En mitad del bosque, rodeada de árboles mientras el sol se ponía, azotada por un viento frío, Mary Ann se encontraba en el centro de un triángulo de testosterona.
Riley y sus hermanos ocupaban cada uno de los vértices de aquel triángulo. Habían llegado puntuales, al límite de sus dos horas, y la habían acompañado hasta allí.
Lejos de la civilización.
Se había pasado cada minuto de aquellas dos horas investigando sobre Embebedores y poderes mágicos, y sobre todo tipo de fenómenos paranormales. Y había perdido el tiempo, porque no había aprendido nada.
Esperaba que aquello cambiara una vez que estaba con los lobos. Aunque ellos no le estaban dando información, ni siquiera la estaban ayudando. Una vez más, se limitaban a caminar junto a ella en silencio.
Los observó atentamente en busca de alguna debilidad. Sólo había una palabra para describirlos a los tres: impresionantes. Nathan era blanco como la nieve, desde el pelo a la piel, y tenía los ojos de un azul tan claro, que casi parecía sobrenatural.
Pero, como Riley, era alto, delgado y musculoso, y tenía una expresión poco amigable. Maxwell era más oscuro… una versión dorada de su hermano.
Eran guerreros, y parecía que desayunaban dardos de hielo y a cualquiera que se interpusiera en su camino.
—Entonces, ¿no vamos a cazar brujas? —les preguntó.
Llegados a aquel punto, cualquier otra actividad le parecía superflua. Pensaba que Riley lo entendía, y por eso se había quedado tan sorprendida al ver a sus hermanos. ¿Les había dicho ya lo que era ella, o más bien, lo que podía ser? Él todavía no había aceptado la verdad.
—¿A cazar? —inquirió Nathan. Su voz era baja y áspera.
—Vamos a enseñarte defensa propia —dijo Riley—. La caza puede esperar.
—Y yo tengo que decir de nuevo que esto me parece una tontería —añadió Nathan.
—Es humana —afirmó Maxwell, que tenía una voz mucho más dura y decidida—. Y es muy frágil. Nosotros… no.
—Hacedlo —gruñó Riley.
Mary Ann se habría encogido al oír su tono de voz, pero no estaba dirigido a ella, así que se animó. Además, Riley estaba más sexy que nunca. Se había vestido de negro de los pies a la cabeza. Tenía cortes en los antebrazos, como si poco antes hubiera luchado contra algo que tenía garras.
Al pensarlo, a Mary Ann le flaquearon las rodillas. Sólo quería abrazarlo para siempre y deleitarse con su fuerza. «Pero habéis roto, ¿recuerdas?».
«No llores».
Nathan cabeceó.
—Es tuya, Ry, y sabemos cómo eres. Si le hacemos un moretón…
—Me comportaré como es debido —respondió Riley, aunque con otro gruñido—. Pero no la arañéis ni la mordáis.
Ella se dio cuenta de que no había corregido a su hermano en lo de «Es tuya, Ry». Bien, ella tampoco iba a hacerlo. En aquel momento se sentía como un trozo de queso en una trampa para ratones.
—Tienes razón. Aprender a luchar es importante —dijo—. Pero en este momento, hay algo más importante, y es…
—No —dijo Riley, interrumpiéndola sin mirarla—. No hay nada más importante. Enseñadle a defenderse de vampiros y lobos. Enseñadle todo lo que podáis durante las próximas dos horas, y después, ella y yo nos marcharemos.
Mary Ann tragó saliva al entenderlo todo. Riley quería que ella aprendiera a defenderse de lobos y vampiros incluso antes de salvarla del maleficio. Eso significaba que todos iban a saber pronto que ella era una Embebedora. También significaba que Riley pensaba que iban a tratar de matarla, y que quería que estuviera preparada y fuera capaz de defenderse.
¿Lo castigarían a él, después, por haberlo hecho?
Ella comenzó a temblar, y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Había tomado la decisión correcta al romper con él. No iba a hacerle daño. Nunca. Ni siquiera por accidente. Ni siquiera después de… morir.
Sólo tenía que pensar en lo que estaba haciendo él para protegerla en aquel momento. Se merecía algo mucho mejor que lo que ella pudiera darle.
—Muy bien —respondió Maxwell con un suspiro.
—Claro, ¿por qué no? —dijo también Nathan, encogiéndose de hombros.
Qué entusiasmo. Pero no importaba. Ella escucharía y aprendería. Nunca iba a tener una oportunidad tan buena como aquélla.
—¿Y tú… no vas a ayudarles? —le preguntó a Riley con un leve titubeo.
Él no la miró. Sus ojos permanecieron clavados en sus hermanos mientras negaba con la cabeza con tirantez. Mary Ann recordó lo que ella le había dicho una vez: que si él la enseñaba a luchar, tendría que poner sus manos sobre ella, y si él ponía sus manos sobre ella, ella querría besarlo, no aprender de él. ¿Lo recordaba Riley? ¿No quería que lo besara?
Oh, Dios. Ella quería que él lo deseara, quería estar con él.
«Ni se te ocurra llorar».
¿Cuántas veces iba a tener que ordenarse aquello?
—Vamos, empezad —dijo él, y se apartó del grupo.
Se detuvo junto a un árbol y apoyó la espalda en el tronco, con los brazos cruzados. Tenía una expresión oscura, tormentosa.
—No interfieras —le dijo Maxwell, señalándole hacia el pecho con el índice.
Nathan soltó un resoplido.
—Como si te fuera a obedecer. Siempre hace lo que le da la gana, y lo sabes.
Ella asintió para demostrar que estaba de acuerdo, y los dos hermanos la miraron. Oh, oh… Toda aquella intensidad concentrada en ella. Uno estaba delante, y el otro, a su espalda. ¿Por qué había accedido a hacer aquello?
—¿Estás lista, niñita?
—¿Vas a lloriquear como un bebé si te damos un poco fuerte?
La estaban provocando, y al principio, ella se irritó. Entonces recordó lo que le había dicho Aden: que cuando uno luchaba, las emociones podían estropearlo todo.
Distraían y entorpecían al luchador. Uno debía permanecer distanciado. Había que hacer lo que fuera necesario para sobrevivir.
«No siento nada», se dijo ella. Salvo nervios. ¡Arj! Alzó la barbilla, para fingir, por lo menos, que estaba calmada.
—No voy a llorar si vosotros no lloráis.
Ellos se sorprendieron. Incluso pareció que Maxwell tenía que contener una sonrisa.
—Tiene temple —dijo—. Vamos a ver cuánto tardamos en aplastarlo.
En un segundo, ambos estaban sobre ella. La tiraron al suelo y acercaron los dientes afilados, alargados, a su cuello. Mary Ann se quedó demasiado asombrada y aterrorizada como para poder moverse, o bloquear su avance. La habían atacado tan rápidamente, que ni siquiera lo había visto.
Los dos hermanos se apartaron lentamente de ella, se irguieron y la miraron.
Había algo positivo: no le habían arrancado la cara de un mordisco.
—Aquí tenemos un trabajo hecho a nuestra medida —refunfuñó Nathan, y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse.
A Mary Ann estuvieron a punto de fallarle las rodillas cuando intentó equilibrar su peso.
—Los vampiros y los lobos son más rápidos que cualquier humano —le dijo Maxwell—. Está claro que tú eres mucho más lenta.
—Sí, bueno, ya me he dado cuenta. Gracias.
Los dos se rieron.
—Los vampiros quieren tu sangre, y aunque no tienen que lanzarse obligatoriamente a tu cuello para conseguirla, es el método que prefieren. Para los humanos es más difícil zafarse de ellos de esa manera. Además, así debilitan antes a su víctima.
—Entonces, básicamente somos como vacas para ellos —dijo Mary Ann con ironía.
—Salvo que vosotros matáis a las vacas. Los vampiros sólo beben y dejan a sus víctimas vivas cuando han terminado —dijo Nathan, encogiéndose de hombros—. La mayor parte de las veces.
«La mayor parte de las veces». Qué añadido tan agradable. Mary Ann apretó los labios al recordar una excepción a aquella regla. Ella misma había visto a un grupo de vampiros torturar y matar a un chico llamado Ozzie. Lo habían estirado sobre una mesa, junto a Tucker, y lo habían usado de aperitivo en una fiesta, hasta que le habían extraído toda la vida.
O los lobos le leyeron el pensamiento, o su expresión de angustia la delató.
—Sí, nos hemos enterado de eso —dijo Maxwell—. Como en el caso de los humanos, existen vampiros buenos y vampiros malos. También hay lobos buenos y malos.
—A propósito, los lobos no se alimentan de humanos —intervino Nathan—. Si un lobo te ataca es porque quiere matarte. Y las garras de un lobo pueden destrozarte en segundos, así que tu principal objetivo cuando te enfrentes a un cambiador de forma es evitar que te arañe.
—Nunca me lo hubiera imaginado —respondió ella, poniendo los ojos en blanco—. ¿Y cómo puedo conseguirlo?
—Vamos a enseñártelo. Intenta seguirnos.
Los chicos estuvieron trabajando con ella hasta el último minuto de aquellas dos horas que había concedido Riley. La tiraron al suelo, e incluso la lanzaron contra los árboles. Ella se quedó sin aliento, estuvo a punto de romperse una muñeca y se torció un tobillo, pero no se rindió. Siguió pidiéndoles que atacaran.
Le enseñaron muchas cosas. Sobre todo, que no debía esconderse de ellos.
Tenían un sentido del olfato veinte veces más agudo que el de los humanos. Su oído era cuarenta veces más agudo. Además, a ellos les gustaba que sus presas corrieran.
Entonces, se convertían en una pieza de caza, en un trofeo, y a los lobos se les aceleraba el corazón con el desafío, y su necesidad de conquistar se intensificaba.
Si los lobos se aproximaban a ella en manada, Mary Ann debía recordar que eran muy territoriales, y que tenían una jerarquía muy rígida. Siempre había un líder, siempre. Y aquel líder controlaba las acciones de los demás. Si era capaz de vencer al líder, podría vencer a la manada. A menos, claro, que el líder ordenara a la manada que se abalanzara sobre ella.
Había señales de que eso fuera a ocurrir: a los lobos se les erizaba el pelo.
Mostraban los colmillos y gruñían.
Cada vez que Maxwell y Nathan le demostraban aquello, tanto en forma humana como en forma de lobo, el miedo de Mary Ann aumentaba. Ellos olían aquel miedo, y eso acrecentaba su nivel de hambre, y aquello disminuía sus posibilidades de tener éxito. Así pues, también tenía que aprender a controlar sus reacciones físicas, a no mostrar su miedo, tal y como ya le había dicho Aden.
¿Cómo? Era posible disimular una expresión, pero no era posible impedirle a su corazón que se acelerara.
Por otra parte, Mary Ann aprendió que la nariz de los lobos era muy sensible, más que la de los humanos, así que si podía golpearles en el morro, ganaría algunos segundos preciosos para hallar un arma. Un palo, una piedra, cualquier cosa de la que pudiera ayudarse.
Si ellos conseguían saltar sobre ella y derribarla mientras buscaba, ella debía intentar romperles el cuello con un movimiento firme de las muñecas antes de que ellos le desgarraran el cuello. También era mejor meterles la mano en la boca y dejar que se entretuvieran con los dedos en vez de permitir que le mordieran la garganta.
Porque si ocurría eso, ella estaría muerta sin remedio. Y al menos, podía vivir sin una mano.
Si estaba cerca del agua, debía meterse en ella. A los lobos les costaba luchar en el agua. Podían hacerlo, pero no era su entorno favorito. Y si tenía suerte, ellos cejarían en su empeño y se irían en busca de otra presa más fácil.
Al final, Mary Ann estaba sudorosa, sucia y ensangrentada, por no mencionar que se sentía agradecida de que el cielo se hubiera oscurecido. Los chicos no la habían hecho ni un rasguño, tal y como les había ordenado Riley, pero las piedras y la corteza de los árboles sí. Unas cuantas veces había visto, por el rabillo del ojo, que Riley caminaba hacia ella, pero entonces, él se contenía y volvía a su puesto, a observar.
Por lo menos, Maxwell y Nathan estaban tan sudorosos como ella.
—Buen trabajo, humana —le dijo Maxwell, y le dio unas palmaditas en el hombro. Ella se tambaleó hacia delante. Maxwell se echó a reír, la sujetó y la mantuvo erguida—. Creía que te ibas a poner a pedir clemencia a los cinco minutos.
Después, los dos hermanos se alejaron, tirando su ropa al aire mientras se desvestían, y la dejaron a solas con Riley. Pronto comenzaron a oírse aullidos.
—Dentro de una hora nos veremos en la ciudad —les dijo Riley.
Se oyeron más aullidos.
¿De asentimiento?
—Vamos —le dijo Riley—. Es hora de salir del bosque. Los duendes van a comenzar a proliferar por aquí.
Corrieron hacia el coche que él había dejado al borde del bosque, y entraron en él. Pronto, a ella le latía el corazón al ritmo de las revoluciones del motor. De tanto ejercicio, sí, pero también por estar tan cerca del que se había convertido en su exnovio. «No llores».
—¿Tus hermanos saben lo que soy? —le preguntó, aunque sabía cuál era la respuesta.
—No, y no vamos a decírselo.
—¿Y no se van a dar cuenta de que tengo algo diferente si os conduzco directamente hacia una bruja? Es decir…
Riley estaba negando con la cabeza.
—Créeme, yo me concederé todo el mérito de encontrar a la bruja. Si es que la encontramos. Así que no te preocupes. En este momento vamos hacia la mansión de los vampiros.
—Primero yo debería ir a mi casa para ducharme y cambiarme —dijo ella, pensando en el aspecto que debía de tener.
—¿Por qué? Vas a ensuciarte otra vez.
—¿En la mansión?
—No, en la ciudad. Allí es donde vamos a ir después. A cazar, ¿no te acuerdas?
Si no voy contigo, tú irás sola. No se me ha olvidado tu ultimátum.
Ella no iba a disculparse por eso.
—De todos modos —prosiguió él, no de tan mal humor—, no puedes ir a casa.
Eso era cierto. Su padre estaría allí, y él le haría preguntas que ella no iba a saber responder, y pensaría cosas que ella no quería que pensara. «¿Qué has hecho? ¿Dónde has estado? Te han hecho daño. ¿Te han obligado a hacer algo?». Entonces, llamaría a la policía. No, gracias.
—¿Y para qué vamos a la mansión? —preguntó.
—Quiero que Victoria te dé algo de su sangre.
¿Cómo?
—Oh, no. No, no, no. No voy a beber la sangre de nadie —dijo ella, agitando la cabeza enérgicamente.
—Te fortalecerá, y se te curarán las heridas.
—También me obligará a ver el mundo a través de sus ojos, y yo ya tengo suficientes problemas con los míos.
—Eso sólo durará unas horas.
—No me importa. Mis heridas no son lo suficientemente graves como para justificar eso.
Él apretó las manos alrededor del volante, y los nudillos se le pusieron blancos.
Si Mary Ann no lo hubiera estado observando con atención, no habría detectado aquella reacción de Riley.
—Sí, pero también puede ralentizar tu nueva habilidad.
«Gracias por recordarme que la tengo», pensó ella.
—¿Estás seguro de eso? Porque cabe la posibilidad de que la acelere, como el maleficio de las brujas. Además, se supone que no estás completamente seguro de que yo sea una Embebedora, ¿no?
Él se frotó la nuca.
—Está bien —respondió, y giró el volante para entrar a un camino de tierra.
Después hizo una maniobra y tomó tu dirección contraria a la que habían seguido.
Nada de mugre.
—Gracias.
—Ahórrate el agradecimiento. Sé que quieres romper conmigo, y eso afecta a cómo reacciones ante mis sugerencias útiles, pero tienes que…
—Espera. ¿Que quiero romper contigo? No, no es verdad —dijo Mary Ann. No podía permitir que Riley creyera que no significaba nada para ella. Él lo era todo.
Lo que ocurre es que no quiero hacerte daño, Riley.
—Y yo no quiero hacerte daño a ti —dijo él. Le tomó la mano, e hizo que sus dedos se entrelazaran. Su piel era cálida, áspera—. Así que voy a proponerte una cosa. Nos quedan dos días hasta que la maldición haga efecto, y no quiero pasarme esos dos días peleado contigo.
Oh, Dios. Ella nunca había visto las cosas de aquel modo. Dos días, sí. ¿Y cómo iba a pasar aquellos dos días? ¿Disfrutando, o sumida en la tristeza?
—Yo tampoco quiero eso —admitió.
Él se llevó su mano a los labios y le besó el lugar donde le latía el pulso. Sus labios eran suaves y cálidos. Incluso le pasó la lengua brevemente por la piel, y ella notó que se le ponía el vello de punta.
—Me alegro, porque quiero estar contigo mientras nos enfrentamos a todo esto.
Después, si quieres romper conmigo, hazlo. Pero no te creas que me va a gustar, o que lo voy a permitir sin luchar.
Dos días más con él, disfrutando en vez de angustiándose por lo que había perdido. Mary Ann no pudo resistirse, aunque sabía que cada minuto que pasara con él, como si fueran una pareja, reforzaría su conexión con Riley. Aunque sabía que, si la primera vez que había roto con él había estado a punto de morirse, la segunda vez que lo hiciera se moriría de verdad. Ella no estaba haciéndole daño todavía físicamente, no estaba destruyendo su parte de lobo. Todavía. Así pues, podía estar con él dos días más.
—Está bien. Sí —dijo. Y al pronunciar aquellas palabras, se sintió como si le hubieran quitado un peso de los hombros—. Yo también quiero estar contigo.
Él exhaló un suspiro de alivio.
—Bien. Entonces, ya puedo matar a mis hermanos por hacerte daño.
Ella se echó a reír. Se sentía tan feliz, que podría haber explotado.
—No, no puedes. Tú mismo les pediste que me entrenaran.
—Y les dije que tuvieran cuidado contigo.
—¿Cómo iba a aprender algo si me trataban como a una figura de porcelana?
—Eso no significa que tenga que gustarme —refunfuñó él.
Qué ternura.
Mary Ann, con una gran sonrisa, se fijó en el exterior del coche. La luna había salido y había inundado el bosque de pálida luz. Poco a poco, los árboles fueron disminuyendo en número y aparecieron los edificios. Aquella luz pálida creaba un aura bella y extraña alrededor de sus formas. ¿Era eso lo que veía Riley cuando miraba a un humano?
Riley aparcó el coche entre una gasolinera y una lavandería, de modo que sus sombras ocultaran el vehículo. Las aceras y los negocios estaban vacíos, como si todo el mundo se hubiera marchado pronto a casa. ¿Acaso para prepararse para la fiesta de la que le había hablado Penny?
Riley abrió la puerta, pero en vez de salir, se quedó en el asiento, mirándola fijamente.
—Si notas la presencia de una bruja…
—Te lo diré inmediatamente, te lo prometo.
Él asintió. Salió del coche y lo rodeó hasta que llegó a la puerta de Mary Ann, antes de que ella tuviera tiempo de abrirla. Él mismo lo hizo, y le tendió una mano para ayudarla a salir. Unos modales tan exquisitos, y una dulzura tan conmovedora, todo ello en un envoltorio de chico malo.
¿Cómo había podido romper con él, aunque sólo fuera durante un segundo?
Qué tonta era.
«Sí, pero quieres que sobreviva».
Oh, sí.
Hacía mucho frío, pero Riley le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra él, y su delicioso calor la envolvió mientras exploraban. Mary Ann no sintió ninguna magia, y a cada paso que daban, se debilitaba un poco. Su cuerpo estaba tembloroso. ¿Qué le ocurría?
—¿Sigues teniendo frío? —le preguntó él.
—No.
A Mary Ann se le encogió el estómago. Era como si de repente se le hubiera quedado completamente vacío y fuera a empezar a rugir. ¿Acaso tenía hambre? Sí.
Era eso. Se detuvo en seco, con una gran sonrisa, y anunció:
—Riley, no te lo vas a creer, pero me muero de hambre. ¡Tengo muchísima hambre!
Él no sonrió. Arqueó una ceja y preguntó:
—¿De comida?
—Claro que sí.
Sin embargo, al pensar en una porción de su pizza favorita, tuvo náuseas. Pensó en un plato de carne asada, la última comida de verdad que había tomado con su padre, y notó un calambre en el estómago. «No te rindas». Pensó en una sopa de fideos y pollo, lo que le había dado su madre la última vez que había estado enferma, y los calambres y las náuseas continuaron.
Pensó en la magia, saciándola, consumiéndola, en hilos de calor y poder que se entretejían dentro de ella y que formaban una manta de calma y fuerza, y su estómago se calmó. Así, tan fácil. Oh… No…
Su esperanza murió al instante. Aunque sabía la verdad, en aquel momento la admitió hasta el fondo de su alma. Era una Embebedora, y no merecía la pena que intentara creer otra cosa, ni que albergara falsas esperanzas. Quería alimentarse de magia. Iba a destruir.
—No —susurró—. No de comida.
Riley la abrazó, y le besó la sien, y siguieron caminando. Continuaron su exploración, en silencio, y ella intentó no preocuparse. Se fijó en que todo estaba muy vacío, incluso el restaurante de comida mexicana para llevar, que permanecía abierto hasta el día de Navidad.
—Esta soledad es muy extraña —comentó.
—Sí. ¿Percibes algo?
—Todavía no.
No notaba ni una pizca de magia, y a cada segundo que pasaba, sentía más y más hambre. Necesitaba…
Poco después, los hermanos de Riley se reunieron con ellos, en forma humana y vestidos. Afortunadamente, Riley no los amenazó, tal y como había dicho que iba a hacer. Se limitó a estrechar más a Mary Ann para distraerla de su hambre.
—He visto varios coches que venían hacia aquí —comentó Nathan.
—Todo chicos. No había adultos —añadió Maxwell.
Al momento se oyeron derrapes de neumáticos, y los adolescentes comenzaron a salir de varios coches. Pronto hubo tintineos de botellines de cerveza que chocaban entre sí. Alguien puso la radio a todo volumen y empezaron a desgranarse risas, gritos, silbidos y conversaciones.
La fiesta había comenzado oficialmente, pero los asistentes eran humanos. No había criaturas sobrenaturales entre ellos. A medida que pasaba el tiempo, Mary Ann se sintió más y más decepcionada. Hubo baile, unas cuantas sesiones de besuqueo, una pelea, bebida e incluso una hoguera, allí, en medio de la ciudad. La policía no apareció, y los pocos adultos que se acercaron al grupo se unieron a la fiesta.
Penny iba a enterarse de que Mary Ann había ido también, y se enfadaría. Sin embargo, ella no podía hacer nada por arreglarlo.
Mary Ann observó y esperó, pero ya no podía soportar el dolor de estómago y la debilidad. Estaba temblando. Tal vez, ir allí no hubiera sido tan buena idea. De hecho, iba a pedirle a Riley que la llevara a casa cuando Brittany Buchannan se acercó corriendo a ella. Gracias a Dios, no estaba ebria. En su estado, Mary Ann no creía que hubiera podido soportar a una persona que se tambaleara ni que arrastrara las palabras al hablar a causa del exceso de cerveza.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntó la chica mientras tiraba nerviosamente de Mary Ann para apartarla un poco de Riley.
Él no aflojó el brazo, y Mary Ann lo miró y susurró en broma:
—Si se pasa, le daré una torta.
Él contuvo una sonrisa, asintió y la soltó. Sin embargo, no apartó la mirada de ella.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Mary Ann a Britt.
La chica negó con la cabeza, y cuando estaban al otro lado de la hoguera, rodeadas de chicos que bailaban, su amiga se inclinó hacia ella:
—¿Qué has estado haciendo? ¿Te has revolcado por el suelo? —le preguntó con una sonrisa de complicidad—. Aunque no tengo que preguntarte con quién, ¿verdad? Bueno, de todos modos no es eso lo que quería saber. Dime, ¿quién es ese chico tan guapo? ¿Está libre?
Ah. Un flechazo.
—¿Cuál?
—El que parece un copo de nieve gigante.
—Es Nathan, el hermano de Riley —dijo Mary Ann. Lejos de Riley, cada vez temblaba más—. Que yo sepa, no tiene novia.
Britt abrió unos ojos como platos.
—¿De verdad? ¡Preséntamelo, por favor! Me lo prometiste, ¿no te acuerdas?
¡Oh, qué emocionante! —exclamó mientras daba palmaditas—. Vamos, preséntamelo ahora, o me muero.
—Ven —dijo Mary Ann.
La acompañó hasta el grupo de lobos e hizo las presentaciones. Nathan apenas le prestó atención; Maxwell, sin embargo, le estrechó la mano y le sonrió. Su sonrisa era de pura picardía, y habría conseguido que cualquier chica se derritiera.
Pero Brittany no quería nada con él. Su atención estaba concentrada en Nathan, que no pudo ser más desagradable. La ignoró todo el tiempo. Cuando, por fin, se dignó a hablar con ella, lo hizo en un tono frío y cortante.
—Eres un idiota, ¿lo sabías? —le susurró Maxwell.
—No me importa tu opinión —dijo Nathan.
Mary Ann tuvo ganas de abofetearlo, pero Riley le sujetó la muñeca.
Finalmente, Brittany se rindió.
—Ya veo que nuestra conversación fue completamente innecesaria, Mary Ann, pero muchas gracias por las presentaciones —dijo. Después, la chica volvió con sus amigos.
Maxwell le dio un puñetazo a Nathan en el brazo. Nathan lo empujó. Los dos se marcharon en dirección opuesta.
Riley abrazó a Mary Ann y la sujetó delante de él. Más calor. Ella olvidó el hambre que sentía mientras se deleitaba entre los brazos de Riley. Umm. No habría muchos más momentos como aquél, así que tenía que disfrutar mientras pudiera.
—Tu hermano… —dijo, agitando la cabeza.
—La maldición —le susurró Riley al oído.
—¿Qué?
—¿No te acuerdas? Cuando a uno de mis hermanos le atrae una chica, ella lo ve muy feo. Cuando uno de mis hermanos no se siente atraído por una chica, ella lo ve tal y como es en realidad.
Oh. Pobres muchachos. Eso significaba que a Maxwell le había gustado Brittany, y que a Nathan no.
La única manera de deshacer el hechizo era que los chicos murieran. Y, como los humanos, los lobos no siempre podían resucitar. Así que… ¿iban a matarlos para mejorar su vida amorosa? No, eso no iba a suceder. El riesgo de que murieran definitivamente era demasiado grande, y no merecía la pena correrlo.
—Además, Nathan nunca sale con humanas. Nunca —dijo Riley—. Por eso, todas las chicas que hay aquí lo están mirando como si fuera de chocolate. Quieren aquello que saben, instintivamente, que no pueden conseguir.
—También hay algunas que miran así a Maxwell —dijo ella, defendiendo al lobo dorado—. Y a ti, claro.
—Las que miran a Maxwell no son su tipo, y por lo tanto, lo ven como es en realidad. Y yo no me he dado cuenta de que nadie me mirara, salvo tú.
Ella le acarició los brazos con los dedos, y deseó que estuvieran solos para poder decirle lo guapo que era por dentro y por fuera, y después besarlo, saborearlo, aprovechar hasta el último segundo de tiempo que tuvieran.
—¿No deberíamos irnos? —preguntó ella, intentando que su tono de voz no fuera demasiado esperanzado. Después de todo, tenían una misión muy importante.
Él suspiró.
—Sí. Las brujas no van a acercarse por aquí. Debían de saber que íbamos a venir.
—¿Y por qué no han venido a luchar contra nosotros?
—No lo sé. Tal vez estén planeando algo. Tal vez estén buscando a su amiga.
Mary Ann se puso tensa sin querer. ¿Y si la encontraban? ¿Y si ellos perdían su única moneda de cambio? Eso no sería nada bueno, seguro.
—No te preocupes —le dijo Riley—. No van a encontrarla. Ellas no pueden rastrear como hacemos los lobos.
Lentamente, Mary Ann se relajó.
«No hay nada que puedas hacer. Disfruta por una vez, antes de que sea demasiado tarde».
Se giró en los brazos de Riley, se puso de puntillas y lo besó en los labios. Con suavidad, con dulzura… pero no era suficiente.
—Riley —susurró.
Él la abrazó con fuerza. De repente, su respiración se hizo entrecortada.
—Vamos a un sitio privado —dijo con la voz ronca.
—Sí —respondió ella, derritiéndose tal y como debería haber hecho Brittany.
Vamos.