20
por haber estado en innumerables enfrentamientos mortales, Nicci sabía que correr justo en aquel momento sería un error fatal. En su lugar, recurrió al instinto y alzó una mano por encima del hombro de su compañera, invocando cada fragmento de oscuro poder que poseía. La hechicera se entregó por completo a infligir una violencia desmedida sobre las tres mujeres situadas pasillo adelante.
En el mismo desconcertante momento en que percibió el fracaso de aquella conexión dinámica —y nada sucedió—, comprendió que en el interior del Palacio del Pueblo su poder era casi inútil. El peso muerto del pavor descendió sobre ella.
Del otro extremo del pasillo surgió un rayo. El repentino sonido dentro de los confines del corredor fue ensordecedor, y la llameante luz que describía un arco a través del blanco pasillo casi la cegó.
Oscuras sogas de suprema oscuridad se enredaron con la llamarada del rayo, creando una enmarañada mezcla que chasqueaba y detonaba allí donde tocaba. Volaron chispas. El aire ardió. Tan negro era el elemento de Resta que parecía como si existiera un vacío. Y existía, en efecto.
El mármol que cubría el suelo, techo y paredes se rasgó en fisuras irregulares ante el contacto. Esquirlas de piedra salieron disparadas por el pasillo, rebotando en todas partes. Nubes de polvo de mármol empezaron a flotar a medida que el aire mismo se convulsionaba con la violencia de la descarga de poder. La sacudida extinguió la luz de varias de las antorchas más próximas.
A pesar de que su poder estaba tan reducido que no funcionó, Nicci todavía pudo usar una cantidad suficiente de su don para percibir la familiar alteración en su percepción del tiempo.
Sus brazos y piernas parecieron pesados como plomo. El mundo, en el interior del túnel de su visión, pareció perder velocidad hasta casi detenerse.
Pudo ver cada pedazo de piedra girando sobre sí mismo mientras volaba hacia ella por el humeante pasillo, y habría tenido tiempo más que suficiente para contarlos todos mientras estaban suspendidos en el aire. Pudo ver cada esquirla, laminilla y mota girando mientras volaba. Todo ese tiempo el rayo se revolvía violentamente, golpeando con una lentitud suprema a un lado y a otro, a la vez que dejaba un deslumbrante rastro de luminiscencia en la visión de Nicci.
Al mismo tiempo, mientras el mundo aminoraba la velocidad, la mente de la hechicera trabajaba a toda prisa, intentando pensar en un modo de detener lo que iba hacia ellas inexorablemente. Pero no tenía nada para conjurar que pudiera detener la Magia de Suma y de Resta reunidas en una mezcla tan virulenta. El poder que tenía hendía la piedra hasta alcanzar el lecho de roca. El mismo aire crepitaba.
A la vez que la cuerda de luz líquida serpenteaba sin obstáculos a través del pasillo, Ann se arrojó delante de Nicci. Nicci sabía muy bien lo que se avecinaba. Conocía la naturaleza de las tres mujeres que tenían delante. Conocía la clase de poder letal que habían invocado.
Sin tiempo para chillar una orden, Nicci se estiró en su lugar al frente para agarrar a la Prelada y arrojarla al suelo fuera de peligro. Atrapó el vestido gris y sus dedos iniciaron la lentísima tarea de cerrarse.
Era una carrera entre conseguir sujetarla con fuerza y el parpadeante rayo que parecía rugir sin control. Pero Nicci sabía que en realidad no estaba sin control.
La crepitante descarga de poder saltó de costado y chocó de lleno contra la baja mujer. El cegador fogonazo pasó a través de ella, saliendo por su espalda. El impacto fue de tal fuerza que arrancó a la Prelada de la floja sujeción de las manos de Nicci.
El cuerpo rechoncho de Ann fue a estrellarse contra la pared con fuerza suficiente para agrietar la losa de mármol. Un impacto así le habría roto casi todos los huesos del cuerpo a cualquiera.
Nicci pudo darse cuenta, no obstante, de que Annalina Aldurren ya estaba muerta antes de chocar con la pared.
El rayo cesó bruscamente. El retumbo dejó zumbando los oídos de Nicci. La luminiscencia ardió en su visión.
Ann, con los ojos sin vida, fijos, resbaló al suelo y cayó de bruces. Un charco de sangre creció bajo ella, fluyendo sobre el mármol blanco.
Las tres mujeres del final del pasillo, igual que tres buitres posados sobre una rama seca, permanecían hombro con hombro, observando a Nicci.
Nicci sabía cómo habían conseguido lo que ella no pudo: habían unido su poder. Ella misma, cuando Jagang las había capturado en un principio, había unido su habilidad con las Hermanas de las Tinieblas. Aquellas tres habían actuado como una sola y por ese medio podían usar su poder dentro del palacio.
Lo que Nicci no sabía era cómo habían entrado.
Esperaba que en cualquier instante el rayo volvería a entrar en acción. Y entonces ella sufriría la misma suerte que Ann. Había habido un tiempo en que no le había importado morir. Ahora le importaba. Le importaba sobremanera. Lamentó que no fuera a tener la oportunidad de defenderse antes del final. Al menos sería rápido.
La hermana Armina le dedicó una sonrisa perversa.
—Nicci, querida. Cómo me alegro de volverte a ver.
—Andas en muy malas compañías —dijo la hermana Julia, que permanecía pegada a la derecha de la hermana Armina.
Una baja y robusta hermana Greta, a su izquierda, le lanzó una mirada de odio.
Las tres eran Hermanas de las Tinieblas. La hermana Armina se había librado de Jagang, junto con Ulicia, Cecilia y Tovi. Por su cuenta, aquellas cuatro habían activado Cadena de Fuego, capturado a Kahlan y puesto en funcionamiento las Cajas del Destino.
Pero las hermanas Julia y Greta, a quienes Nicci también conocía bien, hacía mucho tiempo que eran cautivas de Jagang. Que la hermana Armina estuviera con las otras dos carecía de sentido.
Sin disponer del tiempo para considerar las implicaciones de que aquellas tres estuvieran juntas, Nicci decidió que si iba morir, al menos intentaría pelear. Describió bruscamente un arco con un brazo, lanzando el escudo más poderoso que pudo invocar, sabiendo al mismo tiempo lo débil que sería, pero con la esperanza de que pudiera resistir un lapso suficiente. Salió disparada en la dirección opuesta… de vuelta hacia la escalera.
No había dado ni tres pasos cuando una soga de aire compacto restalló, enroscándose a sus pies y haciéndola caer. Chocó con fuerza contra el suelo. El escudo había resultado inútil contra el poder unido de aquellas tres.
La sobresaltó un tanto que no hubieran utilizado la misma clase de poder letal que habían empleado con Ann. Sin esperar a considerar el motivo, o lo que pudiera venir a continuación, rodó a la izquierda y luego se levantó a toda prisa. Se lanzó a través de una entrada a otro pasillo. Detrás, oyó a las tres Hermanas corriendo hacia ella.
En aquellos sencillos corredores vacíos no había ningún lugar donde esconderse. Nicci sabía que si corría, ellas se limitarían a activar un rayo de poder para abatirla. No tenía una posibilidad real de dejarlas atrás y escapar del alcance de su poder. Pero, puesto que ellas corrían ya tras ella, probablemente esperaban que corriera, así que en su lugar Nicci apretó la espalda contra la pared, justo tras la esquina de la siguiente intersección.
Jadeó, recuperando el aliento a la vez que intentaba hacer el menor ruido posible. Desde donde aguardaba no podía ver el cuerpo de Ann, pero sí la brillante mancha de sangre discurriendo por el suelo de mármol blanco.
Costaba creer que Ann estuviera muerta. Había sido testigo de la ascensión y caída de reinos y de la desaparición de incontables generaciones durante un vastísimo lapso de tiempo. Parecía como si hubiera estado viva eternamente. Era abrumador intentar imaginar un mundo sin Annalina Aldurren.
Aunque Nicci no había querido a la Prelada, sintió de todos modos una punzada de pena por ella. La mujer había parecido finalmente aceptar algunos de sus errores. Tras todo aquel tiempo, tras una vida tan larga, había acabado por tener un amor auténtico en su vida.
A la vez que oía las pisadas acercándose a toda prisa, Nicci puso en orden sus ideas. No era momento para llorar a nadie.
No podía decirse que a Nicci le viniera de nuevo la violencia y la muerte, pero no estaba en absoluto acostumbrada a aquel estilo de combate. Como Señora de la Muerte había sido testigo de miles de muertes, y había matado a más personas de las que podía recordar, pero nunca lo había hecho sin armas. Ahora, sin su poder, ésa era su única opción. Intentó pensar en cómo Richard haría tal cosa.
Cuando las tres Hermanas doblaron la esquina, Nicci usó todas sus fuerzas para estrellar su codo en la cara de la mujer que tenía más cerca. Oyó cómo se le partían los dientes. El corazón le bombeaba a tanta velocidad que ni siquiera sintió el golpe en el codo. La hermana Julia cayó de espaldas cuan larga era.
Sin una pausa, al mismo tiempo que la hermana Julia seguía patinando por el suelo, Nicci saltó sobre la hermana Armina, cogiéndola por los cabellos. La empujó y le estampó la cabeza contra la piedra. Nicci esperó haberla dejado al menos sin sentido. Si sólo quedaba una Hermana en pie ésta no podría usar su poder mejor de lo que podía Nicci.
Pero la hermana Armina seguía muy consciente. Chilló improperios mientras pugnaba por liberarse. Nicci tiró de ella hacia atrás, y la alzó por los cabellos para poder volver a balancearla y aplastarle la cara contra la pared.
Antes de que pudiera llevarlo a cabo, la fornida hermana Greta chocó contra la cintura de Nicci, derribándola, lejos de la hermana Armina. El impacto del peso de la Hermana envió con tanta fuerza a Nicci contra la pared que la dejó sin resuello. La hechicera intentó arañar a ciegas a la mujer que la placaba, en un intento de quitársela de encima.
La hermana Greta, sujetando a Nicci por la cintura, se retorció a un lado, arrojándola con facilidad de cara al suelo. Nicci giró sobre sí misma y asestó una patada a la Hermana.
La hermana Armina, con sangre corriéndole por la cara, plantó una bota sobre el pecho de Nicci. La hermana Greta se puso en pie a su lado, recuperando el resuello.
Antes de que Nicci pudiera forcejear para levantarse, una sacudida de dolor le recorrió como una llamarada todo el cuerpo, estallando en la base de su cráneo. La descarga le arrebató el aire de los pulmones. Las dos mujeres uniendo su don eran suficientes para incapacitarla.
—No es un modo muy amable de saludar a tus Hermanas —dijo la hermana Greta.
Nicci intentó no hacer caso del dolor. Agitó violentamente los brazos mientras intentaba levantarse, pero la hermana Armina puso más peso en el pie y al mismo tiempo expandió las afiladas púas de dolor. La visión de Nicci se desdibujó hasta quedar convertida en un punto en el centro de un oscuro túnel. Su espalda se arqueó mientras los músculos se contraían en nódulos. Sus dedos arañaron el suelo. Pensó que sería capaz de hacer cualquier cosa para conseguir que parara.
—Sugiero que permanezcas donde estás —dijo la hermana Armina—, o, si lo prefieres, te recordaremos hasta qué punto podemos provocar mucho más sufrimiento. —Enarcó una ceja en dirección a Nicci—. ¿De acuerdo?
Nicci no podía hablar. Lágrimas de sufrimiento brotaban a raudales de sus ojos. Asintió en su lugar.
La hermana Julia se acercó dando traspiés, con las dos manos sobre la boca mientras gritaba a voz en cuello de dolor y rabia. La sangre le caía en hilillos por la barbilla, y cubría la parte delantera de su descolorido vestido azul.
La hermana Armina, con el pie todavía sobre el pecho de Nicci, se inclinó hacia abajo, posando un brazo sobre su rodilla.
Con una voz que sólo era en parte la suya, dijo:
—¿Has regresado por fin con nosotros, querida?
A Nicci se le heló la sangre.
Comprendió que la estaba contemplando la mirada de Jagang.
De no haber sentido un dolor tan atroz, de no haber sido porque apenas si podía respirar, sin duda habría salido corriendo, aun cuando eso hubiera significado una muerte súbita. Una muerte súbita sería preferible.
Incapaz de huir, imaginó que le arrancaba los ojos a la hermana Armina… que le arrancaba la ventana mental a Jagang.
—¡Voy a hacerte tragar los dientes de una patada por esto! —dijo la hermana Julia con una voz amortiguada por la manos con que se cubría la boca—. Voy a…
—Cállate —dijo la hermana Armina con aquella voz terrible que sólo era suya a medias—, o no permitiré que te curen.
Los ojos de la hermana Julia se llenaron de terror al reconocer la voz de Jagang dirigiéndose a ella. Calló.
La hermana Armina alargó una mano.
—Dámelo.
La hermana Julia introdujo unos dedos ensangrentados en un bolsillo y sacó algo inesperado, algo que hizo que el terror dejara a Nicci completamente sin respiración. La hermana Julia se lo entregó a la hermana Armina.
La Hermana retiró el pie y se agachó sobre una rodilla, inclinándose sobre una postrada Nicci. Nicci sabía lo que se avecinaba. Forcejeó con todas sus energías, todo su pánico, pero no consiguió hacer que su cuerpo respondiera. Tenía los músculos bloqueados por el hormigueante poder que recorría como una llama sus nervios.
La hermana Armina colocó el collar, resbaladizo debido a la sangre, alrededor del cuello de Nicci.
Nicci oyó cómo el rada’han se cerraba con un chasquido.
En ese mismo instante, perdió la conexión con su han.
Había nacido con el don, aunque la mayor parte del tiempo ni siquiera pensaba en ello. Ahora estaba aislada de su habilidad. Igual que su visión u oído, siempre había estado allí, siempre había sido algo que usaba sin pensar. Ahora sólo había un aterrador vacío desconocido.
Una separación tan brusca de su don la dejó aturdida. Carecer de él era como quedarse sin una parte de ella, sin lo que era el núcleo mismo de su ser, de quién era, de lo que era.
—En pie —dijo la hermana Armina.
Cuando el dolor disminuyó por fin, todo el cuerpo de Nicci quedó flácido contra el suelo. No sabía si sus músculos funcionarían, o si tendría las energías para levantarse, pero conocía a la hermana Armina lo bastante bien como para no vacilar. Giró penosamente a un lado y se alzó a cuatro patas. Cuando no se movió con la rapidez suficiente para el gusto de la hermana Armina, una aturdidora sacudida de dolor golpeó la parte inferior de la espalda de Nicci, quien inhaló con fuerza para contener un grito. Sus brazos y sus piernas se crisparon involuntariamente y cayó de bruces al suelo.
La hermana Greta rió entre dientes.
—Levanta —dijo la hermana Armina—, o te mostraré lo que es dolor de verdad.
Nicci volvió a izarse sobre manos y rodillas. Jadeó, recuperando el resuello. Cayeron lágrimas al suelo polvoriento. Sabiendo bien que no debía retrasarse, se puso en pie con un gran esfuerzo. Las piernas se le doblaban, pero consiguió mantenerse erguida.
—Limítate a matarme —dijo Nicci—. No voy a cooperar, no importa el dolor que me provoques.
La hermana Armina ladeó la cabeza, mirando de cerca a Nicci.
—Oh, querida, creo que te equivocas respecto a eso.
Volvía a ser la voz de Jagang la que hablaba.
Un cegador destello de dolor extremo, asestado por el collar de su cuello, descendió en cascada por el interior de Nicci. El dolor la hizo caer de rodillas.
Había soportado el dolor infligido por Jagang antes, cuando él había sido capaz de penetrar en su mente, antes de que ella aprendiera a detenerlo. Fue su devoción a Richard —el vínculo— lo que la había protegido, del mismo modo que protegía a las gentes de D’Hara y los que seguían al lord Rahl. Pero antes de eso, cuando él había podido penetrar en su mente, tal y como podía entrar en las mentes de estas Hermanas, Jagang había sido capaz de hacer que pareciera como si presionara finas púas de hierro en lo más profundo de los oídos de Nicci y luego enviara el dolor hacia abajo, desgarrándolo todo.
Esto era peor.
Nicci clavó la mirada en el suelo, esperando ver sangre brotar de sus orejas y su nariz. Sangre que cubriera la piedra. Pestañeó mientras jadeaba presa de un dolor insoportable, pero no vio sangre. Deseó verla. Si sangraba lo suficiente moriría.
De todos modos, conocía lo bastante bien a Jagang para saber que no le permitiría morir. Aún no, en todo caso.
Al Caminante de los Sueños no le gustaba una muerte rápida para las personas que lo enojaban. Nicci sabía que probablemente no había nadie a quien Jagang quisiera hacer padecer más que a ella. Al final la mataría, desde luego, pero se vengaría primero. Sin duda la entregaría a sus hombres durante un tiempo, sólo para humillarla, luego la enviaría a las tiendas de tortura. Esa parte, lo sabía, duraría mucho tiempo. Cuando él acabara por aburrirse con sus padecimientos, ella pasaría sus últimos días con los intestinos siéndole extraídos muy despacio por una hendidura en el vientre. Él querría estar allí para verla morir, para asegurarse de que la última cosa que ella veía antes del fin era a él sonriendo triunfal.
La única cosa que lamentó la hechicera en aquel momento, mientras comprendía lo que estaba a punto de ocurrirle, fue que nunca volvería a ver a Richard. Pensó que si sólo pudiera verle una vez más podría soportar lo que la aguardaba.
La hermana Armina se aproximó más, lo bastante cerca como para estar segura de que Nicci podía ver su sonrisa de superioridad. Tenía ahora el control del collar que rodeaba el cuello de Nicci. También Jagang podía dominarla a través de aquella conexión.
El rada’han estaba pensado para controlar a magos jóvenes, y actuaba sobre el don. Aunque el Palacio del Pueblo reducía el don de Nicci no obstaculizaría la acción del collar, porque el rada’han actuaba internamente. El artilugio podía ocasionar un dolor inimaginable.
Nicci, de rodillas, tembló mientras jadeaba de intenso dolor. Su visión se oscureció cada vez más hasta que apenas pudo ver nada. Los oídos le zumbaban.
—¿Comprendes plenamente lo que sucederá en el caso de que nos desobedezcas? —preguntó la hermana Armina.
Nicci no podía responder. No tenía voz. Consiguió efectuar un leve asentimiento con la cabeza.
La hermana Armina se inclinó hacia ella. La sangre había dejado de manar por fin de su cuero cabelludo.
—Entonces ponte en pie, Hermana.
El dolor se disipó por fin lo suficiente para que Nicci fuera capaz de ponerse en pie.
Ella no quería estar de pie. Quería que la mataran. Aunque Jagang no iba a permitirlo. Jagang quería ponerle las manos encima.
Mientras su visión empezaba a aclararse, vio que la hermana Greta estaba en el otro extremo del pasillo, rebuscando en las prendas de Ann. Sacó algo de un bolsillo oculto bajo el cinturón de Ann. Lo inspeccionó y luego lo sostuvo en alto.
—Adivinad qué encontré —dijo, agitándolo para que las otras dos lo vieran—. ¿Deberíamos cogerlo?
—Sí —dijo la hermana Armina—, pero no te entretengas.
La hermana Greta se guardó el pequeño objeto y regresó junto a las otras dos.
—No lleva nada más.
La hermana Armina asintió.
—Será mejor que nos demos prisa.
Las tres permanecieron hombro con hombro, mirando de nuevo pasillo adelante, en dirección a Ann. Nicci podía darse cuenta de que, incluso con la conexión, seguían teniendo dificultades para utilizar su poder. Si el hechizo del Palacio del Pueblo no les consumiera el han, cualquiera de las tres, por sí misma, podría haber esgrimido la clase de poder que había matado a Ann.
El aire crepitó con la activación de Magia de Resta. Los pasillos se oscurecieron cuando el estallido apagó varias antorchas más. Una oscuridad negrísima onduló por el corredor, de vuelta hacia la Prelada, envolviendo por fin a la difunta. El zumbido del poder hizo que Nicci volviera a perder por un momento la visión bajo el opresivo manto de oscuridad.
Cuando recuperó la visión, Ann había desaparecido. Incluso su sangre ya no estaba. Todo rastro de su existencia había quedado borrado por la Magia de Resta. Parecía imposible que casi mil años de vida pudieran desaparecer en un instante.
Nadie sabría jamás qué le había sucedido.
Aunque el cuerpo y la sangre habían sido eliminados, el mármol hecho añicos no se arreglaba con tanta facilidad. A las Hermanas no pareció importarles.
A Nicci le pareció como si todo, incluso la esperanza, acabara de morir.
La hermana Armina agarró a Nicci por el brazo y la empujó pasillo adelante. Nicci dio un traspié pero recuperó el equilibrio. Anduvo rígidamente por delante de las otras tres, aguijoneada para que siguiera moviéndose por agudos recordatorios que el collar enviaba a sus riñones.
No habían ido muy lejos cuando a Nicci le indicaron que doblara por un pasillo situado a la izquierda. Siguió sus órdenes como atontada, doblando esquinas y tomando por varios pasillos más pequeños cuando se lo decían hasta que fueron a parar a una tumba. Las puertas, bastante sencillas y revestidas de latón, estaban cerradas. No eran ni con mucho tan monumentales, ni estaban tan profusamente decoradas, como algunas de las otras que había visto cuando había visitado la tumba del abuelo de Richard, Panis Rahl, situada en una zona distante.
Pensó que era raro que fueran a meterse en una tumba. Se preguntó si las Hermanas tenían intención de ocultarse hasta que se les ocurriera un modo de poder huir del bien custodiado palacio. Puesto que era de noche, a lo mejor tenían intención de aguardar hasta una hora del día con más movimiento para que no se reparara en ellas con tanta facilidad. Cómo habían entrado, Nicci no tenía ni idea.
Cada puerta estaba repujada con un sencillo motivo de un círculo dentro de otro. La hermana Greta empujó una de las puertas e hizo pasar a las otras al interior, con Nicci en cabeza.
Dentro, las Hermanas usaron una chispa de su poder para encender una solitaria antorcha. Un ataúd profusamente decorado descansaba sobre un suelo elevado en el centro de la habitación. Las paredes por encima del ataúd estaban recubiertas de piedra de arremolinados marrones. Un granito negro que a la luz de la antorcha centelleaba cubría la parte inferior de las paredes.
Era una disposición curiosa, que hacía que la parte superior pareciera el mundo de la vida, mientras que la zona situada debajo, cubierta de piedra negra, evocara al inframundo.
Talladas en la piedra superior estaban las invocaciones primordiales en d’haraniano culto, que discurrían en franjas alrededor de la habitación. Nicci echó una ojeada a los signos. Parecían ser unas súplicas corrientes a los buenos espíritus para que acogieran a aquel Rahl junto con los otros que habían llegado antes que él. Mencionaba la vida de aquel hombre y las cosas que había hecho por su gente.
Nicci no vio nada de una relevancia particular en lo escrito. Parecía ser la tumba de un lord Rahl del lejano pasado que había servido a su pueblo gobernando durante una época más bien tranquila de la historia d’haraniana. Las palabras la denominaban una época de «transición».
Grabado en el granito negro que cubría la parte inferior de las paredes había una admonición más bien curiosa sobre los cimientos del palacio. Aquellos cimientos, decía, los habían colocado todas las innumerables ánimas olvidadas hacía mucho.
El ataúd, hecho de piedra lisa, sencillo, estaba cubierto de inscripciones que aconsejaban a los visitantes que tuvieran presente a todos aquellos que habían pasado de esta vida a la siguiente.
La hermana Armina apoyó su peso contra un extremo del ataúd. Resoplando por el esfuerzo, empujó, y el féretro se movió unos centímetros, dejando al descubierto una palanca. La mujer alargó la mano, agarró la palanca y tiró de ella hacia arriba, hasta que se oyó un chasquido.
El ataúd giró sobre sí mismo, emitiendo un susurro.
Una vez que el ataúd hubo girado a un lado, Nicci se sorprendió al ver una oscura abertura. Aquello no era una tumba; era una entrada secreta.
Cuando la hermana Julia la empujó, Nicci subió a la plataforma y avanzó, hasta que vio unos escalones, toscamente tallados en la roca, que descendían al interior de la oscuridad.
La hermana Greta bajó por la abertura. Encendió una de una serie de antorchas metidas en una hilera de agujeros en la tosca pared de piedra y luego la llevó con ella mientras iniciaba el descenso. La hermana Julia entró a continuación, cogiendo también una antorcha.
—Bien —dijo la hermana Armina—, ¿a qué esperas? Ponte en marcha.