Tucker permaneció escondido entre las sombras un largo rato, oculto en su ilusión de árboles, oscuridad y aves nocturnas. Afortunadamente, nadie de la cabaña se había percatado de su presencia.

Así que había observado… y escuchado…

Había recibido la orden de seguir a Aden, lo cual era fácil para él porque de algún modo sentía adónde iba el chico. Y eso era lo que había hecho, seguirlo. Mary Ann estaba muy a menudo con Aden, y eso le deleitaba, pero a la vez lo frustraba.

Cuando estaban los dos juntos, Aden y Mary Ann, Tucker perdía la capacidad de crear ilusiones, y se veía obligado a esconderse por medios naturales. Se preguntaba qué demonios hacía siguiéndolos, espiándolos y escuchando sus secretos cuando debería estar protegiéndolos. Sí, una pequeña parte de él quería proteger a las dos personas que le habían salvado la vida, y se odiaba por lo que estaba haciendo, y prometía que no iba a hacerlo más. Entonces se alejaba.

Pero, cuanto más se alejaba, más oía la voz de Vlad, ordenándole que siguiera espiando a Aden, y Tucker no tenía más remedio que volver junto al chico. Si Mary Ann se había marchado, Tucker volvía a sentir el deseo de complacer a su rey.

Espiaba y vigilaba. Y también sentía la necesidad de hacerle daño a Aden.

Afortunadamente, eso no había ocurrido aquella noche.

Aquella noche, Mary Ann estaba con el otro chico, Riley. Cuando ellos dos estaban juntos, Tucker sí podía proyectar sus ilusiones, fuera cual fuera el motivo.

Así pues, sabiendo que Aden estaba dentro, Tucker debería haber entrado también. Y podía haberlo hecho sin que nadie se enterara. Aunque Aden estuviera con Mary Ann, si Riley también estaba presente, Tucker podía utilizar su poder. Sin embargo, se había quedado fuera por Mary Ann, porque estaba decidido a protegerla de la rabia del otro chico.

Mientras los observaba, Tucker se dio cuenta de que se alegraba de que ella tuviera otro novio. Se merecía ser feliz. Se merecía el amor. Ella era la luz de la oscuridad de Tucker, pura, mientras que él estaba manchado. Él nunca había sido adecuado para ella, pero, demonios, ¿por qué no podían seguir siendo amigos? ¿Y por qué no podía ser Penny más parecida a Mary Ann?

Penny. Algunas veces, cuando él estaba cerca de Mary Ann, y se sentía calmado, se alegraba de que hubieran engendrado un bebé, aunque la mayoría de las veces negara su responsabilidad. Penny también estaría mejor sin él. Al contrario que Mary Ann, ella no conseguía que él se sintiera mejor consigo mismo, con sus acciones y su futuro. Tucker sabía que sería un mal padre.

Sin Mary Ann, siempre quería hacerles daño a los que le rodeaban. A Penny, sí, y seguramente también al niño.

«Aden. Sigue al chico…».

Cuando la orden de Vlad reverberó en su cabeza, Tucker apretó los dientes.

¿Cómo era posible que el vampiro siempre supiera lo que estaba haciendo? ¿Cómo era posible que tuviera tal control sobre él?

Con disgusto, con decepción, y con temor por lo que iba a suceder, Tucker se irguió, sin poder hacer otra cosa, y se dirigió hacia el sur, hacia el rancho en el que vivía Aden. Allí era donde lo había llevado la princesa vampira, Victoria, cuando se habían desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Como siempre, Tucker lo sintió, notó un tirón hacia aquel lugar.

Hasta el momento no había averiguado demasiadas cosas que poder transmitirle al rey. Aden se había puesto enfermo; Aden había ido al instituto. Aden había vuelto a la mansión de los vampiros, donde lo habían tratado como a un rey.

Aquello último había enfurecido a Vlad. Tanto, que Tucker había temido por su propia vida. Porque, con la furia de Vlad, unas manos invisibles habían agarrado a Tucker por el cuello y lo habían ahogado. Sin embargo, finalmente el vampiro lo había soltado y lo había enviado a que espiara más.

¿Cuál era el objetivo de Vlad? ¿Por qué lo estaba utilizando a él de aquella manera? ¿Por qué no reclamaba ya su trono? ¿Y qué le importaba a él?

Cuanta más distancia ponía entre Mary Ann y él, más clara veía la respuesta.

No. No le importaba nada. Haría lo que le ordenaran.

El veneno del duende recorrió el cuerpo de Aden ferozmente, convirtió su sangre en lava, sus órganos en ceniza, su piel en un enorme hematoma. Ardía de fiebre. Sentía un prurito horrible, y vomitó varias veces una sustancia negra. Gracias a Dios que había podido convencer a Victoria de que se marchara. Ella había protestado, pero él la había convencido con una sonrisa de que estaba bien.

«Ya he pasado por esto», se dijo débilmente, aunque nunca había experimentado una reacción tan fuerte al veneno. Sí, aquél era el peor envenenamiento por la saliva de un zombi que hubiera sufrido nunca. Aquél afectaba incluso a las almas. Estaban gimiendo dentro de su cabeza, gritando incoherencias.

Salvo Elijah.

«Muerte», gritaba el vidente. «Sangre, mucha sangre. Ella muere. No podemos permitir que muera».

—¿Quién? —murmuró Aden. Pronunciar aquella palabra fue como si le vertieran ácido por la garganta.

«Él también muere. Muchas muertes».

—¿Quién muere? —insistió Aden.

Elijah continuó como si no hubiera oído las palabras de Aden. Tal vez no las hubiera oído, o tal vez no supiera las respuestas.

«No. ¡No! Todos mueren. Todos. Guerra. Hay que evitar la guerra. Tenemos que impedir la guerra».

¿Qué guerra? Si aquello era una predicción…

Durante todo el tiempo, el fantasma de Thomas permaneció a su lado, paseándose, gritando y culpándolo. Quería marcharse. Su familia lo estaría buscando e iban a averiguar lo que había sucedido. Y cuando ocurriera, Aden iba a conocer el verdadero sufrimiento. Bla, bla, bla.

—Ade‐den. ¿Est‐tás bien?

Se dio cuenta de que había alguien más en la habitación, y abrió lentamente los ojos. A través de una neblina, vio a Shannon junto a su cama.

—¿Qu‐quieres que te t‐traiga algo? —le preguntó su amigo, y le tocó la frente a Aden.

En cuanto se estableció el contacto, todo el cuerpo de Aden experimentó una descarga eléctrica y perdió el dominio de su propia realidad. Su conciencia saltó de él a la de su amigo, y de repente, vio el mundo a través de los ojos de Shannon. Fue impresionante, extraño. En un momento estaba tumbado en la cama, y al momento siguiente estaba en pie. El dolor seguía atenazándolo, y Aden emitió un gruñido.

Su estómago protestó por la posición erguida, y lo obligó a inclinarse y vomitar.

De nuevo. Afortunadamente, alguien había dejado una pequeña papelera de metal allí. Dan, tal vez. Aden creyó recordar que lo había ido a ver unas cuantas veces.

—Fuera —consiguió decirle a Caleb. Quería salir del cuerpo de Shannon.

La única respuesta fue otro gemido.

Normalmente, el alma tenía el control. Caleb decidía a quién poseían, y cuándo.

Algunas veces, incluso Aden tenía el control. Tal vez Caleb no quisiera poseer a alguien, pero si Aden se concentraba lo suficiente, podía hacerlo. En aquella ocasión ninguno de los dos tenía el control, pero lo habían hecho.

Aden intentó dar un paso fuera del cuerpo de Shannon, como había hecho con todos los demás, pero había algo que lo mantuvo encadenado, atado, incapaz de moverse. De todos modos lo intentó una y otra vez, hasta que al final, débil, exhausto y con terribles dolores, se rindió y se echó a la cama. No podía oír los pensamientos de Shannon, así que seguramente también tenía ocupada su mente. Lo cual significaba que su amigo no recordaría nada de aquello.

Al menos, eso esperaba Aden.

No supo cuánto tiempo permaneció allí tendido, retorciéndose. El tiempo era interminable. Hasta que comenzó la verdadera diversión.

Aden perdió también el dominio de la realidad de Shannon, y cuando volvió a abrir los ojos, se encontró en el cuerpo de un niño pequeño. Era Shannon; se dio cuenta al observar el color negro de su brazo: Una versión muy joven de Shannon.

No había perdido la realidad de Shannon, después de todo.

Aunque no hubiera notado las diferencias físicas, debería haberse dado cuenta.

En el fondo sentía la verdad. Había viajado en el tiempo hacia el pasado de Shannon.

Eso no debería ser posible sin Eve, y además, no en la vida de otra persona. Aden siempre había retrocedido a su propio pasado. En aquel momento estaba viendo y sintiendo lo que Shannon veía y sentía. Por lo menos, el dolor físico había cesado, y las almas estaban en silencio, en vez de frenéticas.

Estaba sentado en un columpio, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Sus piececitos, calzados en unas sandalias, rozaban la gravilla del suelo. Sus manitas estaban agarradas a los eslabones de metal de los lados. El sol brillaba alegremente, y era su único amigo.

—Eh, Sh‐Sh‐Shannon —dijo un niño desde unos cuantos metros de distancia.

Estaba rodeado por otros niños que se reían. Estaban en el patio del colegio; Aden se dio cuenta de que era el recreo.

Había un tobogán, un tiovivo y un laberinto, pero a ninguno de los niños les interesaban. Estaban concentrados en Shannon.

—Mi madre dice que eres tan raro porque tu madre es blanca y tu padre negro —dijo el más alto, y le tiró una piedra.

La piedra le dio a Shannon en el estómago, y le produjo un pinchazo de dolor.

Él siguió mirando al suelo. Su madre siempre le decía que los ignorara, y que se marcharían. Sin embargo, él sabía que no iban a irse. Nunca se iban, a menos que la señora Snodgrass se diera cuenta y les gritara. Pero ella estaba ocupada quitándole la hierba del pelo a Karen Fisher, así que Shannon no iba a tener mucha suerte.

Shannon recibió otra pedrada, en la pierna en aquella ocasión. Tampoco reaccionó.

—Tartaja, tienes nombre de chica, ¿lo sabías?

Al oír las risas y las burlas, Shannon se encogió por dentro. Sin embargo, nunca iba a dejar que los demás se dieran cuenta.

Aden quiso saltar y tirar a aquellos niños al suelo, por muy pequeños que fueran. Y podía hacerlo; tenía el control del cuerpo. Sin embargo, cambiar el pasado era cambiar el futuro, y no siempre a mejor. En realidad, nunca a mejor. Así que permaneció allí sentado, atrapado en la vergüenza de Shannon y en aquel sentimiento de soledad, con la esperanza de que fuera lo mismo que había hecho el pequeño.

Entonces, la escena cambió. El patio se desvaneció y a su alrededor aparecieron unas paredes de ladrillo rojo cubiertas de pintadas. A cierta distancia se oía una sirena de policía.

Alguien le echó humo en la cara, y tosió. Se abanicó con una mano, y se dio cuenta de que tenía un cigarro en la otra.

—¿Y bien? —preguntó alguien—. ¿Qué piensas?

Aden se concentró en el chico que estaba delante de él. Tendría unos catorce o quince años, y también estaba fumando. Era negro, como Shannon, aunque tenía la piel más oscura y los ojos castaños.

Era muy guapo, pensó Shannon, aunque no exactamente su tipo. Sin embargo, llevaban tres semanas saliendo en secreto. Lo que hacía tan atractivo a Tyler era el hecho de que fuera el primer chico que Shannon conocía que admitía abiertamente que le gustaban otros chicos.

La mayoría de la gente lo aceptaba. Algunos otros no, como el padre de Tyler, y el muchacho aparecía frecuentemente con moretones. Sin embargo, Tyler no intentaba ocultar que fuera gay ni que tuviera un lado femenino, e incluso estaba orgulloso de ello. Se ponía brillo en los labios, llevaba una camiseta rosa ajustada y tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.

Shannon no le había contado a nadie sus preferencias todavía. Su padre no tenía ni idea, a Dios gracias, pero su madre… debía de sospecharlo. No dejaba de presentarle chicas y de preguntarle si le gustaban y si iba a salir con ellas.

—Tierra llamando a Shannon —dijo Tyler con una carcajada—. ¿Me estás escuchando?

—Eh… perdona. ¿Qué has dicho?

A Tyler se le borró el buen humor de la cara.

—Mira, como ya te he dicho un millón de veces, estoy harto de esconderme.

Esta vez no voy a dejar que finjas que no sabes de qué estoy hablando. Así que… o te gusto, o no. ¿De acuerdo? ¿Cuál de las dos cosas?

—Yo… —Aden cerró la boca rápidamente. No sabía lo que había respondido Shannon. Sólo sintió el pánico apoderándose de él.

—¡Di algo!

—Yo… yo…

Entonces ya no importó. La escena volvió a cambiar, y en aquella ocasión se vio de pie en el centro de una cancha de baloncesto. Estaba rodeado de chicos sudorosos que le daban palmadas en la espalda y le decían que había hecho un buen trabajo.

En el suelo, frente a él, había un chico inconsciente. Tyler. Reconoció la cara de Tyler, aunque la tenía hinchada, ensangrentada, amoratada. A Shannon le latían las manos. Aden se las miró. Tenía la piel de los nudillos destrozada. Marcas de dientes.

De los dientes de Tyler.

¿Había pegado a Tyler? ¿Por qué?

Se sintió avergonzado, culpable. Sintió remordimiento, pena, odio hacia sí mismo.

La escena cambió de nuevo, y sus emociones cayeron como las hojas de un árbol en otoño. Estaba dentro de una casa, sentado en un sofá. Había muchas fotografías de él por las mesas, y de un hombre negro y una mujer blanca. Sus padres.

Le picaban las mejillas, así que se llevó las manos temblorosas a la cara. Tenía la piel húmeda y caliente. ¿De las lágrimas? Había alguien frente a él, paseándose y gritando. ¿Porque Shannon había pegado a Tyler?

No. Aden se dio cuenta de que el motivo no era aquél al asimilar los pensamientos y los sentimientos de Shannon en aquel momento. Era porque Shannon les había contado la verdad, por fin, a sus padres. Era gay. Detestaba cómo había tratado a Tyler. Ojalá pudiera volver atrás, deshacer lo que le había hecho a su novio. Lo había golpeado como si fuera una basura. Como si fuera alguien vergonzoso.

Su padre no dejaba de gritar diciéndole que aquello estaba mal. Que era pecado. Su madre lloraba y decía que estaba avergonzada. ¿Por qué no podía su hijo ser normal?

Aden se dio cuenta de que Shannon y él eran mucho más parecidos de lo que nunca hubiera pensado. A él siempre lo habían llamado monstruo, bicho raro. Sus padres lo habían rechazado y se lo habían entregado a los servicios sociales. Nunca lo había querido nadie. Era una porquería. Una vergüenza.

—¿Shannon? —dijo una voz masculina, que lo llamaba desde el otro extremo de un túnel largo y oscuro. Entonces, alguien lo zarandeó—. ¿Tú también estás enfermo?

Aden volvió al presente y abrió los ojos. Se vio tendido en la cama, retorciéndose otra vez de dolor, con las almas gritando dentro de su cabeza. Dan lo estaba mirando con el ceño fruncido de preocupación.

—Estás ardiendo —dijo con un suspiro—. Eso significa que lo que tiene Aden es contagioso —añadió, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está Aden? ¿Y tú, necesitas un médico?

Pasaron varios segundos hasta que Aden pudo responder.

—No —gimió—. Aden está… bien. Ha ido al instituto. Yo también me pondré bien —dijo. Cerró los ojos y rodó hacia un lado de la cama—. Por favor, vete.

—De acuerdo, me marcho, pero descansa. Vendré a verte más tarde y te traeré una sopa que ha hecho Meg.

Meg. La esposa de Dan, una mujer dulce y guapa. Sonaron unos pasos, se abrió una puerta, y después se cerró.

«Demasiadas muertes», gimió Elijah.

Dios santo, eso otra vez no. El vidente dijo otra cosa, pero hubo una voz femenina que se mezcló con la suya y que acaparó la atención de Aden.

—¿Shannon? —dijo—. ¿Dónde está Aden?

Era Victoria. De nuevo, él se obligó a abrir los ojos. La luz se había apagado y las cortinas estaban echadas, así que la habitación estaba en penumbra. Él se tumbó boca arriba. Como Dan, Victoria estaba junto a la cama, mirándolo fijamente.

Thomas estaba a su lado, escuchando y observando. Cuando ella extendió el brazo, Aden se movió hacia atrás.

—No me toques.

Ella se quedó dolida y bajó el brazo.

—¿Por qué? ¿Qué te ocurre?

—Soy Aden. Estoy atrapado.

Si Victoria lo tocaba, era posible que la poseyera también, aunque eso no había sucedido con Dan, y anhelaba su contacto. Sin embargo, no quería que ella corriera ningún riesgo.

Al principio, Victoria se quedó confusa, y después se asustó.

—¡Lo sabía! No tenía que haberme marchado anoche. Sabía que estabas enfermo, pero… quería que descansaras. Lo siento muchísimo. Iré a buscar a Mary Ann. ¿Me entiendes? Tengo que marcharme un segundo, pero volveré enseguida.

Mary Ann. Perfecto. Ella anulaba las habilidades.

—Sí.

Tal vez, sólo tal vez, su presencia lo obligara a salir de Shannon. De lo contrario…

Dios. Estaría atrapado para siempre.

Mary Ann se acurrucó contra algo cálido, suave y muy grande que había junto a ella, en su cama. Nunca había dormido tan plácida ni tan profundamente. Quizá fuera porque aquél era su primer sueño de verdad en toda la vida, o porque su cuerpo necesitaba hacer algo drástico. O quizá porque iba a ser su último sueño.

No. Un momento. Aquello no tenía sentido. En ese caso habría estado muy asustada y no habría podido conciliar el sueño, y se habría preguntado sin cesar si realmente era una Embebedora, si Riley había terminado con ella, si las brujas iban a ir a buscarla.

En aquel momento comenzó a dar vueltas por la cama. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a…? Un momento. No importaba hacia dónde se moviera. El obstáculo cálido permanecía apretado contra su costado. Qué extraño. Ella no tenía ninguna manta eléctrica, ¿no? Abrió los ojos.

Había un lobo negro y muy grande en su cama.

A Mary Ann se le escapó un grito de sorpresa. Se le aceleró el corazón.

«Shh. Soy yo. No pasa nada».

Aquellas palabras resonaron en su cabeza, graves, profundas, familiares.

—¿Riley?

Pronunció su nombre en un volumen más alto de lo que hubiera querido. Se frotó los ojos y volvió a mirarlo. Las luces estaban apagadas y el sol no iluminaba demasiado todavía, así que los detalles estaban borrosos.

El lobo se hallaba tendido a su lado. Su pelaje negro y sus ojos verdes brillaban.

—Riley —dijo de nuevo. Aquella vez fue una afirmación.

«El mismo».

—¿Qué haces aquí?

Y, más importante todavía, ¿qué aspecto tenía ella? Se miró. Llevaba una camiseta azul de tirantes, y bajo el edredón, que estaba a la altura de su estómago, llevaba unos pantalones cortos y tenía las piernas desnudas, aunque ocultas a la vista de Riley. Se pasó una mano por el pelo. Tenía unos cuantos enredos, pero nada grave.

«Puede que seas una Embebedora, y Marie, esa bruja, lo sospecha. Tú no vas a volver a dormir sola».

Entonces, él se preocupaba por ella. Todavía. Y había dicho que tal vez ella fuera una Embebedora, lo cual era una mejora con respecto a la conversación que habían mantenido la noche anterior, cuando él había dicho que lo iba a matar. Mary Ann sonrió ligeramente.

—Entonces, ¿has estado aquí toda la noche?

Protegiéndola.

«Sí. Volví anoche, después de dejar a Aden y a Victoria en casa».

—Me alegro. Muchas gracias.

—Ha sido un placer.

Sus miradas se encontraron, y durante un momento, él la miró como lo hacía al principio, como si ella fuera importante, más importante que ninguna otra cosa en el mundo. Cualquier chica podría acostumbrarse a aquello.

Sonrió más, y se dejó caer en el colchón. Ojalá se hubiera despertado antes.

—Ahora que los dos estamos despiertos, deberíamos hablar de lo de anoche.

Dijimos algunas cosas que…

De repente se abrió la puerta de su habitación, y su padre entró disparado con un gesto ceñudo.

—¿Qué ocurre, Mary Ann?

—¡Papá! —exclamó ella. Presa del pánico por el hecho de que la hubiera sorprendido con Riley, se incorporó de golpe, tapándose con el edredón—. ¿Qué estás haciendo?

—Has gritado el nombre de ese chico. Pensé que…

Entonces, su padre vio a Riley y se quedó paralizado. El terror se le reflejó en la cara. Todavía estaba en pijama, así que debía de haber ido directamente desde la cama a su habitación.

—Mary Ann, escúchame, cariño. Levántate muy despacio y acércate a mí sin hacer movimientos bruscos. Quiero que te coloques a mi espalda, ¿de acuerdo?

Vamos, nenita.

Oh, Dios. Aquello no podía estar ocurriendo.

—Papá, el… perro es inofensivo, te lo prometo.

Aquélla era la mayor mentira que hubiera dicho nunca.

Para hacer gala de lo inofensivo que era, Riley le lamió la palma de la mano a Mary Ann. A ella se le puso el vello de punta, y se ruborizó. No quería que su padre pensara que su perro podía excitarla.

—¿Cómo sabes que esa cosa sarnosa es inofensiva? —preguntó su padre. Él odiaba a los animales, los temía—. Vamos, ¿por qué no te colocas detrás de mí, como te he pedido? No quiero asustarte, pero ese chucho podría morderte, cariño.

Riley se puso rígido.

—Lo sé perfectamente —dijo Mary Ann—. No me va a hacer nada, papá. Es mi… mascota —dijo, y pensó: «Por favor, no te enfades, Riley», aunque sabía que él no podía oírla—. Lleva conmigo varias semanas.

Su padre abrió unos ojos como platos. Se había quedado estupefacto.

—No. No, eso no es posible. Yo me habría dado cuenta.

—Sí lo es, papá. Mira —dijo ella. Se abrazó a Riley y escondió la cara en su cuello suave, y lo estrechó contra sí.

—No —insistió su padre, cabeceando—. Me lo habrías dicho. Yo me habría dado cuenta.

«Oh, papá. Hay demasiadas cosas que no sabes». Mary Ann se irguió con el corazón acelerado.

—Sé que tienes fobia a los animales, así que lo he tenido escondido. Pero…

¿ves? Está bien adiestrado. No nos causará ningún problema, te lo juro.

Él estaba negando con la cabeza antes de que ella hubiera pronunciado la última palabra.

—Esa cosa te puede comer para desayunar, Mary Ann. Lo quiero fuera de casa ahora mismo.

—Por favor, papá. Deja que me lo quede —dijo ella, y consiguió que se le llenaran los ojos de lágrimas. ¿Estaría forzando un poco la actuación? Tal vez, pero necesitaba que él dijera que sí. De ese modo, Riley podría entrar y salir libremente.

No tendrían que esconderse más. En realidad, a ella debería habérsele ocurrido aquello mucho antes—. Me hace feliz. Desde… ya sabes. Lo que ocurrió entre nosotros.

Era un golpe bajo recordarle la pelea que habían tenido, pero Mary Ann estaba desesperada. Finalmente, su padre se ablandó.

—Tal vez no esté vacunado.

Todavía no había dicho que sí, pero Mary Ann sabía que había ganado. Tuvo ganas de reír, dar palmadas y bailar.

—Yo misma lo llevaré al veterinario.

Siguió una pausa. Un suspiro. Un pellizco en el puente de la nariz.

—Lo has llamado Riley.

Oh, oh.

—Sí.

—¿Has llamado a tu mascota como tu novio?

—Eh… Sí.

—¿Y por qué?

—Me parecía… apropiado. Los dos son muy protectores conmigo.

Eso era totalmente cierto.

Un poco más de terreno ganado con su padre.

—¿Y lo sabe Riley?

—Sí, y le parece bien. Se sintió halagado.

—Eso demuestra que es muy raro, y que no deberías salir con él.

—¿Es tu opinión profesional?

Él se quedó en silencio un largo momento.

—No puedo creerlo. Un chucho sarnoso en mi casa durante todo este tiempo.

Está bien, quédatelo. Pero si hace pis en la alfombra, se irá.

Ella apretó los labios para no sonreír.

—Lo entiendo.

Su padre se dio la vuelta, pero dijo por encima del hombro:

—Y si te gruñe, aunque sólo sea una vez, se irá. Parece salvaje.

«Y lo soy», dijo Riley dentro de la cabeza de Mary Ann.

«No te rías», se dijo ella a sí misma.

Su padre atravesó la puerta.

—¿Dónde se queda cuando estás en el instituto?

—Fuera.

—Tal vez nos traiga pulgas a casa, Mary Ann.

«No te rías».

—Está limpio, papá. Te lo juro. Pero si veo una sola pulga, lo bañaré.

«Eso podría ser interesante», dijo Riley.

—Y gracias —añadió ella—. Por todo.

—De nada.

La puerta se cerró, y Mary Ann se quedó a solas con Riley.

Por fin pudo permitir que la diversión se desbordara, y se dejó caer en el colchón, acurrucándose contra su chucho sarnoso.