Por costumbre, Aden sacó las dagas de sus botas antes de que el primer vampiro lo alcanzara. Claro que, utilizar una daga en una pelea con un vampiro era como llevarse una pluma a un combate de boxeo. Inútil. Dio una cuchillada en el pecho de uno de sus atacantes, pero la hoja de la daga se dobló. Sí, inútil.

Ellos le apartaron las dos manos a palmadas. Las dagas salieron volando y cayeron al suelo. Aden sintió un mordisco en el hombro. Uno de los vampiros se había teletransportado tras él. Otro lo mordió en el cuello.

La adrenalina se le disparó en las venas y le dio fuerza. Consiguió arrancarse a los vampiros y arrojarlos lejos de sí. Sin embargo, cuando se zafaba de uno, otro aparecía. En pocos segundos todos estuvieron encima de él otra vez, tratando de abatirlo, y sus colmillos eran lo más afilado que Aden hubiera visto nunca. Además, al contrario que cuando lo había mordido Victoria, no sentía placer, sino un dolor candente, intenso.

Debería haber previsto aquello, debería haber estado preparado, pero tenía otras muchas preocupaciones y se había distraído. Había estado más veces en aquella mansión y nadie lo había atacado. ¡Y, demonios, él era el rey! No deberían tratarlo así.

Los vampiros seguían comportándose como tiburones que hubieran olido la sangre, y lo mordían, intentando arrancarle trozos de carne. Al final consiguieron ponerlo de rodillas. Cuando golpeó el suelo frío y duro, perdió todo el aire de los pulmones, y se mareó.

«¡Lucha!», le gruñó Elijah.

—¡Eso hago! —respondió Aden, mientras daba una patada y mandaba a alguien lejos—. Pero… ¿qué más puedo hacer?

«Tienes el anillo. ¡Úsalo!».

El anillo. Claro. Aden sacó la mano, de un tirón, de entre los dientes de uno de los consejeros, y con la yema del pulgar deslizó la tapa de ópalo del engaste.

Extendió el brazo y lo agitó, y el líquido salpicó en todas direcciones.

Se oyó un chisporroteo de carne. Los vampiros comenzaron a aullar de dolor y lo soltaron para agarrarse las caras abrasadas. Aden consiguió ponerse en pie, jadeando y sudando, con la intención de salir corriendo hacia la puerta tan rápidamente como fuera posible.

Pero en aquel momento vio sus bestias. Estaban saliendo de ellos y alzándose por encima de sus hombros. No eran más que contornos, pero lo suficientemente visibles como para distinguir sus alas extendidas, sus ojos encendidos y rojos, y sus hocicos, de los que fluía algo… ¿Veneno? ¿Ácido? Aden se quedó paralizado.

Las bestias lo vieron, e igual que había hecho la de Victoria, se estiraron hacia él como si estuvieran desesperadas por tocarlo. Él debería haberse asustado mucho.

Bueno, más. Sin embargo, aquellos ojos feroces… lo calmaron, tal vez porque no proyectaban amenazas. Las bestias parecían cachorritos. Sí, eran como cachorritos de demonio que querían que él los tomara en brazos, que se los llevara a casa y les rascara detrás de las orejas. Extraño. Muy raro.

«¡Sal corriendo de aquí!», gritó Julian.

«En serio, tío», dijo Caleb, «éste no es el mejor momento para quedarte ahí plantado».

«¡Corre!», le urgió Elijah.

Demasiado tarde. La vacilación le costó muy cara. Aunque los vampiros estaban sangrando y tenían heridas abiertas en la carne, estaban olvidando el dolor e irguiéndose. Caminaban hacia él y entrechocaban los dientes. Seguramente, tenían la boca hecha agua porque estaban pensando en su sangre. Aden alzó el anillo con un gesto amenazante, pero ya no quedaba líquido en él. Lo había gastado todo.

Y peor todavía, al mover el brazo, que tenía lleno de mordiscos, expandió el olor de su sangre hacia ellos. Los consejeros cerraron los ojos, saboreándolo con deleite, hasta que saborear no fue suficiente para ellos. Querían más.

De nuevo, alguien se lanzó contra él. Los demás lo siguieron rápidamente, y volvieron a morderlo. Más heridas, más quemaduras.

Aden luchó con todas sus fuerzas. Pataleó. Golpeó. Incluso mordió. Sin embargo, no había nada que pudiera dañar la piel de un vampiro. Y no había fuerza suficiente para empujarlos.

«Juega sucio. Tienes que luchar de una manera sucia», le dijo Caleb.

Y tenía razón. Aden metió los dedos en la herida abierta de uno de los vampiros y tiró. Hubo un alarido de dolor, y el vampiro se alejó rápidamente. Sin embargo, por encima de aquel alarido, a Aden le pareció oír… ¿Rugidos?

Sí, rugidos. Muchos rugidos que reverberaban por la habitación. Y alguien estaba quitándole a los vampiros de encima a Aden. Había gruñidos, rugidos, sonidos de dentelladas y gritos, todo mezclándose como si fuera la banda sonora de una película de terror.

¿Qué demonios estaba ocurriendo?

Aden se sentó e intentó escabullirse. Cuando vio lo que le rodeaba, se quedó petrificado. Las bestias se habían materializado. Victoria le había dicho que necesitaban algo de tiempo para hacerlo, pero en aquella ocasión lo habían hecho rápidamente. Olían a azufre, a huevos podridos, y las puntas de sus alas eran como puñales.

Aunque no podían cortar la piel de los vampiros, los atrapaban con sus enormes fauces y los sacudían violentamente. Seguramente les estaban rompiendo los huesos y el cráneo. Los vampiros gritaban de dolor.

Las enormes puertas de la estancia se abrieron, y aparecieron más vampiros.

Cuando vieron la escena, se quedaron helados, con la boca abierta de espanto.

—¡Las bestias!

—¿Qué hacemos?

—¡Esto nunca había ocurrido!

—¡Alto, por favor! —gritó Aden.

Entonces, todos los monstruos se detuvieron y lo miraron. Los cuerpos de los vampiros cayeron al suelo con un ruido sordo. Los vampiros no se levantaron; se quedaron en el suelo, llorando, hechos un ovillo. Una de las bestias rugió, y los vampiros que acababan de llegar retrocedieron y se pegaron contra la pared. Aden permaneció en su sitio.

Todos los monstruos se acercaron a él.

En aquel momento, Victoria entró en la sala gritando su nombre. Él no se dio la vuelta, pero extendió los brazos para detenerla y evitar que se le ocurriera adelantarse a él e intentar luchar contra los monstruos para protegerlo. Por supuesto, ella lo ignoró, y su cuerpo chocó contra el de Aden.

Todas las bestias rugieron al unísono.

Victoria lo agarró y tiró de él para teletransportarlo.

—Te van a matar. Tenemos que irnos.

—No —dijo él—. No. Apártate de mí, Victoria.

—¡No!

Se oyeron más rugidos.

—Por favor, Aden —le rogó Victoria.

—¡Apártate de mí! ¡Ahora! —le ordenó él—. No me van a hacer daño. Me están protegiendo —dijo. Al menos, eso era lo que esperaba. Sin embargo, fuera como fuera, él no quería que ella se interpusiera entre el peligro y él.

Pasó un momento en silencio, y después, sus manos se apartaron y Aden notó que perdía su calor. Sin decir una palabra más, Aden se obligó a mover las piernas.

La bestia que estaba más cerca de él rugió de nuevo y aleteó. Las otras se colocaron a su lado, y todas formaron una muralla de furia y amenaza.

«¿Qué estás haciendo?», preguntó Julian.

«Corre», le rogó Caleb.

«No… no veo nada», dijo Elijah. «Ya no sé lo que deberías hacer. Y no me gusta.

No me gusta nada esto».

Sin embargo, Aden continuó hacia delante.

—Tenía razón —dijo suavemente—. Me estabais protegiendo, ¿verdad?

No hubo respuesta.

¿Lo entendían?

—¿Y por qué habéis hecho eso?

El primer monstruo plegó las alas y se agachó, y puso su cara a pocos centímetros de la de Aden. Por las enormes ventanas de su hocico salían resoplidos húmedos. Y con la boca, llena de dientes agudos de los que goteaba saliva, le acarició el brazo.

Por un instante, el miedo lo dejó paralizado. Entonces, vio que no tenía ninguna herida nueva, y se dio cuenta de la verdad.

—Quieres que te acaricie, ¿verdad?

De nuevo, no obtuvo respuesta, pero alargó el brazo. Aunque le temblaba la mano, posó la palma detrás de la oreja del monstruo y lo acarició. En vez de un mordisco, en vez de dolor, en vez de la pérdida de un miembro, Aden obtuvo el ronroneo de aprobación de la bestia.

Los demás monstruos se acercaron a él torpemente, arañando con las garras el suelo, y se colocaron a los pies de Aden, esperando sus caricias.

—No lo entiendo —susurró él.

«Yo tampoco», respondió Julian.

«Pero no importa, tíos. Somos los mejores», dijo Caleb, orgulloso como un pavo real.

«No me esperaba esto», añadió Elijah, asombrado.

¿Por qué les gustaba a aquellas criaturas? ¿Por qué lo habían protegido de la gente en la que habitaban? No tenía sentido.

Lo único que se le ocurrió fue que debía de gustarles la atracción que él irradiaba, la extraña vibración que emitía, y que había atraído a las hadas, a los vampiros, a los duendes y a las brujas a Crossroads. Sin embargo, aquellas otras criaturas odiaban aquella atracción. Por eso mismo, las brujas habían organizado una reunión, para decidir lo que iban a hacer con él. Por ese motivo, también, Thomas y Brendal habían ido al rancho, para salvarse a sí mismos, y también a los que ellos llamaban «sus humanos», de la supuesta maldad de Aden.

—¿Aden? —dijo Victoria en voz muy baja, muy suave, mientras se acercaba lentamente a él.

Varios de los monstruos sisearon y le rugieron.

—No —les dijo Aden, y dejó de acariciarlos—. Es una amiga.

No sabía qué esperar de su reproche, pero lo que recibió fueron unos maullidos lastimeros. Incluso le empujaron un poco el brazo con la cabeza, para que siguiera acariciándolos.

Y él lo hizo.

—Victoria, acércate lentamente —le pidió. No podía permitir que aquellas bestias la amenazaran o le hicieran daño alguna vez.

Oyó sus pasos. De nuevo, las criaturas sisearon y gruñeron. Sus cuerpos se pusieron rígidos, y sus escamas se empinaron, casi como si fueran armaduras preparadas para el ataque.

—Alto —les dijo Aden, tanto a Victoria como a los monstruos.

Los pasos cesaron. Las bestias se calmaron.

—Otro paso.

Ella obedeció, pero provocó más siseos.

—Alto.

De nuevo, ella obedeció, y de nuevo, las criaturas se calmaron. Aden suspiró.

Tendrían que intentarlo en otro momento. Aquellos monstruos no estaban en disposición de aceptar a nadie más, y él no podría dominarlos si la atacaban.

—¿Cómo puedo meterlos dentro de sus vampiros otra vez? —preguntó sin dejar de acariciarlos.

—Ahora ya se han materializado —dijo ella con la voz trémula—. No tienen por qué volver.

¿Nunca?

—¿Pero pueden hacerlo?

—Sí, pero yo sólo he presenciado una vez un regreso. Normalmente, sus huéspedes vampiros están muertos cuando las bestias llegan a este punto.

—¿Y los consejeros están…?

—No. Están vivos —respondió ella—. Están sufriendo mucho dolor, pero se curarán.

Aden miró a los ojos al monstruo que tenía delante.

—Necesito que vuelvas al lugar del que has salido —le dijo.

Se ganó un resoplido desdeñoso.

Lo entendían, pensó, y se animó.

—Necesito que volváis —dijo con más firmeza.

En aquella ocasión, la bestia negó con la cabeza.

—Por favor. Os agradezco mucho que me hayáis ayudado, pero estos hombres también me están ayudando. Yo no puedo venir a esta casa sin ellos. Así que si no volvéis a ellos, tendré que marcharme y no podré entrar más aquí. Sin embargo, si volvéis, puedo hablar con ellos sobre sus marcas de cerradura, para que os dejen salir y venir a visitarme.

Estaba haciendo una apuesta muy arriesgada. ¿Les importaba de verdad a aquellas criaturas? No lo sabía con seguridad. ¿Querían pasar más tiempo con él?

Tampoco lo sabía, pero era la única moneda de cambio que tenía.

Lo miraron durante un largo instante, con los ojos entrecerrados, resoplando de nuevo con ira, pero al final no lo atacaron. Uno a uno fueron levantándose y poco a poco, su color se desvaneció y el olor a azufre desapareció. De nuevo se convirtieron en contornos, como si fueran fantasmas.

«Increíble», pensó. Aquellas formas flotaron hacia los vampiros y desaparecieron en su interior, como si los hubiera succionado una aspiradora. Aden lo vio todo con los ojos muy abiertos. «Increíble».

Tras él se armó un jaleo, y Aden se dio la vuelta. Victoria se acercó rápidamente hacia él y se arrojó a sus brazos. Él la estrechó con fuerza. Los demás vampiros que habían entrado en la sala estaban blancos como la nieve, murmurando, y mirándolo con una mezcla de reverencia, espanto e incredulidad.

—¿Cómo lo habéis hecho? —le preguntó alguien, por fin.

«Yo también me lo pregunto», dijo Elijah.

—Nunca había visto nada semejante —dijo otro vampiro.

—Las bestias están domesticadas. ¡Domesticadas de verdad!

«El Domador de Bestias. Ése debería ser tu alias», dijo Caleb, y soltó un grito de alegría.

Un vampiro muy alto, pelirrojo, se acercó a Aden con la cabeza inclinada.

Incluso se puso de rodillas.

—No sé si os han hablado de mi desafío, Majestad, pero lo retiro humildemente.

Un segundo vampiro imitó las palabras y los gestos del primero, seguido de un tercero y un cuarto.

—Bien. Eso está bien —dijo Aden, porque no sabía qué otra cosa podía decir.

Victoria y yo vamos a marcharnos un rato, ¿de acuerdo?

—Sí, sí.

—Por supuesto.

—Majestad, que tengáis un buen rato.

—Haced lo que os plazca. Ésta es vuestra casa.

Aunque estaba temblando, Aden entrelazó sus dedos con los de Victoria y dejó que ella lo guiara hacia su habitación. Riley y Mary Ann los estaban esperando arriba. Estaban sentados en la cama de Victoria, en silencio, sin mirarse el uno al otro.

Cuando Aden cerró la puerta y los cuatro estuvieron solos, Victoria se giró hacia él con los ojos abiertos como platos.

—Ha sido increíble. ¿Cómo lo has hecho?

—¿El qué? —preguntó Riley.

Victoria se lo dijo, y el lobo palideció. Se puso en pie y agitó la cabeza.

—Debería haber estado allí. Siento no haber estado, siento que te atacaran. Yo…

—No pasa nada —le dijo Aden, intentando no tambalearse—. He podido controlar la situación.

Más o menos.

—¿Estás bien? —le preguntó Mary Ann—. Es como si hubieras estado en un cuadrilátero de boxeo. Jugando con cuchillos.

Victoria lo miró con atención, por primera vez, de los pies a la cabeza. Frunció el ceño.

—Es verdad. Tienes la ropa rota, y toda la piel llena de marcas de mordiscos, y hueles… divinamente —dijo con la voz ronca de deseo—. ¿Quieres que te dé un poco de mi sangre para que te cures?

—No, gracias.

No quería ver el mundo a través de sus ojos. No le importaba; en realidad, le gustaba, pero durante los dos días siguientes necesitaba tener el dominio sobre sí mismo.

—¿Has conseguido el equipo de tatuaje? —le preguntó.

Ella asintió. Se acercó al tocador; allí había tubos, frascos y agujas.

—Si no te importa —dijo remilgadamente—, Riley te hará los tatuajes. Eso también te va a doler, y yo no quiero hacerte daño.

Se sonrieron el uno al otro, mientras Aden se sentaba en la silla del tocador.

—No me importa —dijo él.

Riley se sentó frente a él y se ocupó de organizar las cosas.

—¿Cuántas marcas de protección quieres?

—¿Cuántas necesito?

—Todas las que puedas acoger. Si yo estuviera en tu situación, me cubriría de ellas. Pero éstas son permanentes, ¿sabes? En los vampiros desaparecen a medida que su piel se cura de las marcas que les hacemos con je la nune. En los humanos no.

Y no, no voy a usar je la nune contigo. A los vampiros no hay otra manera de marcarles la piel, pero para ti no es necesario.

—¿La tinta es mágica, o algo así?

—No. Los dibujos son encantamientos en sí mismos. Bueno, protecciones contra encantamientos. Tú verás líneas retorcidas, pero en realidad son series de palabras.

Magnífico.

—De todos modos, debes elegir con cuidado, porque te quedarás con ellas para siempre.

Él sopesó las opciones.

—No tenemos mucho tiempo, así que te daré dos horas. ¿Te parece bien?

Tatúame todas las que puedas en ese tiempo.

—Seis. En dos horas puedo hacerte seis.

—Parecen muchas para tan poco tiempo.

—Llevo haciendo esto más de un siglo. Se me da muy bien. ¿De qué quieres protegerte? ¿Del control de la mente? ¿De la fealdad? ¿Del dolor? ¿De la muerte?

Ellas pueden lanzarte un maleficio sobre cualquier cosa. Impotencia. Amor. Odio.

Rabia. Ah, y tendré que hacerte una marca para proteger las demás marcas, porque también pueden alterarlas, a menos que… Bueno, no importa, pero supongo que eso significa que tenemos tiempo para otras cinco.

—Espera. Explícame eso que no tiene importancia —dijo Aden.

Riley suspiró.

—Las marcas se pueden cerrar con más tinta, y eso niega su poder.

Aden arqueó una ceja. ¿Por qué iba a querer alguien anular una marca?

—¿Existe alguna marca que pueda mantenerme con vida para siempre?

—Sí y no. Es una muy rara, y no tenemos tiempo para hablar de eso. Lo que puedo hacer es tatuarte una marca que te proteja de un maleficio de muerte.

—¿Y puedes proteger a Mary Ann y a Victoria con esa marca?

Victoria ya se lo había explicado, pero no le importaría tener una segunda opinión.

—No. Podría tatuarles una marca, pero en cuanto terminara, esa marca se quemaría y quedaría inútil, porque ya están hechizadas.

Una pena.

—De acuerdo. Entonces, te daré una hora para que me hagas tres marcas a mí, y después, quiero que tatúes a Mary Ann contra algunas cosas.

—¿Tatuajes? No, no —dijo ella, negando con la cabeza nerviosamente—. Mi padre me mataría.

Nadie señaló lo evidente: una persona tenía que estar viva para que alguien pudiera matarla.

Riley asintió, aunque sólo hacia Aden. Ella necesitaba marcas de protección, y se las harían. Punto. Sería una preocupación menos para ellos. Ella iba a darse cuenta, y cedería. Aden estaba seguro.

Riley sujetó la máquina de tatuar.

—Entonces, aparte de la marca para proteger las demás marcas, ¿qué quieres proteger?

—Quiero una marca contra los maleficios de muerte, como has dicho. Y protege también mi mente.

—Bien. Empezaremos con ésa. Hasta el momento, las brujas han querido que estuvieras vivo. Si te capturaran, seguramente intentarían sacarte de la cabeza toda la información que pudieran. Así no podrán hacerlo. Vamos, quítate la camisa.

Después de echarle una rápida mirada a Victoria, que lo estaba observando, Aden obedeció. Riley posó la herramienta en su pecho y comenzó a trabajar.

Aden notaba un escozor constante, pero nada que no pudiera soportar. De hecho, incluso podía echarse una siesta. Y lo hizo. Cerró los ojos y dejó vagar la mente, hasta que oyó a Riley soltar una maldición entre dientes.

Abrió los ojos al notar, de repente, una quemazón en el pecho, y el olor a carne que chisporroteaba. Miró hacia abajo; había un tatuaje en su pecho, pero sobre su superficie se producían descargas eléctricas luminosas que estaban borrando el color y provocando vapor.

—Ya te han maldecido —dijo Riley con gravedad—. ¿Por qué demonios no me lo habías dicho? ¿Cómo?

—No, no me han maldecido. De verdad, me acordaría de algo así.

—Bueno, pues la única cosa que podría causarte esta reacción, aparte de eso, es que tengas una marca que me impida hacerte marcas protectoras.

—Creo que también me acordaría de eso —dijo Aden. Sin embargo, tenía una idea molesta en el fondo de la mente, un mar de oscuridad—. Puede que tenga lagunas de memoria. Estaba pensando que ayer encontré electricidad estática en la mente del doctor Hennessy, aunque no recuerdo haber intentado entrar en su cabeza.

—Lagunas, ¿eh? —Riley frunció el ceño y dejó el equipo de tatuaje a un lado.

—Quítate la ropa. Toda.

Aden se atragantó.

—¿Cómo?

—Ya me has oído. Desnúdate. Voy a buscar marcas en tu cuerpo.

«No vamos a hacer un show de striptease», tartamudeó Julian.

«No pasa nada por enseñar un poco de piel», dijo Caleb.

—Creo que me habría dado cuenta si…

Riley lo interrumpió negando severamente con la cabeza.

—No siempre.

Aden insistió.

—Las chicas…

—Se darán la vuelta. Deja de protestar. No tienes nada que yo no haya visto antes.

Aden miró a las chicas, y ellas ya se habían dado la vuelta. Así que, con un suspiro y algo de rubor, se desnudó. Riley lo examinó y soltó un gruñido.

—Demonios —dijo, mientras Aden se vestía rápidamente—. No tienes ninguna marca.

—¿Le has mirado en todas partes? —preguntó Victoria.

Aden enrojeció por completo.

—Sí, aunque todavía tengo que buscar en algunos sitios —dijo Riley.

Miró detrás de las orejas de Aden y en la línea donde empezaba el pelo de la cabeza, y bajo sus brazos. Nada.

Después lo empujó por los hombros, y Aden se sentó en la silla. Riley le levantó un pie y después el otro. Entonces, el lobo comenzó a cabecear como si hubiera descubierto los secretos del universo.

—¿Cómo es posible? —preguntó Aden—. Me habría dado cuenta después, aunque no me hubiese dado cuenta mientras me tatuaban —dijo—. Me habría dolido al caminar.

—No. Te han hecho dos marcas, y una de ellas es para prevenir el dolor de pies.

Después de que te despertaras no sentiste nada.

Dios santo, ¿acaso había una marca para todo?

—Has mencionado el dolor de pies. ¿Para qué es la otra marca?

—Para impedir que se te pueda hacer una marca contra la manipulación mental. Eso significa que quien te hizo la marca quería que tu mente fuera maleable.

Y si tienes lagunas de memoria relacionadas con tu médico, seguramente fue él quien te hizo las marcas.

Aden se sintió asombrado, conmocionado, enfurecido. ¿Por qué le había hecho marcas el doctor Hennessy?

—¿Y por qué lo ha hecho? ¿Qué quería de mí?

—Mañana le haremos una visita y lo averiguaremos.

Si todavía estaban vivos. Riley no lo mencionó, pero todos lo pensaron.

—Ahora voy a negar la marca de la manipulación mental entintando las palabras. Luego te pondré otra marca en contra de la manipulación. Después te pondré una marca para proteger tus marcas. Así, él no podrá negar las nuestras, como estamos haciendo nosotros con las suyas. Sin embargo, tengo que hacerte una advertencia. Mucha gente no quiere las marcas protectoras de otras marcas porque las marcas que te hagas ahora, como las que te hagas después, se hacen permanentes.

Y si se te añade otra marca sin tu consentimiento… De todas maneras, en tus circunstancias merece la pena correr el riesgo.

—Gracias —dijo Aden. Todavía estaba furioso—. ¿Quedará tiempo para hacer la marca que previene la muerte?

—Haremos tiempo. De todos modos, te voy a dejar la marca contra el dolor de pies. Vas a necesitarla —respondió Riley.

Después volvió al trabajo.