Capítulo VIII

Algo radicalmente horrible estaba ocurriendo, y no podía averiguar qué era. Niamh me evitaba. Se mostraba reacia a hablar, como negándose a sí misma la evidencia de estar en casa. Tan vacío de voluntad estaba su rostro, tan desprovistos de alma sus ojos, que la consideraba incapaz del esfuerzo que requería una evasión tal. Ni siquiera cuando los hombres se reunieron alrededor de la gran mesa de roble, inmersos en sus estrategias, tuve un momento a solas con Niamh.

—Niamh no tiene muy buen aspecto —observó Aisling con un poquito de ceño—. A lo mejor está esperando.

La tercera noche de la visita le pedí a Liam un favor.

—Ya ves cómo está Niamh, tío. Parece agotada; vencida. No puede seguir hasta Tara. Seguro que Fionn se da cuenta. Pregúntale si se puede quedar con nosotros mientras los hombres seguís el viaje.

Liam me miró con severidad.

—Dime, sobrina, por qué tendría que hacerle a Niamh ningún favor.

—¿Y tú me lo preguntas? ¿Es que no has visto qué le ha hecho este matrimonio? ¿Es que no recuerdas cómo era antes?

—Eso es injusto, Liadan. Una mujer debe someterse a las leyes de su padre y después a las de su marido. Es legítimo y natural. Fionn es un hombre respetado, un hombre de posición. Es uno de los Uí Néill. Niamh debe crecer, adaptarse, si quiere contribuir de algún modo al valor de su casa. Debe dejar el pasado atrás —sonaba como si intentara convencerse a sí mismo en la misma medida que a mí—. Tío, por favor. Pídeselo.

—De acuerdo. No voy a negar que es una idea práctica. Eamonn ya ha sugerido que tú y tu hermana regreséis con Aisling en uno o dos días. Prefiero esa solución. Estaréis a salvo en su casa, le haréis compañía a Aisling mientras su hermano está fuera, e interrumpe el regreso a casa para Niamh. Tienes razón; no tiene buen aspecto.

Sean planteó su plan de acción a los aliados en el transcurso de la segunda mañana. Esta vez estaban en la estancia privada más pequeña. Mientras llevaba unas sábanas por el pasillo del piso de arriba, oí que levantaban las voces, no airados, sino más bien como efecto de la sorpresa y la emoción. Sentí la vehemencia de Sean y su pasión para convencerlos. La comida se quedó fría en la mesa mientras ellos discutían el asunto; y cuando salieron, Fionn y Sean seguían inmersos en la conversación, y Eamonn estaba pálido y silencioso, y tenía mala cara. La discusión prosiguió con intensidad mientras comían y bebían. Estaban divididos. Fionn se mostraba abierto a la idea, Seamus vacilaba. Liam se mantuvo firme; no iba a hacer tratos con ningún fianna, no contrataría a mercenarios sin rostro, no emprendería ninguna misión a menos que tuviera el control total. Y todos sabían que no había modo de dominar al Hombre Pintado. Tenía su propia ley, si ley era la palabra adecuada para alguien tan evidentemente ilegal, y confiar en él era como poner la cabeza en la boca del dragón. Locura desmedida. Además, intervino Seamus, ¿por dónde empezar? El forajido iba y venía como le placía; nadie sabía dónde estaba su cuartel. Era escurridizo como una anguila. ¿Cómo le haría llegar el mensaje? ¿Cómo le haría saber que estaba interesado? Sean respondió que había maneras, pero no dijo nada más. Eamonn contribuyó muy poco. Cuando recogieron la comida, no regresó con los otros para proseguir el debate, sino que se dirigió fuera para estar a solas.

Me obligué a seguirle. No podía esperar que viniera él a buscarme; le daría las malas noticias y eso sería todo. Mejor que lo supiera cuanto antes. No era como mi madre y yo lo habíamos planeado, pero Eamonn no me había dado otra opción.

Lo encontré en los establos. Miraba la yegua gris que me había traído a casa, mientras uno de los chicos la ejercitaba alrededor del patio. Uno, dos, tres y cuatro, colocaba sus patas con tanta gracia como una bailarina. Le brillaba el pelo, las crines grises y la reluciente y cuidada cola.

Me puse al lado de Eamonn, en la zona de sombra, desde donde observaba.

—Liadan. —Su tono era contenido.

—Querías hablar conmigo —dije—. Bueno, aquí estoy.

—No sé si… no sé si es buen momento. Estoy… tu hermano me ha decepcionado. Me ha conmocionado, con un error de juicio. Me temo que mis pensamientos no son adecuados para ser compartidos.

—Sé que no es buen momento, Eamonn. Pero tengo algo que decirte, y tiene que ser ahora, mientras aún tenga valor.

Obtuve su atención al instante.

—¿Te da miedo… contármelo? Nunca tengas miedo de mí, Liadan. Has de saber que jamás haría daño a lo que me resulta más querido.

Sus palabras no hicieron más fácil mi tarea. Nos desplazamos en silencio a un lugar detrás de los establos, donde podíamos sentarnos en los escalones al sol. Había sido un buen lugar para los secretos de la infancia. Allí no podía verte nadie, salvo quizás un druida.

—¿Qué pasa, Liadan? ¿Qué puede ser tan malo que temas contarle a un amigo? —Y aprisionó mis dos manos entre las suyas, de modo que no podía moverme—. Dime, querida.

Que Brighid me ayudase. Temblaba de la cabeza a los pies.

—Eamonn. Nos conocemos desde hace mucho. Te respeto, y te debo la verdad, al menos tanta como pueda facilitarte. Antes, me… me pediste que fuera tu esposa, y yo te respondí que te daría mi respuesta en Beltaine. Pero creo que debo contestarte ahora.

Hubo una pausa.

—Veo que te he obligado a apresurarte —respondió cautelosamente—. Si lo prefieres, puedo esperar tanto como quieras. Tómate el tiempo que necesites para decidirte.

Tragué saliva.

—Eso es precisamente lo que no tengo. Tiempo. Y no me puedo casar contigo, ni ahora ni después. Llevo en mis entrañas el hijo de otro hombre.

Y entonces hubo un largo silencio, durante el cual yo miré avergonzada el suelo mientras él se quedaba inmóvil, aún con mis manos entre las suyas. Al final habló con una voz calmada y regular; la de un extraño.

—Me parece que no te he oído bien. ¿Qué has dicho?

—Ya me has oído, Eamonn. No me lo hagas repetir.

Otro silencio. Me soltó las manos. No podía mirarlo.

—¿Quién lo ha hecho?

—No puedo decírtelo, Eamonn. No voy a decírtelo.

Entonces se movió y sentí sus manos sobre mis hombros, apretando con fuerza.

—¿Quién lo ha hecho? ¿Quién se ha llevado lo que es mío?

—Me estás haciendo daño. Te he dicho lo que debía decirte, y ahora estás libre de mí. No voy a decir nada más.

—¿Que no vas a decir nada más? ¿Qué significa que no vas a decir nada más? ¿En qué están pensando, tu hermano, tu padre? Tendrían que estar ahí fuera dando caza a la escoria que te ha hecho esto. ¡Hacerle pagar por este… por este ultraje!

—Eamonn…

—En el momento en que te vi, en el momento en que Sean y yo te encontramos, temí que te hubiera ocurrido algo así. Pero no querías hablar conmigo, y parecías tranquila, casi demasiado tranquila… y ya no volvieron a decir nada, así que pensé… pero yo vengaré este acto de barbarie si no van a hacerlo ellos. Le haré pagar. Ese n… niño tendría que haber sido mío.

—No lo sabían —me temblaba la voz—. Sean, Liam, mi padre. Siguen sin saberlo. Tú eres la segunda persona a la que se lo cuento, después de mi madre.

—Pero ¿por qué? —Se había puesto en pie y paseaba de un lado a otro, cerraba y abría los puños como si quisieran hacer daño—. ¿Por qué no lo dices? ¿Por qué no permites a los hombres de tu familia la satisfacción de una venganza justa? Inspiré con fuerza.

—Porque —dije en tono muy claro, para que no pudiera malinterpretarse mi significado— consentí voluntariamente en ello. Este niño es un fruto del amor. Esto, lo sé, va a hacerte más daño que el pensamiento de que he sido objeto de violencia. Pero es cierto. —Seguía sin poder mirarle a los ojos.

Paseó de arriba abajo una y otra vez, varias. Por lo menos le había dicho la verdad, y su fuerte sentido de propiedad no le dejaría otra elección que dejarme. Murmuraría una disculpa, y se largaría a Tara a curarse el orgullo herido y encontrar otra esposa.

—No te creo. —Se detuvo delante de mí, se agachó, me cogió de las manos y tiró de mí de modo que me obligó a ponerme en pie delante de él. Esta vez no tuve más remedio que mirarlo, y vi perfectamente el desconcierto en sus ojos que corroboraba lo que decía—. Te conozco demasiado bien. Eres incapaz de un acto así, eres la más sabia y prudente de las mujeres. Me niego a creer que hayas podido entregarte así, sin estar casada, y prometida con otro. No puede ser verdad.

Difícilmente me lo habría puesto más difícil de haberse empeñado en ello.

—Es la verdad, Eamonn —repuse en silencio—. Amo a ese hombre. Voy a tener su hijo. No puedo decirlo más claramente. Además, no te prometí nada.

—¿Te ha pedido en matrimonio? ¿Va a darle un nombre a tu hijo? —Sacudí la cabeza. Ojalá parara. Ojalá se marchara. Cada palabra aumentaba el dolor—. Esa alimaña se ha aprovechado de tu inocencia, y ahora lo proteges confundida por un sentido de la lealtad equivocado. Voy a perseguirlo, y lo estrangularé con mis propias manos. Verlo morir me proporcionará una intensa satisfacción.

Por un momento regresó la imagen: las manos apretando, el aliento que luchaba por la vida, el cuchillo, la sangre. Entonces volvió a difuminarse, y yo me tambaleé.

—Liadan, ¿qué pasa? Ven, siéntate. Deja que te ayude. No estás bien.

—Quiero que te marches. Por favor, vete. —Apoyé la cabeza en las manos, para no tener que mirarle.

—Necesitas ayuda…

—Estaré mejor en un momento. Lo que de verdad necesito es estar sola. Por favor, márchate, Eamonn. —Mi propia debilidad me volvía cruel.

—Si es eso lo que quieres. —Su voz sonó perfectamente controlada. Se dio la vuelta para marcharse.

—Espera. —Noté que tomaba aire; pero no dije lo que quería oír—. Tengo que pedirte un favor. Te lo ruego, dame tiempo para decírselo a mi padre, a Sean y a mi tío, antes de que lo menciones. Y, y… Eamonn. Siento haberte hecho daño.

No respondió.

—¿Eamonn?

—¿Habrías dicho que sí, verdad? —Habló con brusquedad, como si las palabras se le escaparan a pesar de su control—. En Beltaine. Me habrías aceptado de no haber sido por esto.

—Oh, Eamonn. ¿Qué bien va a hacernos a ninguno de los dos que responda a esa pregunta? Todo ha cambiado. Todo. Ahora vete, por favor. No tiene sentido seguir hablando. Ha ocurrido; ningún derramamiento de sangre va a cambiarlo.

—Necesitaré tiempo. —También eso me sorprendió—. Tiempo para aceptarlo.

—Como otros —repuse con acritud—. Hay muchos que aún no lo saben. Debo pedirte otra vez que no hables hasta que…

—Por supuesto que no. Como siempre, sigues teniendo mi más profundo respeto. —Me hizo una rígida y leve reverencia, giró sobre sus talones, y por fin se marchó.

Fue una cena extraña, llena de miradas, gestos y palabras no dichas. Niamh vestía una casta túnica de tejido oro pálido, cuello alto y manga larga, y se sentaba muda al lado de su marido, mientras éste discutía estrategias con Liam. Comió poco. Mi madre estaba ausente; mi padre, abstraído. De vez en cuando lo sorprendía mirando a Niamh y a Fionn, y su rostro se volvía de un lúgubre a tono con mis propios pensamientos. Por una vez, no tuve hambre. Había cruzado sólo mi primer puente. En cuanto a Eamonn, se había visto obligado a aparecer, como mi padre, porque su ausencia habría causado malestar. Se bebió la copa de vino, se la rellenaron, y se la volvió a beber. La bandeja de comida que le pusieron delante fue retirada intacta. En sus ojos se veían negros pensamientos.

Al día siguiente amaneció bueno. Me levanté temprano, me abrigué bien con una túnica gruesa y el abrigo gris encima. Una combinación poco elegante pero práctica. El agua en el pequeño lavamanos estaba helada. Salí para buscar a mi padre. La mayoría de nuestros corderos nacían en primavera, pero algunas ovejas parían en otoño, y si la estación era dura, aquello podía dar problemas. Iubdan estaba en los pastos más elevados, apacentando los rebaños con la ayuda de un viejo pastor y un par de muchachos que hacían de ojos y manos del viejo. Había un corderito recién nacido, de pie pero vacilante aún, y se estaban planteando si bajar la oveja al granero e intentar salvarla o poner fin a su desgracia allí mismo.

—Dadle una oportunidad al menos —dije, saliendo por detrás de ellos—. Ese pequeñín podría ser tu semental dentro de un par de años. Dale a la madre un par de días.

—No sé. No está bien. —El viejo se rascaba la barbilla, en la que despuntaban briznas blancas—. Igual pierdes el tiempo.

—Dale un par de días —repetí, mientras la oveja me miraba con ojos cándidos. Iubdan, en cuclillas junto a la oveja herida, se puso en pie.

—A ver chicos, lleváoslo al granero. Ya sabéis qué hacer.

—Sí, lo sabemos. Despellejamos al corderito muerto, frotamos a éste con la piel y lo probamos con la otra oveja. Ella puede aceptarlo o no. —El chico se mostraba ansioso por demostrar sus conocimientos.

—Bueno, pues adelante —respondió mi padre con una sonrisa.

—Padre. ¿Tienes un momento libre?

—Claro, corazón. ¿Qué pasa?

Los tres, jóvenes y viejo, colocaron a la oveja sobre una plancha y se encaminaron hacia el granero. El viejo y encorvado pastor siguió a los chicos, sujetando un tanto inseguro al corderito recién nacido.

—¿Qué te preocupa, hija? ¿Es por Niamh?

—Estoy preocupada por ella, sí. Pero ahora mismo he venido a hablar de otros asuntos. Asuntos muy serios, Padre, que no pueden esperar. Vas a… vas a disgustarte mucho, me temo.

—Ven, siéntate aquí, Liadan. Lo que dices parece grave. Cuesta mucho disgustarme, ya lo sabes. —Nos sentamos juntos en la pared de piedra. Desde allí, las márgenes más cercanas del bosque se extendían para rodear la sombría fortaleza de Sieteaguas. La torre quedaba suavizada por la miríada de ramas de roble y haya, serbales y abedules. Las hojas cambiaban de color, y el aire crujiente aparecía claro excepto por las primeras hogueras que se empezaban a encender en las cocinas—. Será una bonita mañana —dijo Iubdan.

—La oveja —espeté, empezando por el medio—. Le has dado dos días. Habrías podido matarla. ¿Por qué?

Pensó un instante.

—Normalmente sigo el consejo del viejo. Es pastor casi desde que nació. Lo he hecho porque me lo has pedido. Puede que la oveja muera, y puede que no. ¿Por qué lo preguntas?

—Cuando estuve fuera, maté a un hombre. Le… le rajé la garganta con mi cuchillo, y murió. No lo había hecho antes nunca.

Mi padre no dijo una palabra. Esperó para que continuara hablando.

—Era lo único que se podía hacer, ¿lo entiendes? Estaba muriendo, lo habían dejado morir, sufría una terrible agonía, no podía hacer otra cosa. Me dijiste una vez que esperabas que jamás tuviera que usar las habilidades que me enseñaste, con cuchillo, arco y vara. Bueno, ahora las he usado y no me siento mejor por ello. Y al mismo tiempo, era la única opción.

Iubdan asintió.

—¿Era esto lo que tenías que decirme?

—Sólo parte de ello. —De repente sentía la garganta oprimida—. Había otro hombre, a quien intenté curar. Como la oveja. Insistí en mantenerlo con vida, y él sufrió, y al final acabó muriendo. Tomé la decisión equivocada. Pero en aquel momento estaba completamente segura.

Mi padre volvió a asentir.

—Haces lo que tienes que hacer. No todas las elecciones son acertadas. Y tampoco puedes estar segura de que la incorrecta fuera la tuya. Tu madre diría que fuerzas ajenas a ti tienen una mano en esto. Eres una curandera capaz; si alguien podía salvar a aquel hombre, ésa eras tú. Podría haber otro motivo para prolongar la vida de aquel hombre.

No dije nada.

—Mira —prosiguió Iubdan en tono casual—, si hay algo que he aprendido al vivir con las gentes de Erin durante todos estos años, es que en una historia no suele haber sólo dos de nada. Siempre hay tres. Tres deseos; tres dragones. Tres hombres.

Tomé aire.

—Padre. Me dijiste, no hace mucho, que cuando llegara la hora de casarme, podría hacer mi propia elección. ¿Te acuerdas? Esperó un momento antes de hablar.

—No es esto lo que yo esperaba. —El sol seguía subiendo en el cielo; la luz de la mañana convirtió su pelo en el color exacto del de Niamh. Rojo otoñal; el rojo de las hojas de roble—. Pero sí, por supuesto que me acuerdo.

—Yo… —no podía pronunciar las palabras—. Padre, yo…

—¿Has conocido acaso a algún hombre que te guste? ¿Puede que el pobretón y feo en el que se podía confiar del que hablamos entonces? —Sonreía, pero el azul de sus ojos me interrogaba, fijo en mi rostro.

—Tengo que decírtelo directamente, Padre, aunque te duela, y eso me apene. Estoy embarazada. No puedo dar el nombre del padre y no voy a casarme con él ni con ningún otro. No se me ha hecho ningún mal, no he sido ultrajada. Ese hombre es… es el que yo elegiría, por encima de todos los demás. Pero tendré y educaré a mi hijo sola, pues no va a venir a Sieteaguas. Se lo he dicho a Madre, y a Eamonn. Ahora te lo digo a ti, y tengo miedo porque… porque por encima de todo, no quiero perder tu respeto. Si perdiera tu fe en mí, empezaría a dudar de mí misma. Y no me puedo permitir hacerlo. Necesito toda mi fuerza para esto.

A diferencia de Eamonn, mi padre se quedó sentado mientras digería la noticia. Levantó la mirada hacia las amplias extensiones del bosque, su expresión no revelaba nada. No me pidió que lo repitiera. No caminó de arriba abajo. Al final me preguntó.

—¿Qué ha dicho tu madre?

—Que para ella ese niño es un tesoro tan grande como para mí. Que estará aquí para traerlo al mundo con sus propias manos, en primavera.

—Ya veo. —Y en su voz había un resquicio sombrío, y su mandíbula se había tensado de tal modo, que indicaba que se esforzaba por contener la ira—. Creo que debes decírmelo. Creo que debes darme el nombre de ese hombre. El amante que Niamh eligió mal al menos tuvo el valor de enfrentarse a mí, y de responder por sí mismo. El tuyo, por lo que parece, coge lo que le apetece y pasa a la siguiente oportunidad.

Sentí que el calor me inundaba las mejillas.

—Degradas lo que hubo entre nosotros —respondí, alarmada por estar discutiendo con mi padre, a quien respetaba más que a nadie en este mundo—. Esto no fue… no fue una aventura casual, no fue un apareamiento descuidado… fue…

—Recuérdame cuánto tiempo estuviste fuera —pidió mi padre.

—¡Basta! ¡Esto está mal! Oh, ¿qué nos está pasando, que todos nos hacemos daño unos a otros y ya no escuchamos?

Hubo un breve silencio, y después volvió a hablar, en voz muy baja.

—Muy bien —dijo—. He visto el resultado del error de Niamh; cómo la ha cambiado, y eso me provoca más que inquietud. Te escucharé. A lo mejor, el nombre de un hombre no es tan importante. Son sus acciones lo que encuentro difícil de comprender. Me has dicho que no va a venir a Sieteaguas. ¿Por qué no? ¿Qué hombre no seguiría a una mujer como tú e intentaría mantenerla como esposa? ¿Qué hombre no desearía conocer a su propio hijo? A menos que ya esté casado, o sea, de otro modo, indigno de ti. Pero rara vez yerras en tu juicio, hija.

—Me… me pidió que me quedara con él, y yo le dije que no. Está Madre; tenía que volver a casa. Después, más tarde, cuando… cuando descubrió quién era, sólo quiso perderme de vista. —De repente me encontraba al borde de las lágrimas.

—Nada de todo esto me gusta. ¿Te dio alguna razón?

No había planeado contárselo. Pero me salió igualmente.

—Algo que ocurrió hace mucho. Cuando abandonaste Harrowfield. Dijo que se cometió algún tipo de injusticia con él. Dijo… dijo que tú le quitaste su derecho de nacimiento. Algo así. Padre, no puedes contárselo a nadie, ¿lo entiendes?

Estaba preocupado.

—Eso fue hace mucho. ¿Qué edad tiene ese hombre tuyo?

—No es muy mayor. La edad de Eamonn, a lo mejor más joven.

—¿Y es britano? —Era una pregunta, pero yo no respondí, porque no estaba preparada para admitir que no conocía la respuesta—. No debía de ser mucho más que un niño cuando yo dejé Harrowfield —prosiguió Padre—. Tiene que haber un error, seguro.

—Nunca hablas de aquella época. ¿Había algo… ocurrió algo que pudiera explicar lo que dijo? ¿Algún niño sufrió daño? Carga sobre sus espaldas con un pasado perverso.

Iubdan sacudió la cabeza.

—Claro que había niños, en la casa, en las aldeas, en las granjas. Pero yo dejé mis propiedades en buenas manos. Me aseguré de que estuvieran a salvo y en orden antes de venir aquí. Mi gente estaba bien protegida, y su futuro era tan seguro como puede ser en estos tiempos de confusión y disturbios. A lo mejor podría hablar con él…

—No —respondí—. Eso no es posible.

—¿De quién te avergüenzas, de él o de mí?

—Oh, no, Padre. Eso ni lo pienses. No puede venir aquí. Vive una vida de… de peligro y huida. No hay sitio en dicha vida para mí, o para su hijo. Es mejor si me las apaño yo sola.

—Pero no vas a casarte con Eamonn.

—Si no puedo tener a ese hombre, no quiero a ningún otro.

—¿Se lo has contado a Niamh?

—¿Cómo voy a contárselo? Ya has visto cómo está. Apenas ha hablado conmigo desde que he vuelto a casa.

Nos levantamos y empezamos a caminar despacio en dirección al granero. Estuvimos un rato en silencio y entonces me dijo:

—Desde que Niamh ha vuelto, no me veo capaz de llegar a ella, Liadan. No quiere ver a su madre, que tanto anhela curar las heridas que se le infligieron cuando se le negó a su amante. Es como si hubiera regresado otra mujer en lugar de nuestra hija; como si algo hubiera cambiado a aquella niña brillante y la hubiera convertido en la pálida sombra de sí misma. Ya he perdido una hija, y tu madre sigue un negro camino. No quiero perderte a ti también.

Le pasé un brazo a su alrededor.

—Siempre he tenido intención de quedarme aquí. Ya lo sabes.

—Sí. Mi hijita pequeña, tan habilidosa en todas las artes domésticas, siempre feliz con la familia a su alrededor. Eres el corazón de la casa, Liadan. ¿Pero estás segura de que esto sigue siendo lo que quieres?

No respondí. Mi padre y yo no nos mentíamos.

—¿Y si ese hombre apareciera en tu puerta mañana y te pidiera que te marcharas con él? ¿Qué le responderías?

Si apareciera en mi puerta mañana, con Eamonn aún aquí, suerte tendría de conservar el cuello intacto.

—No lo sé. No sé qué haría.

Llegamos al borde del bosque y vi las paredes encaladas del granero delante de nosotros.

—Tengo una propuesta que hacerte, que seguiremos, si tu madre está de acuerdo. —Padre había estado dibujando un plano para construir un muro, o cercar un huerto. Pero sus ojos no reflejaban tranquilidad—. Cuando Aisling vuelva a casa, la acompañarás a Sídhe Dubh, y te quedarás allí mientras Eamonn esté en Tara. Llévate a Niamh, e intenta averiguar qué es lo que le falta. Presiento un daño mayor del que sabemos, algo profundo e hiriente. He hecho lo imposible por llegar a ella, pero me ve como su enemigo, y no quiere hablar conmigo. Ya es bastante duro para tu madre soportar su propio dolor y debilidad, sin el dolor diario de ver a su hija así, y verse apartada e incapaz de ayudar. Tu madre dice que si Niamh habla con alguien, será contigo. Sólo hasta que Fionn regrese con ella, y después tienes que volver a casa. No te apetecerá entretenerte en casa de Eamonn cuando él vuelva. Dices que ya le has dado la noticia. Eso debe de haber sido duro para ambos. Eamonn es un hombre orgulloso; no encaja bien las pérdidas.

—Ha sido horrible.

Mi padre me rodeó con un brazo.

—Bueno, entonces. ¿Qué me dices?

—Si eso es lo que deseas, iré. —Se me encogió el corazón ante la perspectiva. No estaba segura de querer saber qué había tras los bellos e inexpresivos ojos de Niamh. Y sabía que no quería visitar la casa de Eamonn, ni siquiera en su ausencia.

—Lo harás por mí y por tu madre. A cambio, yo te protegeré a ti y a mi nieto. Me aseguraré de que Liam lo sepa antes de que se marche a Tara. Se lo diré a Sean y a Conor.

—Madre dijo que lo haría…

—Yo lo haré. Y lo haré de tal manera que no se te harán preguntas ni exigencias. Eres mi hija. Tú y tu niño estaréis seguros aquí en Sieteaguas, todo el tiempo que deseéis quedaros.

—Oh, Padre. —Lo rodeé con mis brazos y lo abracé fuerte.

—No voy a verte caer en la desesperación en la que está sumida tu hermana. También yo he transgredido mi propia ley para obtener lo que quería, Liadan. Jamás he olvidado lo que dejé atrás cuando vine aquí. Pero jamás he creído, ni por un solo momento, que lo que decidí hacer estuviera mal. Eres hija de tu madre. No encuentro en mí modo de juzgar erróneas tus opciones. Seguro que de esto saldrá algo bueno. Ten, corazón, llora lo que quieras. Después ve a buscar a Aisling y planea tu visita. Quizá debieras viajar en carro; podría no ser del todo adecuado que cabalgaras.

—¡En carro! —Había conseguido arrancarme las lágrimas—. No soy inválida. Estaré muy bien en mi pequeña yegua. Iremos despacio.

* * *

Cumplió su palabra. No sé cómo lo logró, pero la víspera del viaje de los hombres a Tara, mis noticias habían llegado a Liam, a Sean y también a Conor, pero puede que él ya lo supiera. Era consciente, constantemente, de lo distinto que era de la experiencia de Niamh. Para mi hermana había habido una desaprobación fría, censura implacable, aislamiento, un matrimonio precipitado a la fuerza. Para mí no hubo más que aceptación, como si mi hijo sin padre ya formara parte de Sieteaguas. Mi transgresión rompía más normas que la de Niamh. Aún seguía sin entender por qué la familia había considerado a Ciarán un candidato poco adecuado para ella; por qué mantenían ocultos sus motivos. Con todo, Niamh no había recibido nada del cariño y del amor que me rodeaban a mí. Había en ello algo terriblemente injusto. Reparaba en mi hermana mientras se movía por la casa con rigidez, encerrada tras su barrera invisible, sin expresión en los ojos, apretándose fuerte los brazos como si no pudiera permitirse bajar la guardia ni un instante, como si nos creyera a todos sus enemigos.

A pesar de lo injusto de la situación, le agradecí profundamente a mi padre que me facilitara el camino de manera tan milagrosa. Las noticias vuelan. Bajé a la cocina antes de la cena y allí estaba la propia Janis, contando copas, bandejas y cuchillos para la casa y los invitados. Janis no parecía tener edad. Había sido el haya de mi madre; debía de estar bastante entrada en años, pero sus ojos oscuros aún brillaban con el interés amable de todo lo nuevo, y su pelo, recogido en un moño trenzado bien apretado y severo, era tan negro y brillante como el ala de un cuervo. Su familia eran viajantes, pero Janis se había asentado en Sieteaguas hacía mucho; pertenecía a esta tierra.

—Bueno, niña —dijo con una sonrisa—. Por lo que he oído ya no hace falta seguir guardando el secreto.

—¿Te lo ha contado mi padre?

—Ha dado la noticia, a su manera. Tampoco es que no lo supiera. Una mujer las sabe, esas cosas. Me alegro de que estés bien. Ándate con ojo, que eres muy pequeñita. —Conseguí sonreír—. Yo te ayudaré cuando llegue el momento —siguió diciendo Janis—. Puede que ella no tenga suficiente fuerza, para entonces. Me dirá qué hacer. Yo seré sus manos. Venga, niña, basta ya de lágrimas. Esta noticia ha traído una sonrisa al rostro de tu madre. Y al Hombretón también lo hace feliz. No hay que avergonzarse.

—Si no es eso —contesté tragándome las lágrimas—. No me da vergüenza. Es mi madre, y Niamh, y… y todo. Todo está cambiando, y lo está haciendo tan rápido… No sé si podré seguir el ritmo.

—Venga, venga, niña. —Me rodeó con sus brazos y me dio un buen apretón—. Los cambios te seguirán, eres de esas que invitan al cambio. Pero eres una chica fuerte. Siempre sabrás lo que está bien, para ti y para tu hijo. Y para tu hombre.

—Eso espero —respondí con seriedad.

Al mirar a mi alrededor en el salón aquella noche, se me ocurrió pensar que podría ser la última ocasión en mucho tiempo en que cenáramos todos juntos. Liam estaba sentado en su silla esculpida, su severa imagen se veía dulcificada en algo por los cachorros que jugaban a perseguirse alrededor de sus botas. Mi hermano junto a él; el parecido siempre era asombroso. Sean poseía la misma larga y dura mandíbula; los rasgos de un líder en ciernes. El de Conor volvía a ser el mismo rostro, pero sutilmente diferente, pues siempre poseía una luz interior, una serenidad antigua. Niamh estaba sentada en silencio al lado de su marido. Tenía la espalda recta, la cabeza alta, y no miraba a nadie. Llevaba el pelo cubierto con un velo, su vestido era casto hasta el extremo. Parecía haberse apagado su luz demasiado deprisa, con tanta intensidad como había brillado y deslumbrado en la fiesta de Imbolc. Fionn no le hacía ni caso. Al otro lado de mi hermana, estaba sentada Aisling, que mantenía una conversación a una banda sin ninguna dificultad. Y Eamonn también estaba allí, sentado en las sombras, con una jarra de cerveza entre las manos. Intenté evitar su mirada.

Mi madre se sentía cansada, eso se notaba, y perturbada por ver a su hija mayor tan cambiada. La vi mirar en dirección de Niamh, y apartar la mirada, y vi el pequeño ceño que jamás abandonó su frente. Pero sonreía y conversaba con Seamus Barbarroja, y se esforzaba por que todo pareciera como tenía que ser. Padre la vigilaba, y decía poca cosa. Cuando terminamos la comida, mi madre se dirigió a Conor.

—Necesitamos una buena historia esta noche, Conor —dijo sonriendo—. Algo inspirador para enviar a Liam y sus aliados con los ánimos reforzados hasta llegar a Tara. Habrá muchas partidas, pues Sean escoltará a las chicas hacia el oeste dentro de uno o dos días, y estaremos muy tranquilos durante un tiempo. Elige bien tu historia.

—Eso haré. —Conor se puso en pie. No era muy alto, pero tenía una presencia imponente, casi real, con su hábito blanco. El torc de oro que llevaba alrededor del cuello despedía destellos a la luz de las antorchas, por debajo de sus rasgos pálidos y serenos. Se quedó en silencio un instante, como invocando la historia adecuada para aquella noche concreta.

—En esta época de partidas, de nuevas empresas, parece adecuado relatar una historia sobre aquello que hemos sido, somos y seremos —empezó Conor—. Escuchad todos y que esta historia se convierta en lo que vuestro corazón y espíritu deseen, pues cada uno dota al hilo de palabras de su propia y lúcida visión, su propio oscuro recuerdo. Sean cuales sean vuestra fe y vuestras creencias, dejad que mi historia os hable; olvidad este mundo por un rato y permitid que vuestra mente regrese en el tiempo, hasta otra época en que esta tierra no estaba poblada por los de nuestra especie; cuando los túatha dé Danann, las hadas, pusieron pie sobre las orillas de Erin y encontraron una oposición inesperada por parte de aquellos que habían llegado antes que ellos.

—Buena historia, buena historia —murmuró Seamus Barbarroja, al tiempo que posaba su copa sobre la mesa.

—Los túatha dé eran gentes de grandes influencias, todos dioses y diosas —prosiguió Conor—. Entre ellos había poderosos curanderos; guerreros con una capacidad asombrosa de regeneración; magos capaces de secar un lago, convertir a un hombre en salmón, o desviar a un alma de su camino elegido con sólo chasquear los dedos. Eran tan fuertes como obstinados. Y aun así, no se hicieron con Erin sin una gran batalla.

»Pues no fueron los primeros en haber llegado a estas orillas. Hubo otros antes que ellos. Los fomhóire eran gente corriente, gente con los pies en la tierra. Algunas historias cuentan que eran feos y deformes; otras que eran demoníacos. Así hablan aquellos cuyo entendimiento no va más allá de la superficie de las cosas. Los fomhóire no eran dioses. Pero tenían sus propias capacidades y su propio poder. La suya era una magia antigua, la magia del vientre de la Tierra, de las cavernas insondables, de los manantiales secretos y de las misteriosas profundidades de los ríos y lagos. Suyas eran las piedras erguidas que hoy empleamos para nuestros propios rituales, los solemnes marcadores del paso del sol, la luna y las estrellas. Suyos eran los grandes túmulos y catacumbas. Eran más antiguos que el tiempo. No sólo vivían en la tierra de Erin. Eran la tierra.

»Cuando llegaron las hadas, y tras ellas otros, muchas fueron las batallas sangrientas que se sucedieron, los sutiles actos de traición y la fingida amistad antes de que llegara algún tipo de paz, una tregua delicada, una división de la tierra tan desigual que los fomhóire se habrían reído de ella de no estar tan debilitados que no osaban arriesgarse a más pérdidas. Así que aceptaron la paz y se retiraron a los pocos lugares que se les había concedido a regañadientes. Los túatha dé poseían la tierra, o eso pensaban, y gobernaron aquí hasta que la llegada de nuestra especie los relegó a su vez a lugares secretos, en el otro mundo, bajo la superficie, en los profundos bosques, en las cavernas solitarias bajo las colinas, o de vuelta a las profundidades del océano por el que llegaron a Erin. Así que ambas razas de seres mágicos parecen haber desaparecido de este mundo.

»El tiempo trae cambios. Unas personas suceden a otras, los señoríos se extienden durante una temporada, y después llega un nuevo conquistador a apoderarse de ellos. Incluso entre nuestra gente, incluso en el período de nuestras vidas, somos testigos de esto. Nuestra propia fe se vio muy debilitada durante un tiempo. Incluso aquí, en el gran bosque de Sieteaguas, sus sagradas costumbres fueron olvidadas. Pues esas costumbres existían sólo como recuerdo en la mente de un hombre muy anciano, tan frágil y tenue como el ala delicada de una mariposa, o un solo hilo de tela de araña. Por poco permitimos que se nos escaparan entre los dedos. Estuvimos a punto.

Conor inclinó la cabeza. Hubo un murmullo en la sala.

—Tú la has devuelto a la vida —intervino mi madre en voz baja—. Tú y los tuyos sois un ejemplo que ilumina a los demás. En estas épocas de problemas, habéis conservado las antiguas costumbres, y avivado la chispa hasta convertirla en llama.

Miré a Fionn; era cristiano, después de todo. A lo mejor no había sido el mejor relato que se podía haber escogido. Pero Fionn no parecía perturbado. De hecho, me pregunté si habría estado escuchando. Tenía asida ligeramente a Niamh por la muñeca, y le rozaba la piel con el pulgar. La miraba de reojo, como divertido, con una sonrisita en los labios. Niamh estaba sentada completamente rígida y recta, sus ojos azules eran ciegos como los de una criatura atrapada que mira la luz de una antorcha.

—Olvidamos a veces —reanudó Conor el relato—, que estas dos razas, las hadas y los fomhóire, moraron aquí durante mucho tiempo, el suficiente para dejar su marca en todos los rincones de Erin. Cada arroyo, cada pozo, cada cueva oculta tienen su propia historia. Cada colina hueca, cada roca desolada en el mar poseen un morador mágico, y su historia constituye un secreto. Y están las gentes más pequeñas y menos poderosas que tienen su propio lugar en la red de la vida. Los silfos de la copa del bosque, los extraños moradores del agua con forma de pez, los selkies del ancho océano, la gente menuda de los estanques de ranas y las raíces de los árboles. Son parte de la tierra como lo son el gran roble y el campo de hierba, como el salmón brillante y el ciervo brincador. Es todo uno y lo mismo, interconectado y entretejido, y si una parte falla, si algo se descuida, todo se vuelve vulnerable. Es como una puerta en forma de arco, en la que cada piedra sostiene a las demás. Si quitas una, la estructura al completo se derrumba.

»Ya os he contado cómo nuestra fe se debilitó, y fue recluida a lugares ocultos. Pero ésta no es una historia de los modos cristianos y de cómo cobran fuerza e influencia en nuestra tierra. Es una historia de custodia y de confianza. Es una historia de la que se hace caso omiso corriendo un riesgo, cuando uno se alía con Sieteaguas.

Hubo una pausa.

—Muy críptico —murmuró Liam mientras alargaba un brazo para rascar a uno de los perros detrás de la oreja—. ¿Me equivoco o la historia aún no ha empezado, hermano?

—Me conoces bien —respondió Conor con media sonrisa.

—Conozco a los druidas —repuso su hermano secamente.

Conor estaba justo donde Ciarán se había puesto para contar la historia de Aengus Óg y la bella Caer Ibormeith, a quien conformó a imagen de mi hermana, con su larga melena de cobre y su piel blanca como la leche. Miré a Niamh, preguntándome si estaría pensando en lo mismo, y vi los dedos de su marido jugar con la palma de su mano: la acariciaban, la molestaban, la pellizcaban de tal modo que se estremecía de dolor.

—Ven y siéntate conmigo un rato, Niamh. —Mi voz sonó claramente en el silencio mientras Conor se preparaba para la siguiente parte de su relato—. No te he visto nada. Estoy segura de que Fionn podrá prescindir de ti un poquito.

Fionn torció el gesto, sorprendido.

—Eres osada, hermanita —dijo arqueando sus oscuras cejas—. Cabalgo hacia Tara por la mañana; no voy a disfrutar de mi encantadora esposa durante buena parte de una luna, puede que más, dado que se ha decidido a abandonarme. ¿Vas a privarme aún más de ella? Es tan… reconfortante para mí.

—Ven, Niamh —dije, evitando un estremecimiento al mantenerle la mirada y tender una mano hacia mi hermana. Ahora miraban todos, pero nadie dijo una palabra.

—Yo… yo… —dijo Niamh débilmente, pero su marido aún la tenía presa por la muñeca. Así que me levanté, crucé hasta el otro lado, y deslicé mi mano hasta su otro brazo.

—Por favor —pedí con dulzura, sonriendo al marido de mi hermana en lo que esperaba fuera una manera conciliadora, aunque sospecho que el mensaje de mis ojos indicaba una cosa bien distinta.

—De acuerdo, siempre quedará después —dijo, y sus dedos se desprendieron de la muñeca de Niamh.

Son los Uí Néill, Liadan. —Sean me reñía con la expresión. La voz de su mente era severa—. No te mezcles.

Es mi hermana. Y la tuya. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero parecía que lo habían olvidado todos cuando la echaron.

Niamh se sentó a mi lado mientras Conor reemprendía la historia. Sentí que inspiraba entrecortadamente, y espiraba de golpe. Seguí cogiéndola de la mano, pero sin apretar, pues me parecía que tenía que moverme despacio, con tanto cuidado como si pisara huevos si quería recuperar su confianza.

—Ésta es la historia del primer hombre que se estableció en Sieteaguas —prosiguió Conor con gravedad—. Se llamaba Fergus, y es de él de quien desciende nuestra familia. Fergus llegó del sur, de Laigin, y era un tercer hijo, con pocas posibilidades de reclamar derechos sobre la tierra de su padre. Era uno de los fianna, ésos cuyos salvajes jóvenes se marchan para vender sus espadas al mejor postor. Bueno, una bonita mañana de verano, Fergus se había separado de sus amigos, justo al límite de un gran bosque, y por mucho que lo intentara, no conseguía hallar su rastro. Y al cabo de un rato, engatusado por la belleza de los árboles, y los caminos moteados de luz oblicua, se metió en el viejo bosque, pensando: Voy a seguir este camino a ver qué aventura se cruza conmigo.

«Cabalgó y cabalgó, y se adentró en el corazón del bosque, y cuanto más viajaba Fergus, más le entusiasmaba el lugar y se adueñaba de su espíritu, y más se maravillaba por su belleza y extrañeza. No sintió miedo, aunque a esas alturas ya había perdido completamente la orientación. Se vio obligado en cambio a seguir siempre hacia delante, más arriba, subir hacia las colinas coronadas de grandes robles, fresnos y pinos, bajar hasta valles ocultos por espesos serbales y castaños, recorriendo arroyos bordeados de sauces y saúcos, hasta que al final llegó a la orilla de un lago magnífico, que despedía reflejos dorados a la luz del atardecer. No sabía si el viaje le había llevado un día, dos o tres. No estaba cansado; más bien se sentía refrescado, renacido, pues algo se había despertado en su espíritu que jamás había sabido que residía allí hasta ahora.

»Fergus se detuvo junto al lago y desmontó. Se agachó para beber del agua del lago. El agua estaba buena. Agudizó su mente y envalentonó su corazón.

»—¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Fergus?

»Fergus se dio la vuelta conmocionado. Allí, detrás de él, había un hombre y una mujer, tan cerca que no entendía por qué no los había visto antes. Ambos eran muy altos; mucho más altos que los mortales. El hombre tenía el pelo del color de las llamas, que se enroscaba y titilaba alrededor de su frente como si fuera realmente fuego. La mujer era muy bella, con largos mechones oscuros y ojos de un azul marino idéntico al color de su capa. Fergus reconoció que eran de los túatha dé Danann, y que tenía que responder a la pregunta. Curiosamente, sin embargo, su respuesta fue muy distinta de la que habría sido sólo unos días antes.

»—Quiero quedarme aquí y convertirlo en mi hogar —dijo—. Quiero ser parte de este lugar. Quiero que mis hijos crezcan bajo estos árboles y prueben el agua fresca del lago. Tendrán la mente clara y serán ricos en espíritu. —Tan poco tiempo le había costado a este lugar marcar una huella en su alma.

»—¿Sabes quiénes somos? —preguntó la dama.

»—Tengo… tengo cierta idea, sí —respondió Fergus, repentinamente avergonzado, pues nunca antes se había encontrado con hadas—. No pretendo ser presuntuoso, mi dama. Supongo que ésta es vuestra tierra. Apenas tengo derecho a llamarla mía. Pero habéis preguntado.

»El hombre de la cabellera en llamas se rió.

»—Es tuya, hijo. Por eso te hemos traído hasta aquí.

»—¿Mía? —Fergus se quedó boquiabierto—. ¿El bosque, el lago… míos? —Era un sueño, sin duda.

»—Tuyos para que los guardes, si te gusta el trabajo. Como custodio. Yergue tu casa aquí, junto al lago de Sieteaguas. El bosque es viejo. Es uno de los últimos lugares seguros para que more nuestra gente y para… para otros. El bosque os guardará a ti y a los tuyos, y tú disfrutarás de un enorme poder y prosperidad si mantienes tu promesa. Pero también debes poner de tu parte. Las antiguas costumbres se apagan, y los lugares secretos ya no son seguros; están abiertos, despojados. Tú y tus herederos seréis la gente de Sieteaguas, y tu influencia en el mundo mortal debe emplearse para mantener el bosque y sus moradores a salvo. Todos sus moradores. Quedan pocos lugares de refugio como éste en Erin, y a cada vuelta de la rueda, son menos. No es nuestra costumbre pedir ayuda a los de tu especie. Pero el mundo cambia, y te necesitamos a ti y a los tuyos, Fergus. ¿Serás su guardián? ¿Tienes fuerza para ello?

»¿Qué podía responder que no fuera sí? Así que Fergus construyó su fortaleza de dura piedra y con el tiempo reunió a su alrededor a algunos de sus antiguos amigos de los salvajes fianna; y a algunos de los granjeros de estos parajes, abrió unos cuantos claros, suficientes para dejar espacio a los pastos y pequeñas aldeas. Y tomó esposa. No fue la hija de un granjero, ni la hermana de uno de sus amigos, como podría esperarse. No, su esposa era de otro tipo totalmente distinto. La encontró un día, mientras estaba explorando las colinas encima del lago, en busca de un buen emplazamiento para una torre de vigía. Llegó hasta una elevación entre serbales, y allí estaba ella, sentada sobre las rocas con un vestido hecho harapos del color de las hojas de sauce, peinándose la melena oscura y mirando por encima de los árboles hacia el lago, y miró una sola vez a sus ojos claros y extraños y estuvo perdido. Ella jamás le dijo de dónde venía o qué era. Era una cosa pequeñita, una chica minúscula; jamás fue una de los túatha dé. Fergus recordaba, algunas veces, cómo la misteriosa dama había hablado de los otros, pero jamás preguntó.

»Se llamaba Eithne, y fue una buena esposa para él, pues le dio tres bravos hijos y tres hijas valientes. A su primer hijo le enseñó las artes de la guerra, al segundo las artes de la buena cría, para que juntos conservaran el bosque y el lago de Sieteaguas y lo mantuviera a salvo. El tercer hijo fue reclamado, en su séptimo cumpleaños, por un hombre muy anciano con trenzas en el pelo que llegó cojeando del bosque, encorvado sobre una vara de roble. Este hijo se convirtió en druida, y así prendieron de nuevo las antiguas costumbres entre las gentes de Sieteaguas.

—¿Qué pasó con las hijas? —No me pude resistir a interrumpir, aunque no era de buena educación detener el flujo del relato de un druida.

—Ah, las hijas —repuso Conor sonriendo—. Las tres compartían la pequeña estatura de su madre, su melena oscura y sus extraños ojos, y muchos fueron sus pretendientes cuando se convirtieron en mujeres. Fergus era un buen estratega. Casó a la primera con el señor de la túath al oeste del bosque. A la segunda con el hijo de otro vecino, que moraba en el corazón de los pantanos que limitan el paso hacia el norte. La tercera hija se quedó en casa y se convirtió en una experta en herboristería y curación, y la gente la llamaba el corazón de Sieteaguas.

—¿Y las islas? —preguntó Sean, ansioso por seguir adelante.

—Ah, sí. —El tono de Conor se volvió solemne—. Las islas. Ésa es la siguiente parte de este relato. Pero puede que mi público esté cansado. Es una larga historia, y quizá sea mejor narrarla en dos noches. —Miró a su alrededor, con las cejas arqueadas inquiriendo.

—Cuenta el resto, Conor —respondió mi madre con suavidad.

—Como he dicho, Fergus jamás le preguntó a su esposa Eithne qué era o de dónde venía. Jamás supo si era una corriente mortal o algo más. Envejeció como hacen los mortales. Pero cuentan que si una de las hadas decide casarse con uno de nuestra especie, pierde su inmortalidad. Si eso es cierto, Eithne debía de amar profundamente a su marido, y puede que ésa sea la semilla del modo en que aman las gentes de Sieteaguas hasta el día de hoy. Eithne le dio a su marido buenas razones para creer que debía de pertenecer a los vetustos. Dicen que los fomhóire son gentes del mar, que surgieron de las profundidades del océano, hace mucho, mucho tiempo para habitar Erin. El secreto de Eithne era un secreto marino. Le contó a Fergus lo de las tres islas, tres rocas en el gran mar que separa nuestra tierra de Alba y Britania. Eran islas secretas, muy pequeñas, muy difíciles de encontrar, salvo por quienes lo sabían. ¿Sabían qué?, preguntó Fergus. Sabían encontrarlas, repuso Eithne. Las islas eran el corazón. El corazón de todo, el centro de la rueda. Fergus tenía que ir allí, y entonces comprendería. Cuando todo lo demás fallara, cuando todo estuviera perdido, las islas serían el Último Lugar. Aún más que el lago, aún más que el bosque, había que salvaguardar las islas.

»Lo que Eithne dijo dejó a Fergus helado, y no le pidió que se explicara. Lo que sí hizo en cambio fue ordenar a sus hombres que construyeran un barco sólido, un curragh grande con vela, y siguió el mapa que Eithne le había enseñado a confeccionar. Partió desde la orilla este hacia la Isla de Man. Eso quedaba antes de las peores corrientes; pero aun así, no era el mejor tramo de agua para un barco guiado por un puñado de leñadores y granjeros. Eithne no acompañó a su marido. Estaba embarazada y además, dijo, el viaje por mar la mareaba. Así que Fergus y sus hombres tomaron rumbo al este, y ligeramente hacia el sur, y cuando se acercaron a la costa de Man, llegó una niebla, tan espesa que no alcanzabas a verte un dedo delante. Bajaron la vela y detuvieron los remos, pero el barco seguía moviéndose, arrastrado por una corriente invisible, mientras la tripulación temblaba de espanto, con las mentes plagadas por monstruos marinos de largos dientes y rocas afiladas. Y tras un largo rato, la quilla del barco rascó en una playa de conchas, y la niebla se levantó tan repentinamente como se había formado. Estaban en la orilla de una pequeña isla rocosa, no más que una mota en el mar, un lugar desolado habitado con toda seguridad sólo por focas y aves salvajes. Los hombres estaban consternados. Fergus les dio ánimos, aunque lo cierto era que tampoco él estaba exactamente cómodo con la situación. El lugar se hallaba dominado por un extraño silencio, el sentimiento de que algo enorme observaba todos sus movimientos. Ordenó a los hombres que subieran a la orilla el curragh y montaran campamento al abrigo de un saliente en las rocas, mientras él ascendía para observar el terreno desde un lugar elevado.

«Mientras trepaba por las rocas, descubrió con sorpresa que en aquel lugar perdido del mundo existía una notable variedad de vida: plantas trepadoras bajas, arbustos doblados por el viento, cangrejos, mariscos y animalitos que se enterraban. Y muchas, muchas aves que planeaban y sobrevolaban su cabeza. Fergus se irguió en el punto más alto de la pequeña isla y miró a su alrededor. En la distancia se veía la Isla de Man, pero aún estaba demasiado cerca para estar seguro. Al este, mucho más cerca, había otra isla rocosa, mayor que aquella en la que habían tomado tierra. Una isla con bahías y un primer nivel cubierto de hierba densa, que se elevaba hasta unos acantilados en el sur; un lugar en el que podría establecerse algún tipo de presencia, si es que había agua fresca.

Y hacia el norte: allí estaba la tercera isla. Fergus supo al instante que aquélla era la isla a la que se refería Eithne. Se erguía sobre el mar como un gran pilar de piedra, elevado, crudo, su base una masa de rocas desmoronadas y apiladas sobre las que el mar bullía y despedía espuma. Increíblemente, había unos escalones labrados en la piedra hasta la cumbre. Allí había una especie de altiplano, y en él, árboles. ¡Arboles! Fergus apenas podía creerlo, pero una pequeña arboleda de lo que parecían serbales coronaba aquel severo pináculo, y por encima de él, los pájaros sobrevolaban en círculo.

«Fergus pensó durante un rato, después volvió con los hombres y les ayudó a encender la hoguera, y les prometió que regresarían a casa por la mañana. Los hombres quedaron aliviados. El viaje ya había sido bastante raro. Entonces dijo: "Pero primero quiero que me llevéis allí". "¿Dónde?", preguntaron sus hombres. "Allí", repitió Fergus señalando con el dedo. Desde donde estaban en la orilla, no se veía más que la cumbre de la tercera isla, así que los hombres aceptaron. Llegó la mañana siguiente, y cuando ya habían subido al barco y estaban remando, vieron las rocas y la espuma alrededor de ellas y sintieron el terror hacer presa de sus órganos vitales. "Seguid remando", ordenó Fergus sombrío, y ellos halaron, y el barco prosiguió hacia delante, cada vez más cerca de las rocas, hasta que los hombres empezaron a gritar y a rogar a Manannán mac Lir que los salvara. Y en el momento en que estaban a punto de terminar hechos pedazos, el barco fue succionado repentinamente entre las rocas hasta una especie de caverna en la que el agua se arremolinaba, y en un extremo de la caverna había un banco, una abertura, y los escalones labrados en la roca, que subían.

»Antes de que nadie tuviera tiempo de hablar, Fergus había desembarcado en el banco, y amarraba la embarcación a un pico de hierro anclado en una grieta entre las rocas húmedas. "No tardaré", dijo mientras subía por las escaleras. Los hombres se quedaron en el barco, muy callados. Dentro de la cueva estaba oscuro, y el agua se movía de manera extraña contra la quilla, como si hubiera criaturas justo debajo de la superficie. El mar se agolpaba por una entrada y salía por otra donde apenas había espacio para el barco, incluso con el mástil agachado. Intentaron no pensar en las mareas. Nadie preguntó quién tomaría el mando si Fergus no regresaba.

«Esperaron mucho tiempo, al menos les pareció mucho, con aquellas aguas revueltas y sombras cambiantes, y sus imaginaciones les jugaron malas pasadas. Al final Fergus regresó con una expresión extraña en su rostro, como si lo que hubiera visto estuviera más allá de los sueños más alocados. Subió al curragh, desamarró el barco, y los hombres se agacharon cuando la corriente los arrastró a través de la baja salida y los lanzó hacia delante, lejos del agua blanca y las rocas, escupiendo su embarcación hacia el ancho mar. Entonces colocaron el mástil y la vela y se apresuraron rumbo a casa. Y jamás le preguntaron nada a Fergus, hasta que volvieron a atracar a salvo en las orillas de Erin.

»No les contó qué había visto. Puede que sí lo hiciera a Eithne, pero no al resto de su casa. Era un secreto, les dijo. Pero lo que Eithne les había contado era cierto: las islas eran el último Lugar, y la más alta, a la que llamó la Aguja, era la más hermosa de todas. Allí estaban las cuevas de la verdad, guardadas por los serbales sagrados que crecían donde ningún árbol normal podía sobrevivir. Las islas debían ser protegidas del mundo exterior. Si eran perturbadas, si eran tomadas, los equilibrios cambiarían, y entonces, por esmerados que fueran los cuidados prodigados al bosque, por seguras que estuvieran las tierras de Sieteaguas, las cosas empezarían a torcerse. Cuando Fergus se lo dijo a su gente, le creyeron, pues en sus ojos residía una luz, una maravilla en su expresión que les indicaba que era cierto que había presenciado algo tan maravilloso que no podía explicarse.

»Desde aquel momento, en las islas se montó guardia, se estableció un campamento en la Gran Isla, y un puesto de vigía hacia los mares al sur de Man, de modo que ni hombres del norte, ni britanos, ni pescadores curiosos osaran acercarse. Fergus tuvo que aprender rápido. Las gentes de Sieteaguas no eran marineras, y perdieron más de un buen hombre a lo largo de los años, pues las islas están mar adentro, tan cerca de la costa de Britania como de la de Erin. Pero la voluntad era enorme. Llegó una época en que los druidas del bosque se aventuraron al otro lado del mar hasta la Aguja, y celebraron allí el ritual de Samhain, en el pináculo bajo los serbales sagrados. ¡Ay!, qué tiempos —suspiró Conor, y lo estaba visualizando, con sus ojos rebosando maravilla.

»Durante generaciones la familia de Sieteaguas mantuvo su promesa y cuidó del bosque, sus gentes, y las islas; y el bosque a cambio les entregó su recompensa y se aseguró de mantener alejados a los enemigos. En cada generación había un druida, y también había alguien que se encargaba de llevar la casa y mantener a la gente alimentada y al ganado saludable, y que asimismo se aseguraba de que la gente supiera defenderse. En cada generación había un sanador. Fuera del bosque, la fe cristiana se extendió por la tierra, y a veces se hizo adoptar con violencia, aunque con más frecuencia de manera sutil y tranquila. Fuera del bosque, llegaron los hombres del norte, y otros saqueadores, y nada estaba a salvo, no había aldea tranquila, ni fortaleza de rey, ni casa de oración. La gente ya no creía en los túatha dé, ni en las manifestaciones del mundo espiritual, pues en su miedo sólo veían al bárbaro con el hacha manchada de la sangre de los suyos. Pero Sieteaguas estaba a salvo, y así lo estaban también las tierras que lo rodeaban, alianzas de matrimonio y de largas asociaciones, unidas contra todo enemigo. Inevitablemente, llegó un momento en que la familia se volvió displicente. Hubo una generación que no entregó ningún niño a los sabios. Las hijas se casaron más lejos y murieron pronto. Un jefe se distrajo y los granjeros empezaron a practicar malas costumbres. En cuanto las cosas empezaron a declinar, empeoraron con rapidez.

»Cuando perdieron la firmeza, sus enemigos olisquearon la sangre. En particular, el britano, Northwoods de Cumbria, tenía el deseo de extender su control más allá del mar, y en una época oscura para Sieteaguas llegó con una flota de barcos comandados por guerreros curtidos, y tomó el control de las islas. La guardia se había relajado, la guarnición se había ido reduciendo. Fue hasta demasiado fácil para Northwoods. Y entonces amarró el barco britano en la Gran Isla, las botas britanas hollaron el suelo de los lugares sagrados, y las voces britanas resonaron en las cuevas de la verdad. Talaron los antiguos serbales para alimentar sus fuegos. Y fue como Eithne había dicho. Desde aquel momento, las cosas empezaron a ir de mal en peor para Sieteaguas. Los hijos caían en la batalla contra los britanos. Las hijas morían dando a luz. Los árboles se talaban por error y había incendios e inundaciones. Los aliados nos dieron la espalda. Las cosechas fueron malas y las ovejas enfermaron. Y así siguieron las cosas mientras la familia luchaba por mantener su dominio. Organizaron un ataque tras otro, pero Northwoods aguantó, y sus descendientes tras él.

»Fue mucho más tarde, en la época del abuelo de mi padre, cuyo nombre era Cormack. También ése era el nombre de mi hermano, otro que entregó su vida por la causa, y al relatar esta historia, le rindo honores. —El tono de Conor se mantuvo sereno, pero por su rostro cruzó una sombra al decir aquello. Cormack era su hermano gemelo. Podía imaginarme qué se sentía ante tal pérdida—. El Cormack de este relato era un hombre bueno y fuerte, otro como su ancestro Fergus. Trabajaba muy duro, y sólo veía que todo parecía dar marcha atrás, así que un día se aventuró en las profundidades del bosque y pidió ayuda al más anciano de los druidas, un hombre tan viejo que su rostro era todo arrugas y sus ojos estaban cubiertos de una película blanca. Cormack le preguntó:

»—¿Cómo puedo salvar a mi gente? ¿Cómo puedo conservar el bosque y a sus moradores? No desistiré en mi tarea, soy el custodio de estas tierras y de todo lo que aquí vive. Soy señor de Sieteaguas. Tiene que haber un modo.

»El viejo druida miró la hoguera y se quedó tanto tiempo callado que Cormack empezó a preguntarse si no sería también sordo. El humo se elevó y se enroscó y la hoguera ardió con extraños colores, verde, oro y morado.

»—Hay un modo —respondió el viejo, y su voz era fuerte y profunda—. No para ti, pero sí para los hijos de tus hijos, o los hijos de sus hijos. Hay que restablecer el equilibrio, o todo se perderá.

»—¿Cuál? —exclamó Cormack, ansioso.

»—Muchos caerán —prosiguió el druida—. Muchos caerán por la causa. Eso no es nada nuevo. Los malvados recuperarán fuerza. Sieteaguas quedará al borde de perderlo todo, la familia y el bosque, el corazón y el espíritu. Pero puede enmendarse.

»—¿Cuándo?

»—No en tu época. Llegará uno que no es ni britano ni de Erin, sino de los dos al mismo tiempo. Ese niño llevará la marca del cuervo, y gracias a su intervención se salvarán las islas y se restablecerá el equilibrio.

»—¿Qué puedo hacer yo?

»—Aguanta. Aguanta hasta que llegue el momento. Es todo lo que puedes hacer.

Conor se quedó en silencio, pero era sin duda el final. No se oyó ni el más leve ruido en el salón. Mi madre cogió un frasco de vino de chirivías, y vertió algo en una copa.

—¿Liadan? Toma esto para tu tío Conor. Ha trabajado duro para nosotros esta noche.

—Gracias —asintió él con un gesto de la cabeza—. Ahora dime, Liadan, ¿qué significa para ti este relato? ¿Si tuvieras que extraer alguna verdad de él, cuál sería?

Lo miré a los ojos.

—Que incluso uno de los fianna, un mercenario sin lealtad alguna, puede ser un hombre bueno y fiable si se le da la oportunidad —respondí—. No debemos apresurarnos a juzgar por las apariencias, pues todos descendemos de un hombre así.

Conor dejó escapar una risita.

—Sin duda. ¿Y para ti, Sean? ¿Qué verdad te ha contado mi relato? Sean ponía ceño.

—Sin duda está destinado a decirme que no puedo ignorar la profecía —dijo.

—Ah. —Conor se sentó con la copa entre sus largas manos—. Los cuentos no están destinados a nada. Cuentan lo que el público quiere oír.

—A mí me dice —intervino mi madre—. Me dice que ya es la hora. Ahora o muy pronto. Lo presiento.

—Tienes razón. —Liam tenía a un cachorro dormido sobre la rodilla, y el otro extendido a sus pies. Seguía pareciendo digno, lo que nos da una medida de su estatura—. Conor ha elegido bien esta noche. Cuando estemos en Tara no debemos perder de vista nuestro propio objetivo. Nos intentarán convencer, espero, de que apoyemos otras causas. No debemos olvidar cuál es nuestra primera búsqueda.

—Y de hecho, si Sorcha tiene razón, debemos considerar todas las opciones para lograrla cuanto antes. —Pensaba que Seamus Barbarroja estaba dormido, pero había seguido escuchando, cómodamente recostado en su silla.

—Me resulta difícil aceptar el modo en que veis la fantasía como realidad —dijo Fionn con media sonrisa—. Es una manera algo distinta de mirar el mundo. Sea como sea, existen razones prácticas para apoyar vuestra causa. Las islas llevan demasiado tiempo protegiendo a Northwoods. Si se las arrebatáis, debilitaréis notablemente su influencia. En cuanto a vuestras propias tierras, ya son seguras de nuevo, y Liam es muy respetado en todo el Ulster y más allá. Habría que ser un insensato para querer a Sieteaguas de otra cosa que no fuera aliado.

—Con todo —intervino mi padre en voz baja—, como cuenta la historia, generaciones de buenos hombres han perecido por la causa, y no sólo la gente de Erin. Ha habido viudas y huérfanos a ambos lados del agua. Bien valdría la pena estudiar más atentamente las palabras de la profecía si no queremos perder más de lo que podemos permitirnos. Nada dice de una batalla.

Fionn arqueó las cejas.

—Eres familia de Northwoods, ¿no? Eso complica las cosas de manera interesante. Es inevitable que tengas una visión distinta de la situación.

—El portador de ese nombre es de mi sangre, es cierto —respondió mi padre—. Un primo lejano. Reclamó las tierras con éxito cuando murió mi tío Richard. No mantengo en secreto mi relación con esa familia. Y dado que te has casado con mi hija, también tú puedes alegar lazos de sangre.

Conor se puso en pie, entre bostezos.

—Se hace tarde —comentó.

—Sin duda —repuso Liam, que se levantó y desembarazó de los cachorros sin mayores ceremonias—. Hora de ir a la cama. Mañana el día empieza pronto, y no todos somos jóvenes.

* * *

—Ven, Niamh. —Fionn tendió una mano hacia mi hermana, pero tenía los ojos puestos en mí, desafiantes. Se dirigió hacia él sin mediar palabra, y él la rodeó por la cintura antes de subir por las escaleras. Me di la vuelta para recoger mi vela, pero allí estaba Eamonn delante de mí, encendiéndola de la antorcha más cercana y poniéndola en mi mano.

—No voy a verte durante un tiempo —dijo. La vela titilante dibujaba extrañas figuras en su rostro. Estaba muy pálido.

—Te deseo buen viaje a Tara —conseguí articular, preguntándome por qué se molestaba siquiera en dirigirme la palabra, ahora que ya se lo había contado—. Y… lo siento.

—No deberías preocuparte por mí. Cuídate hasta que vuelva, Liadan. —Sus dedos rozaron los míos en el punto en que sostenían la vela, y después se marchó.