Nos instalamos en la rutina. Nos acostumbramos el uno al otro. Mientras yo dormía, Bran montaba guardia y atendía al herrero. Cuando Bran dormía, que era rara vez, me obligaba a quedarme dentro y yo seguía sus instrucciones. Los días se sucedieron, y observamos la fiebre arrancarle la carne a Evan de los huesos y vaciar lentamente la vida de sus ojos. A Bran le habría resultado fácil recordarme que había insistido en mantenerlo vivo lo suficiente para proporcionarle una muerte lenta y dolorosa. Me habría resultado fácil culpar a Bran de trasladar al herrero antes de que estuviera listo para viajar. Pero no hablamos de esas cosas. De hecho casi no hablábamos. Apenas hacía falta. Sabía cuándo lo necesitaba y estaba allí. Yo empecé a reconocer las veces en que él precisaba quedarse a solas, y me retiraba en silencio adentro, o subía al estanque y me sentaba en las rocas mientras trataba de darle reposo a mi mente. Allí había piedras antiguas, losas monumentales por las que reptaban los líquenes y que los suaves helechos protegían del sol. No albergaba dudas de que de algún modo eran las guardianas de antiguas verdades cuyo centro residía allí, y asentí en señal de respeto al pasar junto a ellas.
Nuestras charlas cambiaron, como si ya no hubiera necesidad de elaborar un juego de estrategia con las palabras. Evan aguantó, y yo me permití un resquicio de esperanza; no todo estaba perdido. Una noche nos tomamos un breve descanso, los dos salimos a sentarnos fuera, bajo la luna de cera y una cúpula de mil estrellas, cenamos conejo a la brasa con ajo silvestre y los únicos sonidos a nuestro alrededor eran los pequeños crujidos de las criaturas nocturnas en la maleza y el solitario ululato de una lechuza de caza. Era un silencio habitado. Reparé en que había terminado confiando en aquel hombre, algo que jamás habría creído posible.
—Dame tu opinión sincera —me dijo cuando terminó de comer—. ¿Tiene alguna posibilidad real?
—Sobrevivirá hasta mañana. Intento no planear con demasiada antelación.
—Aprendes rápido.
—Algunas cosas. Ahí fuera hay otro mundo. Las antiguas convenciones no parecen funcionar aquí.
—Cuéntame. Pareces saber mucho de hierbas y pociones. Lo que usaste para hacerle dormir, cuando le cortamos el brazo; eso era potente. ¿Te queda algo?
No distinguía con claridad su rostro entre las sombras, pero me miraba atentamente, vigilante.
—Algo. Gaviota lo mencionó. La olisqueó un poco y nombró casi todos los ingredientes. Eso me sorprendió.
—Su madre era herbolaria. Famosa en su país. Algunos la llamaban bruja. Eso a su vez condujo a la persecución y la muerte. Gaviota ha soportado casi cualquier sufrimiento.
No me pude resistir.
—Pensaba que estos hombres no tenían pasado.
—Aprenden a olvidarlo. Para hacer el tipo de trabajo al que nos dedicamos hay que viajar ligero. No pueden transportar ni recuerdos ni esperanzas. Para ser lo que somos, sólo podemos pensar en la tarea de hoy.
—Conozco la historia de Gaviota.
—¿Te la contó?
—Me la contaron los demás. Todos tienen su historia. No está tan enterrada. Todos abrigan alguna esperanza. Ningún hombre puede prescindir de ella completamente.
—¿No?
Decidí que sería más sensato no hablar más del tema.
—¿Nunca te has sentido tentada? —me preguntó en voz baja—. Cuando tu paciente sufre y sabes que no va a sobrevivir. Sería fácil, ¿no? Aumentar un poquito la dosis. Así, en lugar de seguir sufriendo, sólo se duerme y no se despierta jamás.
Había estado pensando exactamente en lo mismo.
—Hay que tener cuidado —dije—. Meterse en esos asuntos puede ser peligroso, no sólo para la víctima. Todos tenemos nuestro tiempo. Y es la diosa quien lo determina. Sólo actuaría así si creyera que ella mueve mi mano.
—¿Crees en la antigua fe? —Asentí, reacia a facilitar datos sobre mi familia—. ¿Lo harías? —me preguntó—. Si sigue empeorando.
—Entonces nada me diferenciaría de ti y tu pequeña daga. Tu solución más conveniente. Yo curo. No mato.
—Lo harías, me parece. Si tuvieras que hacerlo.
—No deseo ofender a la diosa, ni daría ese paso a menos que estuviera segura de que es lo que Evan desea. Supongo que no puedo decir lo que haría, a menos que me tuviera que enfrentar a la decisión.
—Puede que se presente la oportunidad.
No respondí.
—¿Crees —prosiguió al cabo de un rato— que yo lo habría hecho? ¿Que habría utilizado la solución conveniente contigo, porque te habías cruzado en mi camino?
—En su momento, sí. Creí que era posible. Y lo que había oído de ti parecía confirmarlo.
—Jamás habría hecho algo así.
—Eso lo sé ahora.
—No te confundas. No soy blando. La conciencia no me turba. Tomo decisiones con rapidez y no me permito arrepentirme de ellas. Pero no soy ningún arbitrario asesino de inocentes.
—¿Entonces por qué…? —Ya era demasiado tarde para tragarme las palabras.
—¿Por qué, qué? —El tono se había convertido repentinamente en algo peligroso. Me había atrapado con su amabilidad.
—Nada.
—Cuéntamelo. ¿Qué cuentos oíste de mí?
—Yo… —Estaba claro que el silencio no era una opción. Y me pillaría si mentía—. Me contaron una vez, no hace mucho, de una partida de hombres en su propia tierra a los que les tendieron una emboscada y fueron asesinados mientras llevaban a enterrar los cuerpos de sus muertos. Oí que apresaron a su cabecilla y lo obligaron a ver a sus amigos morir, uno por uno. Por nada. Sólo era una demostración de astucia. La descripción que me hizo… me contaron el cuento de manera que parecía evidente que vosotros erais los responsables.
—Ajá. ¿Quién te ha contado ese cuento? ¿Dónde lo has oído?
—¿Quién era tu padre? ¿Dónde naciste? Intercambio justo, ¿recuerdas?
—Sabes que no voy a decírtelo.
—Un día lo harás. —Y de pronto otra vez aquel frío repentino, como si hubiera aparecido un espectro y me hubiera rozado con su aliento. No sabía por qué había dicho aquellas palabras, pero sabía que eran verdad.
—¿Lo has sentido? —preguntó Bran con una voz extraña. Me lo quedé mirando.
—¿Sentir el qué?
—Un… un escalofrío, una súbita corriente de aire. A lo mejor va a cambiar el tiempo.
—A lo mejor. —Aquello se estaba volviendo ridículo. No sólo compartía sus pesadillas, además él también notaba cuándo me sobrevenía la visión. Desde luego empezaba a ser hora de volver a casa.
—Se llama Eamonn —dijo lentamente—. Eamonn de los Pantanos, lo llaman. Su padre tenía mala reputación y su hijo no ha hecho nada por mejorarla. Mis hombres os sorprendieron en Littlefolds, ¿verdad? Justo en la frontera del tal Eamonn. ¿Qué es tuyo? ¿Primo? ¿Hermano? ¿Tu amante enamorado?
—Nada de eso —tartamudeé con el corazón en vilo. No debía decirle quién era, no podía tornar vulnerable a mi familia—. Lo conozco. Le oí narrar la historia, eso es todo.
—¿Dónde?
—Eso no es asunto tuyo.
—Harías bien en no aliarte con ese hombre. Su especie es la más peligrosa. No es posible cruzarse con ese tipo de hombres y salir ileso.
—Hablas de ti, no de Eamonn.
—Vaya si saltas rápido en su defensa. ¿No es el hombre que espera tu vuelta ansioso, como mis hombres me han relatado tan conmovedoramente?
—Tus hombres tienen una imaginación calenturienta, que nace del poco entretenimiento. No hay ningún amado esperándome en casa. Sólo mi familia. Así es como yo lo he elegido.
—Suena poco plausible.
—Es la verdad.
Nos quedamos en silencio un rato. Me volvió a llenar la jarra, y la suya. Empezaba a sentir sueño.
—No fue arbitraria. —Bran hablaba al espacio que había entre nosotros—. La matanza. No fue ninguna masacre de inocentes. Somos hombres. Hacemos el trabajo de hombres. Podrías preguntarle a ese Eamonn tuyo a cuántos ha matado de manera similar. Nos pagaron bien por hacer lo que hicimos, un antiguo y poderoso enemigo suyo. Su padre había hecho mucho daño, en su tiempo. El hijo sigue pagando el precio. Añadí un toque por mi parte. Había oído que no estaba impresionado.
—A mí me pareció un acto de matanza indiscriminada. Y sus consecuencias, el gesto arrogante de un hombre que se cree intocable.
Estas últimas palabras fueron recibidas con un silencio glacial. Empecé a arrepentirme de haberlas pronunciado, por ciertas que fueran. Cuando volvió a hablar su tono había cambiado. Ahora era contenido, casi incómodo:
—Espero que tengas cuidado. No deberías confiar en ese hombre, Eamonn. Si lo aceptas por marido o amante te dejará seca. Conozco a los de su especie. Un hombre así te dirá todas las cosas bonitas que quieras escuchar; te adormecerá con sus palabras para que le creas. Un hombre como él sólo sabe tomar.
Me quedé con la boca abierta.
—¡No me lo puedo creer! ¿Me estás diciendo cómo debo vivir mi vida? Además, ¿cuándo he dicho yo que quiero palabras bonitas?
—Todas las mujeres desean ser halagadas —comentó con desdén.
—Eso no es verdad. Lo único que he querido siempre es honestidad. Palabras de afecto, palabras de… de amor, las dulces palabras no tienen sentido si sólo se dicen para obtener algo. Creo que lo sabría, si un hombre me mintiera en algo así.
—Supongo que tienes mucha experiencia en estos asuntos. —No había manera de decir si hablaba en serio o en broma, sólo sabía que era incapaz de tener sentido del humor.
—Lo sabría. En mi corazón lo sabría.
* * *
Llegó el día en que Evan ya no era capaz de retener nada en el estómago. Tenía la garganta horriblemente irritada, la fiebre había sido reemplazada por un letargo de mejillas hundidas que le auguraba el fin. Sin mis infusiones de hierbas, el dolor habría sido muy agudo, pero ya había puesto un pie en el camino final, y como era un hombre fuerte, sufría sin quejarse. No llegaba el sueño fácil, más profundo gracias a la ayuda experta, con el que marcharse en paz al otro mundo. No para él. Sabía que era la hora, y se enfrentaba a ella con los ojos abiertos.
El día se convirtió lentamente en tarde, y a mí me pareció que el aire fresco y seco del antiguo recinto estaba preñado de sutiles susurros y ajetreos, como si antiguas fuerzas guiaran al herrero para que se marchara.
—Dímelo sin rodeos —me pidió Evan—. Para mí ha llegado el final, ¿verdad?
Estaba sentada en el suelo a su lado, sosteniéndole la mano.
—La diosa te llama. Puede que haya llegado la hora de seguir adelante. Lo soportas con valentía.
—Has sido muy buena. Muy buena chica. Has hecho lo que has podido.
—Lo he intentado. Siento que no haya sido suficiente.
—Oh, no. No, llores por mí, niña… —Su respiración era entrecortada—. Sécate esas lágrimas. Tienes mucho tiempo por delante. No malgastes tu pena en un hombre corriente como yo.
Eso sólo me hizo llorar aún más, no sólo por la pérdida de un buen hombre, sino también por mi madre, que se hallaba en el mismo trance, y por la pobre Niamh, a la que se le había negado el deseo de su corazón, y por el mundo que hacía necesario que los hombres desperdiciaran sus mejores años en una vida de lucha, ocultación y matanzas inútiles. Lloré porque no sabía cómo arreglarlo. Evan se quedó callado durante un largo espacio de tiempo. Después empezó a hablar de su mujer, Biddy. Tenía un par de hijos, de otro hombre. Muy buenos chicos, los dos. Su padre había sido un desgraciado integral, la calentaba hasta ponerla de color azul. Una vida dura había tenido. Bueno, el tipo se murió. Mejor no contar exactamente cómo. Y ahora era suya y esperaba que dejara todo esto atrás y regresara con ella. Se trasladarían a algún lugar, él, Biddy y los chicos; montarían una pequeña forja en un pueblo, a lo mejor en el extranjero. Siempre había trabajo para un hombre hábil, y Biddy echaba una mano en lo que hiciera falta. Él les enseñaría el oficio a los chicos, les daría un futuro. En un par de ocasiones me habló como si fuera Biddy quien le sostenía la mano, y yo asentí y le sonreí.
Más tarde, llegó la oportunidad de hacerle la pregunta, y la aproveché.
—Evan. Tengo que hablar contigo muy claramente, mientras aún puedas entenderme. —¿Qué pasa, niña?
—No queda demasiado tiempo. Ambos lo sabemos. Sientes dolor, y va a ir a peor. Yo iba… iba a ofrecerte una poción muy fuerte, una que te acompañaría hasta el final. Pero no podrás tomarla solo, ya no. Si quieres… si quieres acortar esto, puedo pedirle a Bran… puedo pedirle al jefe que… que… —descubrí que, después de todo, no me iban a salir aquellas palabras.
—… sé lo que quiero. Dile al jefe que entre, os lo diré a los dos… y os ahorro saliva.
Así que salí afuera a buscar a Bran, tras frotarme la cara en un intento de borrar las lágrimas. No estaba lejos, recostado sobre el muro de piedra del antiguo refugio, con la vista concentrada en la distancia, inmerso en sus pensamientos, al parecer. Su boca era una línea recta.
—¿Puedes… puedes entrar, por favor?
Se sobresaltó como si le hubiera pegado, después me siguió sin decir palabra.
—Hay un par de cosas que quiero pedirte. Siéntate, Jefe. No me queda mucho aliento. Tengo que hablar despacio. —Estoy aquí. Estamos aquí los dos.
—¿Sabes qué me ha preguntado? —Se oyó un ruido cascado, el fantasma de una risa.
—Ni idea.
—Me ha preguntado que si me gustaría que me despacharas. Se ve que ella es incapaz. ¿Te lo puedes creer? Menuda chica, ésta.
Los dos me miraban, con expresiones idénticas. Santa Brighid, ¿pero es que no iban a parar aquellas lágrimas?
—No quiero eso. Aunque gracias por el ofrecimiento. No es nada fácil. Quiero… quiero salir fuera. Bajo las estrellas. Junto a una pequeña hoguera. Quiero oler las pinas ardiendo y sentir la brisa nocturna en la cara. Un trago de alguna bebida fuerte, a lo mejor, para quitarme el frío. Que me cuentes un cuento. Uno largo y bien bonito. Eso es lo que quiero.
—Me parece que podemos hacerlo. —Pero Bran me estaba mirando a mí, y allí estaba esa expresión de nuevo, menos fugaz esta vez. Ojos grises claros y sinceros, los ojos de un hombre en el que poder confiar. Había aflojado el rictus de la boca, por la preocupación y por algo más. Sentí que aquel Bran desenmascarado era mucho más peligroso para mí que el Hombre Pintado.
—Una cosa más —susurró Evan—. Jefe. Sobre mi mujer. Gaviota sabe dónde están enterradas mis cosas. Hay que cuidarla a ella y a los chicos. He estado ahorrando. Tendría que haber suficiente. Gaviota sabe dónde encontrarla.
Bran asintió con sobriedad.
—No te preocupes por eso. Me aseguraré de que estén protegidos y no les falte nada. Ya está todo previsto.
Una leve sonrisa iluminó los rasgos consumidos y grises del herrero, y entonces me miró a mí.
—Buen hombre, el jefe —murmuró.
—Lo sé —respondí.
Bran llevó al herrero fuera sin esfuerzo aparente, a pesar de la altura y peso mucho mayores del moribundo. Yo recogí mantas, agua, paños. Se había hecho de noche por fin, tras un día interminable. Hubo tiempo para acomodar a Evan, medio recostado contra las rocas y tan abrigado como fue posible. Escogimos un lugar en el que estaba bien resguardado, pero en el cual podía sentir el aire nocturno. Bran prendió una pequeña hoguera, rodeada de piedras planas del arroyo, y después desapareció. Evan se mostraba silencioso. El breve movimiento le había arrebatado gran parte de las pocas fuerzas que le quedaban.
Me pregunté qué cuento sería el adecuado para la última noche de un moribundo. Uno largo, había dicho. Lo suficientemente largo. Me senté con las manos sobre las rodillas, observando las llamas de la pequeña hoguera. Un relato que pudiera terminar sin llorar. Bran regresó tan en silencio como se había marchado, sujetando algo en la falda de la camisa. Dejó caer su carga en el suelo. Pinas de pino. Cogí un par y las lancé al fuego, dedicando una palabra silenciosa a la diosa. El olor contenía la promesa de altas montañas, nieve y enormes pájaros describiendo círculos en un cielo claro.
—Jefe. —La voz era un hilillo.
—Aquí estoy. —Bran se colocó al otro lado del herrero. Eso lo situó algo más cerca de mí que los tres o cuatro pasos que exigía el código.
—La niña. Prométemelo. Volverá a casa sana y salva cuando esto termine. Prométemelo, Jefe. —Bran no respondió. Miraba la hoguera—. Lo digo en serio, chico. —Por débil que fuera, la voz del herrero exigía una respuesta.
—Me pregunto qué valor puede tener la promesa de un hombre como yo. Pero te doy mi palabra, herrero.
—Bien. Ahora cuenta el cuento, niña.
Así que mientras él descansaba, empecé. Tejí en aquella historia tanta maravilla, magia y encantamientos como pude. Pero no olvidé las cosas ordinarias; las cosas maravillosas en sí mismas sin ser inusuales de ninguna manera. El héroe de aquel cuento se enamoró y se casó, y sostuvo en sus brazos a su primogénito. Conoció la amistad y la lealtad de los compañeros de armas. Viajó por tierras lejanas y mares misteriosos, y experimentó la alegría de volver a casa. La mayor parte del tiempo miraba las llamas, pero de vez en cuando observaba los rasgos toscos y honestos de Evan y sus enormes ojos contemplando las estrellas. En un par de ocasiones Bran sacó el frasco de plata, se puso una gota en la punta de un dedo y se lo pasó por los labios al herrero. Pero al cabo de un rato, tapó el frasco y se lo volvió a meter en el bolsillo; y se quedó allí escuchando sin más. El cuento prosiguió. Tomé prestadas algunas de las aventuras, y otras me las inventé sobre la marcha. La luna de cera se elevaba y despedía una suave luz sobre nosotros, y yo seguí hablando. Llegó la brisa, con un punto de la esencia del mar, y la noche se volvió fresca. Bran se levantó y tomó su abrigo.
—Ten —dijo con timidez, y me lo colocó cuidadosamente sobre los hombros. En otra ocasión, me trajo una taza de agua. Era un cuento largo, muy largo. Me habría ido bien la ayuda de Sean, de Niamh, o de Conor para ayudarme con él, pero no había nadie. Cuidado; no podía empezar a llorar otra vez. Las estrellas eran como joyas brillantes en un manto del más intenso terciopelo. Pero no se podía bordar una capa tan absolutamente maravillosa.
—Llegó un tiempo —dije al fin—, en que la diosa llamó a Eoghan consigo. Pues había llegado su día de seguir adelante; de dejar que su espíritu se liberara de esta vida y se dirigiera a la siguiente. Cuando te llama, no hay manera de negarse. Con todo, Eoghan pensó en su mujer, y en su hijo que aún no había terminado de crecer, y él se sentó en las piedras esculpidas donde había oído su llamada y preguntó: ¿cómo podía dejarlos? ¿Cómo se las apañarían sin él? ¿Quién cortaría la leña para su esposa, quién enseñaría a su hijo a cazar? Entonces la diosa le envió su sabiduría directamente al corazón, y él comprendió. Tu esposa te llorará, pero su amor la mantendrá fuerte. Coserá su amor en cada puntada de las faldas que hace (pues su esposa era costurera). Tu hijo sabrá de la auténtica naturaleza de su padre cuando practique el oficio que le has enseñado. A su momento, también él será un hombre, y amará y será feliz y prolongará en su vida el corazón aventurero, la voluntad férrea que aprendió en tus rodillas, cuando le contabas tus aventuras. Con el tiempo, tu espíritu regresará con ellos; puede que en forma de árbol que proteja el lugar en el que juegan tus nietos. Puede que en forma de águila surcando los cielos, que observará cómo tu amada tiende la ropa en los espinos para que se seque, y mira repentinamente al cielo cubriéndose los ojos por la luz. Tú estarás allí, y ellos lo sabrán. No soy cruel. Quito, y doy.
Mis dedos se desplazaron hasta la muñeca de Evan, buscando el pulso bajo la piel.
—Aún respira —dijo Bran suavemente—. Pero apenas. No sé si te oye.
Un cuento largo, había dicho Evan. Lo que significaba que tenía que continuar. No mucho más. Sentía el cuerpo rígido y me embargaba la tristeza. Estaba tan cansada que sospecho que decía tonterías.
—Ese mismo día, el hijo de Eoghan había estado fuera echando un vistazo a las ovejas, y por casualidad pasó de camino a casa por las piedras esculpidas, pues le gustaba recorrer las extrañas formas con la punta del dedo. Una larga espiral; una cadena de muchos y muy curiosos eslabones; la sonrisa de un lobo, un pequeño rostro críptico. Pero cuando llegó al lugar, allí estaba su padre: yacía en paz sobre la tierra, con los ojos abiertos al cielo. El chico aún no tenía doce años, pero era hijo de su padre. Así que le cruzó los brazos sobre el pecho, le cerró los ojos, y corrió al pueblo a buscar a dos hombres y un tablero. Sólo entonces se tranquilizó para irle a dar la noticia a su madre. Y fue como la diosa había dicho. Penaron su desaparición, pero salieron adelante y construyeron sus vidas. El amor de Eoghan los había hecho fuertes. Los había envuelto como una capa brillante para mantener cálidos sus corazones y claras sus mentes, y al morir él, sólo se fortalecieron. También permaneció en los espíritus de sus amigos de verdad, que honraron su memoria, sus valerosas andanzas y sus osados viajes de descubrimiento. Eoghan había seguido su camino, a través de los reinos del mundo espiritual hasta su nueva vida. Pero lo que había hecho, y lo que fue, siguió brillando con veracidad durante muchos años después. Tal es el legado de un buen hombre.
Se oyó un estertor procedente de Evan, y un espasmo le recorrió el cuerpo. Bran le puso un brazo bajo los hombros, para ayudarle a incorporarse un poco.
—Dale la vuelta —le dije—. Hacia el oeste. —Había llegado la hora. Mi relato había durado lo justo. Me puse en pie, mirando al cielo preñado de estrellas—. ¡Manannán mac Lir, hijo del mar! —grité con la última fuerza de mi voz—. ¡Acompaña a este hombre en su viaje! Ha trabajado mucho y muy duramente, y está listo para partir. Déjale que extienda las velas en su viaje, con vientos favorables y aguas tranquilas. —Levanté los brazos y los estiré hacia el oeste. Una nube pasó por delante de la luna, y las hojas se movieron a nuestro alrededor. Pensé, mientras el golpe de viento atravesaba la abertura encima del túmulo, que se producía una leve y profunda vibración, casi demasiado grave para ser oída, como la nota de algún instrumento gigante. Como la antigua voz de la tierra misma. Mis manos dibujaron la señal de protección ante la oscuridad. Dana, vela por nosotros. Que la diosa guíe nuestros pasos.
A mi lado, Bran de nuevo bajaba al herrero a la manta. No hacía falta preguntar. Había terminado. Aquel día había terminado. No pensaría hasta el siguiente. Me dolía la espalda, y sentía la cabeza abotargada por las lágrimas no derramadas, y estaba tan cansada que no creía que pudiera moverme del lugar en el que estaba, mirando todavía hacia el oeste pero sin ver nada. Lo que necesitaba era imposible. En casa habría habido alguien cerca que me habría rodeado con brazos amorosos para decirme: ya está, Liadan, ya ha pasado. Lo has hecho muy bien. Llora si quieres. Pero en este lugar no había nadie. Sólo él. Y aquello era impensable.
Me obligué a moverme. Evan yacía tranquilo, con el brazo en su costado, y los ojos cerrados. A lo mejor su espíritu aún no había partido, pero lo haría antes del alba. Me arrodillé junto a él y rocé mis labios con los suyos, le acaricié la mejilla y me maravillé ante la profunda expresión de paz que se extendía ahora por su rostro.
—Adiós —susurré—. Has muerto como un valiente, como viviste. Ahora descansa.
Cuando me puse de nuevo en pie, sentí las piernas como gelatina y las estrellas daban vueltas en el cielo. Bran se movió con rapidez para cogerme por los brazos antes de caer.
—Tienes que descansar. Vuelve dentro. Llévate la linterna. Yo lo velaré. Mañana tendremos tiempo de sobra para hacer lo que hay que hacer.
Sacudí la cabeza.
—No. No voy a volver dentro, no sola. —Mi voz sonaba distante, rara.
—Túmbate aquí. —Una mano firme me guió hasta el otro lado de la hoguera. Después me hallé tumbada sobre una manta con un abrigo por encima.
—No he… tienes que despertarme cuando…
—Chsss. Duerme un poco. Te despertaré a tiempo.
Demasiado cansada para llorar, demasiado cansada para pensar, hice como me ordenaban y dormí.
* * *
No tenía ganas de seguir llorando. Me sentía hueca, vacía, como si me hubieran chupado todo el significado y ahora vagara perdida, tan ligera como el esqueleto de una hoja, a merced de los cuatro vientos. Se me habían secado las lágrimas. Durante mi breve reposo fui visitada por sueños de una intensidad extraña, que no pude rememorar claramente. Recuerdo estar al borde de un acantilado tan alto que sólo se veía alrededor la densa niebla, y una voz que me decía: Salta. Sabes que puedes cambiar las cosas. Venga, salta. Me alivió despertarme, poco después del alba, y ocuparme en preparar el cuerpo del herrero lavándole con agua clara en la que dejé flotando unas cuantas hojas de poleo que crecía en abundancia junto al arroyo. El aroma era fresco y dulce. Trabajaba deprisa, pero con respeto. El cuerpo pronto se pondría rígido. Teníamos que moverlo antes de que ocurriera. Bran se encontraba colina abajo, ocupado con la pala. No le pregunté dónde la había encontrado, o qué hacía. Estaba descubriendo, ahora que mi tarea casi había terminado y que tenía tiempo de mirar a mi alrededor, que las cosas en el exterior no eran como las había imaginado. Pues una yegua acababa de asustarme al salir de unos arbustos y relinchar suavemente. Era una criatura recia y de largas crines, de un gris delicado. Llevaba una brida rudimentaria, pero no estaba atada. Supuse que era de Bran, y que estaba bien entrenada para no marcharse. Era posible, por lo tanto, salir de allí.
El sol salió, pero una brisa punzante se levantó y las nubes se volvieron más y más pesadas. Olía el mar. Pensé que llovería antes de llegar la noche. A lo mejor ya me habría marchado. Terminé el trabajo, recogí, y llamé a Bran.
—Tendríamos que hacerlo ahora. —Habría sido mejor esperar, en realidad. Hasta tres días podía llevarle al último suspiro partir. Cualquier otro hombre yacería en paz en alguna cámara tenue, con velas a su alrededor, mientras sus amigos y parientes se despedían. Pero a aquel hombre había que enterrarlo ya, cuando aún pudiéramos hacerlo; y su tumba quedaría sin marcar. El Hombre Pintado no iba a dejar huellas tras él.
Enterramos a Evan con la cabeza hacia el norte. La tumba había sido preparada con eficiencia, la pila de tierra estaba lista para volver a ser colocada en su sitio, la longitud y profundidad perfectamente calculadas. Miré a mi compañero. Sus rasgos estaban calmados, aunque algo pálidos. Supuse que aquello poco significaba para él. Lo hacía bien porque lo había hecho muchas veces. ¿Qué significaba la pérdida de otro hombre, cuando tu vida no era otra cosa que una larga partida de dados con la muerte?
El sol tiñó los vencidos rasgos de Evan de oro. A nuestro alrededor, los arbustos empezaron a moverse.
—Si no te importa, me gustaría hacer esto como es debido.
Bran asintió, con los labios apretados. Di la vuelta a la tumba, caminando lentamente, me detuve de cara al este, sintiendo la brisa en mi piel.
—Seres del aire, honramos vuestra presencia. El espíritu de este hombre sale volando de este cuerpo y viaja por vuestro reino hacia el otro mundo. Transportadlo con vuestras alas; cobijadlo y proporcionadle velocidad en su vuelo, que sea certero como el de una flecha.
Me desplacé hacia el otro lado, mirando al oeste. La sombra moteada se extendía por el suelo. Cayó una solitaria gota de lluvia, y dejó un círculo oscuro sobre la tierra.
—Criaturas de las profundidades, gente de Manannán, vosotros que moráis en las oscuras aguas misteriosas, sed con nosotros en esta hora. Conducid a este hombre en su viaje como un barco robusto de roble, que encara las olas con orgullo y fuerza. Pues así fue en vida.
Volví a moverme, esta vez mirando hacia el norte, colina arriba hacia el túmulo.
—Vosotros que habitáis la tierra, cuyas canciones secretas vibran profundamente en su recuerdo, vosotros cercanos al corazón palpitante de nuestra gran madre, escuchadme ahora. Tomad la cascara vacía de un buen hombre y usadla bien. En su muerte puede alimentar nueva vida. Que forme parte de lo nuevo y lo viejo, que se enlazan en este lugar de profundo misterio.
Ya casi había terminado. Caminé hasta el otro lado de la tumba, de modo que estaba junto a Bran, mirando hacia el sur.
—¡Os llamo en último lugar, relucientes salamandras, espíritus del fuego! Levantaos y brillad, y recuperad a uno de los vuestros. —Pues este hombre fue un gran herrero, el mejor a este lado de la Galia y más allá. Su oficio era de fuego y lo usaba con habilidad, respetando su poder. Con el calor forjaba herramientas y armas, trabajaba, sudaba y doblaba el hierro a voluntad. Chispa a chispa, llama a llama, que su espíritu ascienda a los cielos mientras se eleva el calor de un gran incendio.
Arriba, en la colina, nuestra pequeña hoguera aún ardía. Entonces la olimos, el humo llegó desde allí traído por brisas contrarias. Se apreciaba la esencia de los polvos que había lanzado al fuego, una pequeña cantidad, pero acre y pura. Raíces de árnica y perifollo, finamente molidas, que guardaba en las profundidades de mi petate para tales casos. Nunca antes había hecho aquello, y esperaba fervientemente no tener que volver a hacerlo.
Nos quedamos en silencio durante un instante, y entonces cogí un puñado de tierra y lo eché a la tumba. Descubrí que, después de todo, sí me quedaban lágrimas, pero las contuve, y esperé a que Bran terminara el trabajo con la pala. Fue rápido y eficaz. Niveló el suelo. Lo cubrió con una capa de follaje, un par de ramas caídas. Parecía que nadie hubiera estado allí, ninguna criatura, salvo alguna ardilla correteando o un ratón de campo en expedición de abastecimiento. El cuerpo regresaría a la arcilla. El espíritu había volado. Había hecho lo que estaba en mi mano para agilizar su viaje.
Ahora había terminado, y ya no podía seguir evitando la pregunta. No podía seguir viviendo al día, y fingiendo que el mañana no importaba. Tendría que hablar con él. Tendría que preguntarle qué pasaría ahora, con nosotros dos.
Pero ninguno de los dos hablaba. Regresamos junto a la hoguera, yo recogí mis cosas y él preparó algo de comida, no recuerdo qué era, y nos sentamos y comimos en completo silencio. Entonces sacó el frasco de plata de su bolsillo, lo destapó y bebió. Me lo pasó, y yo eché un trago. Era un brebaje muy fuerte. Me sentí algo mejor. La hoguera estaba en brasas, pero el acre aroma del árnica aún persistía. Le devolví el frasco. No nos miramos. Tampoco hablamos. A lo mejor ambos estábamos esperando que empezara el otro. Pasó el tiempo; el sol se desplazó hacia el oeste, y las nubes se volvieron más densas. El ambiente estaba cargado de humedad. A casa —pensé vagamente—. Tengo que volver a casa. He de pedírselo. Pero no lo hice. Sentí una gran tristeza, un vivo sentimiento de ir a la deriva, de estar de repente ante un camino desconocido en una tierra sin cartografiar. Así, que en lugar de pensar en ello, me quedé allí sentada en silencio, aceptaba el frasco cuando me lo ofrecían y lo devolvía para compartirlo. Y al cabo de un rato estaba vacío y seguíamos sin decir nada. Tenía la cabeza confusa; mis pensamientos vagaban. ¿Cómo puedes vivir sin el roce humano? ¿No fue la primera cosa que aprendiste, cuando llegaste al mundo y te depositaron en el vientre de tu madre? Su mano te acariciaría la espalda, y te cogería por la cabeza, y sonreiría entre lágrimas de cansancio y maravilla. Ese toque de amor sería la primera cosa para ti. Algo simple, algo antiguo como… ¿cómo era? Había una nana, un breve fragmento de canción en un idioma tan antiguo que nadie recordaba ya qué quería decir. La tarareé en voz baja. Mi madre nos la había cantado a Sean y a mí tantas veces que estaba grabada en nuestro interior. Allí, en aquel lugar de espíritus antiguos, la canción parecía estar en su ambiente. Mientras cantaba, el viento volvió a atravesar el gran montículo con su abertura oculta y de nuevo oí aquel tono grave y débil, que entraba y salía como si formara parte de mi canción, como si mis palabras también llegaran de las profundidades de la tierra misma. Salta —decía la voz—. Salta ahora. Una lágrima me corrió por la mejilla, ¿o era una gota de lluvia? Si estaba llorando, no entendía por qué. La canción terminó pero la voz profunda del viento siguió ululando, y las nubes se concentraron. Miré a Bran, iba a sugerirle que buscáramos refugio. El extraño caballo gris se había retirado ya entre los árboles.
Bran estaba dormido. Era de esperar, pues no había disfrutado del breve descanso que yo sí había tenido antes del alba. Era una visión incongruente, la piel fieramente tatuada, el cinturón remachado y el arma en su costado no encajaban con su postura: las rodillas recogidas, la cabeza descansando sobre un brazo, el otro puño contra la boca. Así dormido, parecía tan vulnerable como un niño pequeño. Tenía ojeras. Ni siquiera un hombre como él podía estar tanto tiempo sin dormir y no quedar marcado. Me levanté en silencio, fui a por el abrigo y se lo coloqué cuidadosamente encima. No quería arriesgarme a despertarlo, pues sabía que no apreciaría en exceso ser visto de aquel modo, con todas las guardias bajas. Lo mejor sería dejarlo solo. Lo mejor, de hecho, sería llevarme el caballo y un cuchillo afilado y dejarlo directamente. Volver a casa. Encaminarme hacia el sur y llegar a Sieteaguas. Podía alcanzar la carretera antes del anochecer, si me daba prisa.
Pero no me marché. Sólo me aparté para permitirle cierta intimidad. Me envolví yo misma en una manta, por si llovía, tomé la linterna para usarla más tarde, y me acerqué hasta el otro extremo del montículo, junto al estanque, y me instalé en las suaves rocas mientras el cielo oscurecía tornándose del violeta del primer anochecer. Las nubes seguían cruzando el cielo, oscuras como el metal, sus bordes heridos de un color rosado. En la distancia resonó el trueno. Cobarde —me dije a mí misma—. ¿Por qué no te has marchado mientras podías? Quieres volver a casa, ¿no es así? ¿Entonces por qué no aprovechas la oportunidad? Insensata. Pero bajo aquellas palabras, había una calma extraña, el sentimiento que uno tiene cuando pisa terreno desconocido, cuando todo ha cambiado y estás esperando encontrarle el sentido.
Me quedé allí mucho tiempo. Se hizo oscuro, salvo por el pequeño círculo de luz reflejado en el agua negra. Unos cuantos goterones de lluvia salpicaron en las rocas. Era hora de meterse dentro, pensé. Pero no podía hacerlo. Algo me retenía, algo me pedía que me quedara donde estaba, entre las extrañas piedras esculpidas que erguían sus cabezas por encima de helechos, allí donde la voz de la tierra invocaba, mi nombre desde el viento. A lo mejor esperaría allí toda la noche. A lo mejor me quedaría allí, en la oscuridad, y al día siguiente habría una nueva y curiosa piedra esculpida, y Liadan habría desaparecido…
Hacía frío. La tormenta se acercaba. En casa, mi madre estaría descansando, y Padre estaría sentado junto a su cama, quizá trabajando en el registro de la granja a la luz de una vela, mojando con cuidado la pluma en el tintero, observando a Sorcha mientras descansaba como una pequeña sombra, con aquellas manitas pequeñas y frágiles, más blancas que el edredón de lino. Mi padre no lloraría. No de modo que pudiera verse. Enterraba su dolor en lo más profundo de su alma. Sólo aquellos más cercanos a él sabían cuánto deshacía aquello su corazón. A casa. Tenía que volver a casa. Me necesitaban. Los necesitaba. Allí no había nada para mí, era tonta por pensar siquiera que… que…
—Liadan. —La voz de Bran era muy dulce. Me di la vuelta, lentamente. Estaba muy cerca, ni a dos pasos de distancia. Era la primera vez que lo oía usar mi nombre—. Pensaba que te habías marchado —dijo.
Sacudí la cabeza y me sorbí los mocos.
—Estás llorando —prosiguió—. Has hecho lo que has podido. Nadie podía hacer más.
—No… no tendría que haber… yo…
—Fue una buena muerte. Tú la hiciste así. Ahora puedes… ahora puedes irte a casa.
Allí me quedé, mirándolo, sin poder hablar. Inspiró profundamente.
—Ojalá… ojalá pudiera secarte esas lágrimas —comentó incómodo—. Ojalá pudiera hacértelo más fácil. Pero no sé cómo.
No sé decir qué me hizo dar aquel paso adelante. Tal vez fue la vacilación que percibí en su voz. Sabía cuánto le costaba, permitirse hablar así. Puede que fuera el recuerdo de su aspecto durmiendo. Sólo sabía, de un modo que me abrumaba, que si no lo tocaba me rompería en pedazos. Salta —gritó el viento—. Salta sin más. Cerré los ojos, me acerqué a él, le rodeé la cintura con los brazos, descansé la cabeza en su pecho y dejé que las lágrimas brotaran. Ahí lo tienes —dijo la voz de mi interior—. ¿Ves qué fácil era? Bran se quedó muy quieto; y entonces me rodeó con sus brazos con mucha cautela, como si no lo hubiera hecho nunca y no estuviera muy seguro de cómo iba aquello. Nos quedamos allí un buen rato, y el sentimiento fue estupendo, tan bueno como llegar a casa después de una tormenta. Hasta que sentí su roce no supe cuánto lo había anhelado. Hasta que lo abracé no reparé en que era de la estatura justa para que sus brazos descansaran sobre mis hombros. Para que yo descansara la frente en la cavidad de su cuello, donde la sangre latía bajo la piel. Encajábamos perfectamente.
No sabría decir en qué momento su abrazo, que al principio era sólo de consuelo, se convirtió en otra cosa muy distinta. No sé qué llegó primero: sus labios sobre mi párpado, mi sien, la punta de la nariz, la comisura de mi boca; mis manos alrededor de su cuello, mis dedos dentro de su camisa buscando la suave piel. Ambos reconocimos el momento de peligro. En cuanto sus labios rozaron los míos fue imposible mantener nuestras bocas separadas, y aquel beso nada tuvo de casto símbolo de amistad; más bien fue un encuentro desesperado de labios, dientes y lenguas hambrientas que nos dejó temblando y sin aliento.
—No podemos hacer esto —murmuró Bran mientras su mano sacaba mis pechos de la vieja camisa.
—No, desde luego que no —susurré mientras mis dedos recorrían las espirales y remolinos que cubrían el lado derecho de su cabeza afeitada—. Tendríamos… tendríamos que olvidar que esto ha sucedido y… y…
—Chsss —susurró contra mi mejilla, y sus manos siguieron bajando por mi cuerpo, y el momento de contenerse se perdió para siempre. La necesidad prendió entre nosotros de manera tan violenta, repentina e imparable como un torrente de fuego salvaje que lo consume todo a su paso, un unirse fiero que en su poder contenía tanta alegría como terror. Empezó a llover con fuerza, y las rocas sobre las que yacíamos uno en brazos del otro se llenaron de agua. Estábamos empapados, pero apenas lo notamos mientras las manos exploraban la suave piel, y los labios probaban lugares secretos, y nos movíamos como si en verdad fuéramos dos partes de una sola cosa, de nuevo completa. Cuando entró en mí, sentí una aguda punzada de dolor, y debí de emitir algún quejido porque él preguntó—: ¿Qué pasa? ¿Algo va mal? —Detuve sus palabras con los dedos. Olvidé el dolor cuando sentí que me convertía en oro líquido bajo el peso de sus caricias, envolví su cuerpo con mis brazos y lo abracé tan fuerte como pude. Pensé que jamás lo soltaría, jamás. Pero no lo dije en voz alta. Aquel hombre no sabía qué era la ternura. Nadie le había enseñado a amar. Como había dicho, no conocía palabras bonitas. Pero sus manos, sus labios y su férreo cuerpo hablaban por él con dulzura de sobra. Cuando se dio la vuelta para ponerme encima, le miré a los ojos a la luz de la linterna parpadeante y la mezcla de asombro y anhelo que vi por poco me parte el corazón. Me extendí sobre él, le besé el cuerpo, y encontré en algún lugar de mi interior más profundo un ritmo, como el redoble lento de un tambor, que me hacía empujar hacia él, los músculos que se tensaban y relajaban, el tocar y soltar, la fiera dulzura que se construía por momentos… santa Brighid, cuando llegó no fue en absoluto como había imaginado. Gritó y me apretó contra él, y yo ahogué un gemido cuando el calor inundó mi cuerpo. Sentí la vibración en lo más profundo de mi ser, y supe que las cosas jamás de los jamases volverían a ser como antes. Hablan de eso en los cuentos, los cuentos de grandes amantes que se separan y se anhelan el uno al otro, y al final encuentran la felicidad juntos. Pero ningún cuento se podía comparar a aquello. Después, nos quedamos quietos el uno en brazos del otro, y ninguno encontró palabras.
Poco después nos levantamos y nos metimos dentro, y a la luz de la linterna nos quitamos la ropa mojada y nos secamos el uno al otro, y me dijo, bastante entrecortadamente, que era la cosa más hermosa que había vivido nunca. Por un instante, me permití creérmelo. Y entonces se fijó:
—Estás sangrando. ¿Qué pasa? Te he hecho daño.
Oculté mi sorpresa.
—No es nada —dije—. Es bastante común, la primera vez. O eso he oído.
No respondió, se limitó a quedarse quieto y mirándome, y pensé: Éste es un hombre distinto, bastante distinto al que me amenazaba y me insultaba. Con todo, es el mismo hombre. Me acarició la mejilla con los dedos, con gran delicadeza. Sus palabras, cuando llegaron, lo hicieron entrecortadamente.
—No sé qué decirte.
—Pues no digas nada —contesté—. Sólo abrázame. Tócame. Eso es cuanto necesito.
E hice lo que hacía tanto tiempo que deseaba hacer. Empecé por la coronilla, donde comenzaban los intrincados tatuajes de su cuerpo, y recorrí con los dedos, lentamente, el prominente puente de su nariz, el centro de su severa boca, la barbilla, el cuello y el pecho musculoso. Entonces empecé con los labios, y seguí la línea hacia abajo. El dibujo lo cubría por completo, en todo su costado derecho. Desde luego era una obra de arte; no sólo los delicados motivos, también el hombre cuya identidad habían conformado. No era ni muy alto ni muy bajo; tenía los hombros anchos, y al mismo tiempo era enjuto, y su cuerpo era duro como la vida que llevaba; pero aun así, la piel del costado izquierdo era clara y joven.
—Para, Liadan —pidió a trompicones—. No… no hagas eso, a menos que…
—¿A menos que qué?
—A menos que quieras que vuelva a tomarte —contestó mientras me levantaba con enorme suavidad.
—Eso sería… bastante aceptable —respondí—. A menos que ya hayas tenido suficiente.
Dejó escapar el aire, me rodeó con los brazos y sentí el rápido latir de su corazón contra mí.
—Nunca —repuso con vehemencia, mientras enterraba sus labios en mi pelo—. Jamás tendría suficiente de ti. —Entonces volvimos a tumbarnos y esta vez fuimos despacio, con cuidado, y fue diferente, pero igual de dulce, mientras nos tocábamos, nos saboreábamos y nos aprendíamos el uno al otro.
* * *
No dormimos mucho aquella noche. Puede que ambos supiéramos que el tiempo pasaba demasiado deprisa; y que cuando rompiera el alba, mañana sería hoy, y habría que tomar decisiones y enfrentarse a lo impensable. ¿Quién desperdiciaría una noche tan preciosa durmiendo? Así que nos tocamos, susurramos y nos movimos juntos en la oscuridad. Mi corazón estaba tan lleno que amenazaba con derramarse, y pensé: Siempre guardaré este sentimiento, pase lo que pase. Incluso si… incluso cuando… Hacia el clarear del día se durmió, con la cabeza sobre mi pecho, y una vez gritó en sueños palabras que no entendí, y movió el brazo violentamente, como apartando algo.
—Tranquilo —dije, con el corazón desbocado—. Tranquilo, Bran. Estoy aquí. Estás a salvo. Está bien.
Lo abracé fuerte y miré arriba, a la elevada cúpula, y observé la lenta claridad de la luz a través de la estrecha rendija. Que no amanezca —rogué en silencio—. Por favor, aún no. Pero la lluvia había desaparecido, el sol se levantó y la canción de los pájaros del bosque empezó a sonar en el aire crujiente. Y al final ya no pude seguir fingiendo que aquel oscuro y secreto lugar que nos contenía era real, y el otro sueño.
En silencio nos levantamos y nos vestimos, yo doblé las mantas mientras él salía, atendía al caballo y buscaba leña seca. ¿Qué podíamos decir? ¿Quién se atrevería a empezar? Cuando la hoguera ardía con el agua calentándose encima, no nos sentamos en lados opuestos como siempre habíamos hecho, sino el uno junto al otro, cuerpos juntos, manos entrelazadas con fuerza. La luz nos iluminaba. No había postes allí, no había señales que marcaran la tierra. Estábamos a la deriva, en aquel lugar, juntos.
—Dijiste intercambio justo —consiguió articular Bran al fin, y sonó como si tuviera que arrancarse las palabras—. ¿Pregunta por pregunta te parece bien?
—Eso depende. ¿Quién hace la primera pregunta?
Me dio un beso en la mejilla, muy suave.
—Tú, Liadan.
Inspiré profundamente.
—¿Me dirás ahora tu nombre? ¿El de verdad? ¿Me confiarías ese secreto?
—Me gusta el que me has elegido.
—Eso no es ninguna respuesta.
—¿Y si te dijera que el nombre que me dieron está olvidado? —Su mano se puso tensa—. ¿Que llegué a pensar que mi nombre era basura, escoria, mugre, cochambre; que oí esos nombres tanto tiempo que no recuerdo ninguno más? Un nombre es orgullo; es un lugar. Las criaturas despreciables no tienen nombre sino maldición.
Apenas podía hablar.
—¿Por eso te… puedes decirme cuándo…? —Mis dedos se movieron suavemente por el interior de su muñeca, donde había una ruptura en el intrincado tatuaje. Un espacio vacío, un óvalo bien definido; y en el centro, el pequeño motivo de un insecto, una abeja me pareció a mí. Sencilla, pero perfecta en todos sus detalles, alas surcadas de venillas, patas delicadas, un cuerpo gordo y a rayas nítidas. Era el único lugar en el que tenía un dibujo claro.
—Lo entiendes casi demasiado bien —repuso sombrío—. Cargué con aquellas maldiciones mucho tiempo. Cuando cumplí nueve años decidí que ya era un hombre y… rompí con aquella vida. Esto —y se tocó el pequeño insecto—, fue el principio. Había oído hablar de un artesano que hacía este trabajo por un precio. Me dijo que era demasiado joven, demasiado pequeño para lo que le pedía. Pero lo único que tenía era este cuerpo, estas manos. El pasado había desaparecido; lo había borrado. El futuro era inimaginable. Necesitaba… bueno, me escuchó y me dijo, vuelve cuando tengas quince años y hayas crecido. Entonces haré como me pides. Pero yo insistí, y al final consintió, muy bien, un dibujito ahora y el resto cuando seas un hombre. Soy un hombre, le dije yo. Por lo menos no se rió en mi cara. Y me hizo esto, muy pequeño como ves, pero fue un principio. El resto llegó más tarde, y durante mucho tiempo.
—¿Elegiste tú este dibujo? ¿Esta… pequeña criatura? —Asintió—. ¿Por qué esto?
—Ya has hecho cuatro preguntas —me dijo con un esbozo de sonrisa—. No… no estoy seguro. A lo mejor lo recordaba de alguna parte. No puedo decírtelo.
Se puso en pie y se aplicó con la hoguera. Había comida: ciruelas salvajes, crujientes y amargas; pan duro que podía morderse remojado en agua caliente. Raciones adecuadas para un viajero.
—Me toca —dijo. Asentí, esperando que me preguntara quién era, y de dónde venía. Tendría que contárselo. Tendría que confiar en él—. ¿Por qué yo? —preguntó mirando en la distancia—. ¿Por qué yo de todos los hombres que podrías haber elegido para que fueran el primero? ¿Por qué has escogido… por qué has elegido a un forajido, a un hombre cuyas acciones desprecias? ¿Por qué has elegido abocarte… a un vertedero?
El silencio se prolongó mientras los pájaros se afanaban en los árboles a nuestro alrededor.
—Tienes que responderme —exigió con severidad—. Sabré si me mientes. —No me tocaba, estaba sentado ligeramente aparte, con los brazos alrededor de las rodillas, y su expresión intimidaba. ¿Cómo iba a responder? ¿Es que no lo sabía? ¿No sabía cuál era la respuesta por el modo de tocarlo, por la manera de mirarlo? ¿Quién podría poner esos sentimientos en palabras?
—No… no pretendía que ocurriera de este modo —contesté débilmente—. Pero… no he tenido elección.
—¿Lo has hecho por pena? ¿Te has entregado a mí pensando en cambiarme, quizás, en rehacerme en una forma más aceptable para ti? ¿El acto definitivo de salvación?
—¡Basta! —exclamé con violencia poniéndome en pie—. ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes pensar eso, después de anoche? No te he mentido, ni con mis palabras ni con mis actos. Te he elegido voluntariamente, sabiendo quién eres y qué haces. No quiero a otro. No pienso tener a otro. ¿Es que no lo ves? ¿No lo entiendes?
Cuando me di la vuelta para mirarle, se cubría la cara con ambas manos.
—¿Bran? —le dije muy despacio al cabo de un rato, arrodillándome delante de él y apartándole las manos. No era de extrañar que se hubiera tapado el rostro, pues estaba sin armadura, y en las claras profundidades grises había ahora terror y esperanza a partes iguales—. ¿Me crees? —le pregunté.
—No tienes motivos para mentirme. Pero aun así no podía pensar… no podía creer… Quédate conmigo, Liadan. —Sus manos se aferraron con fuerza a las mías y en su tono había una violencia que me provocó un vuelco en el corazón.
—Esa no es la sugerencia más práctica que me puedes hacer —dije entre temblores.
Bran inspiró profundamente y cuando volvió a hablar lo hizo con extremado retraimiento, mantenía su voz bajo un férreo control.
—Ésta no es vida para una mujer, eso lo sé. No es eso lo que espero. Pero no carezco de recursos. Tengo una casa, creo que te gustaría. Podría mantenerte. —No me miró a los ojos al decirlo.
—No puedo —repuse a bocajarro—. Tengo que volver a casa, a Sieteaguas. Mi madre está muy enferma, le queda poco tiempo de vida. Y me necesitan. Al menos hasta Beltaine debo quedarme allí. Después de eso, puede que haya elección.
Supe, en el instante en que lo dije, que algo había ido terriblemente mal. Su rostro cambió con tanta brusquedad como si le hubieran puesto una máscara de embalsamamiento encima, y me soltó las manos lenta y cuidadosamente. Era de nuevo el Hombre Pintado. Pero su voz era negra, por la conmoción y el dolor.
—¡¿Qué es lo que has dicho?!
—He… he dicho que tengo que volver a casa. Me necesitan… Bran, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que va mal? —El corazón me latía de forma desbocada. Qué fríos eran sus ojos, remotos como los de un extraño.
—A casa, a Sieteaguas. Es lo que has dicho, ¿no?
—S… sí. Es el nombre de mi casa. Soy hija de esa casa. Entrecerró los ojos.
—Tu padre… ¿tu padre se llama Liam? ¿Señor de Sieteaguas?
—¿Lo conoces? —Responde la pregunta.
—Liam es mi tío. Mi padre se llama Iubdan. P… pero mi hermano es el heredero de Sieteaguas. Somos todos de la misma familia.
—Dímelo directamente. Ese hombre… Iubdan. ¿Es hermano de Liam? ¿Primo?
—¿Qué importa eso? ¿Por qué estás tan enfadado conmigo? Seguro que nada ha cambiado, seguro que…
—No me pongas la mano encima. Responde la pregunta. Ese hombre, Iubdan. ¿Tiene otro nombre?
—Sí.
—¡Mal rayo te parta, Liadan, dímelo! Mi cuerpo entero estaba frío.
—Ese es el único nombre que tiene ahora. Se lo eligieron por el nombre que una vez tuvo, antes de casarse con mi madre. Se llamaba Hugh.
—Un britano. Hugh de Harrowfield. —Pronunció aquel nombre como si el propietario fuera la forma de vida más baja imaginable.
—Es mi padre.
—Y tu madre es… es…
—Se llama Sorcha. —Tras la conmoción, empezaba a sentir la primera chispa de ira—. La hermana de Liam. Me siento orgullosa de ser su hija, Bran. Son buena gente. Gente excelente.
—¡Ja! —Aquella explosión de desprecio otra vez. Se puso abruptamente en pie, y se marchó a grandes zancadas hacia los árboles. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja; y no era a mí a quien se dirigía—, …jamás fue para ti, el cachorro de una puta… eres débil, un meón, no mereces vivir más que en la oscuridad… ¿cómo has creído por un instante… ? Vuelve a tu caja, bazofia…
—Bran —hablaba con tanta firmeza como podía, a pesar de cómo me latía el corazón—. ¿Qué es esto? Sigo siendo la misma mujer que tenías en tus brazos al romper el día. Tienes que decirme qué está pasando.
—Te ha enseñado bien, ¿no es así? —dijo de espaldas a mí—. Tu madre. Cómo apartar a un hombre de su camino, debilitar su resolución y retorcerlo a tu voluntad. Era experta en eso.
Me quedé sin habla.
—Cuando vuelvas a casa, dile que no soy tan débil como lo fue él, el digno Hugh de Harrowfield. Veo tus ardides, conozco tu actuación. Que haya podido pensar, que haya sido tan insensato para confiar, menuda estupidez. No volveré a cometer ese error.
No había manera de que entendiera de qué estaba hablando.
—Mi madre jamás… si la conocieras, te darías cuenta de que…
—No, no, eso no te va a servir de nada —dijo y se volvió hacia mí—. Esa mujer, y el hombre al que embrujó, me convirtieron en la criatura que ves: un hombre sin conciencia, el hombre sin nombre, sin otro talento que el de matar, sin otra identidad que la que lleva grabada en la piel. Me arrebataron mi familia y mi derecho de nacimiento, me arrebataron mi nombre. A lo mejor a ti te contaron otra historia. Pero ella apartó a tu padre del lugar que le correspondía. Él abandonó su obligación para seguirla. Por culpa suya yo lo perdí todo. Por culpa suya, yo… yo soy una escoria inútil de la tierra.
—Pero…
—Qué ironía. Cualquiera diría que alguien nos ha gastado una broma. ¿Qué casualidad ha querido que la única mujer que he… que la mujer que tan cerca ha estado de hacerme olvidar… sea su hija? Eso no puede ser casual. Es mi castigo. Mi maldición, por atreverme a creer que podría haber futuro.
—Bran…
—¡Cállate! ¡No uses ese nombre! Recoge tus cosas y vete, no te quiero aquí ni un instante más.
Una fría piedra en el corazón. Así fue como me sentí. No había demasiado que recoger. Cuando terminé, bajé la colina y me quedé un instante junto a la tumba de Evan. Apenas se notaba la tierra removida. No pasaría mucho antes de que desapareciera cualquier señal.
—Adiós, amigo —susurré.
Bran había sacado la yegua, y ahora llevaba una silla de mantas, bien amarrada con cinchas. Había atado mi bolsa detrás. Una botella de agua.
Su abrigo, enrollado y sujeto con un pedazo de cuerda. Eso parecía un poco raro.
—Te llevará a casa a salvo —dijo—. No te preocupes por devolverla. Puedes llamarlo… pago por los servicios prestados.
Sentí la sangre abandonar mi rostro. Levanté la mano, le pegué un buen bofetón y observé la marca roja extenderse por la clara piel. No hizo ningún intento de evitar el golpe.
—Es mejor que te marches —prosiguió con frialdad—. Ve hacia el este, la carretera está en esa dirección. Después hacia el sur hasta Littlefolds. No está demasiado lejos.
Me puso las manos en la cintura y me subió a la silla; pero dejó una en el muslo, como si no consiguiera apartarla.
—Liadan —musitó mirando fijamente al suelo.
—Sí —susurré.
—No te cases con ese Eamonn. Dile que si te hace suya, es hombre muerto. —Su tono era intenso. Era un voto.
—Pero…
Entonces azuzó a la yegua con un golpe en las ancas, y, como el animal obediente que era, partió a medio galope. Antes de que pudiera formar la palabra adiós, lo había perdido de vista y era ya demasiado tarde.
* * *
Era absurdo enfadarme. Se había terminado. Jamás volvería a ver al Hombre Pintado. Era hora de regresar a casa; y antes de que volviera a salir la luna, sería sólo un recuerdo, como un sueño fantástico. Eso le iba susurrando a la recia yegua gris mientras proseguía su paso hacia el este bajo los árboles, por solitarios arroyos y tranquilos lagos de montaña, siguiendo cuidadosamente las rocas hacia la carretera. No tenía que dirigir sus pasos; parecía conocer el camino.
Cuando el sol estuvo bien alto, descansamos junto a un arroyo. La yegua bebió y pastó. Yo abrí mi petate y descubrí queso duro y pan seco envueltos en un trapo. Para un hombre que no veía la hora de perderme de vista, había sido sorprendentemente meticuloso. Supuse que habría resuelto sin más, obrando de acuerdo con el patrón de las partidas apresuradas, de las decisiones tomadas sobre la marcha. Aquélla era su vida. Le propinaba un golpe detrás de otro, y él los encajaba y seguía adelante. Intenté no pensar en él con todas mis fuerzas. A casa. Allí era donde debía dirigir mis pensamientos. En algún momento, cuando estuviera bien lejos, debía usar el poder de la mente para enviarle un mensaje a mi hermano Sean, para que saliera a buscarme. Aún no, pensé. Si lo hacía demasiado pronto, me arriesgaba a lanzar las fuerzas de Sieteaguas sobre Bran y sus hombres. De vez en cuando, en el campamento, había sentido un golpe en mis pensamientos, una intrusión en la mente, mi hermano me llamaba en silencio. ¡Liadan! ¿Liadan, dónde estás? Pero me había cerrado a él. No sería yo quien traicionase a la banda del Hombre Pintado y destruyera su hermandad.
Proseguimos. Me estaba cansando; había dormido poco, y a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de oír, una y otra vez, las palabras de aquella mañana en mi cabeza. No me pongas la mano encima. No quiero verte aquí ni un momento más. En pago por los servicios prestados. Me dije que era tonta. ¿Qué esperaba, cambiar su vida por completo como él había cambiado la mía?
Centré mis pensamientos en lo que tenía por delante, en casa, y en mi regreso. ¿Qué le diría a mi familia? No iba a decirles dónde había estado; nada de los forajidos que vinieron buscando mi ayuda, y que, contra todo pronóstico, se convirtieron en mis amigos. Desde luego, nada tampoco del hombre a quien tan irreflexivamente me había entregado. ¿No había repetido el error de mi hermana? De lo que se deducía que, si se sabía la verdad, no podía esperar mejor trato que el que había recibido la pobre Niamh. Un matrimonio precipitado y un destierro rápido, lejos de familia y amigos, lejos del bosque. Me recorrió un escalofrío. Sieteaguas era mi hogar; su oscuro encanto estaba alojado en lo más profundo de mi espíritu. Pero las cosas habían cambiado; había yacido con el Hombre Pintado, y por crueles que fueran sus palabras de rechazo, ahora formaba parte de mí. Quería decir la verdad; quería preguntar a mi padre qué oscuro secreto del pasado había conducido a aquel hombre a odiar con tanta amargura a los míos y a mí. Si no lo contaba, jamás sabría por qué me había apartado Bran. Y aun así, no podía contarlo.
A mi alrededor oí cascos de caballos, a izquierda y derecha. Un trotecillo, como cabriolas delicadas. Mi yegua se estremeció y movió las orejas, nerviosa. Miré a mi alrededor. Allí no había nadie. Las sombras de la tarde temblaban con la brisa estival. Me pareció oír un tintineo de risas. Y aún seguía oyendo los cascos que me acompañaban, como de criaturas invisibles a mi lado. Con el corazón desbocado, frené la yegua y esperé, en silencio. El sonido cesó.
—Muy bien —dije con tanta calma como fui capaz de reunir, intentando recordar todo lo que Iubdan me había enseñado sobre autodefensa—. ¿Dónde estáis? ¿Quiénes sois? ¡Salid y mostraos! —Y saqué del cinto la pequeña daga que mi padre me había dado y la empuñé, aunque no sabía contra qué.
Hubo un breve silencio.
—No vas a necesitar eso. Aún no. —A mi derecha había un hombre sobre un caballo. Casi un hombre sobre casi un caballo. No se había materializado en un instante; era más bien como si hubiera estado allí todo el tiempo, pero yo no podía verlo hasta que él decidiera. Su pelo era de la misma improbable tonalidad que la del de su montura, rojo amapola brillante, y sus ropajes de muchos matices, tan cambiantes como la puesta de sol. Era increíblemente alto.
—Sigue cabalgando —me aconsejó una voz desde el otro lado, y mi yegua siguió adelante sin guía—. Hay un largo camino hasta el bosque. —La mujer que habló tenía el pelo negro, la capa azul, y era de una belleza pálida. A veces me había preguntado si alguna vez los vería como mi madre: la dama del bosque y el señor de pelo encendido que era su consorte. Tragué saliva y encontré la voz.
—¿Q… qué queréis de mí? —pregunté, mirando aún maravillada sus formas solemnes y majestuosas, y los frágiles y huesudos caballos que montaban.
—Obediencia —repuso el señor volviendo sus ojos extraordinariamente brillantes hacia mí. Mirarlo era como contemplar el fuego de un inmenso hogar. Si mirabas demasiado te quemabas.
—Sentido común —dijo la dama.
—Me dirijo hacia mi casa. —No acertaba a imaginar cómo algo de lo que yo hiciera pudiera interesar lo más mínimo a tan nobles gentes—. Tengo un buen caballo que me lleva, ropa abrigada y un arma que sé utilizar. Por la mañana llamaré a mi hermano. ¿No es eso sentido común?
El señor estalló en carcajadas, un sonido tan profundo que hasta la tierra se estremeció. Sentí que la pequeña yegua gris se agitaba, pero siguió adelante.
—No es suficiente. —La voz de la dama era más suave, pero muy seria—. Queremos una promesa de ti, Liadan.
No me gustó cómo sonaba aquello. Una promesa hecha a las hadas era una promesa que había que mantener, si tenías algo de seso. Las consecuencias de romper un voto tal eran inimaginables. Aquellos seres poseían un poder imposible de establecer. Lo decían todos los cuentos.
—El destino de Sieteaguas, y el de las islas, puede estar en tus manos —dijo el de pelo refulgente.
—El futuro de los tuyos, y de los nuestros, puede depender de ti —coincidió la dama.
—¿Qué queréis decir? —Tal vez interpelé de manera un tanto grosera. Había sido un día muy largo.
La dama suspiró.
—Esperábamos ver, en los hijos de Sieteaguas, uno que combinara la fuerza y paciencia de tu padre con los raros talentos de tu madre. Uno que al menos pudiera cumplir nuestra larga búsqueda. Nos has decepcionado. No pareces sino ser la más tosca, la que menos comprende, más allá de la lujuria de la carne. Tu hermana fue atraída para desviarse de su camino. Tu propia elección tampoco ha sido acertada. No tendrías que haber escuchado las voces.
—¿Las voces?
—Las voces de la tierra, allí, en el Antiguo Lugar. No tendrías que haberles hecho caso.
Estaba temblando, entre la ira y el miedo.
—Perdonad —dije—, ¿pero no eran voces de hadas como las vuestras?
Sacudió la cabeza, con las cejas arqueadas como sin poder dar crédito a mi ignorancia.
—Son de un tipo más antiguo. Primitivas. Las desterramos, pero aún persisten. Te conducirán lejos de la recta vía, Liadan. Más bien ya lo han hecho. No debes hacer caso de sus lisonjas.
Me enfurruñé.
—Soy capaz de tomar mis propias decisiones, sin necesidad de… lisonjas, como vos decís. No me arrepiento de nada de lo que he hecho. En cualquier caso, ¿qué pasa con la profecía? ¿No va a cumplirse algún día? Aunque me despreciéis a mí y a mi hermana, hay otro hijo, mi hermano Sean. Un joven extraordinario y de comportamiento intachable. ¿Por qué no me ignoráis y me dejáis seguir mi camino?
—Ay, no. Me parece que eso no podemos hacerlo. No ahora.
—¿Qué queréis decir con no ahora?
—Las profecías no se cumplen así como así, ya lo sabes. Necesitan un poco de ayuda. —El señor me miraba con expresión ladina de reojo—. Bueno, esperábamos hijos. Voy a decirte una cosa. A ti no te esperábamos.
Pensé en las palabras de mi madre, en cómo yo había sido una sorpresa para todos, la gemela inesperada. Cómo eso me daba poder para cambiar las cosas.
—Tengo una pregunta —dije. Ellos esperaron—. ¿Por qué me guiasteis para descubrir a mi hermana y su amante en los bosques? La enviaron lejos, llena de tristeza y amargura. También Ciarán. Provocó que la familia estallara en discordias, y la pena se instaló entre nosotros. ¿Por qué hicisteis algo así?
Hubo un silencio. Él la miró, y ella lo miró a él.
—El antiguo mal está despierto —acabó por decir la dama, y en su voz planeaba una sombra—. Debemos usar la fuerza que tenemos para detenerlo. Cuanto hicimos fue lo mejor. Lo que tu hermana quería no podía ser. Los hombres y mujeres no son importantes, con sus caprichos y sus penas. Sirven para cumplir su objetivo, eso es todo. Sólo el niño es importante.
—¿El antiguo mal? —pregunté, y los dientes me rechinaban. Quizá no se daba cuenta de cómo me habían enfurecido sus palabras, con su desprecio cruel hacia los míos.
—Ha regresado —contestó solemnemente, y sus ojos azul oscuro estaban fijos en mi rostro—. Pensábamos que estaba derrotado; estábamos equivocados. Ahora todos nos enfrentamos al final; estamos cada vez más apurados, y sin el niño no lo superaremos. Debes regresar a casa, Liadan. Directamente. Los devaneos han terminado.
—Eso ya lo sé —dije, molesta por descubrir que me picaban las lágrimas—. Ya os lo he dicho, estoy de camino.
El señor se aclaró la garganta.
—Dos hombres te desean: el que dejas y aquel al que regresas. Ninguno de los dos es el adecuado. Muestras un gusto detestable en la elección de compañero. Con todo, no tienes que casarte. Olvídalos a los dos. Regresa al bosque y quédate allí.
Me lo quedé mirando con la boca abierta.
—Ayudaría que os explicarais algo mejor. ¿Qué mal? ¿Qué fin?
—Tu especie no puede entenderlo —comentó con desdén—. Vuestro alcance es muy limitado. Tienes que aprender a ignorar las exigencias de la carne y el dolor de corazón. Son cosas mezquinas, fugaces como la juventud. Es el bien mayor el que cuenta.
—Me insultáis —repliqué—, y después esperáis obediencia ciega.
—Y tú pierdes el tiempo cuando no hay ninguno que perder. —La voz del señor desplegaba ahora un tono de amenaza—. Te revuelves como un animalito salvaje en una trampa. Harías mejor en reconocer tus debilidades y obedecer. Podemos ayudarte. Podemos protegerte. Pero no si sigues este camino de obcecación. Por ahí te aguardan muchos peligros que no alcanzas ni a soñar. —Levantó la mano, dibujando con ella un arco, y me pareció que por allí pasó la presencia fugaz de una sombra; la hierba se aplastó, como retrocediendo ante ella, los árboles se estremecieron, los arbustos se sacudieron. Los pájaros emitieron un grito repentino y se quedaron en silencio.
—Volvemos a enfrentarnos a un enemigo que hace mucho que nos amenaza —dijo la dama—. Lo creíamos derrotado, pero encontró un modo de evadir nuestra vigilancia; se ha escapado de las hadas y de los humanos, y ahora retuerce su pérfida mano sobre el futuro de nuestra raza.
Me la quedé mirando, horrorizada.
—Pero… pero yo soy una mujer corriente, como veis. ¿Cómo puede mi elección haber jugado un papel en cosas tan grandes y peligrosas? ¿Por qué tengo que prometer que me voy a quedarme en Sieteaguas?
El señor suspiró.
—Como he dicho, esto está más allá de tu comprensión. No veo razón para que te resistas, salvo la pura cabezonería. Debes hacer como te ordenamos.
Pareció crecer mientras lo miraba, y una luz parpadeante recorrió su cuerpo, como si estuviera en llamas. Sus ojos perforaban; me mantuvo la mirada implacable y empezó a dolerme la cabeza.
La dama hablaba en voz baja, pero había un centro de hierro en su tono.
—No desobedezcas, Liadan. Hacerlo pondría en peligro mucho más de lo que puedes entender.
—Promételo —exigió el señor, y el pelo pareció elevarse sobre su noble cráneo como una corona de fuego.
—Promételo —repitió la dama, con una tristeza en su tono que retorcía el corazón.
Apreté los costados de la yegua con mis rodillas, y ella siguió adelante, pero esta vez ellos no siguieron, se quedaron atrás. Sus voces me seguían, me ordenaban, me imploraban. Promételo. Promételo.
—No puedo —dije en un susurro que venía de lo más hondo de mi ser. Fue muy raro, pues hasta aquel momento mi intención era hacer justo lo que ellos deseaban: regresar a Sieteaguas y recuperar los hilos de mi antigua vida, y esforzarme por olvidarlo todo del Hombre Pintado y sus seguidores. Pero algo había cambiado. No iba a ofrecer obediencia incuestionable a gente que despreciaba la angustia de mis seres queridos como consideraciones mezquinas. De algún modo, supe que no podía acceder a su petición.
—Debo tomar mis propias decisiones, y seguir mi camino —dije—. De momento, regresaré a Sieteaguas, y no veo motivo alguno para no quedarme allí. Pero en el futuro… el futuro es desconocido; ¿quién sabe qué va a pasar? No voy a prometeros nada.
Sus voces regresaron, con un poder cargado de furia y me provocaron un estremecimiento por todo el cuerpo. La yegua también lo sintió; temblaba bajo mis piernas. Harás todo cuanto te ordenemos, Liadan. De hecho, es lo que debes hacer. Pero no respondí, y la siguiente vez que miré hacia atrás, habían desaparecido.
Era ya muy tarde; casi empezaba a anochecer. Había llegado a la carretera, y la seguí hacia el sur a medida que el sol desplegaba sus rayos rosas y dorados en el cielo. ¿Cómo era el viejo dicho? Cielo rojo por la noche, delicia del pastor. Cielo rojo por la mañana, aviso para el pastor. Sonreí para mí. No albergaba dudas de dónde lo había oído. Me lo enseñó mi padre mientras, sujeta en sus brazos sobre la colina y rodeados de sus robles jóvenes, me mostraba la puesta de sol por el oeste, por las tierras de Tir Na n’Og, más allá del mar. Todas las noches se ponía, y el cielo de la noche indicaba el del día siguiente. Aprende a leer las señales, pequeña, me había dicho. Las hadas lo habían elegido como el padre del niño que querían que naciera; lo habían elegido por su fuerza y su paciencia. Seguro, entonces, que Bran estaba equivocado. El Hombretón, tan tranquilo y profundo, con tanta reverencia por todo cuanto vivía y crecía, jamás habría podido cometer un acto de maldad tal que malograra toda la existencia de una vida.
La yegua gimió levemente y se detuvo de manera repentina. Había un disturbio delante de nosotras, en la carretera. Voces de hombres, cascos de caballos, el estrépito del metal. Nos apartamos en silencio al abrigo de unos árboles, y yo desmonté en las sombras. Los sonidos llegaron más cerca. En la luz menguante distinguí a cuatro o cinco hombres vestidos de verde oscuro, y a otro con una extraña indumentaria de piel de lobo, un hombre con media cabeza afeitada que luchaba como un poseso, de modo que a veces casi parecía que podía con ellos, por muy en minoría que estuviera. Un hombre cuya enorme estatura y constitución le proporcionaban ventaja, pero no tanta como para que al final no lo desmontaran, lo desarmaran y quedara a merced de sus enemigos. Se oyeron gritos de burla, y maldiciones, y palabras de desafío. Se oyeron gruñidos, silbidos y juramentos, y alguien gritó algo sobre una recompensa, y se oyeron más gritos y maldiciones cuando las armas encontraron su objetivo. Pero al final casi se hizo el silencio, salvo por los golpes de patadas y puñetazos que le llovían encima al hombre postrado en la carretera, con todos los atacantes a su alrededor en estrecho círculo. No podía hacer nada. ¿Cómo iba a salir e identificarme, cómo podía evitar aquel acto de barbarie sin revelar el lugar en que había estado? ¿Qué motivo tendría una buena chica como yo para defender a un matón que además era un forajido? Además, en la sangrienta reyerta, bien podrían no reparar en mí antes de que yo misma cayera bajo el golpe de un hacha o el filo de la espada. Así que me quedé completamente quieta, con la obediente yegua en silencio, hasta que oí a uno de ellos decir:
—Basta. Que se macere en su propio jugo. —Los hombres de verde montaron, se llevaron al caballo del otro y partieron rumbo al sur.
Salí con cuidado. No quedaba demasiada luz; lo encontré guiándome tanto por el débil y burbujeante sonido de su respiración como por la vista. Me arrodillé a su lado.
—¿Perro?
Estaba tumbado de lado, con la cara contorsionada por la agonía. Tenía ambas manos en el estómago, y junto a él tenía algo. Sangre, y… que Díancécht me ayudase, le habían abierto en dos el vientre y sus tripas estaban desperdigadas por tierra; él se esforzaba por mantenerse entero.
Palabras, pronunciadas entre desesperados intentos por tomar aire. Pero sólo entendí una.
—… cuchillo…
Y descubrí que, enfrentada a la situación, no tenía otra elección. Las manos me temblaban violentamente cuando saqué la afilada daga que mi padre me había dado.
—Cierra los ojos —susurré entre convulsiones. Me arrodillé al lado de su cuerpo, entre estertores, y la coloqué en la oquedad bajo la oreja. Entonces cerré los ojos y le rasgué el cuello, rápido, apretando con todas mis fuerzas, mientras el corazón se me salía del pecho, la garganta se me ocluía y mi estómago se revolvía en señal de protesta. La sangre caliente se derramó por mis manos. La yegua se movió inquieta. El cuerpo de Perro se quedó inerte, y sus brazos se apartaron de la gran herida en su vientre y… y yo me levanté abruptamente y retrocedí, y durante mucho tiempo lo único que pude hacer fue apoyarme contra un árbol, vomitando, cogiendo aire, vaciando el estómago de todo lo que contenía; la nariz y los ojos me chorreaban a mares, y la cabeza estaba a punto de estallarme por la indignación. El pensamiento lógico no era posible. Sólo un resentimiento ardiente, una alteración que me revolvía las tripas. El Hombre Pintado. Eamonn de los Pantanos. Tanto monta, monta tanto. Entre los dos se habían asegurado de que no hubiera mañana para aquel hombre. Sería yo quien llevase esa cicatriz en mi alma, mientras ellos forcejeaban en su absurda persecución el uno del otro.
Al final la luna iluminó con una luz débil y argentada la desolada carretera, y sentí el hocico de la yegua en mi hombro, suave pero insistente.
—De acuerdo —dije—. De acuerdo. Ya lo sé. —Era hora de seguir adelante. Pero no podía dejarle allí así. No podía moverlo; demasiado pesado. A la delicada luz, su rostro parecía apacible, los ojos amarillos cerrados, los rasgos picados por la viruela en reposo. Intenté no mirar la herida abierta de su cuello—. Dana, llévate a este hombre a tu corazón —murmuré dejando caer la camisa prestada que llevaba encima de mi túnica. Algo brilló a la luz de la luna. La correa de cuero había sido cortada limpiamente; cuando levanté el collar sentí la sangre en mis manos—. Fiero como un lobo enorme —dije mientras las lágrimas empezaban a brotar de nuevo—. Fuerte como un sabueso que da la vida por su amo. Gentil como el perro más fiel que jamás haya caminado al costado de una mujer. Descansa. —Le cubrí el pecho y la cara con la camisa. Después conseguí subir a la yegua y proseguimos rumbo al sur, hasta que juzgué que estaba lo suficientemente lejos. Había un refugio, al abrigo de una pila de paja. Desenrollé el abrigo de Bran, me lo puse encima y me tumbé; y la yegua se colocó a mi lado, como si supiera que necesitaba su calor para mantener lejos la oscuridad. Jamás había estado tan cerca de desear dormirme y no despertarme nunca.
A la mañana siguiente seguí cabalgando hacia el sur, vi unos cuantos granjeros en sus carros, y un par de viajeros, y todos me miraron con curiosidad, pero nadie me dijo nada. Supongo que mi aspecto les resultaría impresionante, con el pelo desordenado y suelto, y la ropa manchada de sangre y vómito. El aspecto de una loca. Cuando decidí que estaba lo bastante cerca de Littlefolds, me detuve en el camino, y abrí la mente a mi hermano. Le mostré lo suficiente, imágenes escogidas con cuidado, para que pudiera encontrarme. Me senté bajo un serbal y esperé. No debía de andar muy lejos. Antes del mediodía, oí un tronar de cascos en la carretera, y allí estaba Sean, que bajó de su caballo, me abrazó con fuerza y me miró a los ojos buscando respuestas. Pero estaban cuidadosamente controlados, como mis pensamientos. Había llegado a él; pero no le había dicho nada. Al cabo de un rato reparé en que también estaba allí Eamonn, y varios de sus hombres. Eamonn tenía una expresión extraña: la mirada despedía chispas, y su piel era del color de la ceniza. No me abrazó; no habría sido adecuado. Pero su voz temblaba cuando me saludó.
—¡Liadan! Pensábamos… ¿estás herida? ¿Te han hecho daño?
—Estoy bien —dije cansada, mientras los hombres de verde que llevaba detrás detenían sus caballos.
—Pues no lo parece —intervino Sean a bocajarro—. ¿Dónde estabas? ¿Quién te ha raptado? ¿Dónde has estado? —Mi hermano sabía que lo estaba manteniendo fuera, y utilizó todos los trucos que conocía, con su mente, para intentar abrir la mía.
—Estoy bien —repuse—. ¿Podemos volver a casa ahora?
Eamonn miraba mi caballo; y el enorme abrigo que llevaba, un abrigo de hombre. Ponía ceño. Sean observaba mi rostro, y mis manos manchadas de sangre.
—Cabalgaremos hasta Sídhe Dubh —dijo con seriedad—. Puedes descansar allí.
—¡No! —grité con cierta vehemencia—. No —añadí con más cuidado—. A casa. Quiero ir a casa ya.
Los dos hombres intercambiaron miradas.
—Será mejor que vayas tú primero, con tus hombres —dijo Sean—. Dale la noticia al Hombretón. Querrá salir a buscarnos. Nosotros descansaremos por el camino, nos tomaremos nuestro tiempo.
Eamonn asintió sin más y se marchó sin decir una palabra. Los hombres de verde lo siguieron. Allí sólo nos quedamos mi hermano, dos hombres de armas y yo.
Durante todo el camino a casa, Sean me interrogó. ¿Dónde había estado? ¿Quién me había raptado? ¿Por qué no se lo contaba, es que no entendía que debía haber venganza si me habían hecho daño de algún modo? ¿Es que había olvidado que era mi hermano? Pero yo no iba a decir nada. Bran tenía razón. No se podía confiar. Ni siquiera en los parientes más cercanos.
Así que regresé a Sieteaguas en el caballo del Hombre Pintado, protegida por su abrigo. Con un collar de garras de lobo en mi bolsillo, y las manos ensangrentadas. Desde luego, vaya éxito cambiando las cosas. Menudo encuentro con las hadas, con las voces vetustas y con las visiones de muerte. No era sino otra mujer impotente en un mundo de hombres irreflexivos. Nada había cambiado. Nada en absoluto. Salvo en mi interior. Que nadie podía ver.