La casa de Eamonn tenía un nombre real, el que marcaban los mapas. Significaba la fortaleza negra. Pero todo el mundo la llamaba Sídhe Dubh, como si fuera una fortificación de las hadas en lugar del hogar de un jefe del Ulster, como mínimo no de raza humana. La historia contaba que una vez, hacía mucho tiempo, la misteriosa colina que se elevaba, envuelta en nieblas, desde los pantanos circundantes, había sido realmente una residencia para seres del otro mundo, habitada por hadas o, con mayor probabilidad, por las gentes que había antes de ellas. Bogles, quizá, o clurichauns. Ya hacía mucho que se habían marchado todos, que habían huido al llegar los ancestros de Eamonn para imponer su sello en aquellos improbables dominios. Pero la extrañeza del lugar no había disminuido.
También en nuestras tierras había turberas y ciénagas, como en las de Seamus Barbarroja, que nos abastecían de buen carbón para nuestros hogares. Pero en los territorios de Eamonn la cosa era distinta. Allí los pantanos eran inmensos, de proporciones enormes, envueltos en misteriosas nieblas, moteados aquí y allí con grupos de árboles extraños y contrahechos cuyas raíces colgaban cerca de las pequeñas islas en medio de un océano de lodo negro y succionador. En algunos lugares había tramos de agua, pero era un agua tal como no había en ningún otro lugar: oscura incluso cuando brillaba el sol, y cubierta por una película de aceite. En un paraje tan inhóspito había pocos sitios en los que se pudieran construir viviendas seguras. Los tramos aislados de terreno elevado estaban poblados con pequeños asentamientos, con graneros o silos en el medio, y la gente moraba en crannogs, una suerte de palafitos, sobre los pantanos. Aquellas pequeñas islas, construidas con piedras, maleza y toscas empalizadas para mantener a raya a los intrusos, estaban unidas a tierra seca por precarias pasarelas. Cuando hacía calor, las nubes de insectos se arremolinaban y el aire se llenaba con un olor dulzón de podredumbre. Con todo, la gente seguía viviendo en los lugares en que lo habían hecho sus padres, y los padres de sus padres antes que ellos. Eamonn era un jefe fuerte, y su gente le profesaba una fuerte lealtad. Además, tampoco conocían otra vida.
Hacia el norte, Eamonn poseía pastos, cultivos y otros proyectos de distinta naturaleza. Aun así, había decidido instalar allí su hogar, como habían hecho sus antepasados, justo en el centro de los pantanos. Sólo había un modo de llegar hasta allí: a través de un paso elevado suficientemente ancho para dejar pasar a tres jinetes uno al lado del otro, o un carro pesado tirado por bueyes. De este modo, Sídhe Dubh estaba incluso más segura que Sieteaguas, pues era fácil vigilar su entrada, y ningún invasor humano sería tan insensato como para intentar un ataque desde los pantanos. Pues aquel pantano no era una simple turbera. Era un paisaje plagado de trampas y muy traicionero. Tan fácil era llegar, cortar la turba y volver a casa por donde se había venido, como dar un mal paso a izquierda o derecha y ser engullido antes de poder encomendarse al Dagda. Como Eamonn había dicho, era muy seguro si conocías el camino.
Dado que el Hombre Pintado había sorprendido a los guerreros de Eamonn, las defensas habían sido claramente reforzadas. No era mi primera visita, pero no recordaba los siete puestos de centinelas entre las fronteras de la tierra de Eamonn y el principio del paso elevado. Tampoco guardaba recuerdo alguno de las puertas con cadenas y pestillos que cerraban la entrada, y que requerían tres llaves para ser abiertas. Menos mal que viajábamos con Aisling, señora de aquella sombría casa, pues Sean, Niamh y yo habríamos tenido que darnos la vuelta.
Sídhe Dubh era una fortaleza circular que había cambiado poco desde que fue construida. Se nos apareció como una colina rocosa, en forma de escudo, alzándose desde la oscuridad del paisaje cubierto de nieblas. A medida que se acercaba uno a caballo por el paso elevado, intentando no reparar en los extraños crujidos, burbujas y borboteos que ascendían del agua negra como la tinta, se advertía que la colina estaba coronada con una recia e impenetrable fortaleza de roca oscura que lo ocultaba todo en su interior. Más tarde, se hacía evidente que las rocas de la colina habían sido cuidadosamente situadas, un muro de puntas afiladas colocado con gran habilidad e ingenio casi alrededor de toda la colina. Ningún caballo habría podido subir por allí. Un hombre que intentara escalarla sería ensartado por innumerables flechas antes de que consiguiera avanzar un paso por entre las rocas afiladas. La única entrada a través de aquella barrera dentada era una pesada puerta de hierro que parecía abrir la colina misma, guardada por dos hombres inmensos con hachas, y dos enormes perros negros con cadenas cortas y firmes. A medida que nos acercamos, los perros empezaron a babear, gruñir y enseñar los dientes. Aisling bajó de su caballo y se acercó como si tal cosa para acariciar con su manita el cabezón redondo de uno de aquellos monstruos. La enorme criatura jadeó de contento, y la otra gimoteó.
—Muy bien —les dijo a los guardias—. Ahora abrid y dejadnos pasar. Las órdenes de mi hermano son que hagáis sentir a nuestros invitados como en su casa hasta que él regrese. Y que mantengáis la vigilancia. Quiere que estén a salvo. También desea saber si ha habido más avistamientos de fianna. ¿Habéis visto al Hombre Pintado y su banda?
—No, mi señora. Ni un pelo. Dicen que el tipo ha zarpado, que se ha marchado a trabajar para algún rey extranjero. Eso dicen.
—Aun así, mantened la guardia. Mi hermano no me perdonaría si nuestros invitados sufrieran algún daño.
Pensé en Aisling mientras atravesábamos el túnel, largo, tenue y protegido que primero bajaba y después subía enroscándose por la colina hasta la cumbre. Era tan dulce y obediente en Sieteaguas… y allí, en cambio, tan distinta. En ausencia de su hermano asumió el control al instante, y todos la obedecían, con lo pequeñita y poca cosa que era. A la luz de las antorchas pendidas de los muros de piedra, vi a Sean sonreír mientras ella repartía órdenes. En cuanto a Niamh, no había dicho palabra desde que abandonamos Sieteaguas. Se había despedido de nuestros padres con sequedad, y yo vi a mi madre reprimir las lágrimas, y cómo mi padre se esforzaba por mantener la compostura frente al resto de la casa. Había vuelto a ver cómo los secretos dividían a nuestra familia, cómo empezábamos a hacernos daño unos a otros, y reflexioné mucho sobre el relato de Conor, y lo que significaba. Intentaba no pensar en lo que Finbar me había dicho. A lo mejor no puedes tenerlos a los dos.
El pasaje subterráneo conducía hacia arriba, y de él surgían oscuras bifurcaciones a izquierda y derecha, llenas de rincones oscuros y de efectos ópticos inesperados provocados por la luz de las antorchas. Me alegró salir al patio de arriba, donde desmontamos a la entrada del edificio principal. El alto muro de piedra circular que impedía la vista del paisaje a nuestro alrededor estaba coronado con una pasarela oculta punteada de puestos de vigía, y había en ella desplegados numerosos hombres de verde, alerta, preparados. Dentro de los muros de la fortaleza aparecía una aldea completa: forja, establos, almacenes, molino y cervecería. Era una comunidad entera, que atendía sus ocupaciones de manera normal, como si vivir encerrados no fuera nada extraordinario. Me permití pensar brevemente que si ciertos acontecimientos no me hubieran impedido aceptar la oferta de matrimonio de Eamonn, yo misma habría sido señora de aquello en un año más o menos. Habría necesitado un poderoso incentivo para prepararme a vivir así, incapaz de mirar los árboles o el agua, de pasear por los caminos del bosque en busca de bayas o subir a la colina bajo los robles jóvenes. Habría tenido que desearlo mucho para acceder a aquello. Pero tampoco Niamh quería a Fionn. Tampoco ella había querido apartarse del bosque y vivir en Tirconnell, pero lo había hecho. Mi hermana no se había podido permitir el lujo de elegir libremente.
Nos instalamos. Niamh se sobrepuso a su letargo lo suficiente para protestar por tener que compartir habitación conmigo, aunque lo había hecho durante dieciséis años sin quejarse jamás por ello. Aisling no se dejó influir; estaba todo organizado, dijo, y no había ninguna habitación disponible adecuada, excepto la suya propia, que Niamh podía compartir si así lo deseaba, por supuesto. Niamh se me quedó mirando, esperando que fuera yo quien sugiriera compartir aposento con Aisling y dejarla a ella sola. Mas nada dije. Así que Niamh se quedó otra vez en silencio, puso mala cara y se retorció los dedos.
—A lo mejor una Uí Néill es demasiado digna para gente como yo —dije intentando sonreír sin conseguirlo demasiado mientras subíamos por las escaleras hasta nuestros aposentos. La estancia era espaciosa aunque oscura, y la única tronera que poseía daba al patio. Había dos camas sencillas hechas con sábanas blancas como la nieve y mantas de lana oscura. Una mesa con una jarra con agua y una palangana, y paños suaves. Todo estaba inmaculadamente ordenado y escrupulosamente limpio. Había reparado en los guardias de verde al pie de la escalera y en el pasillo de arriba.
—Querréis lavaros y descansar hasta la hora de la cena —sugirió Aisling, que rondaba detrás—. Les he ordenado que dejaran agua caliente. Siento lo de los guardias. Eamonn ha insistido.
Le di las gracias, y ella se marchó. Sean seguía aún en el patio, enfrascado en una discusión con uno de nuestros propios hombres. No se quedaría mucho tiempo, pues en ausencia de Liam era el responsable de Sieteaguas y debía regresar a casa lo antes posible para cumplir allí con sus obligaciones. Mi padre se habría encargado de ellas sin problemas, pero aunque a la gente le gustaba el Hombretón y confiaba en él, no olvidaba por completo que era britano, así que jamás habría podido ocupar el lugar de Liam aunque lo hubiese pretendido. En cierto sentido, aquello era un desperdicio, porque si algún hombre estaba hecho para ser jefe, ése era Hugh de Harrowfield. Con todo, él había elegido su propio camino.
En cuanto la puerta estuvo cerrada, me quité el abrigo y las botas. Eché un poco de agua en la palangana y me lavé la cara, brazos y manos, agradecida de poder deshacerme de parte del polvo y el sudor del viaje. Busqué entre mis bolsas un peine y un espejo.
—Te toca —dije mientras me sentaba en la cama y empezaba a desenredarme los rizos. Pero mi hermana no se había quitado más que las botas, se había tumbado en la cama completamente vestida y había cerrado los ojos—. Por lo menos tendrías que lavarte la cara —dije—. Déjame que te peine. Y dormirás más a gusto si te quitas esa túnica. ¿Niamh?
—¿Dormir? —repuso ella con tono de voz neutro—. ¿Quién ha hablado de dormir?
Tenía el pelo hecho un desastre. Con suerte, terminaría de desenredármelo para la hora de la cena. Agarré el peine de hueso y, mechón a mechón, empezando por las puntas, comencé a aclarármelo en dirección a la raíz. Desde luego, la cabeza afeitada tenía sus ventajas, si uno vivía al aire libre. Niamh estaba tumbada de espaldas, sin moverse, respirando despacio, pero no estaba dormida. Tenía los puños apretados, el cuerpo en tensión.
—¿Por qué no me lo cuentas? —pregunté en voz baja—. Soy tu hermana, Niamh. Veo que hay algo que va mal, algo peor que sólo… que solamente haberte casado y marchado lejos. Te podría ayudar hablar de ello.
Como respuesta, se limitó a separarse algo más de mí. Yo seguí peinándome. Del patio subían ruidos: el movimiento de los caballos, hombres dando voces, un hacha rompiendo leña, crac, crac. Estaba empezando a alimentar una sospecha terrible, una a la que apenas podía dar crédito. No podía preguntarle. Cerré los ojos, allí sentada, e imaginé que era mi hermana, tumbada en silencio en la oscura estancia de piedra. Sentí la manta blandita debajo de mí, el cansancio de mi cuerpo tras la cabalgada, la pesada mata de pelo brillante alrededor de mi cabeza, bajo el velo que la ocultaba. Me dejé llevar por el silencio de la sala. Me convertí en mi hermana. «Sentí lo sola que estaba, ahora que ya no formaba parte de Sieteaguas, ahora que mi madre y mi padre, mis tíos, incluso mi hermana y mi hermano se habían deshecho de mí como basura. Era inútil. ¿Por qué si no Ciarán, que me había dicho que me amaría siempre, se había marchado abandonándome? Lo que Fionn decía era verdad: era una decepción total, sin aptitud como esposa ni pericia alguna como amante. Poco complaciente con los invitados, decía. Incompetente en la casa. Poco imaginativa en la cama, a pesar de todos sus esfuerzos por enseñarme. En conjunto, un fracaso. Menos mal que era quien era, o aquello no habría tenido ningún sentido. Por lo menos, decía mi marido, estaba la alianza. Sentí las magulladuras por todo el cuerpo, el dolor que me hacía tan difícil cabalgar, el daño que debía poner cuidado en no mostrar, o todo sería peor, mucho peor. No podía mostrarles que también en eso había fracasado. Si no dejaba traslucir nada, de algún modo todo se volvía menos real. Si lo ocultaba todo, podría aguantar de una pieza un poco más».
Salí del trance con un sobresalto, sentía el sudor recorrerme todo el cuerpo. Tenía el corazón desbocado. Niamh estaba tumbada quieta. No era consciente de que había visto sus pensamientos. Temblaba de indignación. ¡Mal rayo partiera a mi tío Finbar! Mejor habría sido no saber de qué era capaz, gustosa le devolvería aquel don a quienquiera que me lo hubiese legado. Preferiría mil veces una aptitud práctica, como pescar, o sumar de cabeza. Aquello no, no el arte de leer los pensamientos más íntimos de la gente, no la comprensión de sus dolores ocultos. Nadie debería poseer un don tan peligroso.
Al cabo de un rato, admití que estaba siendo injusta con mi tío. Había sido muy sensato avisándome. Además, aquélla no era la primera vez. ¿Y la noche que Bran pasó temblando y agarrado tan fuerte a mi brazo que por poco me lo rompe? También había compartido su dolor, y había intentado ayudarle. Incluso tras su rechazo, seguía encendiendo mi cirio, seguía manteniéndome en vela durante las noches oscuras, y llevaba su imagen en mis pensamientos. Si tenía el don para ver las heridas internas, las más ocultas, con él también debía venir la capacidad para curar. Ambas iban juntas; tanto Finbar como mi madre me lo habían dicho. Habría dado lo que fuera por no saber nada más de lo que tenía Niamh en la cabeza, detrás de aquella expresión vacía y cerrada; mi imaginación conjuraba imágenes que me estremecían. Pero tenía que saber, si quería serle de ayuda.
Camina despacio. Tan ligera como un pajarillo que apenas roza las ramas cuando se posa en un castaño. Camina despacio, me dije, o se deshará en pedazos, y será demasiado tarde. Había tiempo; una luna, quizá, antes de que Fionn regresara con Eamonn y Niamh tuviera que dejarnos otra vez. Era suficiente tiempo para… ¿para qué? No se me ocurría, pero para algo. Primero averiguaría la verdad, y después trazaría un plan. Pero no lo haría tan rápido que empujara a mi hermana por el precipicio. Así que cuando se disculpó, justo después de la cena y subió corriendo arriba, le dejé algo de tiempo para estar a solas. Cuando se forzaba a alguien tanto como se la había forzado a ella, se podía aguantar sólo hasta cierto límite, no más. Me pesaba muchísimo, y tenía la mente en otra cosa cuando Sean vino a hablar conmigo. Aisling había salido a las cocinas, y mi hermano y yo estábamos sentados con nuestra cerveza, a cierta distancia de los hombres y mujeres de la casa.
—Me marcho por la mañana, Liadan —dijo en voz baja—. ¿Liadan?
—Perdona, no te escuchaba.
—Mmm. Dicen que las mujeres se vuelven así cuando están criando. Lunáticas. Como si no estuvieran aquí del todo. —Era la primera vez que mencionaba el tema, y su tono era casual, aunque en sus ojos había una pregunta.
—Vas a ser tío —le dije con seriedad—. El tío Sean. Suena raro, ¿verdad?
Él sonrió, después cambió el gesto repentinamente.
—No estoy muy contento con este asunto. Creo que merezco la verdad. Pero se me ha ordenado que no te haga preguntas, y no voy a desobedecer. Liadan, me dirijo al norte mañana. No voy a volver a casa. Aún no. Te lo cuento porque sé que te lo guardarás para ti. Y alguien tiene que saber adónde he ido, por si acaso no regreso.
—Al norte —repetí sin más—. ¿A qué lugar del norte?
—Voy a hacerle una propuesta a un hombre y oír qué tiene que decirme. Creo que tú sola puedes rellenar los huecos que faltan.
—Ajá —contesté y sentí que me quedaba helada—. No es muy buena idea, Sean. Es un gran riesgo el que corres para obtener un no por respuesta.
Sean me miró muy directamente a los ojos.
—Pareces bastante segura de la respuesta. ¿Cómo puedes saberlo?
—Corres peligro si vas —le espeté a bocajarro.
Sean se rascó la cabeza.
—Un guerrero siempre está en peligro.
—Envía a otro si estás decidido a contactar con ese hombre. Es muy arriesgado que vayas tú, y solo, además.
—Por lo que he oído, ésa es la única manera de encontrarlo. Meterse de lleno en la guarida del dragón, por decirlo de algún modo. Me estremecí.
—Tu viaje no servirá de nada. Va a decirte que no. Ya verás como tengo razón.
—Un mercenario sólo rehúsa cuando la oferta es insuficiente, Liadan. Sé negociar. Quiero recuperar las islas. Ese hombre puede hacerlo por mí.
Sacudí la cabeza.
—Esta no es una simple transacción, no es la simple negociación de unos servicios. Es bien distinto. Hay muerte y pérdida en esto, Sean. Las he visto.
—Puede. Pero puede que no. Por lo menos déjame probar mi teoría. Y, Liadan, esto es un secreto, no hace falta decirlo. Incluso Aisling cree que estoy de regreso a casa. Que siga así, a menos que… ya sabes.
—Sean… —vacilé, pues no sabía cuánto debía revelarle.
—¿Qué? —Sean ponía ceño.
—Me lo voy a guardar para mí, por supuesto. Y tengo que pedirte… tengo que pedirte que si encuentras al hombre que buscas, le hables sólo de tu proposición y no de… otras cosas.
Entonces sí puso ceño de verdad, los ojos le echaban chispas.
Por favor, Sean. Soy tu hermana. Por favor. Y no… te formes conclusiones precipitadas.
Me miró como si tuviera ganas de agarrarme y sacarme la verdad a sacudidas. Pero Aisling regresaba, así que asintió con renuencia.
No puedo evitar sacar conclusiones precipitadas, pero es imposible que sean acertadas. Son demasiado indignantes.
* * *
Al día siguiente Sean se marchó, y yo no dije nada, pero padecía por él, pues sabía que iba en busca del Hombre Pintado y su banda, para contratar sus servicios. Tras el rechazo de Bran de todo lo que yo estimaba, mi madre y mi padre, mi propio nombre, no creía que fuera a escuchar a Sean. Era más probable que Sean cayera en una trampa. O más probable aún que no los encontrara nunca. Dondequiera que fuera, ellos siempre le llevarían la delantera. Además, ¿no habían dicho los hombres de verde que Bran había zarpado al otro lado del mar? Mi visión lo había mostrado en algún lugar distante, bajo árboles extraños. Probablemente se habían marchado todos, Gaviota, Serpiente, Araña, toda la variopinta banda de guerreros. Si así era, buena cosa. Por lo menos significaba que mi hermano regresaría sano y salvo a casa, aunque decepcionado.
Mientras tanto, estaba Niamh. No sabía cómo decirle que había visto sus pensamientos, pero resultó que no hubo necesidad, pues la verdad salió a los pocos días, a pesar de sus esfuerzos por ocultarla. Fue no mucho antes del atardecer, yo estaba inquieta, pues encontraba el entorno cerrado de Sídhe Dubh opresivo; ya echaba de menos el aire libre, los árboles y el agua. Había dejado a Niamh con sus cosas y yo había subido a la pasarela estrechamente vigilada alrededor de la fortaleza circular, por encima de pantanos y aldeas, tan arriba que si se miraba al este podías acertar a vislumbrar la cumbre del bosque de Sieteaguas, una sombra entre gris y azulada en la distancia. Lentamente, recorrí toda la circunferencia, deteniéndome aquí y allí para mirar a través de las estrechas troneras en la piedra, poco más que hendiduras en la roca desde las que se podía disparar con comodidad sin exponer al arquero a la flecha de vuelta. No era lo bastante alta para mirar por encima de la almena; estaba concebida para proteger a un hombre de pie, y yo soy pequeña, incluso para los estándares femeninos. Los puestos de vigilancia, dispuestos sobre unas escaleras desde las que se accedía, también bien fortificados, proporcionaban una vista de trescientos sesenta grados. Convencí a los guardias del puesto norte para que me dejaran subir a echar un vistazo. El hombre que estaba al mando murmuraba algo sobre lord Eamonn y las normas que había, y yo sonreí con dulzura y le dije que qué valientes tenían que ser todos, y que qué trabajo más peligroso hacían, y que estaba segura de que a Eamonn no le importaría que me dejaran apreciar la vista sólo una vez. Pero que si estaban preocupados, yo no diría nada si ellos tampoco decían nada. Los tres guardias sonrieron y se dispusieron a instruirme sobre qué era aquello.
—Mirad hacia el norte, mi señora. Esas colinas no están muy lejos, tierra seca, sí señor, en cierto modo protegida. Pero no se puede cruzar de aquí allí directamente, es demasiado traicionera. Veréis, está llena de arenas movedizas. Una cosa de pesadilla.
—Significa que hay que dar toda la vuelta —prosiguió el segundo hombre—. Por donde vos llegasteis, hacia el este en el cruce, luego de vuelta al norte y después volver a doblar. Hay que añadir medio día, a pie, si se pretende llegar al paso. Por supuesto, hay un camino directo. Un camino rápido.
El primer hombre dejó escapar una risa amarga.
—Rapidísimo, vaya que sí. Rapidísimo en arrastrarte al fondo como des un mal paso. A mí no me pillaréis intentándolo por ahí. No, ni aunque mi vida dependa de ello.
El tercer guardia era algo más joven, no mucho más que un muchacho, y hablaba con poca seguridad.
—Por la noche se oye el grito de la banshee, en medio de los pantanos. El miedo te encoge las entrañas. Predice una nueva muerte. Otra alma sobre la que la Oscura echa su zarpa.
—¿Pero hay un camino rápido a través del pantano? —pregunté, mirando por lo que parecía un trecho continuo de lodazales, desde allí hasta la lejana cordillera de colinas bajas en el norte.
—Ajá. Rápido y secreto. Lord Eamonn lo utiliza, y algunos de los hombres. Sólo lo conocen un puñado. Paso a paso, en fila de a uno, hay que acordarse de todo el camino entero, dos a la izquierda, uno a la derecha, y así. O desapareces.
—¿Fue en ese camino donde el mercenario ese, sabéis cuál os digo, el que llaman el Hombre Pintado…?
—¿Donde tendió una emboscada a nuestros hombres y los masacró como presas en una cacería? No fue ahí, mi señora, sino en otro lugar muy parecido. ¿Cómo aprendió el camino? Sólo la Morrigan lo sabe. Que los demonios se lleven a esa escoria asesina.
—Por lo menos pillamos a uno de ellos —dijo el primer hombre—. Más tarde detuvimos a uno de los carniceros. Le hicimos el favor de abrirle las tripas.
—Por mi parte, no me voy a quedar contento hasta que estén todos muertos y enterrados —dijo el otro—. Sólo están bien bajo tierra. Específicamente ese que llaman el Jefe. Un corazón negro como la pez tiene, menudo hombre más malo. Os voy a decir algo, sería un insensato si volviera a poner el pie en tierras de mi señor. Una sentencia de muerte, significaría.
—Disculpadme. —Me abrí paso para salir del puesto de vigía, y bajé los escalones hasta la pasarela.
—Perdonad, mi señora. Esperamos no haberos disgustado. Los hombres hablan claro, es comprensible.
—No, no, estoy bien. Muchas gracias por explicármelo.
—Tened cuidado al volver, mi señora. Las piedras están un poco irregulares, aquí y allí. Este no es lugar para una mujer.
Cuando regresé a la habitación, la puerta estaba cerrada. Le di un empujón, pero algo la bloqueaba. Empujé más fuerte, y la puerta se abrió a medias, apartando un pequeño baúl colocado para mantenerla cerrada. Habían traído una gran tinaja a la estancia y agua para bañarse. Niamh me oyó, y fue corriendo a coger algo y cubrirse, pero ya era demasiado tarde para ocultarse. Lo había visto. Me metí dentro con mucha tranquilidad y cerré la puerta tras de mí. Me quedé allí mirando, observando los moratones que cubrían todas las partes del cuerpo de mi hermana. Vi cómo sus antaño rollizas formas de piel clara habían encogido y se habían difuminado, de modo que se le notaba las costillas y las caderas le sobresalían del estómago hundido, como si estuviera desnutrida. Vi que la hermosa y brillante melena que antes caía en cascada para cubrir las curvas de su feminidad, había sido cercenada duramente a la altura de su barbilla, con trasquilones, como si la hubieran cortado con un cuchillo furioso. Era la primera vez que la veía sin velo desde que había regresado de Tirconnell.
Sin mediar palabra, me acerqué, le quité el paño de las temblorosas manos y se lo pasé por los hombros, cubriendo su pobre y lastimado cuerpo de la luz. La cogí de la mano y la ayudé a salir del baño, y me senté a su lado en la cama mientras rompía a llorar, al principio despacio y después con hipidos y el llanto de una niña pequeña. No intenté abrazarla; aún no estaba lista para eso, aún no.
Busqué ropa interior limpia y una túnica sencilla, y se la puse. Seguía llorando cuando terminamos, así que saqué mi peine y empecé a pasarlo por los jirones que quedaban de la hermosa cabellera de mi hermana.
Al cabo de un rato el sollozo cesó y sus palabras se volvieron más coherentes, y lo que dijo fue:
—¡No se lo cuentes a nadie! Prométemelo, Liadan. No debes contárselo a nadie. Ni a Padre ni a Madre. Ni a Sean. Especialmente no se lo cuentes a los tíos. —Me agarró por la muñeca, muy fuerte, de modo que casi dejo caer el peine—. Prométemelo, Liadan.
La miré directamente a los enormes ojos azules, que rezumaban lágrimas. Su rostro era ceniciento, su expresión cargada de miedo.
—¿Te ha hecho esto tu marido, Niamh? —pregunté en silencio.
—¿Qué te hace pensar eso? —espetó inmediatamente.
—Alguien lo ha hecho. Si no ha sido Fionn, ¿quién? Pues seguro que tu marido podría protegerte de estos malos tratos.
Niamh tomó aliento.
—Es culpa mía —susurró—. Lo he hecho mal todo, todo. Es un castigo. Me la quedé mirando.
—Pero Niamh… ¿qué motivo tiene Fionn para hacer algo así? ¿Por qué te ha hecho tanto daño? ¿Por qué te ha cortado el pelo, tu hermosa melena? Ese hombre tiene que estar loco.
Niamh se encogió de hombros. Se había vuelto tan delgada que sus hombros eran huesudos y frágiles, como los de nuestra madre bajo la lana azul de su túnica.
—Lo merecía. Cometí un error tras otro. Soy tan… tan torpe y estúpida. Soy una decepción para él, un fracaso. No es de extrañar que Ciarán… —se le quebró la voz—. No es de extrañar que Ciarán se marchara y no volviera en pos de mí. Jamás he valido nada.
Aquello era una tontería tan absoluta que me sentí tentada de hablarle con dureza, como habría hecho antes, para decirle que dejara de decir bobadas e hiciera el favor de empezar a pensar en sus bendiciones. Pero esta vez ella creía realmente sus propias palabras; había moratones y cicatrices no sólo en la tierna carne de su cuerpo, sino también en lo profundo de su espíritu, y ninguna palabra rápida iba a sanar aquellas heridas.
—¿Por qué te cortó el pelo? —le volví a preguntar.
Se pasó la mano por los trasquilones, como si ni siquiera ella misma fuera capaz de creer que aquella melena de oro suave como la seda hubiera desaparecido.
—No lo hizo él —respondió—. Fui yo.
Me la quedé mirando.
—Pero ¿por qué? —pregunté incrédula. Niamh siempre había cuidado de su cabellera, pues era consciente sin ningún tipo de vanidad de que era uno de sus atractivos principales, y aunque a veces se quejaba de seguir el molde de su padre, tan claramente britano, sin duda le encantaba que sus mechones dorados brillaran al sol, flotaran mientras bailaba y atraparan la atención de los hombres. Se lavaba con camomila, y se lo recogía con flores y cintas de seda.
—No creo que pueda responderte —contestó mi hermana con un hilillo de voz.
—Quiero ayudarte —le dije. Era consciente de lo que había visto cuando me fueron revelados sus pensamientos. Aun así, era mucho mejor que me lo contara ella voluntariamente. Ya una vez me había considerado una espía—. Pero no puedo ayudarte si no me cuentas qué es lo que ha pasado. ¿Acaso tu marido ha descubierto lo de Ciarán? ¿Fue eso? ¿Se enfadó porque ya habías yacido con otro hombre antes de tu boda?
Sacudió la cabeza llena de tristeza.
—¿Entonces, qué? Niamh, un hombre no puede pegarle así a su mujer y quedar sin castigo. La ley te permite pedir el divorcio por esa causa. Liam se encargará de ello. Padre se sentirá ultrajado. Tenemos que contárselo.
—¡No! ¡No deben saberlo! —Estaba temblando.
—Esto es una locura, Niamh. Tienes que dejar que tu familia te ayude.
—¿Por qué iban a ayudarme? Me odian. Incluso Padre. Ya oíste lo que me dijo. Sean me pegó. Me desterraron.
Después de eso, nos quedamos sentadas en silencio un buen rato. Yo esperé; ella se retorcía los delgados dedos, el tejido de su túnica y se mordía los labios. Cuando por fin habló, su tono era definitivo y uniforme.
—Te lo contaré. Pero primero has de prometerme que no se lo contarás a Padre, ni a Liam, ni a nadie de la familia. Ni tampoco a Eamonn o Aisling. Son casi familia. Prométemelo, Liadan.
—¿Cómo voy a prometerte eso?
—Tienes que hacerlo. Porque ha salido todo mal, todo, y si lo cuentas, romperá la alianza, y entonces también habré fracasado en eso, y los habré vuelto a decepcionar, y me despreciarán todos mucho más de lo que lo hacen ahora, y como ya no tendrá sentido seguir adelante, ningún sentido, mejor que me corte las venas con el cuchillo y acabe con esto, porque si lo cuentas, es lo que voy a hacer, Liadan. Prométemelo. ¡Júralo!
Lo decía en serio. Al salir sus palabras, se le llenaron los ojos de terror, un pánico real que congelaba al aire.
—Lo prometo —susurré, consciente de que aquel voto me dejaba sola, lejos de cualquier ayuda que hubiera podido buscar—. Cuéntamelo, Niamh. ¿Qué ha salido mal?
—Pensé —respondió cogiendo aire a trompicones—, pensé que al final todo saldría bien. Hasta el último momento, de algún modo, aún seguía pensando que Ciarán regresaría conmigo. Me parecía imposible que no lo hiciera; que dejara que me casaran y me enviaran lejos, y no intentara intervenir. Estaba tan segura. Tan segura de que él me amaba como yo a él. Pero no vino. No ha venido. Nunca. Así que pensé… pensé…
—Tómate el tiempo que necesites.
—Padre estaba tan enfadado conmigo —dijo con un hilillo de voz—. Padre, que jamás levanta la voz a nadie. Cuando era pequeña siempre estaba allí, ya lo sabes, para recogerme del suelo cuando me caía, para mantenernos a todos a salvo y felices. Cuando estaba disgustada, siempre iba a buscarlo para que me abrazara o me dedicara una palabra amable. Cuando las cosas iban mal, siempre conseguía arreglarlas. Esta vez no. Qué frío estaba, Liadan. Jamás me escuchó a mí, ni a Ciarán. Se limitó a negarse, sin dar razones para ello. Me envió lejos y para siempre. Como si no quisiera volverme a ver nunca más. ¿Cómo podía hacer tal cosa?
—Eso no es del todo cierto —respondí con cautela—. Está muy preocupado por ti, como Madre. Si parece enfadado, quizá sea porque quiere protegerla de estas cosas. Y te equivocas en lo de que no os escuchó. Al menos escucharon a Ciarán. Conor me dijo que Ciarán había tomado él mismo la decisión de abandonar el bosque. Dijo que hacia… hacia un viaje en busca de su pasado.
Niamh sollozó.
—¿De qué sirve el pasado si tiras a la basura el futuro? —preguntó débilmente.
—Así que te sentías dolida por lo que hizo Padre, así que te fuiste a Tirconnell. ¿Qué pasó después?
—Pues… pues que no podía. Quiero decir hacerlo bien; pensé, que se fastidie Ciarán, si no me quiere lo suficiente para regresar a por mí, me casaré con otro hombre, reharé mi vida y le demostraré que no me importa. Ya verá cómo me las apaño sin él. Pero no pude, Liadan.
Esperé. Y me lo contó; me lo contó con tanta claridad como si lo viera, Niamh y su marido, en sus aposentos juntos. Las escenas como aquélla se habían sucedido desde que se casó. Desde que descubrió que no podía fingir.
Fionn estaba desnudo, y observaba a mi hermana mientras se cepillaba la larga cabellera, mechón tras mechón. Sentí su miedo, el corazón desbocado, el frío que le ponía la piel de gallina. Llevaba un camisón sin mangas de batista fina, y los cardenales de su cuerpo, los nuevos, los viejos, eran claramente visibles. Fionn la miraba, con una mano entre las piernas, poniéndose a tono, y le dijo:
—¡Date prisa de una vez! El hombre no puede esperar eternamente.
—Yo —respondió Niamh, con aspecto de animal acorralado—. A mí… a mí no me apetece… no me veo con ánimo…
—Mmm. —Fionn se acercó a ella a grandes zancadas, sin ocultar el deseo que le endurecía su miembro viril. Se le puso muy cerca, y agarró su melena rubio-cobriza con las manos—. Tendremos que hacer algo para arreglar eso, ¿verdad que sí? A una esposa tiene que apetecerle, Niamh, por lo menos algunas veces. Sería distinto si estuvieras criando, eso podría darte alguna excusa. Pero por lo que parece ni siquiera eso puedes darme. Basta para hacer que un hombre mire hacia otra parte. Y como si no hubiera oferta suficiente. Más de una moza de esta casa ha sentido toda mi longitud en su interior, antes de que tú llegaras, y han dado gracias por ello. Pero a ti… —Y entonces le dio un fuerte tirón de pelo de modo que le estiró la cabeza hacia atrás, y ella reprimió un gemido de miedo y dolor—… A ti no parece importarte, ¿verdad? No pareces ponerte contenta de verme. —Volvió a pegarle otro tirón, y ella ahogó un grito. Entonces la soltó de repente, le puso las manos encima, le quitó el camisón de mala manera, apretando el cuerpo de ella contra el suyo, y la ensartó por detrás sin mayores preámbulos, y esta vez no pudo aguantar el grito de dolor e indignación.
—Eres una chica mala —comentó Fionn mientras obtenía placer con una eficiencia lúgubre—. ¿Para qué está una mujer, sino para satisfacer a su marido? Aunque difícilmente podría llamarse satisfacción a esto. Es como hacérselo con un cadáver. Una simple… vía de escape… para las… necesidades del… cuerpo… ¡aaahhhh! —prosiguió, y después se apartó de ella con un estremecimiento, en busca de un paño para limpiarse—. A lo mejor te falta práctica, querida. Tengo unos cuantos amigos que estarían dispuestos a darte algo de… variedad. Puede que te enseñen uno o dos truquitos. Una noche podríamos probarlo. Yo miraría.
Niamh se quedó en pie de espaldas a él, con la vista al frente como si ni siquiera estuviera allí.
—¿Qué? ¿No me dices nada? —La volvió acoger del pelo, sujetándola bien por la nuca, y le dio la vuelta para que lo mirara—. Por Dios que si hubiera sabido el pescado muerto que me traía, jamás habría accedido a este matrimonio. ¡Con o sin alianza! Tendría que haberme traído a esa hermana pequeña tuya. Es canija, pero al menos tiene algo de vida. Tú, tú no tienes chispa ni para contestarme. Bueno, venga, vístete. Ponte guapa, si no es pedir lo imposible. Tengo invitados para la cena, y por lo menos podrías intentar fingir algo de buena educación.
Cuando se hubo marchado, Niamh se quedó allí sentada sola algún tiempo, observando su reflejo en el espejo de bronce colgado de la pared, con la expresión en blanco. Volvió a coger el peine, y se lo pasó por la melena sólo una vez, desde la coronilla hasta donde terminaban sus mechones rubio-cobrizos, a la altura de sus caderas. Buscó en la estancia el abrigo de su marido, colgado de una percha, y a su lado estaba el cinturón con su daga, en una vaina de excelente cuero. No tomó ninguna decisión, sencillamente sintió las ganas de levantarse, acercarse, coger la daga y cortar, mechón tras mechón, tirar y cortar, tirar y cortar, por toda la cabeza hasta que su precioso pelo brillante quedó tirado a su alrededor sobre el suelo de baldosas como una extraña cosecha de otoño. Devolvió el cuchillo, y después se vistió, convenientemente cubierta hasta el cuello y los puños, una túnica que no dejaba ver ni una sola moradura. Por encima de sus rizos cercenados se colocó un velo de fina lana, bien sujeto alrededor de las sienes y la nuca, de modo que su pelo habría podido ser de cualquier color, de cualquier longitud.
—Pensé, verás, pensé que ya no tenía sentido —dijo Niamh—. Todo tiene que ser por algún motivo, o más nos vale estar muertos. ¿Por qué se me castigaba, si no era porque lo merecía? Si me hace daño es porque soy una inútil. ¿Para qué molestarme en fingir? ¿Para qué intentar estar guapa? Eso era lo que me llamaba la gente antes, pero es mentira. Amo a Ciarán más que nada en el mundo. Y él me dio la espalda y se marchó. Mi propia familia me alejó de ellos. No merezco la felicidad, Liadan. Jamás la merecí.
Experimenté una oleada de ira. Si hubiera tenido un cuchillo en la mano, y a Fionn Uí Néill delante, nada me habría impedido hincárselo en el corazón y retorcerlo. Si hubiera contado con un mercenario o tres en ese momento, y una bolsita de plata para pagarles, habría sentido una satisfacción oscura al ordenarles que lo ejecutaran. Pero estaba allí, en Sídhe Dubh, y Fionn era el aliado de mi hermano y el de Liam. Yo estaba allí con mi hermana, que ahora abría los ojos y me miraba con una cara tan desdichada, tan impotente y frágil que supe que la ira de nada servía, no al menos en aquel momento. Quería cogerla por los hombros y darle una buena sacudida, decirle: ¿Por qué no te rebelas? ¿Por qué no le has escupido en esa arrogante cara y le has dado una buena patada donde toca? ¿Y si no podías, por qué no te has marchado y punto? Pues sabía que de haber estado en su lugar, jamás habría soportado un trato semejante. Antes me convertiría en mendiga vagando por las carreteras que permitir que me envilecieran de esa manera. Pero de algún modo, en la mente de Niamh, todo se había trastocado. Se la habían retorcido tan bien que creía todo lo que Fionn le decía. Su marido aseguraba que era culpa suya, así que eso debía de ser. Ahora Niamh estaba totalmente engullida por la fealdad de lo que se le había hecho. Y la culpa era de todos nosotros. Los hombres de nuestra casa que habían sellado su destino cuando la expulsaron de Sieteaguas. Incluso yo era culpable. Había podido luchar contra su destierro y no lo había hecho.
—Túmbate, Niamh —le dije con dulzura—. Quiero que descanses, aunque no puedas dormir. Aquí estás a salvo. Este lugar está tan bien vigilado, que ni siquiera el Hombre Pintado podría aspirar a romper sus defensas. Nadie puede entrar aquí. Y te lo prometo, no vas a tener que volver con tu marido. Estarás a salvo. Te lo prometo, Niamh.
—¿Cómo… cómo puedes prometer tal cosa? —susurró, resistiéndose a mis manos mientras intentaba reclinarla en la almohada—. Soy su esposa, tengo que obedecer sus deseos. La alianza. —Liam—, no hay elección… Liadan, has dicho que no lo contarías…
—Chsss —repuse—. Encontraré el modo. Confía en mí. Ahora descansa.
—No puedo —dijo entre convulsiones, pero se tumbó, con la consumida mejilla sobre su delicada mano—. En cuanto cierro los ojos, vuelve todo. No puedo cerrarlos.
—Me quedaré contigo. —Me obligué con muchísima fuerza a reprimir mis propias lágrimas—. Te contaré un cuento, o hablaré, o lo que quieras. Si quieres te canto.
—No me apetece —repuso mi hermana con una sombra de su antigua aspereza.
—Pues sólo hablaré. Quiero que escuches mi voz y pienses en mis palabras. Piensa sólo en las palabras, sólo debes visualizar lo que voy diciendo. Ven, déjame que te coja una mano. Muy bien. Estamos en el bosque, tú, Sean y yo. ¿Recuerdas el ancho camino bajo el hayedo, donde tú corrías y corrías, y parecía que nunca ibas a volver? Siempre ibas delante, siempre eras la más rápida. Sean se esforzaba al máximo por alcanzarte, pero nunca podía, hasta que decidiste que ya eras mayor para esas cosas. Yo llegaba siempre la última porque me paraba a buscar bayas, o a recoger un esqueleto de hoja, o a escuchar a los puercoespines rondar entre los helechos, o intentando escuchar las voces de la gente de los árboles, arriba en las copas.
—Tú y tus gentes de los árboles. —Dio un respingo de incredulidad, pero por lo menos me escuchaba.
—Vas corriendo descalza, sientes la brisa en el pelo, las suaves hojas secas bajo los pies, corres entre los haces de luz, donde el sol consigue introducirse entre las ramas, donde refleja el verde y el dorado de las últimas hojas de otoño, mientras mantienen su precario equilibrio. Y de repente, llegas a la orilla del lago. Estás acalorada por la carrera, y te metes en el agua, sientes el frescor alrededor de los tobillos, el suave barro bajo tus pies. Más tarde, te tumbas en las rocas con Sean y conmigo, y metemos los dedos en el agua y observamos a los peces escabullirse, cuerpos argentados medio ocultos por el destello de la luz del sol en la superficie del lago. Esperamos que los cisnes aterricen en el agua, uno los guía, los demás lo siguen, patinan por el oro de la tarde avanzada para aterrizar, fsssh, fsssh, y las alas blancas se pliegan perfectamente cuando el agua los recibe. Flotan como grandes fantasmas sobre las ondas mientras la oscuridad repta por el cielo.
Así seguí durante un rato, y Niamh se quedó quieta, pero estaba despierta, y veía lo bastante en su interior para saber que la desesperación jamás estaba demasiado lejos de la superficie.
—Liadan —me dijo cuando me detuve para tomar aliento. Abrió los ojos, y eran cualquier cosa menos tranquilos.
—¿Qué pasa, Niamh?
—Hablas de tiempos pasados; de lo que era bueno y sencillo. Esos tiempos jamás regresarán. Oh, Liadan, cuánto me avergüenzo. Me siento tan… tan sucia, tan inútil. Lo he hecho todo mal.
—Eso no lo piensas en serio, ¿verdad?
Se hizo un ovillo, con un brazo se cogía fuerte, y se metió un puño en la boca.
—Es la verdad —susurró—. Tengo que creerlo.
Llamaron a la puerta. Era Aisling, se había acercado para ver si todo estaba bien, pues era casi la hora de la cena y no habíamos aparecido. Hablé con ella en voz baja, le dije que Niamh estaba muy cansada, y le pedí un poco de comida y bebida en una bandeja, si no era mucha molestia. Poco después, una sirvienta trajo pan, carne y cerveza, y yo me hice cargo de todo, le di las gracias y cerré la puerta firmemente tras ella.
Niamh no quería comer ni beber, pero yo sí lo hice. Tenía hambre; el niño crecía. Ahora ya veía claramente la ligera hinchazón de mi vientre, sentía mis pechos más pesados. Pronto los cambios serían evidentes para todos. Pero Niamh no lo sabía; a lo mejor nadie había pensado en contárselo.
—¿Liadan? —dijo tan débilmente que apenas la oía.
—¿Mmm?
—Disgusté a Madre. Le hice daño cuando… cuando… y ni siquiera lo sabía. Oh, Liadan, ¿cómo no fui capaz de ver…?
—Calla —dije, haciendo tremendos esfuerzos por no llorar también—. Madre te quiere, Niamh. Siempre nos querrá, no importa lo que suceda.
—Yo… yo quería hablar con ella, quería, pero no pude. No conseguí obligarme a hacerlo. Padre fue tan severo, me odiaba por disgustarla, y…
—Chsss. Al final todo irá bien. Ya verás como sí. —Eso no era más que una confianza insensata. ¿Cómo iba a hacerlo yo bien, si quienes tan fuertes habían sido parecían ahora sin rumbo como hojas debatiéndose impotentes durante los vendavales de Mean Fómhair? Quizás aquello formara parte del antiguo mal del que habían hablado, algo tan malo y tan perverso que lo torcía todo. Aun así, la calmé, y al final se volvió a quedar tranquila, con los puños aún apretados. Recordé lo que Finbar me había enseñado, cómo había llenado mi mente de imágenes alegres y pensamientos pacíficos, para hacerme sentir mejor. Me había dicho que tendría que aprender a usar ese don sanador. A lo mejor éste era el motivo: facilitar el reposo de mi hermana. Así que hice como había hecho antes: imaginé que era Niamh, allí tumbada, rígida, sobre la cama, intentando alejarme del mundo. Dejé que mi mente resbalara dentro de la suya; pero esta vez mantuve el control, de modo que seguía siendo Liadan, capaz de encontrar respuestas, capaz de sanar.
No fue como aquella otra noche, cuando Bran me agarró el brazo hasta casi rompérmelo y su mente me gritó como la de un niño asustado. Pero vi cosas que habría dado mucho por no ver. Experimenté con mi hermana la degradación, el ridículo, la violencia. Antes de que se casaran, Fionn había visto su belleza y oído hablar de sus virtudes. De hecho, había poseído ambas cosas en abundancia. Pero no había contado con Ciarán, ni con el hecho de que el corazón de Niamh, y su cuerpo, ya habían sido entregados antes de que se casara con él. Con un poco de estrategia, con los coqueteos y jueguecitos adecuados, habría sido capaz de empezar con buen pie. Habría sido capaz de complacer a su marido. Es cruel que una mujer tenga que engañar para protegerse. Pero muchas lo han hecho, sin duda, y así al menos han convertido su propia existencia en algo tolerable. No mi hermana. Ella no había sido capaz de poner en escena la actuación requerida para la supervivencia. Y Fionn no era un hombre paciente. Sentí los golpes de sus manos y la aspereza de su cinto como ella los había sentido. Sentí la indignidad de ser usada cuando yo no quería, y conocí su vergüenza, aunque no fuera culpa suya.
Al cabo de un rato, empecé a hacer notar mi presencia en sus enmarañados pensamientos. Le mostré una Niamh más joven: la muchacha de cabellera en llamas que giraba y giraba con su vestido blanco y soñaba con una vida de grandes aventuras. Le mostré la niña que corría veloz como un ciervo sobre una alfombra de hojas caídas. Le mostré sus ojos, tan azules como el cielo, y la calidez del sol del verano sobre su pelo. Y la mirada en el rostro de Ciarán cuando me dio la pequeña piedra blanca y dijo: Dile… dale esto. Él la amaba. A lo mejor se había marchado, pero la amaba. De eso estaba segura. No podía mostrarle el futuro, pues ni yo misma lo conocía. Pero bañé su mente en amor, luz y calidez, y su mano se relajó en la mía a medida que la vela se iba apagando.
Estaba dormida, roncaba levemente, relajada como una niña pequeña. Muy despacio, con mucho cuidado, retiré mi mente de la suya, le tapé los huesudos hombros con la manta, me puse en pie y me estiré, sintiendo el dolor del cansancio rotundo en todas las partes de mi cuerpo. Finbar había dicho la verdad: no se salía incólume de un trabajo como aquél.
Caminé a trompicones hasta la estrecha ventana que daba al patio, pensando que debía confirmarme a mí misma que el mundo real seguía ahí fuera, pues tenía la mente llena de imágenes perversas y pensamientos confusos. Me había quedado seca de energía y estaba muy cerca del llanto.
La luna menguaba, una delgada media luna en un cielo oscuro cargado de nubes pasajeras. En el patio había antorchas encendidas, y se vislumbraban las formas de los sempiternos centinelas de patrulla, tanto abajo como en la pasarela de arriba. Mantenían la guardia durante toda la noche. Bastaba para hacerte sentir prisionera, y me preguntaba cómo podían soportarlo Aisling y el resto de la casa. Miré el cielo nocturno, y mi mente alcanzó más allá de los muros de piedra y la fortaleza, más allá de los pantanos, más allá de las tierras al norte. Estaba extenuada, tan cansada que anhelaba que alguien me rodeara con sus fuertes brazos, me estrujara y me dijera que había hecho lo que estaba en mi mano, y que todo iba a salir bien. Desde luego debía de estar muy cansada para permitirme una debilidad tal. Enfrenté la oscuridad y mi mente dibujó a aquellos hombres alrededor de la hoguera de la comida, escuchándome embelesados mientras narraba la historia de Cú Chulainn y su hijo Conlai, una historia particularmente triste. Y pensé que, por fianna que fueran, preferiría mil veces estar allí que aquí, era lo único que tenía claro. Cerré los ojos, y sentí que lagrimones calientes surcaban mi rostro, y antes de que pudiera evitarlo, mi mente interior empezó a gritar: ¿Dónde estás? Te necesito. No creo que pueda apañármelas sin ti. Y en ese preciso instante, sentí al niño moverse por primera vez en mi interior, casi un revoloteo, como si estuviera nadando, o bailando, o ambas cosas. Puse con dulzura una mano donde se había hecho notar, sonriendo. Nos marchamos, hijo —le dije—. Primero ayudaremos a Niamh. No sé cómo, pero se lo he prometido, y tengo que hacerlo. Después volveremos a casa. Ya he tenido muros, puertas y candados de sobra.
Atrevidas palabras. No es que pensara que Niamh volvería a ser la misma fácil o rápidamente. Si la esperanza desaparece, el futuro no merece ser contemplado. Menos mal que llevaba a mi hijo en mi interior, y sentía sus ganas de vivir en cada pequeño movimiento, o mi hermana me habría arrastrado a la fosa de su desesperación.
Los días pasaban, y se acercaba cada vez más el momento en que Eamonn y Fionn regresarían a Sídhe Dubh y yo tendría que volver a casa. Niamh siguió tan insustancial como un espectro, apenas comía y bebía lo suficiente para la supervivencia, hablaba sólo cuando así lo exigían las normas básicas de educación. Pero aprecié pequeñas señales de cambio en ella. Podía dormir, ahora, siempre y cuando yo me sentara junto a su cama sosteniéndole la mano hasta que caía en los brazos del sueño, y en aquellos momentos en el límite de la conciencia, me resultaba a mí más fácil deslizarme en su mente y empujar poco a poco sus pensamientos hacia la luz.
No venía a pasear conmigo por encima de la muralla, donde estaban los guardias, pero sí bajaba al patio, bien cubierta con manga larga y un velo de matrona, y me acompañaba entre la armería y el almacén de grano, la herrería y los establos. Estaba muy callada. Encontrarse con gente parecía una tortura para ella. Leí en sus pensamientos lo sucia que se sentía, cómo creía que todos la miraban y pensaban que era una ramera, una ramera fea. Cómo susurraban entre ellos que menos mal que después de todo, lord Eamonn no se había casado con ella como todos habían esperado que hiciera. Aun así, caminaba conmigo y observaba mientras yo saludaba a éste o aquél y opinaba sobre sus enfermedades, y el ejercicio trajo algo de color a sus pálidas mejillas. En los días de lluvia, explorábamos en cambio los entresijos de la fortaleza. A veces Aisling venía con nosotras, pero casi siempre estaba ocupada en las cocinas o los almacenes, o enfrascada en una negociación con el administrador o el hombre de leyes de la casa. Sería una buena esposa para Sean, un complemento equilibrado y ordenado a su osada energía.
Sídhe Dubh era, sin duda alguna, una morada extraña. Me pregunté bastante sobre el carácter del ancestro de Eamonn que había elegido establecerse allí en el mismo centro de los inhóspitos pantanos. Sin duda había sido un hombre de imaginación y sutileza, quizás algo excéntrico, pues el lugar contenía muchas cosas raras. Había pilares labrados en el salón principal, bestias fantásticas sonrientes, un pequeño dragón, una serpiente marina y un unicornio. Y estaba la construcción de la fortaleza en sí, con su pasaje cubierto desde la puerta, la morada de dos pisos de la familia construida contra la cara interna de la muralla. Jamás había visto una casa con pasajes que se bifurcaban, tan extraños, entradas ocultas y salidas falsas, tantas trampillas y repentinos y traicioneros pozos. Tuve en esta ocasión oportunidad de descubrir lugares que no había visto nunca antes, pues la última vez que había visitado el hogar de Eamonn era aún una niña, y se nos prohibía alejarnos demasiado. En mi deseo de mantener activa a Niamh, pues sabía que el cuerpo debe estar sano si se espera cura de la mente, conduje a mi hermana por el paso cubierto que se enroscaba por la colina desde la puerta principal, serpenteando entre la rampa de tierra y los muros de piedra para salir al patio. Aquel camino estaba siempre iluminado con antorchas, parecía vivo porque estaba lleno de sombras y de él surgían innumerables pasadizos a ambos lados. Algunos estaban recubiertos con vigas, y otros con piedra. Niamh se mostraba reacia a explorar estos últimos, pero a mí me picaba la curiosidad, así que volví por la tarde, cuando ella dormía. Necesité emplear algunos trucos que había aprendido de mi padre, sobre cómo cruzar puestos vigilados sin que me vieran. Supuse que era mejor que nadie reparara en mi repentino interés por las posibles salidas de la fortaleza, y tomase la decisión de prohibirme dichas expediciones. Tomé una linterna, y seguí los caminos que se bifurcaban hasta dar con un almacén para queso y mantequilla, como las cuevas que nosotros empleábamos en casa para los mismos propósitos. Encontré una pequeña sala que, directamente, no tenía suelo; lo que había en cambio era un profundo foso, y cuando tiré una piedra, conté hasta cinco antes de oírla zambullirse. Y más abajo, por el mismo camino, había un par de celdas sin luz; cada una contenía un banco, y había grilletes en las paredes. No prisioneros, por lo menos no entonces. El lugar estaba inundado de telarañas, llevaba años sin usarse. A lo mejor Eamonn no hacía prisioneros. Me alegré de no haber llevado a Niamh hasta allí, pues los muros rezumaban negrura y desesperación; se palpaba una terrible desesperanza en aquel sitio, tanta, que se me encogió el corazón. Me retiré rápidamente, jurándome contener mi curiosidad la próxima vez. Cuando llegué al camino cubierto, escuché el más leve de los sonidos detrás de mí, y un gato salió disparado por delante, surgiendo de más abajo de aquel oscuro pasaje en sombras con las celdas en desuso, un gato negro tan veloz que sólo tuve tiempo para darme cuenta de que llevaba en la boca una rata de agua muy grande y muy muerta. Así que había una salida al exterior. Una salida estrecha, quizá demasiado estrecha para que por ella pudiera pasar una persona. Pero aun así era una salida. Me sentí tentada de volver a bajar a investigar, pero se acercaba la hora de la cena y no deseaba atraer atenciones indebidas. Uno de estos días, hijo —dije en silencio, y sentí que a cierto nivel me entendía—. Uno de estos días bajaremos por ahí, y puede que consigamos salir de aquí un rato. Que nos busquemos un poco de espacio. Si tenemos suerte puede que veamos un pájaro, o una rana. Necesito respirar profundamente. Necesito ver más allá de estas murallas de piedra.
Ya le había preguntado a Aisling, lo más educadamente posible, y recibido la respuesta que esperaba.
—¿Es que no salís nunca? —le había preguntado—. ¿No os vuelve locos estar aquí encerrados todo el tiempo?
Aisling arqueó las cejas.
—Pero si la gente sale —respondió perpleja—. No es una prisión. Los carros traen víveres, y los hombres salen a patrullar. Hay más movimiento cuando Eamonn está en casa.
—Y supongo que los carros se registran de arriba abajo y de dentro afuera —respondí con sequedad.
—Bueno, sí. ¿No lo hacéis vosotros en Sieteaguas?
—No si se trata de nuestra propia gente.
—Eamonn dice que es más sensato. Todas las precauciones son pocas, en estos días. Y también dijo… Se detuvo.
—¿Qué? —pregunté mirándole directamente a los ojos.
Se alisó los rizos rojos detrás de la oreja, algo avergonzada.
—Bueno, Liadan, si quieres saberlo, también dijo que prefería que tú y Niamh no salierais fuera mientras estuvierais aquí. No hay razón alguna para que os aventuréis más allá de las murallas. Aquí tenemos todo cuanto podríais desear.
—Mmm. —No me gustó nada la idea de que Eamonn me impusiera normas, especialmente ahora que no había ninguna posibilidad de que nos casáramos. Quizá, después de lo que me había ocurrido, me considerase incapaz de mantenerme alejada de los problemas.
—No me malinterpretes, Aisling —le dije—. Tu hospitalidad es intachable. Pero echo de menos Sieteaguas. Echo de menos el bosque, y los espacios abiertos. No sé cómo tú y Eamonn podéis vivir aquí.
—Es nuestra casa —respondió sin más. Y recordé a Eamonn decir una vez: No será mi casa hasta que te vea esperando en la puerta con mi hijo en brazos. Me estremecí. Que la diosa proveyera y hubiera jefes en Tara con hijas casaderas, y que Eamonn les hiciera saber sus intenciones. Tendría que haber más de una chica, dispuesta a calentar su cama y darle heredero, en cuanto corriera la voz de qué andaba buscando.
* * *
Pasaron muchos días, y la luna se convirtió en no más que un resquicio de luz. Cuando llegara a casa, tendría que ponerme a coser, pues mis túnicas empezaban a apretarme demasiado por las sisas. Me sentaba con Niamh día tras día, y ella siguió sin reparar en las transformaciones que experimentaba mi cuerpo. No podía contárselo. ¿Cómo hallar las palabras, cuando ella se sentía culpable, en su pobre y confusa mente, por no haber concebido un hijo para Fionn tras tres meses, por no haber logrado siquiera el requerimiento básico de una buena esposa? Le dije que era pronto, y que no todas las recién casadas concebían inmediatamente. Además, ahora que ya no tendría que regresar a Tirconnell, después de todo, seguro que era mejor no llevar al hijo o la hija de Fionn.
—Quería tener un hijo de Ciarán —me dijo en voz baja—. Más que nada. Pero la diosa no lo ha dispuesto así.
—Mejor —repliqué, y descubrí que me costaba no perder la paciencia con ella—. Eso sí que hubiera puesto en movimiento a los Uí Néill.
—No bromees, Liadan. No puedes entender qué se siente al amar a un hombre más que a nada en este mundo, más que a la vida misma. Qué hermoso sería llevar el niño de ese hombre dentro de tu cuerpo, aunque hayas perdido… al hombre mismo. —Empezó a llorar en voz muy baja—. ¿Cómo ibas a saber tú de esas cosas?
—Eso digo yo, cómo —murmuré mientras le tendía un pañuelo limpio.
—¿Liadan? —me preguntó al cabo de un rato.
—¿Hum?
—No dejas de decir que no tengo que regresar con Fionn, que no voy a volver a Tirconnell. ¿Pero dónde voy a ir?
—Aún no lo sé. Pero ya se me ocurrirá algo. Lo prometo. Confía en mí.
—Sí, Liadan. —Hablaba con una conformidad débil que me aterrorizaba. Pues el tiempo volaba para nosotras. Los hombres no se quedarían en el sur demasiado tiempo, con el invierno que se acercaba y las tierras por atender. Para la luna creciente, regresarían, y en verdad, lo que había pensado a duras penas podía calificarse de plan. Niamh no podía regresar a casa sin más, no sin explicaciones. Así que tenía que ir a algún otro sitio; a algún lugar que pudiera llevarla antes de que Fionn regresara. Más tarde, quizá, podría saberse la verdad, y ella volvería a Sieteaguas. Un convento cristiano sería el mejor lugar, quizás en el sudoeste, en algún sitio lejos de la costa y a salvo de los asaltos de los hombres del norte. A un lugar donde no conocieran el nombre de Sieteaguas. No había ninguno donde no se conociera el de los Uí Néill, pero a lo mejor podíamos callarnos esa parte. Si alguien pudiera proporcionar santuario durante un tiempo, si pudiéramos convencer a Fionn de que había desaparecido para siempre, si… perdí rápidamente la paciencia conmigo misma, pues sabía que no estaba llegando a ninguna parte, era consciente de que si no se me ocurría un plan práctico muy pronto, se nos acabaría el tiempo. Se hacía cada vez más evidente que no podía hacer aquello sola.
Una promesa era una promesa, y no podía romperse. Pensé que Niamh estaba equivocada. ¿Cómo iba a ser la alianza más importante para Liam, o para Conor, o para mi padre, que la felicidad de Niamh? Seguro que su cuerpo magullado, y sus ojos ensombrecidos, eran un precio demasiado alto por el apoyo futuro de los Uí Néill, por ricos que fueran y buenos guerreros que tuvieran. Pero le había dado mi palabra. Además, había más cosas aparte de la alianza. Estaba el secreto que todos nos ocultaban. Había algo más grande detrás de aquello que no entendíamos; algo tan terrible que me parecía que debía actuar con la más extrema de las precauciones, no fuera a devolver a la vida al mal del que hablaban en susurros con los ojos cautivos de los fantasmas.
Una cosa estaba clara: tenía que sacar a Niamh antes de que volvieran los hombres, y no había nadie en la casa a quien pudiera pedir ayuda. Todos eran hombres y mujeres de Eamonn, y de Aisling, y no iban a ocultar secretos a sus jóvenes señores. Además, ¿no registraban cada carro? Pensé en disfraces y abandoné la idea, pues era consciente de la estricta vigilancia que sobre el tráfico se ejercía dentro y fuera, y de que nos detectarían al instante. Se me arremolinaban los planes en la cabeza, cada cual más descabellado que el anterior.
Cuando llegó la luna nueva no pude encender mi vela especial, pues seguía en mi cuarto, en Sieteaguas. Pero cuando Niamh estuvo dormida, encendí otra y la coloqué cerca de la ventana, y me senté junto a ella en la oscuridad. Y esa vez, cuando atraje la imagen de Bran a mi mente, ya no estaba sentado bajo extraños árboles, sino recorriendo sin descanso un entorno más familiar; una linterna proyectaba sombras en los muros astutamente construidos, el techo curvo y la antigua piedra ritual del enorme refugio que nos había albergado, parecía ya hace tanto tiempo. Había otros con él, y estaban discutiendo algo. Él se mostraba impaciente. Sentí su urgencia, la ansiedad que le dibujaba un ceño entre sus cejas oscuras, la tensión en las manos. Pero no oía las palabras. Hice lo que siempre hacía en aquellas noches oscuras, cuando sabía que intentaba, por encima de cualquier cosa, mantenerse despierto. Me expandí para alcanzar su mente, para hacerle saber que jamás estaría completamente solo, ya no; para recordarle que incluso un forajido, sin pasado ni futuro, puede vivir bien cada día. Pero aquella noche mis propios pensamientos oscuros intervinieron, mi preocupación por mi hermana, mi pánico creciente al no aparecer la solución a mi problema, con tan poco tiempo. Todo eso se mezcló, y no sé si le hizo algún bien o ninguno. Me quedé despierta toda la noche. Eso podía hacerlo por él. No me resultó posible ver su imagen durante todo el tiempo, pero iba y venía, salió del refugio, dejó a sus amigos dentro; en medio de la oscuridad se miraba fijamente las manos entrelazadas con fuerza. Más tarde, lo vi sentado con las piernas cruzadas no muy lejos de donde habíamos hecho la hoguera de pinas, cuando Evan estaba muriendo y le conté el que sería su último relato. Sentado con la cabeza afeitada entre las manos y una pequeñísima linterna para mantener alejada la oscuridad. Estoy aquí —le dije—. No estoy tan lejos. Espera un poco más y llegará el alba. —Pero tuve que esforzarme mucho para silenciar mi otra voz interior, la que aullaba—: ¡Ayúdame! ¡Te necesito! Nadie podía ayudarme, allí en Sídhe Dubh. No parecía haber salida. A menos… a menos que fueras un gato, a lo mejor.
Valía la pena intentarlo, me dije a mí misma mientras me deslizaba discretamente en el pasadizo, justo después del alba esa misma mañana. Las habilidades que había aprendido en el bosque de Sieteaguas me sirvieron de mucho en ese momento. Pensé que había pasado desapercibida junto a los guardias. Necesitaba la linterna, pues el túnel secundario era estrecho y el suelo un amasijo de rocas rotas. Crucé las celdas vacías, y volví a sentir el aliento frío del miedo que pendía de sus esquinas en sombras. Me aventuré más abajo, y el camino se volvió más estrecho y empinado. El agua corría por las paredes, así que seguía el curso de una corriente. Y entonces, repentinamente, el agua desapareció con un borboteo bajo tierra y el pasaje pareció terminar; había un muro intacto enfrente de mí, aunque la luz seguía filtrándose de alguna parte. Un camino sin salida. Pero el gato había entrado. Puse la linterna en el suelo y me adelanté. Palpé el muro con las yemas de los dedos. Mi sombra se extendía enfrente de mí, enorme a la luz de la linterna. Y entonces las oí: voces familiares, tranquilas, profundas, tan profundas que casi escapaban al límite de la audición. Pronunciaban palabras con una lentitud que parecía vetusta, como si provinieran de las rocas mismas. Después de todo, no habían huido con la llegada del hombre; sencillamente se habían enterrado más, aguardando su hora. Me quedé quieta, escuchando, esperando sus órdenes.
Abajo.
Me puse en cuclillas, preguntándome qué buscar, qué notar. ¿Una trampilla? ¿Un pasaje secreto? ¿Algún tipo de señal? Abajo.
Piensa, Liadan, me dije temblando. Me desplacé por el suelo de roca, siguiendo la base del muro con la mano, intentando notar cualquier resquicio, cualquier pista de lo que debía hacer.
Bien. Bien.
Toqué algo, un objeto de metal que estaba encajado debajo de un saliente de piedra. Mis dedos se enroscaron a su alrededor. Era una llave enorme, pesada, de hierro labrado. Me puse en pie. La linterna seguía mostrándome el mismo muro de roca intacto, las mismas paredes indistintas a cada lado. No había ninguna señal de puerta o trampilla. Levanté bien alto la linterna, la bajé, examiné todas las superficies. No hallé el más mínimo indicio de abertura, ni grietas, ni cerradura en que meterla. Me desesperé.
Vuelve —dijeron las voces—. Atrás.
Qué me estarían indicando, me pregunté sombría mientras regresaba con renuencia hacia el pasaje subterráneo y de vuelta a la casa. ¿Que debía quedarme en Sídhe Dubh y dejar que las cosas siguieran su curso? Ese había sido su consejo en el refugio y mira dónde me había traído. Por muy ancestros que fueran, empezaba a preguntarme si sabrían lo que se hacían. Las hadas me habían dicho que no hiciera caso de esas voces antiguas. Que podían ser peligrosas. Aun así, los ancestros me habían dado una llave. Una llave era, al menos, un principio.
Esa noche Aisling me pidió, muy educadamente, que dejara de bajar a los subterráneos de la fortaleza, que era mejor que no lo hiciera.
—Mi maestro de armas está preocupado por tu seguridad —me dijo de manera más bien formal. Se notaba que se avergonzaba de tener que imponerle normas a una amiga. Nunca habíamos tenido problemas en Sieteaguas. De hecho, a veces parecíamos más hermanas que Niamh y yo. Pero aquí era la señora de la casa, y reparé en que no valía la pena discutir. Me sorprendió que supiera de mis exploraciones; había sido muy cuidadosa.
—Me resulta difícil estar tan… tan encerrada —le dije.
—Aun así, esos antiguos pasadizos y cámaras no son seguros —respondió Aisling con firmeza—. Sé que Eamonn no desea que corras ningún riesgo. Por favor, no bajes más.
Era una orden, expresada con amabilidad, y supe que debía acatarla. Mis opciones parecían menguar rápidamente a medida que pasaba el tiempo. Cada vez estaba más cerca el día en que Eamonn y Fionn regresarían de Tara, y no tenía ni la más leve idea de un plan práctico. De hecho, empezaba a dudar seriamente que pudiera mantener mi promesa a Niamh. Pero era su hermana. No podía dejar que regresara a Tirconnell, y a un marido que la maltrataba sin miramiento alguno. Había visto sus ojos. Sabía que decía en serio que prefería matarse a seguir así. Tenía que sacarla antes de que volvieran. De algún modo, debía encontrar una salida.
Al final, no supe si descubrí yo sola la solución o me empujaron los ancestros a ella. A lo mejor pensábamos igual, siendo de la misma estirpe. Era temprano por la mañana, justo después del alba, y Niamh dormía, enroscada bajo las mantas de lana. Su pelo cortado destacaba sobre el cojín. Mis noches se habían vuelto cada vez más intranquilas. Me quedaba despierta evaluando soluciones, todas ellas igualmente impracticables. Me tumbaba con los ojos como platos, planteando los riesgos de contarle la verdad a Sean, o a mi padre, o a Conor, y decidir que no podía hacerlo. Mi padre me había enseñado a no romper una promesa. Además, no estaba segura de lo que harían. Existía la posibilidad de que consideraran la alianza más importante que Niamh. No podía arriesgarme a contarlo y descubrir que el valor estratégico de Fionn era mayor que la vida de mi hermana. Así que tenía que buscar mi propia solución. Pero no había salida. ¿Qué esperaban de mí los ancestros? ¿Volar?
Al alba me levanté y me vestí, seleccioné una de mis túnicas más sueltas, y me pregunté cuánto me tenía que crecer la barriga para que Niamh notara algún cambio en mi aspecto. Teníamos la ropa guardada en un antiguo arcón de madera colocado en una alcoba junto a la habitación que compartíamos, un recoveco en el que habían colgado un tapiz para reducir la corriente. Rebusqué en el baúl un chal, pues la mañana era fresca, y mientras me ponía en pie para echármelo encima, me sentí desvanecer por un instante. Me apoyé en la pared recubierta de madera. Toqué algo. Había una muesca en la pared, una pequeña grieta en la superficie de la madera. Estaba demasiado oscuro para ver qué era. Agarré una vela y lo examiné más detenidamente. Un tapiz para la corriente, pensé. Donde hay corriente, tiene que haber hueco. Recorrí la grieta con la mano, un cuadrado del tamaño de un hombre o una mujer pequeños agachados. Una puerta. Estaba cubierta alrededor de sus márgenes con pequeñas marcas labradas, letras ogham como las que mi tío Finbar portaba colgadas del cuello como amuleto. Pero el ancestro de Eamonn no era ningún druida. ¿Había ordenado grabar aquellas señales de protección o las habían labrado unas gentes anteriores, aquellas que moraban en el lugar de la fortaleza de las hadas mucho antes de que los humanos le pusieran la mano encima y reclamaran para sí la propiedad de lo que nunca podría ser suyo por derecho? Los lugares profundos pertenecían a los ancestros. Ningún jefecillo de tres al cuarto con una bolsa de plata y unos cuantos carros de piedra para construir podrían cambiar eso, por mucho que intentara dejar huella en el paisaje.
Había una cerradura. Temblando, saqué la antigua llave de donde la había escondido, y la probé, completamente segura de que funcionaría. Sentía que era inevitable; me sabía guiada. Me daba más miedo que alivio. La puertecita se abrió de par en par, revelando una escalera de caracol que se precipitaba hacia la oscuridad. Así que me recogí las faldas con una mano, agarré la vela con la otra y bajé por los escalones, confiando en que Niamh no se despertara antes de que yo volviera.
Estaba tan empinado y era tan estrecho que sólo veía a un palmo de distancia. Era una obra maestra de la construcción: se sumergía en las profundidades de la colina, hasta lo que me pareció más allá del nivel más bajo de la casa, más abajo del patio, al final debajo incluso del lugar en que las rocas afiladas rodeaban la colina, bajo los muros de la fortaleza. Y al final de todo, vi luz delante, una luz que no era simplemente el débil brillo de mi vela titilante, sino un brillo creciente que, sin lugar a dudas, eran los primeros rayos del sol naciente entre la niebla de los pantanos. Di la última vuelta de la escalera y delante de mí, ni a cinco pasos al final de un estrecho túnel en las rocas, había una abertura a la mañana. Por fin, había encontrado la salida.
No era mucho más que una grieta, lo bastante grande para que una chica de mi tamaño pasara, pero demasiado estrecha para un hombre armado. De hecho, menos mal que mi hijo apenas había empezado a hincharme el vientre, porque pronto habría dejado de ser practicable incluso para mí. Extraño, pensé, que hubiera una rendija como aquélla en la impenetrable armadura de Sídhe Dubh, y que no estuviera vigilada. Entonces miré a mi alrededor, y empecé a comprenderlo. El lugar al que había accedido estaba justo debajo del círculo de rocas puntiagudas dispuestas alrededor de la colina. Detrás, y encima de mí, los centinelas patrullaban de un lado a otro, patrullaban por encima de las murallas, al parecer sin advertir mi presencia en cielo abierto. Miré enfrente de mí, hacia el norte, y allí delante estaba la línea baja de colinas distantes que había visto desde las murallas. La extensión de terreno llano que tenía delante era una ciénaga de arenas movedizas, un lugar tan peligroso que intentar cruzarlo significaba la muerte, salvo para los pocos que conocían palmo a palmo el camino. Así que podíamos escapar hasta allí, pero no más allá. Me agaché en silencio junto a las rocas, deseando que los guardias no me vieran. No tenía ninguna seguridad de que fueran a molestarse en identificar a un enemigo antes de disparar. Detrás de mí, la abertura por la que había llegado era invisible, no más que otra irregularidad en la superficie rocosa de aquel lado de la colina. A lo mejor permaneció oculta gracias a un ardid mágico. Había contado todos mis pasos, y memorizado la dirección exacta, pues no sentía ningún deseo de quedarme allí abandonada, sin ninguna explicación.
Me quedé allí en silencio un rato, consciente de que tenía media solución, pero incapaz de obtener el resto. Era una mañana fresca y las nubes que se estaban acumulando sugerían lluvia. Junto al agua había animalitos, aves zancudas de los pantanos, que apuñalaban con los picos extraños insectos saltarines. Los observé y sentí que mi hijo flexionaba sus minúsculas extremidades. Ojalá vieras estos pájaros —le dije—. Verás muchos, cuando volvamos a Sieteaguas. Hay uno que se llama carrizo. Es el más pequeño, y muy mágico. Lo encontrarás en muchos cuentos. Verás lechuzas, cuervos, y a las alondras cantar hasta hacerte llorar. Verás la enorme águila planeando por encima del bosque, y el cisne descender al lago, cuando por fin volvamos a casa. Observando aquel erial, pensé en la fragilidad de Niamh. Aunque pudiera sacarla hasta aquí sin que nos vieran, aunque accediera, ¿después qué? Yo no conocía el camino. Un bote, quizá. Pero no había ninguno, y los terrenos acuáticos eran escasos y estaban lejos unos de otros Y tampoco podíamos ir de día, pues nos verían enseguida y nos harían volver. Incluso en aquel momento, no podía entender por qué los guardias no me habían visto. Las patrullas proseguían arriba, iban y volvían. Al cabo de un rato volví a subir, arriba del todo; salí a nuestro aposento sin aliento, con las piernas doloridas y la mente confusa. Cerré la puerta, escondí la llave y puse de nuevo el tapiz en su sitio. Niamh seguía durmiendo.
A la mañana siguiente volví a bajar. Era muy temprano. Una densa niebla envolvía el pantano, y las nubes velaban el primer sol. Por entre el manto de vapor, los arbustos atrofiados y las matas arrasadas por el viento levantaban dedos irregulares, y se oían extraños crujidos en la ciénaga, sutiles sonidos que no emitían ranas.
Me estremecí mientras me sentaba bajo las rocas y me abrigaba más con el chal. Tenía un rompecabezas que resolver, y la mayoría de las pistas, pero por mucho que las reuniera no les veía sentido alguno. Los ancestros me habían guiado hasta allí. Había una salida. Y sabía qué hora del día era la más segura. Esa mañana no veía más allá de tres pasos delante de mí antes de que la niebla que se estaba formando lo oscureciera todo salvo las escasas plantas que de algún modo conseguían sobrevivir en aquel inhóspito lugar. A esa hora, la persecución sería imposible. Aun así, ¿cómo iba a arriesgarme a embarcarme en tamaña aventura sin un guía que conociera el camino? Intentarlo sola sería una insensatez, y no pequeña. Si las cosas hubiesen sido distintas, me habría arriesgado gustosa por mi hermana. La habría agarrado de la mano y me habría abierto camino por la temblorosa ciénaga, confiando en las fuerzas antiguas para guiarnos, casi segura de hallar santuario antes de que los hombres de nuestras familias vinieran a buscarnos. Pero ahora no. Habría podido arriesgar mi propia vida y la de Niamh. Pero no la de mi hijo.
* * *
Es extraño cómo parece cambiar el paso del tiempo. En aquel momento los días volaban, y con toda su confianza ciega en mi habilidad para hacerlo todo bien, Niamh parecía al borde de la crisis, murmuraba para sí de día y se despertaba repentinamente por la noche, entre convulsiones y llanto, de alguna pesadilla de la que no quería hablar. Y entonces, cuando la luna crecía a toda prisa, Aisling recibió un mensaje. Mientras cenábamos cordero asado con salsa de romero, nos lo transmitió.
—Buenas noticias —dijo toda contenta—. He sabido de Eamonn, ha llegado hoy un mensajero. Han partido de Tara y están ahora instalados cerca de Knowth, donde se reúnen con jefes de la zona. Volverán a detenerse en Sieteaguas, y estarán aquí en cosa de cuatro días.
Niamh palideció. Era un golpe, y me esforcé por buscar las palabras adecuadas.
—Te alegrarás de volver a ver a Eamonn. —Por lo menos eso era verdad.
—Ni te imaginas cuánto —reconoció Aisling con una sonrisa amarga—. No puedo decir que no haya sido difícil tenerlo lejos. Nuestra gente es muy leal y capaz, por supuesto, pero mi hermano es muy especial para algunas cosas, así que tengo que vigilarlos muy de cerca. Además, estoy preocupada por Eamonn. No parecía… no parecía él, esos días antes de partir. Espero verlo más animado.
No podía encontrar respuesta para eso, así que me callé. Pero las palabras de Niamh salieron como atropelladas, poco cuidadosas en un terreno plagado de trampas.
—¡Cuatro días! Eso no puede ser verdad. Es demasiado pronto. Cuatro días no son suficientes para…
—No te preocupes, Niamh —le dije, poniéndole cara adusta a aquellos enormes y expresivos ojos azules de mi hermana que hablaban claramente de traición inminente y de tragedia—. Todo irá bien. —Me dirigí a Aisling—. Niamh no se encuentra muy bien. Nos vamos a retirar pronto, me parece. Necesita dormir.
La carita pecosa de Aisling estaba seria. Miraba a Niamh, valorando su aspecto y sus palabras.
—Por favor, Liadan —dijo cuidadosamente—. Si hay algún problema, deberías contármelo. Podría ayudarte. Eamonn querrá ayudar seguro.
Eso lo dudaba mucho.
—Gracias, Aisling. No tienes de qué preocuparte. Cuatro días. Que la diosa nos ayudara, sólo cuatro días. Pasé una noche en vela contemplando las distintas e igualmente imposibles alternativas a las que me enfrentaba, y no conseguí relacionar ninguna. En cuanto el cielo empezó a clarear y se tiñó del gris que precede al alba, me levanté, contenta de estar de nuevo en pie, me puse las botas, una túnica caliente, y una pesada capa encima, desesperada por salir fuera de las paredes de piedra que ahora parecían atraparme dentro, y a mi dilema conmigo, un rompecabezas irresoluble en una caja irrompible. Antes de que rayara el alba, me escurrí por la puerta secreta de la alcoba, bajé la escalera de caracol y salí a la inhóspita colina encima del pantano. Allí me quedé mirando hacia el norte. El estómago me bullía por los nervios, la ansiedad me provocaba dolor de cabeza y estaba al borde de las lágrimas del puro miedo que sentía ante lo que debía tratar de hacer. Pues parecía que la única opción era coger a mi hermana de la mano y salir al erial, en un acto de fe insana.
Una mano me rodeó la boca con eficiencia, y un brazo me agarró fuertemente por el pecho. La voz detrás de mí dijo, en tono muy bajo:
—Sólo te aviso, para que no te sientas tentada de hacer ruido. Los guardias no pueden vernos, pero pueden oírnos. No hagas ruido, ¿vale?
La presión del brazo aflojó. La mano delicadamente tatuada fue retirada. No necesitaba verle la mano para reconocer su voz. Fiel a su reputación, el Hombre Pintado había penetrado en las defensas de Sídhe Dubh sin esfuerzo alguno, como una sombra.
—Vaya, esta vez me has ahorrado el golpe en la cabeza —susurré sin darme la vuelta. El corazón me latía desbocado.
—Siéntate. —Era en voz baja, pero indiscutiblemente constituía una orden—. Estamos en un ángulo muerto de visión. Pero limitado. No hay necesidad de salir y atraer su atención.
Me senté, y Bran se puso delante de mí, a cubierto, bajo las rocas, a tres pasos de distancia. Vestía una túnica vieja y unos pantalones de tonalidad indefinida. Las suelas de sus botas estaban cubiertas de fango negro. Estaba pálido, muy serio. Guapísimo. Me observó en silencio, yo le devolví la mirada y noté que me sonrojaba. Frunció un poco el entrecejo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté, mientras en mi mente se arremolinaban las posibilidades.
Se tomó su tiempo para responder, y cuando lo hizo fue con cautela.
—Es curioso —contestó—. Pensaba que tenía las respuestas preparadas para cualquier cosa que me preguntaras. Pero han desaparecido todas; se han esfumado, ahora que te tengo delante.
—Es peligroso para ti, solo y desarmado —dije, y mi voz temblaba. Tenía los ojos fijos en mí con una expresión que no había confiado en volver a ver—. ¿Por qué has venido? Hay precio sobre tu cabeza.
—¿Eso te preocupa? —sonaba genuinamente sorprendido.
—Fuiste tú el que cambió las cosas entre nosotros, no yo. —Me sujetaba las manos muy fuerte, por si caía en la tentación de echárselas encima—. Si piensas que no me preocupa tu seguridad, es que no me conoces muy bien. Ahora respóndeme.
—Pasaba por aquí, y pensé que a lo mejor tenías algún problema.
—No creo que eso sea verdad. ¿Cómo sabías que estaba aquí? Además, la casualidad tampoco es que juegue un papel importantísimo en tu existencia, ni en la de los hombres que comandas.
La expresión de Bran era sombría.
—Podría contarte la verdad. Pero no me creerías —respondió sin más—. Inténtalo. No tienes nada que perder. —¿Eso crees?
—¡Que Brighid nos ayude, Bran, estás en el corazón del territorio enemigo! ¿Por qué has corrido un riesgo tan grande?
—Chsss. No tan alto. Ni estoy solo ni voy desarmado. He venido para decirte que te vayas a casa. No te quiero aquí, en Sídhe Dubh. Voy a ajustar cuentas con ese hombre a su debido tiempo. No te quiero en medio.
Abrí la boca y la volví a cerrar sin decir una palabra. —Como ya te he dicho, no ibas a creerme—. Pero…
—Oí una… llamada de ayuda, o eso me pareció; una llamada que llegó una noche, cuando estaba lejos de aquí. Me resultó imposible desoír esa llamada, así que regresé, y de hecho había noticias de que estabas aquí, en los dominios de ese hombre. Mantenemos una férrea vigilancia sobre esta fortaleza, Liadan. Te he observado salir al alba, y mirar a tu alrededor como si desearas escapar. Las cosas han llegado a un punto en el que tengo que avisarte.
—Aun así —repuse con cautela—, tras… tras las últimas palabras que nos dijimos, me parece raro que hayas venido. Me parece aún más raro que me pidas que vuelva a Sieteaguas, cuando tanto aborreces todo lo que allí mora.
—Estamos hablando de tu seguridad, no del carácter de tu padre. Le desprecio. Pero eso es irrelevante. La fortaleza de tu tío está bien guardada, y te quiero allí de vuelta. Tienes que hacer lo que te digo, Liadan. Vuelve a casa. En cuanto puedas. Aquí no estás a salvo.
—Tú lo estás menos aún. Sabrás que Eamonn ha jurado matarte si vuelves a poner un pie en sus tierras o amenazas de nuevo lo que es suyo. Estos guardias no vacilarán en disparar en el momento en que te vean. Los hombres de verde pueden ser veloces y crueles. No quisiera verte sufrir el mismo destino que tuvo Perro. Ningún hombre debería tener un fin semejante.
Me di cuenta en el mismo momento en que hablaba que había dicho demasiado. Bran entrecerró los ojos y se acercó más.
—¿Cómo sabes lo que le pasó a Perro? —silbó entre dientes—. ¿Cómo puedes saber eso?
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al recordar las imágenes. La oscuridad junto a la carretera, los sonidos amortiguados de los golpes, el tintineo de los arreos al marcharse a caballo. La voz de Perro, entre estertores: Cuchillo…
—Lo sé porque estuve allí —contesté con un hilillo de voz—. Lo sé porque observé desde las sombras, y no pude detenerlos. Lo sé porque… porque… —Mi voz temblaba peligrosamente.
—¿Por qué, Liadan? —preguntó Bran con suavidad.
—Porque suplicó el cuchillo, al final, y no había nadie más que yo. Pidió tu mano para terminar, pero la que clavó el cuchillo en su garganta fue la mía.
Oí que dejaba escapar el aliento de golpe, y durante un rato no dijimos nada. Conseguí contener las lágrimas. Conseguí no intentar acariciarle.
—Me creía fuerte —dijo al final, sin mirarme a mí sino a algún punto indefinido de los pantanos envueltos en niebla—. Pensaba que podría hacerlo. Pero es una prueba de voluntad con la que jamás me he enfrentado.
Para mí no tenía ningún sentido. Y se me acababa el tiempo.
—Me pides que vuelva a casa. Ésa fue siempre mi intención. Sólo estoy de visita, hasta que Eamonn regrese de Tara. Cosa que sucederá bastante pronto; los esperamos en cuatro días. Después regresaré a Sieteaguas. Pero no puedo irme antes. Está mi hermana.
—¿Qué os detiene a ti y a tu hermana para iros hoy? ¿Por qué esperar a que vuelva ese hombre? Si tenéis problemas con la escolta, yo os proporcionaré una. Una presencia invisible pero efectiva.
—No estoy segura de por qué crees que hay una parte de esa decisión que te corresponde. —Inspiré con fuerza—. Además, no es tan fácil. Tengo un… problema. Un problema muy grave. Y no hay nadie a quien pueda dirigirme. Nadie a quien pedirle ayuda.
Un breve silencio.
—Podrías pedírmela a mí —susurró con retraimiento extremo. Después esperó.
—Desde luego, es una tarea para el Hombre Pintado —confesé—. Pero dudo de que pueda permitirme el precio.
—Me ofendes —espetó Bran, pero en voz baja. Al fin y al cabo, era un profesional.
—Pues no sé por qué —respondí—. Eres un mercenario que se ofrece al mejor postor, ¿no? ¿No eres un hombre sin conciencia? ¿No se acostumbra a discutir los términos antes de contratar los servicios de un hombre así?
—Quizá primero debieras plantear la tarea, y después podamos, tal vez, discutir los términos. —Tono de acero.
—Apenas sé cómo. Pero te lo contaré tan claramente como pueda, porque tengo muy poco tiempo; pronto repararán en mi ausencia. Mi hermana se casó en el solsticio de verano. Su marido es un hombre de cierta influencia.
—Uno de los Uí Néill.
—¿Lo sabes?
—Me mantengo informado. Sigue.
—No se casó por propia voluntad. Le había entregado su corazón a otro hombre. Pero fue a Tirconnell. Es un lazo que nos une a los Uí Néill del norte, con toda la ventaja estratégica que eso implica.
Bran asintió. Su expresión era de evidente disgusto, y la máscara del cuervo contribuía a incrementar su fiereza.
—Su marido le… le ha hecho daño. La ha tratado con crueldad. Niamh ha sufrido una dolorosa transformación, no es más que una sombra de la que fue. Pero no va a contarlo; yo lo descubrí por casualidad, y me ha hecho jurar que no se lo voy a contar a nadie de la familia. No puedo permitir que su marido se la vuelva a llevar a Tirconnell. Eso sería el fin para ella. Se abrirá las venas con un cuchillo antes que volver a someterse a él. Lo sé. Le… le prometí que no tendría que volver.
—Ya veo. Y ahora tienes cuatro días para lograr lo imposible.
—En total —dije con un hilillo de voz, mientras cobraba conciencia de la locura que suponía la empresa.
—¿Cuál era tu plan? —preguntó Bran.
—Medio plan, hasta donde he llegado. Bajar a Niamh aquí, una mañana temprano cuando la niebla sea lo bastante espesa. Abrirnos paso entre los pantanos hacia el norte. Suplicar que un carro nos subiera; llegar de algún modo a lugar seguro.
Me observó con ecuanimidad.
—Bueno, pues menos mal que estoy aquí, entonces —contestó—. ¿Dónde hay que llevarla? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Qué historia vas a contar, para ocultar su desaparición?
El corazón me latía desbocado otra vez.
—Lo mejor sería un convento. En el sur, eso he pensado, puede que en Munster. Algún lugar muy seguro, donde no conozcan a mi familia. No creo que tengas tantos contactos…
—Te sorprenderías. ¿Qué vas a contarles a los Uí Néill? ¿Y a tu familia?
—Lo mejor es que Fionn la crea muerta. Así no la buscará a ella sino a otra esposa. De ese modo no habrá que romper la alianza. No creo que pueda ocultar la verdad a mi familia. Al final tendría que contárselo.
Bran sacudió la cabeza.
—Quieres que desaparezca para que no la persigan. La manera más efectiva de lograrlo es ocultar la verdad a todos salvo a los que tienen que saberlo. Muy pocos deben saberlo. Deberías usar la misma historia para todos. Por algún motivo —puedes inventarte algo—, tu hermana salió a pasear por el pantano y perdió pie. La viste ahogarse. Tú estás deshecha; su marido se lamenta, la familia la llora. Tu hermana está a salvo en un convento tanto tiempo como desee. Puede que para siempre. ¿Y el otro hombre, el que dices que le robó el corazón? ¿Tiene parte en esto?
—No. Se ha marchado. Mi familia prohibió la unión.
—¿Cómo se llama?
—Ciarán. Es druida. ¿Para qué quieres saberlo?
—Cuando contratas mis servicios, yo pongo las normas, y yo hago las preguntas. ¿Vendrá tu hermana por propia voluntad?
—Eso creo. Está… maltrecha, frágil. Tiene la mente confusa. Pero lo que quiere por encima de todo es escapar de su marido. Es un matrimonio terrible, tanto, que ha estado a punto de destruirla.
—Y cuando este Uí Néill empiece a buscar reemplazo, ¿acaso no se te ha ocurrido que podrías ser su segunda elección? —Su tono era muy severo.
Conseguí suprimir una risa nerviosa.
—Puedes estar seguro de que eso no va a suceder —dije, y el niño dio una voltereta en mi vientre.
—Sería lógico. Si la familia a la que eres leal como un perro obligó a tu hermana a una alianza tan monstruosa, no hay razón para confiar en que no hagan lo mismo contigo.
—Antes mendigaría en la carretera que aliarme con un hombre así —respondí—. Eso no va a pasar.
Un atisbo de sonrisa.
—Además sabes defenderte —dijo.
—Sé y lo haré.
—No lo dudo.
—Bran.
—Dime.
—Mi madre está muy enferma. Ya te lo dije. Se está muriendo. Sería muy cruel decirle que Niamh está muerta si no fuera cierto. Preferiría no tener que hacerlo.
—En cuanto a esa parte, sólo puedo aconsejarte. Eres tú la que debe contarlo. Pregúntate a ti misma. ¿Quieres que tu hermana esté realmente a salvo? Si eso es lo que quieres, debes prepararte para emprender el camino más difícil.
Asentí, tragándome el nudo.
—¿Cuál es tu precio por la misión? —le pregunté.
—¿Crees que puedo hacerlo por ti?
Esa pregunta me pilló con la guardia baja y respondí sin pensar.
—Por supuesto que lo creo. Te confiaría mi vida, Bran. No existe otra persona capaz de hacer esto por mí.
—Ese es el precio, entonces.
—¿Cuál? —pregunté confusa.
—La confianza. Ese es el precio.
Era una conversación llena de trampas. Yo contesté:
—Pensaba que ya no creías en la confianza. Eso me dijiste una vez.
—Y eso no ha cambiado. Es tu confianza el precio por esta misión. Así que, como verás, has pagado por adelantado.
—¿Cuándo lo harás? —pregunté entre temblores, sentía las lágrimas picarme en los ojos, peligrosamente cerca.
—Necesito dos días para hacer algunos preparativos. No se puede organizar más rápido. ¿Estás segura de que no prefieres sencillamente hacer desaparecer del mapa al tal Uí Néill? ¿Para siempre? Eso sí sería fácil, y más o menos inmediato. Sencillamente, jamás regresaría.
Me estremecí.
—No, gracias. No acabo de estar preparada para cargar mi conciencia con el asesinato, aunque sí he de confesar que lo he pensado. Además, ya tienes enemigos bastante poderosos, prefiero no añadir uno más.
Nos quedamos en silencio un instante.
—Mejor regresa. —El tono de Bran era eficiente.
—No lo entiendo —comenté insegura—. No entiendo por qué nos ayudas, cuando tanto nos detestas. ¿Qué es lo que atrae la oscuridad a tu mirada cada vez que oyes el nombre de mi padre? ¿Qué te ha hecho para inspirarte tanto odio? Es un buen hombre. La mandíbula de Bran se tensó.
—No voy a hablar de eso —respondió. Después se puso en pie y miró a los centinelas.
—Sí, lo sé. Tendría que regresar. —Pero no me moví.
—¿Me das la mano para sellar el trato? —preguntó inseguro.
Tendí la mano y él la tomó entre la suya. No me miró a los ojos. En cuanto a mí, sentí su roce en todos los rincones de mi cuerpo, y libré una dura batalla por no lanzarme a sus brazos en aquel mismo instante, o decirle algo que revelara lo precario que era mi control de las emociones. Me acordé de que él tenía su código, para ayudarle a eso mismo. Lo usaba bien; aquello habría podido ser cualquier transacción entre aliados. Me soltó la mano.
—Trae a tu hermana aquí antes del alba, pasado mañana. Estaremos listos. No corras riesgos innecesarios, Liadan. Quiero que estés a salvo. No te despistes.
—Te diría lo mismo, si pensara que vas a escucharme —contesté y me di la vuelta corriendo antes de que viera que estaba llorando. ¿Cómo iba a contarle que llevaba en mi vientre a su hijo, el nieto del odiado Hugh de Harrowfield? ¿Cómo podía cargarle con ese peso? Y aun así, las palabras habían rondado mis labios. Hasta que me metí dentro y subí a la seguridad de nuestra estancia, no reparé en que no le había preguntado nada de Sean, ni de su viaje al norte, o si mi hermano le había hecho al final una propuesta.