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los hombres, todos sin camisas, desfilaron en fila india entre dos líneas de guardias, todos con flechas listas para ser disparadas. Cada jugador de la columna que se encaminaba hacia el centro del campo iba pintado con extraños símbolos rojos. Líneas, espirales y arcos les cubrían los rostros, pechos, hombros y brazos.

Parecía como si los hubiera marcado con sangre el mismísimo Custodio del inframundo.

Kahlan advirtió que los dibujos que lucía el que iba en cabeza eran levemente distintos. Además, sólo él llevaba dos rayos idénticos en la cara. Empezando en cada sien, cada rayo zigzagueaba por encima de la ceja, pasaba por encima del párpado, y recorría las mejillas.

Kahlan halló el efecto visceralmente aterrador.

Reluciendo feroces entre aquellos rayos idénticos había unos penetrantes ojos grises de rapaz.

Era difícil distinguir el rostro del hombre bajo aquellas líneas. Los extraños símbolos, y en especial los rayos, confundían sus facciones. Kahlan comprendió de repente que había encontrado un modo de ocultar su identidad sin recurrir al barro. No se permitió ni la más leve de las sonrisas. No obstante, aunque aliviada, deseaba al mismo tiempo poder ver su rostro, ver qué aspecto tenía.

No era tan grande como algunos de los otros jugadores, pero de todos modos era fornido; alto y musculoso, pero no como los demás, que semejaban toros. Su cuerpo estaba muy correctamente proporcionado.

Mientras lo contemplaba, Kahlan temió de improviso que todo el mundo pudiera ver que estaba paralizada por la visión de aquel hombre. Notó que se sonrojaba.

Con todo, siguió con la vista fija en él. No podía evitarlo. Aquélla era la primera vez que había conseguido echar de verdad una buena mirada al hombre. Tenía justo el aspecto que ella sabía que tendría. O a lo mejor era que tenía justo el aspecto que ella soñaba que tendría. Aquel frío primer día de invierno de repente le pareció cálido.

Se preguntó qué significaría ese hombre para ella. Se obligó a refrenar su imaginación. No se atrevía a fantasear sobre cosas que sabía que jamás podrían ser.

Mientras el otro hombre punta reía, el jugador de los ojos grises aguardaba ante el árbitro, la penetrante mirada fija en su homólogo.

Ella había sabido en cuanto había visto los dibujos pintados que los soldados lo considerarían una bravuconada. Los dibujos pintados eran la clase de declaración visual que, si no venía respaldada por acciones, sería la peor clase de osadía, la clase de provocación que acarrearía un tratamiento brutal, si no letal.

Ocultar su rostro era una cosa, pero aquello era del todo algo distinto. Estaba poniéndose a sí mismo y a su equipo en gran peligro al efectuar tal proclama con la pintura. Casi parecía que los rayos estaban pensados para asegurar que a nadie le pasara por alto que él era el hombre punta, como si tuviera intención de dirigir la atención del otro equipo hacia él. Kahlan no podía ni imaginar por qué habría hecho una cosa así.

Siguiendo el ejemplo de su hombre punta, todo el equipo que no iba pintado había empezado a reír. También la multitud se unió a las burlas, riendo, abucheando e insultando al equipo de los jugadores pintados, y en particular al hombre punta con los rayos.

Kahlan sabía sin la menor duda que no podía cometerse un error más peligroso que reírse de aquel hombre.

El equipo pintado permanecía tan inmóvil como si fuesen de piedra, aguardando mientras la multitud se volcaba en risotadas y mofas, y el otro equipo gritaba insultos y pullas. Algunas de las mujeres que seguían al campamento les arrojaron objetos pequeños: huesos de pollo, comida podrida, e incluso puñados de tierra.

Los jugadores del otro equipo lanzaron al hombre de los rayos unos insultos que hicieron que Kahlan cubriera distraídamente la oreja de Jillian con una mano a la vez que le presionaba la cabeza contra el pecho. Envolvió a la muchacha con su capa. No sabía qué iba a suceder exactamente, pero tenía la certeza de que ése juego no era apto para una jovencita.

El hombre punta con los dos rayos permanecía con un semblante inexpresivo que le recordó a Kahlan a sí misma cuando adoptaba una expresión vacua al enfrentarse a ciertas clases de desafíos terribles.

Y sin embargo, en el porte sosegado del hombre, Kahlan vio furia contenida.

Él no miró en su dirección en ningún momento —tenía la mirada fija en su homólogo—, pero sólo verlo allí, de pie, verlo a todo él, verle el rostro, aun cuando estuviera cubierto de líneas pintadas, ver su porte, verlo con detenimiento sin tener que desviar a toda prisa la mirada… hacía que a Kahlan le temblaran las piernas.

El comandante Karg se abrió paso a codazos entre la pared que formaban los guardias del emperador Jagang. El oficial cruzó sus brazos musculosos, al parecer en absoluto preocupado por el alboroto que provocaba su equipo. Kahlan reparó en que Jagang no reía como todos los demás. Ni siquiera sonreía. El comandante y el emperador juntaron las cabezas y hablaron. Kahlan no pudo oírles por encima de las mofas, risas e insultos que gritaba la muchedumbre.

Mientras Jagang y el comandante Karg hablaban extensamente, el otro equipo empezó a bailar alrededor del terreno de juego, con los brazos alzados. La turba los vitoreó aun cuando todavía no habían marcado ningún punto. Se habían convertido en héroes sin haber hecho nada.

A aquellos soldados, consagrados a creencias dogmáticas los motivaba el odio. Veían la tranquila seguridad de cualquier individuo como arrogancia, sus habilidades como injustas y tal falta de igualdad como opresión. Kahlan recordó las palabras de Jagang: «La Fraternidad de la Orden nos enseña que ser mejor que alguien es ser peor que todo el mundo».

Los espectadores tenían fe en aquel credo y por lo tanto odiaban a cualquiera que proclamara que era distinto, mejor. Al mismo tiempo, estaban allí para ver triunfar a un equipo, para ver a hombres ser mejores que otros hombres. Era inevitable que creencias tan irracionales como las que enseñaba la Fraternidad de la Orden produjeran interminables marañas de contradicciones y deseos turbios. Todas las tachas personales e incluso los atentados al sentido común más básico se dispersaban con una interpretación de su torticera fe. Y cualquiera que cuestionara temas de fe era considerado un pecador.

Aquellos hombres estaban allí, en el Nuevo Mundo, para eliminar a los pecadores.

El orden quedó por fin restaurado por parte del árbitro, quien pidió a gritos a la multitud que se calmara para que pudiera empezar el partido. Mientras los espectadores quedaban en silencio, hasta cierto punto al menos, el hombre de los ojos grises indicó con un ademán que sacara primero la pajita. El otro extrajo una pajita, sonriendo ante su elección cuando ésta salió, pues daba la impresión de que tenía una buena longitud.

El hombre de los ojos grises sacó una pajita que era más larga.

Mientras la multitud abucheaba para mostrar su desaprobación, el árbitro entregó el broc al hombre punta de la cara pintada.

En lugar de ir a su lugar del campo para iniciar la carga, éste aguardó un momento hasta que la muchedumbre se acalló un poco y entonces entregó cortésmente el broc al otro hombre punta, renunciando al primer turno. Los presentes prorrumpieron en risotadas ante un giro tan inesperado de los acontecimientos. Estaba claro que pensaban que el hombre pintado era un estúpido que acababa de entregar la victoria al otro equipo. Vitorearon como si el otro equipo acabara de proclamarse vencedor.

Ninguno de los jugadores pintados mostró la menor reacción ante lo que su hombre punta acababa de hacer. En su lugar, se alejaron y ocuparon ordenadamente sus puestos en el lado izquierdo del terreno, listos para defenderse de un primer ataque.

Cuando giraron el reloj de arena y sonó el cuerno, el equipo atacante no perdió el tiempo. Ansiosos por puntuar con rapidez, la carga fue instantánea. Todos aullaron gritos de batalla mientras se abalanzaban a través del terreno de juego. El equipo pintado corrió en dirección al centro del campo para ir al encuentro de la carga. El rugido que surgió de la multitud fue ensordecedor.

Los músculos de Kahlan se tensaron en previsión de una colisión terrible de carne y huesos.

No sucedió lo que ella había esperado.

El equipo pintado —el «equipo rojo» como los guardias ya habían dado en llamarlos— se dividió en dos y fluyó a ambos lados alrededor de los bloqueadores de la línea de avance, yendo en su lugar a por la retaguardia. Un error tan de aficionado era un golpe de suerte para el equipo que intentaba puntuar. Siguiendo a sus bloqueadores y aleros, el hombre punta que llevaba el broc cruzó la brecha que el equipo rojo había dejado abierta, corriendo en línea recta campo a través.

En un instante las dos alas del equipo rojo giraron sobre sí mismas y la abertura se cerró igual que unas fauces enormes, derribando a los bloqueadores. El hombre punta pintado cargó en línea recta por el medio… en dirección a los bloqueadores centrales, que iban a por él. Justo cuando iban a placarle, esquivó a uno y giró en redondo, escabulléndose entre otros dos.

Kahlan pestañeó incrédula ante lo que acababa de ver. Parecía como si él se hubiera escurrido igual que una pepita de melón entre media docena de hombres que convergían sobre él.

Uno de los hombres de mayor tamaño del equipo rojo, probablemente uno de los aleros, fue a por el hombre punta que cargaba con el broc. Justo antes de alcanzarlo, no obstante, se tiró sobre él demasiado pronto, de modo que su salto para bloquearlo fue demasiado bajo. El hombre con el broc saltó justo por encima de él. La multitud aclamó la destreza con que había evitado el placaje.

Pero el jugador con los dos rayos idénticos también efectuó un salto por encima de su derribado alero, utilizando su espalda como un peldaño para impelerse. Topó con el otro hombre punta en pleno vuelo, enganchándolo con un brazo y haciéndole dar una voltereta en el aire. Soltó el broc. Mientras él se estrellaba contra el suelo, el hombre de los ojos grises atrapó el broc mientras éste seguía en el aire y su pie descendió sobre la parte posterior de la cabeza del hombre punta caído, hundiéndole el rostro en el barro.

Kahlan supo sin la menor duda que podría haberle partido el cuello, pero que había preferido no hacerlo.

Bloqueadores procedentes de todas direcciones saltaron hacia el hombre pintado que en aquellos momentos tenía el broc. Él giró en redondo, cambiando de dirección, y ellos aterrizaron donde él había estado pero ya no estaba. Fueron a estrellarse sobre su propio hombre punta.

El equipo rojo tenía ahora la posesión del broc y, aun cuando no podían marcar hasta que fuera su turno, podían impedir que el otro equipo marcara. Por alguna razón, no obstante, el hombre de los ojos grises cargó campo a través, flanqueado por sus dos aleros y la mitad de sus bloqueadores. Formaban una cuña perfecta mientras atravesaban el terreno de juego. Cuando los hombres pintados alcanzaron la zona de puntuación del lado opuesto del campo, el hombre pintado arrojó el broc al interior de una de las redes; a pesar de que no era su turno y el punto no contaría.

Siguió al broc, lo recuperó de la red, y luego, en lugar de mantener la posesión en un esfuerzo por negar al otro equipo su oportunidad de marcar, trotó de vuelta campo adelante y con un sencillo lanzamiento por encima del hombro arrojó el broc de vuelta al otro hombre punta, que seguía de rodillas escupiendo barro.

La multitud lanzó una ahogada exclamación de confuso asombro.

Lo que Kahlan acababa de ver confirmaba lo que ya había creído desde el primer momento en que había clavado los ojos en la mirada rapaz del hombre: aquél era el hombre vivo más peligroso que existía. Más peligroso que Jagang, peligroso de un modo diferente, pero más peligroso que Jagang. Más peligroso que nadie.

Y demasiado peligroso para que se le permitiera vivir. Una vez que Jagang comprendiera lo que ella ya sabía —si no lo sabía ya—, podría muy bien decidir que ejecutaran a aquel hombre.

El equipo que tenía el primer turno volvió a llevar el broc al punto de inicio del juego y, hechos una furia para redimirse y marcar un punto que contaría, cargaron a través del campo. Sorprendentemente, el equipo rojo esperó en lugar de correr a detener el avance tan lejos como fuera posible de su portería. Un error, al parecer, pero Kahlan no lo pensaba.

Cuando alcanzaron al equipo rojo, los atacantes se arrojaron sobre los defensores, pero el equipo rojo salió corriendo bruscamente en todas direcciones, eludiendo a los demasiado confiados bloqueadores. Mientras corrían, el equipo rojo dio la vuelta y sus propios bloqueadores adoptaron una formación de media luna. En su carrera por el campo de juego abatieron a los aleros y bloqueadores contrarios, así como al hombre punta. El enorme alero pintado le arrebató el broc, luego lo lanzó tan alto como pudo. El hombre con los rayos, que ya había corrido como una exhalación y zigzagueado a través de la línea de hombres que cargaban, atrapó el broc antes de que tocara el suelo.

Había dejado atrás a todos los hombres del otro equipo que le daban caza. Cuando alcanzó el extremo opuesto del campo arrojó el broc a la red de la esquina opuesta a aquélla a la que lo había lanzado la primera vez. Los bloqueadores se abalanzaron hacia él pero los esquivó sin esfuerzo y ellos se estrellaron contra el suelo en un montón junto a él. El hombre punta corrió hasta la red y recuperó el broc.

—¿Quién es ése? —preguntó Jagang en voz baja.

Kahlan sabía que Jagang hablaba del hombre punta con los rayos pintados en la cara, el hombre de los ojos grises.

—Su nombre es Ruben —respondió el comandante Karg.

Era una mentira.

Kahlan sabía que aquél no era su nombre. No tenía ni idea de cómo se llamaba en realidad, pero no era Ruben. Aquel nombre era un disfraz, igual a como lo había sido el barro, igual a como lo era la pintura roja ahora. Ruben no era su nombre auténtico.

Se preguntó de improviso qué le hacía pensar tal cosa.

Sabía por el modo en que él la había mirado aquella primera vez que él tenía que ser alguien procedente de su pasado. Ella no lo recordaba, y no sabía su nombre auténtico, pero sí sabía que no era Ruben. El nombre sencillamente no le cuadraba.

Sonó el cuerno, marcando el final del primer juego. Dieron la vuelta al reloj de arena y el cuerno volvió a sonar. El equipo rojo estaba ya en su terreno de juego. No se molestaron en acercarse a las secciones de la cuadrícula donde se les permitía iniciar su ataque.

En su lugar, el jugador que el comandante Karg había dicho que se llamaba Ruben, ya en posesión del broc, efectuó una leve señal con la mano a sus hombres. La frente de Kahlan se crispó mientras observaba con atención. Jamás había visto a un hombre punta usar tales señas.

Los equipos que jugaban al Ja’La por lo general parecían funcionar como una turba coordinada sin mucho rigor: bloqueadores, aleros o guardias jugaban según le pareciera apropiado a cada hombre en cada circunstancia. La creencia preponderante era que sólo si cada hombre actuaba como le pareciera apropiado podía el equipo afrontar las variaciones inesperadas que ocurrían durante el juego.

El equipo de Ruben era diferente. En cuanto finalizó la señal, giraron y de un modo coordinado cargaron por delante de él en formación. No actuaban como una turba vagamente coordinada. Se comportaban como un ejército bien disciplinado entrando en combate.

Los del otro equipo, en aquellos momentos ya enfurecidos, impelidos por el deseo de venganza, salieron disparados a cerrarles el paso. Tras cruzar la mitad del campo, el equipo rojo giró como una sola persona, yendo hacia la red situada a su derecha. El equipo defensor fue todo él a por ellos igual que osos enfurecidos. Los bloqueadores sabían que su trabajo era bloquear, y tenían intención de detener al equipo rojo antes de que pudieran alcanzar la zona de puntuación.

Pero Ruben no siguió a sus hombres. Se desvió a la izquierda en el último momento. Por su cuenta, sin ni siquiera sus aleros para protegerlo, marchó solo en diagonal en dirección contraria a través del terreno de juego, dirigiéndose a la red de la izquierda. El grueso de los dos equipos colisionó, sin que algunos de los defensores fueran conscientes de que el hombre tras el que iban no estaba bajo la pila.

Únicamente un guarda se había ido quedando atrás, vio lo que Ruben hacía, y pudo girar a tiempo para bloquearlo. Ruben bajó un hombro y alcanzó al hombre en pleno pecho, dejándolo sin resuello y despatarrado en el suelo. Sin detenerse cuando llegó a la zona de puntuación del campo, arrojó el broc al interior de la red.

El equipo rojo regresó a la carrera a su lado del campo, formando para un segundo ataque mientras todavía les quedaba tiempo. Mientras aguardaban a que llegase el árbitro con el broc, todos miraron a su jadeante líder en busca de su seña. Fue veloz y simple, una señal que, para Kahlan, no parecía significar nada. Cuando el árbitro arrojó a Ruben el broc, éste salió disparado. Su equipo estaba preparado y saltó al frente para desplegarse en abanico en una corta y apretada línea ante él.

Cuando tuvieron casi encima al enojado y desordenado grupo de hombres del otro equipo, el equipo rojo giró a la izquierda. Ruben, no muy por detrás de su línea, marchó hacia la derecha y corrió solo por terreno despejado. Antes de que ninguno de los bloqueadores pudiera alcanzarle, chilló por el esfuerzo de lanzar el broc desde muy por detrás de la zona normal de puntuación. Resultaba sumamente difícil efectuar un disparo desde tan atrás. Lanzado desde allí, un disparo que entrara valía dos puntos.

El broc describió un arco a través del aire por encima de las cabezas de los guardas de la red, que saltaron como locos para atraparlo. Confundidos por la extraña carga en una sola línea, no habían esperado que un intento de disparo a tanta distancia entrara y no habían estado preparados para ello.

El broc penetró en la red.

El cuerno sonó, indicando el final del período para marcar del equipo rojo.

La multitud estaba pasmada, boquiabierta. En su primer turno de juego, el equipo rojo había marcado tres puntos; sin mencionar los dos puntos que no contaban.

Cayó el silencio sobre el campo mientras el otro equipo se apiñaba en una discusión sobre qué hacer frente al repentino giro de los acontecimientos. Su hombre punta hizo lo que pareció ser una propuesta enojada. Los demás jugadores, sonriendo burlones ante lo que sugería, asintieron y luego se separaron para iniciar su turno con el broc.

Al ver que evidentemente habían tramado un plan, la multitud empezó otra vez a lanzarles gritos de ánimo. Por encima de las aclamaciones, el hombre punta gruñó instrucciones. Dos de sus guardas asintieron.

A su grito, cargaron campo a través, juntándose en un apretado muro de músculo y furia. En lugar de ir hacia la zona de puntuación, el hombre punta torció repentinamente hacia la derecha, dirigiendo la carga fuera de su ruta. Ruben y su equipo alteraron la posición para ir al encuentro de la carga pero no pudieron hacer uso de todo su peso a tiempo. El impacto fue brutal. El ataque había ido dirigido deliberadamente contra el alero izquierdo de Ruben, excluyendo a todos los otros hombres, sin ni siquiera fingir que intentaban marcar un tanto.

Mientras la multitud aclamaba previendo el primer derramamiento de sangre, el montón de hombres se fue levantando de uno en uno. Los jugadores pintados de rojo arrancaron a sus adversarios de en medio, echándolos hacia atrás, para intentar llegar hasta el fondo de la melé. El alero izquierdo del equipo rojo fue el único que no se levantó.

Mientras el equipo que tenía el broc retrocedía corriendo para lanzar otra carga, Ruben se arrodilló junto al derribado. Lo examinó. Era evidente que no había nada que hacer. Su alero izquierdo estaba muerto. La multitud gritó con entusiasmo mientras arrastraban fuera al jugador caído, dejando un grueso reguero de sangre sobre el terreno de juego.

La mirada rapaz de Ruben barrió las bandas. Kahlan reconoció la evaluación que efectuaba y casi pudo percibir lo que él pensaba porque también ella había sopesado las posibilidades. Los guardias tensaron sus arcos cuando Ruben se alzó.

—¿Qué sucede? —musitó Jillian a la vez que atisbaba desde debajo de la capa de Kahlan—. No puedo ver nada.

—Han herido a un jugador —respondió Kahlan—. Sólo mantente caliente, no hay nada que valga la pena ver.

Jillian asintió y permaneció acurrucada bajo el brazo protector de Kahlan y el calor de la capa.

El juego de Ja’La no se detenía por nada, ni siquiera por una muerte en el terreno de juego. A Kahlan le entristeció sobremanera que la muerte de una persona formara parte del juego, y que fuera aclamada por los espectadores.

Los arqueros apostados alrededor del campo parecían apuntar todas sus flechas hacia un único jugador. Ella y el hombre con los rayos pintados en la cara tenían algo en común: sus propios guardias especiales.

Mientras la multitud vociferaba pidiendo juego, Kahlan percibió un curioso mal presagio en el ambiente.

Devolvieron el broc al equipo al que todavía le quedaba un tiempo de su turno de juego, y, mientras formaban, ella supo que el momento había pasado.

Kahlan vio a un Ruben sombrío hacer a sus hombres una señal furtiva. Cada uno devolvió un leve asentimiento de cabeza. Luego, Ruben mostró rápida y subrepticiamente tres dedos. Sus hombres se congregaron de inmediato en una formación curiosa.

Aguardaron un breve instante mientras el otro equipo empezaba a cruzar el terreno a la carrera, chillando gritos de batalla. Creían que ahora poseían una ventaja táctica que les permitiría dictar el curso del juego.

Al mismo tiempo que el equipo con el broc cargaba a través del terreno de juego, el equipo rojo se dividió en tres cuñas separadas. Ruben encabezaba la cuña central más pequeña, dirigiéndose hacia el hombre punta que llevaba el broc. Sus dos aleros —su enorme alero derecho y el recién incorporado alero izquierdo— conducían a la mayoría de los bloqueadores en las dos cuñas laterales. Algunos de los hombres del equipo que tenía el broc cambiaron de posición hacia cada lado mientras corrían al frente, para cerrar el paso a la curiosa formación, por si intentaban girar en dirección a su hombre punta.

La extraña táctica defensiva provocó el desdén de los guardias de Jagang. Por los comentarios que Kahlan pudo oír, estaban convencidos de que el equipo rojo, al dividirse en tres grupos, carecería de la fuerza suficiente en el centro para detener al hombre punta. Pensaban que una defensa tan ineficaz proporcionaría a los agresores un tanto fácil y probablemente le costaría la vida a otro miembro del equipo rojo en el grupo central. Con toda probabilidad al hombre punta mismo, ya que en aquellos momentos estaba prácticamente desprotegido.

Las dos cuñas exteriores del equipo rojo se abrieron paso a través de los lados de la carga, sin bloquear del modo esperado. Las piernas de los hombres del equipo atacante salieron despedidas por los aires. La cuña central de Ruben chocó contra el grupo principal de bloqueadores que defendían al hombre punta. Éste apretó bien el broc contra el estómago.

Ruben, en la parte posterior de la cuña central, corriendo a toda velocidad, esquivó hábilmente la línea de guardas que se abalanzaba sobre él y saltó por encima del montón de sus bloqueadores. En el aire, Ruben pasó el brazo derecho alrededor de la cabeza del otro hombre punta y retorció violentamente la cabeza de éste.

Kahlan pudo oír el chasquido del cuello del hombre punta al partirse. Ambos cayeron estrepitosamente al suelo, con Ruben encima, el brazo todavía alrededor del cuello del otro.

Cuando los hombres de los dos equipos se pusieron en pie penosamente, había dos jugadores caídos del equipo atacante, uno en cada lado del campo. Ambos rodaban por el suelo con alguna extremidad rota.

Ruben se alzó por encima del hombre punta que yacía sin vida en el centro del campo. La cabeza del muerto estaba torcida en un ángulo espantoso.

Ruben recogió el broc del suelo, trotó entre los atónitos y confundidos jugadores contrarios, y lanzó un tanto que no contaba.

El significado de lo que acababa de hacer era claro: si otro equipo jugaba específicamente para lastimar a cualquiera de su equipo, entonces él contraatacaría con una respuesta fulminante. Les notificaba que mediante sus propias acciones estaban eligiendo lo que les sucedería.

Kahlan sabía ahora sin la menor duda que la pintura roja de Ruben no era una exhibición vana. Los hombres del otro equipo vivían sólo por cortesía suya.

Rodeado por captores casi incontables, con docenas de flechas apuntándolo, aquél individuo acababa de establecer sus propias leyes, leyes que no podían evitarse o desestimarse. Acababa de decir a sus adversarios cómo jugarían contra él y su equipo. Era un claro mensaje de que, por sus propias acciones, los adversarios de Ruben elegían su propio destino.

Kahlan tuvo que contener una sonrisa, y un grito de júbilo ante lo que él acababa de lograr…, y evitó ser la única persona en toda la multitud que aclamara a aquel hombre.

Deseó que él la mirara, pero no lo hizo en ningún momento.

Con su hombre punta muerto y otros dos jugadores fuera del partido ahora —los responsables de la muerte del alero izquierdo del equipo rojo—, parecía que el equipo favorito de la multitud estaba al borde de una derrota sin precedentes.

Kahlan se preguntó exactamente por cuántos puntos iba a vencer el equipo rojo. Esperaba que fuese una derrota aplastante.

Justo entonces, por el rabillo del ojo, divisó al mensajero acercándose a toda prisa a la vez que agitaba un brazo para llamar la atención del emperador mientras se abría paso a empellones entre los enormes guardias.

—Excelencia —dijo el agitado hombre sin resuello—, han conseguido entrar. Las Hermanas que hay allí han pedido que vayáis de inmediato.

Jagang no hizo preguntas y no perdió tiempo. Mientras reanudaban el juego en el campo, él empezó a moverse. Kahlan echó una ojeada atrás, justo a tiempo de ver a Ruben placar al nuevo hombre punta del equipo contrario con energía suficiente para hacer que le castañetearan los dientes. Todos los enormes guardias se agolparon alrededor del emperador, abriendo un camino despejado ante él. Kahlan sabía bien que no debía atraer la atención de Jagang demorándose.

—Nos vamos —dijo a Jillian, todavía acurrucada en busca de calor bajo la capa de Kahlan.

Cogidas de la mano, dieron la vuelta para seguir a Jagang. Kahlan volvió la cabeza.

Por un breve momento, los ojos de ambos se encontraron, y en aquel instante, Kahlan comprendió que, aun cuando él no había mirado en su dirección ni una vez en todo el partido, había sabido con exactitud dónde había estado ella todo el tiempo.