Gaviota había apagado la hoguera y la linterna. Tenía la sospecha que tanto él como mi padre montaban guardia no demasiado lejos, en la oscuridad. Temblando con el fresco del otoño, me quité las botas, túnica, enaguas y ropa interior. Después me metí bajo las mantas junto a Bran. Al otro lado, Johnny seguía durmiendo, una presencia cálida y minúscula acurrucada junto a su padre. La oscuridad era profunda, había borrado todas las señales y marcas. Arriba, abajo, izquierda y derecha habían desaparecido. No se distinguía si los muros estaban lejos o justo encima de ti, atrapándote.
Más cerca —susurraban las voces antiguas—. Más cerca. —Así que enrosqué mi cuerpo con el de Bran, carne desnuda contra carne, y lo abracé con fuerza. Sentía su corazón latir contra el mío, regulé mi respiración hasta acompasarla con la suya—. Mucho mejor —parecieron murmurar las voces—. A su lado. No le dejes ir. Esta noche no hay más luz que tú.
Y esta vez le oí directamente, casi como si estuviera esperándome.
… oscuro… muy oscuro… uno, dos, tres… demasiado oscuro…
Esta noche hay luna nueva. Ha habido otras noches así. Ésta es distinta. Estoy aquí, contigo.
… muy oscuro… no puedo… demasiado tiempo…
Dijo que volvería a por ti. Pero no podía volver, Johnny. No podía regresar, aunque quería, más que nada en este mundo. He venido yo en su lugar. ¿Preguntaste alguna vez por qué no volvió?
Empezó a acelerársele el corazón y yo le acaricié la piel con la punta de los dedos, y nos obligué a calmarnos. Tenía la mente llena de imágenes de oscuridad, dolor, daño; imágenes incompletas, distorsionadas, mezcladas todas juntas. Cuchillo; sangre; gritos; manos que sueltan. Muerte. Pérdida.
… no volvió nunca… no volvió…
Te quería. Dio su vida por ti. No te abandonó, Johnny.
… escoria de alcantarilla… perro abandonado… mi propia madre no me quería… no servía ni como basura…
Eso son mentiras. Déjame mostrártelo. Llévame, Bran. Llévame antes.
No hay antes. Me dejó. Cállate, Johnny… calladito como un ratón, cariño, no importa lo que oigas… espérame… volveré a por ti en cuanto pueda… sus manos… obligándome a agachar, en la oscuridad. Sus manos soltándome. Cerrando la puerta. No volvió nunca. Eso es lo que hay. Y no hay nada más.
Ah. Pero yo he venido a por ti. Ella no pudo, pero te quería, y quería ponerte a salvo. Dame la mano, Bran. Estoy muy cerca. Tiende la mano hacia mí.
Fuera del refugio, alrededor del estanque, los árboles se agitaron. Pero no había viento.
… está oscuro. No te veo…
Llévame al tiempo de antes. Venga, Bran. Llévame.
Ya te lo he dicho, no hay nada antes. Sus manos que me sueltan… nada más.
¿Quién te enseñó a contar uno, dos, tres, hasta diez? Un niño muy listo. Un niño como tu hijo, con sed de conocimiento, ansioso por la aventura. ¿Quién te ponía las piedrecitas blancas y te enseñó los números?
… uno, dos, tres, cuatro… señalaban sus dedos, con las uñas limpias y las manos pequeñitas… llego a diez y aplaude. Miro hacia arriba, pagado de mí mismo y sonríe. Su pelo es como el sol, sus ojos llenos de brillo. Bien, Johnny, bien. ¡Qué chico más listo! ¿Repetimos? Vamos a poner los cerditos en dos filas; eso es. Y ahora el granjero los va a contar, la mitad para el mercado, la mitad para engordar en invierno. ¿Cuántos hay en esta fila…?, uno, dos, tres… pero se marchó… me soltó…
Jamás te habría abandonado por su propia voluntad. Te escondió, y después dio su vida por ti. ¿No has oído la historia que ha contado mi padre? Tu madre era la mujer más valiente. Quería una vida alegre y con un objetivo para su pequeño hijo de invierno; quería que caminara siempre hacia la luz. Como tu padre, el orgullo que sentía por ti se reflejaba en su rostro al levantarte en brazos… subías, subías al cielo… muy, muy alto, y sabías que aquellas manos te recogerían siempre.
… no… no me acuerdo…
Siempre te recogía. Cada vez. Tenía los ojos grises y calmados que tú tienes, igual de sinceros. Vuelve, Johnny. Vuelve al tiempo de antes.
Arriba, arriba y abajo. Arriba, arriba y abajo. A volar al cielo. Caigo en sus manos. Sonríe. Tiene el pelo rizado, el rostro ajado. Los ojos le brillan de orgullo. Grito de emoción. Ya no más, hijo, que me cansas. Una última vez, arriba, arriba y abajo. Después me rodea con sus brazos, cálidos, fuertes. Apoyo la cabeza en su hombro, con el pulgar en la boca. Estoy bien. Seguro.
Sentí una gota en la cara, cálida en el frío de la noche. Pero no era yo quien lloraba. No me atreví a levantar la cabeza para mirar. No me atreví a moverme de donde estaba, no fuera a destruir algo tan frágil como un único hilo de una tela de araña. Inspiré profundamente y sentí el peso del cansancio más absoluto descender sobre mí, casi hacer presa en mí. A nuestro alrededor toda la arboleda se movía, el follaje crujía, las ramitas se rompían, el agua ondeaba; las mismas piedras parecían gritar en la oscuridad de la noche.
—Ayudadme —susurré en la oscuridad. Y tarareé parte de la antigua nana, sólo el estribillo y su pequeña melodía. El extraño viento se arremolinó en la parte de arriba del túmulo y soltó una voz poderosa, un sonido profundo en los márgenes de la audición, un grito más antiguo que el más antiguo recuerdo de la humanidad. Resonó en el enorme montículo, desde las profundidades de la tierra, vibró en las piedras erguidas, una llamada que no podía ser ignorada.
¡Sal, guerrero! Tienes una misión, una misión para toda la vida, de numerosos desafíos, y también inconmensurables satisfacciones. Sal ahora y muéstranos tu auténtico valor. Muéstranos la fuerza de tu espíritu, como hiciste hace muchos años. Pues la fuerza del niño es la fuerza del hombre. El niño y el hombre son uno.
El grito cesó, el movimiento se convirtió en un susurro, un profundo silencio expectante. Se esperaba algo de mí, lo sentía, algo más. Bran permanecía quieto como antes. Externamente, nada había cambiado, salvo las lágrimas que habían rodado por su rostro y después por el mío, de modo que compartíamos la misma pena por la corta vida de gente tan buena; la misma pena por las oportunidades perdidas. Tenía que hacer algo, pero estaba cansada, tan cansada que creía que podía dormir para siempre, acurrucada junto a mi hombre y mi hijo, el sueño profundo e inocente de un niño pequeño… pero no, no debía caer en eso. Ya casi había llegado el alba, y aún no lo tenía, aún no. El silencio era completo, salvo por el débil susurro de mi mente. Hazlo. ¿Pero qué? Si no se había despertado con la antigua llamada, ¿qué podía decirle yo que fuera más convincente? Había hecho de todo, y seguía sin moverse. Pero no era, era lo más difícil que había hecho… y aun así, después de todo, la respuesta era muy sencilla.
Ven, Johnny. —En mi mente, tendí la mano hacia el niño agachado en el espacio pequeño y oscuro. No me miraba; se tapaba los ojos con las manos, como si, bloqueada la luz, pudiera seguir siendo invisible—. Dame la mano, Johnny. Hay diez escalones hasta arriba, ¿lo ves? Pero a lo mejor no sabes contar hasta diez. ¿Sí sabes? Pues subiremos uno de cada vez e iremos contando. Cuando lleguemos arriba, la noche habrá terminado. Dame la mano, Johnny. Un poquito más. Sí. Sí, muy bien. Buen chico. Venga, cuenta. Uno, dos, tres… cuatro, cinco… muy bien… seis, siete… ocho… ya no queda mucho… venga, que puedes hacerlo… nueve… diez… muy bien, amor mío. Muy bien…
Las voces de los ancestros repetían mis palabras, profundas, sonoras, sabias. Bien. Bien. Entonces, de repente y por completo, el cansancio hizo mella en mí. Me dormí profundamente, y tuve un sueño maravilloso, en el que estaba tumbada al lado de Bran y sentía las lágrimas saladas en sus mejillas, un sueño en el que se despertaba, me rodeaba con los brazos, me daba un beso en la sien y volvía a ser él mismo. En mi sueño, le pasaba los brazos por el cuello y sentía su cuerpo cálido y vivo contra el mío, y le decía que lo quería, y él me contestaba que sí, que lo sabía.
* * *
Me desperté de golpe y era de día, no la débil luz del alba sino más tarde, mucho más tarde, el brillante esplendor de la mañana. ¿Cómo me había podido quedar dormida, cómo? Palpé a mi lado y toqué la pequeña forma de mi hijo, que dormía, bien envuelto en la manta con el jergón para nosotros dos. ¿Me habría despertado a medias y le habría dado de mamar sin darme cuenta? ¿Cómo había podido hacer tal cosa? Palpé más lejos. Bran no estaba. Se me secó la garganta, y dedos helados hicieron presa de mi corazón. No podía haberse despertado y puesto en pie. Eso era imposible tras tanto tiempo sin comida ni agua, estaría demasiado débil. Lo que significaba… sólo podía significar… Me incorporé, y recordé tarde que estaba completamente desnuda. Alcancé mi túnica donde la había dejado, junto al jergón por la noche. Me temblaban las manos. No la encontraba, ni tampoco la enagua. Había una vieja camisa, que me taparía hasta las rodillas, así que me la puse y salí a trompicones del refugio. Había tres hombres sentados junto a la hoguera recién encendida. Gaviota, Serpiente y mi padre. Volvieron las cabezas hacia mí.
—¿Dónde… qué…? —fue lo único que conseguí articular.
Mi padre leyó mi expresión rápidamente, y se puso en pie para cogerme de las manos y hablarme con confianza.
—Todo está bien, Liadan —dijo—. Respira. Está despierto, y en su sano juicio. Estás tan pálida como un fantasma, hija. Ven, siéntate con nosotros un poco.
—Yo… yo… ¿dónde?
—No está lejos; lo estamos vigilando. Por ahí abajo. —Gaviota señaló con la cabeza hacia el otro extremo del estanque, lejos del túmulo.
—No nos ha dejado que te despertáramos —se disculpó Serpiente—. No está de muy buen humor, el Jefe. Como esperábamos. Pero está vivo. Lo has hecho.
—¿Está levantado, y caminando? —No podía creérmelo. Había estado a punto de morir. Estaría soñando alguna pesadilla cruel—. No debe estar fuera de la cama. ¿Cómo le habéis dejado…?
—No nos ha dado elección. Por poco nos arranca la cabeza. Pero ha bebido bastante, y como ya he dicho, lo estamos vigilando. Mejor que lo dejemos solo de momento.
—Estás guapa, con eso —comentó Gaviota mirándome de arriba abajo.
Me puse colorada.
—¿Dónde está mi ropa?
—En alguna parte, te la están limpiando. Te buscaremos otra nueva. La vas a necesitar.
—Tengo que ir a… tengo que…
—A lo mejor aún no —me dijo Gaviota—. Nos ha dado órdenes. Que lo dejemos solo. Más tarde quizá.
Mi padre se aclaró la garganta.
—He hablado con él un buen rato, Liadan. Le he contado la historia como me pediste. Quizá debas seguir el consejo de estos hombres y darle algo de tiempo.
—Me parece a mí que no —dije, y me encaminé bajo las hayas descalza y con la camisa gigante, hasta el extremo norte del estanque, donde había caído un árbol hacía mucho. Ahora, en su enorme tronco, había crecido el musgo, y en sus grietas y huecos se abrían pasajes que contenían las moradas y escondites de una miríada de criaturas minúsculas.
Supongo que no me lo creí, no del todo, hasta que lo vi, sentado en las rocas junto al árbol, dándome la espalda, con una obstinación en la postura de los hombros que reconocía de sobra. Llevaba su ropa de siempre de color indefinible, y le quedaba como si fuera ropa de un hombre mucho más grande. Miraba al suelo, y daba vueltas en sus manos al pequeño relicario de plata, una y otra vez. Anhelaba correr hacia él, envolverlo con mis brazos y asegurarme de que era real y no una visión falsa. Pero me acerqué con cautela, sin hacer ruido. Aun así, aquel hombre era un experto en su trabajo. Habló sin darse la vuelta, me detuvo cuando estaba a diez pasos. Dominaba su voz con firmeza.
—Tu padre se marcha esta misma mañana. Mejor que recojas tus cosas y te vayas con él. Es mejor para ti. Mejor para el niño. Aquí no hay nada para vosotros dos.
Me costó toda la fuerza de voluntad que fui capaz de reunir no echarme a llorar, no darle otra vez la oportunidad de decirme que una mujer lloraba cuando le convenía, para conseguir lo que quería. Me tuve que contener con todas mis fuerzas, para no acercarme y abofetearle, y señalarle que aunque no quería gratitud, tampoco esperaba que me despidieran como quien completa sus servicios cuando ha sido contratado. Había aprendido mucho desde la primera vez que lo conocí. Había aprendido que la presa más escurridiza, la más difícil debía ser tratada con cuidado, paciencia y sutileza.
—R… recuerdo que una vez me dijiste —contesté intentando mantener la voz firme—, que no me mentirías. ¿Te ha mencionado mi padre una promesa que me hizo una vez?
Hubo una larga pausa antes de que contestara.
—No hagas esto más difícil para los dos, Liadan —dijo, y cuando me acerqué vi que le temblaban las manos.
—¿Te lo ha mencionado?
—Sí.
—Muy bien. Entonces sabes que esta elección es mía, y no de mi padre.
—¿Cómo va a haber elección? No es otra cosa que sentido común. Tienes que dejarme. ¿Qué futuro va a haber para… para…?
Me acerqué a él y me puse delante, a tres pasos. Si alguien tenía que romper el código esta vez no lo haría yo.
—Mírame, Bran —dije—. Mírame y dime que quieres que me vaya. Dime la verdad.
Pero se miraba las manos y no decía nada.
—Debes considerarme muy débil —murmuró—. Después de esto, me perderás todo el respeto.
Y a pesar de sus esfuerzos, vi la marca de una lágrima en su rostro, reluciente sobre el lado tatuado, que había sido incapaz de contener.
—Ojalá pudiera secarte esas lágrimas —dije en voz baja—. Ojalá pudiera hacértelo más fácil. Pero no sé cómo.
Un silencio brevísimo; no más que un instante, durante el cual árboles, rocas y hasta las propias corrientes de aire parecieron contener el aliento. Entonces alargó un brazo, sin mirar, me cogió del hombro y me arrastró hacia sí. Allí me quedé con su cabeza contra mi pecho, lo envolví con mis brazos y soltó el resto de lágrimas que tanto tiempo se había aguantado.
—Eso es, Bran. No pasa nada. Ahora ya está. Llora, amor mío.
Fue mucho tiempo. O poco. ¿Quién sabe? Los hombres nos dejaron solos, las altas hayas nos observaron en silencio y el sol ascendió cada vez más alto en el frío cielo otoñal. No es tan terrible que un adulto llore. No cuando lleva dieciocho años de pena en su interior; no cuando por fin, tras un viaje largo y doloroso, descubre la verdad. Al final, terminó, y yo usé una esquina de mi vergonzoso atuendo para secarle la cara, y le dije, con bastante severidad:
—No tendrías que estar fuera de la cama. ¿Has comido algo esta mañana o estabas demasiado ocupado dando órdenes? —Me senté a su lado en las rocas, cerca, para que nuestros cuerpos se tocaran.
—Desde luego ha sido maravilloso despertarme —dijo con voz trémula—, y encontrarte a mi lado, sin un mal trozo de ropa entre los dos. Maravilloso y frustrante, pues estaba tan débil que sólo podía mirarte. Ni siquiera ahora soy capaz de levantar el brazo para abrazarte, no digamos sacar provecho de esta interesante prenda que llevas puesta. Sospecho que poca cosa hay entre ella y tú.
—Ah —exclamé, y sentí que me sonrojaba—. Veo que estás adquiriendo sentido del humor. Eso me gusta. Habrá otras mañanas.
—¿Cómo puede ser, Liadan? ¿Cómo podremos tener tiempo para nosotros? Tú no puedes vivir entre los hombres, viajando a cubierto, mirando siempre por encima del hombro, forajidos, perseguidos. Jamás podría someteros, ni a ti ni a él, a ese riesgo. La decisión no puede tener en consideración lo que tú o yo queramos para nosotros. Tu seguridad es lo primero. Además, ¿cómo vas a quedarte conmigo después de lo que ha ocurrido?; permití que me atrapara… ese hombre; permití que mutilaran a Gaviota, y que tú soportaras un trato vergonzoso, tú y mi hijo. Ahora me veo reducido a la sombra llorosa de un hombre. ¿Qué debes pensar de mí?
—Mi opinión no ha cambiado desde la última vez que nos vimos —repuse.
—¿Qué quieres decir, Liadan? —Seguía mirando el suelo, no me sostenía la vista. Bajé de la roca en la que estábamos sentados, y me arrodillé ante él, no le di otra elección que mirarme. Rodeé sus manos con las mías, y el relicario de plata quedó protegido por ambos.
—¿Te acuerdas —respondí en voz baja— cuando me preguntaste, en Sieteaguas, qué quería para mí misma? Te dije que no estabas listo para escucharlo. ¿Crees que ahora estás preparado? ¿Cuánto recuerdas de lo que ha ocurrido aquí?
—Suficiente. Lo bastante para saber que hemos recorrido años, no días. Suficiente para saber que estabas allí a mi lado. Es eso lo que lo hace tan difícil. Tendría que ordenarte que te marcharas, y terminar de una vez. Sé lo que está bien. Pero esta vez me resulta, después de todo, imposible despedirme de ti. Tengo en mis manos el amor de mi madre, y sé que el amor resiste más allá de la muerte. Que un corazón, cuando se entrega, es para siempre.
Asentí, con las lágrimas peligrosamente cerca.
—Escondió sus más valiosas pertenencias —dije—. Su relicario, con las prendas de sus seres queridos. Su bolsito, con los símbolos de quién era, y de dónde venía. Y su hijito. Dio la vida por ti. John dio la suya al servicio de su amigo y pariente. Ésa es la verdad.
Asintió con sobriedad.
—Me he equivocado en algunas cosas. No me oirás hablando de Hugh de Harrowfield como de un héroe; pero veo que el hombre tiene su lado bueno. Fue muy directo conmigo. Eso lo respeto. Se parece más a ti de lo que imaginaba.
—Se le conoce por su honestidad.
—Liadan.
Le miré a los ojos. Tenía la cara pálida, los rasgos consumidos, extenuados. Pero sus ojos emitían un mensaje completamente distinto. Estaban hambrientos.
—No he contestado, ¿verdad? No te he dicho qué quiero para mí. ¿Es que tengo que decirlo, Bran? —Asintió sin mediar palabra—. Ya te he dicho que mi opinión sobre ti no ha cambiado desde la última vez que viniste a Sieteaguas y casi conseguimos olvidar al resto del mundo por un momento. Lo que ha ocurrido estos días forma parte de nuestro viaje juntos. Juntos sufrimos, soportamos, cambiamos y volvemos a avanzar, mano a mano. Te considero tan fuerte que parece increíble; a veces, demasiado fuerte para tu propio bien. Veo en ti un jefe, un hombre arrojado y con visión. Veo un hombre que aún teme amar, y reír; pero que está aprendiendo a hacer ambas cosas, ahora que ya conoce la verdad sobre sí mismo. Veo al único hombre que quiero por marido, y padre de mis hijos. Y a ningún otro, Bran.
Levantó una mano y me acarició la mejilla, con mucho cuidado, como si tuviera que aprender a hacerlo otra vez, ahora que todo había cambiado.
—¿Esto es una… una proposición matrimonial? —me preguntó con un leve indicio de sonrisa en una de las comisuras, algo que nunca había visto antes.
—Supongo —respondí, otra vez como un tomate—. Y, como ves, lo estoy haciendo como es debido, de rodillas.
—Hum. Pero supongo que lo que ofreces es una alianza entre iguales.
—No tengas la más mínima duda.
—No puedo pronunciar las palabras. No conseguiré renunciar a ti. Y aun así, ¿cómo puedo aceptarlo? Pides lo imposible. —Volvía a mostrarse desdichado—. Me pides que someta a aquellos a quienes más amo a una vida de lucha y zozobra. ¿Cómo voy a acceder a tal cosa?
—Ah —dije—. No te lo iba a contar, aún no; pero no me dejas otra opción. Parece que hay sitio para ti, para nosotros, en Britania. En Harrowfield. Un lugar, y una misión. Eso me cuenta mi padre. El poder de su hermano en la propiedad se debilita; Edwin de Northwoods vigila de cerca, y se plantea ampliar sus dominios. Mi padre no puede regresar para ayudarles, pero tú puedes. No tiene por qué ser ahora; pero es algo que podríamos plantearnos. Es la tierra de tu padre, Bran; son la gente de tu padre. Despreciabas a lord Hugh por volver su espalda a Harrowfield, por seguir el dictado de su corazón. Ahora te da la oportunidad de hacer lo que él no puede: ayudar a Simón a reforzar y unir a esa buena gente una vez más.
Se produjo un largo silencio, y empecé a arrepentirme de mis palabras. Quizá tenía razón. Quizá fuera demasiado pronto para decírselo.
—¿Hugh de Harrowfield me encomendaría esa misión? —preguntó Bran en voz baja.
Le miré a los ojos. No había modo de malinterpretar la nueva luz que ardía en su interior; una llama de esperanza y fines concretos.
—Se la encomendaría al hijo de John —contesté—. Y también, con el tiempo, las gentes de Harrowfield, cuando demuestres tu valía.
—¿Lo harías? ¿Vendrías conmigo hasta Britania? ¿A vivir entre extranjeros, lejos de tu familia?
—No estaré lejos de mi familia, Bran. Dondequiera que los tres vayamos será mi hogar. Además, olvidas que también yo soy medio britana. Simón de Harrowfield es mi tío; son tu gente y la mía.
Asintió discretamente; me apretó la mano.
—No me lo puedo creer —exclamó—. Y al mismo tiempo siento que así es. Mi mente ya está brincando de una idea a otra, qué podemos hacer y cómo lograrlo. Temo regresar; es un lugar oscuro y terrorífico. Aun así, anhelo retornar y enmendar las cosas. Anhelo demostrar lo que parecía imposible: que soy hijo de mi padre.
Sus palabras me dieron ganas de llorar; aún seguía mortalmente cansada de la noche anterior, y de los cambios que llegaban tan rápido que apenas podía seguirles el ritmo.
—Los hombres —recordó Bran de repente—. ¿Y los hombres? ¿Dónde irán? No puedo dejarlos solos, sin un lugar ni un objetivo.
—Bueno —le contesté—. Puede que estos hombres tengan más recursos de los que tú crees. Vamos a la hoguera. ¿Puedes ponerte en pie? ¿Caminar con mi ayuda? Bien. Apóyate en mi hombro. Venga, vamos. Nadie espera que exhibas una fuerza divina, salvo tú mismo. Esa herida en la cabeza bastaba para matar a un hombre. Llevas días sin comer y estás completamente amoratado. Quiero verte bebiendo agua y comiendo unas pocas gachas. Tus hombres tienen una propuesta que hacerte. Una que te interesará y responderá a muchas de tus preocupaciones. Han vigilado a su jefe con toda la lealtad del mundo, Bran. Podrías dedicarles un par de palabras amables. Y yo tengo que despedirme de mi padre, pues lo necesitan en casa. Más tarde, hablaremos con calma de estas cosas.
—Yo… —Se puso en pie tambaleándose, con el rostro como la tiza, él mismo parecía un fantasma.
—Ven, amor mío. Apóyate en mí, y hagamos el camino juntos.
Lo conocían muy bien. Así que ni Gaviota, ni Serpiente ni ningún otro saltó disparado a ofrecer su ayuda mientras caminaba lentamente y con cuidado hacia la hoguera. Nadie hizo ruido, ni comentario alguno. Pero había sitio para sentarnos, los dos, y agua, así como cerveza y unas gachas de avena sencillas en cuencos de barro. Mi padre seguía allí, pero ya se había preparado para partir.
—Tenéis algo que decirme, por lo que he comprendido —comentó Bran con tono adusto e intimidador, en cuanto se hubo sentado. A nuestro alrededor se habían reunido muchos hombres, todos, me pareció, salvo los que montaban guardia obligatoria en el perímetro del campamento. Se respiraba un ambiente de expectativa, pero pronto se rompió en pedazos cuando Rata llegó con mi hijo aullando.
—Mejor encárgate tú —le dije mientras cogía al niño y me ponía en pie—. Son asuntos de hombres, supongo.
—Perteneces a nuestro grupo —contestó Bran en voz baja—. Te esperaremos. —Se dio la vuelta para mirar a Gaviota, con las manos vendadas; a Serpiente, cuyos rasgos tatuados conservaban la palidez de más de una noche en vela; a Nutria y Araña, que habían vuelto de una misión; al grande y sombrío Lobo y al joven Rata, guardián de lo más pequeño y precioso—. Tengo unas cuantas cosas que deciros a todos —empezó a hablar.
* * *
Mientras daba de mamar a Johnny en el refugio, observé a los hombres, y confié en que no hablaran de Eamonn y de lo que había hecho. Era evidente que mi padre aún no conocía la verdad; y de hecho, debía seguir en la ignorancia. El equilibrio sería delicado entre los socios de la alianza, y no debía perder tiempo en contarle a Bran el trato que había hecho con su enemigo para asegurarme su liberación.
Johnny terminó pronto y empezó a retorcerse, listo para más aventuras. Lo puse en el suelo, y observé que sus ropas eran ligeramente distintas a la limpia camisita y pantaloncitos con los que había viajado desde Sieteaguas. Parecía haber pasado tanto tiempo, que el mundo entero había cambiado desde aquel día. Alguien se había puesto a darle a la aguja, y ahora mi hijo llevaba una chaquetita de piel de ciervo y botitas de la misma piel suave, finamente cosidas con tiras de cuero. Llevaba una especie de túnica por debajo de la chaqueta, que lo cubría hasta las botas. Era de rayas, azules, marrones y rojo oscuro. Buena tela; alguien había sacrificado una prenda propia para crear aquella obra maestra. Johnny empezó a gatear fuera del refugio, lo recogí en los brazos y salí fuera.
—Yo me lo llevo un rato —me dijo mi padre mientras subía—. No querrás que esté presente durante los planes.
—Deberías quedarte, me parece. —Mientras hablaba miré con aire inquisitivo a Bran—. Pues si este plan se lleva a cabo, incluirá a tu hermano, y por lo tanto a ti.
Bran puso peor cara aún.
—Tiene razón —intervino Gaviota—. Esto o se lleva a cabo con la ayuda de Sieteaguas, o las cosas se quedan como están. No hay ningún riesgo en contárselo.
—No me gusta lo que estoy oyendo —rugió Bran—. Venga, soltadlo. —Su tono era fiero; pero cuando me senté a su lado y le di la mano, noté que estaba temblando, y supe el control que estaba ejerciendo para parecer así. Su ceño enviaba un mensaje claro. Soy el Hombre Pintado. Corres un riesgo al subestimarme.
Así que se lo contaron. Se lo expusieron mientras mi padre entretenía a su nieto entre las piernas con un jueguecito de ramitas y hojas. Hablaron uno tras otro. Lo habían ensayado bien. Gaviota esbozó la estructura del plan. Serpiente elaboró un poco. No hubo argumentos emotivos; no se habló de mujeres, ni de establecerse. Una estructura lógica clara, de ventajas y beneficios que se podían obtener, y cómo se lograrían superar algunos problemas. Después le tocó el turno a Nutria. Sólo había sabido del plan después de regresar la noche anterior, pero expuso todos los detalles de cómo les pagarían, y cómo podría implicarse mi hermano, cómo repartirse las ganancias, tras cubrir los gastos iniciales. De cómo, con el tiempo, devolverían la inversión a Sean, en plata, ganado o servicios.
Bran no había dicho una palabra, y su expresión nada denotaba. En cuanto a mi padre, menos mal que estaba algo apartado, vigilando a Johnny, porque se notaba la expresión de estupefacción, y cómo se esforzaba por guardar silencio.
—Hay un asunto con el alojamiento. —Ahora era el turno del enorme Lobo, normalmente un hombre de pocas palabras—. Me cuentan que hay una o dos granjas en la isla, y algún que otro muro de piedra para mantener a las ovejas alejadas de los acantilados. Necesitaremos más. Sencillo, bajo, construido para el clima áspero. Poseo ciertos conocimientos de construcción. Podría enseñaros al resto. Haremos así las casas. —Se puso en cuclillas y empezó a dibujar con un palo en el suelo, y todos lo miraron concentrados—. El techo de paja, bien atada… patio de prácticas…
Yo estaba otra vez cansada, y apoyé la cabeza en el hombro de Bran, casi sin pensar. Me apretó la mano, y yo crucé la mirada con mi padre. Ya mostraba la sombra de otra despedida.
Terminaron. Se hizo el silencio, nadie parecía querer hablar primero. Fue Iubdan quien lo rompió.
—¿Queréis que le presente esta… propuesta… a mi hijo cuando vuelva a Sieteaguas? Sois conscientes, supongo, de que Sean es jefe de la túath desde hace muy poco tiempo, y de que sobre sus hombros pesa una carga demasiado pesada para alguien tan joven.
Bran asintió.
—Lord Liam era un jefe fuerte; un hombre equilibrado. Sin duda se le echará de menos por estos pagos. Pero tu hijo tiene capacidad para superarlo, con el tiempo. Posee visión de las cosas. No hace falta que le hables de ello. Antes tengo que considerarlo. Si decido seguir adelante con ello, organizaré una reunión. Tengo información para Sean; la información que me envió a buscar.
—A lo mejor podría llevársela yo —se ofreció mi padre. Su tono era más bien poco entusiasta.
Bran frunció el entrecejo.
—Es del tipo de noticias que mejor no compartir a menos que resulte estrictamente necesario. Se minimiza el riesgo si se transmite directamente de un hombre a otro. Me encontraré con Sean cuando llegue el momento.
Alguien silbó discretamente. Y Gaviota preguntó incrédulo:
—¿Nos estás diciendo que la misión fue un éxito, después de todo? ¿Que conseguiste lo que necesitaba? ¿Que te lo guardaste incluso cuando…?
—No hay misión imposible para el Hombre Pintado —intervine con rapidez—. Me sorprende que no lo sepas a estas alturas.
—Venga, todos a trabajar —ordenó Serpiente, poniéndose en pie—. Hay mucho en que pensar y sobre lo cual reflexionar. El Jefe nos dará una respuesta cuando esté listo. Preparad el caballo de Iubdan, y quienes lo vais a escoltar revisad las armas y las provisiones. Necesita marcharse.
—Trae —dijo Rata, agachándose junto a mi padre y tendiéndole los brazos a Johnny—. Yo me lo llevo. —Recogió al niño y él le echó al cuello sus manitas confiadas.
Mi padre se puso en pie.
—Muy bien —comentó con un tono distante, y le acarició la mejilla a su nieto, con cariño. Y Rata se marchó, a medio correr, hacia el campamento principal con su amiguito dando botes y gritando de emoción en sus brazos. Los hombres se dispersaron, todos menos Gaviota, pues cuando hizo ademán de seguirlos, Bran le cogió del brazo y le dijo:
—No. Tú quédate.
Así que allí estábamos, los cuatro junto a la hoguera, con tantas palabras por decir que era difícil saber por dónde empezar. Al final, Bran miró a mi padre y le dijo:
—Liadan me ha hablado de tu proposición en Harrowfield. Creo que se pueden hacer muchas cosas allí. Reconstruir alianzas; asegurar fronteras; reforzar las defensas.
—Quizá necesites algo de tiempo para considerarlo —repuso mi padre con cautela—. Te resultará ajena la función, supongo. Pero eres pariente mío, y de Simón; tienes derecho a reclamar la propiedad, y, por otra parte, posees una pericia envidiable.
—No hay necesidad de considerar nada —contestó Bran—. Aceptamos el desafío. Para el futuro inmediato, quiero a Liadan y a mi hijo a salvo y lejos de este lugar. Nos dirigiremos al norte, y puede que desaparezcamos durante un tiempo. Mis hombres tienen que establecerse en su nueva empresa; y eso no va a resultar fácil. En cuanto eso esté listo, iremos a Harrowfield, Liadan, Johnny y yo. Voy a serte sincero. No hago esto por lord Hugh, sino por mi padre y mi madre, y por el lugar que me vio nacer. Me gustaría que algunas cosas descansaran para siempre; de este modo puedo lograrlo, y comenzar de nuevo.
Los ojos azules de Padre se mostraron fríos. Pero la leve inclinación de cabeza reconocía la fuerza de Bran; se notaba que estaba tanto sorprendido como impresionado.
—Bien —dijo—. Me aseguraré de que Simón se entere, discretamente, de lo que pretendemos. Las noticias le darán ánimos. Me intranquiliza un poco el futuro inmediato. Te pediría que mantengas a mi hija y a mi nieto a salvo. Pero aquí parece inapropiado.
Sentí que la mano de Bran se ponía tensa, lo oí inspirar bruscamente.
—Resulta bastante apropiado, Padre —dije—. Como te he dicho, estos hombres son hábiles para estas cosas. Confías en mi criterio, ¿no?
—Liadan está bien protegida con nosotros —intervino Gaviota, que también estaba enfadado—. Mucho más segura de lo que estaría en casa de los que llamáis amigos.
—¿Qué has querido decir?
—Nada, Padre. Gaviota sólo se refiere a la habilidad de estos hombres para pasar desapercibidos, para evitar que los detecten, y para emplear métodos poco habituales de defensa. No debes preocuparte por mí. Jamás pensé que me iría lejos de Sieteaguas. Pero es la elección más acertada. La única.
—Me quitas a mi hija, entonces —dijo Iubdan mirando a Bran atentamente.
Bran le devolvió la mirada, gris, firme y clara.
—Sólo me llevo lo que se me entrega libremente —contestó.
—Mejor que te marches —añadió Gaviota—. Queda un buen trecho. Nuestros hombres te escoltarán hasta tus fronteras.
—No hace falta. —El tono de Padre era frío—. No estoy aún tan viejo como para no poder defenderme o deshacerme de un enemigo.
—Eso me han dicho —contestó Bran—. Aun así, hay peligros que no puedes advertir. ¿Quién sabe qué trampas aguardan a un viajero solitario? Mis hombres te acompañarán.
—Me gustaría tener unas palabras con mi hija, a solas —dijo Iubdan, sin sonreír—. Si se me permite.
Bran me soltó la mano.
—Liadan toma sus propias decisiones —respondió—. Como mi esposa, seguirá haciéndolo.
Gaviota arqueó las cejas, pero no dijo nada.
Me acerqué al borde del agua con mi padre, lo observé mientras recogía una piedra suave y blanca y la lanzaba sobre la superficie, uno, dos, tres.
—¿Te parece que podría funcionar? —me preguntó—. ¿Una escuela para guerreros? ¿Un hogar para forajidos?
—Eso depende de él. Sin duda, la modificará y mejorará para que se ajuste a sus propias ideas. Para él es un nuevo camino; hay muchos cambios que tiene que aceptar.
—Te necesita. Te necesitan. Eso lo entiendo. Tu elección sigue dejándome perplejo. Creo que cometí un error al verte crecer. Eres tan parecida a tu madre en todos los aspectos, que no esperaba sorpresas de ti. Jamás pensé que abandonarías el bosque. Pero también yo hice una vez una elección así, en contra de las normas. Y eres hija mía tanto como suya. Que con el tiempo regreses a Harrowfield me llena de orgullo y esperanza. Ojalá pudiera contemplar el rostro de mi hermano cuando te vea por primera vez. Pero no concibo Sieteaguas sin ti ni tu madre. Será como si el corazón del lugar se hubiera puesto a hibernar.
—Sin duda Conor estará de acuerdo contigo. Pero el corazón del bosque late con mucha fuerza, y muy lentamente, Padre. Hace falta mucho más que esta pérdida para detener su ritmo.
—Tengo otras preocupaciones. Aquí hay secretos que me desconciertan y perturban. Referencias veladas. Una parte de la historia que no se cuenta.
—Debe seguir sin contarse, Padre. También yo estoy atada por una promesa.
—Me dijiste que Niamh había sobrevivido, y que había sido llevada a un lugar seguro. Es mi hija, Liadan. Hablo de enmendar entuertos. Creo que hay uno que atender. Acogería a Niamh gustoso de vuelta en casa. Si puedes decirme dónde está, tendrías que hacerlo. Tu madre deseaba con todas sus fuerzas que hiciésemos las paces.
—Lo siento —respondí en voz baja—. Tengo una idea de dónde podría estar, pero no puedo decírtelo. Sólo sé que está a salvo, y que la cuidan bien. No quiere vernos, Padre. No quiere volver.
—Os pierdo a todos, entonces —dijo sin más—. A Niamh, a Sorcha y a ti. Y también al pequeño.
—En pocos años habrá una tribu de niños en Sieteaguas. Y me verás de vez en cuando, y a Johnny, me aseguraré de que así sea. Estarás ocupado, Padre; demasiado ocupado para las penas y los remordimientos. Ahora debes volver a casa con Sean y Aisling, y darles tu apoyo. Los tres debéis trabajar duro para mantener la fuerza de Sieteaguas. Tendrás noticias de nosotros, a su debido tiempo. Y deséale a Sean lo mejor de mi parte.
—Lo haré, cariño.
—Padre.
—Dime.
—No lo habría conseguido sin ti. Por lejos que viaje, jamás olvidaré que soy tu hija. Siempre me sentiré orgullosa de ello.
Entonces lo llamaron, me abrazó, con fuerza y rapidez, y se marchó; una figura alta con el pelo en llamas a grandes zancadas por el campamento, hasta donde unos hombres le esperaban con unos caballos. Me quedé junto al estanque, mirando la superficie argentada, y en ese momento apareció una imagen, un reflejo en las aguas tranquilas: un cisne blanco y majestuoso, flotando allí con las alas plegadas. Un reflejo sin realidad, no había ningún ave nadando en la superficie, no había nada. Parpadeé y me froté los ojos. La imagen permaneció, las plumas eran como la nieve del solsticio de invierno, el cuello arqueado con gracia, los ojos sin color y tan claros como el agua, profundos, muy profundos.
Lo has hecho muy bien, Liadan. —Era la voz de mi tío Finbar—. Eres una maestra en esto, y te saludo.
Tú eres el maestro. Tú me enseñaste adecuadamente a emplear esta facultad.
Yo no habría podido hacer lo que tú hiciste; desafiar a la oscura, y rescatar a un hombre del borde de la muerte. Tu fuerza me maravilla. Tu valor me desconcierta. Observaré tu camino, y el suyo, con interés. No me olvides, Liadan. Me necesitarás, más adelante. El niño también.
Un repentino escalofrío me recorrió el cuerpo.
¿Qué quieres decir? ¿Qué ves?
Pero en el agua, la hermosa imagen invertida del cisne se fragmentó, se esparció por la superficie y desapareció.
* * *
Tres días más tarde estuvimos listos para movernos. Tuve que ser muy estricta, y asegurarme de que Bran comía, bebía y descansaba, pues si le hubiera dejado, habría intentado forzar su cuerpo maltrecho a ser el que era, con resultados desastrosos. Con todo, no perdió un instante. Cuando lo obligaba a descansar, seguía haciendo planes y dando órdenes, y se irritaba porque quería levantarse y estar otra vez activo. En cuanto a las noches, aunque mis inclinaciones eran muy otras, yo dormía aparte, compartía la cama de helechos con mi hijo, y Bran no hizo ningún comentario. Había sido muy osada aquella noche, lo suficiente para desnudarme y calentar su carne con la mía. Ahora me sentía un poco incómoda, pues lo que había entre nosotros era nuevo y frágil, y había muchos hombres a nuestro alrededor. Además, me parecía que algunas cosas debían esperar hasta que recuperara fuerzas.
Hicieron planes. La banda se dividió en tres grupos. Había trabajo que hacer. El grupo de Nutria debía partir hacia el sur en una misión por especificar. El de Serpiente se dirigía al noroeste, hacia Tirconnell. Nuestro propio grupo se encaminaría al norte, al lugar que teníamos en mente, a echarle un vistazo, antes de tomar la decisión final. Lobo evaluaría la dificultad de que los hombres accedieran con materiales de construcción. Gaviota averiguaría de qué podían disponer en la zona, y valoraría la recepción que tendría el proyecto. En una fecha determinada, los demás se reunirían con nosotros y decidiríamos el futuro de la banda. No se precipitaría en tomar una decisión, les dijo Bran. Había demasiado en juego.
Me costó una barbaridad detenerlo para que no saliera corriendo hacia el sur en el momento en que pudo montar a caballo, buscando venganza en sangre. Le tuve que explicar el trato que había hecho para sacarlo a él y a Gaviota de Sídhe Dubh. Cómo había prometido silencio a cambio de su libertad.
—Una promesa hecha a ese hombre nada significa —repuso con los labios apretados—. Después de lo que te hizo, la muerte es demasiado buena para él. Si no lo despacho yo, seguro que lo harán tu padre y tu hermano en cuanto se enteren.
—No lo harán —contesté—. No por mí, ni por ti, Gaviota o cualquiera de los hombres. No se puede contar. Le di a Eamonn mi palabra de que guardaría el secreto, y tengo buenos motivos. De acuerdo, es un traidor, un hombre cegado por sus propios deseos, y su propia sed de poder. Pero nadie puede negar que es un jefe fuerte. Rico, influyente y listo. No tiene herederos, aún no. Si desapareciera, sus dominios provocarían tal forcejeo por su posesión que podría hundir la alianza en el caos. Seamus Barbarroja es viejo, y su hijo no es más que un niño. Surgirán reclamaciones de todas partes. Será un baño de sangre. Mejor que Eamonn siga donde está. Sólo tenemos que seguir vigilándolo. —No le transmití mis miedos más profundos. Pues recordaba los avisos de las hadas, y las palabras de Ciarán. Ahí fuera había alguien que no se detendría ante nada para evitar que mi hijo se convirtiera en hombre. Alguien que, por sus propios motivos, no quería que la profecía se cumpliera. Había visto a Bran mirar a su hijo mientras dormía, o se apoyaba en el hombro de Rata, mirando a su alrededor con ojos brillantes e inteligentes. Había visto los rasgos duros de Bran iluminarse con una maravilla recién descubierta, y supe que no podía contárselo.
—No puedes tener ninguna fe en Eamonn Dubh —me dijo, con mala cara—. Se podría volver contra tu hermano en cualquier momento.
Sonreí.
—No creo. Mi hermano va a casarse con la hermana de Eamonn en primavera. Me he asegurado de que tal cosa ocurra. Y Eamonn sabe que lo vigilo. Fue una negociación muy dura, a cambio de nuestro silencio.
—Ya veo —repuso Bran pausadamente—. Eres una mujer peligrosa, Liadan. Una estratega muy sutil. Me frustras. Sentiré un hormigueo en las manos hasta que le estruje el cuello. Si algún día me lo encuentro cara a cara no respondo de lo que pueda hacer.
—Donde vamos a ir, estarás demasiado ocupado para volverlo a pensar —le dije.
—Veo que das por sentado que nos embarcamos en esto.
—Sé que no eres capaz de negarles a tus hombres su sueño.
Se me quedó mirando, y el intento de sonrisa quebró de nuevo el gesto severo de su boca.
—Ya veo que no puedo tener secretos para ti —contestó—. Sólo tengo que ver la luz en sus ojos, y oír la esperanza en sus voces, para saber qué elección tomar. Pero no podía decírselo. No entonces. Esa táctica habría parecido débil. Además, esperar les servirá de prueba. Les obligará a valorar todos los aspectos del proyecto, para evaluar los puntos fuertes y débiles, y para enfocar los problemas.
—Lo sé —contesté.
* * *
Terminamos los planes, y no quedaba más que un día o dos para nuestra partida. Yo estaba bajo las grandes hayas, entonces bastante desnudas contra el cielo pálido de la mañana. Hacía buen día, aunque frío. Con suerte, recorreríamos la distancia con rapidez, incluso con el bebé. El último día era para las consultas finales de los cabecillas de cada grupo, y para recoger el campamento y borrar cualquier rastro de nuestra presencia. El proceso se alteraría en cuanto estuviera en marcha el proyecto. Aquellos hombres tendrían que acostumbrarse a despertarse en sus propias camas; a rostros de mujeres junto al fuego; a asentarse. Significaría un final del patrón de huida y cambio constante. Duro para ellos, aunque quizá no tan duro si se concentraban en ello. Pensé en la mujer de Evan, Biddy, y sus dos chicos. A lo mejor seguía esperando, en algún lugar de Bretaña, a que volviera su hombre con ella. Parecía una mujer fuerte y capaz. Necesitarían unas cuantas como ella. Pensé que podría mencionarlo más tarde.
Me senté junto al estanque, con Johnny en mi regazo, soñando mientras lanzaba piedrecitas al agua. A Johnny le gustaba el ruido que hacían al hundirse, y parecía satisfecho al observarme. Detrás, en el campamento, el trabajo del día se desarrollaba con el orden y la disciplina acostumbrados. Me pareció muy extraño saber que al día siguiente me marcharía, y jamás regresaría al bosque salvo como visitante; que, con el tiempo, viviría en la propiedad de mi padre y educaría a mi hijo entre britanos. Confiaba en que mi madre no lo considerara una traición. Confiaba en que las hadas estuvieran equivocadas en lo que habían dicho.
Marchaos ahora.
La antigua voz me asustó; no había pensado que las volvería a oír, ahora que Bran se había salvado y nuestro camino estaba trazado.
Nos vamos —repuse en silencio—. Por la mañana. Ya no volveremos aquí.
Marchaos ahora. Marchaos. Era lenta y profunda, como siempre, pero esta vez las palabras eran un aviso.
¿Ahora? Quieres decir… ¿ya mismo, ahora? Pero ¿por qué?
Fue una tontería preguntarlo. En un instante me sobrevino la visión, y vi un guerrero joven luchando, y pensé que era Bran hasta que vi sus rasgos, corrientes salvo por las más sutiles marcas en la ceja y alrededor de un ojo, sólo un indicio de la máscara del cuervo. Estaba herido; vi su palidez y lo escuché respirar con dificultad. Atacó, y en un movimiento rápido, su oponente le arrebató la espada de la mano, y vi en los ojos de joven guerrero que reconocía la muerte ante él. Sus ojos eran grises y calmados; su expresión no reflejaba miedo. Agarré a mi hijo con fuerza, y él gritó para protestar. La visión cambió, y apareció una niña, una niña que lloraba; todo su cuerpo se sacudía con los sollozos, con las manos delante de la cara en un esfuerzo fútil por contener su pena. Tenía el pelo rizado, de un rojo profundo, y la piel pálida como la leche fresca. Mientras aullaba de angustia, a su alrededor prendió fuego, y las llamas crepitaban hambrientas. Tuve la extraña sensación de que eran sus propios gritos los que alimentaban el fuego con gran furia. Entonces, abruptamente, la visión desapareció.
Es mejor que os marchéis ahora, repitió la voz, y se calló.
Un aviso tal no puede desoírse. Busqué a Bran y se lo conté, no todo lo que había visto, pero sí que la visión me había advertido de que nuestra marcha debía ser inmediata. Estaban bien entrenados. Antes de que el sol empezara a ponerse por el oeste, habíamos partido en tres direcciones distintas en silencio y con eficiencia. Mi camino conducía al norte, a través de senderos ocultos. Nos detuvimos cuando se hizo de noche, pues Bran insistía en que tanto el niño como yo teníamos que dormir. Acampamos bajo las rocas, encima de una colina. Di de mamar a Johnny; Bran y Lobo montaron guardia; Rata encendió una pequeña hoguera y preparó la comida. Gaviota se encargó de los caballos, pues insistía en hacer su parte del trabajo, con las manos heridas o no.
Al cabo de un rato Bran bajó de la colina para acurrucarse a mi lado. Johnny había terminado; lo sostuve contra mi hombro hasta que se durmió.
—Siento entrometerme en tus planes —le dije—. Habríamos podido quedarnos otro día, probablemente. La visión no siempre muestra la realidad; y esas voces pueden conducir a engaño.
—Puede que no —contestó Bran en un tono extraño—. Ven, quiero enseñarte algo.
Le seguí hasta un lugar en las rocas desde el cual se dominaba una extensa vista del sur. A la luz del día, supuse, podría verse hasta el gran bosque de Sieteaguas. Ahora estaba oscuro. Todo salvo un determinado lugar, no demasiado lejos, en el que ardía un gran fuego.
—¿Extraño, no? —comentó Bran—. ¿Un rayo, quizá? Pero el cielo está despejado; no hay señal de tormenta. Y de haber llovido, los árboles, los arbustos y las hierbas no arden así, con un calor que lo consume todo, salvo en tiempos de grandes sequías. ¿Ves como el fuego se mueve y se lo lleva todo a su paso? Y aun así la noche está tranquila. Asaz extraño.
—Es allí, ¿verdad? —susurré temblando—. En el lugar donde estábamos.
Bran me abrazó con bastante cautela, como si siguiera aprendiendo qué podía permitirse hacer.
—De no ser por ti, nos habría pillado a todos esta noche —dijo—. Tu don es muy poderoso. Una vez viste mi muerte. ¿Recuerdas?
—Sí.
—Me da la sensación de que lo has evitado; de que has conseguido contener la muerte. De que has cambiado el curso de los acontecimientos. No me asustan muchas cosas, Liadan. Me he entrenado para enfrentarme a lo que venga. Pero esto me asusta.
—A mí también me asusta. Me deja abierta a… a tantas influencias, a voces que de repente no oigo, a visiones contradictorias. Es muy difícil saber cuándo hacerles caso, y cuándo seguir mi instinto. Y aun así, no prescindiría de él. De no ser por este don, no habría podido traerte de vuelta.
No respondió, y el silencio se prolongó tanto que empecé a preocuparme.
—¿Bran?
—Me pregunto —respondió vacilante—, me pregunto si tú no… si no te has arrepentido. Si no te lo has pensado mejor, quiero decir. Ahora que has visto… ahora que has visto estas cosas de mí, cosas que no le he contado nunca a nadie… no soy el hombre que creías. A lo mejor tú ya no… —Se quedó sin palabras.
—¿Por qué? —Me había dejado de piedra—. ¿Por qué crees tal cosa, que no te quiero, que voy a amarte menos por eso? Ya te lo he dicho, eres el único hombre del mundo que quiero a mi lado. Nada cambiará eso. No puedo dejarlo más claro.
—Entonces… —Volvió a detenerse.
—¿Entonces qué, amor mío?
—¿Por qué no…? —Hablaba en voz tan baja que me costaba entenderlo—. ¿Por qué quieres dormir en otra cama, por qué rechazas mi lecho, después de aquella noche, la más larga de las noches en la que me desperté y te encontré a mi lado, un regalo tan precioso que borró toda una vida de sombras? Me muero por volver a sentir aquel momento otra vez, y esta vez, abrazarte, y tocarte, y… no tengo palabras para esto, Liadan.
Mejor que fuera de noche. Reía y lloraba al mismo tiempo y casi no se me ocurría qué decirle.
—Si no estuviera sosteniendo al niño —le dije con voz trémula—, te mostraría en este mismo instante cómo arde mi cuerpo por el tuyo. Me parece que tienes poca memoria. Recuerdo una tarde junto al lago de Sieteaguas, en que sólo la intervención de nuestro hijo nos devolvió el juicio. En cuanto a estos últimos días, sólo pensaba en tu salud. Has pasado una dura prueba. Estás magullado en cuerpo y alma. No quiero… no quiero exigir más de lo que…
Presentí la mirada feroz en la oscuridad.
—¿Me consideras incapaz? ¿Es eso?
—Bueno… yo… soy curandera, después de todo, es de sentido común…
Detuvo mis palabras con un beso, un beso firme de los de ya está bien de tonterías. Fue más breve de lo que habría deseado; teníamos a Johnny en medio, y corría peligro de aplastamiento.
—¿Liadan?
—¿Hum?
—¿Compartirás esta noche mi cama?
Noté que me sonrojaba.
—Más que gustosa —respondí.
* * *
La diosa nos bendijo, creo. Alguien velaba por nosotros aquella noche, porque Johnny se quedó dormido y no se despertó hasta la mañana siguiente; los demás se marcharon, organizaron la guardia y no oímos ni un susurro. En cuanto a mi hombre y a mí, nos quedamos bien entrelazados bajo el refugio de rocas, y no mostramos más contención que aquella tarde junto al lago, pues había pasado mucho tiempo. Nos aferramos el uno al otro y boqueamos en nuestra necesidad mutua, hasta que nos quedamos dormidos, agotados, compartiendo manta bajo la bóveda celeste. Al alba nos despertamos de la dulce calidez del sueño compartido, y ninguno de los dos se movió salvo para tocarnos con suavidad, que los labios rozaran la carne, y nos susurramos palabras amorosas, hasta que oímos a Rata afanarse con el fuego y a Gaviota comentar que dónde nos habríamos metido.
—Habrá más mañanas —le dije en voz baja.
—Hasta ahora, me parece que no me lo he creído. —Bran se puso en pie a regañadientes, y cubrió su cuerpo finamente decorado con las ropas corrientes de viaje que prefería. Me quedé mirándolo impertérrita, maravillada de la suerte que tenía.
—Hemos de creer —dije, y en ese momento se despertó Johnny y empezó a pedir insistentemente su desayuno—. Hemos de creer en un futuro, para él, para estos hombres y para nosotros. Seguro que el amor es suficientemente fuerte para construirlo de nuevo.
—Creo que hablaba más para las hadas que para nosotros. Pero si me oyeron, no dieron señales de ello. Había tomado una decisión. Había cambiado el curso de los acontecimientos. Si eso significaba no volver a saber de ellos, pues bueno.
Así que cabalgamos en dirección norte, sin hacer ruido; una banda de viajeros tranquila y ordenada, vestidos con ropa que no llamaría la atención. Un hombre cuyo rostro era un estudio de luz y sombras, cuyos rasgos lucían las señales fieras y audaces del cuervo, y que al mismo tiempo era joven y guapo. Veías el lado que decidías mirar. Una mujer de pelo oscuro recogido en una trenza a la espalda, con extraños ojos verdes. Un hombre negro con las manos tullidas, y una pluma de gaviota entre las trenzas de su pelo. Un joven con un niño, y un tipo silencioso y grande sobre un caballo silencioso y grande. Siempre hacia el norte, hasta la escarpada costa que mira hacia Alba, hogar de las mujeres guerreras. Tras nosotros la tierra del Ulster se despertaba en la mañana, un sol de otoño que brillaba entre la neblina sobre un valle verde pálido, un lago brillante, y el oscuro encanto del gran bosque de Sieteaguas. Detrás de nosotros se consumía un incendio, y una humareda gris señalaba el lugar de su fuerza destructiva, una fuerza del otro mundo en su precisión y su furia. Quizá la hechicera nos creyera muertos, calcinados en aquel horno. Pero le dimos la espalda y proseguimos nuestro camino, y mientras cabalgaba volví a escucharla en mi cabeza, aunque ya hacía tiempo que habíamos dejado el túmulo atrás; el sonido profundo y susurrante del viento del oeste al subir hasta la parte superior del antiguo montículo y entrar por la misteriosa entrada para el sol del solsticio de invierno. Era como la nota antigua y sonora de un gran instrumento; un reconocimiento y un adiós. Bien hecho, hija —susurraron las voces de mis ancestros—. Has sido muy, pero que muy, valiente.