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¿qué sucede? —susurró Jennsen a la joven que tenía por delante de ella mientras ambas se arrastraban por los pastos secos.

—Chist —fue la única respuesta que le dio Laurie.

Laurie y su esposo habían estado en aquel lugar desolado recogiendo una cosecha tardía de higos silvestres que crecían entre las colinas bajas. En el curso de su tarea, a medida que habían ido recolectando más y más lejos, se habían separado. Al finalizar la tarde, Laurie había querido marchar de vuelta a la ciudad pero no había conseguido encontrar a su esposo. Parecía haber desaparecido.

Cada vez más angustiada, había acabado por regresar corriendo a la ciudad de Hawton en busca de la ayuda de Jennsen. Puesto que necesitaba ir deprisa, Jennsen había decidido dejar a su cabra, Betty, en su redil. A Betty no le había gustado, pero Jennsen estaba más preocupada por encontrar al esposo de Laurie. Cuando por fin regresaron con un pequeño grupo de búsqueda el sol hacía rato que se había puesto.

Mientras Owen, su esposa Marilee, Anson y Jennsen se habían desperdigado buscando entre las colinas bajas al desaparecido esposo de Laurie, esta última había encontrado algo que no había esperado. A todas luces la había conmocionado, pero no quería decir qué era. Quería que Jennsen corriera a verlo por sí misma y quería que Jennsen no mencionara nada.

Laurie alzó con cautela la cabeza justo lo suficiente para mirar más allá a la noche.

Señaló y al mismo tiempo se inclinó atrás para que Jennsen pudiera oírla.

—Ahí.

Contagiada a aquellas alturas por alarma de Laurie, Jennsen estiró con cuidado el cuello hacia arriba para atisbar en la oscuridad.

La tumba estaba abierta.

Habían deslizado el gran monumento de granito a Nathan Rahl a un lado y ascendía luz de debajo de la tierra, creando un faro que refulgía con suavidad en el oscuro corazón de la noche.

Jennsen sabía, desde luego, que no era en realidad la tumba de Nathan Rahl. Aunque Laurie no podía saberlo.

En la época en que Nathan y Ann habían estado viviendo con ellos, Nathan había descubierto la tumba con su nombre en ella. También había descubierto que lo que parecía ser una tumba más bien monumental en el antiguo cementerio era en realidad la entrada a habitaciones subterráneas secretas repletas de libros. Él y Ann habían contado a Jennsen que aquellas catacumbas tenían miles de años de antigüedad y había estado protegido todo ese tiempo mediante magia.

Jennsen no podía saberlo; ella no poseía magia. Estaba inmaculadamente desprovista del don. Era un agujero en el mundo, como se denominaba en ocasiones a aquella particularidad, porque los que poseían magia eran incapaces de usar su don para percibir a los que eran como Jennsen. Ella era una criatura excepcional… un pilar de la Creación.

Jennsen y las personas que estaban con ella allí en Bandakar eran todos pilares de la Creación. En épocas remotas se había averiguado que, cuando los que estaban inmaculadamente desprovistos del don se mezclaban con la gente normal, que era toda ella poseedora de al menos una pequeña chispa del don, cada criatura producto de tales uniones estaría inmaculadamente desprovista del don. Al vagar libremente por el mundo tenían el potencial latente para erradicar el don de toda la humanidad. En la antigüedad la solución a la cifra en continuo crecimiento de personas desprovistas del don había sido reunirlas a todas y desterrarlas.

La característica de estar por completo desprovisto del don tenía su origen en los vástagos del lord Rahl. Los nacimientos de tales personas eran sumamente raros, pero una vez que los que poseían esa característica alcanzaban la edad adulta, la anomalía se extendía a la población en general. Después de que se hubiera desterrado a los antepasados de las personas que vivían en Bandakar, todo hijo de un Rahl era puesto a prueba. De hallarse que había nacido inmaculadamente desprovisto del don, tal criatura era ejecutada de inmediato para impedir que la característica volviera a extenderse entre la población.

Jennsen, producto de una violación llevada a cabo por Rahl el Oscuro, había conseguido desafiar todas las probabilidades en su contra y pasar desapercibida. Puesto que Richard era en la actualidad el lord Rahl, eliminar tal defecto en su linaje le correspondía a él.

Pero Richard consideró tal idea abominable y se negó a hacer tal cosa. Creía que Jennsen y los que eran como ella tenían el mismo derecho a la vida que él, y lo cierto era que le había hecho feliz descubrir que tenía una hermanastra… tanto si estaba inmaculadamente desprovista del don como si no. La había recibido con los brazos abiertos en lugar de con intenciones asesinas, como ella había esperado.

Richard había puesto fin al destierro y liberado a aquellas personas para que vivieran sus propias vidas. Desde que Richard se había convertido en el lord Rahl, ellos ya no estaban desterrados sino que se les había dado la bienvenida al mundo, tal como había sucedido con Jennsen. A pesar de lo que podría significar para la magia del mundo, él había destruido la barrera que impedía que aquellas personas se relacionaran con el resto de la humanidad.

Desde que la barrera había caído, muchos de los habitantes de Bandakar habían sido capturados por la Orden Imperial y sacados de allí para ser usados como animales de cría, con la intención de apresurar el final de la magia. Después de que se hubiera expulsado a la Orden Imperial de Bandakar, la mayor parte de la población que quedaba había elegido permanecer en su hogar ancestral por el momento. Querían dedicar un poco de tiempo a averiguar cosas sobre el mundo exterior antes de decidir qué harían.

Jennsen sentía una afinidad con aquellas personas. Tras haberse ocultado toda su vida por temor a ser ejecutada por el delito de haber nacido, había querido permanecer con ellos mientras aprendían a ser una parte de su nuevo y más amplio mundo. Aquel nuevo inicio, la emoción de construir una nueva vida para sí mismos, llena de posibilidades, era una pasión que compartían todos.

Laurie evidentemente experimentaba una sensación de terror ante el hecho de que volviera a estar amenazado el mundo en el que habían vivido. Pero con la Orden Imperial el mundo estaba amenazado. En esto, los desprovistos del don no eran una excepción.

Jennsen no estaba segura de quién era la persona que estaba ahora abajo, en la tumba. Razonó que podrían ser Nathan y Ann que hubieran regresado a recuperar libros que necesitaban de la biblioteca subterránea. También aquellos libros habían sido desterrados a su escondite, tras unos límites que nadie había sido capaz de cruzar hasta la llegada de Richard.

Jennsen razonó que también podría ser Richard quien estuviera abajo. Nathan y Ann se habían marchado hacía mucho junto con Tom para ir en su busca. Si habían tenido éxito, le habrían hablado sobre la biblioteca subterránea. Quizás él había regresado para ver la antigua biblioteca por sí mismo o en busca de algo concreto. A Jennsen le encantaría volver a ver a su hermano. La sola idea hizo que se sintiera muy ilusionada.

Comprendió, no obstante, que podría tratarse de alguna otra persona. Alguien que podía hacerles daño a todos ellos. Fue tal idea la que le impidió lanzarse a la carrera al interior de la tumba.

A pesar de lo mucho que deseaba ver si era Richard, la vida de fugitiva de Jennsen en compañía de su madre había proporcionado a la joven un sentido de la cautela muy agudizado, así que se agazapó inmóvil, observando en busca de cualquier indicio sobre quién podría estar en la tumba.

Los sinsontes, a lo lejos, repitieron sus llamadas en la tranquila oscuridad, intentando superarse unos a otros en una especie de interminable discusión nocturna. Mientras escuchaba distraídamente las estridentes llamadas, Jennsen sabía que lo mejor sería permanecer oculta y aguardar a que quienquiera que estuviera abajo apareciera; pero le preocupaba que los demás regresaran de su búsqueda y las delataran sin querer, así que decidió que mientras vigilaba la tumba lo mejor sería enviar a Laurie en busca del resto y advertirles.

Antes de que Jennsen pudiera gatear más cerca y susurrar instrucciones a su compañera, la joven empezó a arrastrarse al frente. Al parecer había decidido que podría ser su esposo quien estaba allí abajo. Jennsen intentó agarrar el tobillo de la joven, pero estaba fuera de su alcance.

—¡Laurie! —susurró—. ¡Detente!

Laurie hizo caso omiso de la orden, y correteó por la hierba seca. Jennsen gateó al instante tras ella, entre las lápidas de antiguas sepulturas desperdigadas por el desigual terreno. La hierba seca hacía un ruido excesivo para el gusto de la muchacha. Laurie no estaba siendo ni cauta ni silenciosa. A Jennsen su madre le había enseñado a ser sigilosa y escapar, pero Laurie no sabía mucho sobre tales cosas.

A cierta distancia por delante, Laurie lanzó una exclamación ahogada de miedo.

Jennsen alzó la cabeza lo justo para ver si había alguien cerca, pero en la oscuridad era difícil percibir gran cosa. Por todo lo que ella sabía, podía haber una docena de hombres desplegados alrededor de ellas. Si permanecían quietos sería difícil, por no decir imposible, verlos.

Laurie se alzó de improviso sobre las rodillas a la vez que emitía un lamento horrorizado que hizo que a Jennsen se le pusiera la carne de gallina. El alarido hizo añicos la quietud de la noche. Los sinsontes callaron.

En plena noche, un grito así se oiría a gran distancia. Puesto que ya no tenía que preocuparse por delatar su presencia, Jennsen se irguió a toda prisa y corrió para cubrir la distancia que la separaba de la mujer. Abrumada por un sufrimiento indecible, Laurie se agarró los cabellos a la vez que echaba la cabeza atrás y lloraba con desconsuelo.

El cuerpo de un hombre yacía cuan largo era sobre la hierba ante ella. Aun cuando estaba demasiado oscuro para que Jennsen distinguiera el rostro, resultaba del todo obvio quién tenía que ser.

Jennsen extrajo el cuchillo con mango de plata de la funda que llevaba a la cintura.

Justo cuando lo hacía, la figura oscura de un hombretón, espada en mano, se alzó en la oscuridad. Probablemente había sido él quien había matado al esposo de Laurie y tras ello había permanecido agazapado en alguna parte, a poca distancia, para vigilar si alguien más se aproximaba a la tumba abierta.

Al mismo tiempo que Jennsen alcanzaba a Laurie —pero antes de que pudiera derribar a la joven para ponerla a salvo—, el hombre blandió la espada. La oscura forma borrosa de la hoja hendió la garganta de Laurie, casi decapitándola. Salpicaduras de sangre caliente cayeron sobre el rostro de Jennsen.

El horror de la muchacha quedó desterrado al instante por la cólera. Podría haber sido miedo, o incluso pánico, pero fue un torrente de ira lo que estalló a través de ella. Fue una cólera activada por primera vez por unos hombres que habían surgido hacía tiempo de la nada y asesinado brutalmente a su madre.

Antes de que la espada hubiera finalizado el asesino tajo, Jennsen saltaba ya en dirección al hombre.

Surgió de un salto de la oscuridad y golpeó de lleno en el pecho con el cuchillo. Antes de que él pudiera retroceder, sorprendido, ella extrajo el cuchillo y, aferrándolo con fuerza, se lo clavó en el cuello tres veces en veloz sucesión. Le hizo caer al suelo, sin dejar de apuñalarlo con saña. No paró hasta que el hombre dejó de respirar con un gorgoteo.

En la repentina quietud, jadeó, recuperando el aliento. Luchó para no permitirse quedar paralizada por la conmoción de lo que acababa de suceder. Si había un enemigo, era probable que hubiera otros, y sabía con seguridad que había alguien abajo en la tumba. Tenía que alejarse.

Jennsen se dijo a sí misma que debía moverse. Moverse era su mejor defensa. Moverse era vivir.

Muy agachada, empezó a deslizarse a un lado, sin perder de vista en ningún momento el haz de luz que se alzaba de la tumba, vigilando por si aparecía alguien para investigar el ruido y descubría los cuerpos.

Un segundo hombre pareció materializarse de pronto de la negra noche, alzándose de la hierba justo frente a ella.

Jennsen cambió de posición el cuchillo que sujetaba, empuñándolo en posición de pelea, en lugar de sujetarlo para apuñalar como había hecho cuando había acabado con el otro hombre. El corazón le latía con violencia mientras miraba a su alrededor en busca de otras amenazas.

Hizo caso omiso de la orden del hombre de que se detuviera y en su lugar amagó con rapidez a la izquierda. Cuando él arremetió en esa dirección, intentando atraparla, Jennsen rodó a la derecha.

Otro individuo surgió de la oscuridad, respondiendo a los chillidos del primero y cerrándole la huida por aquel lado. La luz procedente de la tumba centelleó suavemente en los eslabones de la cota de malla que cubría el amplio pecho del hombre, y en el hacha sujeta en su puño. Largas ristras de pelo grasiento colgaban sobre sus hombros.

La joven se recordó que debía tener presente la cota de malla del hombre por si acaso tenía que pelear con él. Su cuchillo sería en buena parte ineficaz contra tal coraza, así que tendría que hallar puntos vulnerables. Comprendió que había tenido suerte de que el hombre con el que había luchado, el asesino de Laurie, no hubiera llevado cota de malla.

El frenético impulso de Jennsen fue dar media vuelta y correr presa de un pánico ciego, pero sabía que correr sería un error. Despertaría el instinto de perseguir. Una vez iniciada una persecución, aquel instinto tomaba el mando y sujetos como aquél no pararían hasta que tuvieran su presa.

Ambos hombres esperaban que corriera en la dirección que parecía abierta ante ella… hacia la izquierda. En su lugar, Jennsen salió disparada hacia ellos, con la intención de escabullirse entre ambos, fuera de su trampa, antes de que pudieran cercarla. El agresor más cercano, el que llevaba una cota de malla, tenía el hacha lista para usar. Antes de que pudiera alzarla y golpear, ella le acuchilló la parte interior del brazo que dejó al descubierto. El afilado cuchillo cortó la carne ascendiendo desde la muñeca. Pudo oír el suave chasquido de los tendones partiéndose a medida que los cortaba.

El hombre chilló. Incapaz de sostener el hacha, la dejó caer al suelo. Jennsen la recogió a la vez que se agachaba para esquivar al segundo, que ya se lanzaba a por ella. Giró en redondo y le hundió con fuerza el arma en la espalda mientras él pasaba por delante a toda velocidad.

Jennsen se alejó gateando tan deprisa como pudo mientras uno de los hombres sujetaba su inútil brazo derecho y el otro giraba hacia ella con el mango de un hacha sobresaliendo de su espalda. Trastabilló unos pocos pasos, yendo aún hacia ella, antes de caer sobre una rodilla, jadeando. Por el gorgoteo de su respiración, Jennsen supo que le había perforado el pulmón por lo menos. Estaba claro que el tipo no estaba en condiciones de pelear.

Si iba a conseguir escapar, ésta era su oportunidad. Sin vacilar, la aprovechó.

Casi al instante una pared de hombres se alzó ante ella. Jennsen frenó con un patinazo. Por todas partes a su alrededor aparecieron hombres. Por el rabillo del ojo vio sombras retorciéndose a través del haz de luz a medida que ascendían figuras a toda velocidad del interior de la tumba.

—Si quieres —dijo el desconocido que tenía delante con una voz áspera—, estaríamos encantados de acabar contigo. Si no, yo sugeriría que me entregases ese cuchillo.

Jennsen permaneció petrificada, considerando sus opciones. Su mente parecía no querer funcionar.

A lo lejos podía ver figuras, recortadas por la luz, corriendo hacia ella desde la tumba.

El hombre alargó la mano.

—El cuchillo —dijo con tono amenazador.

Como respuesta, Jennsen le apuñaló la palma. Puesto que él se echó atrás al mismo tiempo que Jennsen tiraba, la hoja le cortó la mano entre los dos dedos centrales. Una sarta de furiosas blasfemias resonó en el aire. Jennsen aprovechó la oportunidad para salir corriendo a través de la brecha de entre la pared de hombres para sumirse en la oscuridad de más allá.

Antes de que hubiera corrido tres pasos un brazo la agarró por la cintura. El hombre tiró hacia atrás con tanta fuerza que la dejó sin aliento. El soldado la estrelló de espaldas contra su coraza de cuero. Jennsen jadeó intentando conseguir aire.

Antes de que él consiguiera hacerse con sus brazos, que se movían igual que aspas de molino, ella le clavó el cuchillo en el muslo. La punta encontró hueso y se quedó atascada allí. Maldiciendo, el soldado se hizo por fin con sus brazos, inmovilizándolos a los costados.

Lágrimas de terror y frustración le ardieron en los ojos. Iba a morir allí, en mitad de un cementerio, sin volver a ver a Tom jamás. En aquel momento, él era todo lo que parecía importante, todo lo que quería. Él jamás sabría lo que le había sucedido, y ella nunca podría decirle una última vez lo mucho que le amaba.

El soldado se extrajo de un tirón el cuchillo que tenía clavado en el muslo. Ella contuvo un sollozo con un jadeo ahogado ante todo lo que perdía… todo lo que perdían aquellas personas.

Antes de que la hicieran pedazos como esperaba que hicieran, alguien apareció con un farol. Era una mujer, y llevaba algo más en la misma mano que sujetaba el farol. Fue a detenerse ante Jennsen. Hizo una mueca de desagrado mientras se hacía cargo de la situación.

—Cállate —dijo la mujer al hombre que se sujetaba la mano ensangrentada y seguía profiriendo imprecaciones.

—¡La muy zorra me ha apuñalado la mano!

—¡Y mi pierna! —añadió el hombre que la sujetaba.

La mujer echó una ojeada a los cuerpos caídos a poca distancia.

—Pues parece que tuvisteis suerte.

—Supongo —rezongó por fin el hombre que sujetaba a Jennsen, a todas luces incómodo bajo el examen implacable de la mujer, y le entregó el cuchillo de la muchacha.

—¡Casi me cortó la mano en dos! —interrumpió el otro, a quien seguía sin gustarle tener que soportar la indiferencia de la mujer hacia su dolor—. ¡Hay que hacérselo pagar!

La mujer le dirigió una mirada fulminante.

—Tu único propósito es servir a los fines de la Orden. ¿De qué crees que le vas a servir si eres un lisiado? Ahora, cierra el pico o ni siquiera me plantearé curarte.

Cuando el hombre bajó la cabeza en mudo asentimiento, la mujer apartó por fin la mirada iracunda y volvió su atención a Jennsen. Sosteniendo el farol en alto, se inclinó al frente para echar una mejor mirada al rostro de la joven. Jennsen vio que era un libro lo que sostenía en la mano junto con el farol. Probablemente había robado el libro de la biblioteca subterránea.

—Sorprendente —dijo la mujer, como si hablara consigo misma a la vez que estudiaba los ojos de Jennsen—. Estás justo delante de mí, y sin embargo mi don me dice que no lo estás.

Jennsen comprendió que la mujer tenía que ser una hechicera, sin duda una de las Hermanas de Jagang. A Jennsen no podían hacerle daño directamente los poderes de una mujer como aquélla, ni de nadie con magia, pero en aquellas circunstancias, eso no significaba precisamente que ella no fuera una amenaza. Al fin y al cabo, ella no necesitaba magia para ordenar a los soldados que ejecutaran a Jennsen.

La mujer sostuvo el cuchillo a cierta distancia, examinando con atención lo que había en el mango. La frente se frunció cuando captó el significado de la elaborada letra «R», el símbolo significaba la Casa de Rahl, grabada en el mango de plata.

Alzó los ojos en dirección a Jennsen, en esta ocasión llenos de una especie de sombrío reconocimiento. De improviso, dejó caer el arma, que se clavó en el suelo, a sus pies, al mismo tiempo que ella se llevaba una mano a la frente, con una mueca de dolor. Los silenciosos soldados intercambiaron miradas inquietas.

Cuando volvió a alzar los ojos, el rostro de la mujer había quedado inexpresivo.

—Vaya, vaya, vaya. Pero si es Jennsen Rahl. —La voz sonó diferente; era más profunda, y llevaba con ella un amenazador tono masculino.

Le tocó ahora el turno a Jennsen de fruncir el entrecejo.

—¿Me conoce?

—Oh, sí, querida, te conozco —dijo la mujer con una voz que se había tornado profunda y ronca—. Creo recordar que me juraste que matarías a Richard Rahl.

Entonces Jennsen comprendió. Era el emperador Jagang, viéndola a través de los ojos de la mujer. Jagang era un Caminante de los Sueños y podía hacer tales cosas en apariencia imposibles.

—¿Y que hay de tu promesa? —preguntó la mujer.

Los movimientos de la Hermana eran parecidos a los de una marioneta y daban la impresión de ser dolorosos.

Jennsen no sabía si hablaba a la mujer o a Jagang.

—Fracasé.

Los labios de la mujer se crisparon despectivamente.

—Fracasaste.

—Así es. Fracasé.

—¿Y que hay de Sebastian?

Jennsen tragó saliva.

—Murió.

—Murió —dijo ella en un tono burlón. Luego se acercó un paso y ladeó la cabeza, mirando con un ojo furioso—. ¿Y cómo murió, querida?

—Por su propia mano.

—¿Y por qué se quitaría la vida un hombre como Sebastian?

Jennsen habría retrocedido un paso de no haber estado ya presionada contra el pecho del corpulento soldado.

—Imagino que fue su modo de decir que ya no quería ser un estratega del emperador de la Orden Imperial. A lo mejor comprendió que había desperdiciado su vida, que no había servido para nada.

La mujer la miró furibunda pero no dijo nada.

Jennsen vio entonces un suave destello dorado procedente del libro que la mujer sostenía en la misma mano que el farol y pudo distinguir vagamente el título en caracteres dorados desgastados y descoloridos.

Decía: El libro de las sombras contadas.

Todo el mundo se giró al oír un alboroto. Más hombres arrastraban a más cautivos. Cuando llegaron a la luz a Jennsen se le cayó el alma a los pies. Los fornidos soldados tenían a Anson, Owen y a la esposa de Owen, Marilee. Los tres estaban ensangrentados.

La mujer se inclinó y recuperó el cuchillo de Jennsen caído a sus pies.

—Su Excelencia ha decidido que estas personas podrían ser de utilidad para él —indicó a la vez que se enderezaba. Hizo una seña con el cuchillo de Jennsen—. Traedlos con nosotros.