22

22

nicci salió a lo que parecía ser un pozo enorme abierto en el suelo de las llanuras Azrith. No podía ver lo que había arriba más allá de las paredes de tierra y rocas, pero no necesitaba verlo.

Fuera, más allá del borde del pozo, la imponente rampa, iluminada por antorchas, se alzaba hacía el frío cielo nocturno. A lo lejos, la oscura sombra de la meseta se erguía imponente, dando la impresión de tocar las mismas estrellas.

El suelo del pozo era un confuso laberinto de distintas elevaciones, al parecer el resultado de diferentes cuadrillas de peones sacando material para la rampa. A aquellos obreros no se les veía por ninguna parte. Sin duda habían descubierto las catacumbas mientras cavaban.

En aquellos momentos había soldados por todas partes. Los que veía no eran tropas regulares de la Orden Imperial. Éstos eran soldados profesionales, los hombres experimentados más próximos a Jagang, que habían combatido con él en distintas campañas.

Nicci reconoció a muchos de ellos. Aunque no vio a ningún individuo al que conociera de nombre, conocía muchos de los rostros que la observaban. Estos hombres también la reconocieron a ella.

Una mujer como Nicci, con su melena rubia y figura curvilínea, no pasaba precisamente desapercibida en un campamento de la Orden Imperial. No obstante, cada uno de esos hombres la reconocía como la Señora de la Muerte.

En el pasado había mandado a muchos de ellos. La temían. Había matado a algunos de sus camaradas que no habían sido capaces de seguir sus órdenes del modo en que ella había esperado. Creer en la Orden requería el sacrificio desinteresado por el bien mayor: el sacrificio de esta vida por la otra vida. Como ella había hecho recaer sobre ellos tan virtuoso sacrificio, conduciéndoles a su ansiada otra vida, y todos ellos la odiaron por ello.

Y todos sabían también que era propiedad de Jagang. Su posesión personal.

Al igual que los soldados corrientes, ni uno de esos hombres osó jamás tocarla. No obstante, en el pasado Jagang la había entregado como un favor a algunos de sus oficiales, hombres como el comandante Kardeef.

Muchos de ellos habían estado allí el día que Nicci había ordenado que quemaran vivo a Kardeef. Algunos, siguiendo sus órdenes, habían ayudado a atar a su comandante a una estaca y a colocarlo sobre el fuego. A pesar de su reticencia, no osaron contradecir sus órdenes.

La hechicera mantuvo bien presente su antiguo estatus mientras permanecía de pie bajo la gélida noche con todos los ojos puestos en ella. Como una capa protectora, volvió a envolverse en aquella antigua personalidad. Aquella imagen de ella era su única protección. Mantuvo la cabeza erguida, la espalda recta. Ella era la Señora de la Muerte y quería que todo el mundo lo supiera.

En lugar de aguardar a que la hermana Armina le indicara el camino, Nicci empezó a subir la rampa. Había inspeccionado el campamento desde lo alto de la plataforma de observación del palacio y sabía cómo estaba distribuido. Sabía dónde encontrar las tiendas de mando. No tendría problemas para encaminarse a la tienda de Jagang. Puesto que Jagang probablemente observaba a Nicci a través de los ojos de la hermana Armina, la mujer no puso objeciones a que Nicci iniciara la marcha por su cuenta.

No servía de nada ser arrastrada pateando y chillando a los pies del emperador. No cambiaría nada. Era mejor que fuera al encuentro de su destino por su propio pie y con la cabeza bien alta.

Más que eso, sin embargo, Nicci quería que Jagang la viera del mismo modo que la había visto siempre. Quería que viera lo que conocía, que la viera como había sido, aunque ella no lo fuera ya. Incluso si sospechaba que podría ser de algún modo distinta, quería ofrecerle lo que conocía.

En el pasado, su seguridad había radicado en su indiferencia a lo que él podría hacerle. Esa indiferencia daba que pensar a Jagang. Lo enfurecía, lo exasperaba y lo fascinaba. Ella había sido alguien que había peleado a su lado por sus objetivos, y sin embargo sólo la había podido poseer por la fuerza.

Aun cuando ella ya no fuera dueña de su poder, aún era dueña de su mente, y era su mente lo que constituía su auténtico poder. Eso era lo que Richard le había enseñado. Con o sin su don, podía seguir siendo indiferente a lo que Jagang pudiera hacerle. Esa indiferencia le proporcionaba poder.

Tras dejar atrás a los fuertemente armados vigilantes del perímetro, empezó a encontrar una hilera tras otra de obreros acarreando tierra y rocas de otros pozos. Cientos de mulas, que tiraban de toda clase de carros, avanzaban lenta y pesadamente en largas filas a través de la oscuridad. Unas antorchas mostraban a las hileras de peones el camino hasta la rampa. Los soldados de la Orden Imperial, el orgullo del Viejo Mundo, se habían convertido en vulgares obreros. No era exactamente la gloria por la que habían partido a luchar.

Nicci prestó poca atención a aquella actividad. Ya no le importaba qué hacían con la rampa… la rampa era sólo una distracción. Sintió náuseas al pensar en aquellos guerreros asaltando el palacio.

Tenía que pensar en un modo de detenerlos.

Por un breve momento la idea de que ella los detuviera le resultó absurda. ¿Qué podía hacer? Endureció su determinación a la vez que erguía más la espalda. Pelearía contra ellos hasta su último aliento si era necesario.

Las hermanas Armina y Julia iban unos pasos por detrás mientras Nicci avanzaba entre el campamento. La hermana Armina no haría más que hacer el ridículo si se abría paso para colocarse al frente. Al ponerse en cabeza, Nicci había retomado ya su puesto como la Reina Esclava.

Las antiguas pautas eran difíciles de romper. Ahora que estaban dentro del campamento, ninguna de las Hermanas quería cuestionar lo que Nicci hacía, al menos por el momento. Al fin y al cabo, ella marchaba en dirección a donde ellas la habrían llevado de todos modos, y no tenían ninguna forma de saber con seguridad si Jagang estaba en la mente de la hechicera o no. Sabían, igual que sabían los soldados, que era la mujer de Jagang. Eso le proporcionaba un rango tácito por encima de ellas. Incluso en el Palacio de los Profetas, siempre había constituido un misterio para ellas; siempre habían sentido rencor y celos hacia ella… lo que significaba que la temían.

Que ellas supieran, era posible que el emperador simplemente las hubiera enviado a traerle de vuelta a su tozuda y desafiante reina. Jagang, que sin duda observaba a Nicci a través de sus ojos, parecía no efectuar ningún esfuerzo por cambiar esa percepción en sus mentes. Incluso podría ser que Jagang en realidad lo considerara de ese modo, que pensara de verdad que podía recuperarla.

Hizo como si no lo viera, pero Nicci reparó en el gran número de escoltas que tenía tras ella. Una reina no prestaba atención a los miembros de su séquito. Estaban por debajo de ella. Por suerte, ellos no podían oír cómo le martilleaba el corazón.

Cuando habían entrado en el campamento, algunos hombres se habían quedado inmóviles y mudos, igual que mendigos que contemplaran una procesión real que pasaba ante ellos. Otros surgieron corriendo de la oscuridad para ver lo que sucedía. Susurros quedos recorrieron la multitud: la Señora de la Muerte había regresado.

Para muchos de aquellos hombres, aun cuando la temían, ella era una heroína de la Orden, un arma poderosa. La habían visto descargar muerte sobre aquellos que se oponían a las enseñanzas de la Fraternidad de la Orden.

A pesar de que se le hacía extraño estar de vuelta, el campamento no era diferente de los que recordaba. Era el acostumbrado revoltijo de hombres, tiendas, animales y pertrechos. La única diferencia era que, a medida que permanecían allí durante tanto tiempo, todo el campamento empezaba a adquirir un aspecto de descomposición. La leña en las llanuras Azrith era prácticamente inexistente, de modo que las hogueras eran pocas y pequeñas, lo que dejaba todo el lugar atenazado por una especie de penumbra deprimente. Montones de basura crecían por todas partes y atraían nubes de moscas, y con tantos animales y hombres en el mismo lugar durante tanto tiempo olía peor que de costumbre.

La aglomeración de hombres descuidados amontonados por todas partes, a la que jamás había prestado mucha atención en el pasado, resultaba inquietante. Apenas parecían humanos. En muchos aspectos no lo eran. En el pasado, puesto que no le importaba lo que le sucediera, Nicci había sentido indiferencia hacia aquellos animales. Ahora, dado que le importaba su vida, era distinto. Más que eso, no obstante, en el pasado siempre había sabido que podía utilizar su poder si el miedo que sentían ante ella no los mantenía a distancia. Ahora sólo podía contar con el miedo que le tenían para mantenerlos alejados.

Era una larga caminata a través de cientos de miles de hombres hasta alcanzar su destino, pero debido a que el campamento llevaba tanto tiempo instalado se habían formado senderos. En algunos lugares los senderos se habían ensanchado hasta ser casi calzadas que poco a poco habían apartado tiendas y corrales. Ahora, mientras Nicci recorría esas calzadas, seguida de cerca por su séquito. Hombres con ojos como platos bordeaban el camino, observándola.

Más allá del silencio inmediato de los hombres que la observaban mientras pasaba, el campamento era un lugar ruidoso, incluso a una hora tan intempestiva. Detrás de ella estaba el sonido de los trabajos en la rampa, de carros moviéndose, de rocas rompiéndose y obreros gritando al unísono mientras tiraban de pesadas cuerdas. En el campamento que la rodeaba las voces de soldados que reían, charlaban y discutían se transmitía a través del frío aire nocturno. Oyó órdenes chilladas a voz en cuello por encima del rítmico repiquetear de unos martillos.

También podía oír el lejano rugido de los que vitoreaban a sus equipos en las partidos de Ja’La, que seguían celebrándose incluso a una hora tan tardía. En ocasiones se elevaban abucheos de desaprobación, que se veían sofocados al instante por salvajes gritos de apoyo.

Cuando pasó por delante de un corral repleto de enormes caballos de batalla, y luego ante una hilera de carromatos de provisiones vacíos, las tiendas de mando aparecieron ante sus ojos. Bajo un cielo iluminado por las estrellas, las banderas en lo alto de las tiendas ondeaban en la fría brisa. La visión de la tienda de mayor tamaño, la tienda del emperador, amenazó con privarla de su valor. Quiso huir, pero no iba a poder huir nunca más.

Ése era el lugar donde toda su vida le pasaba factura a Nicci.

Ése era el lugar donde todo finalizaba.

No quiso evitar lo inevitable, caminó con determinación hacia la tienda. No aminoró la marcha para pasar por el primero de los puntos de control en los círculos exteriores de protección que rodeaban la zona de mando. Los hombretones que montaban guardia la observaron mientras se acercaba, y sus miradas también incluyeron a los guardias del emperador que avanzaban detrás de ella. Se alegró de que casualmente llevara un vestido negro, porque era eso lo que había vestido siempre en la época en que aquellos hombres la habían conocido. Quería que la reconocieran. Una breve mirada hostil hizo que ninguno la abordara.

Cada círculo de hombres situado más cerca del centro del complejo era un círculo de hombres de más confianza. Cada círculo de hombres alrededor de las tiendas de mando tenía sus propias unidades, métodos y equipo. Cada uno quería ser el que impidiera que cualquier daño alcanzara a su emperador, y cada uno tenía un protocolo distinto para penetrar en su zona de responsabilidad.

Nicci hizo caso omiso de tales protocolos. Ella era la Señora de la Muerte, la Reina Esclava. No se detuvo por nadie. Nadie le dio el alto.

La tienda de Jagang estaba colocada aparte, en una agrupación de tiendas de mayor tamaño, pero, a diferencia de todas las otras tiendas del campamento, gozaba de un espacio amplio a su alrededor. Unas hermanas que patrullaban la zona tomaron nota de la presencia de Nicci, como lo hicieron los jóvenes con el don que vio, pero sus ojos se desviaron cuando ella les clavó una mirada feroz.

A Nicci la animó ver que ninguna de aquellas personas la veían como otra cosa que no fuera lo que había sido la última vez que estuvo entre ellas.

Vio entonces un espectáculo extraño. Además de una sección de los guardias personales de Jagang a cada lado de la gruesa colgadura que cubría la entrada a su tienda, había otros soldados también… soldados corrientes. Paseando de un lado a otro, también ellos parecían estar custodiando la tienda. No pudo imaginar por qué demonios habría vulgares soldados en el interior del complejo del emperador, y mucho menos custodiando su tienda. Nunca antes se había permitido el acceso de tales hombres al interior de la zona de mando.

Haciendo caso omiso de la rareza de la presencia de esos soldados regulares allí, Nicci fue directa hacia la gruesa colgadura que pendía de la entrada a la tienda de Jagang. Las dos Hermanas, que ya se mantenían bastante rezagadas, siguieron a Nicci de mala gana. Sus rostros palidecieron. Nadie, y mucho menos una mujer, sentía deseos de entrar en el santuario privado de Jagang.

Dos hombres fornidos, cada uno sosteniendo una pica, y con los rostros tatuados con dibujos de animales, apartaron la colgadura. Unos pequeños discos plateados dieron unos quedos repiques metálicos, informando al emperador de que alguien entraba en su tienda. La hechicera reconoció a los dos hombres que apartaron a un lado la colgadura para permitirle pasar, pero no los saludó mientras franqueaba el umbral.

Dentro, unos esclavos retiraban bandejas y fuentes de la mesa del emperador. El aroma de aquellos manjares recordó a Nicci que no había comido. El nudo de ansiedad de su estómago le había hecho olvidar su hambre.

Docenas de velas daban al lugar una calidez acogedora. Alfombras gruesas cubrían el suelo, de modo que las pisadas de los esclavos ocupados en sus tareas no molestaran al emperador. Algunos de los esclavos, todos con las cabezas gachas, eran nuevos. A algunos los recordaba. Jagang parecía haber finalizado ya su cena y no estaba en la estancia exterior.

Las dos Hermanas, después de entrar detrás de ella, avanzaron despacio en dirección a las paredes más apartadas de la tienda. Al parecer querían estar lo más lejos posible.

Sabiendo dónde estaría Jagang. Nicci cruzó la habitación. Los esclavos se apartaron de su camino. Al llegar a la colgadura que cubría la entrada al dormitorio, la alzó y se agachó para pasar al otro lado.

Dentro de la cámara del emperador, Nicci lo vio por fin. Estaba sentado, dándole la espalda, en el otro lado de la lujosa cama cubierta de seda de color dorado. Unos puntos de luz provenientes de las velas y los quinqués se reflejaban en su cabeza afeitada. Su cuello, grueso como el de un toro, continuaba en forma de amplios y poderosos hombros. Llevaba un chaleco de lana de cordero, y sus colosales brazos estaban desnudos.

Estaba absorto leyendo un libro. Aunque propenso a la violencia, Jagang era un hombre inteligente que valoraba los conocimientos que encontraba en libros o en las mentes que habitaba. Convencido emocionalmente de la veracidad de sus creencias, jamás se molestaba en someter esas creencias al razonamiento. De hecho, consideraba que tales cuestionamientos eran pura herejía. En su lugar, sus esfuerzos estaban dedicados a reunir información, pues sabía que la información podía ser un arma valiosa. Era un hombre a quien gustaba estar bien provisto de toda clase de armas.

Algo captó la atención de Nicci, y miró a su izquierda.

Entonces la vio, sentada en el suelo, descansando sobre una cadera y apoyada en un brazo. Era la criatura más sublimemente hermosa que la hechicera había visto nunca.

Supo sin la menor duda quién era aquella mujer.

Era Kahlan, la esposa de Richard.

Los ojos de ambas se encontraron. La inteligencia, la nobleza, la vida en aquellos ojos verdes era fascinadora.

Aquella mujer era la igual de Richard.

Ann había estado equivocada. Aquélla era la única mujer que podía por derecho estar junto a él.