Tucker tenía noticias que no le iban a gustar nada a Vlad. Sin embargo, tenía que dárselas. En su sangre vibraba la necesidad de hacerlo, y no podía luchar contra ella.
«¿Por qué vas a hacer eso? Para», le gritaba su mente.
No podía. La necesidad era demasiado fuerte. Corrió por el césped de la mansión de los vampiros y llegó al centro de la propiedad, donde había un gran anillo de cemento que formaba remolinos y creaba un intrincado dibujo. De él emanaba un extraño pulso eléctrico; los pájaros e insectos se mantenían bien alejados.
«Como me gustaría hacer a mí».
Se colocó en el centro del anillo, tal y como había hecho muchas veces, sin que lo vieran los pocos vampiros que estaban trabajando en el jardín. Sólo veían la luz del sol a su alrededor, porque él había proyectado aquella imagen.
Tal vez, sin embargo, lo olían, porque todos se irguieron y olisquearon el aire.
«Deprisa». Metió los pies dentro de dos ranuras de cemento, y los remolinos comenzaron a moverse. Él continuó proyectando la luz del sol brillante, cada vez más brillante, hasta que los vampiros dejaron de mirar.
El centro del anillo comenzó a descender lentamente hacia la oscuridad del interior de la tierra. Nadie iba a ver la abertura que él dejaba atrás. Durante un momento, mientras el sol iluminó el foso en el que había entrado, Tucker vio lo que había a su alrededor.
Había cadáveres por todo el suelo. De hecho, cuando terminó de bajar, la plataforma aplastó a uno de ellos e hizo crujir todos sus huesos. El olor fue metálico, como si la sangre hubiera salpicado. Había olor a podrido, también, como si los cuerpos ya se estuvieran descomponiendo.
Le entraron ganas de vomitar. ¿Era aquél el destino que le esperaba a él también?
Seguramente. Sin embargo, el hecho de ser consciente de ello no le impidió continuar su camino. Bajó al suelo y, sin su peso, la plataforma se elevó de nuevo hasta que cerró el círculo de arriba. La oscuridad lo envolvió. Era una oscuridad absoluta. Se recordó que, cuando tuviera que salir, sólo debía posar las palmas de las manos en unas muescas que había en la pared y el anillo se abriría de nuevo. Hasta entonces…
—¿Quiénes son estas personas? —susurró.
Vlad, que siempre estaba despierto, lo oyó.
—Eran esclavos insignificantes que ya habían vivido más de lo necesario. Tú te desharás de ellos. Su visión me ofende.
—Por supuesto.
—Y me traerás más.
—Sí.
¿Y cómo iba a hacerlo? «Ya encontrarás la manera. Tú quieres complacer a este hombre. Tienes que complacerlo».
—Bien, ¿por qué has venido? No te he llamado.
—Yo… tengo noticias —dijo.
Le contó a Vlad lo que había visto cuando había usado sus ilusiones para colarse dentro de la mansión. Los vampiros habían atacado a Aden, y unos monstruos horribles habían salido de aquellos vampiros para proteger al chico. Aden los había acariciado, los había mimado. Les había pedido que volvieran a sus huéspedes, y las bestias habían obedecido.
—¿Y cómo es que no murió antes de que los monstruos salieran? —preguntó Vlad. Como siempre, su tono de voz suave provocaba un miedo espantoso.
Tucker tragó saliva.
—Él les salpicó con un líquido en la cara a los vampiros.
—¿Un líquido? ¿De un anillo? —preguntó Vlad. Su tono ya no era de calma, sino de furia.
—Sí‐sí.
—¿Y cómo consiguió la lealtad de las bestias?
—No lo sé. Nadie lo sabe.
Antes de que Tucker hubiera terminado de responder, Vlad estaba gritando.
Debía de estar paseándose de un lado a otro, rompiendo piedras de la cripta y lanzándolas contra los muros, porque Tucker oyó los golpes y sintió el temblor de la tierra bajo sus pies.
Se tapó los oídos, pero era demasiado tarde. Los tímpanos le habían estallado a causa de los alaridos, y con el agudo dolor que le causaron las heridas, la sangre comenzó a brotar de sus orejas.
Por una vez, el deseo de huir fue más grande que el de complacer, y se tambaleó hacia la pared en busca de las muescas. Sin embargo, una mano fuerte lo agarró del hombro y lo detuvo en seco.
Aquél podía ser su último día en la Tierra, pensó Mary Ann. Después se reprendió a sí misma por mirar las cosas desde una perspectiva tan negativa. Una vez que se había alimentado de la bruja se sentía mejor y más fuerte que nunca. No iba a morir. Sin embargo, también se sentía culpable al recordar cómo había maldecido la bruja, gritándola, y cómo había desfallecido después. ¿Cómo había podido hacerle eso? ¿Y cómo podía volver a la cabaña? Porque iba a volver en cuanto Riley terminara de hacerle el tatuaje. Aden tenía pensado poseer el cuerpo de la chica e intentar viajar a su pasado. Tal vez… Quizá ella pudiera quedarse fuera de la cabaña durante el intento. Así no le quitaría nada más a la pobre chica.
Sí. Eso era lo que iba a hacer. Victoria pensaría que era una cobarde, que tenía miedo de enfrentarse a una criatura tan poderosa, incluso aunque le hubieran tatuado una marca de protección.
Las marcas. Ay. Mary Ann frunció el ceño. Ella, al contrario que Aden, no quería que le hicieran aquellos tatuajes en el pecho. No quería verlos todos los días, ni saber que eran algo permanente que se había convertido en parte de ella para siempre.
Así que se había quitado la camisa, ruborizándose como una tonta y aliviada de llevar un sujetador bonito, aunque Riley ya lo hubiera visto la noche anterior, y le había dado la espalda. Y, Dios santo, hacerse un tatuaje dolía. Era como sentir quemaduras que entraban en su corriente sanguínea.
—Terminado —dijo Riley finalmente. Tenía un tono de satisfacción.
Ella se puso en pie, tomó la camisa y se acercó al espejo que había en un rincón.
Se giró y vio dos tatuajes muy bonitos. Uno de ellos la protegería de la manipulación de la mente, igual que el que había elegido Aden, y otro la protegería de heridas mortales. Por lo menos, físicas.
El segundo no serviría de nada si, por ejemplo, su corazón dejara de latir de repente a causa del maleficio de muerte, pero Riley había insistido en hacérselo. Y no había desaparecido, así que era evidente que el maleficio no iba a causarle la muerte a Mary Ann por medio de un agente físico, como por ejemplo, una puñalada.
Pensando en que su padre iba a matarla por haberse tatuado, se puso la camiseta y se estremeció ligeramente de dolor cuando la tela le rozó la piel sensibilizada.
—¿Preparada? —le preguntó Victoria, tendiéndole la mano.
Ella asintió, y entrelazó los dedos con los de la muchacha. Un segundo después, Victoria la había teletransportado a la cabaña. La dejó fuera y desapareció, y volvió segundos más tarde con Aden; desapareció de nuevo y volvió con Riley. Cada vez se le daba mejor aquello del teletransporte.
—Bueno, manos a la obra —dijo Aden.
Todos, salvo Mary Ann, comenzaron a subir los escalones del porche.
—Yo me quedo aquí fuera —dijo ella.
Los demás se volvieron a mirarla.
—¿Va todo bien? —le preguntó Aden.
—Bueno, creo que es mejor que me quede aquí fuera —dijo ella.
—Mary Ann no se encuentra del todo bien —dijo Riley al mismo tiempo.
Se sonrieron el uno al otro, aunque ninguno de los dos estaba demasiado alegre.
La noche anterior, después de confirmar sin duda alguna que Mary Ann era una Embebedora, él se había quedado en silencio. La abrazó mientras ella absorbía el poder de la bruja y se fortalecía, y después, cuando Victoria los había devuelto a su habitación, había vuelto a acostarse a su lado. Sin decir una palabra. Ella tampoco había dicho nada.
Mary Ann no creía que ninguno de los dos hubiera podido dormir. Se habían quedado abrazados, sabiendo con certeza que el tiempo que tenían para estar juntos iba a terminar un día.
Con un suspiro, Mary Ann volvió a fijarse en Aden. Lo tomó de la mano y notó su piel cálida y encallecida.
—Buena suerte —dijo—. Y ten cuidado.
Él le apretó los dedos.
—Siempre.
—Te sentías bien hace un momento —le dijo Victoria con el ceño fruncido.
¿Tienes miedo? No deberías. Estás protegida.
—Sólo contra ciertas cosas.
—Ah —dijo Victoria—. Entiendo.
Sin embargo, no lo entendía. Por su expresión parecía que pensaba que Mary Ann era una cobarde. Aunque eso era mejor que el hecho de que supiera la verdad e intentara matarla.
Cuántas amenazas de muerte, pensó Mary Ann. Y también pensó en que el no pedir auxilio y salir corriendo era prueba de lo lejos que había llegado.
Victoria y Aden se dieron la vuelta y entraron en la cabaña.
Riley se quedó a su lado unos segundos, observando a la otra pareja hasta que desapareció.
—Voy a estar perfectamente —le aseguró Mary Ann.
—Ya lo sé. ¿Estás nerviosa por lo de mañana?
—Sí. Aunque no me parece algo real. ¿Sabes? Me siento bien. ¿Cómo puedo morir?
Riley asintió.
—Lamento que no… estuviéramos juntos anoche.
En aquel momento ella también se arrepentía. Se arrepentía de muchas cosas.
Debería haber pasado más tiempo con su padre, y haberle perdonado antes que le mintiera sobre su madre. Su padre no se recuperaría de la pérdida de Mary Ann. Se quedaría solo y no habría nadie que cuidara de él.
No podía dejarlo así. Se culparía a sí mismo y se atormentaría pensando en lo que debería haber hecho para salvarla.
—Estaba intentando hacer lo mejor para ti.
—Lo sé —dijo ella—. Estas últimas semanas han sido un caos, ¿verdad?
—Sí.
—Y lo siento, de veras que lo siento. No estaríamos en esta situación si no fuera por mí —añadió Mary Ann.
Si ella no hubiera conocido a Aden, tampoco habría conocido a Riley, y si no hubiera conocido a Riley, no habría pasado todos los momentos posibles con él, y por lo tanto no estaría tan unida a él, y no habría cambiado el curso de su vida.
—Eh, no digas eso. Lo único que no lamento es haberte conocido —respondió él con la voz ronca—. Eso nunca.
Sinceramente, ella tampoco. Riley era lo mejor que le había sucedido. No importaba cómo terminaran las cosas, nunca lamentaría haberlo conocido.
Oyeron a la bruja soltar una maldición dentro de la cabaña. Por lo menos, se había recuperado muy bien del robo de energía de Mary Ann.
Riley suspiró cansadamente.
—Será mejor que entre.
—De acuerdo. No me moveré de aquí.
Riley se inclinó hacia delante y le dio un beso. Después entró en la cabaña y la dejó sola. De repente, Mary Ann sintió un cansancio inmenso y se sentó en el último escalón con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las palmas de las manos.
Brillaba el sol y el aire estaba muy cálido, más que durante las semanas anteriores. Oyó un ruido de hojas y ramas, y se irguió. Entonces, apareció una cara familiar en su campo de visión: era un chico, un jugador de fútbol. Era Tucker, su exnovio. Él alzó una mano para saludarla.
Mary Ann se puso en pie sin darse cuenta, abriendo y cerrando la boca, con el corazón acelerado. Corrió hacia él, rogando que no se marchara. Cuanto más se acercaba, mejor lo veía. Estaba tan pálido, que se le veían las venas bajo la piel.
Cuando ellos dos salían juntos, él tenía un maravilloso color bronceado. En aquel momento, sin embargo, Mary Ann vio su rostro demacrado y se dio cuenta de que había adelgazado. Tenía el pelo rubio aplastado contra la cabeza, y la ropa arrugada y manchada. Rasgada, como si acabara de pelearse con alguien.
Mary Ann vio las heridas en cuanto estuvo ante él. Un par de pinchazos pequeños, redondos, uno junto al otro. De vampiros. Se le habían curado rápidamente, aunque hubiera pasado tan poco tiempo desde el Baile Vampiro, pero todavía tenía cicatrices en el cuello, en los brazos, incluso en la cara. No, un momento. Había un par de heriditas recientes en su cuello. Todavía sangraba ligeramente.
Poco antes, ella odiaba a aquel chico por haberla engañado. Después lo había visto atado a una mesa, al borde de la muerte. Su odio se había desvanecido y sólo había sentido miedo y pena. En aquel instante, su miedo, y la pena que sentía por él, se intensificaron.
—Tucker —dijo—. ¿Cómo nos has encontrado? ¿Y qué estás haciendo aquí?
Tenías que estar en el hospital.
—No. No, tengo que avisarte —dijo él.
La agarró por la muñeca y la metió al bosque hasta que los árboles los ocultaron de quienes ocupaban la cabaña. Se giró hacia ella con la boca abierta para hablar, pero se quedó inmóvil y cerró los labios. Entonces, sonrió.
—Paz. Se me había olvidado lo maravillosamente que iba a sentirme estando de nuevo contigo.
Ella lo agarró de los hombros y lo zarandeó suavemente.
—¿Qué pasa, Tucker? ¿De qué tienes que avisarme?
—Dame un minuto, por favor. No creía que volvería a estar a solas contigo alguna vez, y aquí estoy. Es mejor de lo que me había imaginado.
Irradiaba tal paz, que ella no pudo negárselo. Así que permaneció allí, en silencio, temblando. Pasaron varios minutos. Una eternidad.
Finalmente, él abrió los ojos y frunció el ceño.
—No debería estar aquí —dijo—. Él me va a castigar.
—¿Quién, Tucker? ¡Cuéntamelo!
Él se humedeció los labios resecos.
—Bueno, si he llegado tan lejos, puedo contártelo. Es Vlad —dijo con un susurro torturado.
—¿Vlad? Pero si… Vlad está muerto.
Él agitó la cabeza.
—Ya no. Está muy vivo. Me llamó mientras yo estaba en el hospital.
—¿Por teléfono?
—No. Me llamó telepáticamente. Me llamó, y yo fui hacia él sin poder evitarlo.
Está enterrado en una cripta que hay debajo de la mansión de los vampiros.
—Tucker, yo…
—No. Escúchame. Quería que yo vigilara a Aden y que le informara de todo lo que está haciendo. Y yo le obedezco. En este momento está furioso, Mary Ann. Muy furioso. Y toda su furia está concentrada en Aden por atreverse a ocupar su trono.
No sé lo que le hará Vlad a Aden, y no sé lo que me ordenará hacer a mí, pero debes saber que lo haré. No podré evitarlo.
—Esto es… esto es…
—Cierto.
Ella se quedó aterrorizada por las implicaciones de todo aquello que acababa de contarle Tucker.
—Tienes que contárselo a los demás. Tucker, ellos…
—No, no —respondió Tucker, negando con la cabeza—. No me voy a acercar a ellos.
—Tucker, no te van a hacer daño —dijo Mary Ann. Ella no se lo permitiría.
Tienes que contarles todo lo que te ha dicho Vlad, todo lo que te ha pedido que hagas y todo lo que tú le has contado.
—No. Tú no lo entiendes. Cuando estoy contigo me siento bien, normal. Feliz.
Puedo controlarme. Pero cuando estoy con los demás… No puedo. Sólo hago cosas malas.
—Yo estaré contigo. No me apartaré de ti, ¡te lo prometo!
—No importa. No sirve de nada cuando estás con ellos.
—Tucker, por favor.
—Lo siento, Mary Ann. Lo siento muchísimo. Ya te he advertido —dijo él.
Después se dio la vuelta y salió corriendo tan rápidamente como se lo permitían las piernas.