Victoria Tepes, hija de Vlad el Empalador y una de las tres princesas de Wallachia, se preparó para el impacto. Un segundo después, Aden la embistió y la aplastó contra la pared de la cueva. Adiós, amado oxígeno.
No tuvo tiempo para volver a tomar aire, porque Aden la agarró por el cuello y apretó. No tanto como para hacerle daño, pero sí lo suficiente como para atraparla. Victoria sabía que estaba luchando con todas sus fuerzas contra los impulsos del monstruo; de lo contrario, ya la habría matado.
Pero él perdería la batalla, y pronto.
La ira la habría ayudado a apartarlo de un empujón, pero no consiguió enfurecerse. Ella misma le había hecho aquello, y se sentía muy culpable por ello. Aden le había dicho que no intentara salvarlo. Le había dicho que, si lo hacía, ocurrirían cosas malas. Sin embargo, mientras miraba al chico al que había empezado a amar, a la única persona que la había aceptado tal y como era, sin tensiones ni expectativas, no había podido dejarlo marchar. Había pensado: «Es mío, y lo necesito».
Así pues había actuado antes de que la muerte se lo llevara. No lamentaba lo que había hecho; ¿cómo iba a lam— de culpabilidad la corroía. Estaba segura de que Aden de-ploraba aquello en lo que se estaba convirtiendo: un ser agresivo, dominante… un guerrero sin alma.
Normalmente era dulce con ella, y la trataba como si fuera un tesoro de valor incalculable. Parecía que tenía gra-bada en el cerebro la necesidad de protegerla, aunque ella pudiera destruirlo en un segundo. O más bien, hubiera podido destruirlo. Aden estaba cambiando también físicamente. Era más alto, más fuerte y más rápido que antes.
Y sus ojos, que normalmente tenían todos los colores brillantes de los ojos de las almas que se alojaban en él, se habían vuelto de un increíble color violeta.
—Tengo sed —dijo con la voz ronca, y a ella le pareció que percibía un olor a humo que provenía de él.
«¿No os parece maravilloso?», preguntó una voz masculina dentro de su cabeza. «Estamos otra vez con la chica vampiro». Era Julian, el alma que podía despertar a los muertos. Hasta el momento, sin embargo, lo único que había hecho era alterarla a ella.
«¡Bien! Eh, Vicki», dijo inmediatamente otra de las almas, uniéndose a la conversación. «Deberías darte una ducha. Ya sabes, para quitarte toda esa sangre de encima. Y acuérdate de frotarte bien por todas partes. La limpieza es algo muy importante para el espíritu». Aquella voz era la de Caleb, el alma que podía poseer los cuerpos de los de-más, y aficionado a las curvas femeninas.
—Déjame poseer el cuerpo de Aden —dijo ella. Lo había visto entrar y desaparecer en los cuerpos de otra gente y apropiarse de su voluntad. Podía obligarles a hacer lo que quisiera.
Él ya no necesitaba a Caleb para hacerlo. Podía controlar aquella capacidad a placer. Sin embargo, ella no. Lo había intentado muchas veces, pero siempre había fracasado. Tal vez porque las almas no eran una extensión de su ser, tal vez porque eran nuevas para ella. Debía de haber una manera especial de relacionarse con ellas, pero Victoria todavía no la había hallado; las almas luchaban constantemente contra ella. Y, fuera cual fuera el motivo, necesitaba su permiso para usarlas.
Se oyó un coro de «noes», como de costumbre.
—Tendré mucho cuidado con él —añadió Victoria—. Le obligaré a sentarse y a quedarse quieto hasta que se le pase la locura —dijo. Si podía hacerlo, claro. Algunas veces, la locura se apoderaba también de ella, y entonces olvidaba su propósito.
«No, lo siento», dijo Caleb. «Los chicos y yo hemos hablado de ello, y hemos llegado a la conclusión de que no vamos a ayudarte a que nos uses. Eso podría crear un vínculo permanente entre nosotros, ¿sabes? Tú eres muy guapa, y a mí me encantaría tener un vínculo contigo, y de hecho, quedarnos aquí más tiempo del que sea necesario. Y ahora, sobre esa ducha…».
—Gracias por tu discurso. Si resulta herido, vosotros tendréis la culpa.
«No, sabremos a quién tenemos que echarle la culpa.
Porque tienes razón: esto no va a terminar bien», dijo Elijah, que podía predecir la muerte. Él nunca tenía nada bueno que decir. Por lo menos, a ella no.
Caleb resopló.
«Muérdete la lengua, Elijah. Las duchas siempre terminan bien si uno sabe lo que está haciendo».
Aden la zarandeó como si quisiera pedirle que le prestara atención.
—Tengo sed —repitió. Claramente, estaba esperando que ella hiciera algo al respecto.
—Lo sé —dijo Victoria. Estaba sola. Almas estúpidas. No solo se negaban a ayudarla, sino que le robaban la concentración y no le permitían ayudarse a sí misma—. Pero no puedes beber de mí. No me he recuperado por completo de la última vez.
Sobre todo, teniendo en cuenta que la última vez había sucedido cinco minutos antes. Aden no debería estar tan desesperado.
—Tengo sed.
—Escúchame, Aden. No eres tú, sino Fauces. Lucha contra él. Tienes que luchar contra él.
«No vas a poder llegar a él», le dijo Elijah. «He tenido una visión sobre esto. Aden está perdido ahí dentro».
—¡Oh, cállate ya! —protestó ella—. No necesito tus comentarios. ¿Y sabes otra cosa más? ¡Ya te has equivocado más veces! Aden no murió cuando lo apuñalaron. ¡Ninguna de las dos veces!
«Sí, y mira dónde os ha llevado eso a los dos».
Recalcando lo evidente. Qué golpe más bajo.
—Cállate.
—Tengo sed. Debo beber ahora mismo —dijo Aden, y le mostró los colmillos un segundo antes de lanzarse a su cuello.
En cierto modo, él sabía que no le podía atravesar la piel y llegar a sus venas, pero eso no le impidió intentarlo.
Victoria lo agarró por el pelo y lo lanzó hacia el otro lado de la cueva. Se estremeció al ver que todo explotaba a su alrededor, en una nube de polvo y piedras. Después, Aden se deslizó hasta el suelo, mientras Victoria tosía intentando tomar aire entre el polvo.
«¡Eh! Ten cuidado con nuestro chico», le dijo Julian.
«Quiero volver a habitar dentro de él, ¿sabes?».
Ella tuvo ganas de gritarle que lo estaba intentando.
¿Cómo era capaz Aden de tratar con aquellos seres durante toda su vida? Parloteaban constantemente, lo comentaban podía tomarse nada en serio. Elijah era el mayor aguafiestas de toda la historia.
Aden se puso en pie con la mirada fija en ella.
«¿Cómo puedo detenerlo sin hacerle daño?». Victoria ya se lo había preguntado mil veces, pero nunca daba con la solución. Tenía que haber alguna manera de…
«Eh, me siento un poco raro», dijo Caleb en aquel preciso instante.
«¿Quieres dejarlo ya? Lo que tienes es una sensación rara en los pantalones, y la única manera de que se arregle es que Victoria se desnude», le espetó Julian. «¿Por qué no le haces un favor a Aden y dejas de intentar darte una ducha con su novia?».
Victoria se tapó los oídos. Ojalá pudiera alcanzar a las almas y asesinarlas, por fin. Hablaban tan alto… Sin embargo, eran sombras que se movían por su cabeza sin que ella pudiera tocarlas, que se escabullían y escapaban cada vez que ella se acercaba.
«No, no estoy excitado», dijo Caleb, y después hizo una pausa. «Bueno, lo estoy, pero no estaba hablando de eso en este momento. Estoy… mareado».
Caleb estaba diciendo la verdad. Victoria también sintió aquel mareo, y se tambaleó.
«Eh», dijo Julian un segundo después. «Yo también.
¿Qué nos has hecho, princesa?».
Por supuesto, él tenía que culparla a ella, aunque no fuera culpa suya. Siempre se mareaban unos minutos antes de volver a Aden, y siempre se sorprendían.
«Aquí llega Aden», le advirtió Elijah. «Espero que estés preparada para los cambios que están a punto de suceder.
Yo sé que no lo estoy».
«Eh, no ayudes al enemigo», gruñó Julian.
—Yo no soy el… —trató de decir Victoria. Sin embargo, percibió de lleno el olor potente de la sangre de Aden. La boca se le hizo agua y de repente recordó sus propias necesidades. Al instante se estaba desplomando porque unas manos fuertes la empujaban hacia abajo. La roca dura y fría de las paredes de la cueva le arañó la espalda, y el resto de la frase que iba a pronunciar salió de sus labios en un jadeo—: enemigo.
—Comida —dijo Aden. La inmovilizó con el peso de su cuerpo y le mordió el cuello. Ella le tiró del pelo, pero en aquella ocasión no consiguió apartarlo; Aden mordió con más fuerza y consiguió atravesarle la piel y llegar a su vena.
Nunca había ocurrido nada así, y a Victoria se le escapó un grito de dolor. El grito murió con tanta rapidez como había empezado. La garganta se le cerró cuando el mareo se apoderó de ella inesperadamente. Le temblaron los músculos y creyó oír gemir a Caleb.
Caleb. Al recordar su presencia, susurró su nombre y le pidió que la ayudara.
—Deja que posea a…
El segundo gemido del alma la interrumpió.
«¿Qué me está pasando?».
—Concéntrate, por favor. Déjame…
«¿Me estoy muriendo? No quiero morir. Soy demasiado joven para morir».
Caleb y su charla no le iban a resultar de ayuda, ni las otras almas tampoco. Julian y Elijah también estaban jadeando. Pero no se marchaban, no regresaban a Aden. Y entonces, sus gemidos se convirtieron en gritos que le em-pañaban la mente, que desbarataban su sentido común.
Las imágenes comenzaron a sucederse en su cabeza. Vio a su guardaespaldas, Riley, alto y moreno, sonriendo con su sentido del humor lleno de picardía. A sus hermanas, Lauren y Stephanie, las dos rubias y bellas, tomándole el pelo sin piedad. A su madre, Edina, girando sobre sí misma, con su melena negra volando a su alrededor. Al hermano que había perdido mucho tiempo atrás, Sorin, un guerrero a quien había tenido que olvidar a la fuerza.
Entonces vio a Shannon, su compañero de habitación, bondadoso y preocupado. No, no era su compañero, sino el de Aden. Ryder, el chico con el que había querido salir Shannon, y que le había rechazado. Dan, el propietario del Rancho D. y M., donde ella había vivido durante los últimos meses. No, ella no. Aden.
Sus pensamientos y sus recuerdos estaban mezclándose con los de Aden y formando una nube a su alrededor. Entonces desaparecieron de repente, y ella sintió que se debilitaba… tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse despierta…
«¡Vamos, Tepes! Eres de la realeza. ¡Puedes hacer esto!».
Aquella pequeña charla de motivación le sirvió para recuperar la determinación. Tiró a Aden del pelo nuevamente y lo obligó a alzar la cabeza. Por desgracia, no tenía la fuerza suficiente como para lanzarlo lejos. Y, por un momento, sus miradas se cruzaron. Él tenía los ojos rojos y brillantes. Eran los ojos de un demonio. La sangre le caía de la boca. Victoria sabía que aquella era su sangre, sangre que ella necesitaba conservar desesperadamente.
Debería estar asustada, porque al mirar al monstruo a quien ella misma había creado, vio su muerte. Una muerte que tenía sentido. Elijah le había dicho que Aden estaba en manos de la bestia, y Elijah nunca se equivocaba. Y, sin embargo…
Sangre… Su propia hambre despertó también y la llenó, le dio fuerzas. No permitiría que acabara con ella sin antes darse un festín. Con él.
Sus colmillos se prolongaron y ella se alzó para del obstáculo, pero solo vio la piel bronceada de Aden. No había nada que cubriese aquel pulso que latía a martillazos.
«Probar, probar, tengo que probarlo». Aquel era un mantra del que las almas no tenían culpa alguna.
Con un rugido, Victoria le soltó el pelo y le clavó las uñas. Solo necesitaba hacer un corte pequeño. Debería ser muy fácil, pero sus uñas fallaron igual que sus colmillos.
Aden volvió a inclinarse hacia ella. Claramente, la yugular de Victoria se había convertido en su juguete favorito.
«Probar». Victoria se irguió para intentar morderlo, a su vez.
—Probar —dijo la bestia, como si le hubiera leído el pensamiento y lo reflejara.
Rodaron por el suelo para intentar dominar el uno al otro. Cuando ella conseguía apartarlo de sí, él siempre lo-graba volver a abalanzarse sobre ella en un abrir y cerrar de ojos. Chocaron por las paredes, cayeron sobre el estrado rocoso que usaban como lecho y chapotearon por los char-cos del suelo.
Quien ganara, comería. Quien perdiera, moriría. El círculo de la vida se cerraría una vez más. Victoria luchó porque deseaba alimentarse, pero pronto Aden la inmovilizó, y en aquella ocasión lo hizo con tanta fuerza que no pudo liberarse. Él consiguió agarrarla por las muñecas y sujetárselas por encima de la cabeza.
Fin de la historia. Había perdido.
Hizo una evaluación rápida de la situación. Estaba sudando, jadeando, con el pulso acelerado y con un único Sí.
—Suéltame —le dijo con un gruñido.
Aden se quedó inmóvil sobre ella. Él también estaba jadeando y sudando. Todavía tenía los ojos rojos, pero se le habían mezclado con brillos de ámbar, y aquel era el color normal de sus ojos. Eso significaba que, por una vez, Elijah se había equivocado. Aden estaba allí dentro, luchando para controlar a la bestia.
Ella no podía ser menos.
Se aferró a aquel pensamiento y se concentró en respirar lentamente. Entonces, comenzó a oír otras voces que no eran la suya.
«…Me siento peor», estaba diciendo Caleb.
Nunca había tenido un mareo tan intenso. Y, una vez que habían comenzado los cambios, las almas no deberían haber sido capaces de permanecer quietas. ¿Por qué no habían salido de ella?
«Tenemos que mantener la calma», dijo Elijah. «¿De acuerdo? No nos va a pasar nada. Lo sé».
«Estás mintiendo», dijo Julian, arrastrando las palabras al hablar. «Duele demasiado como para que estemos bien».
«Sí, estás mintiendo», repitió Caleb con verdadero también. Todos nos estamos muriendo. Sé que nos estamos muriendo».
«Deja de decir eso y cálmate», le ordenó Elijah. «Vamos.
Tus ataques de ansiedad están haciendo correr a Aden y a Victoria más peligro de lo normal».
Por fin. Preocupación. Pero llegaba demasiado tarde. Ya estaban en peligro.
«Yo… necesito…».
«¡Caleb! Nos estás poniendo en peligro. Por favor, cálmate ».
—Tengo sed —dijo Aden, y su voz grave la devolvió al presente.
La luz ámbar estaba desapareciendo de sus ojos, y el rojo se expandía. Él estaba perdiendo la batalla y volvería a atacarla muy pronto, porque había fijado la mirada en la herida de su cuello. Aden se relamió y cerró los ojos mientras inhalaba con deleite el olor de la sangre.
Victoria pensó que aquel era el momento perfecto para golpear. Su oponente estaba distraído.
—Saborear —gruñó.
«Victoria. Tú lo quieres. Has luchado para salvarlo. No malgastes tu esfuerzo sucumbiendo a un apetito que puedes controlar». La voz del sentido común en el caos de su cabeza. Pero, claro, Elijah, el vidente, tenía que saber exactamente lo que podía decir para llegar a ella. «¿De acuerdo?», prosiguió él. «No puedo ocuparme de Caleb y de ti a la vez, con este mareo. Uno de vosotros dos tiene que comportarse como un adulto. Y, como tú tienes ochenta y tantos años, te elijo a ti».
Aden abrió los ojos de repente. Eran de un rojo brillante.
Ya no quedaba ni un rastro de humanidad en ellos.
Controlarse, sí. Podía hacerlo. Y lo haría.
—Aden, por favor. Sé que puedes oírme. Sé que no quieres hacerme daño.
Hubo una pausa llena de tensión. Después, milagrosamente, apareció otro brillo de color ámbar en lo más profundo de aquellos ojos.
—Suéltame, Aden. Por favor.
Otra pausa. Aquella fue eterna. Lentamente, muy lentamente, él abrió los dedos, le liberó las muñecas y apartó los brazos de ella. Se irguió hasta que quedó sentado a horcajadas sobre ella, apretándole las caderas con las rodillas.
—Victoria… Lo siento muchísimo. Tu precioso cuello… dijo con dos voces a la vez: la suya, y la de la bestia. Eran dos sonidos diferentes, uno el de la comprensión y, el otro, de humo, que se entremezclaban.
Ella sonrió débilmente.
—No tienes por qué disculparte.
«Yo misma te he hecho esto», pensó.
«Necesito… tienes que…». Parecía que Caleb no tenía aliento para hablar, y de repente, a Victoria también le faltó el aire. «Está ocurriendo algo. No puedo…».
«Escúchame con atención, Caleb», le exigió Elijah. «Todavía no podemos volver a Aden. Nos mataría».
«¿Que nos mataría?», preguntó Caleb con indignación.
«Era de esperar. Sabía que íbamos a morir».
«¿Qué quiere decir que nos mataría?», preguntó Julian.
«¡Quiere decir que estaremos bien siempre y cuando no sigáis con esto! Vuestro pánico nos va a sacar de Victoria, y no podemos salir de ella todavía. Así que tenéis que calmaros, tal y como os he dicho. ¿Me oís? Más tarde volveremos a Aden. Después de… Después. Así que, Caleb, Julian, escuchad…».
Su discurso terminó súbitamente. Caleb gritó, y después Julian gritó también, y sus gritos se mezclaron con las exclamaciones de consternación de Elijah. No, no habían escuchado.
Y parecía que ella tampoco. Victoria fue la siguiente en gritar, alto, tan alto que hacía daño, mucho daño. Después ya no le importó. El dolor desapareció y su grito se convirtió en un ronroneo.
De alguna manera que no entendía, en su interior nació un poder absoluto que se fundió con todo su ser y pasó a ser parte de ella. E hizo que se sintiera bien, muy bien.
Durante su vida había absorbido la energía vital de varias brujas. Eso perjudicaba mucho a los vampiros, porque era una droga contra la que no tenían ninguna defensa; una vez que la probaban, no podían pensar en otra cosa.
Ella lo sabía muy bien. Algunas veces se apoderaba de ella aquel anhelo incontrolable y se encontraba corriendo por el bosque, buscando, buscando con desesperación alguna bruja. Y aquel era el motivo por el que las brujas y los vampiros se evitaban los unos a los otros.
Sin embargo, aquella súbita explosión de poder… era parecida a la energía de una bruja, embriagadora, cálida como los rayos del sol, pero al mismo tiempo, fría como una tormenta de nieve. Era algo abrumador que la llevó flotando por las nubes, que la sacó de aquella caverna.
Dormitó en una playa, con las olas de la orilla lamiéndole los pies. Bailó bajo la lluvia con tanta despreocupación como una niña.
Qué eternidad tan bella la esperaba allí. No quería marcharse nunca.
Le pareció oír llorar a las almas y se preguntó si no estaban experimentando lo mismo que ella.
De repente, un rugido atravesó su euforia, y aquel sonido rugiente extendió unos tentáculos que la atraparon y quisieron tirar de ella con fuerza. Victoria frunció el ceño y hundió los talones en el suelo. ¡Iba a quedarse allí!
Entonces oyó otro rugido, más alto, más amenazante, y comenzó a sudar…
En un instante volvió a la realidad y su tranquilidad desapareció.
Las almas ya no charlaban, ni gritaban, ni lloraban, y la sensación de poder se había desvanecido con la tranquilidad. Fauces había vuelto, y no quería que ella le hiciera daño a Aden.
Antes, cada vez que la bestia volvía a ella, Victoria sentía una avalancha de conocimiento, y nada más. Después, el monstruo la dejaba. Luego volvía. Un círculo que no tenía fin, que se sucedía mientras Aden y ella bebían. Pero aquello… aquello era distinto. Más fuerte. Tal vez algo como una transferencia de energía. ¿O acaso había sido el final del círculo de posesión?
Victoria abrió los ojos y soltó un jadeo. No había salido de la cueva, pero había estado muy ocupada. Estaba de pie, con los brazos estirados. Sus dedos emitían un fulgor dorado que estaba debilitándose poco a poco, y que desapareció.
Aden estaba desplomado en el suelo, contra la pared más alejada, sin conocimiento e inmóvil. ¡No!
Corrió hacia él y le buscó el pulso rápidamente. Encontró las pulsaciones, aunque eran muy débiles; Aden estaba vivo.
Sintió un alivio inmenso, y después, una punzada de remordimiento. ¿Qué le había hecho? ¿Le había golpeado?
¿Había succionado su energía?
No, no era posible. Fauces no lo habría permitido, ¿verdad?
—Oh, Aden —susurró, mientras le apartaba el pelo de la frente. No tenía hematomas en la cara ni perforaciones en el cuello—. ¿Qué te ocurre?
Victoria oyó un sonido muy suave y se inclinó hacia él con el ceño fruncido. ¿Estaba… canturreando? Sí, canturreaba. Y si estaba cantando, no podía estar sufriendo, ¿no?
Lo observó con suma atención; Aden tenía una suave sonrisa en los labios y una expresión serena, infantil, inocente, casi angelical. Debía de estar experimentando la misma euforia que ella.
Al darse cuenta, Victoria se relajó y le acarició la frente con un dedo. Era un chico guapísimo. Llevaba el pelo teñido de negro, pero era rubio, cosa que podía apreciarse en las raíces claras de su cabello, de más de dos centímetros de largo. Sus cejas se arqueaban a la perfección sobre unos ojos ligeramente rasgados, y bajo su nariz, también perfecta, había unos labios carnosos y una barbilla con carácter. Ninguna chica se cansaría nunca de mirar aquel rostro.
—Despierta, por favor, Aden. Por favor.
Él frunció el ceño y a los pocos segundos hizo una mueca.
A ella se le aceleró el corazón. ¿Y si Aden no estaba flotando de euforia? ¿Y si estaba agonizando? Aquella mueca…
Él jadeó una vez, y después otra, y emitió un sonido ronco que Victoria ya había oído antes, cada vez que ella misma había tomado demasiada sangre humana.
«No va a morir. No, no puede morir». Llevaban una semana allí, y todo aquel tiempo habían estado luchando, be-sándose y bebiendo el uno del otro. Aden había sobrevivido a todo aquello, y tenía que sobrevivir a eso también, fuera lo que fuera.
De repente, se dio cuenta de que Fauces no estaba gritando en su interior, como de costumbre. Se miró a sí misma con desconcierto y advirtió que las marcas protectoras de su cuerpo habían desaparecido. Y de todos modos, la bestia permanecía en silencio; aquello nunca le había ocurrido.
¿Qué otras diferencias había? Miró el cuello de Aden, el lugar donde le latía el pulso, y la boca se le hizo agua. Sin embargo, el impulso, la necesidad imperiosa de morderlo, no existía.
No, no era cierto. Sí existía, pero no era tan fuerte. Podía controlarla. Aunque tuviera sed y estuviera desesperada por beber sangre de otra persona… Y si ahora ella podía tomarla de otra persona, tal vez Aden también. De ser así…
Él estaría salvado por completo. O al menos, eso esperaba. No había forma de saberlo. Aunque todavía se sentía muy débil, entrelazó los dedos con los de Aden, cerró los ojos y se imaginó su propio dormitorio en la mansión de los vampiros en la que vivía, en Crossroads, Oklahoma.
Una alfombra blanca, unas paredes blancas, una colcha blanca.
De repente se levantó una brisa suave que le removió el pelo y, con alivio, agarró con fuerza a Aden y sonrió. El suelo desapareció y ambos flotaron. En cualquier momento llegarían a…
Victoria notó que sus pies se posaban en un suelo blando. Una alfombra.
Estaban en casa.