16
nicci se detuvo y se giró al oír que gritaban su nombre detrás de ella. Era Nathan. Ann lo seguía de cerca. Por cada una de las largas zancadas de Nathan, Ann tenía que dar tres pasos para mantener su ritmo.
Las pisadas de ambos resonaban en el suelo de mármol del corredor vacío. El sencillo pasillo formaba parte del complejo privado del palacio, utilizado por el lord Rahl, el personal de servicio y los funcionarios, y, por supuesto, las mord-sith. Era un pasillo funcional, que no tenía la menor pretensión de grandiosidad.
Con su recatado vestido gris abotonado hasta la garganta, Ann le recordó a Nicci cómo la veía cuando ella había sido una niña. Baja y compacta, como una espesa nube de tormenta recorriendo veloz el paisaje, siempre había dado la impresión de estar a punto de lanzar rayos. La mujer se había alzado como una figura colosal en la mente de Nicci desde la primera vez que la habían enviado al Palacio de los Profetas para convertirse en una joven novicia.
Annalina Aldurren había sido siempre la clase de mujer capaz de sacar una confesión sin usar otra cosa que una mirada pétrea. Aterraba a las novicias, infundía miedo a los jóvenes magos y atemorizaba a la mayoría de las Hermanas. De novicia, Nicci había sospechado que el mismo Creador andaría con pies de plomo en presencia de la formidable prelada, y también cuidaría sus modales.
—Recibimos el mensaje de que acababas de llegar del Alcázar —dijo el alto profeta con una voz profunda y potente al mismo tiempo que Ann y él alcanzaban a Nicci y Cara.
Teniendo en cuenta que el hombre tenía casi mil años, Nathan resultaba aún toscamente apuesto. Tenía facciones en común con Richard, incluida la mirada de halcón. Sus ojos, de todos modos, eran de un hermoso azul celeste, en tanto que los de Richard eran grises.
Su edad, como la de Nicci, era relevante sólo para aquellos que habían vivido fuera del hechizo del Palacio de los Profetas. Los que estaban en el palacio envejecían igual que todo el mundo, pero a una velocidad más lenta que aquellos que vivían fuera del hechizo. El tiempo se había movido de un modo diferente en el interior del palacio. Ahora que el palacio, el hogar de las Hermanas de la Luz durante miles de años, había sido destruido, Nathan, Ann, Nicci y todos los demás que en una ocasión habían llamado «hogar» a aquel lugar envejecerían a la misma velocidad que el resto de la humanidad.
Nicci recordaba que el profeta siempre vestía túnicas cuando había vivido en sus aposentos del Palacio de los Profetas. Cuando fue una Hermana de la Luz, en ocasiones se requería de ella que le visitara en aquellos aposentos y anotara cualquier cosa que él afirmara que era una profecía. En realidad Nicci jamás había tenido una opinión ni en un sentido ni en otro sobre tal tarea. Era tan sólo una de muchas que se requerían de ella. Había Hermanas, sin embargo, que no habían bajado solas a los aposentos de Nathan.
En aquellos momentos, el profeta llevaba unos pantalones marrones y una camisa blanca con volantes bajo un chaleco verde oscuro. El repulgo de su esclavina color granate flotaba justo por encima del suelo, arremolinándose alrededor de sus botas negras una vez que se detuvo. Tenía un aspecto imponente.
Nicci era incapaz de imaginar el motivo, pero llevaba una espada enfundada en una elegante vaina. Los magos difícilmente necesitaban espadas. Al haber sido el único profeta que los que vivían en el palacio habían conocido en los últimos siglos, siempre había sido un personaje fascinante.
Muchas de las Hermanas del palacio pensaban por entonces que Nathan estaba loco. Muchas lo temían. No era tanto que él les diera motivos para sus temores como que sus propias imaginaciones inventaban horrores que la simple visión del hombre de algún modo parecía confirmar. Nicci no sabía si muchas de las Hermanas pensaban ahora de un modo distinto, pero sí sabía que varias de ellas estaban sumamente preocupadas porque ya no estaba encerrado bajo poderosos escudos. Mientras que unas pocas pensaban que era bastante inofensivo, si bien un poco raro, la mayoría de las Hermanas lo consideraban el hombre vivo más peligroso que existía. Nicci había acabado por verlo de otro modo.
Es más, era ahora el lord Rahl, en sustitución de Richard.
—¿Dónde está Verna? —preguntó Nicci—. Necesito hablar con ella también.
Tras detenerse junto a Nathan, Ann inclinó la cabeza atrás, en dirección al vacío pasillo.
—Ella y Addie están reunidas con el general Trimack para hablar sobre cuestiones de seguridad. Puesto que se hace tarde, indiqué a Berdine que les hiciera saber que tú y Cara acababais de llegar del Alcázar y que nos reuniremos todos con ellas en el comedor privado.
Nicci asintió.
—Parece una buena idea.
—Entre tanto —insistió Nathan—, ¿qué noticias hay?
Nicci estaba aún desorientada por el viaje en la sliph. Era una experiencia desconcertante en la que el tiempo parecía perder todo sentido. Además, estar en el Palacio del Pueblo no hacía más que aumentar su malestar. El palacio entero existía en el interior de un hechizo que ampliaba el poder del lord Rahl, pero que al mismo tiempo disminuía el poder de cualquier otra persona con el don. Nicci no estaba acostumbrada a tal sensación. La hacía sentir inquieta y ansiosa.
Estar en la sliph también le recordó a Richard. Suponía que todo le hacía pensar en Richard. Daba la impresión de que tenía los nervios siempre a punto de saltar de preocupación por él.
Necesitó un momento para concentrar su mente en la pregunta mientras pugnaba por dejar a un lado los pensamientos sobre Richard. Por improbable que pareciera, ese hombre, no Richard, era ahora el lord Rahl. Ann, la antigua prelada, la antigua carcelera de ese hombre, aguardaba para oír la respuesta a su pregunta.
—Me temo que las noticias no son muy buenas —admitió Nicci.
—¿Te refieres a Richard? —preguntó Ann.
Nicci negó con la cabeza.
—No hemos tenido noticias sobre él, aún.
La frente de Nathan se frunció en un gesto aún más suspicaz.
—Entonces ¿de qué noticias hablas?
Nicci inhaló profundamente. Todavía resultaba extraño respirar aire tras estar en la sliph. A pesar de haber viajado otras veces en la extraña criatura, no pensaba que fuera a acostumbrarse jamás a introducir en sus pulmones aquella líquida esencia plateada.
Ordenando sus pensamientos, miró fuera, por encima de la corta barandilla. Aquella parte concreta del pasillo en la que estaban pasaba por encima de un complejo de amplios corredores situados debajo. La luz de las últimas horas del día penetraba en el palacio a través de las claraboyas situadas arriba. El corto balcón era casi como una ventana que daba al interior del Palacio del Pueblo. Nicci imaginó que, al ser una abertura más bien pequeña, probablemente estaba pensada para permitir un lugar encubierto desde el que vigilar los pasillos situados abajo.
Ahora, muy por debajo, muchas personas avanzaban presurosas en todas direcciones. Sus movimientos parecían decididos. Casi todos los bancos estaban vacíos. Nicci no vio gente congregada en informales charlas como lo habían estado en el pasado. Estaban en guerra; el Palacio del Pueblo se hallaba bajo asedio. La preocupación era la compañera constante de todo el mundo y los guardias patrullaban, vigilando no tan sólo a cada persona, sino cada sombra.
Intentando decidir cómo resumir la perturbadora noticia, Nicci se pasó los dedos por los cabellos, apartándoselos de la cara.
—¿Recordáis que Richard nos dijo que la contaminación dejada por los repiques cuando estuvieron en el mundo de la vida provocaba que la magia fallara?
Ann efectuó un ademán desdeñoso a la vez que profería un suspiro, al parecer irritada por volver sobre ese tema.
—Lo recordamos. Pero no creo que sea ése nuestro problema más acuciante.
—Quizá no —dijo Nicci—, pero eso ha empezado a provocar problemas muy reales.
Nathan alzó una mano y tocó el hombro de Ann, como para implorarle que le dejara ocuparse del asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Nos hemos visto obligados a abandonar el Alcázar del Hechicero —le contó Nicci—. Por el momento, al menos.
Las cejas de Nathan se alzaron.
—¿Por qué? ¿Qué sucedió?
Nicci se alisó el vestido negro a la altura de las caderas.
—La magia del Alcázar empieza a fallar.
—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Ann.
—La bruja Seis entró en el Alcázar —respondió Nicci—. Las alarmas no nos avisaron. Varios de los escudos están desactivados. Ella pudo ir a donde quiso por el interior del Alcázar sin que los escudos la detuvieran.
Ann remetió un mechón suelto de pelo gris en el moño que llevaba en la nuca mientras consideraba las palabras de Nicci.
—Eso no es necesariamente una prueba de que la magia del Alcázar esté fallando —dijo por fin—, ni tampoco de que la magia esté contaminada por los repiques y fallando a su vez. Es difícil decir con exactitud el mucho talento que pueda poseer una mujer como Seis. Sólo porque haya alguna clase de problema con el Alcázar no hay modo de saber su causa. Con un lugar tan complicado como el Alcázar es difícil saber con certeza si de verdad es algo tan serio. Podría ser algo temporal, un…
—Está saliendo sangre de las paredes de piedra del Alcázar —repuso Nicci en un tono que dejaba claro que no quería discutirlo.
A la hechicera no le gustaba que la trataran como a una novicia asustada por las sombras en su primera noche fuera de casa. Necesitaba pasar a otras cuestiones.
—Es peor abajo, en las zonas inferiores, en los cimientos.
Ann y Nathan se quedaron rígidos.
Ann abrió la boca como para decir algo, pero Cara habló primero, al parecer tan deseosa de zanjar la cuestión como Nicci.
—La sangre que rezuma de la piedra en varios lugares por todo el Alcázar es sangre humana.
De nuevo, tanto el profeta como la antigua prelada quedaron mudos por la sorpresa.
—Vaya pues —dijo por fin Nathan mientras se rascaba la barbilla—, eso sí que es serio… —Y agregó—: ¿Adónde os dirigíais?
—Cara y yo tenemos que salir a ver cómo progresa la rampa de Jagang. También quiero echar una ojeada al ejército de la Orden. Tengo la esperanza de que el plan de Richard funcionará, que las tropas d’haranianas enviadas al Viejo Mundo serán capaces de cortar las líneas de suministro. Si tienen éxito, Jagang va a tener un problema. Si no se puede abastecer a todos esos hombres de ahí abajo, no podrán quedarse ahí todo el invierno. Creo que puede convertirse en una carrera entre la rampa y sus menguantes provisiones.
Nathan asintió a la vez que pasaba por delante de Nicci y Cara.
—Iremos con vosotras, y puedes hablarnos sobre vuestro encuentro con Seis.
Nicci siguió donde estaba, sin ir tras el profeta.
—Cogió la caja del Destino.
Nathan se volvió y la miró con fijeza.
—¿Qué?
—Robó la caja del Destino que teníamos. La que el compañero de la bruja, Samuel, robó a la hermana Tovi, y la que Rachel consiguió luego y nos trajo. Pensábamos que estaba segura en el Alcázar. Pero no lo estaba.
—¿Ha desaparecido? —Ann agarró la manga de la hechicera—. ¿Tienes alguna idea de adónde fue con ella?
—Me temo que no —respondió Nicci—. Espero que vosotros dos podáis darnos algunas pistas sobre Seis. Tenemos que encontrarla. Cualquier cosa que podáis decirme sobre ella, no importa lo insignificante que parezca, podría ser de ayuda. Necesitamos recuperar la caja.
—Al menos Nicci consiguió poner en funcionamiento el poder de las cajas antes de que la cogieran —dijo Cara.
Nathan y Ann no podían haberse mostrado más estupefactos.
—¿Que ella hizo qué? —susurró Nathan, dando la impresión de ser incapaz de dejar de mirar a Cara fijamente, como si esperara que pudiera haberla oído mal.
—Nicci puso el poder de las cajas en funcionamiento —repitió Cara.
Nicci pensó que la mord-sith parecía un poco orgullosa del logro, orgullosa de Nicci.
—¡Te has vuelto loca! —rugió Ann a la vez que se revolvía contra Nicci, con el rostro enrojeciendo—. ¡Te nombraste a ti misma como un jugador por el poder de las cajas!
—No, eso no es en absoluto lo que sucedió —indicó Cara, atrayendo una vez más la atención del profeta y de la antigua prelada—. Designó a Richard como jugador.
Cara sonrió de un modo apenas perceptible, como complacida de demostrar que Nicci era mejor de lo que Nathan y Ann parecían pensar. Por su parte, Nathan y Ann seguían estupefactos.
Si bien había sido en verdad todo un logro, Nicci no sentía ningún orgullo por haber hecho tal cosa… había sido empujada a ello por la desesperación.
En el pasillo del vasto complejo del Palacio del Pueblo, teniendo plena conciencia de las capas entrelazadas de problemas a las que se enfrentaban, Nicci se sintió de improviso abrumadoramente cansada, y no era debido a que el hechizo que rodeaba el Palacio del Pueblo le estuviera absorbiendo el poder. Además de los acontecimientos recientes, el cansancio empezaba a hacer mella. Había tanto que hacer y tan poco tiempo.
Peor aún, sólo ella poseía el conocimiento o habilidad necesarios para lidiar con los muchos problemas a los que se enfrentaban. ¿Quién, salvo ella, tenía una posibilidad de enseñar a Richard cómo usar la Magia de Resta que hacía falta para abrir las Cajas del Destino? No había nadie más. Nicci sentía el terrible peso de aquella responsabilidad.
Había momentos en que la enormidad de las batallas que tenían ante ellos aparecía ante sus ojos con absoluta claridad. A veces, cuando eso sucedía, el valor de Nicci flaqueaba. A veces temía que se engañaba a sí misma al pensar que podían solucionar los problemas monumentales a los que se enfrentaban.
Recordaba que, de pequeña, su madre la había obligado a salir con pan para alimentar a los pobres y, luego, que el hermano Narev la había hecho avergonzar de tal manera que se sintió obligada a trabajar incansablemente para servir las interminables necesidades de la gente. No importaba cuánto esfuerzo pusiera ella para resolver los problemas de todos aquellos que tenían necesidades, sus problemas sólo parecían incrementarse, superando su capacidad para satisfacerlos, obligándola cada vez más a ser una esclava de las filas cada vez mayores de los necesitados. Se le enseñó que, debido a que ella tenía la capacidad, su deber era hacer caso omiso de lo que quisiera o necesitara, y sacrificar su vida a lo que querían y necesitaban los demás. La incapacidad o falta de disposición de éstos para intentarlo, los convirtió, de facto, en sus amos.
En aquellos momentos en que pensaba que los problemas actuales a los que se enfrentaban eran insuperables, volvía a sentirse lo mismo que entonces, como una esclava de los problemas. En aquellos sombríos momentos de duda de su propia capacidad se preguntaba si podría alguna vez de verdad despojarse del manto que el propio Jagang le había colocado sobre los hombros cuando la había nombrado la Reina Esclava. Él no tenía ni idea de lo apropiado que era el título.
En cierto modo, era así como se sentía en ocasiones en aquella lucha. Si bien sabía que la causa era justa, aun así parecía imposible pensar que podían vencer cuando se enfrentaban a tantos enemigos deseosos de aplastarlos.
A veces, Nicci no deseaba otra cosa que sentarse y rendirse. En momentos de intimidad, Richard le había confesado tener las mismas dudas sobre sí mismo que ella sentía, y sin embargo ella había visto que él, de todos modos, seguía adelante. Siempre que Nicci se sentía desanimada, pensaba en Richard, en lo implacable que era, y se obligaba a volverse a poner en pie, aunque no fuera por otra razón que hacer que él se sintiera orgulloso de ella.
Ella creía y combatía por la causa, pero aquella causa se materializaba en Richard.
Lo necesitaban. No sabía cómo iban a encontrarle o, si lo hacían, cómo lo recuperarían. Eso si seguía vivo.
Que Richard estuviera muerto, no obstante, era una idea que se negaba a considerar y por lo tanto la apartó de inmediato de su mente.
Ann sujetó la parte superior del brazo de Nicci con mano férrea, sacándola de sus pensamientos.
—¿Pusiste las Cajas del Destino en funcionamiento, y designaste jugador a Richard?
Nicci no estaba de humor para lidiar con la reprobación que había tras la retórica pregunta, para volver a tener la misma discusión que ya había tenido con Zedd.
—Así es. No tenía elección. Al principio Zedd tuvo la misma reacción que tú. Cuando se lo expliqué todo, por qué tenía que hacer lo que había hecho, y una vez que se hubo tranquilizado, llegó a comprender que realmente no existe otro camino.
—¿Y quién eres tú para decidir tal cosa? —exigió Ann.
Nicci prefirió no replicar y en su lugar mantuvo la voz, si no deferente, al menos cortés.
—Tú misma dijiste que Richard es quien debe conducirnos en esta batalla. Nathan y tú habéis aguardado casi quinientos años a que Richard naciera y trabajado para aseguraros de que podía liderarnos. Tú misma te ocupaste de que tuviera El libro de las sombras contadas para que pudiera librar esta batalla. Pareces haber decidido muchísimas cosas por él antes de que yo apareciera.
»Las Hermanas de las Tinieblas ya han puesto las cajas en funcionamiento. Ni falta hace que te diga cuál es su objetivo. Eso lo convierte en la batalla final… la batalla por la vida misma. Richard es quien debe liderarnos. Si queremos que tenga éxito debe poseer la capacidad para combatirles. Tú le diste un simple libro. Yo le di el poder, el arma, que necesita para vencer.
Nathan posó una mano sobre el hombro de Ann.
—A lo mejor Nicci no anda desencaminada.
Ann alzó una veloz mirada hacia el profeta y se apaciguó visiblemente mientras consideraba sus palabras. En la época en que había vivido en el Palacio de los Profetas, Nicci jamás habría esperado que el profeta, nada menos, fuera capaz de hacer que la Prelada entrara en razón. Había habido pocas personas en el palacio que pensaran que Nathan tuviera la capacidad de razonar.
—Bueno, lo hecho, hecho está —dijo Ann, su voz considerablemente más sosegada—. Tendremos que meditar un poco respecto a lo que debemos hacer a continuación.
—¿Qué hay de Zedd? —preguntó Nathan—. ¿Tiene algunas ideas para ayudar a Richard?
Nicci intentó impedir que su voz, así como su semblante, delatara su nivel de preocupación.
—Puesto que Zedd cree que unos hechizos lanzados en las cuevas sagradas de Tamarang son responsables de impedir a Richard el uso de su don, él, Tom y Rikka van de camino allí ahora. Esperan ser capaces de ayudar a Richard hallando un modo de eliminar el hechizo que no le deja acceder a su don.
—Haces que suene sencillo —dijo Nathan mientras él mismo consideraba el problema—. Pero será harto difícil.
Nicci enarcó una ceja.
—Dudo que quedarse por ahí sin hacer nada, deseando que aparezca una solución, vaya a funcionar mejor.
Nathan gruñó su acuerdo.
—¿Qué hay del Alcázar?
Nicci dio media vuelta y empezó a avanzar por el corredor, hablando hacia atrás por encima del hombro.
—Después de que Cara y yo partiéramos en la sliph, y antes de que se pusiera en marcha hacia Tamarang, Zedd iba a utilizar un hechizo para cerrar el Alcázar.
—¿Qué hay de los otros… Chase, Rachel y Jebra? —quiso saber Nathan.
—Jebra desapareció no hace mucho. Zedd piensa que es posible que recuperara el conocimiento y, debido a todo por lo que ha pasado, sencillamente huyera.
—O la bruja ha estado influyendo en su mente otra vez —sugirió Nathan.
Nicci abrió las manos.
—Eso es posible también. Simplemente no lo sabemos. Rachel también desapareció, justo anoche, la noche antes de la llegada de Seis. Chase salió en su busca.
Nathan sacudió la cabeza con gesto contrariado.
—Odio estar atrapado aquí cuando están pasando tantas cosas.
—Zedd quería que vosotros dos estuvierais enterados de los problemas con la magia del Alcázar —dijo Nicci—. Dijo que hay defensas protegiendo el Palacio del Pueblo que pueden ser similares a las del Alcázar, así que quiere que estéis al tanto del problema. No hay modo de saber cómo afectará a la magia la contaminación de los repiques, si pondrá trabas a todos los poderes similares, o si la contaminación podría estar limitada a una zona específica.
—Cuando acabemos aquí —terció Cara—, Nicci y yo vamos a viajar mediante la sliph hasta Tamarang para ayudar a Zedd a recuperar el poder de lord Rahl. Luego iremos en busca de lord Rahl.
Nathan no objetó que en la actualidad él ostentaba el título de lord Rahl. Él, precisamente, sabía que Richard era a quien aquella profecía había designado para conducirlos. Nathan era la persona que, después de todo, había revelado en un principio que la profecía decía que tenían una posibilidad ante la tormenta que se aproximaba sólo si Richard los lideraba.
El plan de Cara de que iban «a ir en busca de lord Rahl» era nuevo para Nicci. Si supieran dónde estaba Richard, Nicci ya se estaría dirigiendo hacia allí.
Mientras Nicci seguía respondiendo al constante aluvión de preguntas de Ann, Nathan las condujo por varios corredores bastante sencillos hasta que finalmente llegaron a uno con una gruesa puerta de roble. Cuando Nathan tiró de la puerta para abrirla, una tromba de aire frío penetró en el pasillo.
Un cielo color rojo sangre recibió a Nicci cuando ésta salió a una plataforma situada muy por encima de la fortificación de la muralla exterior.
—Queridos espíritus —murmuró para sí—. Cada vez que los veo es una conmoción.
Nathan se arrimó a ella. Había espacio sólo para dos personas en lo que aparentemente era una plataforma de observación. Ann y Cara observaron desde justo el umbral.
La altura producía vértigo. Nicci aferró la barandilla de hierro, que le llegaba hasta la cintura, mientras se inclinaba un poco al exterior, atisbando por encima de uno de los lados. Podía ver por encima del borde de la muralla exterior, y la meseta misma, hasta las llanuras Azrith.
El terreno situado justo alrededor de la meseta estaba desierto. La Orden Imperial había acampado algo más atrás, al parecer para no atraer ninguna clase de atención desagradable por parte de las personas con el don que hubiera en el palacio antes de que fuera absolutamente necesario. Si bien la Orden Imperial contaba con Hermanas e incluso magos jóvenes que podían protegerles de cualquier conjuro procedente de lo alto, Jagang querría mantenerles en reserva, mantenerlos sanos, fuertes y vivos, hasta que iniciara su ataque final.
Unas espesas nubes rojas flotaban encima de la distante llanura ennegrecida por el ejército invasor, que se extendía hasta la línea del horizonte en todas direcciones. Un escalofrío la recorrió. Aunque desde aquella distancia era difícil ver muchos detalles, sabía lo que era estar entre tales hombres. Sabía muy bien cómo eran. Sabía muy bien cómo eran sus oficiales. Sabía muy bien cómo era su líder.
A Nicci se le puso la carne de gallina.
Cuando había servido en aquel ejército no había caído en lo no sólo físicamente inmundo sino espiritualmente sórdido que era. Siendo la Reina Esclava, había estado voluntariamente ciega a ello; había creído que bestias como Jagang y sus hombres eran necesarios para poder imponer sus superiores ideales a la humanidad. La bondad impuesta mediante la brutalidad. Al acordarse de tal idea, apenas pudo creer lo contradictorias que eran en realidad aquellas convicciones, y que ella las había aceptado sin cuestionarlas. No tan sólo aceptado, sino que había ayudado a imponerlas. Fue tan efectiva haciendo cumplir la voluntad de la Orden que había llegado a ser conocida como la Señora de la Muerte.
No podía imaginar cómo Richard la había podido soportar. Claro que ella no le había dado ninguna opción.
Sintió que le escocían las lágrimas en los ojos al recordar todas las veces que había intentado obligar a Richard a unirse a su repugnante causa, y que, en su lugar, él le había mostrado algo noble. Se tragó un sollozo ante lo mucho que lo echaba de menos. Echaba de menos la luz que brillaba en sus ojos.
La vista que se ofrecía abajo hacía que el silencio de la plataforma pareciera todavía más sombrío. Aquellos hombres, aquellos cientos de miles de guerreros desplegados por la llanura, estaban por una razón: matar a todos los que se hallaran en el Palacio del Pueblo, a cualquiera que combatiera el gobierno de la Orden. Éste era su último obstáculo para imponer sus creencias a toda la humanidad.
Nicci fijó la mirada en la rampa. Era más grande que la última vez que la había visto. Más allá de la rampa pudo distinguir como cicatrices en el terreno en los lugares de los que se excavaba el material para la rampa. La rampa apuntaba en línea recta a la parte superior de la meseta. A pesar de que ya oscurecía, había filas serpenteantes de hombres transportando tierra y rocas a la zona de construcción.
Si alguien le hubiera descrito tal empresa, hubiese dudado de que fuese posible, pero verlo era distinto. Verlo la llenaba de pavor. Era sólo cuestión de tiempo que la rampa quedara finalizada y el negro mar de la Orden Imperial ascendiera en tropel para asaltar el palacio.
En el borde de aquella plataforma, abrazándose con fuerza, supo que contemplaba algo más que un ejército siniestro. Nicci supo que estaba contemplando un millar de años de oscuridad.
Por haber sido una Hermana de las Tinieblas, y por haber sido criada bajo las enseñanzas de la Fraternidad de la Orden, sabía, quizá mejor que nadie, exactamente hasta qué punto era real la amenaza. Sabía con qué vehemencia los seguidores de la Orden creían en su causa. Su fe los definía íntegramente, y estaban más que dispuestos a morir por ella. Al fin y al cabo, la muerte era su objetivo. Les habían prometido la gloria en la otra vida. Creían que esta vida era sólo una prueba, un medio de obtener el acceso a la vida eterna. Si la Orden requería que murieran, entonces morirían. Si la Orden requería que mataran a aquellos que no creían, ellos convertirían el mundo en un mar de sangre.
Nicci comprendía con precisión lo que significaría para el mundo si la Orden ganaba aquella guerra. No era el ejército lo que traería aquellos mil años de oscuridad, sino las ideas que había engendrado aquel ejército. Aquellas ideas arrojarían al mundo a una auténtica pesadilla.
—Nicci, hay algo que debes saber —dijo Nathan, rompiendo el incómodo silencio.
Nicci cruzó los brazos y miró al profeta.
—¿Qué es, Nathan?
—Hemos estado estudiando libros de profecías aquí, en el Palacio del Pueblo. Al igual que en todos los libros de profecías en todos los demás lugares, el hechizo Cadena de Fuego ha provocado que secciones de esos libros, secciones que al parecer mencionan a Kahlan, desaparezcan. Pero todavía hay información útil que de momento no ha tocado Cadena de Fuego. Algunos de esos libros eran nuevos para mí. Me han ayudado a relacionar cosas que había leído en el pasado. Me han ayudado a ver el contexto general.
Después de que el hechizo Cadena de Fuego hubiera borrado tantos recuerdos de todos, ella no sabía cómo podía saber él que había captado realmente el contexto general… ni tampoco si podía verlo ella. En lugar de decirlo, Nicci aguardó en silencio, con el frío viento alborotándole los cabellos, contemplando cómo Nathan desviaba la mirada para observar a las fuerzas desplegadas por las llanuras Azrith.
—Existe un lugar en las profecías, una raíz cardinal, que conduce a una bifurcación determinante —dijo él por fin—. Más allá de esa bifurcación, siguiendo uno de dos ramales, hay un lugar en las profecías llamado el Gran Vacío.
Nicci frunció el entrecejo. Siempre había habido muchas especulaciones alrededor de aquella parte de la profecía.
—He oído hablar de ello —dijo—. ¿Sabes por fin qué significa eso?
—Uno de los dos ramales tras la bifurcación crucial conduce a zonas donde hay más ramas aún, retoños y bifurcaciones. Hay unos pocos libros de profecías que he sido capaz de ver que versaban sobre cuestiones que se hallan más allá de esa rama. Estoy seguro de que una búsqueda coordinada revelaría otros. Así que, podríamos decir que siguiendo esa bifurcación se halla el mundo tal y como lo conocemos.
Golpeó la barandilla con la palma de una mano mientras ponía en orden sus pensamientos.
—En el otro ramal de esa raíz profética no hay más que el Gran Vacío. No existen libros de profecías para lo que se encuentra más allá. Es el motivo de que lo llamen el Gran Vacío. Podrías decir que no hay nada en esa rama que la profecía vea… No hay magia, no hay un mundo como lo conocemos, y por lo tanto no hay profecías para iluminarlo.
Le dirigió una breve mirada.
—Ése es el mundo que la Orden Imperial quiere. Si nos conducen por esa bifurcación, la humanidad penetrará para siempre en el Gran Vacío, un lugar sin magia y por lo tanto sin profecías.
»Algunos de mis predecesores especularon que, puesto que no existen profecías para lo que está más allá, ello sólo podría significar que el Gran Vacío augura el fin de todo, el fin de toda vida.
Nicci no podía pensar que pudiera haber nada salvo oscuridad si la Orden ganaba, de modo que aquella noticia no era en realidad tan sorprendente para ella.
—Por los libros que hay aquí, que he estado estudiando, por la información que me han proporcionado… y por acontecimientos recientes… he sido capaz de establecer nuestra posición en la cronología de esa raíz profética.
La mirada de Nicci se dirigió como una flecha hacia el mago.
—¿Estás seguro?
Nathan extendió una mano en dirección al ejército situado abajo.
—El que el ejército de Jagang esté aquí como está, rodeándonos, es un acontecimiento que me indica que estamos ahora en la raíz cardinal que nos lleva hacia esa bifurcación fatídica.
»He sabido durante siglos que el Gran Vacío estaba en las profecías, pero no sabía si era significativo porque nunca estuve seguro de dónde encajaba en la cronología de las profecías. Por lo que yo sabía siempre era posible que pudiéramos terminar siguiendo un brazo totalmente distinto del árbol de la profecía, sin adentrarnos jamás en la zona que contenía la raíz cardinal que lleva al Gran Vacío.
»Existía siempre la posibilidad de que el Gran Vacío resultara estar en alguna parte más allá de cualquiera de los cientos de bifurcaciones falsas, descendiendo por una rama muerta del árbol de la profecía. Hace una eternidad, cuando empecé por primera vez a estudiarlo, me había parecido que acabaría resultando no ser otra cosa que una profecía falsa, que acabaría por ser abandonada en el polvo de la historia, junto con todas las otras cosas posibles que jamás llegaron a suceder.
»Poco a poco, no obstante, los acontecimientos nos han conducido de modo inexorable hasta donde nos encontramos hoy. Ahora estoy seguro de que estamos en ese tronco de la profecía, en esa rama concreta, esa raíz cardinal, a punto de topar con la bifurcación determinante.
»Tú —dijo Nathan a Nicci— nos has colocado allí de modo irrevocable al poner el poder de las cajas en funcionamiento en nombre de Richard. Las Cajas del Destino eran el nódulo final en la raíz profética.
»Ya no existe ninguna otra posibilidad para la humanidad que enfrentarse a esa bifurcación.