Riley le dio una patada a la puerta delantera y las astillas salieron disparadas en todas direcciones.

—Tenemos cinco minutos —dijo. Después de ese tiempo, podía llegar la policía—. Vamos a aprovecharlos.

Mary Ann lo siguió rápidamente.

—Entonces, ¿recojo todo lo que pueda?

Supuestamente, allí vivían Joe y Paula Stone, así que aquel era el plan: tomar todo lo que pudieran. Un plan del que habían hablado varias veces ya. Riley se puso a recorrer el pasillo sin molestarse en responder. Solo había dos puertas en aquella zona de la casa. Entró en la primera habitación. Allí solo había una cama, una mesilla y una cómoda. La cama estaba revuelta, como si la hubieran hecho a toda prisa, y había ropa tirada por el suelo. La única ventana estaba tapada con pintura negra.

Claramente, por allí no había pasado nadie desde hacía tiempo. Tal vez Joe y Paula Stone hubieran huido para siempre, y eso quería decir que sabían que Mary Ann y él iban a ir a su casa. Sin embargo, ¿cómo podían saberlo? ¿Y por qué habían huido? ¿Cuál era su temor?

—Riley —dijo Mary Ann.

Él siguió el sonido de su voz y pronto se encontró a su lado en la segunda habitación.

Había juguetes por todas partes, cosa que dejó atónito a Riley.

—¿Tienen un niño?

—O eso, o tienen un negocio de guardería diurna.

—¿Una guardería solo para niñas? No creo —dijo él. No había nada masculino en aquella sala. Únicamente peluches de color rosa.

—¿Crees que…?

—¿Que Aden tiene una hermana?

—Puede que sí.

Seguramente. Y vaya manera de averiguarlo. Pensó en la pareja, en la camioneta, pero no recordaba haber visto una silla infantil. Aunque eso no significaba que la niña no estuviera con ellos.

—Pero… Ve a la cocina y registra los cajones. Toma cualquier factura que encuentres, y que tenga nombres.

—De acuerdo —dijo ella, pero no se marchó. Se quedó allí—. Riley, yo…

—Ahora no podemos hablar. Vamos, ve —le dijo él.

Después se marchó hacia la primera habitación, antes de que ella pudiera seguir hablando. Abrió el armario y la cómoda, y los cajones de la mesilla, y después buscó en el colchón y en la cama. No habían dejado nada personal.

Era de esperar.

—Eh… Riley —dijo Mary Ann con un hilo de voz.

Él estaba de espaldas a ella, pero sentía su miedo. Se puso en pie y se giró hacia Mary Ann, pero se quedó helado.

—Mary Ann, camina hacia mí. Despacio.

—No puedo.

—Tú no das las órdenes aquí, muchacho. Las doy yo —dijo el hombre que estaba tras ella. El hombre que la estaba apuntando con un arma a la cabeza.

Era alto, rubio y delgado. Llevaba una camisa de franela e iba remangado, de modo que se le veían varios tatuajes.

Eran marcas de protección; Riley no pudo distinguir para qué. El hombre irradiaba furia. Estaba dispuesto a dis-parar, y no se preocuparía de los cadáveres que dejara atrás.

Riley se maldijo a sí mismo por no haberle enseñado a Mary Ann cómo tenía que reaccionar en una situación como aquella.

—Si le hace daño —le dijo al tipo—, lo mataré.

Y no lo decía en broma.

—Será un poco difícil que lo hagas si el que está muerto eres tú. Pero no te preocupes. Lo haré rápidamente.

Lo triste era que Riley no tenía argumentos en contra.

No tenía defensa. Si no hubiera perdido a su lobo, habría oído al hombre entrar en la casa, o lo habría olido. Tal y como estaban las cosas, lo único que había conseguido era que un matón aterrorizara a Mary Ann.

El tipo la empujó hacia el interior de la habitación y ella se chocó con Riley. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento muchísimo —susurró—. Se ha acercado sin que lo oyera y…

—Cállate, chica. Ya he tenido suficiente contigo.

Riley la colocó detrás de él para protegerla con su cuerpo. Ella temblaba, pero él no tenía tiempo para consol-arla. Notó que le ponía las palmas de las manos en la espalda y que le agarraba la camiseta. Después lo soltó y se colocó a su lado.

Riley volvió a colocarse delante de ella y fulminó con la mirada al pistolero.

—¿Es usted Joe Stone?

Hubo un brillo de sorpresa en los ojos del tipo, pero ignoró la pregunta e hizo otra.

—¿Sois vosotros los chicos que os metisteis en casa de mis vecinos y dejasteis sangre por todas partes?

—Sí —dijo Riley—. ¿Y qué?

—¿Quiénes sois, y qué estáis haciendo en mi casa?

—Conocemos a su hijo —intervino Mary Ann—. Aden.

Haden, quiero decir. Todo el mundo lo llama Aden.

El hombre no cambió de expresión, y siguió agarrando el arma con firmeza, sin dejar de apuntarlos.

—No sé de qué estáis hablando.

—Oh, yo creía… usted debería ser… ¡No! —gimió ella—. ¿Y si estamos en la casa equivocada?

—No, no lo estamos —le dijo Riley.

Ella volvió a dirigirse al hombre.

—Señor, lo siento mucho. No deberíamos haber…

Una parte de Riley quiso castigar a aquel imbécil por aplastar el espíritu luchador de Mary Ann. Y tal vez su reciente roce con la muerte también hubiera embotado algo su valentía, y… eh. Ella acababa de colocarse, poco a poco, delante de él otra vez. Por el amor de… Estaba intentando ser su escudo.

Claramente, su espíritu luchador no estaba aplastado.

Él habría interpretado aquello como una señal de que ella todavía lo quería. Sin embargo, Riley solo podía pensar en que Mary Ann ya no lo consideraba lo suficientemente fuerte como para protegerla. ¿Y por qué iba a verlo así? Ya no lo era.

El hombre amartilló el arma, demostrando que iba en serio.

—Tienes cinco segundos para empezar a hablar, chico, o te vuelo los sesos.

—¿Y va a contar en voz alta para que yo pueda revelar todos mis secretos en el último momento? —preguntó Riley.

Aunque no había necesidad de esperar a que Joe respondiera. Y él tenía pensado tratarlo como si fuera Joe desde aquel momento. De lo contrario, se quedaría sin saber qué decir.

—Usted sabe perfectamente quién es Aden. Es su hijo.

Mientras hablaba, volvió a colocar a Mary Ann detrás de él. Dio un paso, y después otro, hacia atrás, intentando di-rigirla hacia la ventana. Ella podía salir y echar a correr, y él podría manejar la situación sin miedo a que hubiera bajas.

—Yo no tengo ningún hijo.

—No lo creo.

—No me importa. ¿Por qué crees que soy ese tal Joe?

—Responder a una pregunta con otra no le va a servir para parecer inteligente ni misterioso.

El hombre entrecerró los ojos.

—Cuidado con tu actitud, chico. Yo soy el que tiene el arma.

Otro paso hacia atrás. Casi habían llegado…

—Sé lo que te propones, así que no te muevas ni un centímetro más —dijo Joe, y avanzó hasta que el cañón de la pistola tocó el pecho de Riley—. No vais a salir de aquí hasta que me deis algunas respuestas.

—Como si la suya fuera la primera pistola que veo. Si quiere que me asuste, haga algo original. Si quiere respuestas, deje que ella se marche.

—No —dijo Mary Ann, y él alargó la mano hacia atrás para apretarle el brazo y ordenarle que se callara—. Me quedo.

—No la escuche.

—Demasiado tarde —respondió Joe—. Ya la he oído. Se queda.

Oh, no. No iban a jugar a aquel juego.

—Lamentará esa decisión —dijo Riley, y alzó las manos con las palmas hacia fuera, como si se estuviera rindiendo.

—Yo creo que no.

Riley se movió a la velocidad del rayo, agarró el arma y la empujó hacia abajo con fuerza. Joe hizo un disparo, pero la bala se incrustó en el suelo.

Riley no intentó liberarse, sino que sujetó a Joe de aquel modo y le dio dos puñetazos con la otra mano. Entonces, mientras Joe estaba aturdido, retorció el arma con ambas manos, y le rompió el dedo con el que apretaba el gatillo.

Después, con facilidad, le quitó la pistola y lo encañonó.

—Se lo dije.

Joe hizo un gesto de dolor y soltó una imprecación.

Después también alzó las manos con las palmas hacia fuera, pero al contrario que Riley, él sí se había rendido. El dedo roto colgaba de su mano en un ángulo extraño.

Riley siguió apuntándolo, porque estaba seguro de que tenía más armas escondidas.

—Si se mueve, será la última cosa que haga. Mary Ann, llama a Aden.

Por el rabillo del ojo, vio que ella sacaba su móvil. Un momento después estaba susurrando. Joe no reaccionó.

—Si no es usted Joe Stone —dijo Riley, que estaba decidido a averiguar la verdad antes de que Aden llegara a aquella casa—, ¿quién es?

El hombre tragó saliva.

—Está bien. Digamos que soy Joe Stone. ¿Qué queréis de mí?

Muy bien; era Joe, sin duda. De lo contrario no habría hecho aquella pregunta.

—Para empezar, una disculpa.

—¿Por defender mi casa?

—Por abandonar a su hijo.

Tuvo un tic en el ojo. ¿De la irritación? ¿O de la culpabilidad?

—¿Mary Ann? —dijo Riley.

—¿Sí?

—Ven aquí.

Ella estaba a su lado un segundo después.

—Aden viene de camino.

—Muy bien. Ahora, sujeta el arma —le dijo él, sin apartar los ojos de Joe.

—¿Qué?

—Sujeta el arma y mantén el dedo en el gatillo, y aprieta si él se mueve.

—Muy bien. Claro. Seguro.

Con las manos temblorosas, Mary Ann tomó la pistola e hizo lo que él le había indicado. El arma era pesada, y él dudaba que ella pudiera sostenerla durante mucho tiempo, así que se movió rápidamente; se acercó a Joe y lo cacheó, manteniéndose siempre fuera de la línea de tiro de Mary Ann. Riley halló tres dagas, una jeringuilla de algo y una Taser. Lo que no encontró fue ninguna identificación.

Joe se mantuvo inmóvil durante todo el tiempo. Inteligente por su parte.

—Riley —dijo Mary Ann.

—Lo estás haciendo muy bien, cariño —dijo él.

Empujó a Joe hacia la cama para alejarlo de las dagas, y Mary Ann siguió su movimiento con el cañón del arma.

—Siéntese y no se mueva.

Joe se sentó y Riley volvió junto a Mary Ann. Cuando él tomó el arma, ella suspiró de alivio.

—Toma las dagas y colócate junto a la puerta. A cualquiera que entre en esta habitación, aparte de Victoria o Aden, apuñálalo.

—No hay nadie más en la casa —dijo Joe—. Y no va a venir nadie a rescatarme.

Riley arqueó una ceja.

—Paula, su esposa, ¿no va a venir a salvarlo?

El tipo palideció. Se puso de color gris.

—No, no va a venir. Y no penséis en buscarla. Está a salvo.

Oh, sí. Aquel era Joe Stone.

en el cuello, aunque las suyas estaban rasgadas, como si hubiera estado peleándose con un humano.

Victoria se estaba haciendo torpe. Aunque ojalá aquella fuera la única preocupación de Aden. Ya no estaban solo alimentándose el uno del otro, lo cual era peligroso teniendo en cuenta lo que acababan de pasar, sino que se estaban acostando juntos. Y, tal y como Riley podía atestiguar, de mezclar los negocios con el placer no podía salir nada bueno.

Y si la bestia de Aden se liberaba… si el ansia de sangre dominaba a Victoria… Ninguno de los dos sobreviviría. Sin embargo, ninguno se tambaleaba ni temblaba, y ninguno estaba salivando y mirando los pulsos de los demás.

Joe se puso rígido. De repente se había alarmado. Y, sorpresa, sorpresa, no miraba a Aden. Miraba a cualquier parte, salvo a Aden.

—El resto de la casa está limpia —dijo Victoria—. Y no hay nadie sospechoso mirando desde otras casas.

Habían estado juntos mucho tiempo. Ella sabía cómo operaba Riley, y qué información quería, sin que él tuviera que decírselo.

Aden miró a Joe. Su expresión permaneció vacía. Sin embargo, la ira afloró en su tono de voz.

—¿Es él? —preguntó.

—Sí —dijo Mary Ann—. Es él.

Riley le dio un momento para ordenarse las ideas.

—Yo no soy quien vosotros pensáis —dijo Joe, sin mirar a Aden.

Aden pasó los siguientes segundos llevando a Victoria junto a Mary Ann, y después, colocándose de manera que Joe no pudiera ver a ninguna de las dos chicas.

—No se te da muy bien mentir, Joe. Yo dejaría de intentarlo. Ya has admitido que conoces a Paula.

—O lo he fingido.

—Como quieras —dijo Riley. Bajó el arma y apuntó hacia la moqueta—. Ah, y si crees que no puedo encañonarte y dis-parar más rápidamente de lo que tú puedes agarrar a uno de mis amigos, ponme a prueba. Te desafío.

Joe apretó los labios.

—¿Quién pensamos que eres? —preguntó Aden, interviniendo por fin en la conversación.

—Tu… padre —dijo Joe, y estuvo a punto de atragantarse.

—¿Y no lo eres?

Silencio. Después:

—¿Por qué lo estás buscando?

—Eso es algo de lo que solo voy a hablar con él.

De nuevo, un silencio tenso. Riley caminó hacia el frente y se agachó delante de Joe.

Joe se estremeció.

—Dime quién eres —le dijo Aden.

Por el amor de Dios… Aden había usado la voz de autor— lobo haría lo que él quisiera. La mayor parte de las veces, los hombres lobo eran inmunes.

Y parecía que Joe también.

—No —dijo, y por fin, miró a Aden a los ojos—. Así que eres uno de ellos —añadió entonces. La emoción se desbordó por fin. Decepción, incredulidad, ira.

—¿De quiénes?

—De los vampiros. ¿De quién, si no?

Aquella respuesta fue una revelación. Joe sabía lo que había allí fuera. Sabía que existía otro mundo.

—Entonces, ¿sabes que existen? —preguntó Aden con la voz ahogada.

—Por lo menos no intentas negarlo —dijo Joe rotundamente. Pero su ira se estaba apagando, junto con el resto de sus emociones, y el miedo se estaba apoderando de él.

—¿Eres mi padre?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Otra vez eso —murmuró Aden. Hubo una pausa.

Después, le dio a Joe las respuestas que quería—: Tengo tres almas atrapadas en la cabeza. Puedo hacer cosas raras, como viajar a momentos pasados de mi vida, despertar a los muertos, poseer los cuerpos de otra gente y predecir el futuro.

—¿Y?

Aden se echó a reír con amargura.

—Como si eso no fuera suficiente. Quiero saber si alguien más de mi familia era, o es, como yo. Quiero saber por qué soy como soy. Quiero saber por qué mis propios padres se negaron a ayudarme.

—¿Y crees que esas respuestas te ayudarán a entender?

—No me vendrían mal.

—¿Y esperas que tus padres se disculpen? ¿Que te digan que se equivocaron? ¿Que te acojan en sus brazos? —preguntó Joe, y entonces fue él quien se rio amargamente—. En este mismo momento puedo decirte que si esperas todo eso, vas a llevarte una decepción.

Riley no tuvo que mirar a Aden a la cara para saber que aquello le había hecho daño. Tal vez Aden nunca lo hubiera admitido, pero le habrían encantado aquellas cosas. Seguramente, las anhelaba en secreto. Un secreto tan profundo que lo guardaba solo para sí mismo. El hecho de ser rechazado así tenía que haber sido muy doloroso para él.

—Créeme —dijo Aden, que adoptó de nuevo una expresión desprovista de emoción—. No quiero tener nada que ver con gente que me dejó en un hospital mental para que me pudriera. Los monstruos que me dejaron al cuidado de médicos que me hacían daño, y de familias de acogida que intentaron volverme normal a palizas.

—No era eso lo que tenía que… —Joe apretó los labios, pero ya había hablado suficiente. Riley se lo había imaginado todo, y ahora, Aden lo sabía con certeza.

—¿Que no era eso lo que tenía que haberme ocurrido? —le espetó Aden—. ¿Se suponía que tenía que morir? ¿O pensabas que dejarme al cuidado de los servicios sociales siendo tan pequeño iba a ser lo mejor para mí?

Joe se enfureció.

—Exacto. ¿Soy tu padre? Sí. ¿Había alguien más como tú en la familia? Sí. Mi padre. Me arrastró por todo el mundo cuando era niño, por las cosas que atraía hacia nosotros. ¿Y tú me llamas monstruo? ¡No tienes ni idea de lo que es ser un verdadero monstruo! Yo vi a monstruos enormes y horribles matar a mi madre, y a mi hermano.

—¿Y eso excusa tu comportamiento hacia mí?

Joe continuó como si Aden no hubiera hablado.

—Cuando tuve edad suficiente, me alejé de mi padre y no volví a mirar atrás. Él intentó ponerse en contacto conmigo antes de morir. Lo asesinaron las mismas cosas que asesinaron al resto de mi familia, estoy seguro, pero no quise tener nada que ver con él. No iba a seguir viviendo de esa manera. Tenía que cuidar de mi propia familia.

—¡No cuidaste de mí! —le gritó Aden—. ¿Por qué te arries-gaste a tener hijos, si sabías que podían heredar los rasgos de tu padre?

—No lo sabía. Él era el único. Yo pensaba… creía que…

No era algo genético, no debería haberse convertido en algo genético. Él se lo hizo a sí mismo. Se enredó en cosas en las que no debería haberse enredado.

—¿Por ejemplo?

—La magia, la ciencia —dijo Joe—. Y en cuanto a ti, ¿cómo no iba a abandonarte? Tú eras igual que él. Una semana después de que nacieras, las cosas empezaron a aparecer.

Primero, duendes que querían colarse por nuestra ventana, después los lobos, y por último, las brujas. Eran parias, todos ellos, sin verdaderos lazos con sus razas, pero yo sabía que pronto comenzarían a venir en grupo. Era solo cuestión de tiempo que tuviéramos que huir… que tu madre muriera. Y yo. Y finalmente, tú.

—¿Y la niña? —preguntó Riley. Aden no lo sabía todavía, pero no dijo nada.

—Un accidente.

—¿Ella es…?

—¡No voy a hablar de ella!

—Bueno, pues yo no acepto tus razones —le dijo Aden—.

Me las he arreglado para no atraer a esos monstruos durante más de una década.

—A causa de las marcas protectoras —respondió Joe.

Aden apretó el puño.

—Me tatuaron la primera marca hace pocas semanas.

—No. Te la tatuaron cuando eras un bebé.

—Eso es imposible.

—No. Está oculta.

—¿Dónde?

—En la cabeza.

—Las pecas —dijo Victoria de repente—. ¿No te acuerdas?

Aden se frotó la cabeza.

—Entonces, ¿por qué ha dejado de funcionar? Y además, si hiciste que me tatuaran esa marca, si ahuyentaba a los monstruos, ¿por qué no te quedaste conmigo?

Joe cerró los ojos. Se le hundieron los hombros, y suspiró.

—Tal vez la tinta se decolorara. Tal vez el hechizo se rompiera por algún motivo.

Aden y Mary Ann se miraron, y Riley se imaginó que estaban acordándose de la primera vez que se habían visto.

Fue como si se desatara el poder de una bomba atómica, y aquella explosión llamó a todos los seres que había mencionado Joe, y a algunos más.

—Y no me quedé contigo —siguió Joe—, porque no estaba dispuesto a correr el riesgo. Tenía que mantener a salvo a tu madre.

—Mi madre —dijo Aden, con una expresión de absoluta melancolía—. ¿Dónde está ella?

—Eso no te lo diré nunca —respondió Joe con firmeza.

Riley se negó a aceptarlo.

—Si no querías que os encontraran, deberíais haberos cambiado de apellido.

—Lo hice. Durante una temporada. Pero Paula… —Joe se encogió de hombros—. Se empeñó.

¿Acaso ella sí quería encontrar a Aden?

Aden se irguió como si le hubieran atado una tabla a la espalda.

—Ya he oído suficiente.

En realidad, Riley pensó que había llegado al límite. Tal vez estuviera a punto de desmoronarse. Había encontrado a su padre, pero este no lo aceptaba. No quería ayudarlo, no quería ni siquiera verlo.

—¿Y qué pasa con Joe? —le preguntó.

—Déjalo. Ya he terminado con él.

Aden salió de la habitación y de la casa.

Riley les hizo una señal a las chicas para que salieran tras él. Cuando se hubieron marchado, tiró la pistola al suelo. En vez de lanzarse hacia ella, Joe se quedó en la cama.

—Es un buen chico, y ahora es el líder del mundo que usted desprecia tanto. ¿Y sabe otra cosa? Los monstruos de sus pesadillas obedecen a Aden. Él podría haberlo protegido mucho mejor que ninguna marca, y de una manera de la que ninguna otra persona hubiera podido hacerlo, pero usted lo abandonó como si fuera basura. Y acaba de hacerlo otra vez.

—Yo… no lo entiendo.

—Pues entienda esto: él se merecía algo mejor que usted.

Algo mucho mejor.

Entonces Joe se puso en pie de un salto.

—Tú no tienes ni idea de lo que yo pasé cuando…

—Búsquese todas las excusas que quiera. No va a cambiar los hechos. No protegió a su propio hijo. Es un desgraciado y un egoísta. Y ahora, deme su camisa.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído. Deme su camisa. No me haga repetirlo.

No le gustaría.

Joe se sacó la camisa por la cabeza y se la arrojó a Riley.

—Aquí tienes. ¿Contento?

Riley la atrapó en el aire.

—No —respondió.

Joe tenía cicatrices gruesas por todo el pecho. Eran cicatrices causadas por garras, por zarpazos. Tenía además otras marcas de protección, y Riley reconoció la más grande de todas. Era una alarma que le avisaba de cualquier peligro haciendo vibrar su cuerpo. No era de extrañar que se diera cuenta de que Mary Ann y él se acercaban.

—Ahora, si queremos volver a hablar con usted, no podrá esconderse en ningún sitio —le dijo. Se llevó la camisa a la nariz y la olfateó. Aunque él ya no podía convertirse en lobo, y no sabía si podía seguir un rastro, sus hermanos sí podían—. Tenemos su olor.

Y después, él también se marchó.