8
kahlan apresuró el paso para mantenerse cerca de Jagang mientras éste cruzaba con paso decidido el campamento, no fuera a ser que el emperador le enviara una contundente descarga de dolor a través del collar. Aunque, como ya había demostrado él en gran número de ocasiones, tampoco le hacía falta ninguna excusa. De todos modos, ella sabía que justo en aquel momento era mejor que no diera ni tan sólo la impresión de que podría darle motivos, porque él iba con prisas debido a la extraña noticia que le había traído aquel mensajero.
Aunque a ella no le importaba demasiado la noticia, pues tenía la mente puesta en el cautivo al que finalmente había vuelto a ver, el prisionero que habían traído el día anterior.
Mientras pasaba a través del campamento, pensando en él, vigilaba no tan sólo a sus guardias sino también a los soldados del campamento, en busca de reacciones que pudieran indicar que podían verla, atenta por si oía algún comentario obsceno que los delatara. Por todas partes, hombres sobresaltados contemplaban con fijeza el grupo fuertemente armado que se abría paso en mitad de su vida diaria, pero no vio a uno solo que la mirara directamente, o mostrara cualquier otra señal de que la veía.
A pesar de ser soldados de un ejército conducido por el emperador en persona, aquellos combatientes probablemente no habían visto nunca a Jagang tan de cerca. Aquel ejército constituía una población que era mayor que casi cualquier ciudad. Si aquellos hombres habían visto alguna vez al emperador con anterioridad, probablemente habría sido sólo desde muy lejos. Ahora, mientras pasaba cerca, clavaban la mirada en él con patente sobrecogimiento.
Kahlan observó en su reacción, y en la actitud de Jagang hacia ellos, la falsedad de las enseñanzas de la Orden en lo relativo a la igualdad absoluta de todos los hombres. Por su parte, Jagang jamás mostraba la menor inclinación por compartir la vida corriente de sus tropas, una existencia diaria en mitad de la inmundicia y el barro. Vivían en un campamento donde virtualmente no regía ninguna ley, lo que favorecía delitos de toda índole, en tanto que Jagang disfrutaba siempre de protección frente a esos facinerosos, en teoría, iguales a él en todos los aspectos. Kahlan suponía que sí compartían una cosa: ellos, como su emperador, vivían vidas de una violencia irracional casi constante y sentían una total indiferencia hacia la vida de los demás.
Kahlan, invisible a los soldados que tenía alrededor, pasaba con cuidado por encima de charcos y boñigas. Aferraba el cuchillo con fuerza bajo la capa, indecisa, aún, sobre qué haría exactamente con él. La oportunidad de coger el cuchillo se le había presentado de improviso y ella había actuado.
En un entorno tan turbulento resultaba agradable tener un arma. El campamento era un lugar aterrador, a pesar de lo invisible que ella era a casi todos aquellos guerreros. Aun cuando sabía que no tenía ninguna esperanza de poder usar el cuchillo para huir de Jagang, de sus vigilantes especiales y de las Hermanas, seguía resultando agradable tener un arma. Un arma le proporcionaba un ápice de control, un modo de defenderse… al menos hasta cierto punto. Más que eso, no obstante, un arma simbolizaba lo mucho que valoraba su vida. Tenerla era una declaración de que no se había rendido. Y de que no lo haría.
Si tenía una oportunidad, Kahlan utilizaría el cuchillo para matar a Jagang. Sabía que en el caso de que consiguiera llevar a cabo tal hecho, ello significaría también una muerte segura para ella. También sabía que la Orden no flaquearía por la muerte de Jagang. Eran como hormigas. Pisar una no hacía retroceder a la colonia.
Con todo, sabía que más tarde o más temprano iban a ejecutarla… y probablemente por la mano del mismo Jagang y en medio de un padecimiento terrible. Ya le había visto asesinar a varias personas sin motivo, de modo que acabar con él serviría para satisfacer su sentido de la justicia. Los recuerdos de Kahlan de su vida pasada habían desaparecido. Desde que las Hermanas le habían quitado la memoria sólo tenía conciencia de que aquel mundo se había vuelto loco. Tal vez no podría arreglar el mundo, pero si podía matar a Jagang podría conseguir que se hubiera hecho justicia en una pequeña parte de él.
No sería fácil, de todos modos. Jagang no sólo era fuerte y hábil en el combate, era un individuo muy listo. En ocasiones Kahlan pensaba que él sí que podía leerle la mente. Por otra parte, puesto que Jagang era un guerrero y a menudo capaz de anticipar lo que ella haría a continuación, Kahlan pensaba que en el pasado ella debía de haber sido una guerrera.
Alertados por los apremiantes cuchicheos de sus compañeros, los hombres salían de las tiendas, se quitaban las legañas de los ojos y se quedaban de pie bajo la llovizna contemplando el desfile que tenía lugar entre ellos. Otros abandonaban la tarea de cuidar los animales, y los jinetes frenaban sus caballos para aguardar hasta que pasara el emperador.
Por otra parte, las fogatas donde se cocinaba añadían un hollín grasiento al olor de las letrinas. Kahlan no creía que las letrinas cavadas a toda prisa fueran útiles durante mucho tiempo, pues por el aspecto infecto de los arroyuelos que discurrían por el campamento, éstas rebosaban ya. El olor proclamaba que estaba en lo cierto. No podía ni imaginar hasta qué punto iba a empeorar a lo largo de los próximos meses de asedio.
Sin embargo, Kahlan lo advertía todo sólo de un modo vago, en el subconsciente. Sus pensamientos estaban puestos en otras cosas. O más bien, en una cosa: en aquel cautivo de los ojos grises.
No sabía con qué equipo jugaría. Cuando había visto su rostro el día antes él había estado en una jaula en un carro. Sabía tan sólo, por retazos captados de las conversaciones de Jagang con oficiales, que las jaulas contenían algunos de los hombres que estaban en un equipo que había venido a jugar.
Jagang había estado ansioso por efectuar un recorrido por los equipos antes de que empezara ninguno de los partidos. Mientras pasaban de equipo en equipo, ella había buscado a aquel desconocido con la mirada. En un principio, ni siquiera había reparado en que lo hacía, pero descubrió que se mantenía cerca de Jagang mientras éste inspeccionaba a los jugadores para poder verlos también.
El emperador sabía muchas cosas sobre algunos de los equipos. Hacía comentarios a sus guardias sobre lo que esperaba ver antes de conocer a los integrantes de un equipo. Cuando llegaba ante un grupo nuevo pedía ver al hombre punta, junto con los aleros. Varias veces quiso echar un vistazo a los hombres de la línea de bloqueo. A Kahlan le recordó un ama de casa en el mercado, inspeccionando tajadas de carne.
Kahlan había examinado todos los rostros, mirando a cada uno de los jugadores. No había estado juzgando su altura, peso y musculatura, como había estado haciendo Jagang. Les había estado mirando las caras, intentando hallar al desconocido que había visto en la jaula el día antes. Empezaba a desanimarse, pensando que no debía de estar entre los equipos, y había empezado a imaginar que a lo mejor había acabado trabajando como esclavo en la rampa.
Y entonces, cuando por fin lo distinguió, éste hizo algo de lo más extraño: cayó de bruces sobre el barro. Ellos estaban aún a cierta distancia y nadie salvo Kahlan lo había estado mirando. Todos los demás pensaron que simplemente era un torpe cuando tropezó con la cadena. Mientras se acercaban al equipo algunos de los guardias habían reído, cuchicheando entre ellos sobre lo rápido que iban a partirle el cuello a un tipo así en el campo de Ja’La.
Kahlan no lo había encontrado divertido. Sólo ella había estado mirando al hombre y sabía que no había tropezado por accidente. Sabía que había sido deliberado.
La caída había parecido muy real. Nadie más imaginó que había sido planeada. Kahlan sabía que lo había sido. Sabía lo que era ser un cautivo y tener que actuar de modo instantáneo sin importar lo arriesgado que fuera porque no se tenía elección.
Pero ¿cuál podía ser el propósito de algo así? En algunas circunstancias las personas hacían tales cosas para hacer reír —y algunos de los guardias se habían reído—, pero aquél no era el propósito que había tras lo que aquel hombre había hecho.
Para Kahlan había sido no tan sólo deliberado, sino hecho a toda prisa, como si se le hubiera ocurrido apenas hacía un segundo y no hubiera tiempo de pensar en algo mejor. Había sido un acto desesperado. Pero ¿por qué? ¿Qué quería conseguir?
De repente lo comprendió. Era, en cierto modo, algo como lo que ella había estado haciendo… usando la capucha de la capa para ocultar lo que hacía, adónde miraba, a quién miraba. Él debía haber querido taparse la cara, y eso sólo se podía deber a que pensaba que alguien lo reconocería. Debía temer que Jagang le reconocería. O a lo mejor la hermana Ulicia.
Supuso que eso tenía sentido. Al fin y al cabo, era un cautivo. Únicamente los enemigos de la Orden eran cautivos. Se preguntó si era un oficial de alto rango o algo parecido.
Y había reconocido a Kahlan. Desde el primer instante en que los ojos de ambos se encontraron el día anterior, cuando él había estado en aquella jaula, pudo darse cuenta de que él la reconocía.
Cuando se había aproximado al equipo junto con Jagang, él y ella habían compartido una mirada. En aquella mirada vio que ambos conocían el aprieto en el que se encontraba el otro, y ninguno de los dos había hecho nada que pudiera delatar al otro, como si hubieran efectuado un pacto silencioso.
A Kahlan le levantó el ánimo saber que en medio de todos aquellos asesinos, había un hombre que no era un enemigo.
Al menos, ella no pensaba que lo fuera. Se recordó que no debía sustituir su imaginación por la verdad. Al haber desaparecido su memoria, no tenía ningún modo de saber si era un enemigo o no. Supuso que podría ser alguien que la hubiera estado persiguiendo, y se preguntó si podría ser posible que él, al igual que Jagang, tuviera algún motivo para querer verla sufrir. Que fuera un cautivo de Jagang no significaba automáticamente que estuviera del lado de Kahlan. Después de todo, no podía decirse que las Hermanas estuvieran del lado de Jagang.
Pero si él intentaba ocultar el rostro para que no lo reconocieran, ¿que iba a suceder una vez que empezaran los partidos de Ja’La? Podría permanecer embarrado durante un día o dos, pero una vez que la lluvia cesara, el barro se secaría. Se preguntó qué haría él entonces, y no pudo evitar sentir una punzada de preocupación.
Al final de la visita a los equipos, cuando se habían marchado para ver lo que el mensajero tenía que mostrar a Jagang, ella había visto otra cosa en los ojos de aquel desconocido: cólera. Cuando ella había girado la cabeza para darle un último vistazo, la capucha de la capa se había echado atrás y él había visto el negro moratón que Jagang había dejado en su rostro.
Kahlan había pensado que el desconocido daba la impresión de ir a usar las manos desnudas para hacer pedazos la cadena que lo retenía. Le alivió ver que era lo bastante listo como para no hacer nada. El comandante Karg lo habría matado en un abrir y cerrar de ojos.
Por las conversaciones entre Jagang y el comandante, cuando el primero había iniciado la inspección de los equipos, los dos eran viejos conocidos. Mencionaron batallas en las que habían estado juntos. En aquella breve conversación ella había evaluado al comandante. Al igual que Jagang, el comandante no era un hombre al que subestimar; un hombre así no habría querido verse avergonzado ante su emperador, y habría matado a su hombre punta sin una vacilación de haber permitido éste que su cólera se manifestara.
Imaginó que había sentido cólera al ver lo que Jagang le había hecho. Y eso le hacía pensar que aquel hombre no podía ser su enemigo.
Pero el hombre era peligroso también. El modo en que se mantenía erguido, el modo en que equilibraba el cuerpo, el modo en que se movía, le decían a Kahlan muchas cosas sobre él. Pudo ver con claridad que había inteligencia en su mirada. No era alguien al que se pudiera subestimar. Sabría con seguridad si estaba en lo cierto una vez que empezaran los partidos, pero un hombre como el comandante Karg no utilizaría a un cautivo como su hombre punta a menos que existiera una muy buena razón para ello. Kahlan lo sabría muy pronto, cuando viera jugar al hombre; pero a ella le daba la impresión de que aquel hombre era pura furia contenida, y que sabía como soltarla.
—Por aquí, Excelencia —dijo el mensajero mientras señalaba a lo lejos, entre la gris llovizna.
Siguieron al mensajero, abandonado el oscuro mar que era el campamento para salir al terreno abierto de las llanuras Azrith. Kahlan había estado tan ensimismada pensando en el desconocido de los ojos grises que ni siquiera había reparado en que se acercaban a la zona de la construcción. La rampa se alzaba muy alta, y, más allá, la meseta se erguía por encima de todos ellos. A tan poca distancia la meseta era de verdad imponente. A tan poca distancia ella podía ver mucho menos del espléndido palacio situado sobre ella.
Cuando había empezado a llover, había esperado que a lo mejor ello provocaría que la rampa se desplomara. Pero, ahora que estaban junto a ella, vio que no tan sólo estaba reforzada con piedras sino que la compactaban muy bien. Cuadrillas de hombres con grandes pesos apisonaban la tierra y las rocas.
No era un esfuerzo desorganizado. Si bien los soldados del campamento —como los que la custodiaban a ella— no eran otra cosa que animales ignorantes consagrados mecánicamente a una causa sin sentido, había algunos servidores de la Orden Imperial que eran inteligentes. Eran los que supervisaban la construcción; los que eran simples brutos se limitaban a acarrear tierra.
Jagang se había rodeado de hombres competentes. Sus guardias personales, enormes y fuertes, no eran precisamente unos idiotas, y aquellos que supervisaban la construcción de la rampa eran asimismo inteligentes.
Los que supervisaban el proyecto sabían lo que hacían y tenían la suficiente seguridad en sí mismos para contradecir a Jagang cuando sugería algo que no funcionaría. Al principio, Jagang había querido hacer más estrecha la base de la rampa para que pudieran adquirir altura con más rapidez. Aunque respetuosos, ellos no tuvieron miedo de decirle que no funcionaría, y por qué. Él había escuchado con atención y, cuando vio que tenían razón, les dejó continuar con sus planes. Cuando Jagang pensaba que tenía razón, no obstante, era tan decidido como un toro.
Numerosas filas de operarios, cada una de doce o quince hombres de fondo, se alargaban desde la colosal rampa. Algunos pasaban cestos llenos de tierra y piedras, y otros devolvían cestos vacíos. Los había que empujaban carretillas con rocas, y carros tirados por mulas que transportaban las rocas de mayor tamaño. El proyecto era monumental, pero con tanta gente trabajando en ella, la rampa crecía a ritmo constante.
Kahlan siguió al emperador mientras éste recorría presuroso el emplazamiento, con el mensajero señalando sin cesar el camino entre el maremágnum de actividad. Las filas de hombres se dividían a medida que el cortejo real las atravesaba, luego volvían a fusionarse.
Mientras se abrían paso por delante de los trabajadores, Kahlan vio por fin los pozos de donde extraían los materiales para la rampa. Parecía haber un número incontable de pozos en el suelo. De cada uno sacaban material. El conjunto de pozos se extendía hasta donde ella podía ver.
Jagang y su grupo avanzaron entre los pozos, dispuestos en una cuadricula, a través de la llanura. Aquellos senderos que pasaban entre ellos eran lo bastante amplios para dar cabida a carros que iban en direcciones opuestas.
—Aquí abajo, Excelencia. Éste es el lugar.
Jagang se detuvo, estudiando con detenimiento el talud que descendía al pozo. Parecía ser la única excavación que estaba desierta. El emperador paseó la mirada por los pozos cercanos.
—Despejad éste de aquí, también —dijo, indicando el pozo siguiente—. Y no iniciéis ninguna otra excavación más allá en la misma dirección.
Algunos de los supervisores que se habían reunido corrieron a hacer cumplir sus instrucciones.
—Vamos —dijo Jagang—, quiero ver si esto es realmente algo importante o no.
—Estoy seguro de que lo encontraréis tal y como lo describí, Excelencia.
Jagang hizo caso omiso del anguloso mensajero mientras iniciaba el descenso por el talud del pozo. Kahlan permaneció cerca. Una ojeada atrás le reveló a la hermana Ulicia a unos doce pasos por detrás. Como su capa no tenía capucha tenía los cabellos mojados pegados a la cabeza. No parecía nada contenta de estar bajo la lluvia. Kahlan volvió la cabeza para vigilar por donde pisaba en la resbaladiza y embarrada pendiente.
En el fondo del pozo cientos de hombres trabajaban duro cavando y cargando. Puesto que algunas partes del suelo eran más blandas y fáciles de cavar, aquellos lugares eran más profundos. En otros puntos, donde era más pedregoso y más difícil de excavar, había montículos casi el doble de altos que Kahlan que aún tenían que ser reducidos.
Siguiendo al mensajero a través de aquel desorden, Jagang descendió al interior de una de las zonas más profundas. Kahlan los siguió, rodeada por sus custodios; quería mantenerse cerca de Jagang por si acaso él se distraía con lo que fuera que hubiera en el pozo. Si tenía una oportunidad, sin importar el riesgo, intentaría matarle.
El mensajero se acuclilló sobre el suelo.
—Es esto, Excelencia.
Dio una palmada sobre algo que asomaba del suelo. Kahlan frunció el entrecejo, contemplando junto con todos los demás la lisa extensión que había quedado al descubierto.
El mensajero había estado en lo cierto. Sin lugar a dudas no parecía natural. Kahlan pudo ver lo que parecían junturas. Daba la impresión de ser una estructura enterrada profundamente en el suelo.
—Limpiadlo —dijo Jagang a unos capataces.
Mientras unos hombres procedían a cumplir la orden, Kahlan pudo ver que la estructura estaba compuesta de piedras enormes talladas en formas concretas para conformar la curva de un arco. Le recordó muchísimo a un edificio enterrado, salvo que no había tejado.
A Kahlan no se le ocurría que podía estar haciendo una cosa así enterrada allí. No había forma de saber cuántos cientos o incluso miles de años llevaba sepultado lo que fuera eso.
Cuando hubieron retirado suficiente tierra y piedras, Jagang se agachó y pasó la mano sobre la piedra húmeda. Sus dedos resiguieron algunas junturas. Eran tan herméticas que ni siquiera la hoja de un cuchillo podría haberse deslizado entre ellas.
—Traed algunas herramientas, palancas y cosas así —dijo—. Quiero saber qué hay ahí en su interior.
—Al momento, Excelencia —dijo uno de los supervisores.
—Usa a tus ayudantes en lugar de los peones. Acordonad todo este lugar. No quiero a ninguno de los soldados regulares en las cercanías. Emplazaré a algunos de mis guardias aquí para que vigilen en todo momento. El acceso a esta área tiene que estar tan restringido como a mis propias tiendas.
Kahlan sabía que si cualquiera de los soldados conseguía penetrar en aquella tumba —o lo que fuera aquella cosa antigua que habían encontrado— saquearía todo lo que tuviera valor.
Kahlan alzó la mirada cuando advirtió que algunos de los guardias de Jagang descendían apresuradamente por el talud. Se abrieron paso entre los capataces, los peones y los guardias para llegar junto al emperador.
—La tenemos —informó uno de ellos entre jadeos.
Jagang mostró una lenta sonrisa perversa.
—¿Dónde está?
El hombre señaló.
—Justo ahí arriba, Excelencia.
Jagang echó una ojeada a Kahlan. Ella no sabía que tramaba él, pero esa mirada provocó que un escalofrío le recorriera la espalda.
—Traedla aquí abajo —dijo Jagang.
Volvieron a ascender el talud a toda prisa para ir en busca de quien fuera que tuvieran. Kahlan era incapaz de imaginar de quién hablaban, y por qué proporcionaba a Jagang tal satisfacción.
Mientras esperaban, los supervisores de la obra siguieron dejando al descubierto más de la estructura enterrada. En poco tiempo, habían sacado a la luz una extensión de piedra de casi quince metros.
Otros hombres trabajaron para ensanchar la excavación alrededor de la lisa cantería. Cuanto más de ella dejaban al descubierto, más de su forma y envergadura quedaba a la vista. No era algo pequeño. Puesto que no mostraba indicios de finalizar, no había modo de saber lo largo que era.
Kahlan alzó los ojos al oír gritos sofocados y el sonido de una escaramuza. Los corpulentos guardias bajaban a una figura delgada y forcejeante por la enlodada pendiente.
Los ojos de Kahlan se abrieron como platos. Las piernas le temblaron.
Era Jillian, la jovencita que había conocido en las antiguas ruinas de la ciudad de Caska, la jovencita a la que Kahlan había ayudado a escapar. Kahlan había matado a dos de los guardias de Jagang y a la hermana Cecilia para que Jillian pudiera huir.
A medida que los guardias hacían avanzar al frente a la muchacha, los ojos de color cobre de ésta vieron por fin a Kahlan y se llenaron de lágrimas por no haber podido evitar a los esbirros de la Orden.
Los guardias la acercaron y sostuvieron bien erguida ante el emperador.
—Vaya, vaya —dijo Jagang con una risita áspera—, mira lo que tenemos aquí.
—Lo siento —musitó la muchacha a Kahlan.
Jagang dirigió una ojeada a Kahlan.
—Mandé a algunos hombres a buscar a tu amiguita. Lograste llevar a cabo una fuga de lo más teatral para ella. —Jagang sujetó la barbilla de Jillian, oprimiéndole las mejillas con los gruesos dedos—. Es una lástima que fuera en vano.
Kahlan pensó que no fue en vano. Al menos había matado a dos de sus guardias y a la hermana Cecilia; al menos había hecho todo lo posible para conseguirle la libertad a Jillian. Lo había intentado con todas sus fuerzas. Aquel intento le había salido muy caro, pero volvería a hacerlo.
Jagang agarró el delgado brazo de la muchacha con su manaza y tiró de ella al frente. Volvió a sonreír burlón a Kahlan.
—¿Sabes lo que tenemos aquí?
Kahlan no respondió. No tenía intención de participar en su juego.
—Lo que tenemos aquí —dijo él en respuesta a su propia pregunta— es a alguien que puede ayudar a que te comportes.
Ella le dirigió una mirada inexpresiva y no preguntó.
Jagang señaló de improviso la cintura de uno de los guardias especiales de Kahlan, el que estaba justo a la derecha de ésta.
—¿Dónde está tu cuchillo?
El hombre bajó la mirada hacia su cinto como si temiera que una serpiente pudiera estar a punto de clavarle los colmillos. Volvió a alzar los ojos de la vaina vacía.
—Excelencia… debo, debo de haberlo perdido.
La mirada gélida de Jagang hizo palidecer al hombre.
—Ya lo creo que lo has perdido.
Jagang giró en redondo y asestó un revés a Jillian con fuerza suficiente para enviarla volando por los aires. La muchacha aterrizó en el barro, chillando debido al susto y el dolor. Una mancha roja se extendió por el charco alrededor de su cara.
Jagang se volvió hacia Kahlan y alargó la mano.
—Dame el cuchillo.
Sus ojos totalmente negros tenían una mirada tan letal que Kahlan pensó que tendría que retroceder un paso de puro miedo.
Jagang movió los dedos.
—Si tengo que volver a pedirlo, le partiré los dientes de una patada.
En un abrir y cerrar de ojos Kahlan repasó todas sus opciones. Se sentía igual que aquel hombre de los ojos grises debía de haberse sentido cuando cayó deliberadamente de bruces sobre el barro. Tampoco ella tenía elección.
Depositó el cuchillo sobre la palma de Jagang.
Éste sonrió con expresión de triunfo.
—Vaya, muchas gracias, querida.
Sin hacer una pausa se giró, como si lanzara el puño en un potente golpe, y hundió el cuchillo en el rostro del vigilante al que pertenecía. El sonoro chasquido de hueso al partirse resonó en el aire húmedo. El hombre cayó muerto al barro. El torrente de sangre resultó dantesco bajo la luz gris. El desgraciado ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de morir.
—Ahí tienes tu cuchillo —le dijo Jagang al cadáver.
Se volvió hacia los rostros atónitos de los guardias especiales de Kahlan.
—Sugeriría que controlaseis mejor vuestras armas. Si ella le quita un arma a cualquiera de vosotros y no os mata con él, yo lo haré. ¿Es eso lo bastante simple como para que todos lo entendáis?
Como uno solo todos respondieron:
—Sí, Excelencia.
Jagang se inclinó y levantó de un tirón a la sollozante Jillian. La sostuvo en alto sin esfuerzo, sólo los dedos de sus pies tocaban el suelo.
—¿Sabes cuántos huesos tiene el cuerpo humano?
Kahlan contuvo las lágrimas.
—No.
—Tampoco yo —respondió él con un encogimiento de hombros—. Pero tengo un modo de averiguarlo. Podemos empezar a romperle los huesos, de uno en uno, contando a medida que se parten…
—Por favor… —suplicó Kahlan, tratando con todas sus fuerzas de reprimir un sollozo.
Jagang empujó a la muchacha hacia Kahlan como si le estuviera entregando una muñeca de tamaño natural.
—Ahora eres responsable de su vida. Siempre que me des cualquier motivo para que me sienta contrariado, le romperé uno de sus huesos. No sé el número exacto de huesos que tiene su frágil cuerpecito, pero estoy seguro de que son muchos. —Enarcó una ceja—. Y sí sé que se me contraría con facilidad.
»Si haces algo más que contrariarme, haré que la torturen ante tus ojos. Tengo expertos en el arte de la tortura. —Los torbellinos de formas grises se desplazaron por sus negrísimos ojos—. Son muy hábiles manteniendo a la gente con vida durante mucho tiempo mientras padecen una agonía inimaginable. Pero si por casualidad ella muriera al ser torturada, entonces tendré que empezar contigo.
Kahlan apretó contra su pecho la sangrante cabeza de la pobre muchacha, y Jillian le dijo entre sollozos quedos lo mucho que lamentaba que la hubiesen atrapado. Kahlan la acalló con dulzura.
—¿Me comprendes? —exigió Jagang con un tono calmado pero no menos amenazador.
Kahlan tragó saliva.
—Sí.
Agarró entonces los cabellos de Jillian en su enorme puño y empezó a tirar de ella hacia atrás. La muchacha chilló con renovado terror.
—Sí, Excelencia —gritó Kahlan.
Jagang sonrió a la vez que soltaba los cabellos de la muchacha.
—Eso está mejor.
Nada deseaba más Kahlan que el fin de aquella pesadilla, pero sabía que no había hecho más que empezar.