Capítulo III

No medité demasiado el asunto, pues los acontecimientos pronto se adueñaron de nuestra casa con una velocidad que a punto estuvo de arrollarnos a todos. Nos sentíamos incómodos, divididos como estábamos por la negativa de Niamh a considerar siquiera la oferta de su pretendiente, y el silencio total al preguntar por sus motivos. Y por la ira de Liam, o la frustración de mi padre ante su incapacidad de conseguir que hicieran las paces. Mi madre se afligía al ver discutir a sus hombres. Sean echaba de menos a Aisling, y saltaba irritado ante cualquier cosa. Desesperada, una tarde cálida cercana al solsticio de verano, salí al bosque sola. Había un lugar que solíamos visitar cuando éramos niños, un estanque profundo y apartado rodeado de helechos y juncos, que se nutría de una cascada y estaba protegido por la suave sombra de los sauces llorones. Los tres habíamos nadado y jugado allí muchas veces en los días calurosos de verano, llenando el aire de gritos, salpicaduras y risas. Ya éramos muy mayores para eso, por supuesto. Hombres y mujeres, como Eamonn me había recordado. Demasiado mayores para divertirnos. Pero recordaba a la perfección que junto a aquel lugar crecían salvajes y lozanas las hierbas frescas, perejil, perifollo y berros abundantes, y pensé en hacer un pastelito con huevos y queso fresco que podría tentar el escaso apetito de mi madre. Así que tomé un cesto, me recogí el pelo y salí sola al bosque, aliviada de poder descansar del ambiente emocionalmente cargado de la casa.

Era un día cálido, y las hierbas abundantes. Las recogí una detrás de otra, canturreando en voz baja, y pronto llené el cesto. Me senté a descansar con la espalda apoyada en un sauce. Los bosques estaban vivos, repletos de pequeños sonidos: los crujidos de las ardillas entre el follaje, el canto de un tordo en un árbol, y también voces más extrañas, susurros sutiles en el aire, cuyo significado no podía comprender. Si contenían un mensaje, éste no podía ser para mí. Me senté muy quieta, y pensé que a lo mejor podía verlos: formas etéreas y débiles que cruzaban de rama en rama, un atisbo de un velo flotando, un ala transparente y frágil como las de las libélulas, cabellos que eran filamentos de oro y plata. A lo mejor una mano grácil haciendo el gesto de que te acercaras. Y risas como campanillas. Parpadeé, y volví a mirar. El sol debió de jugarme una mala pasada, porque ya no había nada. Tenía que regresar a casa a hacer el pastel, y a confiar en que mi familia hiciera las paces otra vez.

Allí había alguien. Abajo, entre los serbales, vi un destello de túnica azul marino, que desapareció tan rápido como había aparecido. ¿No había oído pasos en el camino? Me puse en pie, con la cesta en el brazo, y los seguí en silencio. El camino discurría por la ladera hacia el estanque resguardado, se enroscaba entre los árboles y entre densos matorrales. No llamé a nadie. No había manera de saber si lo que había visto era un efecto de la luz sobre el oscuro follaje, u otra cosa. Y había aprendido a moverme por el bosque en silencio. Era una habilidad esencial para mantenerse con vida. Allí estaba otra vez, justo delante de mí detrás de los serbales, un destello azul como de tejido, y un atisbo de una mano blanca, larga y delicada. Esta vez el gesto era inconfundible. Por aquí, indicaba. Ven por aquí. Seguí despacio por el camino.

Después, Niamh jamás creería que no la había seguido adrede para descubrir su secreto. Me moví en silencio bajo los sauces, hasta que la superficie calma del estanque apareció ante mi vista. Me detuve, conmocionada por la sorpresa. Ella no me había visto. Ni él. Sólo tenían ojos el uno para el otro, sumergidos hasta la cintura, con los cuerpos reflejados en el agua bajo el dosel de árboles y la luz del sol sobre la piel a través de las hojas estivales. Ella se abrazaba con fuerza a su cuello y él había inclinado la cabeza color caoba para besarle el hombro desnudo, a lo que ella respondió con un gracioso y primitivo arqueamiento de la columna. La larga y brillante cortina de su melena le caía por la espalda, y hacía reverberar la luz dorada del sol, aunque no acababa de ocultar su desnudez.

Experimentaba sentimientos encontrados. Conmoción, zozobra y un deseo ferviente de haber ido a cualquier otro lugar a por mi cosecha. Saber que tenía que dejar de mirar de inmediato. La incapacidad absoluta de apartar mis ojos. Porque lo que veía, aunque totalmente incorrecto, era también mucho más hermoso de lo que podía imaginar. El juego de la luz en el agua, de la sombra sobre la piel nacarada, los dos cuerpos enroscados, el modo en que uno estaba tan profundamente perdido en el otro: era tan maravilloso de ver como perturbador. Si aquello era lo que se suponía que debía de sentir por Eamonn, había hecho bien en hacerle esperar. Llegó un momento, cuando las manos del joven druida recorrieron el cuerpo de mi hermana y él la levantó tirando de ella hacia sí con urgencia, en que supe que ya no podía seguir mirando, y me retiré en silencio bajo los sauces, mientras caminaba a ciegas en dirección a casa, con la mente profundamente inquieta. Del extraño guía que me había conducido hasta ellos, no había ninguna señal.

Mala suerte. Mal momento. O puede que ya estuviera escrito que la primera persona que me había de encontrar de camino a casa fuera mi hermano. Que aquello sucediera en mitad del camino hacia mi casa, por los pastos, mientras mi mente fantaseaba con las imágenes de aquellos dos cuerpos jóvenes entrelazados, como si fueran una única criatura. A lo mejor las hadas habían tenido algo que ver, o puede que, como dijo Niamh más tarde, todo fuera culpa mía por espiar. He hablado de la comunicación entre mi hermano y yo. Cuando éramos pequeños, a menudo compartíamos nuestros pensamientos y secretos directamente, de mente a mente, sin necesidad de hablar. Todos los gemelos están unidos, pero el lazo entre nosotros era mucho mayor; en un instante podíamos invocar al otro, casi como si compartiéramos parte de nuestro espíritu, antes incluso de que ninguno de los dos viera el mundo exterior. Pero últimamente habíamos decidido, en un acuerdo sin palabras, cerrar ese vínculo. Los secretos de un joven que corteja a su primer amor son demasiado delicados para compartirlos con una hermana. En cuanto a mí, no sentía ningún deseo de hacerle partícipe de mis miedos por Niamh, o mis recelos sobre el futuro. Pero en ese momento no pude evitarlo. Pues así sucede con los que están tan unidos como Sean y yo, que cuando uno siente un terrible desasosiego, o dolor, o una intensa alegría, se derrama con tanta fuerza que el otro no tiene más remedio que compartirlo. No había manera de mantenerlo alejado en dichas circunstancias, no tenía control para parapetar mi mente. No pude bloquear la pequeña imagen, clara como el día, de mi hermana y su druida, reflejados en el agua calma, una en brazos del otro. Y lo que vi y sentí, también lo vio mi hermano.

—¿Qué es esto? —exclamó Sean horrorizado—. ¿Eso ha pasado hoy? ¿Ahora?

Asentí llena de tristeza.

—¡Por el Dagda, que mataré a ese tipo con mis propias manos! ¿Cómo osa deshonrar así a mi hermana?

Me pareció que iba a adentrarse en los bosques en aquel mismo instante, obsesionado con el castigo.

—Para. Para, Sean. Nada conseguirás desatando tu ira. Puede que no sea tan malo.

Me agarró por los hombros en medio del prado, y me hizo mirarle directamente a los ojos. Vi en su rostro el reflejo de cuanto leía en su mente: conmoción, furia, indignación.

—No puedo creerlo —murmuró—. ¿Cómo puede haber aceptado Niamh tomar parte voluntariamente en algo tan insensato? ¿Acaso ignora que ha puesto toda la alianza en peligro? Dioses misericordiosos, ¿cómo hemos sido tan ciegos? ¡Ciegos, todos! Ven, Liadan, tenemos que volver a casa y contarlo.

—¡No! No se lo digas, aún no. Por lo menos, déjame hablar antes con Niamh. Veo… veo que se derivarán desgracias de esto. Una desgracia más horrible de lo que puedas imaginar. Sean. Sean, para.

—Ya es tarde. Demasiado tarde. —Sean había tomado una decisión y no me escuchaba. Se dio la vuelta en dirección a la casa, con un gesto para que le siguiera—. Hay que decírselo, y ahora. Puede que aún podamos arreglar algo de este desastre si lo mantenemos en secreto. ¿Por qué no me lo has contado? ¿Cuánto hace que lo sabes?

Mientras subíamos hacia la casa, un Sean de rostro sombrío que avanzaba a grandes zancadas y yo que lo seguía a regañadientes, me pareció que llevábamos con nosotros una sombra, la más oscura de todas.

—No lo sabía. No hasta ahora. Me lo supuse; pero no sabía que había llegado tan lejos. Sean. ¿Tienes que contárselo?

—No hay elección. Tiene que casarse con los Uí Néill. Toda la operación depende de esa unión. No quiero ni pensar en lo que esto va a hacerle a Madre. ¿Cómo puede haber hecho Niamh tal cosa? No tiene lógica.

Padre estaba fuera, trabajando en una de sus plantaciones. Madre se hallaba descansando. Pero Liam sí estaba, así que fue el primero en recibir la noticia. Estaba preparada para una desaprobación furiosa, para la ira. Me dejó patidifusa el modo en que cambió el rostro de mi tío, cuando Sean le contó cuanto sabía. La mirada en sus ojos era más que conmoción. Vi revulsión, y vi, ¿era miedo? Seguro que no. ¿Liam, asustado?

Cuando mi tío habló por fin, estaba claro que ejercía el más férreo de los controles para mantener su voz tranquila. Aun así, le tembló al hablar.

—Sean. Liadan. Necesito vuestra ayuda. Este asunto no debe salir de la familia. Es de la mayor importancia. Sean, quiero que vayas a buscar a Conor. Ve tú, y ve solo. Dile que es urgente, pero no le cuentes el motivo a nadie más. Mejor que te marches ya. Y controla tu ira, por el bien de todo el mundo. Liadan, me gustaría no involucrarte, pues estos asuntos no son adecuados para los ojos ni oídos de una joven. Pero eres de la familia, y ya estás mezclada en esto, me guste o no. Gracias a los dioses Eamonn y su hermana ya no están en Sieteaguas. Ahora quiero que vayas abajo y esperes a Niamh; vigila desde la entrada del jardín hasta que la veas aparecer. Tráela directamente a mi cámara privada. E insisto, y no me cansaré de repetirlo, no habléis. Con nadie. Mandaré a buscar a vuestro padre, y le daré yo mismo la noticia.

—¿Qué pasa con Madre? —tuve que preguntar.

—Hay que decírselo —respondió con sensatez—. Pero no aún. Dejémosla que disfrute de algo de paz antes de que se entere.

Así que esperé a Niamh, y mientras esperaba vi a Sean cabalgar bajo los árboles en dirección al lugar donde moraban los druidas, en lo más profundo del bosque. Bajo los cascos de su caballo, una polvareda.

Esperé mucho tiempo, casi hasta el anochecer. Tenía frío, y me dolía la cabeza, y sentí un miedo extraño que parecía bastante desproporcionado ante la naturaleza del problema. Lo había meditado una y otra vez. A lo mejor se querían de verdad. Desde luego es lo que parecía. A lo mejor él era hijo de una buena familia, y a lo mejor tampoco importaba si se convertía o no en druida, y… y entonces recordé el rostro de Liam, y supe que mis pensamientos eran totalmente inútiles. Había mucho más allí de lo que se podía comprender a simple vista.

Fue muy difícil decírselo a Niamh. Estaba radiante de felicidad, le resplandecía la piel y le brillaban los ojos como estrellas. Llevaba una guirnalda de flores silvestres en el pelo lustroso, e iba descalza.

—¡Liadan! ¿Qué diantres estás haciendo aquí? Es casi de noche.

—Lo saben —espeté directamente, y vi cómo le cambiaba la cara y la luz abandonaba sus ojos, apagada con tanta rapidez como al soplar una vela—. Estaba… estaba recogiendo hierbas, os vi y…

—¡Se lo has contado! ¡Se lo has contado a Sean! ¡Lo has estropeado todo! ¡Todo! ¡Te odio!

—Niamh. Para. No he dicho nada, te lo juro. Pero ya sabes cómo somos Sean y yo. No pude ocultárselo —respondí cabizbaja.

—¡Espía! ¡Fisgona! Tu estúpido lenguaje mental no es más que una excusa. Estás celosa, ¡porque tú no eres capaz de conseguir un hombre! Bueno, no me importa. Amo a Ciarán, y él me quiere a mí, ¡y nadie impedirá nuestra unión! ¿Me oyes? ¡Nadie!

—Liam me ha dicho que te espere y te lleve directamente ante él —conseguí decir, y me di cuenta de que tenía que hacer esfuerzos para no llorar. Me tragué las lágrimas. No iban a ayudar a nadie—. Ha dicho que tenemos que mantenerlo en secreto. Que no salga de la familia.

—Ah, sí, el honor de la familia. Maravilloso. No podemos estropear una oportunidad de alianza con los Uí Néill, ¿verdad? No importa, hermana. Ahora que he avergonzado a la tan importante familia, a lo mejor te tendrás que casar tú con el ilustre Fionn, jefe de Tirconnell. Será obra tuya.

La reacción de Liam parecía muy inquietante, y el miedo se había apoderado de mí, un miedo cuya causa no comprendía. Intenté mantener la calma; ser fuerte por mi hermana. Pero las palabras de Niamh me habían herido, y no pude contener la ira.

—¡Santa Brighid! —espeté—. ¿Cuándo comprenderás que hay más gente que tú en el mundo? Niamh, estás metida en un buen lío. Y me parece que sólo tienes ganas de hacer daño a quien te puede ayudar. Ahora vamos. Terminemos con esto. —Me dirigí hacia la puerta de la destilería. Desde allí se podía acceder a la sala donde esperaba Liam por la escalera de atrás, y con suerte sin ser vistas. Niamh se había quedado en silencio. Me di la vuelta, con la esperanza de no tener que arrastrarla por la fuerza—. ¿Vienes o no?

Oí un ruido de cascos al otro lado del muro del jardín, al galope por la entrada principal. Las botas pisaron la gravilla cuando los hombres desmontaron. Sean no había tenido manera de regresar de su recado sin que lo vieran.

—Liadan. —Mi hermana habló con voz apenas audible.

—¿Qué?

—Prométemelo. Prométeme que te quedarás conmigo. Que hablarás por mí.

Caminé directamente hacia ella y la rodeé con un brazo. Temblaba bajo la fina túnica, y una lágrima emitió un destello desde aquellos ojos azules.

—Claro que me quedaré, Niamh. Ahora ven. Estarán esperándonos.

Cuando llegamos a la sala de arriba, todos estaban allí, esperando. Todos menos Madre. Liam, Conor, Sean y mi padre, los cuatro de pie, con sus rostros aún más sombríos por efecto de la escasa luz, pues sólo una pequeña lámpara ardía sobre la mesa, y fuera estaba oscuro. El aire podía cortarse de lo tenso que estaba. Se notaba que habían estado hablando y se habían callado al entrar nosotras. Si algo me asustó en aquel momento, al entrar con mi hermana, fue el rostro de Conor. Su expresión era un reflejo de la que había visto en los rasgos de su hermano no mucho antes. No era miedo exactamente. Más bien el recuerdo del miedo.

—Cierra la puerta, Liadan. —Hice lo que Liam me dijo y regresé junto a mi hermana que, con la cabeza bien alta, se mostraba como una princesa trágica de algún relato antiguo. Su melena brillaba, dorada a la luz de la lámpara. Sus ojos centelleaban con las lágrimas no derramadas—. Es tu hija —espetó mi tío sin mayores contemplaciones—. Quizá deberías hablar tú primero.

Padre estaba al final de la sala, con el rostro en sombra.

—Sabes qué sucede, Niamh. —Su voz mantenía la necesaria calma.

Niamh no respondió, pero la vi erguirse, levantar la cabeza un poco más.

—Siempre he esperado de mis hijos que dijeran la verdad, y es lo que quiero de ti ahora. Confiábamos en un buen matrimonio para ti. Puede que te haya concedido más libertad de lo que hubiera sido prudente. Libertad para que tomaras tus propias decisiones. A cambio esperaba… honestidad, por lo menos. Sentido común. Algo de juicio.

Siguió sin decir nada.

—Es mejor que nos respondas, entonces, y que lo hagas con sinceridad. ¿Te has entregado a este joven? ¿Ha yacido contigo?

Sentí el temblor que recorrió el cuerpo de mi hermana, y supe que era ira, no miedo.

—¿Y qué si lo he hecho? —espetó.

Hubo un momento de silencio, y entonces Liam dijo con tono sombrío:

—Contesta la pregunta de tu padre.

La mirada de Niamh emitía destellos de desafío al enfrentar la de su tío.

—¿Y a ti qué te importa? —replicó, su voz se elevó un punto y me agarró tan fuerte de la mano que pensé que me la iba a romper—. No soy tu hija ni lo he sido jamás. No me importa ni el honor de tu familia ni tus estúpidas alianzas. Ciarán es un buen hombre, y me quiere, y eso es todo cuanto importa. ¡Todo lo demás no es asunto tuyo, y no voy a mancillarlo exponiéndolo aquí, en una habitación llena de hombres! ¿Dónde está mi madre? ¿Por qué no está aquí?

Oh, Niamh. Me zafé de su mano y me di la vuelta. Sentía un peso como una piedra fría en mi corazón.

Fue Sean el que dio un paso adelante, y jamás había visto tal ira en sus ojos, ni sentido en mi espíritu la furia y pena desbordantes que me transmitió. No había manera de detenerlo. Absolutamente ninguna.

—¡Cómo te atreves! —repuso con una voz fría por la furia, y levantó la mano y le arreó un bofetón en la preciosa mejilla surcada de lágrimas. Apareció una marca roja al instante en su piel dorada—. ¿Cómo te atreves a pedir eso, cómo te atreves a esperar siquiera que soporte esta humillación? ¿Tienes idea de lo que tu insensato egoísmo le hará? ¿Acaso no sabes que nuestra madre se está muriendo?

E, increíblemente, quedó claro que no lo sabía. Todo este tiempo, mientras Sean, Iubdan, sus hermanos y yo habíamos observado a Sorcha languidecer cada día un poquito más, mientras habíamos sentido nuestros corazones cada vez más fríos al verla dar otro paso lejos de nosotros, con cada luna menguante, Niamh, enfrascada en su propio mundo, no había visto nada. Se volvió tan blanca como el pergamino, salvo por la marca roja en la mejilla, y apretó los labios.

—Basta, Sean. —Iubdan parecía un anciano al acercarse desde las sombras, y la luz resaltaba las arrugas y pliegues de la pena en su rostro. Se movió para agarrar a mi hermano del brazo y apartarlo, separarlo de Niamh, petrificada en medio de la sala—. Basta, hijo. Un hombre de Sieteaguas no levanta la mano preso de la ira contra una mujer. Siéntate. Vamos a sentarnos todos. —Era un hombre fuerte, mi padre. Tan fuerte, que en ocasiones nos avergonzaba a todos los demás—. A lo mejor tendrías que dejarnos, Liadan. Por lo menos te ahorrarías este bochorno.

—¡No! —La voz de Niamh fue más bien un grito de pánico—. ¡No! La quiero aquí. ¡Quiero aquí a mi hermana!

Padre me miró, levantó las cejas.

—Me quedo —respondí, y mi voz sonó como la de una extraña—. Lo he prometido. —Miré a Conor, sentado y con el rostro ceniciento. Su boca era una línea. Me había dicho que no me sintiera culpable por lo que iba a suceder. Pero no podía prever aquello. Le reñí. ¡No me dijiste que sería así!

No lo sabía. Habría hecho lo imposible para prevenirlo. Aun así, acontece tal y como debía suceder.

—Bueno —intervino Padre cansado, cuando ya estábamos todos sentados, Niamh y yo en el mismo banco, pues me había vuelto a agarrar de la mano y esta vez no iba a soltarme—. Esta noche no vamos a sacar mucho más de ti, eso lo veo. También entiendo cuál es la respuesta a mi pregunta, aunque tú no la hayas dado. Pero está claro que no comprendes la importancia de lo que has hecho. Si esto no fuera más que una escapada juvenil, un dejarse llevar por la locura de Imbolc, una concesión a las necesidades de la carne, sería más fácilmente aceptado, incluso excusado. Dichos errores son frecuentes, y pueden pasarse por alto, si sólo ocurren una vez.

—Pero… —empezó a decir Niamh.

—Calla, niña. —Cerró la boca mientras Liam hablaba, pero en sus ojos había furia—. Tu padre habla con sensatez. Tienes que escuchar lo que Conor va a decir. También él debe asumir su responsabilidad en este asunto; en parte es su error de juicio el que nos ha traído esta desgracia. ¿Qué tienes que decirnos, hermano?

Jamás había escuchado a mi tío pronunciar crítica alguna contra sus hermanos o hermana, no en todos los años de mi vida. Allí había un viejo rencor que apenas se vislumbraba.

—Es cierto —intervino Conor en voz muy baja, mirando directamente a Niamh con aquellos ojos grises y serenos suyos, aquellos ojos que tanto veían, y tanto albergaban en sus profundidades—. Fui yo quien decidió traerlo; fui yo quien creyó que había llegado la hora de que diera un paso adelante y lo vieran. A pesar del dolor que ha causado, a pesar de quién es, Ciarán es un joven fantástico, y hasta ahora, un honor para la hermandad. Es muy capaz. Muy apto.

—Ésta sí que es buena —gruñó Sean—. Le das una oportunidad de mostrarse en público y lo primero que hace es seducir a la hija de la casa. Aptísimo.

—Basta, Sean. —A Iubdan empezaba a costarle mantener el tono—. Tu juventud te hace hablar con dureza. Esto es tan culpa de Niamh como del joven. Ha tenido una educación separada, y puede que no entendiera completamente el significado de sus acciones.

—Ciarán lleva con la hermandad muchos años, aunque sólo cuenta veintiuno. —Conor seguía mirando directamente a Niamh, y a la luz de la lámpara, su rostro largo y ascético era tan pálido como su túnica—. Ha sido, como he dicho, un estudiante ejemplar. Hasta ahora. Apto para aprender. Voluntarioso. Disciplinado. Hábil con las palabras, y con otros talentos que apenas empieza ahora a descubrir él mismo. Niamh, este joven no es para ti.

—Me lo dijo —repuso Niamh, con la voz entrecortada—. Me lo dijo. Me quiere. Yo le quiero. No hay nada tan importante como eso. ¡Nada! —Sus palabras eran desafiantes, pero por debajo estaba asustada. Asustada por lo que Conor no había dicho.

—Tú y ese joven no podéis uniros. —Liam hablaba con dificultad, como si alguna pena no dicha le pesara—. Te casarás adecuadamente tan pronto como sea posible, y abandonarás Sieteaguas. Nadie debe saber esto.

—¡Qué! —Niamh se puso colorada por la rabia—. Que me case con otro hombre, después de… ¡No puedes decir eso! ¡No puedes! ¡Díselo, Liadan! ¡No me casaré con nadie más que con Ciarán! ¿Y qué si es druida? No tiene por qué importar, aún podría tomar esposa, me dijo que…

—Niamh.

Al sonido de la voz de Padre, el torrente de palabras llegó a un fin abrupto y con hipidos.

—No te casarás con ese hombre. No es posible. A lo mejor te parece injusto. Quizá pienses que hemos tomado la decisión precipitadamente, sin considerar todas las posibilidades. No es así. No podemos explicarte todos los motivos, pues, créeme, eso sólo aumentaría tu dolor. Pero Liam tiene razón, hija. Tal unión no puede producirse. Y ahora que has cedido a tus deseos, habrás de casarte tan pronto como se pueda arreglar, no vaya a ser que… tienes que casarte, no vaya a ser que un mal peor caiga sobre esta casa.

Parecía tan cansado que resultaba increíble, y sus palabras me parecieron raras. Lo que mi hermana había hecho era insensato e irreflexivo, pero no parecía merecer un tratamiento tan duro. Y mi padre había sido el más equilibrado de los hombres, sus decisiones siempre estaban fundamentadas en un cuidadoso análisis de todas las cuestiones importantes.

—¿Puedo hablar? —me atreví a preguntar con cierta vacilación.

La respuesta no fue muy animosa. Sean me miró con ira; Liam puso ceño. Padre no me miró. Niamh estaba petrificada, sólo las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Qué pasa, Liadan? —preguntó Conor. Mantenía un celoso escudo sobre sus pensamientos; no tenía ni idea de qué le rondaba por la mente, pero presentí un dolor profundo. Más secretos.

—No quiero excusar a Niamh ni al joven druida —intervine con voz queda—. ¿Pero no los estáis juzgando con demasiada dureza? Ciarán parece un hombre de aspecto favorable, buenas maneras, inteligente y honesto. Trató a mi madre con gran respeto. ¿No merece un partido como el suyo cierta consideración? Con todo, lo rechazáis de plano.

—No puede ser. —Supe por el tono de Liam que el veredicto era definitivo. Seguir discutiendo sería absurdo—. Como dice tu padre, estamos de acuerdo en que lo único que podemos hacer es salvar la situación. Es un asunto muy grave; uno cuyas implicaciones totales no podemos hacerte saber. Esto no puede salir de estas cuatro paredes. Es imperativo mantenerlo en el más absoluto secreto.

Me pareció que una cerrada oscuridad se había levantado y se hallaba presente entre nosotros en aquella sala. Estaba allí, en la marca roja que estropeaba el rostro de mi hermana. Estaba allí, en la crítica de Liam a su hermano sabio. Estaba en las arrugas y surcos pronunciados del rostro de mi padre. Estaba en los ojos de Niamh cuando se dio la vuelta presa de la ira.

—¡Esto es culpa tuya! —sollozó—. Si te hubieras mantenido al margen, si no me hubieras seguido, espiándome, ninguno lo habría sabido. Nos habríamos fugado, habríamos podido estar juntos…

—Contén la lengua, Niamh —dijo Iubdan con un tono que jamás le había oído utilizar. Se detuvo con un hipido, sacudió los hombros.

—Quiero ver a Madre —salió la vocecita.

—Esta noche no —repuso Padre, ahora muy tranquilo—. Se lo he contado, mientras esperábamos a que llegara Conor, y está muy preocupada. Ha accedido a tomar una pócima para dormir, y ahora está descansando. Ha preguntado por ti, Liadan. Le he dicho que pasarías a verla antes de retirarte a dormir. —Parecía terriblemente cansado.

—Quiero verla —repitió Niamh, como una niña pequeña a la que le hubieran negado un capricho.

—Has perdido el derecho de tomar tus propias decisiones. —Las palabras de mi padre parecían suspendidas de un silencio cruel.

Jamás pensé que le oiría decir tal cosa. Hablaba desde las profundidades de su dolor, y mi corazón sangraba por él. Niamh se quedó muda y paralizada.

—Ya hablaremos de todo esto más tarde —prosiguió Padre—. Por ahora tú vete a tu cuarto, y tú quédate aquí hasta que decidamos qué hacer. Esta decisión debe tomarse enseguida, y tú la acatarás, Niamh. Ahora vete. Basta por hoy. Y no habléis de esto con nadie. ¿Lo entendéis? Liam tiene razón, esto debe contenerse aquí, o puede que haga más daño.

—¿Qué pasa con el chico? —preguntó Liam.

—Hablaré con él esta noche —respondió Conor, y también él parecía cansado hasta el derrumbamiento—. Su manera de tratar este asunto nos dará una medida de su valía.

Me senté junto a Madre hasta que cayó en un sueño plagado de sobresaltos. No hablamos de lo que había pasado, pero se notaba que había estado llorando. Después volví a mi cuarto, donde Niamh se encontraba sentada en la cama, muy tiesa. No tenía sentido intentar hablar con ella. Me tumbé y cerré los ojos, pero el descanso era imposible. Me sentía enferma, inútil y, a pesar de las sabias palabras de Conor, no podía escapar de la sensación de que de algún modo había traicionado a mi hermana. Una cierta oscuridad pendía sobre nuestra casa, como si la sombra de un pasado malvado hubiera cobrado vida de nuevo. No comprendía qué era; pero sentí que había hecho mella en mi corazón, y vi su mano en el rostro pálido y surcado de lágrimas de mi hermana.

—¡Liadan! —Abrí los ojos al oír el susurro urgente de Niamh. Estaba junto a la ventana.

—¡Está aquí! Ciarán. ¡Ha venido a por mí!

—¿Qué?

—Mira abajo. Abajo, entre los árboles.

Estaba oscuro, y desde luego veía poco, pero oí los cascos amortiguados de un jinete solitario llegar muy deprisa, demasiado deprisa, desde la margen del bosque. El caballo pisó sobre gravilla y después se hizo el silencio. Se oyeron los golpes de la puerta de fuera, y vimos el resplandor de una antorcha.

—Está aquí —repitió mi hermana, con la voz llena de esperanza.

—A la porra con los planes de Liam de mantenerlo en secreto —repuse yo secamente.

—Tengo que ir. He de bajar a verle…

—¿Es que no has escuchado nada de lo que te han dicho? —le pregunté—. No puedes bajar. No puedes verle. Está prohibido. ¿Y no te ha dicho Padre que te quedes en tu cuarto?

—¡Pero necesito verlo! ¡Liadan, tienes que ayudarme! —Me miró con aquellos enormes y fascinantes ojos otra vez, como tantas antes.

—No lo voy a hacer, Niamh. Además, estás equivocada. Tu joven no está aquí para raptarte. Los amantes que lo intentan no llaman a la puerta del padre. Está aquí porque se ha enterado, y no lo comprende. Está aquí porque está herido y enfadado, y quiere respuestas.

Abajo, el visitante nocturno fue admitido y la puerta se cerró tras él. Volvió el silencio.

—Tengo que saberlo —susurró ansiosa Niamh, mientras me agarraba por los brazos justo donde antes me había hecho cardenales—. Ve tú, Liadan. Ve abajo y escucha. Averigua qué está pasando, dime qué dicen. Tengo que saberlo.

—Niamh…

—Por favor. Por favor, Liadan. Eres mi hermana. No estoy rompiendo ninguna regla, me quedaré aquí, lo prometo. Por favor.

Con todos sus defectos, yo adoraba a mi hermana, y jamás me había resultado fácil negarle nada. Además, tenía que admitir que también yo quería saber qué se estaba cociendo tras aquella puerta. No me sentía cómoda viviendo en una casa llena de secretos. Pero había visto la mirada de Liam y oído la ira en la voz de mi padre. No sentía ningún deseo de ser descubierta en un lugar donde no me correspondía estar.

—Por favor, Liadan. Tienes que ayudarme. Debes hacerlo. —Siguió así un buen rato, llorando y suplicando, cada vez más ronca por el llanto. Al final, me convenció.

Me eché un chal sobre el camisón y salí sin hacer ruido por el zaguán hasta que vi la línea de una débil luz bajo la puerta de la habitación donde antes habíamos hablado. No había nadie cerca. Parecía que Liam había actuado con rapidez para evitar una escena.

De dentro llegaron los sonidos de voces, pero no entendía las palabras. Parecía que hubieran cuatro o cinco personas. Liam, decisivo y tajante; los tonos más mesurados de Conor. La voz de mi padre era más templada y profunda. Al parecer, habían excluido a Sean. A lo mejor lo consideraban demasiado joven e impetuoso para aquel consejo. Me quedé temblando encima de la escalera. La voz de Ciarán; las palabras eran irreconocibles, el tono duro y cargado de pena e indignación. Noté que había movimiento en la sala, e intenté retirarme. Pero no fui lo bastante rápida. La puerta se abrió de par en par y el joven druida salió a grandes zancadas, con la cara blanca como la tiza, y una mirada fulminante. Al abrirse la puerta escuché a Liam decir:

—No. Dejadlo estar.

Ciarán se detuvo sobre sus pasos, y se me quedó mirando mientras yo me quedaba paralizada con el camisón y el chal de lana. Pensé que apenas veía lo que tenía enfrente; sus ojos estaban llenos de fantasmas. Pero sabía quién era.

—Ten —me dijo, y cogió la bolsa que llevaba colgada al cinto—. Dile que me voy. Dile… dale esto. —Me puso algo pequeño en la mano, y después se marchó sin hacer ruido, por las escaleras y hacia la oscuridad.

Cuando estuve de vuelta y a salvo en mi cuarto, le di a Niamh la suave piedra blanca con un perfecto agujero en medio, le conté lo que había dicho y la sostuve en mis brazos mientras lloraba y lloraba como si nunca fuera a parar. Y en lo más hondo de mi espíritu, oí el ruido de los cascos de Ciarán al partir, cada vez más y más lejos, tan lejos de Sieteaguas como pudiera alcanzar su caballo al amanecer.

* * *

Antes del solsticio de verano mi hermana se casó con Fionn, hijo del jefe de los Uí Néill, y ese mismo día se la llevó con él a Tirconnell. Yo los acompañé a caballo hasta el pueblo de Littlefolds. Al menos, ése era el plan. En silencio, helada, impenetrable como era en su pena, Niamh sólo había hecho una petición, y ésa era mi compañía para despedirla.

—¿Estás segura de que no pasa nada? —le había preguntado a Madre.

—Nos apañaremos —sonrió, pero aquellos días una pena empañaba su mirada—. Tienes que vivir tu vida, hija. Nos apañaremos sin ti una temporada.

Pensé en preguntarle qué quería decir que un guía del mundo de las hadas me hubiese llevado a descubrir el secreto de mi hermana, y enviarla por un camino que la alejaba de Sieteaguas y el bosque. Pues no albergaba dudas de que las hadas habían puesto una mano en todo aquello, aunque no acertaba a ver sus motivos. Mi madre podría saberlo, pues había visto a aquellos poderosos seres cara a cara más de una vez, y había sido guiada por sus deseos. Pero no le pregunté. Madre ya tenía bastante con lo suyo. Además, ya era demasiado tarde. Para Niamh y para Ciarán, que se había marchado y nadie sabía adónde.

Padre no estaba tan preparado para verme partir, pero sabía cómo era Niamh, y accedió a regañadientes.

—No tardes mucho en volver, cariño —me dijo—. Cinco o seis días como máximo. Y no vayas a ningún sitio sin la debida vigilancia. Liam te pondrá hombres armados para que regreses sana y salva a casa.

Antes de la boda, había elaborado un bonito y fuerte cordón para que mi hermana lo llevara al cuello. Mientras lo tejía, me conté la historia de Aengus Og y la bella Caer Ibormeith, y sentí el peso de las lágrimas no derramadas tras mis ojos. En aquel cordón introduje uno de los hilos de oro del hábito de mi tío Conor. También había fibras de brezo y lavanda, celidonia y enebro; intenté protegerla tan bien como pude. Puse hebras de lino sencillo de mi túnica de trabajo, y otras azules de la vieja y más querida túnica de mi madre. La capa para cabalgar de Sean proporcionó lana oscura, y las tiras de cuero que unían los finales habían salido de un par de botas viejas de Iubdan. Las botas fangosas de un granjero. Lo compuse todo junto en un cordón que era fino y suave, tejido de tal modo que hacía falta algo más que fuerza mortal para romperlo. No le dije nada cuando se lo puse en la mano, y Niamh tampoco. Pero sabía para qué era. Sacó la pequeña piedra blanca del bolsillo y pasó el cordón por el agujero, se lo puso alrededor del cuello, y yo aparté su hermosa y fiera melena y le até las dos tiras de cuero. Cuando se metió la piedra bajo la túnica, no se veía en absoluto.

Desde aquella aciaga noche en que aprendió que los hombres tomaban las decisiones y las mujeres obedecían, mi hermana no había vuelto a mencionar a Ciarán. De hecho, apenas había hablado. Aquellas fueron sus últimas lágrimas; sus últimas señales de debilidad. Vi el resentimiento amargo en sus ojos al decirle a Liam que se casaría con Fionn como él deseaba. Vi el dolor en su rostro mientras preparaba sus túnicas, zapatos y velos, mientras contemplaba a las mujeres coser su vestido de novia, mientras miraba por la ventana los suaves bosques estivales de Sieteaguas. Apenas hablaba, ni siquiera con Madre. Padre intentó charlar con ella, pero apretó los labios y no quiso escuchar sus suaves palabras, que intentaban explicarle que aquello era lo mejor para ella; que descubriría con el tiempo que se había tomado la decisión más adecuada. Después de aquello, Padre empezó a quedarse hasta tarde en los campos, para no tener que hablar con ninguno de nosotros. Sean se mantenía ocupado con los hombres en el patio de prácticas, y evitaba todo lo que podía a sus dos hermanas.

En cuanto a mí, quería a Niamh y deseaba ayudarla. Pero no me dejaba entrar. Sólo una vez, la noche antes de su boda, mientras estábamos tumbadas sin poder dormir, compartiendo nuestra habitación por última vez, dijo muy bajito:

—¿Liadan?

—¿Qué pasa, Niamh?

—Me dijo que me amaba. Pero se marchó. Me mintió, Liadan. Si me hubiese querido de verdad, jamás me habría dejado. No habría abandonado tan fácilmente.

—No creo que fuera en absoluto fácil —le dije, al recordar la mirada en el rostro del joven druida en la penumbra del zaguán, y el tono de amargura y dolor en su voz.

—Me dijo que siempre me amaría. —La voz de mi hermana era tensa y fría—. Todos los hombres son unos mentirosos. Yo habría sido sólo suya. No se merecía una promesa tal. Espero que sufra cuando sepa que me he casado con otro, y que me he ido muy lejos del bosque. A lo mejor entonces sabrá qué se siente cuando te traicionan.

—Oh, Niamh —le dije—. Claro que te quiere, estoy segura. Sin duda tenía sus motivos para marcharse. Aquí hay mucho más de lo que sabemos; secretos que no nos han contado. No debes odiar a Ciarán por lo que ha hecho.

Pero se había dado la vuelta, de cara a la pared, y no supe si me oyó o no.

Fionn era un hombre de mediana edad, como mi tío había dicho, con buenos modales, decidido, y acompañado del séquito que se esperaba de un hombre de su posición. Sus ojos siguieron a mi hermana, y no hizo ningún intento por ocultar el deseo en ellos. Pero su boca era fría. No me gustó. Lo que el resto de mi familia pensaba nadie podía saberlo, pues fingimos convincentemente que aquello era una alegre celebración, y en el día de la boda no faltaron música, flores y banquete. Los Uí Néill eran una casa cristiana, y fue un cura cristiano quien pronunció unas palabras y escuchó los votos de la pareja. Aisling estaba allí, y con ella Eamonn. Sentí un gran alivio al no tener oportunidad de quedarme con él a solas. Habría leído en mis ojos la tristeza, y habría querido saber por qué. Conor no estaba allí, ni tampoco ningún otro de los suyos. Bajo el aparente jolgorio, se notaba que había algo que estaba profundamente mal en todo aquello, y no había nada que yo pudiera hacer. Después cabalgamos hacia el noroeste, Niamh y su marido, los hombres de Tirconnell, así como los seis hombres de armas de nuestra propia casa, conmigo en el centro, haciéndome sentir un tanto ridícula.

El pueblo de Littlefolds queda encajado bajo una colina, dentro de un pliegue de tierra en una región muy boscosa y ligeramente montañosa. Se encuentra al oeste de las propiedades de Eamonn y al noroeste de la frontera con las de Seamus Barbarroja. Nuestro viaje nos había llevado, hasta entonces, por territorio familiar y amigo. Había llegado el momento de despedirme de mi hermana y regresar a casa. Fue al tercer día. Habíamos montado campamento y estaba bien surtido. Niamh, la doncella que la acompañaba y yo compartíamos tienda, mientras que los hombres se apañaban por su cuenta. Supuse que Fionn esperaría a llegar a Tirconnell para consumar el matrimonio. Por el bien de mi hermana esperé que así lo hiciera.

Nos despedimos. Sin tiempo; sin intimidad. Fionn estaba ansioso por marchar. Abracé a Niamh y la miré a los ojos, y estaban vacíos, como los ojos de una preciosa imagen labrada en piedra clara.

—Vendré a verte —susurré—. En cuanto pueda. Sé fuerte, Niamh. Te llevaré en mi corazón.

—Adiós, Liadan —dijo con una vocecilla, se dio la vuelta para que Fionn la ayudara a montar, y se marcharon sin decir una palabra más. No lloré. Mis lágrimas no serían de ayuda para nadie.

Cuando los hombres de Tirconnell partieron, el ambiente se relajó un poco. Mis seis hombres de armas habían hecho exactamente el trabajo que Liam les había encomendado: me habían rodeado, con cara de pocos amigos, durante todo el camino, de modo que estuviera protegida de cualquier posible ataque; habían mantenido guardias armados y vigilantes a todas horas. Ahora, mientras arreaban los caballos y hacían el equipaje para regresar a Sieteaguas, uno contó un chiste, y los demás se rieron, y otro me preguntó amablemente si estaba todo bien y si me parecía bien partir a media mañana. ¿Estaba cansada? ¿Podía cabalgar durante medio día antes de parar a descansar? Les dije que sí, pues nada deseaba más que volver a casa, y empezar a reparar el dolor de esta última separación. Así que me senté en una piedra plana y los observé mientras se preparaban. El cielo estaba cargado de nubes; llovería antes del anochecer.

—¡Mi señora! —Era una de las aldeanas, una joven con el rostro ajado y el pelo recogido con un pañuelo verde viejo—. ¡Mi señora! —Corría hacia mí, casi sin aliento. Los hombres de Liam eran buenos. Antes de que pudiera acercarse, había dos justo delante de mí, con las manos en las empuñaduras. Me puse en pie.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Oh, mi señora —consiguió articular, mientras se agarraba de un costado—. Me alegro mucho de que aún no hayáis partido. Todavía estoy a tiempo. Es mi chico, Dan. He oído… dicen que sois hija de una gran sanadora. Se sacude y tiembla, y dice tonterías, temo por él, muchísimo. ¿No podríais acercaros a echarle un ojo, sólo un momentito, antes de partir?

Ya estaba buscando mi pequeña bolsa, pues jamás viajaba sin un botiquín básico.

—No me parece buena idea, mi señora. —El jefe de los hombres de armas puso ceño—. Tenemos que marcharnos ahora mismo, para llegar a lugar seguro antes de que anochezca. Liam dijo que viniéramos y volviéramos sin entretenernos.

—¿Es que no tenéis curanderos? —preguntó otro de los hombres.

—Ninguno como la dama —contestó la mujer con un hilo de esperanza en su voz—. Dicen que obra prodigios con sus manos.

—No me gusta —decretó el jefe.

—Por favor, mi señora. Es mi único chico, estoy loca de preocupación, pues no sé qué hacer por él.

—No tardaré —les dije con firmeza, recogí la bolsa y me encaminé hacia la aldea. Los hombres se miraron.

—Vosotros dos acompañad a la dama Liadan —ladró el jefe—. Uno en cada puerta, y que nadie entre ni salga, excepto esta mujer y la dama. Ojos y oídos alerta, armas desenvainadas. Tú montarás guardia donde puedas ver el camino a la granja. Tú, abajo al final del camino. Fergus y yo guardaremos los caballos. Daos prisa, por favor, mi señora. Hay que tener mucho cuidado estos días. Hay demasiada gentuza.

La granja estaba oscura, y no era más que una cabaña sin ventanas, de barro y zarzas, con un techo de paja en mal estado. Una lámpara de vela ardía junto al camastro del chico. Los guardias hicieron como les habían dicho. No veía al de la puerta de atrás; el otro se quedó justo delante, donde podía vigilarme a mí y la entrada. Le puse la mano en la frente al chico y le puse el dedo en la muñeca para tomarle el pulso.

—No está tan enfermo como para que un té de hierbas, bien administrado, no pueda curarlo —dije—. Toma, un puñado en un buen cuenco de agua caliente. Déjalo reposar hasta que tome un color dorado intenso; después lo cuelas y lo dejas enfriar hasta que se pueda meter un dedo.

Dáselo dos veces al día. Que no coma; ya le apetecerá más adelante, cuando esté listo. Esta fiebre estival es bastante común. Me sorprende que tú…

Vi los ojos del chico cambiar cuando miró por encima de mi hombro y más allá, y vi a la mujer retirarse en silencio, con una disculpa muda en el rostro. Intenté levantarme y darme la vuelta, pero cuando me puse en pie, una mano enorme me tapó la boca, y un brazo musculoso me atenazó el cuerpo, y me quedó claro que había sido atrapada. Las enseñanzas de Iubdan habían servido para no quedarme sin recursos en tales situaciones. Hundí los dientes en la mano de mi captor, de modo que me soltó al instante, lo suficiente para permitirme levantar el pie y atizarle una buena patada entre las piernas. Si esperaba que me soltara, esperaba mal. Se tragó el aliento, eso fue todo. Saboreé su sangre. Lo había marcado. Pero siguió en silencio. No maldijo. Sólo me agarró más fuerte. ¿Dónde estaban mis guardias? ¿Cómo había entrado? Ahora ni siquiera estaba la mujer. El hombre empezó a moverse, intentando arrastrarme hasta la puerta de atrás. Dejé el cuerpo totalmente muerto; tendría que cargar conmigo para sacarme. Sentí que aflojaba la mano de la boca, sólo un poco, mientras me agarraba por otro sitio. Cogí aliento, dispuesta a gritar. Un instante después, llegó el golpe en la nuca y todo se volvió negro.

* * *

Me ardía la cabeza. Tenía la boca seca como la paja en verano. Pocas partes de mi cuerpo no me dolían, pues parecía que me hubiesen tirado al suelo y me hubieran dejado allí tal cual había caído, con un brazo por debajo, y el cuerpo bocabajo sobre el duro suelo. No estaba atada. A lo mejor, cuando comprendiera qué estaba pasando, tendría alguna posibilidad de escapar. Me habían quitado el pequeño cuchillo de mi cinturón. No era de sorprender. Me quedé quieta, con los ojos cerrados. Oía el canto de los pájaros, muchos pájaros, y una brisa entre las hojas, y el correr del agua por entre las piedras. Estábamos en las afueras, entonces, en algún lugar de la enorme zona arbolada más allá del pueblo. Ya no era de día; cuando abrí los ojos sólo un poco, supuse que estaba a punto de anochecer. ¿Cuánto tiempo pasaría, me pregunté, antes de que alguien diera la alarma? ¿Cuánto, antes de que alguien viniera a buscarme? Había sido un golpe eficiente, calculado para dejarme fuera de circulación y mantenerme callada lo justo, sin causar daño permanente. En cierto sentido, eso era buena señal. La pregunta era, ¿lo justo para qué?

—Volverán a la puesta de sol.

—¿Y?

—¿Y quién se lo va a contar al jefe, entonces? ¿Quién le va a explicar esto? Yo no, desde luego.

—Lástima que no podamos mantenerlo en secreto. Que lo llamen para alguna misión, tan lejos como sea posible. ¿Muestra alguna señal de volver en sí?

—Ni un calambre. ¿Estás seguro de que no la has matado, Perro?

—¿Quién, yo? ¿Matar a una mujercita como ella? ¿Con el corazón tan tierno que tengo?

Entonces oí un gemido horrible, como el de un hombre en agonía. Me impresionó tanto que me olvidé de fingir, y me incorporé rápidamente. Un error. El dolor de cabeza era tal que una oleada de náuseas me sacudió, y por un momento no vi más que estrellas. Me sostuve las sienes con las manos, y los ojos cerrados, hasta que el latido empezó a disminuir. El espantoso gemido seguía.

—Toma —dijo una voz. Abrí los ojos con cautela. Había un hombre agachado junto a mí, con una taza en la mano. La taza era de metal oscuro corriente. La mano que la sostenía era aún más oscura. Miré al hombre a la cara y él sonrió, mostrando una brillante hilera de dientes blancos, de entre los que faltaban uno o dos. Su rostro era tan negro como la noche. Me lo quedé mirando, olvidando mis modales.

—Estarás sedienta —me dijo—. Toma.

Cogí la taza y la vacié. Empecé a enfocar, lentamente. Estábamos en un pedazo de tierra plano, junto a un pequeño arroyo, donde los arbustos y árboles eran menos densos. Había grandes rocas cubiertas de musgo, y densos helechos junto a la orilla. Había llovido, pero estábamos protegidos por los sauces. Había otros dos hombres, ambos de pie, con las manos en las caderas mirándome. Los tres eran extraordinarios: cosa de cuentos de hadas. Uno tenía la mitad de la cabeza afeitada y la otra mitad a su aire, de modo que el pelo era largo y estaba todo enredado, oscuro salvo por una franja blanca en la sien. Alrededor del cuello llevaba un tira de cuero trenzado con tres grandes garras, puede que de lobo, sólo que un lobo bastante más grande de lo que la mayoría de los hombres ha visto en su vida, o desearía ver. Aquel hombre tenía la cara picada por la viruela, y ojos amarillos de fiera. Llevaba un tatuaje en la barbilla, rombos sombreados desde el labio hasta la línea de la mandíbula. El segundo hombre tenía marcas alrededor de las muñecas, como serpientes enroscadas, y por encima de la túnica, una extraña prenda que parecía hecha de piel de serpiente. También presentaba marcas de tinta en la cara, en esta ocasión en la ceja. Un laborioso dibujo de escamas, y una lengua viperina y venenosa que recorría el tabique nasal. Era más joven, a lo mejor aún no habría cumplido los veinticinco, pero al igual que los otros, un hombre de aspecto duro, un hombre con el que sólo se mezclaría un insensato. El oscuro iba vestido con más sencillez, y si llevaba motivos grabados en la piel, no se le veían. El único adorno era el pelo rizadísimo, que llevaba recogido en innumerables trencitas hasta los hombros. Tras la oreja derecha, una única pluma destacaba sobre el negro. Me vio mirándolo.

—Gaviota —dijo—. Me recuerda al mar. —Señaló con la cabeza a los otros dos—. Perro. Serpiente. Aquí no tenemos más nombres.

—Muy bien —contesté con educación, complacida porque mi voz saliera razonablemente firme. Me parecía importante no hacerles saber lo asustada que estaba—. Pues no hace falta que dé el mío. ¿Quién de vosotros me ha propinado este dolor de cabeza?

Dos de ellos miraron al de las garras de lobo y la cabeza medio afeitada. Perro. Era un hombre enorme.

—Esperaba que te revolvieras —respondió con brusquedad—. Tenemos un trabajo para ti. No podíamos arriesgarnos a que gritaras. Las mujeres vaya si gritan.

El gemido comenzó de nuevo. Llegaba desde las rocas, detrás de nosotros.

—Hay alguien herido —dije, incorporándome con cuidado.

—Eso es —contestó el negro, Gaviota—. Tú eres la curandera, ¿verdad? La que decían que iba a pasar por el pueblo.

—Poseo algunas habilidades —contesté con cautela, pues no quería revelar demasiado. Si eran quienes yo creía que eran, convenía tener cuidado—. ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Puedo echarle un vistazo?

—Para eso estás aquí —repuso Perro—. Pero date prisa. El jefe está al caer y necesitamos una buena respuesta, o este hombre no volverá a ver otro amanecer. —El idioma que utilizaban era rarísimo, una mezcla de irlandés y la lengua de los britanos, elegían palabras y frases, al parecer, según su acomodo. Su habla era fluida pero con un fuerte acento; Serpiente parecía del Ulster, pero dudaba que los otros dos conocieran ninguna de las dos lenguas desde su nacimiento. Menos mal que tenía un padre de cada procedencia; los podía seguir más o menos si me concentraba, aunque de vez en cuando se me escapaba alguna palabra que no conocía, como si una tercera lengua dejara también su influencia en aquella peculiar habla.

Había visto y atendido demasiadas heridas, algunas de ellas graves. Una herida de cuchillo; un accidente horrible con una horca. Pero jamás había visto algo como aquello. El hombre yacía en una zona resguardada en una especie de semicueva, a salvo de la lluvia, el viento y el calor del sol. Había tratado de ponerlo cómodo sobre un jergón, y había también un tosco taburete, agua y unos cuantos trapos malolientes. En el suelo había una botella y otra de las tazas de metal. El hombre boqueaba, volviendo la cabeza de lado a lado por el dolor, su piel estaba pálida y perlada de sudor. Llevaba el brazo derecho vendado desde el hombro hasta las puntas de los dedos, y aparecía manchado de sangre en su totalidad. Se veía, sin desenvolver el trapo, que la extremidad estaba más que rota. La carne del pecho y del hombro desnudos se veía surcada de carmesí mate y violento.

—¿Qué le habéis dado para el dolor? —pregunté resueltamente mientras me arremangaba.

—No retiene nada —contestó Perro—. Hay vino fuerte en la botella; lo hemos intentado con eso, pero no puede tragarlo, o si lo hace, lo devuelve antes de contar cinco.

—Nosotros nos hacemos de médicos, y nos vamos apañando —intervino Gaviota—. Pero con esto… no podemos. ¿Puedes ayudarle?

Le estaba desenrollando los vendajes sangrientos e intentaba no torcer el gesto por el hedor.

—¿Cuándo ocurrió esto? —pregunté.

—Hace dos días. —También Serpiente se había acercado, con un ojo en mi paciente y el otro vigilando. A ver si llegaba el jefe, supuse—. Tiene mucho cuidado. Pero esta vez se le escapó. Intentaba mover una carga del carro él solo. Le cayó encima un pedazo de chatarra y le machacó el brazo. La habría espichado si aquí Perro no lo hubiese sacado a tiempo.

—No me di la suficiente prisa —intervino Perro, rascándose la parte calva de su cabeza.

Terminé de desenrollar los trapos manchados y fétidos mientras el herido se mordía el labio, con los ojos enfebrecidos fijos en mi cara. Estaba consciente, pero no creo que se diera cuenta de lo que veía, o entendiera las palabras que se decían. Aparté la vista del resto patético y destrozado que era lo que quedaba de su extremidad.

—Este hombre tiene pocas posibilidades —informé en voz baja—. Los humores malignos ya se han extendido por su cuerpo desde la herida. Es imposible salvarle el brazo. Tiene por delante días de agonía. Yo puedo serle de ayuda en eso. Pero es difícil que consiga salvarle la vida. De hecho, habría sido mejor que muriera allí, directamente. Habéis hecho lo que ha estado en vuestra mano, eso se nota. Pero esto está más allá de las facultades de cualquier curandero.

Se quedaron todos en silencio. Fuera se volvía más oscuro.

—Por lo menos puedo ponerlo más cómodo —dije por fin—. Espero que hayáis tenido la buena cabeza de traer mis cosas. —El corazón me dio un vuelco ante la perspectiva de tener que lidiar con una herida tal sin herramientas, sin la reserva de hierbas potentes que necesitaba mezclar.

—Toma —dijo Perro, y allí estaba, mi pequeña bolsa, cuidadosamente envuelta y cerrada. La dejó caer a mis pies.

—¿Qué pasó con mis guardias? —pregunté mientras me agachaba para deshacer el hatillo y encontrar lo que necesitaba.

—Mejor que no lo sepas —respondió Serpiente desde donde seguía vigilando—. Cuanto menos sepas, mejor. Si quieres volver a casa.

Me puse en pie. Los tres me observaban con atención. Me habrían intimidado de no estar tan inmersa en mi tarea.

—Confiábamos en que serías capaz de hacer algo más —soltó Gaviota a bocajarro—. Salvarle la vida al menos, si no se podía el brazo. Este hombre es un buen hombre. Fuerte. Constante.

—No obro milagros. Os he dicho lo que pienso. No puedo prometer más que hacerle llevaderos sus últimos días. Ahora podríais traerme agua caliente, ¿y hay algún trapo limpio? Saca esto de aquí, y quémalo, porque no se puede lavar. Necesitaré algún tipo de jarra, si tenéis alguna, y un cubo o un cuenco.

—Ahora no —espetó Serpiente—. Está llegando el jefe.

—Mal rayo le parta. —Perro y Serpiente desaparecieron en un suspiro. Gaviota merodeó por la entrada.

—¿Deduzco que vuestro jefe no va a extenderme la alfombra de bienvenida? —pregunté intentando no mostrar miedo—. ¿Habéis roto alguna norma al traerme aquí?

—Más de una —repuso Gaviota—. Culpa mía. Lo mejor que puedes hacer es quedarte calladita. El jefe no soporta a las mujeres. Déjame hablar a mí. —Después también él se marchó. Oí el sonido de voces, en la lejanía. Mi paciente espiró y volvió a tomar aire violentamente, y empezó a temblarle todo el cuerpo.

—Está bien. Está bien —dije, maldiciendo en silencio el aislamiento, y la falta de materiales preparados y ayuda fiable. Que se fueran todos a freír espárragos. Pedirme que arreglara aquello, era… era como esperar de un solo hombre que arara un campo con las manos desnudas. ¿Cómo me podían hacer aquello? ¿Cómo le podían hacer aquello a uno de los suyos?

—… ayuda… ayudadme… —El hombre herido me miraba directamente, y había una especie de reconocimiento en los ojos demasiado vidriosos. Sus rasgos estaban tan consumidos y pálidos, que era difícil decir qué tipo de hombre había sido, qué edad tenía o su origen. Era alto y corpulento, como un trabajador. El brazo izquierdo era musculoso, el pecho jadeante recio como un barril. Sólo convertía en más penoso el pedazo de carne y hueso que era el brazo derecho. Le llevaría mucho tiempo morir—… señora… ayudadme.

Las voces de fuera se acercaron, y comprendí las palabras.

—No estoy seguro de haberlo oído bien. En contra de mi buen juicio, os doy dos días para demostrarme que sabéis más que yo. Ahora ha concluido ese tiempo. No ha habido ninguna mejora. Lo único que habéis hecho es retrasar lo inevitable. Y encima traéis aquí a una mujer. A una chica que habéis secuestrado por el camino. Podría ser cualquiera. Te he juzgado mal, Gaviota. Al parecer valoras tu puesto en mi equipo bastante menos de lo que pensaba.

—Jefe.

—¿Estoy equivocado? ¿Ha mejorado? ¿Ha obrado esa fémina alguna cura milagrosa?

—No, Jefe, pero…

—¿Has perdido el juicio, Gaviota? ¿Y vosotros dos? ¿Qué os ha dado? Sabéis cómo tenía que haber terminado esto, desde el momento en que recibió la herida. No tendría que haber permitido que os pusierais en medio. Si no tenéis estómago para esas decisiones, no hay sitio aquí para vosotros.

Ya estaban cerca de las rocas, casi se les veía. Sostuve la mano de mi paciente y me obligué a respirar lenta y regularmente.

—Jefe. Este no es cualquier hombre. Es Evan de quien estamos hablando.

—¿Y?

—Un amigo, Jefe. Un buen amigo y un buen hombre.

—Además —intervino Perro—, ¿quién reparará nuestras armas, si él desaparece? Es el mejor herrero a este lado de la Galia, vaya que no, nuestro Evan. No puedes sin más… —Su voz se disolvió, como si se le acabara de ocurrir algo. Hubo un silencio.

—Un herrero con un solo brazo es de uso limitado. —El tono era frío, desapasionado—. ¿Habéis pensado en lo que él quiere?

En ese momento dieron la vuelta a las rocas y llegaron al saliente, donde yo estaba sentada con el herido. Me puse en pie tan alta como era, intentando con todas mis fuerzas parecer serena y segura de mí. No importó. Los ojos del jefe me pasaron por encima con un gesto de desprecio, y se centraron en el hombre tumbado a mi lado. Habría podido no estar allí, por lo poco que se fijó en mí. Lo observé mientras se acercaba y le tocaba la frente al herrero con la mano. Una mano tatuada, desde el puño de su camisa hasta las puntas de los dedos, con alas, espirales y eslabones entrelazados, tan complejos y fascinantes como un antiguo rompecabezas. Levanté la mirada, y por un instante me miró directamente, desde el otro lado del jergón. Me quedé con la boca abierta. Era un rostro tal como nunca había visto, ni en mis sueños más fantásticos. Un rostro que, a su modo, era una obra de arte. Pues era claro y oscuro, la noche y el día, este mundo y el otro. En el lado izquierdo, el rostro de un hombre joven, la piel curtida pero clara, el ojo gris y cristalino, la boca bien formada y con carácter. En todo el lado derecho, extendiéndose desde una línea no dibujada en el centro, motivos curvilíneos, un dibujo de plumas, como la máscara de un ave rapaz fiera. ¿Un águila? ¿Un azor? No. Era, pensé, un cuervo, hasta en los círculos bajo los ojos y la sugerencia de un pico predador alrededor de la nariz. La marca del cuervo. Si no hubiera estado tan asustada, me habría hecho gracia la ironía. El tatuaje se extendía por el cuello y bajo el borde de su jubón de cuero, y la camisa de hilo que llevaba debajo. Tenía la cabeza completamente afeitada, y el cráneo no era distinto al resto del cuerpo, medio hombre, medio bestia salvaje; algún gran artista de la tinta y las agujas había pasado muchos días labrando aquello, y supuse que el dolor habría sido considerable. ¿Qué tipo de hombre precisaba de una decoración así para encontrar su identidad? Yo lo estaba mirando. Probablemente estaba acostumbrado. Con dificultad, aparté la mirada y la fijé donde Gaviota, Perro y Serpiente estaban en pie, en medio de un grupo de otros hombres. Eran variopintos, como Eamonn los había descrito; una piel aquí, unas plumas allí, cadenas, pedazos de cuero, cinchas y hebillas, collares y brazaletes de plata, y un nada desdeñable despliegue de carne bien musculada en distintas tonalidades. Se me ocurrió, un poco tarde quizá, que a lo mejor aquél no era el mejor de los lugares para una joven sola. Casi podía oír la voz de mi padre. ¿Pero es que no escuchas nada de lo que te digo, Liadan?

El cabecilla sacó un cuchillo de su cinto. Era un cuchillo afilado, de los letales.

—Terminemos con esta farsa —dijo—. No tendríais que haberme retrasado. Este hombre ya no es de utilidad. No puede seguir contribuyendo, ni aquí ni en ninguna otra parte. Lo único que habéis hecho es prolongar su agonía inútilmente. —Se movió con astucia, para que el herido no le viera las manos, y agarró bien el cuchillo. Los otros se quedaron en silencio. No se movió nadie. Nadie dijo nada. Levantó el cuchillo.

—¡No! —Saqué una mano para proteger el cuello del herido—. ¡No puedes hacerlo! ¡No puedes… rematarlo, como si fuera un conejo o un cordero que echar a la olla; esto que hay aquí es un hombre; uno de los tuyos!

El jefe arqueó las cejas por un instante. La fina línea de su boca no cambió. Sus ojos eran fríos.

—¿No lo harías por tu perro, tu halcón o tu yegua, si hubiera sufrido una herida mortal? ¿No desearías terminar con una agonía inútil? Pero seguro que siempre has tenido un hombre para que hiciera el trabajo sucio por ti. ¿Qué sabrá una mujer de estas cosas? Aparta la mano.

—No pienso hacerlo —respondí, y mi ira fue creciendo—. Dices que este hombre ya no sirve, como si fuera… como si no fuera más que una herramienta, un arma de tu arsenal. Dices que no puede contribuir. Para tus propósitos puede que eso sea cierto. Pero aún vive. Puede amar a una mujer, y tener un hijo. Podrá reírse, cantar y contar historias. Puede disfrutar los frutos de los campos y una jarra de buena cerveza por la noche. Puede observar a su hijo convertirse en herrero, como lo fue él. Este hombre puede tener una vida. Hay futuro después de… —miré a mi alrededor, al círculo de hombres sombríos— después de esto.

—¿Dónde has aprendido de la vida? —preguntó el hombre cuervo en el más funesto de los tonos—. ¿En un cuento de hadas? Vivimos según el código. No tenemos nombres; ni pasado, ni futuro. Tenemos tareas que llevar a cabo, y somos los mejores. No hay vida para este hombre, ni para ninguno de nosotros, aparte de esto. No puede haber ninguna. Apártate de la cama. —Había caído la noche, y uno de los hombres encendió una pequeña linterna. Sombras enloquecidas cayeron desde las paredes de roca, y el rostro del cabecilla albergaba una amenaza tan real como el cuchillo que empuñaba. Se entendía cómo podía aterrorizar a un enemigo, pues a la escasa luz parecía desde luego un cuervo, con aquel ojo penetrante y siniestro entre los giros y espirales del fino dibujo—. Apártate.

—No —repuse. Y levantó la mano izquierda, como si fuera a girarme la cara. Con gran esfuerzo de voluntad, conseguí no apartarme. Mantuve la mirada y confié en que no se diera cuenta de que temblaba de pánico. El hombre se me quedó mirando, con los ojos llenos de furia, y después bajó poco a poco la mano.

—Jefe —intervino Gaviota, el único lo bastante valiente para hablar.

—¡Ni una palabra! Te estás volviendo blando, Gaviota. Primero suplicas dos días de gracia para un hombre que sabes que no tiene esperanzas de sobrevivir, que no querría vivir si pudiera. Después me traes a esta loca aquí. ¿Dónde la has encontrado? Desde luego, tiene lengua, de eso no hay duda. ¿Podemos terminar con esto? Hay trabajo que hacer. —A lo mejor pensó que me había intimidado lo suficiente para que me callara.

—Tiene una oportunidad —dije, muy aliviada porque hubiera decidido no pegarme, pues la cabeza aún me dolía bastante del golpe anterior—. Pequeña, pero real. Debe perder el brazo. El brazo no se lo puedo salvar. Pero puedo salvarle la vida. No creo que quiera morir. Me ha pedido que le ayude. Por lo menos, déjame intentarlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Porque… demonios, mujer, no tengo ni tiempo ni ganas de discutir contigo. No tengo ni idea de dónde has salido ni adónde vas, y no siento deseos de iluminación, pero aquí no eres más que una molestia y un inconveniente. Esto no es lugar para una mujer.

—Créeme cuando te digo que no he venido por gusto. Pero ahora que tus hombres me han traído tan lejos, por lo menos déjame intentarlo. Te enseñaré lo que puedo hacer. Siete días, ocho: es suficiente para atenderlo adecuadamente y darle una oportunidad para luchar. Es todo lo que pido. —Vi el rostro de Gaviota, la viva imagen de la sorpresa. Me había contradicho, después de todo. A lo mejor era una insensata. Perro tenía la esperanza escrita en sus sencillos rasgos; los demás miraban la roca, el suelo, sus manos, cualquier cosa menos a su jefe. Alguien desde el fondo dejó escapar un silbido, como diciendo, menuda la ha hecho ahora.

El hombre cuervo se quedó muy quieto por un momento, observándome con ojos como rendijas, y entonces, como si nada, se volvió a guardar el cuchillo.

—Siete días —dijo—. ¿Crees que será suficiente?

Oía la trabajosa respiración del herrero, y el tono cínico de la pregunta.

—Hay que cortarle el brazo —dije—. Esta noche, directamente. Necesitaré ayuda con eso. Os puedo decir cómo hacerlo, pero no tengo fuerza para cortarlo. Después de eso yo me encargaré de todo. Diez días estaría mejor.

—Seis días —dijo sin cambiar el tono—. En seis días nos movemos. No puede ser más tarde; nos requieren en otra parte, y necesitamos tiempo para viajar. Si Evan no está bien para acompañarnos, lo dejaremos atrás.

—Estás pidiendo lo imposible —susurré—, y lo sabes.

—Querías intentarlo. Ahí lo tienes. Ahora, si nos perdonas, tenemos trabajo que hacer. Tú, Gaviota, y tú —le hizo un gesto a Perro—, dado que vuestra insensatez la ha traído aquí, podéis ayudarla con el trabajo. Id a por lo que necesite. Haced lo que os pida. Y el resto —miró al círculo de hombres, y se quedaron en silencio—. La mujer está fuera de los límites. No tendría que hacer falta que os lo dijera. Ponedle una mano encima y al día siguiente encontraréis dificultad extrema para coger el arma. Se quedará aquí, con un guardia fuera a todas horas. Si me entero de la más leve infracción, os lo haré saber a todos dolorosamente.