Fue difícil, al final, mantener el paso cauteloso en el último tramo del angosto y misterioso camino; difícil no ceder a la repentina marea de euforia que arrasaba con cuerpo y espíritu y daba ganas de echarse a correr, riendo de alivio. Pero Gaviota mantuvo el paso constante, cada uno de ellos calculado con precisión, y yo le seguí, poco a poco, pues las cargas que llevábamos eran preciosas, y no debíamos soltarlas hasta que estuviéramos seguros, bien seguros, de estar a salvo.
La figura con la linterna esperaba muy quieta. Un encapuchado alto con capa negra. Después de lo que había dicho Gaviota, esperaba que alguno de ellos anduviese cerca: Nutria, Serpiente o Araña; con suerte, unos cuantos, y algunos caballos. Cruzamos lentamente el último pedazo de pantano, y oí el camino tejido hundirse detrás de nosotros. Nadie volvería a usarlo. Y al final vi a Gaviota pisar tierra seca, tambalearse unos cuantos pasos en la orilla y agacharse para dejar caer a Bran a tierra; y yo llegué a su lado y miré hacia arriba.
Fiacha voló, una brillante bola en llamas, para iluminar el hombro del encapuchado alto, y en el momento en que se posó, la luz desapareció y se convirtió de nuevo en un cuervo normal, si es que algún cuervo puede considerarse normal.
—Bueno —dijo Ciarán con voz grave—. Estáis aquí, y sigue vivo. Tenéis mucho valor. —Miró a Gaviota y después a mí—. Encontraréis ayuda cerca.
—G… gracias —tartamudeé, mientras le tocaba la frente a Bran y sentía lo frío que estaba, el poco tiempo que quedaba—. Fiacha te encontró, entonces. No esperaba que vinieras en persona. Los cuatro te debemos la vida.
—Fiacha. Qué apropiado.
—¿Por qué nos has ayudado? —le pregunté—. ¿Por qué lo haces? ¿No va en contra de lo que ella… tu madre querría?
Me observó con ecuanimidad, y algo de mi tío Conor en la mirada.
—Estamos en deuda contigo, Niamh y yo. Ahora, al menos, te hemos devuelto una parte. En cuanto al ave, yo soy su custodio; pero él toma sus propias decisiones.
—No me has respondido.
—Busquemos ayuda. Este hombre está a punto de morir. Tienes que moverlo, antes de que sea demasiado tarde. —Silbó con fuerza, y Fiacha graznó—. Tienes que trabajar deprisa si pretendes salvarlo.
—Lo sé. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo…? —Señalé el pantano, donde ya no quedaba rastro de ningún camino.
—La pericia de un druida reside en manipular lo que ya está allí —repuso Ciarán—. El viento, la lluvia, la tierra, el fuego. Reside en comprender los márgenes entre este mundo y el otro; en la sabiduría de todo lo que crece. Lo que he hecho esta noche no es gran cosa. Trucos aprendidos en los nemetons, nada más. No era magia. Pero ya no soy un druida; y Conor comprenderá, algún día, que sus enseñanzas no fueron más que el principio para mí. Descubrirá, con el tiempo, exactamente qué soy capaz de hacer.
—Eres su hermano —le susurré.
—Si hubiese decidido comunicármelo cuando empezó a educarme, las cosas habrían sido muy distintas. Ahora no significa nada.
—¿Me estás diciendo que pretendes seguir el camino de la dama Oonagh? ¿Un descenso al mal sólo por el poder? Y aun así, guardas a Niamh como un tesoro; has venido a salvarme a mí y… al niño.
Sus severos rasgos se dulcificaron un instante con la más breve de las sonrisas. Arriba se oían voces de hombres, y brillaba una antorcha.
—Mi madre me considera una herramienta adecuada para su propósito —repuso en voz baja—. Y de hecho, tiene mucho que enseñarme. Conor mismo me inculcó la sed de conocimientos. Además, ¿qué es, sino un enorme juego de estrategia? Mira, tus hombres están aquí, y yo debo marcharme. No puedo dejar sola a Niamh mucho tiempo.
Sentí un nudo en la garganta. Él era mi último nexo con mi hermana, y presentí un largo adiós.
—Te deseo lo mejor —le dije—. Te deseo todas las alegrías posibles. Y… y que no elijas el camino de la oscuridad.
—Ante todo, cuidaré de tu hermana.
—Dile a Niamh que la llevo en el corazón —le dije suavemente, en absoluto segura de que le fuera a contar siquiera que había estado allí, o nos había visto a mí y a mi hijo.
Ciarán respondió con tono muy serio. Creo que habló considerándolo imprudente:
—No sé si decirte esto, pero si deseas mantener a salvo a tu hijo, creo que tendrías que llevártelo. Tan lejos como puedas. Hay muchos que harían lo que fuera por no verlo convertirse en hombre, y en jefe. Con todo, no parece que os falten protectores.
Mientras hablaba, llegaron a través de los arbustos unos cuantos hombres; hombres con señales extrañas y exóticas en la piel de sus rostros, extremidades y cuerpos, hombres vestidos con atuendos estrafalarios de pieles de lobo, plumas y metales, con cascos que les proporcionaban el aspecto de criaturas del otro mundo, medio humanas, medio bestias. Sentí una estúpida sonrisa de alivio extenderse por mi rostro, tenía la cabeza de Bran en el regazo y a Gaviota junto a mí en el suelo. Y cuando volví la mirada a Ciarán, había desaparecido.
—¡Cristo bendito! —Era Serpiente, el de la ropa de piel y los tatuajes en la muñeca y la frente—. ¿Qué le ha pasado? —Se puso en cuclillas junto a Bran y le tocó la costra de la herida en la cabeza—. Un golpe fuerte; de varios días. Sabes lo que él diría.
Se oyó un murmullo entre los hombres que nos rodeaban en la oscuridad.
—Pregúntale a ella —respondió Gaviota débilmente—. Pregúntale a Liadan.
Serpiente me miró con aquellos ojos fieros y brillantes.
—¿Crees que puedes salvarlo? —preguntó.
Los hombres se quedaron muy callados.
Estaba sentada, me sentía extremadamente débil y terriblemente cansada. La voz de Serpiente parecía venir de muy lejos, y la mía sonaba extraña.
—Claro que puedo —dije con un tono de certeza totalmente fingido—. Pero debemos darnos prisa. Primero hay que llevarlo a lugar seguro. Lejos de las tierras de Eamonn. Quiero que vayáis a aquel lugar en el que acampamos. Ya sabéis donde quiero decir. El sitio de las piedras erguidas. Donde podemos refugiarnos bajo tierra.
Serpiente asintió.
—Está lejos —repuso.
—Lo sé. Pero tenemos que ir allí. Y Gaviota también necesita ayuda. Tiene las manos destrozadas. Y…
Johnny empezó a llorar de nuevo, más despacio esta vez, como diciendo: ¿Por qué no me escucha nadie? Estoy cansado, meado y hambriento, y ya te lo he dicho antes.
Otro murmullo de voces, y alguien que dejó escapar un silbido.
—¡Un niño! —exclamó Serpiente casi sin voz—. ¿Tuyo? ¿Has cruzado eso con un niño a la espalda?
—Mi hijo.
Otro silbido.
—¿Y dónde está el padre? —preguntó una voz con descaro desde la cola del grupo.
—¿Y a ti qué te importa? —replicó otra que reconocí como la de Araña.
—Este es su padre —le dije, pensando que sería mejor que lo supieran cuanto antes para evitar complicaciones—. Y está a punto de morir, como no nos demos prisa. Queda muy poco tiempo. Mejor amarrad al Jefe a uno de los hombres más grandes para que no se menee mucho. ¿Hay caballo para mí?
Por un momento, no se movieron. Los había dejado clavados en el sitio. Entonces Serpiente comenzó a repartir órdenes. Araña se acercó a tocarle la cabecita al niño con sus delicados y largos dedos, y se ofreció a llevarlo.
—Gracias —le dije—, pero está acostumbrado a mí y está cansado y asustado. Más tarde a lo mejor.
Pensaba que me quedaban suficientes fuerzas para cabalgar. Pero cuando llegaron dos hombres para levantar a Bran, con mucho cuidado, y Nutria me cogió de la mano para ayudarme a ponerme en pie, las rodillas me cedieron, la cabeza me dio vueltas, y vi un montón de estrellitas de colores bailando a mi alrededor. Hubo una breve disputa sobre quién me llevaría a mí y al niño, hasta que Serpiente, que parecía estar al mando, nombró a Araña, y Araña, con una sonrisa de oreja a oreja, nos subió al caballo y partió.
Fue un viaje largo y cansado. Nos detuvimos en un par de ocasiones, en lugares ocultos entre las rocas, y tras descansar, comer y mucha atención, Johnny recuperó la calma, como si nuestra peligrosa aventura no hubiera sido más que una ligera variación de su rutina diaria. Es hijo de su padre, pensé con cierta amargura, y recordé la historia de Cú Chulainn y Conlai. De mí dependería que nuestra propia historia no repitiera la pauta.
Bran iba detrás de Nutria, atado a su espalda como antes hiciera con Evan el herrero. Cuando nos detuvimos, les dije que lo apoyaran contra el tronco de un árbol, que llenaran una taza e intentaran darle de beber. Me habría echado a llorar al verlo tan incapaz. Sabía perfectamente lo que diría si pudiera verse. Este hombre ya no sirve, diría. Miré al fiero Serpiente limpiándole cuidadosamente la sangre seca de la profunda herida en la cabeza, y al endurecido Nutria arropándolo con una capa caliente, y rogué en silencio a Díancécht, el gran sanador de los túatha dé Danann. Dame fuerzas para lograr esta tarea. Dame la destreza necesaria. No puedo perderlo. No tengo intención.
Gaviota no podía cabalgar. Iba con un hombre alto y silencioso llamado Lobo, sobre un caballo negro, alto e igualmente silencioso. Cuando paramos a descansar le examiné las manos. Poco podía hacer sin la bolsa de curandera, sin las hierbas, ungüentos e instrumentos, sin vendas ni tiempo. Pero le dije a Serpiente, con calma, qué necesitaría cuando llegáramos a nuestro destino, y él contestó que encontraría todo lo que precisaba, de un modo u otro. Pensé que era mejor no preguntar a qué se refería exactamente.
Gaviota había perdido tres dedos de una mano y dos de la otra. Le habían cauterizado las heridas limpiamente; aun así, se me seguía helando el corazón al pensar que lo había hecho Eamonn, el Eamonn con el que estuve a punto de casarme. No importaba que no lo hubiera hecho personalmente. Su mente había concebido aquel castigo cruel.
—Bárbaro —murmuré mientras le envolvía una cinta de tela arrancada de mi enagua alrededor de la mano—. Un acto de venganza demente. —Pero en el fondo de mis pensamientos, oía la voz de Eamonn, tan amarga como el invierno. Si te disgusta aquello en lo que me he convertido, la culpa es únicamente tuya. Y un estremecimiento me recorrió el cuerpo.
—Me recordó al herrero —dijo Gaviota—. Cuando el Jefe le cortó el brazo y tú se lo sellaste con un hierro candente. Por poco me desmayo. Pues esto igual.
—Has sufrido mucho por él.
—¿Y tú? Eres una mujer excepcional, Liadan. No es de extrañar que rompiera el código por ti.
—Seguro que esa regla concreta la ha tenido que romper alguna vez más. Un hombre de su edad no puede ser tan íntegro en la privación —comenté mientras anudaba aseadamente los extremos de la venda.
—Lo conozco desde que no era más que un niño. Jamás lo he visto con ninguna mujer. Ni una sola vez. Autocontrol. Es importante para él. Quizá demasiado importante. Contigo fue distinto. Tú te le resististe. En el momento en que te vio, sólo fue una cuestión de tiempo.
No respondí, pero me hice muchas preguntas. ¿Podía ser que también para Bran, aquella noche encantada que compartimos hubiera sido la primera? Seguro que no. Esas cosas eran distintas para un hombre. Un hombre pensaba menos que una mujer, y además, un hombre como él tendría cientos de oportunidades. Descubrí que me había puesto colorada, así que aparté la vista de Gaviota.
—¿Liadan? —Su voz era dulce—. Estamos todos contigo, niña. No podemos permitirnos perder al Jefe. Sin él, no somos nada.
—Has sido tan fuerte. —La voz traicionaba mi cansancio—. Sin ti, habría abandonado.
—No lo habrías hecho, y lo sabes. —Su tono cambió de repente—. Quiero que me lo digas.
—¿Que te diga qué? —Pero sabía qué venía.
—¿Qué esperanzas tengo? ¿Cuánto me va a limitar? No sé hacer otra cosa que combatir, ya lo sabes. Si no puedo pelear, si no puedo salir de un lugar estrecho, o meterme en uno, estoy acabado. Dime la verdad. ¿Qué aspecto tiene?
—¿Por qué estabas allí, de todos modos? Pensaba que era una misión de un solo hombre.
—¿Lo sabías? Sí, fue solo, y decidió no proporcionarnos ninguna información útil, el muy burro. Cualquiera diría que estaba decidido a que Northwoods lo liquidara. Lo siguiente que supimos era que estaba de vuelta a Erin en un barquito de los hombres de verde. Sabíamos que aquello no debía de formar parte del plan. Intenté hacerme el héroe. Misión de rescate. Yo fui aún más burro que él. Aunque casi lo conseguí. Pero Eamonn fue más listo, nos enfrentó sin saberlo. Éste es el resultado. Ahora dime.
—Podrás disparar un arco, con la mano izquierda. Tendrás que volver a aprender. Podrás cabalgar, si no dejas de ejercitar las manos mientras se curan. No podrás empuñar la espada, ni escalar muros pronunciados, ni usar los dedos para quitarle la vida a un hombre. Pero podrás enseñar a otros técnicas para el combate. Y puedes aprender a ser curandero. Yo te enseñaré. Esta banda necesita uno.
—Pensaba que a lo mejor… —empezó a decir, y se quedó callado.
—Eso depende —dije—. Depende de él. De lo que él quiera.
Gaviota se quedó callado un rato, mirando sus manos vendadas.
—¿Qué va a decir el Jefe? ¿Qué le parecerá mi nueva situación?
—Imagino que le parecerá que vale la pena quedarse contigo. Especialmente después de que le cuente cómo nos salvaste a mí y a su hijo. Cómo lo llevaste a él a cuestas a través del pantano.
Gaviota se me quedó mirando directamente.
—Fuiste tú la que nos salvó —repuso en voz baja—. De no ser por tu valor, habríamos muerto en las mazmorras de Eamonn. ¿Estás segura? ¿Estás segura de que lo puedes traer de vuelta?
—Has sido tú el que no me ha dejado perder la esperanza ahí fuera —susurré.
* * *
Viajamos por caminos ocultos, como antes, y aunque de vez en cuando, algún hombre se separaba y se unía al grupo más tarde, con alguna pequeña bolsa o hatillo que no llevaba antes, nadie hacía preguntas. Se acercaba el amanecer cuando llegamos al lugar del enorme túmulo, y desmontamos bajo las altas hayas que resguardaban la entrada. Araña me ayudó. Johnny había ido la última parte del viaje en la espalda de un joven que llamaban Rata, y no parecía afectado por el cambio, con los ojos grises atentos mientras observaba las formas y colores cambiantes a su alrededor, e intentaba descifrarlo.
—Bien —dijo Serpiente, mientras los hombres se separaban sin necesidad de órdenes para atender los caballos, montar guardia y encender la hoguera—. ¿Dónde quieres al Jefe? ¿Dentro del refugio?
—No —respondí mientras miraba los pequeños y extraños rostros en el dintel de la antigua puerta—. Ahí dentro no. Ya sabes que él… prefiere usar el túmulo para tus hombres, porque caben muchos y están secos. ¿Podrían construirnos un pequeño refugio bajo los árboles, al otro lado junto al agua? Seco e íntimo, pero en un sitio en que pueda ver el cielo cuando se despierte. Necesitaré una pequeña hoguera, y lámparas para más tarde; y supongo que habrá que montar guardia. Necesitaré un hombre que me ayude.
—Haremos turnos. —Estaban desatando a Bran y lo bajaban con cuidado del caballo de Nutria, mientras el propio Nutria flexionaba las extremidades, estiraba la espalda y descendía con precaución.
—Hierbas —dije—. Necesito que alguien vaya a buscarlas. Tengo que hacer un emplasto para la herida de la cabeza y un té curativo. A Gaviota también le irán bien. Necesito consuelda menor. Y ruda, aún estará en flor, y sé que crece por aquí. Si podéis encontrar tomillo silvestre y calamento, picaré las hojas en un mortero y se las colocaré cerca. Esas hierbas alejan la pena; tenemos que recordarle las buenas cosas si queremos que regrese con nosotros.
Serpiente asintió. Repartió órdenes, y los hombres colocaron a Bran sobre un tablero y lo condujeron al otro extremo del túmulo. Llevaron los caballos a descansar, descargaron los víveres. Desempeñaban sus tareas con un orden tranquilo. Oí la vocecita de Johnny, palabras incomprensibles, el tono firme.
—Y tengo que atender a mi hijo —dije, confiando en que quienquiera que lo tuviera supiera qué comían los bebés y qué podía ponerlos en peligro—. Esas picaduras de insecto… se puede hacer un lavado con escrofularia…
—Se las apañará —sonrió Serpiente—. Rata viene de una gran familia; te hará bien de niñera. Ya le diré lo de la escrofularia. Tú baja y aclara qué quieres para el Jefe. Después descansa, y haz descansar también al niño. Una larga marcha, para una chica.
—Lo ha sido. Parece que ha pasado una vida desde que salí de Sieteaguas. Te debemos mucho. ¿Cómo sabías cuándo venir, Serpiente, y adónde?
—Sabía dónde estaban él y Gaviota. Vigilamos Sídhe Dubh, lo vigilamos constantemente, desde que Eamonn traicionó a un amigo hace tiempo. Tenía un aliado en el norte, conocido del Jefe, un hombre que nos había hecho unos cuantos favores, que nos había dado cobijo y pasaje cuando nadie más lo habría hecho. Ese hombre tenía un acuerdo sólido con Eamonn a propósito de unas tierras, o eso pensaba. Había pagado por ellas con buen ganado, y el trato había quedado cerrado. Entonces, una noche, los hombres de verde llegaron a su puesto de guardia y lo quemaron de arriba abajo con los guardias aún dentro. Lo peor de todo es que uno de los guardias tenía allí a la familia, a su mujer y a sus hijas, que le estaban haciendo una visita. Todos achicharrados. Cuando el Jefe lo oyó, dijo que eso demostraba que los hijos siempre se volvían como sus padres. El viejo Eamonn, el padre de éste, vendió a sus aliados a los britanos.
—Lo sé.
—Lo imagino. En cualquier caso, el vecino de Eamonn nos pidió ayuda, y se la prestamos. Hicimos las veces de tropa suya, de modo que le metimos miedo. El Jefe no pudo resistirse a ponerle un toque personal, la mano cortada y eso. La sacó de otro muerto. Efectivo, pero no bonito. Así se las gasta el Jefe.
—Pero —no pude evitar preguntar—, las historias que cuentan de vosotros, del Jefe y de todos vosotros… a la banda del Hombre Pintado se le atribuyen actos de crueldad tan pérfidos como éste. ¿Cómo podéis juzgar a Eamonn si hacéis lo mismo?
Serpiente puso ceño.
—Somos profesionales —acabó diciendo—. No matamos mujeres ni niños. No cometemos errores y no quemamos a los inocentes junto con los enemigos. Además, no te puedes creer todo lo que cuentan. Si fuésemos responsables de todo lo que nos cargan, tendríamos que estar en cincuenta sitios al mismo tiempo. Pregúntale a Rata lo que piensa de Eamonn Dubh. Las que murieron en el incendio eran su madre y sus hermanas.
Miré hacia el lugar en el que el fuego enviaba una larga columna de humo al aire matutino, colina abajo. Rata estaba sentado con Johnny en una rodilla, con los dedos ocupados en algún tipo de juego que hacía saltar a mi hijo de la emoción. La piel clara del niño estaba moteada de habones colorados, donde lo habían atacado los insectos del pantano. Los trucos de Rata evitaban que se rascara y empeorara el picor. Descubrí de dónde había sacado el nombre el joven. Tenía los ojos muy juntos, la nariz afilada y los dientes torcidos en una amplia y sonriente boca.
—Es un buen chico, Rata —dijo Serpiente—. Aprende rápido, aunque parezca algo simple. Venga, ve con el Jefe y déjanos al joven Johnny un rato. Te avisaremos cuando el desayuno esté listo.
—No me has contestado. ¿Cómo sabías cuándo aparecer?
—Recibí un mensaje. El tipo del pelo rojo; qué pinta más rara. Ya estábamos cerca, porque sabíamos que los tenían dentro, pero no cómo sacarlos, dado que Eamonn había aumentado las defensas. El tipo nos dijo que bajáramos por el camino, y esperáramos una señal. No mucho después, allí estabais. Como por arte de magia.
—Y que lo digas —coincidí, y obligué a mi cansado cuerpo a moverse y llegar hasta el otro extremo del túmulo, donde las suaves rocas daban al estanque tranquilo. Donde las piedras erguidas, labradas con signos tan antiguos que ni un druida podía interpretar su significado, eran los guardianes mudos de los profundos misterios de la tierra. Y mientras me acercaba, me pareció oír una voz que decía: Bien. Bien. Aquél no era lugar para los túatha dé, sus dioses y diosas, su belleza deslumbrante y terrible poder. Era un lugar mucho más viejo y oscuro. Un lugar de los ancestros que también habían sido mis propios ancestros, si la historia del forajido Fergus y su novia fomhóire eran verdad. Yo la creía. Lo sentí en mi interior al tocar una de las piedras del gran túmulo. Sentí una lenta vibración desde el interior de la tierra, y volvió a repetir: Bien.
Qué poco tiempo. Qué poco tiempo para traerlo en sí antes de que pereciera a causa de sus heridas, o de la desesperación, o sencillamente de sed. Bran no podía beber. Los hombres habían construido un refugio junto a las rocas, un lienzo estirado que formara un tejado, y el frente abierto de modo que se viera el sereno estanque, o la pequeña hoguera que ardía entre las piedras. Él estaba inmóvil en un jergón bajo.
—Ojo con el niño cerca de esa hoguera —me avisó un hombre—. La hemos construido alta, por si acaso.
Pero resultó que no me tuve que preocupar por Johnny. Me lo trajeron para comer y para dormir; y yo lo metí en la cuna de helechos que le habían preparado, y lo tapé con una manta de piel de zorro. Su mantita, cosida con tanto amor, se había quedado en Sídhe Dubh. Cuando se despertaba, siempre veía a mi hijo en brazos de una u otra niñera vestida de cuero, o acunado en una hamaca, o encima de unos hombros anchos, o sentado con Rata en el suelo cubierto de hojas, con un pedazo de corteza en una mano, ejercitando sus dientes nuevos. Las picaduras de insectos empezaron a desaparecer; alguien había encontrado escrofularia. Rata me informó de que el niño estaba muy espabilado para su edad, y yo coincidí con él. Acepté que Johnny había adquirido más tíos de los que necesitaba, y se lo dejé a ellos, aunque con remordimientos. Era tan pequeño e indómito.
En cuanto a Bran, no me atrevía a hacerles saber lo asustada que estaba. Le había puesto un emplasto en las heridas de la cabeza, de modo que ahora llevaba todo el cráneo vendado, por encima del pelo, que crecía con rapidez. Me ayudó Gaviota, pues se negó a descansar; también Serpiente merodeaba cerca. Incorporamos a Bran, le sostuvimos la cabeza en alto, y le escurrimos una esponja en los labios. Pero el líquido le resbaló por la barbilla hasta la manta, como si hubiera perdido la voluntad de ayudarse.
—¿Cuánto puede sobrevivir sin agua? —preguntó Gaviota.
—Puede que un día más. —Intentaba disimular mi preocupación, pero el temblor de la voz me traicionaba. Veía cómo la carne había abandonado las mejillas de Bran, cómo le sobresalían los huesos bajo la piel tatuada. Notaba sus dedos esqueléticos, la muñeca frágil, donde estaba la pequeña imagen de un insecto alado. Oía la débil y difícil respiración. Gaviota no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella tumba subterránea, pues había perdido la cuenta de los días en Sídhe Dubh.
»Necesito que hagas algo por mí —le dije a Serpiente, que estaba a los pies del jergón.
—Lo que sea.
—Quiero que envíes a alguien a buscar a mi padre. Es Iubdan de Sieteaguas, pero antes le llamaban Hugh de Harrowfield, un britano. Es un hombre muy alto, fuerte, de pelo rojo. Es difícil confundirlo. Viajó al otro lado del mar, a mediados de verano, y tendría que regresar a Sieteaguas. Debería estar de vuelta ya; al menos si recibió las últimas noticias. Sé que si se le puede encontrar, tus hombres lo harán. Tienen que darse prisa.
—Considéralo hecho.
—Gracias —contesté—. Más tarde quiero que los hombres se reúnan aquí. Tenemos… tenemos que intentar llamar al Jefe para que vuelva. De algún modo hay que hacerle entender que aún no se puede ir; que le necesitamos aquí.
—Los reuniré. Pide lo que necesites, Liadan. No debes cansarte. Deja que nosotros seamos fuertes por ti.
Le acaricié la muñeca con suavidad, donde la pulsera de serpientes tatuadas se enroscaba alrededor del musculoso brazo.
—Ya lo sois, Serpiente. Tú y el resto.
* * *
Me guardé para mí mis recelos. No tenía duda de que ésta era la tarea de la que una vez había hablado Finbar, una tarea de curación que tensaría mis aptitudes al límite. Pero Bran parecía sin vida, totalmente encerrado en su interior, como si hubiera huido a la pequeña y oscura prisión en la que Eamonn lo había metido por su propia voluntad. Mientras observaba el sol alzarse en el cielo, establecerse en lo más alto y proseguir su camino, supe que se me estaba yendo. Una vez había dicho de sí mismo: Sólo sirvo para vivir en la oscuridad, y, Vuelve a tu caja, perro. Así que en el último momento, eso era precisamente lo que había hecho. Llevaba su prisión en su interior, y la puerta estaba cerrada a cal y canto. Para encontrarla y abrirla, tenía que recorrer un camino de recuerdos oscuros, secretos, que me había dicho que era mejor que permanecieran enterrados.
Aun así, no estaba sola. Quizá podríamos invocar la fuerza para traerlo de vuelta, todos cuantos lo queríamos. Eso sería el primer paso. En cuanto al segundo, no podía emprenderlo sin guía, pues era una tarea que hacía temblar al corazón más temerario.
Serpiente se había marchado; Gaviota seguía vigilando a Bran. Salí a sentarme en las rocas encima del estanque, donde Bran y yo habíamos yacido el uno en brazos del otro, sin importarnos la lluvia. Miré el agua oscura con un sentimiento de certeza cada vez mayor, y llamé en silencio a mi tío Finbar.
¿Tío? Estoy aquí y tengo algo que preguntarte.
Allí, bajo las piedras erguidas, la respuesta fue instantánea, aunque tenue; una imagen apenas visible en la superficie, casi la de un hombre, más un truco de la luz que te hacía creer que podía haber alguien allí.
Liadan. Así que estás a salvo.
Yo sí. Pero él no. Aún no. Se ha encerrado demasiado en sí mismo, y tengo que saber si tengo razón, si puedo volver a encontrarlo. Creo que ésta es la tarea de la que me hablaste, y la llevaré a cabo. Pero me asusta, Tío. Me asusta lo que puedo descubrir.
El hombre del agua asintió con gravedad.
Te lo aviso, hija. Utilizará toda su fuerza contra ti, y esa fuerza es formidable. Luchará contra ti a cada paso del camino. Es una tarea cruel, pues debes desatar las sujeciones de su corazón y dejarlo desnudo. Ahí hay mucho dolor; un dolor que no quiere compartir contigo. Hay un niño congelado que se esconde en una prisión de sueños perdidos. Encuéntralo; tómale de la mano y sácalo de ese lugar oscuro.
Me quedé petrificada hasta la médula. Hablaba como una voz de otro mundo.
Lo haré.
Si pudiera, te ayudaría, niña. Pero ésta es tu tarea. Y debes empezar ahora. Cuanto más tardes, más lejos llegará, hasta que no haya camino de retorno.
El agua ondeó y su imagen desapareció.
Llamé a Serpiente, y se unió con Gaviota y conmigo en el refugio.
—De acuerdo —les dije—. Hay dos partes. La primera es una invocación, para sacarlo del lugar en el que se esconde. Después emprenderemos la curación; hay que recomponerlo para que se quede con nosotros. Me ayudaréis con la primera parte. Yo me encargaré de la segunda, sola.
—No tenemos mucho tiempo —comentó Gaviota en voz baja.
—Ya lo sé. Tendremos que haber terminado al alba, o se nos escapará. Tendríais que llamar a los hombres, y explicárselo.
—Liadan —me indicó Serpiente incómodo—. Sabes que lo detestaría.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que lo deje morir de sed, que perezca solo y vague por un lugar que no podemos ver? ¿O quieres que le ayude a avanzar con un cuchillo afilado? ¿Eso te parece que tendría que hacer?
—No hay un solo hombre aquí que quiera eso. Excepto el Jefe mismo. Si pudiera verse desde fuera, sería el primero en pasarse a cuchillo. Todos te apoyamos, Liadan. Pero ninguno de nosotros quiere explicárselo cuando vuelva en sí, eso es todo.
—Yo se lo explicaré. Venga, reúne a los hombres.
Nos quedamos sentados al lado de Bran, esperando. No se había movido; tenía el rostro tranquilo y pálido, como si durmiera. No había señal externa de que siguiera con vida, salvo el leve sube y baja de la respiración. Tenía los dedos fríos e inertes, y se los tapé con la manta; mis manos seguían aferradas a las suyas. Me pregunté si en alguna parte de su interior sentiría que no lo había abandonado.
Los hombres llegaron en pequeños grupos, sin hacer ruido a pesar de las botas de campaña. La mayoría iban armados. Todos lucían las extrañas vestiduras de su profesión, las pieles, plumas y decoraciones que constituían su orgullo y su identidad. Todos solemnes. Se reunieron alrededor del jergón, sentados, agachados, de pie, todos en silencio. No en su totalidad; incluso en un momento como aquél, había que mantener la vigilancia.
—Muy bien —dije—. Puede oírnos, no tengáis duda de ello. Tiene una herida en la cabeza, fea, pero hay hombres que se han recuperado de cosas peores, y él es muy fuerte, eso ya lo sabéis. El problema es que no puede tragar, y ningún hombre dura demasiado sin agua. Tenemos que despertarlo.
—¿Y si no quiere? —Era la voz del tipo corpulento y con barba oscura, Lobo. No lo había oído hablar antes; era gutural, con un acento muy marcado.
—Eso es precisamente lo que ocurre —le expliqué—. Cree que no vale la pena regresar con nosotros. Tenemos que convencerlo de lo contrario. Tiene que saber que lo valoráis; necesita que le recordéis las cosas buenas que ha hecho por vosotros, y qué significan para vosotros. Tiene que reconocer cuánto ha dado, y cuánto puede seguir dando. Sólo vosotros podéis hacerlo.
Se miraron unos a otros y se movieron incómodos.
—Somos luchadores —repuso Rata, que le daba palmaditas a Johnny en la espalda mientras hablaba—. No bardos, ni eruditos.
Otro hombre se disculpó:
—Es que no se me ocurre qué podríamos decirle.
—¿Os acordáis de los cuentos que os contaba?
Asentimientos y medias sonrisas.
—Bueno, pues igual, pero más corto. Cada uno de vosotros narra una pequeña historia; una historia del Hombre Pintado. Lo haremos por turnos. Y con nuestros cuentos lo traeremos de vuelta. Es fácil, de verdad. —Vi a Gaviota mirarme inquisitivo y sospeché que sabía que mi enérgica confianza era totalmente fingida. Por debajo, me paralizaba el miedo de que pudiéramos fracasar. Empezaron a iluminárseles las caras con esperanza.
—Eso está bien —exclamó un hombre admirado—. Qué buena idea. Eres muy sensible, e inteligente. ¿Puedo empezar?
—Claro.
Las historias fueron muchas y variadas. Algunas eran conmovedoras, también las había graciosas, otras una auténtica tragedia. Contaron el relato de cómo Bran salvó a Perro de las galeras, y cómo, contó Serpiente, aunque el pobre Perro murió después, le devolvió el favor, pues si Perro no me hubiese dado un golpe en la cabeza aquel día en Littlefolds, jamás habría conocido al Hombre Pintado, y no habría ahora ningún Johnny. Y, añadió Serpiente, ahora que el Jefe me tenía a mí, y al nene, habría que ser burro para no querer despertarse. Narraron historias del sur, y del norte, cuentos de Cymru, Britania y Armórica. Historias de hombres del norte, de gentes del Ulster y de los galos. De todo tipo. Pero todas tenían un hilo en común. En cada relato, el Hombre Pintado había tendido su mano a un marginado, a un hombre sin ningún lugar adónde ir, y lo había acogido en su banda de compañeros, le había dado un código y un objetivo. Gaviota contó entre susurros la suya, una historia de sangre, pérdida, angustia y desesperación.
—Me devolviste a la vida cuando yo intentaba acabar con ella. Fue tu mano la que contuvo la mía, cuando me había abandonado a las tinieblas. Ahora me interpongo en tu camino. Te ordeno que te detengas y regreses con nosotros. Tu obra no ha terminado. Te necesitamos, amigo. Es mi turno de llamarte.
Tejimos nuestra red de palabras durante toda la tarde. Era una red buena y fuerte, como los hombres que la habían fabricado. Llegaba la noche.
—Escucha a Gaviota —le dije conteniendo las lágrimas—. Escúchanos a todos. —Les había dicho que Bran podía oírnos. Ahora lo dudaba, pues, por mucho que lo intentara, no percibía ni la más pequeña chispa de pensamiento en él, ni el más leve retazo de visión en su mente. Si aún no lo había perdido, se defendía interponiendo unas barreras poderosísimas—. Bran —le dije con suavidad, acariciándole la mejilla hundida—. Te queremos. Somos tus amigos. Tu familia. Sal. Vuelve de ese lugar oscuro. Sal de las sombras, amor mío.
Gaviota hizo un leve gesto con la mano vendada, y uno por uno los hombres se acercaron para tocarle a Bran el brazo, o cogerlo de un hombro, y aquí y allí los vi secarse las lágrimas disimuladamente.
Cuando todos se hubieron marchado salvo Gaviota y Rata, cargué a Johnny en brazos, salí a la hoguera para darle de mamar, y me permití llorar. Mientras estaba allí sentada, Serpiente regresó con Lobo, le cambió la ropa a Bran y le lavó el cuerpo con una esponja. Mientras trabajaban hablaban, con alegría, sobre cuestiones prácticas como un armero en el norte que había desarrollado una nueva técnica para templar el hierro, el cual estaba templando espadas buenas y precisas, y qué precio podría negociarse por pieza tan magistral. Sabía que lo hacían por el Jefe, y reconocía sus esfuerzos. Pero estaba preocupada, preocupada al punto del malestar, y más triste de lo que podía mostrar, así que cerré los ojos un momento. Entonces, inesperadamente, me sobrevino la pesadilla: muros que se cerraban, una completa oscuridad, sin sentido del tiempo o del espacio, ningún otro sonido más que una respiración trabajosa, y estaba asustado, asustado de que el Tío me volviera a pegar; sentía el escozor en la espalda y las piernas de la última vez, notaba el dolor en los brazos de cuando me hizo sostener la roca por encima de mi cabeza… Había sido débil, y la había dejado caer, y si me dolía el cinturón, la culpa era sólo mía, porque sólo me castigaban si no era lo bastante fuerte… Moqueaba, sollozaba sin pensar, y el corazón me iba a todo correr… ni un ruido, ésa era la regla, ni un ruido o habría problemas… era difícil no llorar cuando te habías meado, tenías calor, sed y miedo y nadie venía… cuando todo lo que podías hacer era contar hasta diez, una y otra vez… cuando esperabas para que ella volviera a por ti, porque a lo mejor, sólo a lo mejor, si eras valiente, aún vendría, incluso ahora…
Regresé a mí repentinamente, la cabeza me latía, el corazón me retumbaba. El terror era real, como si yo misma hubiera estado metida en aquel lugar diminuto; parpadeé y me obligué a respirar con calma; forcé la vista para ver el agua cristalina del estanque y los suaves sauces verdeazulados en la luz del crepúsculo. Sentí el peso cálido del niño en mis brazos.
—¿Liadan? —Gaviota estaba a mi lado, sus rasgos casi invisibles en la luz menguante—. ¿Estás bien?
Asentí.
—Sí. Está ahí, Gaviota. No muy lejos. Justo debajo de la superficie, y demasiado asustado, o demasiado avergonzado, para salir. Nos oye. Lo sé.
—¿Cómo lo puedes saber? —preguntó Gaviota, con un tono maravillado.
—O… oigo sus pensamientos. Comparto sus recuerdos y sus sentimientos, cuando me deja entrar. Es un don, y una maldición. Puede ayudarme a llegar a él, ayudarme a abrir la barrera que ha construido a su alrededor. Pero necesito saber. Necesito entender qué hace que se esconda de ese modo. Creo… creo que, fuera lo que fuese, sucedió cuando era pequeño. Muy pequeño. ¿Te ha contado a ti…?
—Él no. Vive según el código. No hay pasado, ni futuro. Jamás ha dicho una palabra. A mí me parece que nació viejo. Ojalá pudiera ayudar.
—No importa —dije mientras hacía presa en mí la desesperación—. Me esforzaré por llegar a él. Esta noche necesito estar sola. Pondré a Johnny a dormir en el refugio, y después debéis dejarnos. Todos.
—Yo montaré guardia fuera.
—Gaviota, por favor. Con esas manos tendrías que estar descansando y bien atendido. Cargas con demasiadas responsabilidades. Por lo menos duerme algo.
—¿Y tú qué? Tampoco vas a aguantar hasta el infinito. —Me puso una mano en el hombro—. Cuidaremos de ti, ya lo sabes. Si él… cuidaremos de ti y del chico.
—¡Para! —Mi voz sonó muy adusta—. ¡No digas eso! Va a vivir. No voy a tolerar palabras de derrota.
Hubo un breve silencio. Entonces Gaviota dijo:
—Hechos el uno para el otro. Incapaces de la derrota, los dos. Ese chaval vuestro va a ser un gran jefe. Imposible otra cosa. Bueno, les diré que te traigan algo de comer y después haremos como tú dices. Pero habrá guardia. No puede hacer daño, dado que ninguno será capaz de dormir esta noche.
Había pensado en enviarlos a todos dentro del túmulo, para que estuviéramos solos en el lugar de nuestro destino, junto al estanque oscuro bajo la luna nueva. Los antiguos se removían; sentía su presencia en las sombras, y supe que aquélla era una noche de cambio. Pensaba que, en la oscuridad, Bran intentaría buscarme como antes, para entrelazar nuestras manos y aguantar hasta la mañana.
Pero no era aquél un lugar para actos solitarios de desesperación; era un lugar de hermandad. Serpiente trajo comida y cerveza, e insistió en que me quedara junto a la hoguera para comérmelo. Y mientras comía en una piedra plana un cuenco de estofado, otros salieron de la noche para rodearme en silencio. Miré al joven Rata de forma distinta tras escuchar su historia. El fuego que prendieron los hombres de Eamonn le había hecho mucho daño. Araña y Nutria no estaban allí; no los había visto en todo el día.
—Queremos preguntarte algo —inquirió Serpiente con timidez.
—¿Qué?
—Supón que obras un milagro y sale de ésta. Se despierta de repente preguntando dónde estoy. ¿Cómo crees que va a vivir con lo que ha ocurrido? ¿Y qué pasa contigo y el niño? Él te quiere. Tú le quieres. Pero jamás accederá a que os quedéis con nosotros; no es vida para una dama, ni para un niño pequeño. Jamás os pondría en peligro de ese modo. Y tampoco va a renunciar a esto, nunca. Es todo cuanto sabe; el único modo en que puede justificar su existencia. ¿Qué estás planeando, arreglarlo y marcharte a casa otra vez? Eso sería un final cruel para todas las partes, vaya que sí.
—¿Me lo estás preguntando en serio?
—A lo mejor no. No te veo haciendo eso. Pero ya sabes cómo es. No va a dejar que te quedes. Te va a enviar a casa, y después va a ir a hacerse matar cuanto antes. Esa es mi predicción.
Se hizo el silencio. Gaviota se me quedó mirando a mí, y después a Serpiente, y pareció como que quería hablar pero que luego se lo pensaba mejor.
—¿Qué pasa, Gaviota? —le pregunté.
—He estado pensando —comentó con cautela.
—Venga, dispara. —Había captado al instante la atención de Serpiente—. Si tienes un plan, escuchémoslo. Queda poco tiempo.
—Un plan. Ni siquiera, no es más que una idea. Me ha estado dando vueltas en la cabeza todo el camino por ese pantano dejado de la mano de Dios. En cuanto se me ocurrió, se quedó allí y se ha hecho más grande. Sé que no podemos volver y vivir de nuevo en el mundo como granjeros, pescadores y tal. Pero sí tenemos muchas aptitudes. Sabemos navegar, seguir rastros, dominamos cualquier forma de lucha. Sabemos cómo planear un asalto y ejecutarlo impecablemente. Sabemos cómo entrar y salir de lugares de los que nadie sabe nada. Tenemos nuestros propios métodos para resolver cualquier problema, y también para obtener información. Hay más de un jefe, tanto en este país como al otro lado del mar, que pagaría buen ganado y piezas de plata para que sus hombres aprendieran nuestras técnicas.
Una vez más, Gaviota me había dejado anonadada. Lobo le escuchaba con los ojos como platos.
—¿Dónde? —preguntó Serpiente a bocajarro—. No hay un rincón en Erin en el que puedan acogernos durante más de una noche o dos. Si nos establecemos, antes de que nos demos cuenta, algún señoritingo al que hayamos ofendido vendrá con todos sus granjeros a incendiarnos el campamento y a machacarnos. Siempre hemos de ir dos pasos por delante. Siempre en movimiento. Ni siquiera este lugar es seguro; no por mucho tiempo.
Me aclaré la garganta.
—Bran me dijo una vez… me dijo que, que tenía recursos. Que tenía un sitio. ¿Dónde está ese sitio?
—No sé nada de eso —respondió Serpiente—. Nuestro Jefe no es de los que se establecen. —Él y Lobo miraron a Gaviota.
—No hace falta guardarle secretos a Liadan —contestó Gaviota en voz baja—. Es una de los nuestros.
Al momento, Serpiente asintió, y Lobo emitió un gruñido afirmativo.
Gaviota se volvió hacia mí.
—El Jefe te lo contó, entonces —prosiguió, echándole una mirada al hombre inerte en el refugio.
—Sí. Hace mucho. ¿Qué tipo de lugar es, Gaviota?
—Una isla. Al norte. Es un lugar salvaje e inhóspito. Fácil de guardar. Difícil llegar a él. Hermoso, a su manera. Podríamos construir un campamento. La gente vendría y podríamos enseñarles.
—Como aquella isla del cuento —añadió Serpiente distraído, era evidente que pensaba más rápido de lo que hablaba—. La isla de aquella mujer guerrera… ¿Cómo se llamaba? Y tú podrías venir también, tú y el niño. Como en el cuento.
—Ya os lo digo ahora, que no tengo ninguna intención de imitar las proezas de Scáthach, ni de su hija —repuse con sequedad—. Pero tenéis razón. Ocurra lo que ocurra, pienso quedarme a su lado.
—¿Qué jefe pagaría buena plata por nosotros? —preguntó Rata—. ¿Y nuestra reputación? Esos señores deben cuidar sus alianzas. Ninguno confiaría en una operación así. —A pesar de sus palabras, en sus ojos brillaba la esperanza.
—En cuanto a eso —repuse lentamente—, creo que es posible que vuestra idea acabara aceptándose con el tiempo. Sólo necesitáis un principio. El patrocinio de un jefe bien considerado. Puede que algunos recursos más; eso podría discutirse. Mi hermano podría dotaros de ambas cosas.
—¿Tu hermano? —Gaviota arqueó las cejas—. ¿El señor de Sieteaguas? ¿Trataría abiertamente con nosotros?
Asentí.
—Eso creo. Mi hermano me habló una vez de intercambiar servicios especializados. Sin duda, entiende el valor de lo que podéis ofrecerle. Bran fue hecho prisionero durante una misión por cuenta de mi hermano. Sean me debe un favor por ese motivo, y por otra… transacción que he negociado para él. Creo que estará de acuerdo.
Serpiente dejó escapar un silbido.
—Podríais también plantearos ampliar vuestro radio de acción —proseguí. Empezaba a acariciar la idea—. Un ejército también necesita cirujanos y curanderas, astrólogos y navegantes, además de guerreros. Y los hombres deben aprender que hay algo más en la vida que muerte y destrucción. No siento ningún deseo de ser la única mujer de la isla.
—¿Mujeres? —El tono de Lobo era de maravilla—. ¿Habrá mujeres?
—No veo por qué no —contesté—. Medio mundo está lleno de mujeres. —Los hombres miraron a Bran y se miraron uno a otro.
—Hay trabajo que hacer —dijo Serpiente poniéndose en pie—. Hay que pensar. Y planear. Voy a ir y contárselo al resto. Qué giro de los acontecimientos. ¿Pero quién se lo va a pedir?
—A lo mejor deberíais jugároslo a la pajita más corta —repuse.
Los hombres se enfrascaron en el debate mientras regresaban al campamento principal y me dejaban a solas con Gaviota. El alegre entusiasmo del momento desapareció bruscamente; antes de contemplar el futuro, había que ganar la batalla de esa noche.
—Gaviota —dije—. Es luna nueva. —Asintió sin emitir sonido alguno—. Si no llego a él esta noche, todo habrá terminado. Es mejor que me dejes sola. Sin luces. Deja que se apague el fuego.
—Si estás segura.
—Estoy segura. Te prometo que te llamaré si te necesito. Pero mantén a los demás alejados. No quiero interrupciones, o podría perderle.
Se llevó la linterna y se marchó al otro lado de la hoguera, dejándome en la oscuridad. Johnny dormía. Abracé a Bran y apoyé mi cabeza junto a la suya en el jergón, los rostros cerca. Su respiración era débil, con pausas interminables cada vez que tomaba aire. Cada intervalo lo aprovechaba para seguir sacando fuerza de voluntad. Cerré los ojos y sosegué mi respiración, para que compartiéramos la subida y la bajada… la entrada… y la salida… de vida… y muerte… y me encaminé de nuevo por el sendero del tiempo, a través de los atajos secretos y pasos retorcidos de la memoria. Busqué con toda la fuerza de mi mente para encontrarlo en aquel laberinto. Y al final, por fin, entre velos de sombra, a través de capas de oscuridad, empezó a dejarme pasar.
No tengo aire, no puedo respirar, el corazón se me desboca, la sangre me fluye a todo correr, he perdido el control, he perdido el control… uno y dos y tres, cuatro y cinco y seis… ¿cuánto, cuánto hasta la próxima… cuánto hasta que vuelva la luz…?, no busquéis a este hombre, aquí en la caja, en la oscuridad… se ha marchado… hace mucho…
Los pensamientos se desvanecieron y los perdí. Volví a bucear, más profundamente, en las sombras. Cuéntamelo. Cuéntamelo. —Era mi propia mente, que fluía en la suya, y formaba parte de él, mientras mi cuerpo quedaba como un caparazón vacío—. Muéstramelo.
Un cuento. Cuéntame un cuento. Un cuento largo, de muchas noches. Había un chico que eligió el mal camino… pensaba que sabía adónde iba… cuatro, cinco, seis… pero estaba perdido, perdido en la oscuridad, y no venía nadie… él caminaba a ciegas y caía… y caía…
Yo te cogeré de la mano, dondequiera que vayas; no importa lo que seas —le dije—. Jamás dejaré marchar aquello que amojamas hasta el fin del tiempo y más allá. Mira, amor mío. Levanta la mirada y sigue la luz. Ven conmigo.
Perro, con las tripas abiertas. Evan, tan fuerte, y al final tan indefenso. Gaviota encerrado en aquel lugar con un carnicero. Esos hombres lo siguieron y su recompensa fue el sufrimiento y la muerte. Lo siguieron a las sombras… se perdieron tantos… una carga demoledora… tener que contarlos… contar las piedras de Sídhe Dubh, las capas de oscuridad sobre su cabeza, hundiéndolo… a la escoria de alcantarilla, que no merece esperanza… huye de él, pues todo lo que toca muere… su amor es una maldición…
Si tienes que contar, cuenta las estrellas, amor mío. ¿Cuántas estrellas en el cielo, que nos miraban mientras probábamos la alegría en los brazos del otro? ¿Cuántos peces relucientes en el lago en que baño a nuestro hijo, y oigo sus grititos de placer resonar en el cielo claro? Menudo salmoncito hiciste aquella noche bajo la lluvia. ¿Cuántas veces late el corazón, cuánto corre la sangre cuando por fin nos tocamos, y nos volvemos a tocar, y respiramos el mismo aire desesperado y ansioso? Cuenta esas cosas, pues son la materia de la vida y de la esperanza.
Esperanza… a este hombre se le ha prohibido la esperanza. Si lo tocas, te arrastrará dentro de la caja con él, hacia la oscuridad. Las palabras dan vueltas como hojas secas, susurran al vacío… él no puede oírlas…
Me volvía a abandonar, se me escapaba, huía por el pasillo oscuro y largo hasta su escondite, bien adentro. ¿Cómo iba a seguirle? ¿Cómo iba a encontrarlo en cuanto las sombras volvieran a ocultarlo? Reuní todas mis fuerzas, y salí tras él.
La historia. Cuéntamela. Un niño. Un hombre. Comenzó un viaje. Cuéntame su relato.
Cuando llegó, era tenue, no más que un hilo de pensamiento. Pero era una historia: la suya propia.
Cuenta… cuenta la historia… había un hombre, y acaban sacudiéndole, y alguien vestido de verde lo mete en un agujero en el suelo y cierra la puerta. Está oscuro. Demasiado oscuro, y es pequeño. Pero tiene que seguir, porque… porque… no se le ocurre por qué, pero tiene que hacerlo. Sabe cómo aguantar, ya lo ha hecho antes. Lo ha hecho antes una y otra vez. Cuenta, para mantener alejados los demás pensamientos, cuenta, uno, dos, tres… Hay un niño, y ella lo lleva en brazos a la fuerza y a él no le gusta. Ella llora y corre, y eso le hace llorar también a él. Luego ella le dice: «Está bien, Johnny. Ahora agáchate aquí y quédate muy callado. No durará mucho, cariño. Volveré a por ti en cuanto pueda. No te asustes; sólo quédate quieto y callado, no importa lo que oigas». Ella lo mete en un agujero en el suelo y cierra la puerta. Con el dedo en la boca, la mano en la cabeza, las rodillas flexionadas y el corazón desbocado. Uno, dos, tres, cuenta mientras oye los golpes y gritos fuera, mientras huele la sangre y el humo. Cuatro, cinco, seis. Repite los números una y otra vez, un talismán de protección. Uno, dos, tres… uno, dos, tres… qué oscuro está. Cuánto tarda. Cuánto. Y entonces… entonces…
Los pensamientos se tambalearon y desaparecieron. Me sentía tan cansada como si hubiera peleado en una batalla; me latía la cabeza, me temblaban las manos, tenía los ojos llenos de lágrimas. Levanté la mano fría de Bran para besarla.
—Está bien —susurré entre sollozos—. Es un principio. —Pero no tenía demasiado sentido para mí. ¿Lo había abandonado su madre, hacía muchos años? ¿La Margery de la que mi madre hablaba con tanto amor y respeto? ¿Cómo era posible?
Muéstrame más, le supliqué con la voz de la mente, e intenté hacerle sentir, sin palabras, que fuera cual fuese su pasado, ahora lo adorábamos y necesitábamos. Habría podido transmitírselo en un instante a Sean, Finbar o Conor. Habría conseguido llegar incluso a alguien como mi padre, Niamh o incluso Gaviota con un poco más de dificultad, aunque ellos no habrían sentido más que un fogonazo, una sensación de bienestar, y no habrían sabido qué estaba haciendo. Había trabajado así con mi hermana en Sídhe Dubh, cuando la desesperación estuvo a punto de dominarla por completo. Pero aun herido como estaba, Bran era un hombre de una voluntad inmensa y férrea, y luchaba contra mí como Finbar había predicho. Y yo ya estaba cansada.
¡Sal!
Me latía el corazón con fuerza. Los antiguos habían venido para ayudarme. Sus voces llamaban desde las profundidades de la tierra, suaves y rotundas.
Sal de la oscuridad. ¿Vas a dejar a tu hijo sin padre, a tu mujer sola y en pena? ¿Vas a dejar a tus hombres a la deriva sin objetivos? Sal y responde a este desafío.
—No les hagas caso.
Me incorporé repentinamente, agarrando la mano de Bran entre convulsiones. Era una voz diferente, y su propietaria estaba iluminada fantasmagóricamente a los pies del jergón. Era la dama del bosque; su rostro, blanco en la oscuridad; su capa, el color de la medianoche salvo por el reflejo azul. El señor de cabello en llamas se erguía tras ella, con un brillo tenue y sobrenatural. Mostraban expresiones severas, ojos fríos. Me puse a temblar al verlos allí, al recordar su furia cuando los rechacé. Bran estaba tumbado a mi lado sin poder hacer nada, y mi hijito estaba allí. Sólo quedaba yo para defenderlo.
—No hagas caso a esas voces —repitió la dama—. Te guían por el mal camino. Son viejas, y están confundidas. Son gentes antiguas y retorcidas de las rocas y los manantiales. Sus palabras no tienen sentido.
—Perdonadme —respondí temblando—, pero creo que son mis propios ancestros, pues las gentes de Sieteaguas descienden de hombre mortal y mujer fomhóire. Aquellos a quienes llamáis retorcidos, sólo intentan ayudarme en mi tarea. Me queda poco tiempo. Si no habéis venido para ayudar, debo pediros que nos dejéis solos.
Las cejas del señor se arquearon hasta alturas imposibles. Hizo ademán de hablar, pero ella le detuvo.
—Liadan —me dijo, y en su voz había pena—. Este hombre se está muriendo. No vas a traerlo de vuelta. Es cruel retenerlo. Déjalo marchar. Pertenece a los liberados. Está herido y roto, no es un compañero adecuado para una hija de Sieteaguas. No puede proteger al niño. Déjale marchar y devuelve el niño al bosque.
Apreté los dientes y me quedé callada.
—Haznos caso, muchacha. —Al hablar, pequeñas chispas surgieron de su cabellera y de su ropa, de modo que adquirió un halo de luz dorada. Dotó los débiles rasgos de Bran de una fantasmagórica semblanza de salud—. Las fuerzas oscuras buscan a tu hijo. Los hay que harían cualquier cosa por evitar que sobreviva. Nosotros podemos mantenerlo a salvo. Podemos asegurarnos de que crezca fuerte en cuerpo y espíritu, que sea adecuado para la tarea que tiene por delante. Debes traerlo de vuelta. O…
Vi la semilla de una idea formarse en aquellos ojos cambiantes, y rápida como el rayo me levanté y agarré en mis brazos a Johnny, que dormía en su nidito de helechos.
—¡No te lo vas a llevar! —escupí al sentir la furia y la alarma en mi interior—. Hadas o trasgos, ¡no me vais a robar a mi hijo y cambiármelo por otro! Y tampoco vais a despedir a su padre. Son los dos míos, los dos, y me los quedo. No soy idiota. Conozco el peligro. Sé de la dama Oonagh y… y…
Regresé al jergón, donde podía abrazar a mi pequeña familia, donde podía levantar un fuerte muro de amor para mantenernos unidos.
—Estaremos seguros. Nos mantendremos a salvo el uno al otro —les desafié—. Lo sé. Tenemos muchos protectores. En cuanto a la profecía, si tiene que cumplirse, se cumplirá, con independencia de cuanto yo haga. Acontecerá como así ha de ser.
Mientras hablaba, sentí espesarse el ambiente, el oscurecimiento de una noche que ya era bastante negra. Un escalofrío más allá del frío me recorrió el cuerpo; se me agarró a la médula. Había otra presencia; una que ahora se erguía junto al jergón, observando. En la oscuridad me pareció detectar un hábito al viento, una capucha bien calada, y dentro de la capucha, donde tendría que haber habido un rostro, no había más que un cráneo, con dos agujeros por ojos.
—Puedes desafiarnos —repuso la dama con gravedad—. Pero no puedes negarle nada a ella. Si viene a por él, tendrá que irse. Es su hora. Te lo va a arrebatar, por fuerte que lo sostengas. Déjale ir, Liadan. Libera a este espíritu roto de las cadenas de la vida. No es amor, sino crueldad egoísta, retenerlo así. La oscura espera. Le dará el descanso que anhela.
Me rechinaron los dientes y me tragué las lágrimas. Mi voz, cuando conseguí hallarla, no fue más que un susurro.
—No es cierto. No puede irse. Lo necesitamos aquí. Puedo aguantar. Vaya si puedo.
La figura oscura se movió, y vi una mano estirada, una mano que no era más que huesos y tendones.
—Marchaos —musité—. Todos. Abandonad este lugar ahora. Nada me importa, ni quiénes ni qué sois. Desafío vuestros poderes y vuestras exigencias. Soy curandera; mi madre me enseñó su arte con amor y disciplina. Este hombre no va a morir, no mientras yo lo sostenga entre mis brazos. Mientras caliente su corazón con el mío, no va a dejarme. No os lo podéis llevar. Es mío.
Y cuando la encapuchada no se marchó, sino que se quedó allí, llamando con sus dedos esqueléticos, empecé a cantar. Canté en voz muy baja, como si arrullara a un niño. Una y otra vez canté mi melodía, y mis dedos acariciaba el pelo recién crecido en el cráneo tatuado de mi guerrero caído, y yo miré la oscuridad y la desafié con la mirada, cansada como estaba.
Es mío. No te lo puedes quedar.
—Insensata —murmuró el señor de pelo ardiente—. Mortal desgraciada. Y pensar que tanto depende de ellos.
Pero la dama me observaba y reflexionaba. Me pregunté por qué no usarían sus poderes mágicos para obligarme a entregar a mi hijo, para robarle a Bran su último aliento, o para vaciar las islas mismas de britanos, si eso era lo que querían. Johnny tosió en sueños y suspiró.
—Como tú dices, niña —dijo la dama—. Acontecerá. Tu elección decidirá si el final será a un elevado coste, de sangre y oscuridad. Tu visión es tan corta, que no eres capaz de ver en quién puedes confiar y por eso tomas decisiones precipitadas. Pero es tu propia elección, no la nuestra. Nuestro tiempo casi ha terminado; es tu especie quien guiará ahora el curso de los acontecimientos, e influirá en el curso de la marea. Ocurra lo que ocurra, vamos a desvanecernos, a ocultarnos, como hicieran los ancestros. No seremos más que un recuerdo, para los hijos y las hijas de tus nietos. El camino que te traces en este momento será largo, Liadan. No podemos elegir por ti.
Despierta. —La voz de la tierra gritaba, cantaba, gruñía profundamente con el peso de los años—. Despierta ahora, guerrero.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, y susurré mi respuesta.
—Lo despertaré. Confiad en mí. —Le di la espalda a los altos seres que se erguían ante mí en la oscuridad—. Sólo tengo una elección —contesté rotundamente.
—La sangre de tu hijo mancha tus manos. —La voz fiera del señor se sacudió con una furia más allá de la rabia mortal, un ruido como el trueno; aun así el niño no se movió—. Quieres demasiado. Quieres más de lo que puedes tener. —Y se desvaneció, hasta que no quedó más que una débil silueta de chispas.
—Es una larga historia —me contó la dama del bosque—. Pensábamos que sería más sencillo. Pero la pauta se bifurca. No contamos con que los niños abandonarían el bosque. Tu hermana fue corrompida. Tú eres sencillamente cabezota. Hay demasiado de tu padre en ti. Así que tendremos que esperar más de lo que creíamos. Pero ya verás como acontecerá, Liadan. Verás lo que has conjurado esta noche.
Lloré mientras también ella se desvaneció, lloré porque sabía qué debía hacer, y porque sus palabras ponían voz a un miedo terrible, a una culpabilidad corrosiva, que había intentado ignorar desde que partí hacia Sídhe Dubh; desde que presentí que Bran estaba en peligro y me necesitaba. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si mi tozudez significaba la muerte para mi hijo y desataba el mal que de nuevo se abatiría sobre las gentes de Sieteaguas? ¿Quién era yo para desafiar a las hadas?
Sentí algo. Un levísimo tirón en la mano que sostenía de Bran, como si los dedos intentaran, débilmente, enroscarse alrededor de los míos. ¿Lo había imaginado? La mano volvía a estar inerte. A lo mejor era Johnny quien se había movido, acurrucado ahora contra su padre en el jergón. Pero estaba segura, casi segura de haberlo sentido. No iba a desistir. De ningún modo. Debía empezar de nuevo, justo ahora, pues el tiempo pasaba con rapidez y me pareció que la respiración de Bran era más lenta; la respiración de un hombre que camina con paso constante hacia el final. La encapuchada se había retirado; pero presentí que aún esperaba, allí fuera, en la oscuridad. Debía de tener paciencia. ¿Acaso no se nos llevaría a todos al final?
—Ayudadme —susurré, y las voces regresaron, profundas y seguras.
Sal de las sombras, guerrero. Te aguarda una misión. Regresa de la oscuridad. Cerré los ojos una vez más.
* * *
«Cuenta… cuenta la historia… había un niño, mayor ahora. Tiene muchos cardenales, de las palizas. Debe ser castigado porque no vale nada, es escoria de alcantarilla. Eso dice el Tío. Cuando el Tío se enfada mucho, encierra al chico en la caja. En la caja está oscuro. Y es pequeña, cada vez más pequeña a medida que va creciendo. Aprende a guardar silencio. Cuenta en su cabeza. Aprende a no llorar, a no sollozar, a no moverse, hasta que la tapa se abre y la luz lo ciega, fatal. Lo sacan, dolorido por los calambres y apestando, para recibir más castigos.
»Hay una mujer. El hombre también le pega, y hacen eso, los gruñidos, los empujones, eso sudoroso. El Tío le obliga a mirar. El Tío le obliga a mirar muchas cosas. El chico se dice que jamás hará eso. Es una cosa oscura, salvaje, animal; oscura como el terror de la caja. Si lo hace, se convertirá en el Tío.
»Había un perro, durante un tiempo. El perro entra una noche fría y decide quedarse. Es un perro sarnoso, huesudo, de mirada ida. El chico duerme caliente ese invierno, enroscado junto al perro en la paja del cobertizo. De día el perro le sigue, pegado a su sombra en silencio.
»Una mañana, el Tío le pega al perro por matar gallinas, y el chico lo sostiene mientras muere. Mientras entierra al perro, hace un voto solemne. Cuando sea un hombre, jura, el invierno que viene o al otro, haré lo que tenga que hacer aquí, y seguiré adelante. Seguiré adelante y nunca miraré atrás».
* * *
Sentí las lágrimas rodar por las mejillas, mojar la sábana bajo nuestras cabezas. Aguanta, amor mío —¿Oiría la voz de mi mente a través de las sombras que lo acosaban?—. Estoy aquí a tu lado, te estoy abrazando. Te necesitamos aquí, Bran. Vuelve con nosotros. Este sueño oscuro ha terminado.
Y débilmente, muy débilmente, me pareció presentir una respuesta, como un suspiro, un aliento, un fragmento de pensamiento.
… Liadan… no te vayas…
Entonces apareció una luz repentina, fuera, junto a la hoguera apagada, oí unos pasos y Bran desapareció, su voz interior silenciada abruptamente, la tenue unión rota al instante. Me puse en pie de un salto, furiosa, y salí tambaleándome del refugio, pues no había reparado en lo cansada que estaba, ni en cuánto tiempo llevaba allí sentada sin moverme. Era noche bien cerrada. ¿Cómo osaban molestarnos? Había dado instrucciones estrictas. ¿Cómo se atrevían a hacer aquello?
—¡Te lo había dicho! —espeté al ver a Gaviota acercarse hacia mí—. Te dije que no vinieras por la noche. ¿Qué están haciendo esos hombres?
—Perdona —repuso Gaviota arrepentido. Había algo en su voz que me hizo esperar—. Pensé que querrías que te interrumpiéramos para esto.
Junto a los restos de la pequeña hoguera había cuatro hombres. Uno de ellos era Serpiente, y otro Araña, se notaba por las piernas largas y delgadas y el modo extraño en que gesticulaba. También estaban los hombros anchos y pecho de barril de Nutria, y un hombre alto con el pelo tan rojo como el atardecer de otoño. Cuando me adelanté, el hombre se volvió hacia mí y vi que era mi padre.
Corrí hacia él, me estrechó en sus brazos y empapé su camisa con mis lágrimas. Los demás nos observaron en silencio, hasta que Gaviota se excusó con inseguridad.
—Nos vamos, si queréis.
—Será mejor —sollocé—. G… gracias por llevar a cabo mi misión con tanta rapidez, y éxito. No esperaba…
—No ha sido muy difícil —respondió Nutria con aspereza—. Aquí el amigo Iubdan ya estaba de vuelta. Sólo tuvimos que abordarlo. Vaya mano tiene con la vara tu padre, por cierto, si se me permite mencionarlo. —Se frotaba la nuca con cuidado.
—Tengo que hablar contigo a solas, Liadan —dijo mi padre—. Sabes, supongo, que Liam ha muerto. Debemos regresar a Sieteaguas por la mañana.
—¿Qué quieres decir con debemos? —quiso saber Serpiente incautamente.
—Liadan no puede irse. —El tono de Gaviota era uniforme y rotundo—. La necesitamos aquí.
—Con todo el respeto —contestó mi padre con mucha calma, en el tono que los hombres habían aprendido a temer—, eso es cosa de mi hija y mía. Espero que nos concedáis la cortesía de estar un momento a solas.
—El Jefe se muere —contestó Serpiente y sus ojos eran dos ranuras mientras repasaba a mi padre, quizá valorando su edad y su tamaño—. La necesita. No puede irse.
Me metí entre medias y cogí a cada uno de la manga.
—Basta —les dije, con toda la firmeza de que fui capaz—. Ahora necesito a mi padre para que me ayude. En cuanto a la otra cuestión, os responderé al alba. Ahora marchaos.
—¿Estás segura? —preguntó Serpiente bajando el tono de voz.
—Ya habéis oído a Liadan —contestó Gaviota—. Venga, moveos, haced lo que dice.
En unos instantes mi padre y yo nos quedamos a solas.
—Bueno —dijo Iubdan encorvando su elevada figura para sentarse en las rocas y estirar las piernas enfundadas en botas delante de él—. No esperaba encontrarte aquí. ¿Qué voy a hacer contigo, Liadan? Parece que se te ha desarrollado el gusto por romper las normas y desobedecer las convenciones. ¿Es que no entiendes el peligro que corres aquí?
—Olvídate de eso ahora —respondí lacónica—. Tenemos asuntos mucho más urgentes que atender.
—¿Qué hay más urgente que volver a Sieteaguas, con Liam asesinado y Sean solo, mientras nuestros vecinos se reúnen y forcejean para obtener ventaja? Tendríamos que estar allí, no aquí con esta chusma.
—Sé que debes volver a casa —le contesté con calma—. Sean te necesita más de lo que es capaz de reconocer. Se enfrenta a un gran desafío, y necesita apoyo. Y… y necesita gente equilibrada a su alrededor, hombres con experiencia capaces de juzgar en quién se puede confiar y a quién hay que vigilar. Debes irte pronto. Pero yo tengo aquí una tarea terrible, Padre, y también necesito tu ayuda. Serpiente ha dicho la verdad. Bran se está muriendo. Está cerca de abandonar toda esperanza, pues cree que no merece la pena que lo salven. Pende de un hilo. Necesito tu ayuda para mantener ese hilo intacto, hasta que pueda agarrarle de la mano y traerlo de vuelta. Madre te envió al otro lado del mar para hallar la verdad. Necesito saber qué has descubierto. Necesito que me lo cuentes ahora, rápido.
—Entiendo tu urgencia, Liadan; reconozco el lazo que compartes con este hombre, y la confianza que pones en él. Y sé que eres muy sensata. Aun así, esperas de mí un gran salto de fe, hija mía. ¿No son estos mismos forajidos los que raptaron a tu hermana y estuvieron tan cerca de perderla? Es cierto, me han tratado con una cortesía inesperada. Al oírlos hablar de ti, se diría que eres una criatura medio reina, medio diosa. Pero ¿por qué no me cuentan nada de cómo has venido a dar aquí, tan lejos de casa, y poco después de la pérdida de tu tío? ¿Cómo no voy a temer por tu seguridad?
—Estos hombres darían su vida por mí, y por mi hijo. Todos y cada uno de ellos. Aquí estamos a salvo, Padre.
—¿Tu hijo? ¿También Johnny está aquí? Pero…
—Por favor, Padre. Cuéntame qué has descubierto. Necesito saber qué le ocurrió a Bran; qué le pasó a su madre. ¿Has averiguado la historia de Margery?
—Sí, hija, y ha resultado ser una historia triste y complicada. La perseguí por todas las aldeas de Harrowfield, rebuscando en los últimos dieciocho años. No puedo contarte toda la historia, pero en la población de Elvington, que queda encima de las colinas de Harrowfield, desvelé una parte que llevaba mucho tiempo en secreto.
—Cuéntame. No, mejor, ven conmigo a sentarte a su lado, y cuéntanosla a los dos. Él… él cree que su madre lo abandonó, que lo dejó. Es una profunda herida que ha llevado en su espíritu durante todos estos años. Pero mi madre me contó que Margery amaba a su hijo; y no puedo creer que lo abandonara voluntariamente.
—¿Que os la cuente a los dos? —Padre parecía perplejo, pero nos sentamos junto a la figura quieta y gris del refugio—. ¿Cómo va a oírnos? Este hombre ha perdido toda conciencia del mundo a su alrededor. Parece imposible salvarlo. Tu amor, quizá, te hace esperar milagros. Pero los milagros son raros, cariño. He visto a hombres como éste antes y…
—¡Para! —le grité—. ¡Detente! ¡Si sólo vas a hablarme de derrota y muerte, no hacía falta que vinieras! Necesito tu ayuda, no tus malos augurios. Ahora cuéntanos la historia. —Tomé la mano tatuada de Bran entre las mías y la sostuve contra mi mejilla.
Padre se me quedó mirando, sus ojos azules estaban muy brillantes.
—He reparado —comentó— en el modo en que los hombres te obedecen sin cuestionarte, aquí en este campamento de forajidos. De hecho, pronuncian tu nombre con un respeto rayano en la admiración. Con todo, la situación me confunde. Ningún hombre quiere ver a su hija en estas circunstancias. Debes perdonar mi lenguaje llano. Hablo así porque detesto verte dolida. Tu madre era de una sensatez impecable. Jamás le dije qué hacer. Tus propias decisiones me resultan… difíciles de aceptar. Pero una vez te hice una promesa, y mi intención es mantenerla, aunque me cueste mucho verte así. —Cuenta la historia.
—Muy bien. Es una historia de mala suerte, de oportunidades perdidas; una historia que sin duda confirma el argumento de este hombre, que tengo parte de culpa por aquello en lo que se ha convertido. Por eso puedo intentar enmendarme. Pero no puedo alterar el pasado; la historia ya está escrita. Comenzó el año en que el hijo de Margery cumplió tres años, y ella viajó a Elvington con unos amigos, para la feria de invierno.
Escuché su voz tranquila y pausada. Fuera, Gaviota seguía velando junto a la hoguera, una figura oscura, en la más profunda negrura de la noche sin luna. Más allá del círculo de luz, las sombras se reunían junto a las altas hayas, entre las piedras antiguas y por encima de la superficie quieta del estanque oscuro. En algún lugar, ahí fuera, la presencia encapuchada esperaba, silenciosa y quieta como si no fuera más que una sombra.
—Ya sabes —prosiguió mi padre—, que mi amigo y pariente John murió a mi servicio. Aplastado en un derrumbamiento, mientras vigilaba a tu madre. Yo le encomendé la tarea; pero había sido Richard de Northwoods el que ordenó la muerte. Margery se tomó muy mal la pérdida de su marido. Se adoraban, y que le arrebataran a su marido cuando su hijo aún no era más que un infante fue muy cruel. Se volvió taciturna y callada, y sólo su pequeño Johnny le daba fuerzas para seguir adelante. En él veía el futuro que le había sido negado a John; en él veía su propio objetivo.
»Su hijo fue el centro de toda su atención durante un tiempo, mientras la herida de su pérdida aún seguía fresca. Como sabes, yo abandoné Harrowfield un año después de la muerte de John, cuando Margery aún seguía de duelo. Con el tiempo, unos amigos acabaron convenciéndola de que le haría bien dejarse ver un poco. Así que, en el invierno en que Johnny tenía tres años, viajó con una pequeña partida desde Harrowfield hasta Elvington para la feria de Yule. No era un viaje demasiado largo. Se podía hacer con facilidad en un día, o con más calma haciendo parada durante la noche. Eso fue lo que hicieron, dado que el niño viajaba con ellos y se cansaba con más facilidad.
»Ahí es donde la historia se vuelve un poco confusa. Mi hermano me contó que la partida sufrió una emboscada en algún punto de las colinas por encima de Elvington. Quiénes eran los atacantes, o cuál su objetivo, sigue sin estar claro. Quizá tribus pictas de la frontera; que habrían bajado a por ganado y se habían encontrado con un grupo bien vestido, una oportunidad que no podían dejar pasar. Aquel día, más tarde, un pastor encontró los cuerpos de los viajeros junto al camino, cerca de una de las granjas aisladas; todos los hombres y mujeres asesinados. Pero el niño no. No lo encontraron, aunque lo buscaron. Era raro. La idea de que se lo hubiesen llevado los pictos, como rehén o esclavo, fue descartada pronto. Era demasiado pequeño, un verdadero engorro para una cuadrilla de expedición. Pero no se encontró ningún cuerpo. Perros salvajes, acabaron decidiendo. Los perros salvajes se lo habían llevado, como habrían hecho con un conejo o un cervatillo. No tenía sentido seguir buscando. Mi hermano recibió las noticias con remordimientos. Era un triste final para Margery, que había llegado a Harrowfield de recién casada, con tantas esperanzas.
»Y eso habría podido ser el final de la historia. Pasaron seis años. Los nombres de John y Margery desaparecieron de la historia de Harrowfield, como ocurrió con el mío propio: lord Hugh, que una vez había sido el señor de la hacienda, y que los había abandonado por una hechicera de ojos verdes del otro lado del mar, una bruja cuyos hermanos eran medio hombres medio bestia. Y así pasaron los años. Mi hermano se casó. El trabajo en Harrowfield prosiguió. Edwin reclamó Northwoods para sí, y comenzó a reconstruir sus fuerzas.
»Y entonces, en la primera asamblea de año nuevo, no mucho después del solsticio de invierno, mi hermano Simón tuvo que dirimir un extraño caso. Al principio, no había motivo para considerarlo parte de la misma historia. Un hombre había sido asesinado en una granja aislada en las colinas de Elvington; un tipo cruel y perverso, detestado y temido por sus vecinos y las gentes de la villa. Había sido como una ejecución, una herida precisa y pequeña directa al corazón; el instrumento de muerte un estrecho cuchillo de sierra, un utensilio normalmente utilizado para deshuesar aves. Había pasado un tiempo antes de que encontraran el cuerpo. A nadie le gustaba subir. Rory podía convertirse en un monstruo con un par de cervezas, era dado a ataques violentos, y había que poner mucho cuidado con las jóvenes. Cuando Simón me dio el nombre de aquel hombre, lo recordé a la perfección. Ya había estado delante de mí con graves cargos, lo acusaron de violar a la hija del molinero y dejarla embarazada. No le importó la pena que le impuse; jamás había oído una retahíla más fea de amenazas y maldiciones. Le ordené que le pagara a la familia una reparación sustancial, y lo expulsé de mis tierras durante cinco años. Al parecer decidió volver en cuanto me hube marchado. Y ahora estaba muerto. No tenía esposa; no en aquella época. Había desaparecido sin más, y la gente no se extrañó lo más mínimo. Solía sacudirle, era la voz que corría, una vez debió de írsele la mano, y debió de deshacerse de ella en silencio. Nadie preguntó. Nadie se atrevía. Así que, ¿quién lo había matado? ¿Quién intentaría tal cosa, por no hablar de conseguirlo con tanta eficiencia? Muchos deseaban verlo muerto, pero todos temían hacerlo. No había nadie. Nadie salvo el niño.
Tendría que haberme imaginado que ésa era la segunda parte, pues Bran me la había contado. Haré lo que tenga que hacer aquí, y seguiré adelante.
—Háblame del niño.
—Había un niño —dijo mi padre—. Algunos decían que era hijo de Rory, y otros que lo había encontrado, que era el bastardo de alguien, un crío que nadie quería, que había aparecido un día en la granja y le habían dejado quedarse. Un par de manos extra. Nadie recordaba de dónde había salido. No recordaban a la mujer de Rory preñada, ella no. Sólo hablaron de haber visto a un chiquillo canijo siempre lleno de moratones. Parecía un fantasma, pero desde luego, no era ningún debilucho. Los chavales lo atosigaban y él se revolvía como una fiera. Con el tiempo aprendieron a tenerle miedo y dejarle en paz.
»Así que allí estaba Rory con una herida pequeña y eficaz en el corazón y ni rastro del chico. La gente de Elvington presentó el caso ante mi hermano, en la asamblea formal. ¿Qué debían hacer? ¿Había que perseguir al asesino? ¿Qué pasaba con la granja de Rory y sus gallinas? ¿Quién se las quedaría?
»Simon ordenó que se abrieran las oportunas investigaciones. Nunca había sido íntimo de John, y apenas conocía a Margery. Pero eran familia, y si el chico vivía, había que encontrarlo. No era tanto una cuestión de traerlo ante la justicia, pues la pérdida de Rory había supuesto una bendición para las gentes de Elvington. Era más una cuestión de buscar la verdad, y enmendar errores pasados. Hubo una búsqueda, y se puso la granja de Rory patas arriba. No había demasiado. El hombre se bebía cualquier beneficio que les sacara a las gallinas. Pero sí encontraron algo extraño, y empezó a despertar recuerdos entre los lugareños. Bajo el suelo del cobertizo había una pequeña bodega, excavada en la tierra y recubierta toscamente con planchas. Y cuando dos del pueblo vieron aquello, empezaron a recordar cosas, de cuando subían de tarde en tarde a por una gallina clueca o unos cuantos huevos.
Asentí.
—Lo encerraban allí para castigarlo —le dije.
Mi padre se me quedó mirando.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Él me lo dijo. No con palabras. Me lo mostró. Has dicho que no tiene conciencia del mundo. Pero te equivocas. La mente aún le funciona a toda velocidad. Está inundada de pésimos recuerdos. Le encerraron, no hace mucho, en un espacio oscuro y reducido. Ahora parece atrapado allí para siempre, si no lo saco. He desplegado todos los poderes de mi don para ver lo que él ve; para unir mis pensamientos a los suyos. De este modo espero alcanzarlo antes de que sea demasiado tarde. Ahora cuéntame, ¿qué dijo la gente de aquel descubrimiento?
—Me dejas sin aliento, Liadan. Este es un don mucho mayor que cualquiera de los que es capaz de invocar Conor. Un don peligroso.
—Cuéntamelo, Padre.
—Empezaron a recordar. Las veces en que no se veía al chico por ninguna parte y Rory les contaba que el perro estaba mejor en la caja, hasta que aprendiera a obedecer. Las veces en que estaban en la puerta, y oían ruiditos bajo el suelo, un ligero movimiento, un roce. Una rata, decía Rory. Uno de ellos la había visto; había visto a la mujer de Rory sacar al niño de allí, temblando, tiritando, en silencio, con la ropa manchada donde se había aliviado. Cerdo asqueroso, le dijo, y le dio un bofetón. Lo raro fue que no dijo una palabra. Ni derramó lágrimas. Tampoco intentó protegerse. Sólo se quedó allí y esperó a que ella terminara. Eso la enfadó, y le pegó más fuerte. A la gente no le gustaba subir allí; no les gustaba lo que veían. Pero nadie protestaría. Estaban aterrorizados ante Rory. Además, dijeron, lo que ocurre en casa de un hombre no es asunto de nadie más.
—¿Cómo descubrieron quién era el niño?
—Ah. La búsqueda reveló eso. Escondido en la granja había un objeto que lo dejaba bastante claro. —Rebuscó en su bolsillo y sacó algo pequeño y ligero, hecho de un tejido fuerte y primoroso con un acabado de seda. Lo abrió sobre las mantas entre nosotros, de modo que quedó extendido sobre el corazón de Bran. No había mucha luz, pero veía los restos de un fino bordado, hojas, flores, pequeños insectos alados—. No hay duda de a quién pertenecía esto —dijo mi padre—. Tenía buena mano con la aguja, nuestra Margery. Has visto estos bordados en la túnica azul de tu madre… —Se le entrecortó la voz, pues esa herida seguía fresca.
—Desde luego —respondí en voz baja.
—La gente de Margery eran apicultores, en el sur —dijo—. Ésta era su bolsa, donde guardaba sus más preciados objetos. Llevaría algo de plata para la feria. Había desaparecido, por supuesto; Rory malgastaba todo cuanto se cruzaba en su camino. No podía vender esto, ni su contenido; pues dejaban clara su identidad, y todos sabían que había muerto por allí cerca. Es increíble que Rory supiera quién era el niño y decidiera guardar el secreto. Debió de enterarse apenas empezó la búsqueda; quizás hasta él mismo formara parte de ella, junto a los hombres de mi hermano. ¿Por qué no sacó al niño y lo entregó a la casa de Harrowfield? Pero Rory decidió dejarles creer la historia de los perros salvajes. Por algún motivo, decidió quedarse al niño. Hombres como él disfrutan de cualquier poder que tengan. Supongo que le divertía tener un pequeño esclavo. Rory sabía que el niño era pariente mío, y sólo sentía odio y resentimiento por lo que le había hecho. Sin duda, ésa es la fuente de la amargura de este hombre hacia mí. Debe de haber crecido escuchando sólo cosas horribles de mí y de los míos.
—¿Qué había en la bolsa? —le pregunté.
Mi padre me pasó un pequeño objeto de metal, con una delicada cadena. Lo sostuve en mi mano, palpé más que ver la cerradura, de plata, pensé, grabada con delicadas formas alrededor de un centro esmaltado.
—¿Qué hay aquí dentro?
—Dos mechones de cabello. Uno castaño y rizado, el otro rubio y fino como la seda. El primero es de John; el segundo perteneció a la hija que tuvieron y murió poco después de nacer. El relicario fue un regalo de John cuando supo por primera vez que estaba embarazada. Poco imaginaban que se convertiría en un símbolo de muerte y pérdida. Nadie sabe cómo acabó en la granja de Rory.
—Ah —le dije—. Pero él se acuerda, bien lo sé.
—¿Cómo puede acordarse? No tenía ni tres años.
—Su voz. Sus manos. Ella lo escondió en la bodega. Supongo que estaban cerca de aquella granja solitaria entre las colinas cuando fueron atacados. Meterse dentro, intentar esconderse, no debía de tener sentido; los pictos no respetan la propiedad y los habrían sacado con fuego, o habrían entrado a hachazo limpio. Pero podía esconder al niño el tiempo suficiente. Le pidió que se quedara quieto y callado cuando lo metió en la pequeña bodega, en el suelo. Él hizo como le había dicho, aunque no le gustaba la oscuridad, ni los ruidos extraños que procedían de fuera. Supongo que metería con él sus objetos más valiosos: el monedero, la plata, el relicario que contenía el amor de los que había perdido. Después saldría fuera y correría, para distraer su atención, del mismo modo en que un ave madre revolotea y aleja a los depredadores de su nido. Así que murió, y el niño se quedó callado. Esperó y esperó, y al final su pequeña prisión se abrió. Pero las manos que lo liberaron no eran las de su madre. Eran las de un monstruo, y fue entonces cuando la oscuridad se apoderó de él.
Mi padre asintió con gravedad.
—No tengo más remedio que creerte, pues coincide a la perfección con lo que cuenta la gente. Le pregunté a mi hermano por qué la gente no se cuestionó la aparición de un niño, tan repentinamente, cuando otro acababa de desaparecer. Pero no se obtenían buenas respuestas en Elvington. Al parecer, el niño había estado oculto bastante tiempo. La gente oía llorar de vez en cuando. En lugar de azuzar su curiosidad, tenía el efecto contrario. Por esos pagos son muy supersticiosos. Decían que era un fantasma, el fantasma del niño que se habían llevado las bestias salvajes. Eso mantenía a la gente alejada. Más tarde, cuando empezaron a ver al chico por la granja y el pueblo, nadie pensó que sería el mismo. Lo que decían es que el crío no parecía hijo de nobles.
—Dejaron que le pegaran y abusaran de él durante todos aquellos años y nadie hizo nada.
—Se requiere mucho valor para entrometerse en los asuntos de un hombre como Rory. Grande, fuerte, perverso. Un hombre con mala fama. Todos le temían. Simón no supo nada en el momento. De haberlo sabido, habría intervenido. Pero tenía sus propios problemas. Siento la responsabilidad por esto, Liadan, la siento como un peso muy grande. Que el hijo de John fuera sometido a tantas crueldades, tan cerca de casa, es imperdonable. Y, como ves, tu hombre tenía razón en echarme la culpa. Si se ha convertido en un forajido, la responsabilidad recae sobre mis espaldas. No habría podido evitar la muerte de su madre. Pero sí habría podido protegerlo.
—El pasado no puede reescribirse, Padre.
—Eso es cierto, pero sí podemos conformar el futuro. Si sobrevive.
—Sobrevivirá. Sólo necesita reconocer que fue amado, que una vez fue el hijo de un hombre y una mujer de total y absoluta integridad, que habrían dado cualquier cosa por verlo crecer sano y feliz, y convertirlo en alguien. Sólo necesita verlo, y quedará libre.
—No puedo creer que nos haya oído.
—Tendrás que volvérselo a decir. Tendrás que decirle lo que significa para ti. Quizá te oiga. Por lo menos, nuestras palabras llenan el silencio. ¿Y el resto de la historia?
—Rory fue asesinado. Nadie lloró su muerte. Todo cuanto querían era la granja y las gallinas. ¿Lo había matado el chico?
—Administró un castigo. Con eficiencia, como todo lo que hace. Esperó a convertirse en hombre, y después tomó el control y abandonó la pesadilla. Pero seguía allí, marcada a fuego lento en su espíritu. Incluso hoy la sigue llevando.
—¿Un hombre? ¿Pero no tenía nueve años?
Asentí.
—Lo bastante mayor para elegir su propio camino. ¿Por qué no consiguió tu hermano descubrir qué había sido de él, después de aquello?
—Lo intentó; pero sus recursos eran limitados. Simón atravesó dificultades. Edwin lanzó sus garras sobre Northwoods, pues el feudo había recobrado la vida. Mi deserción, tal y como lo veían, no les facilitó la tarea de mantenerse neutrales. Y Simón no estaba entrenado para llevar la hacienda como yo. Tuvo que aprender rápido. Elaine le ayudó mucho; tiene mucha más cabeza que él para estas cosas. Pero la gente recuerda. A mí no se me perdonó, y las exigencias a mi hermano eran fuertes. Incluso ahora, tantos años después, ese camino sigue siendo pedregoso.
—¿Qué quieres decir?
—Se tomó muy mal la noticia de la muerte de Sorcha. Aunque tiene esposa, y el respeto de su pueblo, su corazón siempre perteneció a tu madre. Jamás se contó la historia completa, ni se contará. Me pareció verlo al borde de la desesperación. Me pidió que me quedara, pero eso era completamente imposible. Temo por él, Liadan. Harrowfield no tiene herederos, y Edwin de Northwoods vigila de cerca.
—¿No tiene herederos?
—No tienen hijos. Su sangre más cercana soy yo, y Sean. Y… este hombre. —Miró el rostro hundido de Bran.
—Tus palabras me perturban, Padre. ¿Volverías? ¿Reclamarás de nuevo tus derechos sobre Harrowfield?
—Mi hermano me necesita. Necesita alguien con mano dura y mente clara; alguien que pueda restablecer sus defensas y deje claro a Northwoods que Harrowfield no se toca. Si Liam estuviera vivo, mi camino estaría claro. Pero no puedo dejar a Sean que lidie solo con los asuntos de Sieteaguas. Sigue siendo joven, y algo precipitado, a pesar de sus virtudes. Con el tiempo será un jefe bueno y capaz, pero por el momento necesita mi ayuda para reconstruir sus alianzas y establecer su lugar. Tenemos que empezar de cero con los Uí Néill. Mi primera obligación es con mi hijo. Y tampoco he olvidado a mis hijas. Deseo verte a salvo y establecida. Y a Niamh. No he obrado bien con ella, y debo asegurarme de que su futuro está en buenas manos.
—Pero ¿y tu hermano? ¿No se perderá Harrowfield, si esperas? Si Edwin se hiciera con los dominios de Simón, nuestra campaña contra las islas estaría condenada al fracaso.
—Sin duda. Es un dilema, pues sería una locura, para Sean o para mí, intentar mantener tierras a ambos lados del agua. Aunque existe otra posibilidad. —Volvió a mirar al hombre inconsciente.
—¿Bran? —susurré aturdida—. Pero eso… eso es impensable, sin duda.
—Sospecho —dijo Iubdan con toda la calma del mundo—, que para un hombre como éste, nada es impensable, ni tampoco nada imposible. ¿No es lo que dicen de él?
—Sí, pero…
—Este hombre es el hijo de mi pariente; nació en el valle. Es, a todos los efectos, fuerte y capaz, aunque algo desorientado. Se podría argumentar que Harrowfield es su destino, Liadan; y el tuyo.
—Tiene que aceptar demasiadas cosas; aún no puede enfrentarse a eso. Aún no.
—¿Crees que le faltará valor para regresar allí, al lugar de su pesadilla? Eso no cuadra con el jefe del que los hombres hablan con tanto respeto, un hombre que se alza ante cualquier desafío. No cuadra con el amor y la lealtad que le profesas.
Me tragué el nudo. Sus palabras me aterrorizaban y me embelesaban. Aquello era una misión: un futuro brillante. Pero primero, había que romper las cadenas del pasado.
—Padre —dije—, ahora necesito quedarme sola; sola con Bran. Gaviota te buscará un lugar para descansar. Sólo dime una cosa más.
—¿Qué, hija?
—Rápidamente, dame una imagen de John y Margery, antes de que esos horrores acabaran con ellos. Cómo eran ellos con su hijito.
—John consideraba a Margery lo mejor del mundo. Lo más precioso. La vio en la granja de su madre, recogiendo miel. Se la trajo al norte. El amor entre ellos refulgía a distancia, desde el principio. Él era un hombre de pocas palabras; algunos lo llamaban taciturno. Pero se le notaba en los ojos cuando la miraba. Perdieron una niña poco después de nacer, y penaron juntos. Entonces nació Johnny, y sobrevivió. Qué orgulloso estaba John. No se avergonzaba de jugar con su pequeño, de lanzarlo al aire y recogerlo con sus fuertes manos mientras el niño gritaba de emoción. En una ocasión hubo un incendio en la casa, y jamás olvidaré la expresión de John al subir corriendo escaleras arriba a por su hijo, ni la mirada de Margery al verlos salir a los dos sanos y salvos. Margery cuidaba al niño y lo adoraba. La gente decía que era muy rápido. Que gateó pronto, caminó pronto y habló pronto. Margery le enseñó a contar. Le ponía una fila de piedrecitas blancas delante y jugaban a un juego. Uno, dos, tres. Jamás hubo un niño criado con tanto amor, Liadan.
—Gracias, Padre. Son estas cosas las que han iluminado su camino en las tinieblas hasta ahora. Esta noche se lo contaré. Ahora debes irte.
—Este hombre tiene mucha suerte, como la tuve yo —respondió mi padre reposadamente—. Conseguir el amor de una mujer así es un don que no tiene precio. Espero que entienda su valor.
—Ambos hemos recibido ese don, él y yo —contesté.
—Tengo una historia más que contarte, y haré como me pides. Hay algo que me contó Margery, algo que me dijo antes de que me marchara de Harrowfield. Su hijo nació en el solsticio de invierno, justo antes del alba. Tengo buenos motivos para recordarlo. Me dijo que un niño nacido en el solsticio llega al mundo el día más corto del año. Desde ese momento, los días se alargan. Así que un niño nacido en el solsticio, siempre camina hacia la luz. Durante toda su vida. El niño estaba allí en sus brazos cuando me lo contó. Recuérdalo, Johnny, le dijo. Sorcha también era una niña de invierno, y para ella esa pequeña profecía fue cierta. Pero parece que este hombre lo ha olvidado, y sólo busca la oscuridad.
—Eso parece. En apariencia. En lo más profundo de su interior hay una pequeña luz que arde todavía. Esta noche la encontraré. —Estás muy segura.
—Tercera regla de combate. Jamás dudes de ti mismo. Venga, márchate, que queda poco tiempo.
—Liadan.
—Dime.
—Haces que nada parezca complicado.
—El mundo no es complicado, me parece a mí, en su esencia. La vida, la muerte. El amor, el odio. El deseo, la satisfacción. La magia. Quizá sea eso la única parte complicada.
Me miró con expresión preocupada.
—Intentas sanar sus heridas. Alcanzarlo y, de algún modo, cambiar su visión del pasado. Eso es peligroso, Liadan. Además, ¿no dices tú misma que no se puede reescribir el pasado?
—Conozco los riesgos. Y estoy armada ante ellos. Armada con amor, Padre. No intento que estas heridas desaparezcan como si nunca hubieran existido. Sé que siempre llevará las cicatrices. No puedo ensanchar y enderezar su camino. Siempre tendrá recodos, giros y presentará nuevas dificultades. Pero puedo tomarle de la mano, y recorrerlo a su lado.