26
bien, ¿qué esperas que haga yo? —preguntó Verna mientras pasaban ante una antorcha humeante sujeta a un soporte de hierro—. ¿Sacar a Nicci de la nada?
—Espero que averigües adónde fueron ella y Ann —dijo Cara—. Eso es lo que espero.
A pesar de la pulla de la mord-sith, Verna quería encontrar a Nicci y a Ann tanto como Cara. Lo que sucedía era que no se mostraba tan vehemente al respecto.
El traje de cuero rojo que llevaba Cara resaltaba igual que la sangre en el virtuoso blanco de las paredes de mármol. El estado de ánimo de la mordsith, que parecía hacer juego con el color de su vestimenta, no había hecho más que empeorar a medida que había transcurrido el día y la búsqueda había resultado infructuosa. Algunas otras mord-sith las seguían a cierta distancia, junto con un contingente de la Primera Fila. Adie no estaba muy lejos, por detrás de ellos; Nathan encabezaba la marcha.
Verna comprendía los sentimientos de Cara, y de un modo extraño éstos la reconfortaban. Nicci era más que una persona al cuidado de Cara, más que una mujer a la que Richard quería que Cara protegiera. Nicci era la amiga de Cara. No es que ella fuera a admitirlo abiertamente, pero estaba muy claro a juzgar por la cólera que la consumía. Nicci, como la misma Cara, había sido hacía mucho una persona alentada por un siniestro propósito. Ambas habían regresado de aquel terrible lugar porque Richard les había dado no tan sólo la oportunidad de cambiar, sino una razón para hacerlo.
A Verna no la alarmaba tanto el que una mord-sith chillara y vociferara, como el que sus preguntas se tornaran sosegadas y sucintas. Era entonces cuando se le erizaban los pelillos del cogote; cuando estaba claro que aquello era trabajo para ellas. Porque el trabajo de las mord-sith no era en absoluto agradable. Era mejor no cruzarse en el camino de una de aquellas mujeres cuando tenían intención de obtener respuestas. Verna sólo deseaba poder tenerlas.
Comprendía la frustración de Cara y no se sentía menos inquieta y perpleja ante lo que podría haberles sucedido a Nicci y Ann. Sabía, no obstante, que repetir las mismas preguntas e insistir en obtener respuestas no proporcionaría tales respuestas como tampoco haría aparecer a las dos mujeres desaparecidas. Supuso que las mord-sith recurrían a su adiestramiento cuando no parecía existir otra solución.
Cara se detuvo, con los brazos en jarras, y miró atrás, a lo largo del pasillo de mármol. Detrás de ellas unos cientos de hombres de la Primera Fila aminoraron la marcha hasta frenar para no sobrepasar a aquellos que iban en cabeza. El eco de las botas sobre la piedra fue menguando hasta ser un susurro. Varios de los soldados sostenían ballestas con flechas que llevaban plumas rojas, listas para ser disparadas. Aquellas flechas le provocaban sudores a Verna, quien casi deseaba que Nathan no las hubiera encontrado nunca. Casi.
Aquel laberinto en apariencia interminable de pasillos estaba vacío y silencioso a excepción de las sibilantes antorchas. Cara frunció el entrecejo, pensativa, luego volvió a ponerse en marcha. Era la cuarta vez desde que Ann y Nicci habían desaparecido la noche anterior que habían bajado a los pasillos que conducían a las tumbas. Verna no tenía ni la más remota idea de qué intentaba dilucidar la mord-sith. No era probable que las dos desaparecidas fueran a brotar de las paredes de mármol.
—Tienen que haber ido a alguna otra parte —dijo por fin Verna.
Cara volvió la cabeza.
—¿Adónde?
Verna alzó los brazos y finalmente los dejó caer otra vez.
—No lo sé.
—El palacio es muy grande —dijo Adie.
La luz de las antorchas prestaba a los ojos completamente blancos de la hechicera una inquietante cualidad traslúcida.
Verna indicó con un ademán el silencioso corredor.
—Cara, hemos pasado horas yendo arriba y abajo por estos pasillos y sigue siendo evidente ahora como lo era la última vez que estuvimos aquí que están vacíos. Nicci y Ann tienen que estar en alguna parte arriba, en el palacio. Estamos malgastando nuestro tiempo aquí abajo. Estoy de acuerdo en que es necesario que las encontremos, pero tenemos que mirar en otra parte.
Los ojos de Cara parecían fuego azul.
—Estaban aquí abajo.
—Sí, estoy segura de que tienes razón. Pero «estaban» es la palabra que importa. ¿Ves algún rastro de ellas? Yo no. Sin duda estás en lo cierto sobre que estuvieron aquí abajo. Es obvio, no obstante, que han ido a otra parte desde entonces. —Verna suspiró con impaciencia—. Estamos malgastando un tiempo valioso yendo arriba y abajo por pasillos vacíos.
Mientras todo el mundo aguardaba donde estaban, Cara caminó pasillo adelante un corto trecho. Cuando regresó volvió a ponerse en jarras.
—Hay algo que no está bien aquí abajo.
Nathan, que estaba sólo algo más allá y no tomaba parte en la discusión, se volvió para mirarlas con fijeza, mostrando curiosidad por primera vez.
—¿No está bien? ¿Qué quieres decir… con que no está bien?
—No lo sé —admitió Cara—. No puedo señalarlo con precisión pero hay algo aquí abajo que no me parece que esté bien.
Verna extendió las manos, buscando comprender.
—¿Te refieres a alguna clase de… esencia de magia, o algo así?
—No —respondió la mord-sith, desechando con un ademán la idea—. No me refiero a eso. —Devolvió la mano a su cadera cubierta de cuero rojo—. Es sólo que da la impresión de que algo está mal… no sé qué, pero algo.
Verna paseó la mirada por el lugar.
—¿Crees que falta algo? —Indicó con la mano al frente, al pasillo vacío—. ¿Adornos, mobiliario, algo de esa naturaleza?
—No. Por lo que recuerdo, jamás hubo adornos aquí abajo, al menos en la mayoría de pasillos. Pero no he bajado a las tumbas muchas veces… nadie lo ha hecho.
»Rahl el Oscuro visitaba la tumba de su padre de vez en cuando, pero hasta dónde sé no tenía ningún interés en visitar las demás. Y él convirtió esta zona en un lugar de acceso prohibido. Cuando iba a la tumba de su padre, por lo general, llevaba a sus guardaespaldas, no a las mord-sith, así que no estoy muy familiarizada con este lugar.
—A lo mejor es eso lo que sucede —sugirió Verna—, una sensación incómoda provocada por la falta de familiaridad.
—Supongo que podría ser —dijo Cara, mientras fruncía la boca con irritación por tener que admitir que era una posibilidad.
Todo el mundo permaneció en silencio, considerando qué deberían hacer a continuación. Siempre era posible, después de todo, que las dos mujeres desaparecidas fueran a aparecer en cualquier momento y preguntaran a qué venía tanto alboroto.
—Dijiste que Ann y Nicci querían estar a solas para mantener una conversación privada —comentó Adie—. A lo mejor se fueron a algún lugar privado.
—¿Toda la noche? —preguntó Verna—. No me lo imagino. No tenían mucho en común. No eran amigas. Querido Creador, ni siquiera creo que se cayeran bien la una a la otra. No puedo imaginármelas charlando toda la noche.
—Yo tampoco —dijo Cara.
Verna alzó los ojos hacia el profeta.
—¿Tienes alguna idea de sobre qué podrían hablar Ann y Nicci?
La larga melena blanca de Nathan acarició los hombros de éste cuando negó con la cabeza.
—Ann, naturalmente, no veía con muy buenos ojos a Nicci, teniendo en cuenta que se pasó a las Hermanas de las Tinieblas. Sé que eso siempre la molestó… y con motivo. Fue más que una traición a la causa de la Luz; fue una traición personal y una traición al palacio. Ann podría haber estado a solas con Nicci para poder aconsejarla sobre cómo regresar al Creador.
—Eso habría sido una conversación breve —replicó Cara.
—Supongo que sí —admitió Nathan, y se rascó el puente de la nariz mientras reflexionaba—. Bueno, conociendo a Ann, muy bien podría tratarse de algo sobre Richard.
Cara frunció el ceño a la vez que miraba en dirección al profeta.
—¿Qué pasa con Richard?
Nathan se encogió de hombros.
—No lo sé con certeza.
La frente de Cara se tensó.
—No he dicho que tuviera que ser con certeza.
Nathan pareció un tanto reacio a hablar de ello, pero finalmente lo hizo.
—Ann a veces mencionaba que pensaba que Nicci podría ser capaz de guiarlo.
Verna también torció el gesto.
—¿Guiarlo? ¿Guiarlo cómo?
—Ya conoces a Ann. —Nathan alisó la pechera de su camisa blanca—. Siempre piensa que necesita guiarlo todo. A menudo me ha mencionado la inquietud que le produce tener una conexión tan tenue con Richard.
—¿Por qué piensa que necesita una «conexión» con lord Rahl? —preguntó Cara, haciendo caso omiso del hecho de que era Nathan ahora el lord Rahl y no Richard.
Verna no podía decir que se sintiera más cómoda con la idea de que Nathan fuera el lord Rahl de lo que se sentía Cara.
—Ella siempre ha pensado que necesitaba controlar lo que Richard podría hacer —dijo Nathan—. Siempre está calculando y planificando. Nunca le ha gustado dejarlo todo al azar.
—Muy cierto —repuso Verna—. Siempre tuvo una red de espías para asegurarse de que el mundo giraba como era debido. Tenía conexiones en los lugares más remotos para poder ejercer influencia sobre lo que veía como el motivo de su vida. Nunca le gustó dejar nada importante a otros, mucho menos a la casualidad.
Nathan suspiró profundamente.
—Ann es una mujer decidida. Cree que Nicci… puesto que abjuró de las Hermanas de las Tinieblas… no tiene otra elección, ahora, que no sea la causa de las Hermanas de la Luz.
—¿Qué causa? ¿Por qué piensa que Nicci tiene que dedicarse a las Hermanas de la Luz? —preguntó Cara.
Nathan se inclinó un poco hacia la mord-sith.
—Piensa que nosotros, los magos, necesitamos que una Hermana de la Luz guíe cada uno de nuestros pensamientos y acciones. Siempre ha creído que no se nos debería permitir pensar por nosotros mismos.
La mirada de Verna vagó por el vacío pasillo.
—Supongo que yo creía algo muy parecido. Pero eso fue antes de Richard.
—Ten en cuenta, no obstante, que tú has pasado mucho más tiempo con Richard del que Ann pasó jamás. —Nathan meneó la cabeza, entristecido—. Si bien tiene que haber llegado a la conclusión de que Richard necesita actuar por su cuenta, como la mayoría de nosotros creemos, últimamente parece haber estado recayendo en sus antiguas costumbres, sus antiguas creencias. No estoy seguro de que el hechizo Cadena de Fuego no le haya borrado las cosas que había aprendido.
Verna había sospechado algo muy parecido.
—Debemos dejar que Ann hable por sí misma, pero creo que está claro que el hechizo Cadena de Fuego nos está afectando a todos. Sabemos que, si no se le controla, lo más probable es que siga haciendo de las suyas en nuestras mentes y muy posiblemente destruya nuestra capacidad de razonar. El problema es que ninguno de nosotros se da cuenta de cómo estamos cambiando. Cada uno de nosotros siente que somos tal y como hemos sido siempre. Dudo que eso sea cierto. No hay forma de decir lo mucho que cualquiera de nosotros ha cambiado. Cualquiera de nosotros podría, sin darse cuenta, llevar nuestra causa por mal camino.
—Puedes discutir todo eso con Ann cuando las encontremos —dijo Cara, impaciente por regresar al tema que los ocupaba—. No están aquí abajo. Tenemos que ampliar nuestra búsqueda.
—A lo mejor no han acabado de hablar —sugirió Nathan—. A lo mejor Ann no quiere que la encuentren hasta que haya convencido a Nicci de lo que debe hacer.
—Podría ser —convino Verna.
Nathan jugueteó con el borde de su esclavina.
—No me extrañaría que esa mujer se hubiera escondido con Nicci, con la intención de estar a solas con ella hasta que pueda intimidarla.
Cara agitó una mano con gesto desdeñoso.
—Nicci está consagrada a ayudar a Richard, no a Ann. No secundaría a Ann, y Ann no podría obligarla. Nicci puede usar Magia de Resta, después de todo.
—Estoy de acuerdo —dijo Verna—. No puedo imaginarme a las dos simplemente yéndose por ahí todo este tiempo sin hacernos saber dónde están.
Adie se giró hacia Verna.
—¿Por qué no le preguntamos dónde está ella?
Verna miró a la anciana hechicera con el entrecejo fruncido.
—¿Te refieres a usar el libro de viaje?
Adie hizo un movimiento afirmativo.
—Sí. Pregúntale.
Verna se mostró escéptica.
—Estando aquí, en el palacio, es poco probable que vaya a mirar en su libro de viaje en busca de un mensaje mío.
—A lo mejor no está en el palacio —indicó Adie—. A lo mejor las dos tuvieron que partir por alguna repentina razón importante y ella ya te envió un mensaje al libro de viaje.
—¿Cómo diantre iban a poder las dos abandonar el palacio? —quiso saber Verna—. Estamos rodeados por el ejército de la Orden Imperial.
Adie se encogió de hombros.
—No es imposible. Yo puedo ver con mi don. Anoche quizá tuvieron que irse por algún motivo. A lo mejor era importante y no tuvieron tiempo de contárnoslo.
—¿Tú podrías hacer eso? —preguntó Cara—. ¿Podrías salir en la oscuridad y conseguir pasar a través del enemigo?
—Desde luego.
Verna hojeaba ya su libro de viaje. Tal y como había esperado, estaba en blanco.
—No hay mensaje. —Volvió a guardarse el librito—. Probaré lo que sugieres, no obstante, y escribiré un mensaje a Ann. A lo mejor mirará su libro de viaje y responderá.
Haciendo un floreo con la esclavina, Nathan volvió a ponerse en marcha.
—Antes de que vayamos a mirar a otra parte quiero volver a comprobar la tumba.
—Colocad un centinela aquí —gritó Cara a los soldados—. El resto, venid con nosotros.
Ya a una buena distancia pasillo adelante, Nathan tomó por una escalera que bajaba. Los demás lo siguieron, con las pisadas resonando mientras apresuraban el paso para alcanzarlo. Nathan, Cara, Adie, Verna y los soldados que cerraban la marcha descendieron todos al nivel siguiente.
Las paredes del nivel inferior eran bloques de piedra en lugar de mármol. En algunos lugares estaban manchadas por siglos de filtraciones de agua. Las filtraciones dejaban como resultado formaciones amarillentas que hacían que la piedra diera la impresión de estarse derritiendo.
No tardaron en llegar ante piedra que realmente se había derretido.
Nathan se detuvo ante la entrada a la tumba de Panis Rahl. El alto profeta, con el rostro sombrío, clavó la mirada más allá de la piedra derretida en el interior de la tumba. Era la cuarta vez que había regresado para echar una mirada al interior de la tumba y en esta ocasión tampoco parecía distinta.
Verna estaba preocupada por aquel hombre. Si bien él quería hallar respuestas, tenía una especie de soterrada rabia en ebullición. Jamás lo había visto de aquel modo. La única persona en la que podía pensar que tuviera la misma clase de furia contenida era Richard. Debía ser una cualidad de los Rahl.
Las puertas que en una ocasión habían custodiado la cripta habían sido reemplazadas con una especie de piedra blanca pensada para sellar la enorme tumba. Parecía haberse hecho tal trabajo a toda prisa, pero no había conseguido detener la extraña afección que se había apoderado de la tumba de Panis Rahl.
En el interior, cincuenta y siete antorchas apagadas descansaban en elaborados soportes de oro. Nathan alargó una mano y, utilizando magia, encendió varias de ellas. A medida que las llamas prendían, las paredes de la cripta se animaron con una luz titilante que se reflejaba en el pulido granito rosa de la habitación abovedada. Bajo cada antorcha había un jarrón pensado para contener flores. Por las cincuenta y siete antorchas y jarrones, Verna supuso que Panis Rahl debía de haber tenido cincuenta y siete años cuando murió.
Un pedestal en el centro de la grande y tenebrosa habitación sostenía el ataúd, haciendo que pareciera como si flotase sobre el suelo de mármol blanco. El ataúd, recubierto de oro, resplandecía suavemente bajo la oscilante luz cálida de las cuatro antorchas. Por el modo en que las paredes estaban recubiertas de pulido granito que ascendía y recorría por completo la bóveda, Verna imaginó que, cuando todas las antorchas de la habitación estaban encendidas, el ataúd debía refulgir con dorada magnificencia mientras parecía flotar por sí solo en el centro de la habitación.
Palabras esculpidas en d’haraniano culto cubrían los lados del ataúd. Tallada en el granito, bajo las antorchas y jarrones de oro, una franja interminable de palabras en el mismo idioma casi olvidado rodeaba la habitación. Las letras profundamente grabadas brillaban a la luz de las antorchas, dando casi la impresión de estar iluminadas por detrás.
Lo que fuera que provocaba que se derritiera la piedra blanca empezaba a afectar a toda la estancia. Verna sospechó que la piedra blanca utilizada para tapiar la entrada era un sustituto seleccionado deliberadamente para atraer y absorber la fuerza invisible responsable del problema. Ahora que la piedra blanca se había derretido casi por completo aquellas fuerzas empezaban a atacar la tumba.
Las losas de piedra de las paredes y el suelo no se habían fundido ni quebrado, pero justo empezaban a distorsionarse, como si estuvieran sometidas a un gran calor o presión. Verna pudo ver que las junturas entre el techo empezaban a rajarse. Era evidente que no se debía a un defecto de construcción, sino más bien a alguna clase de fuerza externa.
Nicci había dicho que quería ver la tumba porque creía saber por qué se derretía. Por desgracia, no había revelado la naturaleza de sus sospechas. No había ninguna señal de que ella y Ann hubieran visitado la tumba.
Verna estaba impaciente por encontrar a ambas mujeres para que todo el misterio quedara solucionado. No tenía ni la más remota idea de cuál podría ser el problema con la tumba del abuelo de Richard, pero no pensaba que fuera nada bueno. Tampoco pensaba que quedara mucho tiempo para resolver el acertijo…
—Lord Rahl —llamó una voz.
Todos se giraron. Un mensajero fue a detenerse no muy lejos. Todos los mensajeros llevaban túnicas blancas adornadas alrededor del cuello y en la parte delantera con el dibujo de unas enredaderas moradas entrelazadas.
—¿Qué sucede? —preguntó Nathan.
Verna pensó que por mucho tiempo que viviera jamás se acostumbraría a oír a la gente llamar a Nathan «lord Rahl».
El hombre efectuó una breve reverencia.
—Hay una delegación de la Orden Imperial aguardando al otro lado del puente levadizo.
Nathan pestañeó, sorprendido.
—¿Qué quieren?
—Quieren hablar con lord Rahl.
Nathan dirigió una veloz mirada a Cara y luego a Verna. Ambas estaban igual de sorprendidas que él.
—Podría ser una estratagema —dijo Adie.
—O una trampa sin más —añadió Cara.
El rostro de Nathan se curvó en una expresión agria.
—Sea lo que sea, creo que será mejor que vaya a ver qué es.
—Yo también voy —dijo Cara.
—Igual que yo —añadió Verna.
—Vamos a ir todos —dijo Nathan mientras empezaba a alejarse.
Verna y el pequeño grupo de personas que la acompañaban siguieron a Nathan fuera de la esplendida entrada del Palacio del Pueblo y a la brillante luz del sol del atardecer. Largas sombras proyectadas por las imponentes columnas descendían en cascada por los escalones que tenían delante. A lo lejos, al otro lado de la gran extensión de los jardines, la enorme muralla exterior se alzaba en el borde de la meseta. Había hombres patrullando por una pasarela entre las almenas de la imponente muralla.
Había sido una larga ascensión desde las tumbas situadas en las profundidades del palacio y estaban todos sin resuello. Verna se protegió los ojos con una mano mientras descendían la magnífica escalinata tras el profeta de largas piernas. Guardias apostados en cada uno de los amplios rellanos saludaron al lord Rahl llevándose un puño al corazón. Había un número mayor de soldados patrullando la amplia extensión de terreno que conducía a la muralla exterior.
La escalera finalizaba en una vasta área de piedra azul que los condujo a una calzada que zigzagueaba. Unos cipreses altos bordeaban la corta calzada en su camino hacia los muros exteriores.
Al otro lado de las puertas que permitían atravesar la colosal muralla, la calzada era menos espléndida mientras descendía por las paredes verticales de la meseta en una serie de curvas muy pronunciadas.
El puente levadizo estaba custodiado por cientos de tropas de la Primera Fila. Eran todos soldados bien adiestrados y fuertemente armados, bien dispuestos a impedir que nadie subiera por la calzada para asaltar el Palacio del Pueblo. De todos modos, existían pocas posibilidades de que eso sucediera. La calzada era demasiado estrecha para lanzar un ataque significativo. En un lugar tan angosto unas pocas docenas de hombres preparados podían contener un ejército entero. Además de eso, el puente levadizo estaba alzado. El vertical precipicio producía vértigo y la distancia entre un lado y el otro era excesiva para escalas de asalto o cuerdas con garfios. Sin el puente bajado nadie podía acercarse al palacio.
Al otro lado del puente levadizo aguardaba una pequeña delegación. Por la sencilla vestimenta parecían ser mensajeros. Verna sí que vio a unas cuantas docenas de soldados con armas ligeras, pero permanecían muy por detrás de los mensajeros para no parecer una amenaza.
Nathan, con la capa echada atrás sobre los hombros, aun cuando hacía frío, fue a detenerse en el borde del abismo, con los pies separados y los puños sobre las caderas, ofreciendo un aspecto imponente e imperioso.
—Soy lord Rahl —anunció al grupo situado al otro lado del precipicio—. ¿Qué queréis?
Uno de los hombres, un tipo delgado que vestía una sencilla túnica de cuero, intercambió una mirada con sus camaradas y luego se aproximó un poco más a su lado de la sima.
—Su Excelencia el Emperador Jagang me ha enviado con un mensaje para el pueblo d’haraniano.
Nathan paseó una mirada por las personas que había detrás de él.
—Bueno, soy lord Rahl, así que hablo por el pueblo d’haraniano. ¿Cuál es el mensaje?
Verna fue a colocarse con calma detrás del profeta.
El mensajero parecía más molesto por momentos.
—No sois el lord Rahl.
Nathan contempló al hombre con una furibunda mirada muy propia de los Rahl.
—¿Te gustaría que conjurase un viento que os expulsara de esa calzada? ¿Resolvería el asunto a tu entera satisfacción?
Los hombres del otro lado dirigieron miradas furtivas al precipicio.
—Es sólo que esperábamos a otro… —dijo el mensajero.
—Bueno, yo soy lord Rahl. Si tenéis algo que decir, decidlo, de lo contrario estoy ocupado. Tenemos que asistir a un banquete.
El hombre efectuó finalmente una leve reverencia.
—El emperador Jagang está dispuesto a hacer una generosa oferta a todos los que se hallan en el Palacio del Pueblo.
—¿Qué clase de oferta?
—Su Excelencia no tiene deseos de destruir el palacio o a sus habitantes. Rendíos pacíficamente, y se os permitirá vivir. Si no os rendís, cada uno de vosotros tendrá una muerte lenta y atroz. Vuestros cuerpos serán arrojados desde los muros a la llanura, donde alimentarán a los buitres.
—Fuego de mago —dijo Cara por lo bajo.
Nathan frunció el entrecejo y miró atrás.
—¿Qué?
—Tu poder funciona aquí. El de ellos, si tienen el don, no funcionaría tan bien aquí arriba, de modo que sus escudos serían menos efectivos. Puedes carbonizarlos a todos.
Nathan agitó un brazo en un ademán grandilocuente dirigido a los que estaban al otro lado.
—¿Me perdonáis un momento?
El hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Nathan condujo a Cara y a Verna de vuelta calzada arriba, hasta donde Adie, otras mord-sith y la escolta de soldados aguardaban.
—Estoy de acuerdo con Cara —dijo Verna antes de que el profeta pudiera decir nada—. Dales nuestra respuesta del único modo que la Orden entiende.
Las tupidas cejas de Nathan descendieron sobre sus ojos.
—No creo que eso sea una buena idea.
Cara cruzó los brazos.
—¿Por qué no?
—Jagang probablemente está observando nuestra reacción a través de los ojos de esos hombres —dijo Verna—. Estoy de acuerdo con Cara. Necesitamos demostrarle fortaleza.
Nathan frunció el entrecejo.
—Me sorprendes, Verna. —Sonrió educadamente a Cara—. Tú no me sorprendes, sin embargo, querida mía.
—¿Por qué estás tan sorprendido? —quiso saber Verna.
—Porque sería la acción equivocada. Por lo general, tú no das consejos tan malos.
Verna se contuvo. No era el momento de lanzarse a una acalorada discusión. Y menos ante los ojos de Jagang. También recordó con suma claridad que había pensado durante la mayor parte de su vida que el profeta estaba loco. No estaba del todo segura de que su evaluación fuera equivocada. También sabía por pasadas experiencias que discutir con Nathan era como intentar convencer al sol para que no se pusiera.
—No puedes estar considerando seriamente la rendición —dijo en voz baja.
Nathan puso mala cara.
—Por supuesto que no. Pero eso no significa que debamos matarlos por pedirlo.
—¿Por qué no? —Cara empuñó su agiel a la vez que se inclinaba hacia el profeta—. Yo, por mi parte, creo que matarlos es una idea excelente.
—Bueno, pues yo no —resopló Nathan—. Si les incinero, eso dirá a Jagang que no tenemos intención de considerar su oferta.
Verna contuvo su furia.
—Bueno, es que no la tenemos.
Nathan le dirigió una intensa mirada.
—Si les decimos que no tenemos intención de considerar la oferta, entonces las negociaciones han finalizado.
—No vamos a negociar —replicó Verna con creciente impaciencia.
—Pero no tenemos que decirles eso —recalcó Nathan.
Verna irguió el cuerpo, y se toqueteó el pelo e inhaló profundamente.
—¿Cuál sería el propósito de no decirles que no tenemos intención de considerar en serio su oferta?
—Ganar tiempo —respondió Nathan—. Si los arrojo desde esa carretera a la sima, Jagang tendrá mi respuesta, ¿no es cierto? Pero si tomo la oferta bajo consideración podemos alargar las negociaciones.
—No puede haber negociaciones —dijo Verna entre dientes.
—¿Con qué fin? —preguntó Cara, haciendo caso omiso de Verna—. ¿Por qué querríamos hacer algo así?
Nathan se encogió de hombros como si fuera obvio y ellas fueran unas idiotas al no verlo.
—Retrasarlos. Ellos saben lo difícil que va a ser tomar el palacio. Con cada centímetro de elevación que consigue esa rampa suya, ésta se vuelve más difícil de construir. Podría fácilmente llevarles todo el invierno, y posiblemente mucho más tiempo, acabarla. A Jagang no puede hacerle ninguna ilusión tener un ejército tan inmenso detenido ahí durante todo el invierno. Están muy lejos de casa y necesitan muchas provisiones. Podría perder todo el ejército debido a la inanición o a una enfermedad virulenta.
»Si piensan que podemos rendirnos, entonces podrían reflexionar y aplicar esfuerzos en conseguir el palacio de ese modo. Nuestra rendición resolvería su problema. Pero si piensan que no existe otro modo que no sea hacernos salir por la fuerza de aquí, pondrán todos sus esfuerzos en lanzar un ataque. ¿Por qué empujarlos a hacerlo?
La boca de Verna se crispó.
—Supongo que tiene cierto sentido. —Cuando Nathan sonrió ante la pequeña victoria, añadió—: No mucho, pero un poco.
—Yo no estoy en absoluto segura de que lo tenga —dijo Cara.
Nathan extendió los brazos.
—¿Por qué rechazar la oferta? No ganaremos nada haciéndolo. Deberíamos mantenerlos ocupados planteándose cómo podemos rendirnos sin pelear. Se han rendido suficientes ciudades para hacer que parezca una posibilidad razonable. Si creen que hay una posibilidad de que podamos rendirnos, esa esperanza impedirá que se entreguen por completo a finalizar su rampa.
—Debo admitir —dijo Cara—, que tiene mérito dar esperanzas falsas a la gente que quiere tener esas mismas esperanzas.
Verna hizo por fin un movimiento afirmativo de cabeza.
—Supongo que por ahora no puede perjudicarnos hacer que le den vueltas a la cabeza.
Ahora que había concluido la tarea de convencerlas, Nathan se frotó las manos.
—Les diré que estudiaremos su oferta.
Verna se preguntó si Nathan tenía otro motivo para considerar la oferta. Se preguntó si en realidad podría estarse planteando rendir el palacio. Si bien Verna no se hacía ilusiones de que Jagang fuera a mantener su palabra de no hacer daño a los que estaban en el palacio si se rendían, se preguntó si Nathan no estaría pensando en organizar su propio acuerdo de rendición, un acuerdo que lo dejaría como el lord Rahl permanente de un D’Hara vencido bajo la autoridad de la Orden Imperial.
Al fin y al cabo, una vez finalizada la guerra, Jagang necesitaría a personas que gobernaran las tierras conquistadas.
Se preguntó si Nathan era capaz de tal traición.
Se preguntó hasta qué punto había crecido el rencor del profeta durante casi una vida entera de encarcelamiento en el Palacio de los Profetas, sin ser culpable de otra cosa que de lo que las Hermanas de la Luz lo consideraban capaz de hacer. Se preguntó si podría estar pensando en vengarse.
Se preguntó si las Hermanas de la Luz, tratándolo como lo habían tratado, podrían haber sembrado las semillas de la destrucción.
Mientras contemplaba a un sonriente lord Rahl dirigirse de vuelta al borde de la sima, Verna se preguntó si el profeta tramaba arrojarlos a todos a los lobos.