24
con el dorso de la muñeca, Rachel limpió el sudor de su frente. Sabía que en cuanto dejara de trabajar sentiría frío, pero en aquel momento sudaba. Era difícil parar, porque tenía prisa. Aunque se había detenido para pasar la noche, aún sentía el impulso de apresurarse, así que fue a toda velocidad que había construido su refugio.
No le gustaba pensar en lo que le sucedería si no se daba prisa.
Las ramas de pino que había cortado y apoyado contra la baja pared de roca ayudarían a impedir el paso del viento helado. Las había apuntalado con un soporte hecho de vástagos secos de cedro que había encontrado a poca distancia. Cortar ramas verdes de pino con un cuchillo no era fácil. Chase le había enseñado a construir un refugio, y probablemente no tendría muy buena opinión de éste, pero sin tener al menos una hachuela era lo mejor que podía hacer. Y más si tenía que darse prisa.
Había atado el caballo cerca, tras dejarle beber hasta hartarse en un riachuelo próximo, y había tenido la precaución de darle la cuerda suficiente para que pudiera alimentarse de los matojos de hierba que crecían a lo largo de la orilla.
Usando el pedernal que había en las mochilas, había encendido un fuego justo dentro de la protección contra el viento que había construido. Resultaba aterrador estar allí sola, en el monte, de noche. Podría haber osos, pumas o lobos. Una fogata la ayudaba a sentirse a salvo mientras dormía un poco esperando al alba. Necesitaba seguir adelante. Necesitaba apresurarse.
Cuando empezó a sentir frío, Rachel puso un pequeño tronco en el fuego y luego se sentó sobre la pequeña manta que había extendido encima de unas ramas de pino. Chase le había enseñado que un almohadón de ramas la mantendría alzada respecto del suelo y la ayudaría a mantenerse caliente. La creciente oscuridad la asustaba.
En lugar de dejarse vencer por el miedo, se acercó las alforjas y sacó un trozo de cecina. Arrancó un pequeño bocado con los dientes y dejó que el sabor satisficiera su persistente hambre. No le quedaba mucha comida, así que intentaba conservar la que tenía. No tardó mucho en masticar y tragar.
Partió un pedazo de galleta dura y, sosteniéndolo en la palma, dejó caer un poco de agua del odre sobre él para ablandarlo un poco. Las galletas estaban duras como piedras. La cecina era más fácil de masticar, pero tenía más galletas.
Había buscado bayas mientras cabalgaba, pero el invierno ya estaba muy adelantado para que quedara ninguna. Un día había descubierto un manzano silvestre. Aun cuando estaban resecos, sus frutos podrían haberle servido como comida, pero ella sabía bien que no debía comer fruta roja. La fruta roja era venenosa. No quería envenenarse.
Permaneció sentada sin hacer ruido durante un rato, masticando la cecina mientras clavaba la mirada en el fuego. Mantenía el oído aguzado. No quería que la sorprendiera un animal hambriento que pudiera pensar que ella sería un buen bocado.
Cuando alzó los ojos, había una mujer de pie ante ella.
Rachel lanzó una exclamación ahogada. Intentó retroceder, pero la pared de roca estaba justo detrás de ella. Se dijo que podría escabullirse hacia el lado si era necesario. Agarró a toda prisa el cuchillo y lo alzó.
—Por favor, no te asustes.
Rachel pensó que debía de ser la voz más agradable, dulce y amable que había oído nunca. Pero también sabía que no debía dejarse engatusar por palabras zalameras.
Mantuvo los ojos fijos en la mujer, intentando decidir qué hacer, mientras la mujer mantenía los suyos bajados hacia ella. No parecía amenazadora. No hacía nada que pareciera hostil. No obstante, había aparecido en mitad de la noche.
Había algo en ella que le resultaba vagamente familiar. La mujer era bastante bonita, con lisos cabellos rubios muy cortos. Tenía las manos unidas ante ella y los dedos entrelazados flojamente. Llevaba una sencilla túnica de lino. El chal que le rodeaba los hombros parecía teñido con alheña.
Por el modesto vestido parecía que debía ser una plebeya, más que una noble. Por haber vivido en el palacio de Tamarang, Rachel sabía mucho sobre mujeres nobles. Las mujeres nobles a menudo significaban problemas para alguien como Rachel.
—Por favor, ¿puedo sentarme y compartir tu fogata? —preguntó la mujer con una voz que tuvo a Rachel pendiente de cada palabra.
—No.
—¿No?
—No. No te conozco. No te acerques.
La mujer sonrió un poco.
—¿Estás segura de que no me conoces, Rachel?
Rachel tragó saliva. Los brazos se le pusieron de carne de gallina.
—¿Cómo sabes mi nombre?
La sonrisa se ensanchó un poco… no con malicia, sino de un modo dulce y bondadoso. También los ojos de la mujer mostraban una ternura que les daba el aspecto de que jamás podrían tener la intención de causar daño. De todos modos, eso no disminuyó la cautela de la niña. Ya la habían engañado damas de aspecto agradable en el pasado.
—¿Te gustaría comer otra cosa?
—No. Estoy perfectamente —dijo Rachel—. Quiero decir, agradezco tu oferta, es muy amable por tu parte, pero estoy perfectamente, gracias.
La mujer se inclinó y recogió algo que descansaba sobre el suelo, detrás de ella. Cuando volvió a alzarse, Rachel vio que era una ristra de truchas pequeñas.
Las sostuvo en alto.
—¿Sería posible que usara tu fogata para asarlas para mí?
A Rachel le costaba pensar. Tenía que darse prisa. Eso era en todo en lo que parecía capaz de concentrarse… en que tenía que darse prisa. Pero no podía darse prisa estando acampada. No podía irse hasta que fuera de día.
—Supongo que no pasará nada si asas tus peces.
La mujer volvió a sonreír. Era una sonrisa que por algún motivo levantó el ánimo de la niña.
—Gracias. No seré ninguna molestia para ti.
En un abrir y cerrar de ojos, dio media vuelta y desapareció en la noche. Rachel no tenía ni idea de adónde iba, o por qué. La ristra de peces seguía en el suelo, a poca distancia. La niña permaneció escuchando en la oscuridad mientras el fuego siseaba y chisporroteaba; aferró el cuchillo en el puño mientras se esforzaba por oír en el silencio nocturno, en busca de cualquier indicio de que la mujer pudiera ir acompañada.
Cuando regresó, la mujer tenía un montón de grandes hojas de arce, varias de ellas cubiertas con una gruesa capa de barro. No dijo nada mientras se acuclillaba y empezaba a preparar el pescado. Enrolló cada pescado en una hoja limpia de arce, los colocó en fila, puso una capa de barro encima y lo envolvió todo con hojas. Una vez que tuvo hecho el horno de barro lo depositó con cuidado sobre el fuego.
Todo ese tiempo, Rachel no la perdió de vista. Era difícil no hacerlo. Rachel era incapaz de apartar los ojos de la mujer. Había algo en ella que hacía que la niña ansiara terriblemente estar más cerca de ella. Con todo, su sentido de la cautela no se lo permitía.
Además, tenía prisa.
La mujer retrocedió unos pasos, al parecer para no asustar a Rachel, y se sentó en el suelo, doblando las piernas bajo el cuerpo, para esperar a que el pescado se asara. Danzaron llamas en el frío aire nocturno, y se alzaron remolinos hacia el cielo cada vez que la leña chasqueaba. De vez en cuando la mujer se calentaba las manos en el fuego.
A Rachel le costaba no pensar en el pescado. Olía deliciosamente. Podía imaginar lo bien que sabría, pero había dicho que no quería ninguno.
Reparó, entonces, en que había hecho una pregunta antes y que no había obtenido una respuesta.
—¿Cómo sabes mi nombre?
La mujer encogió un hombro.
—Los buenos espíritus deben habérmelo susurrado al oído.
Rachel pensó que era la cosa más estúpida que había oído jamás. Pero no pudo evitar reír tontamente.
—Lo cierto —dijo la mujer, con una expresión más seria— es que te recuerdo.
La carne de gallina regresó.
—¿Del castillo en Tamarang?
La mujer hizo girar un dedo.
—No. De antes.
Rachel frunció el entrecejo.
—¿Del orfanato?
La mujer emitió un pequeño sonido para confirmarlo. De improviso, parecía triste.
Juntas contemplaron cómo las llamas oscilaban y danzaban, y proyectaban luz sobre la pared de roca y el cobertizo de ramas de pino. A lo lejos, los coyotes aullaban con prolongados lamentos solitarios. Cada vez que los coyotes empezaban a aullar Rachel se alegraba de tener la fogata. Podría resultar presa fácil de cualquier animal salvaje de no ser por el fuego.
Los insectos chirriaban y zumbaban mientras algunas palomillas describían círculos a través de la luz. Chispas arremolinadas ascendían al cielo nocturno, dando la impresión de estar ansiosas por unirse a las estrellas. Todo ello empezó a adormilar a Rachel.
—Apuesto a que el pescado está listo —dijo la mujer con tono vivaracho.
Se movió al frente con rapidez y usó un palo para hacer rodar el pequeño horno de barro fuera del fuego. Abriendo bien las hojas sobre el suelo, dejó por fin las truchas al descubierto. Estaban en su punto.
Cogió un pedazo y lo probó, gimió de placer ante lo bien que sabía.
A continuación colocó el resto de la trucha sobre una hoja de arce y se la ofreció a Rachel. Rachel permaneció sentada con la vista fija en su mano. Había dicho que no quería ninguna de las truchas de la mujer.
—Gracias, pero tengo mis propias cosas para comer.
—Tonterías, hay más que suficiente. Por favor, ¿no comerás un poco conmigo? ¿Sólo un poquito? Al fin y al cabo, he usado la fogata que tú hiciste con tu esfuerzo, de modo que es lo mínimo que puedo hacer.
Rachel contempló el pescado, de aspecto delicioso, que descansaba sobre la hoja que la mujer tenía en la palma de la mano.
—Bueno, si no te importa, entonces. Cogeré uno.
La mujer sonrió y el mundo pareció de improviso un lugar mejor. Rachel pensó que debía de ser una sonrisa como la que mostraría una madre… llena de sencillo placer ante lo maravilloso de la vida.
Intentó no devorar el pescado. El que estuviera ardiendo ayudó a que fuera más despacio. Eso, y las pequeñas espinas. Resultaba tan agradable comer comida caliente que casi gritó de alegría. Cuando terminó el pescado, la mujer le entregó otro. Rachel lo tomó sin vacilar. Necesitaba tanto comer… Se dijo que necesitaba estar fuerte para poder ir deprisa. El tierno pescado calmó el retortijón de hambre alojado en lo más profundo de su estómago, haciendo que el dolor se disipara. La niña comió cuatro truchas más antes de quedar harta.
—No fuerces tu caballo tanto mañana —dijo la mujer—. Si lo haces, morirá.
Rachel pestañeó.
—¿Cómo sabes eso?
—Fui a saludar a tu animal cuando tropecé contigo. Tu caballo está agotado.
A Rachel le supo mal por el caballo, pero tenía que darse prisa. No podía aminorar la marcha por nada. Tenía que ir deprisa.
—Si voy más lenta me atraparán.
La mujer ladeó la cabeza.
—¿Quién te atrapará?
—Los engullidores espectrales.
—Ah, entiendo.
—Los engullidores espectrales van tras de mí. Siempre que aminoro la velocidad empiezan a acercarse más. —Los ojos de Rachel se llenaron de lágrimas—. No quiero que los engullidores espectrales me atrapen.
De repente la mujer estaba allí, justo a su lado, rodeándola con un brazo, protegiéndola. Era una sensación tan reconfortante que Rachel empezó a llorar en el consuelo de aquella protección. Tenía que apurarse. Tenía tanto miedo.
—Si matas al caballo —dijo la mujer en un tono quedo y tierno—, los engullidores espectrales te atraparán, ¿no es cierto? Haz que vaya sólo un poquitín más despacio. Tienes tiempo.
Rachel se acurrucó en el pliegue del brazo de la mujer.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Tienes que dejar que el caballo recupere sus fuerzas. No te servirá de nada matar al animal. Confía en mí, no querrás estar en terreno abierto sin un caballo…
—¿Porque entonces los engullidores espectrales me atraparán?
La mujer asintió.
—Porque entonces los engullidores espectrales te atraparán.
Cuando un escalofrío recorrió la espalda de Rachel, la mujer la apretó contra sí hasta que desapareció. Rachel reparó en que tenía el dobladillo del vestido en la boca, tal y como tenía por costumbre hacer cuando era pequeña.
—Alarga la mano —dijo la mujer con aquella voz tranquilizadora suya—. Tengo algo para ti.
—¿Qué es?
Cuando Rachel alargó la mano la mujer depositó algo pequeño en ella. La niña lo alzó más cerca del rostro para verlo mejor. Era corto, y recto.
—Mételo en tu bolsillo.
Rachel alzó los ojos hacia el dulce rostro que la contemplaba.
—¿Por qué?
—Para cuando lo necesites.
—¿Necesitarlo? ¿Para qué lo necesitaré?
—Lo sabrás cuando llegue el momento. Lo sabrás cuando lo necesites. Cuando así sea, recuerda que está ahí, en tu bolsillo.
—Pero ¿qué es?
La mujer sonrió con aquella sonrisa maravillosa.
—Es lo que necesitas, Rachel.
Desconcertada como estaba, a Rachel no se le ocurría para qué le serviría. Deslizó el pequeño objeto dentro de su bolsillo.
—¿Es mágico? —preguntó.
—No —respondió la mujer—. No es mágico. Pero es lo que necesitarás.
—¿Me salvará?
—Tengo que irme ahora —dijo la mujer.
Rachel sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—¿No podrías quedarte sentada junto al fuego un ratito?
La mujer la contempló con mirada sagaz y tierna.
—Supongo que podría.
Rachel sintió que la carne de gallina regresaba a sus brazos.
Sabía quién era la mujer.
—¿Eres mi madre, verdad?
La mujer pasó una mano por los cabellos de Rachel. Sonreía con tristeza. Una lágrima le corrió por la mejilla.
Rachel sabía que su madre estaba muerta, o, al menos le habían contado que lo estaba.
A lo mejor aquél era el buen espíritu de su madre.
Abrió la boca para volver a hablar, pero su madre la acalló con dulzura, luego inclinó la cabeza de Rachel contra ella.
—Necesitas descansar. Yo te vigilaré. Duerme. Estás a salvo conmigo.
Rachel estaba muy cansada. Escuchó el maravilloso sonido del latir del corazón de su madre. Pasó los brazos alrededor de las costillas de su madre, y se apretujó contra ella.
La pequeña tenía un millar de preguntas, pero no creía que fuera a ser capaz de hacer pasar una sola palabra a través del nudo que tenía en la garganta. Además, en realidad no quería hablar. Sólo quería permanecer en el refugio que ofrecían los brazos de su madre.
A pesar de lo mucho que quería a Chase, esto era algo que resultaba tan especial que sabía que era injusto compararlo con cualquier otra cosa. Quería a Chase con toda su alma. Esto era maravilloso de otro modo. Como dos mitades que conformaban un todo.
Rachel sólo comprendió que había estado dormida porque cuando abrió los ojos justo amanecía. Unas nubes de un violeta oscuro daban la impresión de estar tratando de ocultar la luz que se aproximaba por el este.
Se incorporó bruscamente.
Todo lo que quedaba del fuego eran cenizas frías.
Estaba sola.
Antes de que pudiera pensar en nada más, antes de que tuviera tiempo de entristecerse, supo que tenía que darse prisa.
Con un esfuerzo frenético recogió a toda velocidad sus escasas pertenencias —la manta, el pedernal y el acero, el odre— y las metió de cualquier modo en las alforjas. Vio el caballo no muy lejos, contemplándola.
Tenía que asegurarse de no hacer correr demasiado al animal. Si agotaba al caballo y éste moría, tendría que ir a pie.
Y entonces los engullidores espectrales la atraparían.