Riley, el de los muchos nombres, atravesó bosques, carreteras, vecindarios, callejones, corriendo sin parar. No se detuvo ni siquiera cuando las nubes dejaron salir el sol, y sus rayos le quemaron pese al aire frío, ni aminoró la velocidad cuando ese mismo aire frío le quemó los pulmones, ni cuando por fin apareció la luna dorada, a la que él quería aullar. Pasaron las horas, y él siguió recorriendo kilómetros y kilómetros.
Para distraerse, repasó todos los nombres que le habían puesto durante sus años de vida. Sus hermanos le llamaban Riley el Rijoso. O Riley Cállate ya. Victoria le había llamado, hacía poco, «El pesado que no me deja hacer nada».
Y normalmente, se lo llamaba mientras daba una patada en el suelo con su real pie.
Para matricularse en el instituto de Aden, Riley había adoptado el apellido de Connall. Connall significaba «perro de caza grande y poderoso» en el lenguaje antiguo. Victoria le había sugerido Ulrich, que significaba «guerrera». Una de las primeras bromas que había hecho su amiga. Él se había sentido tan orgulloso de ella que había estado a punto de aceptar la sugerencia. Sin embargo, Riley Ulrich sonaba a extranjero, y él quería mezclarse con los demás estudiantes sin llamar la atención.
Tal vez debería haber elegido Riley Smith. O Riley Jones.
Algunas de sus exnovias lo habían llamado Riley el Idiota. O Riley, Espero que te rompas el cuello.
Sus relaciones nunca terminaban bien, fuera cual fuera el motivo. Riley sabía que era culpa suya, y no solo porque las chicas se lo dijeran. Las mantenía a distancia deliberadamente, por su propio bien y por el de ellas. Tenía una vena posesiva muy fuerte, y si alguna vez decidía que una chica era suya, bueno, se la quedaría. Para siempre.
Claro, las chicas podían querer eso en un momento determinado, tal vez durante semanas o meses, pero las cosas podían cambiar. Ellas podían cambiar.
Él no.
Riley llevaba viviendo cientos de años. Para los humanos era muy viejo. No iba a aprender nada nuevo.
Entre su gente todavía era un bebé, pero eso no le servía de argumento, así que no iba a pensarlo.
Por otra parte, su novia, cuando llegara a conocerlo, tal vez no comprendiera su estilo de vida, tal vez no le gustara, tal vez decidiera dejarlo. Pero si él ya había llevado las cosas a un nivel superior, eso no sería posible. Cualquiera a quien uno llevara a casa de Vlad, se quedaba en casa de Vlad.
Vlad ya no era el rey, pero Riley entendía el razonami— especies. De todos modos, cuando alguien llevaba a un nuevo a la mansión, se exponía a recibir un desafío.
Solo había que mirar a Victorio y Draven.
Riley odiaba los desafíos. Lo que era suyo era suyo, y no lo compartía. Y tal vez sentía eso porque se había criado en una manada, y todo se consideraba propiedad comunal: la comida, la ropa, las habitaciones, las camas, las chicas que no tenían pareja, y sí, los chicos que no tenían pareja. Por eso se mantenía a distancia de sus novias y no les permitía que lo consideraran suyo.
Hasta Mary Ann.
Ella había conseguido atravesar, sin esfuerzo, sus barreras defensivas. Podía ser que las hubiera mutado, como mutaba todo lo demás. A él siempre le había intrigado, Mary Ann, desde el principio. Además, estaba deseoso de tener un poco de acción. Había sentido el deseo de tocar aquella melena negra, de perderse en sus profundos ojos castaños y de lamer aquella piel pálida. Al fin y al cabo, era un perro.
Mary Ann era alta y esbelta, bella, elegante, sensual.
Ella no era consciente de su propio atractivo. Algunas veces se miraba los pies y daba pataditas a las piedras.
Nunca buscaba la atención de los demás deliberadamente.
Algunas veces se ruborizaba. Era reservada y nerviosa, pero también tenía la determinación de superar cualquier prueba que se le presentara.
Al principio, él no se había dado cuenta de lo lista que era, pero lo había averiguado muy rápidamente. La mente de Mary Ann trabajaba a la velocidad del rayo. Ella nunca daba nada por sentado, lo investigaba todo y, a pesar de su timidez, no tenía problemas a la hora de expresar sus opin-iones ante la gente con la que estaba cómoda, porque creía al cien por cien en lo que decía.
Y siempre decía la verdad, por muy dura que fuera. Él admiraba aquel rasgo, porque también lo poseía.
Además, Mary Ann era afectuosa. Él no lo era, y no se había dado cuenta de que le gustaban las muestras de afecto hasta que la había conocido. Ella no temía llorar en su hombro, ni abrazarlo. Ni reírse y dar vueltas de alegría por una habitación. No contenía sus emociones. Era lo contrario a él, y a todas las chicas con las que había salido.
Era vulnerable, y no le importaba nada. Mary Ann vivía la vida.
Lo había dejado, sí, pero no había sido para protegerse a sí misma. Riley lo sabía. Lo había dejado para protegerlo a él. No quería hacerle daño, y él lo entendía. Tampoco él quería hacerle daño a ella. Sin embargo, ¿separarse? Esa no era la respuesta.
Así que era una embebedora, ¿y qué? Se las arreglarían.
Todas las parejas tenían sus problemas. Era cierto que su problema podía matarlo, pero encontrarían una solución para eso antes de que sucediera. Garantizado.
Siguió corriendo pese al cansancio y al sudor que le metía en los ojos. Al contrario que los perros, él podía sudar, entre otras cosas, como un humano. Y sudaba mucho.
Tenía el pelaje pegado a la piel cuando llegó a la ciudad.
Pasó jadeando entre la gente, que gritó al ver un animal tan grande, y entre los coches, y entre otros animales. Mascotas sujetas con una correa, criaturas salvajes que bus-caban comida.
Había muchas auras de colores distintos. Un aura por cada cuerpo físico. Un aura que abarcaba las emociones, la lógica, la creatividad, el pragmatismo, la verdad y la mentira, el amor y el odio, la pasión, la paz y el caos.
La gente llevaba aquellas capas como si fueran abrigos brillantes que emitían sus pensamientos y sus sentimientos. No sería tan difícil si cada una de aquellas capas fuera un color puro, el rojo, el azul, el verde o el amarillo. Sin embargo, él veía varios matices de los mismos colores, colores distintos sobre otros colores, colores que se mezclaban, colores, colores y más colores.
Eso era otra cosa que le gustaba de Mary Ann. Su aura.
No tenía que perder el tiempo en interpretar los colores que latían a su alrededor. Eran demasiado puros, demasiado fuertes. No había ninguna capa contaminada por otra, ni abierta a interpretaciones.
«¿Dónde estás, amor mío?».
La última vez que la había visto estaba en Tulsa, Oklahoma. Todavía no sabía cómo se le había escapado; la había visto, y de repente, ella había torcido una esquina y él había dejado de verla. Aunque no había dejado de percibir su olor a flores y a miel. Sin embargo, aquel olor también se había desvanecido, como ella, y su rastro se había perdido.
Él se habría quedado para seguir buscándola. Pero cuando había llamado a su hermano Nate y le había preguntado sobre Vic, Aden y la vida en la mansión, se había enterado de que su protegida no dejaba de llorar y estaba encerrada en su habitación dominada por la locura de la sangre, y de que había amenazado con hacerle daño a la gente. Entonces, había robado un coche y había vuelto a toda velocidad junto a ella.
De la misma manera, podría haber vuelto conduciendo hasta allí, el lugar en el que había perdido el rastro de Mary Ann, pero había preferido adoptar su forma animal y correr. Para buscar su olor. Para saber quién había interactuado con ella.
Cuando llegó a la calle donde la había visto por última vez aminoró el ritmo de la carrera. Los coches tocaron la bocina, viraron bruscamente para no atropellarlo. Él se trasladó hacia las sombras y se mantuvo junto a los muros de las casas para ocultarse.
Olfateó a su alrededor, y percibió muchos olores que se entremezclaban. Descartó algunos de ellos y continuó olisqueando, y percibió un ligero rastro de magia. Se le erizó el pelo del lomo, pese a que lo tenía húmedo de sudor. La magia correspondía a las brujas, y las brujas odiaban profundamente a Mary Ann.
Una de aquellas brujas podía estar siguiéndola.
Siguió olisqueando con el corazón acelerado. Mary Ann.
Su olor no se había desvanecido, sino que era más fuerte.
Ella debía de haber pasado por allí más de una vez, y recientemente. ¿Por qué?
Observó atentamente la zona. Había tiendas de ropa, una cafetería, un par de bares. A poca distancia había una colina iluminada con muchas farolas, y un edificio alto.
Una biblioteca.
Bingo. El lugar preferido de Mary Ann.
Se acercó a la entrada, pero las puertas estaban ya cerradas, porque había terminado el horario. Riley olisqueó y percibió el dulce olor de Mary Ann. Ella había estado allí muchas veces. Investigando, tal y como le pedía su naturaleza, pero ¿sobre qué?
Siguió olfateando, y percibió otro olor que le resultaba familiar. Era oscuro, un poco cítrico. Sin embargo, no le resultaba lo suficientemente conocido como para dar con un nombre.
Entonces, Riley perdió el olor completamente. El humo de un cigarro invadió el aire y enmascaró todo lo demás.
Gruñó y volvió la cabeza. Cuando encontrara al fumador le iba a…
Tras una de las columnas había un tipo sucio con una botella de whiskey, rodeado de humo.
—Perrito, perrito, psss —le dijo a Riley, arrastrando las palabras.
¿En serio? Riley lanzó un gruñido al tipo.
El borracho se rio.
—Eres un pequeño refunfuñón, ¿eh?
¿Pequeño? No mucho, en realidad. Riley le enseñó los colmillos al hombre y se giró. Desde la suave elevación di-visaba la zona comercial de la que acababa de salir, y más allá, algunos edificios de apartamentos y casas indi-viduales, y más allá, el centro de Tulsa. Muchas luces y edificios muy altos de cristal y cromo.
Mary Ann no se habría alejado mucho de la biblioteca, ni siquiera para perderse entre la gente. No podía permitirse un alojamiento en algún lugar caro, y tampoco iba a alejarse de la fuente de información.
Así pues, seguramente se había alojado en algún motel barato y cercano. Riley se alejó de la biblioteca sin dejar de olisquear, hasta que encontró el camino correcto. Sintió una gran impaciencia y apretó el paso.
Lo primero que iba a hacer cuando la viera sería zarandearla. Después, besarla. En tercer lugar, zarandearla de nuevo. Y en cuarto lugar, besarla otra vez.
Mary Ann debía de haberle quitado cien años de vida, y los hombres lobo no vivían para siempre, aunque tuvieran una vida muy larga.
Sus padres habían muerto antes de tiempo, y con demasiadas cosas que lamentar, y a sus hermanos y a él los había criado Vlad. Vlad, a quien había servido siempre, hasta que Aden se había ceñido la corona. Entonces, la lealtad de Riley había cambiado; no había traicionado a Aden ni siquiera cuando habían descubierto que Vlad seguía con vida. El vínculo ya se había formado.
Sin embargo, aquel nuevo Aden… tenía algo diferente que a él no le gustaba, aunque no estaba seguro de lo que podía ser. Pero ni siquiera así iba a traicionar a su nuevo rey. Cuando tuviera a Mary Ann de nuevo bajo su protección, ayudaría a Aden a recuperar su antigua personalidad.
El olor a magia se intensificó, y Riley aminoró el paso.
Agudizó la vista y miró más allá de las sombras y de los colores.
Al otro lado de la calle vio dos brillos reveladores. Uno era dorado metálico, y el otro, castaño dorado. Magia.
Mentora y aprendiz.
Puso toda su atención en el oído, y escuchó las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor, e incluso a kilómetros de distancia, fuera y dentro de los edificios… y descartó todo aquello que no necesitaba mientras se con-centraba en…
—Tengo que atacar ahora, mientras ella está desprotegida.
Riley conocía aquella voz. Era de Marie. Una bruja. La líder del grupo que había ido a Crossroads.
—Ya lo sé. Pero sus marcas de defensa son todo un problema.
Riley también conocía a su interlocutora; era Jennifer, otra bruja. La estudiante.
—Tendremos que planear minuciosamente el ataque. No podemos permitir que los tatuajes la salven.
—Y también habrá que ocuparse del chico —dijo Marie con un suspiro.
¿Qué chico? ¿Se referían a él, o a otro diferente? Riley sintió una punzada de celos.
—Él no ha hecho nada malo —apuntó Jennifer.
—No importa. Es poderoso. Nos dará problemas —respondió Marie—. No podemos permitir que nos persiga.
Podría hacernos mucho daño, sobre todo si decide ayudar al nuevo rey. Y como Aden tiene a Tyson dentro…
—Lo sé —dijo Jennifer en un tono de temor.
¿Tyson? ¿Era aquella una de las almas que Aden tenía en la cabeza?
Riley tomó nota de que debía decírselo a Aden, para ver si aquel nombre despertaba algún recuerdo en alguna de las almas. Se detuvo al llegar a la puerta del portal de un edificio de apartamentos. Era un edificio bastante de-startalado. Las brujas estaban dentro, y sus auras casi atravesaban los ladrillos de los muros. Él tenía ganas de entrar y de despedazar a mordiscos a aquellas brujas. Si alguien amenazaba a Mary Ann, moriría. Esa era la lección que ellas tenían que aprender. Sin embargo, Riley no tenía tatuadas marcas protectoras, porque su piel de lobo no las toleraba. Las brujas podrían echarle mil encantamientos y maldiciones distintas, de muerte, destrucción y dolor, y él estaría indefenso.
Por eso los lobos nunca desafiaban a una bruja si no iban acompañados por un vampiro.
Se le escapó un suave gruñido. Odiaba tener que renunciar a una batalla, pero lo hizo. Volvió hacia las sombras y vio el motel que había en la acera de enfrente; dentro había cuatro auras. Aquellas auras chisporroteaban, eran como un arco iris brillante.
Hadas.
Así que también estaban allí. Riley sintió miedo. Irguió las orejas y escuchó con atención.
—…hay que atraparla antes que las brujas —estaba diciendo alguien. Era una mujer, seguramente Brendal, el hada que había intentando ejercer control mental sobre Aden para que hiciera lo que ella quería. Era una princesa de las hadas, hermana del príncipe Thomas—. Es mía.
—Sí, alteza.
Oh, sí. Era Brendal.
Riley comenzó a correr otra vez, y la esencia de Mary Ann se intensificó en cuanto llegó al Motel Charleston.
¿Acaso ella se había hospedado en un establecimiento tan ruinoso? No encajaba con Mary Ann, pero tal vez se hubiera metido allí para distraer a quien la estuviera persiguiendo.
Las hadas y las brujas la habían visto. Riley lo sabía con certeza. De lo contrario, ¿por qué iban a estar en aquella ciudad, hablando de ella?
Decidió no perder más el tiempo y adquirió su forma humana. De repente se vio desnudo y tuvo mucho frío, así que cambió de nuevo a hombre lobo. Intentó girar el pomo de la puerta de la habitación con los dientes, pero no lo consiguió. Entonces, empujó la puerta con todas sus fuerzas y su considerable peso de lobo. Las bisagras saltaron y la madera se astilló.
Permaneció en la entrada, observando la escena. Lo primero que vio fue que había alguien en el suelo. Era Tucker Harbor. Lo segundo, que había alguien en la cama, sentada, y que aquella persona jadeó de la sorpresa. Mary Ann.
Al instante, aquella escena cambió. Ya no había nadie en el suelo, sino que ambas personas estaban en la cama, manteniendo relaciones sexuales. Riley gruñó de nuevo, pero aquel gruñido fue salvaje y letal como una daga. Ya había decidido que iba a matar a Tucker Harbor, pero ahora iba a hacerlo con dolor.
Riley adquirió de nuevo la forma humana, sin preocuparse de su desnudez, y cerró la puerta lo mejor que pudo.
Después se giró y se cruzó de brazos.
—Sé lo que estás haciendo, desgraciado.
Ilusiones. Aquello no era más que una ilusión, y él lo sabía.
—Riley —dijo Mary Ann con la voz ronca.
Al oír su nombre en labios de Mary Ann, él notó que se le calentaba la sangre, y no precisamente de furia.
—Tucker —dijo ella—, para, o te mato.
Una amenaza graciosa, viniendo de Mary Ann, pero efectiva. Tucker dejó de proyectar aquella ilusión, y de nuevo, Riley vio al chico en el suelo y a Mary Ann sentada sobre el colchón.
—Por el amor de Dios, Riley, tápate. Tucker está aquí —le pidió ella, lanzándole una sábana, con las mejillas ruborizadas.
Riley tuvo ganas de desobedecer, pero finalmente tomó la sábana y se la enroscó en la cintura a modo de falda.
Después volvió a cruzarse de brazos.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó sin rodeos.
—¿Es que no lo ves? —respondió Tucker—. Hemos vuelto a salir.
—No digas ni una palabra más, demonio —le espetó Riley—.
¿Mary Ann? Hay brujas y hadas muy cerca de aquí, y todas están planeando tu muerte. Puedes decirme ahora lo que está pasando, o decírmelo después de que mate a Tucker.
Ella tragó saliva.
—Ahora es mejor.
—Bien.
Tucker se levantó. Solo llevaba una camiseta y unos calzoncillos. Ambos estarían mejor hechos jirones, junto a su piel.
—¿Quieres un pedazo de mí, lobo? Entonces, ven y tómalo. Porque tu novia ya lo ha hecho.
Mary Ann soltó un jadeo.
—¡Eres un mentiroso! He cambiado de opinión, Riley.
Podemos hablar después de que lo mates.
Riley sonrió. Hasta que oyó:
—¡El lobo ha vuelto! ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Jennifer. Por medio de la magia, las brujas podían ver a cualquiera en cualquier momento. ¿Cómo era posible que él no hubiera pensado en eso?
—La matanza tendrá que esperar —le dijo a Mary Ann—.
Recoge tus cosas. Tenemos que irnos. Las brujas te están vigilando.
Y él tenía que hacer algo para detenerlas.
—Está bien. Sí.
Mary Ann se había quedado pálida y estaba temblando.
Se levantó de la cama. Su bolsa de viaje estaba hecha y cerrada, así que en cuanto se puso las zapatillas de deporte, estuvo lista.
Un segundo más tarde estaban corriendo en mitad de la noche. Tucker los siguió.
—Me necesitáis —dijo con petulancia—. Si queréis tener éxito.
—Como si hubieras hecho un buen trabajo hasta ahora —le soltó Riley.
—Está viva, ¿no?
Eso no podía discutírselo.
—Ya está bien de discusiones —dijo Mary Ann con exasperación—. Ya nos gritaremos y nos amenazaremos cuando estemos a salvo.
Riley oyó la pregunta que ella quería formular:
¿Estarían a salvo alguna vez? Quería responderle, pero se calló y adoptó la forma de lobo. La sábana cayó de su cuerpo y quedó atrás.
Él se aseguraría de que ella no corriera ni el más mínimo riesgo, costase lo que costase.