.» Los palacios de Gaudí (por cierto, ¿quién había sido ése?) habían quedado pulverizados y los españoles habían muerto.

Pero, ¿acaso la situación era mejor en San Petersburgo?

Todo el que contemplaba las ruinas de lo que antaño habían sido las soberbias avenidas de San Petersburgo sentía un escalofrío en la espalda. Los fantasmas de los marineros merodeaban por Kronstadt. Tserskoye Selo, sus anchurosos parques y su palacio ya eran tan sólo recuerdos.

—En ese tiempo había unos caramelos que se llamaban Batonchiki —le había contado Vodyanik—. Cuando se fotografiaba a alguien, no se le decía «sonríe», sino «¿Cómo se llaman tus caramelos favoritos?» Y el otro respondía: «Kis-Kis.» Con eso se lograba siempre una sonrisa. Pero el hipopótamo… ¿cómo era el chiste? Ah, sí. El hipopótamo era enorme y respondía: «Mis caramelos favoritos se llaman Batoooonchiki.» ¿Has pillado el chiste? Ah, ¿no? ¿Me habré dejado algo? En cualquier caso, sus caramelos favoritos eran ésos. Eran deliciosos. Y el hipopótamo decía: «Batoooonchiki.» Te hace reír, ¿verdad que sí? ¿Ah, no? Qué raro.

Iván sonreía tristemente. Los Batoooonchiki. Pues vaya historia.

Contempló el andén. Era la dura realidad. Una estación muerta.

De pronto, Iván oyó un gruñido a sus espaldas. Se le cortó el aliento y se volvió poco a poco.

Se encontró cara a cara con un tigre.

Un tigre de verdad, como el de la ilustración del diccionario infantil. Gigantesco. Bello. Y blanco. Sus ojos verdosos devoraban la luz crepuscular de la linterna.

«Ahí está tu España», pensó Iván. En un primer momento no supo cómo le había sucedido. Tan sólo cuando la pared se le cayó encima, le golpeó el hombro, le derribó y se sumergió en el líquido turbio y sucio, lo comprendió: «Esto va mal.»

«El tigre», pensó.

Estaba tumbado sobre el costado izquierdo. El visor que había quedado abajo estaba cubierto de agua hasta la mitad. Milagrosamente, la linterna no se había apagado. Iván vio que unas piernas entraban en el círculo de luz… no, no eran unas piernas. Iván escuchó su propia respiración. Había tenido suerte. Le había faltado poco para dejarse llevar por el pánico, pero el agua le bloqueaba el filtro, no le llegaba el aire, y eso le hizo recobrar el dominio sobre sí mismo.

De pronto se dio cuenta de que la pared no se había caído.

Alguien le había atacado; maldita sea.

Bum, bum, oía dentro del pecho. Estaba indefenso en el charco de agua. No logró empuñar el arma. ¡Mierda!

El súbito flujo de adrenalina le aguzó los sentidos. Vio moverse a la luz de la linterna lo que había tomado por las piernas de un ser humano. Eran tentáculos. Tentáculos transparentes que se movían con gran flexibilidad, como si estuvieran hechos de cristal blando.

Iván se dejó guiar por sus instintos. Se puso en pie al instante y empuñó el fusil. Y antes de que pudiera pensar en nada, disparó una ráfaga con el Kalashnikov: ¡Ra—ta-ta-ta! Un ruido como si se hundieran clavos en un contenedor de hierro.

Una pequeña hilera de surtidores brotó sobre el agua, de un extremo a otro del tentáculo transparente. Éste retrocedió con violencia, como si se hubiera quemado. Iván apuntó a la izquierda con el fusil y apretó el gatillo una vez más. El «Bastardo» empezó a disparar con desesperante lentitud. «Uno, dos», contó Iván, y volvió a soltar el gatillo. Como a cámara lenta, vio brotar una primera fuente, luego una segunda, y vio hundirse el tercer proyectil en el tentáculo transparente. ¡Choc! El tentáculo se retorcía. Su forma recordaba a la de un tubo de máscara de gas, pero mucho más grande. Se agitó en el aire y, al cabo de un instante, desapareció.

«Tú no me engañas, animal de mierda.»

Iván apoyó el fusil en el hombro. La mira estaba frente a sus ojos. Inspiración. Espiración. Ya estaba preparado para disparar contra el blanco. La sangre le palpitaba en las venas, ardiente como el ácido. Se sentía los latidos del corazón en la sien derecha.

Pop. Pop.

Pop.

Entonces, el tentáculo volvió a aparecer por la esquina. Iván se preparó. El latido de su propio corazón lo ensordecía. Le quedaba, como mucho, medio cargador. Antes, al abrir fuego, no había contado los disparos. Idiota.

Seguramente la bestia no llevaba mucho tiempo allí. ¿Podía ser que hubiera entrado desde el mar? En cualquier caso, no tenía muchas posibilidades de herirla de muerte. Si disparaba de inmediato, tan sólo conseguiría gastar sus últimos cartuchos. Llevaba un cargador de repuesto fijado con cinta aislante encima del otro, pero iba a necesitar varios segundos para cambiarlo. Y quizá no dispondría de tanto tiempo.

¿Qué podía hacer?

Iván caminó poco a poco hacia la derecha. Se esforzó por tener el tentáculo siempre a la vista. ¿Era el mismo contra el que había disparado antes? ¿O era otro? De pronto, Iván sintió una extraña presión sobre la frente, como si la fuerza gravitatoria de la Tierra se hubiera multiplicado de golpe. Le pareció incluso que el techo de la estación descendía poco a poco. Iván sintió la necesidad de agachar la cabeza y de echarse sobre el húmedo suelo para que la fuerte presión no lo aplastara.

«Ah, eres tú, bestia.» Iván se encolerizó y la extraña sensación desapareció. Un psicoataque, ¡maldita sea! Se acordó de la historia de los blokadniks,[2] capaces de manipular psíquicamente a los atacantes y lograr que se quedaran inmóviles igual que el conejo frente a la serpiente. Se lo había contado un conocido de la estación Nevski prospekt. También era digger, igual que él, y por lo tanto era digno de confianza. A veces.

«Pero yo no soy ningún conejo —pensó Iván—. Ni tampoco un conejillo de Indias.»

Se alejó todo lo que pudo hacia la derecha y apoyó el hombro contra la pared de mármol. El tentáculo se agitó de pronto en el lugar donde había estado Iván.

«Vaya, qué animal más listo. Pero yo tampoco soy tonto. ¿Cómo puedo acabar contigo? ¿Dónde tienes tu maldita cabeza?»

Con todo el sigilo que le fue posible, Iván aflojó la correa del casco. Era un casco de los que habían empleado los trabajadores del metro, originalmente de color naranja, y luego pintado de gris. El tentáculo palpó el suelo, sin detenerse, y luego la pared. Como la mano de un ciego. Iván se estremeció. ¡Qué idea! El órgano prensil se acercó al círculo de luz de la linterna de Iván.

Iván se puso de rodillas, colocó el casco en el suelo y lo orientó para que el rayo de luz alumbrara el pedestal de la columna. Luego se levantó de nuevo y dio un paso a la derecha con el arma a punto. Y luego otro paso. El tentáculo tanteaba la columna y exploraba las planchas de mármol. Una de ellas se desprendió y se hizo pedazos contra el suelo.

El tentáculo se estremeció y luego reanudó su exploración. Iván aguardó. El hombro no le dolía especialmente. Lo más probable era que no le doliese de verdad hasta más tarde. Pero se había caído al suelo de manera muy violenta.

Entonces pareció que la bestia perdía la paciencia. Un nuevo tentáculo apareció por la esquina del túnel y se adelantó al otro. Iván retrocedió un poco más hacia el borde del andén. Un poco más y podría echar una mirada al túnel.

De todas maneras, no habría visto nada. Porque necesitaba la luz para los tentáculos. El casco estaba allí. Y las baterías iban a aguantar, quizá, otros cinco minutos. En el mejor de los casos, diez. Las LED no consumen tanta electricidad como las bombillas, pero también llega un momento en el que se apagan.

Tendría que esperar.

Las visitas a la Primorskaya habían empezado medio año antes. Hasta entonces había sido una estación habitada, ordinaria, aunque el túnel que empezaba en ella e iba en dirección a la costa la marcara como territorio fronterizo. Antes de la catástrofe habían tenido la intención de construir una nueva estación de metro en la costa, sobre un terraplén artificial. Habían terminado el túnel, pero ni siquiera habían empezado con la estación. Poco después de la Catástrofe, el túnel se llenó de agua de mar sucia. Entraba sin cesar. La radiactividad se incrementó, pero no alcanzó valores peligrosos. El problema era otro…

Primero entraron algas por el túnel.

Y luego, las bestias.

En tanto que apareciesen de una en una y buscaran a ciegas la luz, no había ningún problema. Bastaba con matarlas. Pero cada vez fueron más. Y, por si eso fuera poco, subió el nivel de las aguas. Eso fue lo peor de todo. Llegó un momento en el que hubo que evacuar la Primorskaya. Sus habitantes lucharon hasta el final para preservar su estación, pero todo fue en vano.

En cualquier caso, el mar de después de la Catástrofe era un enigma. El océano entero era un único y siniestro misterio. ¿Quién sabía lo que podía crecer en aquel caldo primordial aparecido en tiempos modernos?

Por ejemplo, aquella variedad transparente de pulpo.

Iván se acercaba cada vez más al borde del andén, sin perder de vista los tentáculos. Aun cuando tan sólo sobresalieran en parte, medían varios metros. Uno podía imaginarse el monstruoso pulpo que se escondía detrás.

«Me ha pillado bien con ese tigre», pensó Iván.

Pero ¿y si no había sido por culpa del pulpo, sino del maldito musgo? Iván se acordó de su olor penetrante, levemente dulzón. ¿Y si aquella cosa actuaba como una droga y provocaba alucinaciones? ¿Acaso había tomado por ojos de tigre lo que en realidad eran manchas fosforescentes en la punta de los tentáculos?

A saber.

«Quizá no habría tenido que venir solo», pensó Iván. Los diggers no pueden ir solos a llevar a cabo su misión. Por otra parte, no había venido en busca de suministros, sino de algo muy concreto. De una verdadera joya.

En realidad, lo más razonable habría sido marcharse de allí. Si Iván hubiera ido con un compañero, se habría batido en retirada mucho antes. Nadie tenía derecho a poner en peligro a los demás con riesgos inútiles.

Pero estaba solo y, por ello, no tenía otra opción más que ir hasta ese lugar y llevarse aquella cosa.

Al día siguiente habría sido ya demasiado tarde.

«Reflexiona, Iván, reflexiona.»

Los tentáculos habían seguido caminos diferentes. Uno había ido a parar a un saco de arena reventado. En un instante, lo agarró y lo levantó por encima de la vía. Iván no llegó a tiempo para ver cómo lo hacía.

La arena se derramó ruidosamente sobre el agua. El tentáculo se agitó durante un breve instante y retrocedió de inmediato. El saco sucio cayó sobre las aguas encharcadas en el andén.

El otro tentáculo se apartó de la columna y se acercó al casco de Iván.

El rayo de luz de la linterna estaba a punto de agotarse. Qué lástima. No le quedaría otro remedio que sacar la lámpara de carburo. Por qué no. En definitiva, si cargaba con varios kilos de carburo seco mientras iba de acá para allá, era por algo.

De pronto, Iván tuvo una idea. Claro. El carburo.

Iván se arrodilló, se colgó el arma del hombro y sacó la lámpara de la bolsa. En realidad era un aparato muy simple: un pequeño quemador, un espejo, una piedra con rueda de fricción para encender y un depósito de plástico con dos cámaras, la de arriba para el agua, la de abajo para el combustible. Todo muy sencillo.

El agua gotea sobre el carburo por un tubito. Así se produce el acetileno, que llega hasta el quemador por un tubo. Se enciende y se monta la lámpara en la pieza correspondiente del casco. Y ya está. El casco es imprescindible.

El acetileno puede explotar.

Iván metió una vez más la mano en la bolsa, buscó a tientas la bolsita de plástico con el carburo y la sacó. La lámpara era muy pesada, sobre todo si se manejaba con una sola mano. Para tener luz durante tres horas, se necesitaban entre trescientos y cuatrocientos gramos de carburo. Y había que llevar reservas para varios días. En total, transportaba siete kilos.

Por lo general, Iván habría empleado la lámpara de carburo como fuente principal de iluminación, pero en este caso había decidido ahorrar el valioso material y contentarse con la LED. Al fin y al cabo, las baterías se compraban, o se conseguían en la ciudad. En la Technoloshka se fabricaban, aunque no funcionaran muy bien.

La cuestión del carburo ya era mucho más difícil. Por desgracia, la reconstrucción de la industria química le venía demasiado grande a la Technoloshka.

Iván se afanó con los nudos de la bolsita de plástico. Como llevaba los guantes puestos, no le resultó nada fácil desatarlos, pero al final lo consiguió. Lo demás fue sencillo.

Primero, había que llenar la lámpara. Iván dejó caer carburo en el depósito de la lámpara y reguló la entrada de agua. Al instante se oyó un siseo débil pero enérgico. La reacción había empezado.

Activó el mechero. La llama se elevó. De pronto se inflamó el acetileno, con tal fuerza y fulgor que Iván se asustó. Mierda.

Iván se volvió rápidamente hacia los tentáculos de la bestia. La luz cálida y brillante logró que, por unos instantes, se paralizaran, pero luego volvieron a avanzar serpenteando igual que antes.

Con la lámpara en la mano izquierda y la bolsa de carburo en la derecha, Iván corrió hasta el borde del andén y se agachó. Los tentáculos medio transparentes sobresalían por la esquina a un metro sobre su cabeza.

Un traqueteo. Iván se volvió. Uno de los tentáculos había agarrado el casco con la LED y lo arrastraba sobre el granito.

«Ah, vas a estropearme la linterna, animal.»

Iván se echó sobre el borde del andén, tendió el brazo con la lámpara y miró al otro lado de la esquina.

En un primer momento pensó que se trataba de una nueva alucinación. Iván había visto algo parecido durante su última salida a la superficie en compañía de Kosolapy, cuando se acercaron más de lo normal al mar para echarle una ojeada.

Habían encontrado el cadáver de una criatura transparente en la orilla.

Habían recorrido tan sólo un breve trecho de playa. Normalmente, nadie se atrevía a entrar en el agua. Aparte de Kosolapy, por supuesto, pero ése estaba medio loco.

Y era un tipo con suerte. El digger había emergido ileso de las aguas negras que se estrellaban contra los diques de granito. A sus espaldas, unas aletas dorsales que no inspiraban mucha confianza surcaban las aguas de la dársena. Y más allá, en la presa, un formidable monstruo arrojaba chorros de agua brillante. O estaba devorando a otra criatura, o se apareaba con ella.

Iván aún recordaba la sonrisa blanca y radiante de Kosolapy, que brillaba como una media luna en la oscuridad. Vaya tío afortunado.

Pero en el camino de regreso se vio que había agotado su buena suerte.

Iván contempló el cuerpo alargado del pulpo. Debía de medir dos metros y medio, y tenía una forma aerodinámica, como un submarino. A través de la piel transparente se le veían las entrañas. Branquias verdosas, un nudo nervioso de color rosado pálido (¿el cerebro?), un ovillo amarillento de intestinos. La manera más limpia de contemplar las entrañas de una bestia. Iván sintió repugnancia. Una bolsa transparente repleta de entrañas. Del monstruo de plástico brotaban docenas de finos tentáculos que se movían sin cesar. Como si alguien hubiese preparado un plato de fideos con caldo y luego los hubiera derramado en el suelo.

El tío Yevpat le había contado que en lo más profundo del océano, donde no llega la luz, viven peces transparentes.

Pero, ¡qué diablos!, ¿qué se le había perdido en el metro a aquel monstruo de las profundidades marinas? Los hombres estamos aquí y el porqué está muy claro, pero ¿por qué esas bestias? ¿Es que esto es el Arca de Noé, o qué pasa?

Los ojos grandes y rosados, a ambos lados de la cabeza del pulpo, miraban sin inmutarse. Incluso, le pareció a Iván, con cierta ironía.

Pero la luz de la lámpara de carburo enfureció a la bestia. Empezó a agitarse y sus tentáculos se movieron hacia todas partes. Era evidente que buscaban importunarlo.

El tronco del monstruo sobresalía de las turbias aguas hasta la mitad. «Ahora te he pillado», pensó Iván. Levantó el brazo y arrojó la bolsa con el carburo en dirección a la criatura. Se abrió a medio camino y el carburo llovió sobre las aguas. ¡Shhh! El agua turbia del túnel empezó de inmediato a sisear y a burbujear como una olla repleta de caldo. Los vapores ascendieron y ocultaron a la bestia.

Iván retrocedió. Si había una cantidad suficiente de acetileno, bastaba con una chispa para que todo quedara envuelto en llamas.

O incluso para que se produjera una explosión.

Pero ¿el carburo sería suficiente? A la mierda… no tardaría en verlo.

De pronto, uno de los tentáculos emergió del vapor. Iván se arrojó a un lado para evitarlo. En el túnel proseguían los siseos y burbujeos.

¿Ahora? No, mejor que esperara todavía un instante.

Iván se puso en pie con la lámpara de carburo en la mano y corrió hacia el casco en un intento por recobrarlo. Saltó sobre otro de los tentáculos… éste se chamuscaba poco a poco. Agarró el casco y dio una larga zancada hasta la columna más cercana. Entonces tropezó. Maldita sea. En el último momento, levantó la rodilla y la apoyó contra la columna. De algún modo, logró mantenerse en pie sin dejar caer la lámpara. La rótula le dio gritos de alegría. Iván se volvió de nuevo hacia el túnel de donde brotaban densos vapores de acetileno.

De repente, algo le agarró por el hombro.

Mierda.

Sintió como si le hubieran clavado un palo ardiendo en los músculos. Iván trató de liberarse. Su fusil cayó ruidosamente al suelo. El tentáculo tiró de él y lo arrojó de espaldas contra la columna. Luego lo apretó cada vez con más fuerza contra el mármol.

Iván contempló su propia mano, que aún sostenía la lámpara, y luego el tentáculo.

—Mis caramelos favoritos —le dijo al tentáculo—. ¿Me oyes? Batoooonchiki.

Iván echó el torso hacia atrás, logró liberar un brazo y arrojó la lámpara de carburo con todas sus fuerzas contra las fauces del túnel. ¡Cómetela!

El tentáculo le agarró por el pecho y apretó.

Iván se quedó sin aire y el dolor le recorrió desde el pecho a la cabeza. La Primorskaya se difuminaba ante sus ojos, y de pronto oyó tan sólo sonidos amortiguados, como si hubiera estado debajo del agua.

Iván contempló, en el vibrante silencio, cómo la lámpara trazaba por el aire un arco bello y mesurado y se precipitaba lentamente sobre las vías. Cerró los ojos. Era el final.

Una deslumbrante explosión.

Iván sintió salpicaduras de agua hirviendo en el rostro.

Cuando abrió de nuevo los ojos, todo había pasado. Los vapores flotaban sobre el andén. Le zumbaban los oídos y le dolía el pecho, como si le hubieran golpeado con una almádena.

Iván miró hacia el suelo. El tentáculo desgarrado se hallaba a sus pies. Aquel animal de mierda no se quería morir.

Se sacó la máscara de gas y respiró con afán. El hedor en la Primorskaya le golpeó en la nariz cual puñetazo. El sabor a goma quemada se le pegó a la lengua. Iván sintió asco y escupió. Se palpó el cuerpo. Los brazos y las piernas estaban ilesos, y el resto… mmm, seguía en su lugar. Le ardía el rostro y se sentía pálpitos en las sienes.

Miró a su alrededor.

La linterna del casco aún funcionaba. Le quedaba un par de minutos para apagarse. Pasó por encima del tentáculo, se agachó y sacó el casco del charco. Junto a éste se encontraba el fusil. Se incorporó, respiró profundamente y se colocó el casco en la cabeza. Abrió el «Bastardo», sacó los cartuchos y vació el agua. Habría que limpiar el fusil y secar los cartuchos. Por suerte, el Kalashnikov era un arma tan robusta que incluso en condiciones como ésas podría disparar. Por si acaso, Iván cambió el cargador, lo puso a punto y cerró el arma.

La sopa de pulpo le había costado la lámpara de carburo. Y la LED estaba a punto de agotarse.

Tenía que darse prisa.

Al llegar a la salida del túnel, Iván comprobó que había hecho bien su trabajo. El techo estaba calcinado, las planchas de mármol cubiertas de hollín, el musgo quemado y el agua humeante. Del pulpo quedaba tan sólo una masa carbonizada. No era de extrañar, ya que las llamas habían alcanzado temperaturas superiores a los mil grados. Los quemadores de acetileno llegan a cortar el metal. Iván no se quedó quieto durante mucho rato para no perder tiempo. Se marchó por el borde del andén a paso ligero. En la puerta de la derecha había una puerta de acero con la inscripción W2-PIIA. Iván empuñó el fusil y abrió la puerta de un tirón. Los goznes oxidados chirriaron espantosamente.

No había moros en la costa.

Iván pisó el lindar. En otro tiempo había sido una sala de descanso para el personal de la estación, luego se había transformado en comandancia. Dentro había un escritorio totalmente alabeado por la humedad. Iván habría querido examinarlo con mayor cuidado, pero no le quedaba más tiempo. El fulgor de la lámpara perdía fuerza. En la pared había un cartel en el que se leía: «Zona de fumadores.» ¡Prosigamos! A lo largo de la pared había armarios grises, un estante…

Por fin: la caja de metal verde, pensada originalmente para equipamiento de protección civil. Estaba herrumbrosa, por supuesto. Iván hizo saltar el cerrojo con el cañón del fusil y miró dentro.

En cualquier caso, no se había equivocado.

Por fin. Iván metió las manos en la caja y sacó lo que había dentro. Entonces contempló durante largo rato su hallazgo y se olvidó por completo de la LED a punto de agotarse.

Qué hermosura.