3
kahlan yacía en el suelo en la semioscuridad, incapaz de dormir. Oía la respiración uniforme de Jagang en la cama, por encima de ella. Sobre un arcón de madera profusamente tallado un único quinqué, con la mecha muy baja, proyectaba un débil resplandor a través de la penumbra del sanctasantórum del emperador.
El aceite que ardía ayudaba, aunque sólo fuera mínimamente, a enmascarar la fetidez del campamento: los olores de las fogatas, los sudores fétidos, de los desperdicios rancios, de las letrinas, de los caballos y otros animales, y de estiércol, todo ello mezclado en una hediondez omnipresente. De un modo muy parecido a como el recuerdo espantoso de todos los cuerpos putrefactos infestados de gusanos que había visto a lo largo de su viaje le hacía rememorar el olor nauseabundo, inolvidable e inconfundible, de la muerte, era imposible imaginar el campamento de la Orden Imperial sin evocar también su hedor singular y penetrante. Era tan inmundo como la Orden Imperial misma. Desde que llegó al campamento se mostraba siempre reacia a inhalar demasiado profundamente. El olor permanecería ligado para siempre en su mente al sufrimiento, la miseria y la muerte que los soldados de la Orden Imperial infligían a todo lo que tocaban.
A juicio de Kahlan, las personas que creían, apoyaban y peleaban por las convicciones de la Orden Imperial no tenían un lugar en el mundo de la vida.
A través de la tela de gasa que cubría los respiraderos de lo alto de la tienda, Kahlan podía ver fogonazos de relámpagos en el oeste, que iluminaban el cielo sobre sus cabezas para anunciar las tormentas que se aproximaban. La tienda del emperador, con sus tapices y alfombras y gruesas paredes, estaba relativamente silenciosa, si se tenía en cuenta el barullo constante del extenso campamento, de modo que era difícil oír los truenos, pero podía percibir de vez en cuando sus retumbos a través del suelo.
Con el tiempo frío instalándose ya, la lluvia haría que todo fuese aún más deprimente.
Cansada como estaba, Kahlan no podía dejar de pensar en el hombre que había visto a primeras horas de aquel día, el hombre que la había mirado desde aquella jaula mientras recorría el campamento, el hombre de los ojos grises, el hombre que la había visto —que la había visto de verdad— y había gritado su nombre. Fue un momento electrizante para ella.
Que alguien la viera rayaba en lo milagroso. Kahlan era invisible para casi todo el mundo. Invisible no era exacto en realidad, porque lo cierto era que sí la veían. Sencillamente olvidaban que la habían visto en cuanto lo hacían, olvidaban que habían sido conscientes de su presencia sólo un instante antes. Así pues, si bien no era invisible de verdad, era como si lo fuera.
Kahlan conocía bien el gélido contacto del olvido. El mismo hechizo que hacía que las personas la olvidaran en cuanto la habían visto también había borrado todo recuerdo que ella tenía de su pasado. Había perdido su vida antes de caer en las garras de las Hermanas de las Tinieblas.
Entre los millones de soldados que se extendían por las vastas llanuras yermas, sus captores habían encontrado sólo a un puñado de sujetos que pudieran verla…, cuarenta y tres para ser exactos. Estos cuarenta y tres individuos, como el collar que llevaba alrededor del cuello, las Hermanas y el mismo Jagang, se interponían entre ella y la libertad.
Kahlan se decidió a estudiar a cada uno de aquellos cuarenta y tres hombres, para conocer sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Los estudiaba en silencio, tomando notas mentalmente sobre cada uno de ellos. Todo el mundo tenía hábitos: modos de andar, de observar lo que sucedía a su alrededor, de prestar atención o no prestarla, de hacer su trabajo. Ella había aprendido todo lo que pudo sobre sus características individuales.
Las Hermanas creían que una anomalía en el hechizo que habían utilizado era la responsable de que un puñado de personas fueran conscientes de la presencia de Kahlan. Era posible que allá fuera hubiera otros que pudieran verla y recordarla, pero Jagang no había descubierto a ninguno más hasta el momento. Los cuarenta y tres soldados eran por lo tanto los únicos hombres capaces de vigilarla.
Jagang, desde luego, podía verla, así como las Hermanas que le habían lanzado el hechizo. Con gran horror por su parte, las Hermanas habían sido capturadas por Jagang y habían acabado con Kahlan en el espantoso campamento de la Orden Imperial. Aparte de las Hermanas y Jagang, ninguno de aquellos pocos que podían verla la conocían en realidad.
Pero aquel hombre de la jaula era diferente. La había reconocido. Puesto que ella no recordaba haberle visto nunca antes, eso sólo podía significar que era alguien que la conocía de antes.
Jagang le había prometido que cuando ella recuperara finalmente su pasado y supiera quién era, cuando lo supiera todo, entonces empezaría para ella el auténtico horror. El emperador se deleitaba contándole con vívidos detalles exactamente qué tenía intención de hacerle, cómo convertiría su vida en un tormento interminable. Puesto que ella no recordaba su pasado, las promesas de represalias que él hacía no significaban tanto para ella como a él le habría gustado. Con todo, las cosas que había prometido resultaban ya bastante aterradoras.
Cada vez que Jagang prometía tal venganza, Kahlan le devolvía una mirada inexpresiva. Era un modo de separar mediante un muro sus emociones de él; no quería darle la satisfacción de ver sus emociones, su miedo. A pesar de lo que significaría para ella, Kahlan estaba orgullosa de haberse ganado el desprecio de un ser tan repugnante. Ello le proporcionaba la confianza de que su pasado sólo la había colocado en oposición directa a la voluntad de la Orden.
A causa de los horrendos juramentos de Jagang, Kahlan temía muchísimo recordar su pasado. Sin embargo, tras ver la emoción de los ojos de aquel cautivo anhelaba saberlo todo sobre sí misma. La reacción jubilosa de aquel hombre al verla contrastaba con la actitud de todos aquellos de su alrededor que la despreciaban y vilipendiaban. Por ese motivo tenía que saber quién era, quién era la mujer que podía ser tenida en tanta estima por aquel hombre.
Deseó haber podido mirar al hombre durante más tiempo del que había dispuesto. Había tenido que girar la cabeza. Si la hubieran descubierto mostrando algún interés en un cautivo, Jagang lo habría matado sin duda. Kahlan sentía un sentimiento protector hacia aquel hombre; no quería ocasionar problemas sin querer a alguien que la conocía, alguien tan evidentemente abrumado por su visión.
Una vez más Kahlan intentó tranquilizar su mente desbocada. Bostezó mientras contemplaba los parpadeos de los relámpagos en el pequeño retazo de cielo oscuro. El amanecer estaba próximo y ella necesitaba dormir.
Con aquel amanecer, no obstante, llegaría el primer día del invierno. No sabía el motivo, pero sólo pensar en el primer día de invierno le producía inquietud. No se le ocurría una razón, pero algo respecto a ese primer día de invierno parecía hacerle un nudo de ansiedad en las entrañas. Tenía la impresión de que la acechaban peligros que no podía ni remotamente imaginar.
Alzó la cabeza ante el sonido de algo que caía. El sonido había venido de la habitación situada fuera del dormitorio de Jagang. Kahlan se sostuvo sobre un codo, pero no osó levantarse de su lugar en el suelo, junto a la cama del emperador. Conocía bien las consecuencias de desobedecer sus órdenes. Si tenía que soportar el dolor que él podía proporcionarle mediante el collar que le rodeaba el cuello, tendría que ser por algo más que abandonar una alfombra.
En la oscuridad, Kahlan oyó que Jagang, justo por encima de ella en la cama se incorporó.
Gritos y gemidos estallaron en el otro lado de las acolchadas paredes del dormitorio. Parecía como si fuese la hermana Ulicia. Desde que habían sido capturadas por Jagang, Kahlan había tenido muchas ocasiones de oír sollozar y llorar a la hermana Ulicia. La misma Kahlan había sido presa de las lágrimas muy a menudo, todo por culpa de aquellas Hermanas de las Tinieblas, pero en especial de la hermana Ulicia.
Jagang apartó a un lado las mantas.
—¿Qué sucede ahí fuera?
Kahlan sabía que por el delito de molestar al emperador Jagang la hermana Ulicia no tardaría en tener aún más motivos para gemir.
Jagang puso los pies en el suelo, colocándose casi a horcajadas sobre Kahlan, que estaba en la alfombra, junto a la cama. Miró al suelo asegurándose de que a la débil luz del candil que brillaba encima del arcón, ella lo veía desnudo sobre ella. Satisfecho con su silenciosa e implícita amenaza, recuperó los pantalones de una silla próxima. Brincando de un pie a otro se los puso y fue hacia la entrada. No se molestó en ponerse nada más.
Se paró ante la gruesa colgadura que cubría la entrada y se dio la vuelta, haciendo señas con el dedo a Kahlan. No quería perderla de vista. Mientras Kahlan se ponía en pie, Jagang echó atrás la gruesa tela que cubría la entrada. Kahlan echó un vistazo al lado y vio a la última cautiva que habían llevado al emperador como premio encogida en el lecho, cubriéndose con la manta hasta la barbilla. Al igual que casi todo el mundo, la mujer no veía a Kahlan y sólo se había sentido aún más confusa y asustada la tarde anterior, cuando Jagang había hablado al fantasma que había en la habitación. Ése había sido el menor de los motivos para sentir miedo que había tenido la mujer aquella noche.
Kahlan sintió una sacudida de dolor chisporroteando por los nervios de sus hombros y brazos; un recordatorio que enviaba Jagang a través del collar de que no tenía que demorarse en hacer lo que le habían dicho. Sin permitirle ver lo mucho que dolía, apresuró el paso tras él.
El espectáculo que la recibió fue desconcertante. La hermana Ulicia rodaba por el suelo, agitando los brazos mientras farfullaba incoherencias entre gemidos y gritos. La hermana Armina, encorvada sobre la mujer caída a sus pies, caminaba arrastrando los pies de un lado a otro, siguiendo a la hermana Ulicia mientras ésta se retorcía sobre el suelo, temerosa de tocar a la mujer, temerosa de no hacerlo, temerosa de cuál podría ser el problema. Parecía como si quisiera tomar a la mujer en sus brazos y tranquilizarla, no fuera a crear un alboroto que atraería la atención del emperador. No había advertido aún que era demasiado tarde para eso. Por lo general, cuando una de aquellas dos mujeres padecía alguna clase de dolor atroz era infligido por Jagang, mediante el control que poseía sobre sus mentes, pero en aquellos momentos él también estaba contemplando el extraño espectáculo, al parecer inseguro de qué podría estar causando tal comportamiento.
La hermana Armina, inclinada ya sobre la mujer que se debatía en el suelo, reparó de improviso en el emperador Jagang y efectuó una inclinación aún más profunda.
—Excelencia, no sé qué le sucede. Lamento que haya perturbado vuestro sueño. Intentaré tranquilizarla.
Jagang, puesto que era un Caminante de los Sueños, no necesitaba hablar a aquellos cuyas mentes eran dominio suyo. Su consciencia deambulaba a voluntad entre sus pensamientos más íntimos.
La hermana Ulicia se revolcó por el suelo frenéticamente, derribando una silla. Unos guardias, de los que habían sido elegidos debido a que podían ver y recordar a Kahlan, habían retrocedido en un círculo alrededor de la mujer que rodaba por el suelo. A ellos les habían encomendado ocuparse de que Kahlan no abandonara la tienda sin Jagang. Las Hermanas no eran responsabilidad suya. Otros guardias, la guardia personal de élite de Jagang, bestias enormes cubiertas de tatuajes y con aretes de metal perforándoles la carne, permanecían de pie como estatuas cerca de la entrada de la tienda. La tarea de la guardia de élite era encargarse de que nadie entrara en la tienda sin ser invitado. Parecían sólo levemente curiosos en lo que podría estar sucediendo allí.
Más allá, en los rincones más oscuros de la amplia tienda, aguardaban esclavos en las sombras, siempre calladamente dispuestos a llevar a cabo los deseos del emperador. Tampoco ellos reaccionarían apenas, sin importar lo que pudiera suceder ante ellos. Estaban allí para servir según se le antojara al emperador, y nada más. Era poco saludable llamar la atención de Jagang.
Las Hermanas eran su propiedad privada y estaban señaladas como tales con aros que les atravesaban los labios inferiores. No eran la responsabilidad de ninguno de los guardias a menos que Jagang lo ordenara específicamente. Jagang podría haber degollado a la hermana Ulicia, haberla violado o invitado a tomar el té, y sus guardias de élite no habrían ni pestañeado. De haber sido té lo que quería el emperador, los esclavos habrían ido obedientemente en su busca. Si un asesinato hubiera tenido lugar justo ante sus ojos, habrían aguardado hasta que él terminara y luego, sin decir ni una palabra, lo habrían dejado todo bien limpio.
Cuando la hermana Ulicia volvió a gritar, Kahlan comprendió que la mujer no sentía propiamente dolor. Parecía más bien que estaba… poseída.
La mirada de pesadilla de Jagang recorrió a la docena de guardias.
—¿Ha dicho algo?
—No, Excelencia —dijo uno.
El resto de los soldados, aquellos que podían ver a Kahlan, menearon la cabeza para darle la razón. La guardia de élite no discutió la explicación de los hombres de menor categoría.
—¿Qué le sucede? —preguntó Jagang a la Hermana, que parecía a punto de caer al suelo y postrarse a sus pies.
La hermana Armina se estremeció ante la cólera de su voz.
—No tengo ni idea, Excelencia, lo juro. —Hizo una seña en dirección al extremo opuesto de la estancia—. Estaba dormida, esperando hasta que pudiera ser de utilidad. La hermana Ulicia también dormía. Desperté cuando oí su voz. Pensé que hablaba conmigo.
—¿Qué decía? —preguntó Jagang.
—No pude entenderla, Excelencia.
Kahlan reparó, entonces, que Jagang no sabía lo que la hermana Ulicia había dicho. Él siempre sabía lo que las Hermanas habían dicho, lo que habían pensado, lo que planeaban. Era un Caminante de los Sueños. Deambulaba por el territorio de sus mentes. Siempre tenía conocimiento de todo.
Y sin embargo, no tenía conocimiento de esto.
O, conjeturó Kahlan, a lo mejor no quería decir en voz alta lo que ya sabía. Le gustaba poner a prueba a la gente de ese modo, haciendo preguntas para las que ya conocía la respuesta, y le contrariaba muchísimo descubrir una mentira. Justo el día anterior había tenido un ataque de cólera y estrangulado a un nuevo esclavo que le había mentido al decirle que no había tomado un bocado de una bandeja que traían para la cena del emperador. Jagang, con una musculatura tan poderosa como la de cualquiera de sus guardias de élite, le había roto la garganta a aquel desgraciado. El resto de los esclavos habían aguardado pacientemente hasta que el emperador hubo finalizado el truculento asesinato, y luego arrastraron el cuerpo fuera de allí.
Jagang alargó el brazo al suelo e izó a la Hermana en pie por los cabellos.
—¿Qué es todo esto, Ulicia?
La mujer puso los ojos en blanco, sus labios se movieron y su lengua deambuló sin rumbo fijo por los labios.
Jagang la agarró por los hombros y la zarandeó con violencia. La cabeza de la hermana Ulicia osciló adelante y atrás, con fuerza. Kahlan pensó que podría muy bien partirle el cuello. Deseó que lo hiciera. Entonces habría una Hermana menos de la que Kahlan tendría que preocuparse.
—Excelencia —dijo la hermana Armina en un tono de discreto consejo—, la necesitamos. —Cuando el emperador la miró iracundo, añadió—: Ella es el jugador.
Jagang consideró las palabras de la hermana Armina, sin parecer muy contento respecto a ellas, pero sin discutirlas, tampoco.
—El primer día… —gimió la hermana Ulicia.
Jagang la acercó un poco más a él.
—¿El primer día de qué?
—Invierno… invierno… invierno —farfulló la hermana Ulicia.
Jagang paseó la mirada a su alrededor, contemplando con el entrecejo fruncido a los allí presentes, como pidiéndoles que se lo explicaran. Uno de los soldados alzó un brazo para señalar en dirección a la entrada que conducía fuera de la espléndida tienda.
—Es justo el amanecer, Excelencia.
Jagang le dirigió una mirada iracunda.
—¿Qué?
—Excelencia, es justo el amanecer del primer día de invierno.
Jagang soltó a la hermana, quien cayó pesadamente a las alfombras que cubrían el suelo.
El emperador clavó la mirada en la entrada.
—Así es.
Fuera, a través de la diminuta rendija en un lado de la gruesa colgadura que cubría la entrada, Kahlan pudo ver los primeros haces de color en el cielo. También pudo ver a más miembros de la omnipresente guardia de élite que siempre rodeaba a Jagang. Ninguno de ellos podía ver a Kahlan. Ignoraban por completo que ella estuviera allí. Los guardias especiales del interior de la tienda, los que siempre estaban a mano, podían verla sin problemas, no obstante. En el exterior, junto con la guardia de élite de Jagang, habría más de aquellos guardias cuya tarea era asegurarse de que Kahlan jamás saliera sola de la tienda.
En el suelo, la hermana Ulicia, como en trance, farfullaba:
—Un año, un año, un año…
—¿Un año qué? —chilló a voz en cuello Jagang.
Varios de los guardias más próximos retrocedieron con un estremecimiento.
La hermana Ulicia se incorporó, y empezó a balancearse adelante y atrás.
—Vuelve a empezar. El año vuelve a empezar. Vuelve a empezar. Un año. Debe volver a empezar…
Jagang alzó la mirada hacia la otra Hermana.
—¿Qué está farfullando?
La hermana Armina extendió las manos.
—No estoy segura, Excelencia.
La mirada iracunda de Jagang se ensombreció más.
—Eso es una mentira, Armina.
La hermana Armina, palideciendo levemente, se lamió los labios.
—A lo que me refería, Excelencia, es que la única cosa que puedo imaginar es que debe de referirse a las cajas. Ella es el jugador, al fin y al cabo.
La boca de Jagang se crispó con un gesto de impaciencia.
—Pero ya sabemos que tenemos un año a partir del momento en que Ulicia las puso en acción —hizo un veloz ademán en dirección a la imponente meseta—, justo después de que Kahlan las sacara del palacio que hay ahí arriba.
—¡Un nuevo jugador! —gritó la hermana Ulicia, con los ojos cerrados, como para corregirle—. ¡Un nuevo jugador! ¡El año empieza de nuevo!
Jagang pareció sorprendido por sus palabras.
Kahlan se preguntó cómo era posible que al Caminante de los Sueños pudiera sorprenderle algo así. Por algún motivo, no obstante, parecía incapaz de utilizar su habilidad con la hermana Ulicia. A menos que estuviera engañándola. Jagang no siempre revelaba con exactitud lo que sabía y lo que no sabía. Kahlan no había percibido nunca que él pudiera leerle la mente, pero no perdía de vista que él podría querer que ella pensara justo eso. ¿Y si él le leía todo el tiempo cada uno de sus pensamientos?
Con todo, lo cierto era que no creía que así fuera. No podía señalar con precisión una cosa concreta que le hiciera pensar que él era incapaz de utilizar su habilidad como Caminante de los Sueños con ella, sino que más bien era una impresión basada en la evidencia acumulada de muchas cosas pequeñas.
—¿Cómo es posible que haya un jugador nuevo? —preguntó Jagang en un tono que hizo que la hermana Armina empezara a temblar levemente.
La mujer tuvo que tragar saliva dos veces antes de ser capaz de hablar:
—Excelencia, no tenemos… las tres cajas. Sólo tenemos dos… Existe la tercera caja… la que tenía Tovi.
—Quieres decir la caja que os robaron porque vosotras, zorras estúpidas, enviasteis a Tovi por delante, sola, en lugar de hacer que permaneciera con vosotras. —Era una acusación airada, no una pregunta.
La hermana Armina, al borde del pánico, extendió un dedo en dirección a Kahlan.
—¡Fue culpa suya! Si hubiese hecho lo que se le ordenó y sacado las tres cajas a la vez, habríamos estado todas juntas y habríamos tenido las tres cajas. Pero no cumplió con la tarea de sacarlas a la vez. ¡Es culpa suya!
La hermana Ulicia había dicho a Kahlan que escondiera las tres cajas en su mochila y las sacara. Las tres no cabían, así que sacó una primero, con la intención de regresar a por las otras. La hermana Ulicia había pegado a Kahlan hasta casi matarla a golpes por no llevar a cabo lo imposible y meter las tres en una mochila que no era lo bastante grande.
Kahlan no se molestó en hablar en su propia defensa. Se negaba a rebajarse intentando razonar con gente que no se avenía a razones.
Jagang miró atrás, a Kahlan. Ésta se limitó a recibir la mirada con su acostumbrado semblante inexpresivo. Él volvió otra vez la cabeza hacia la hermana Armina.
—¿Y qué? La hermana Ulicia puso las cajas en funcionamiento. Eso la convierte en el jugador.
—¡Otro jugador! —vociferó la hermana Ulicia desde el suelo entre ellos—. ¡Dos jugadores ahora! ¡El año empieza de nuevo! ¡Es imposible! —La hermana Ulicia se abalanzó al frente—. ¡Imposible!
No había nada allí y sus brazos atraparon sólo aire.
Volvió a sentarse pesadamente en el suelo, jadeando. Unas manos temblorosas le cubrieron el rostro, como si estuviera abrumada.
Jagang se apartó, absorto en sus pensamientos.
—¿Puede haber dos personas que tengan ambas las cajas en funcionamiento a la vez? —se preguntó.
Los ojos de la hermana Armina se movieron rápidamente de un lado a otro. Parecía no estar segura de si debía intentar dar una respuesta. Al final permaneció en silencio.
La hermana Ulicia se frotó los ojos.
—Se desvaneció…
Jagang bajó una mirada torva hacia ella.
—¿Quién se desvaneció?
—No pude verle la cara… Estaba justo allí, diciéndomelo, pero se desvaneció. No sé quién era, Excelencia.
La mujer parecía conmocionada hasta el fondo de su alma.
—¿Qué has visto? —preguntó Jagang.
Como sobresaltada por una descarga inesperada, la mujer se puso en pie de golpe. Tenía los ojos abiertos de par en par por el dolor. Un hilillo de sangre le caía de una oreja.
—¿Qué has visto? —repitió Jagang.
Kahlan le había visto infligir dolor a las Hermanas en el pasado, y tanto si había sido capaz o no de estar en la mente de la hermana Ulicia antes, estaba claro que ahora no tenía ninguna dificultad en hacer sentir su presencia.
—Era alguien… —dijo la hermana con un jadeo—. Alguien que estaba justo aquí, en la tienda, Excelencia. Me contó que había un jugador nuevo, y que debido a ello el año debe empezar otra vez.
La frente de Jagang estaba surcada de arrugas.
—¿Hay un jugador nuevo por el poder de las cajas?
La hermana Ulicia asintió, como si temiera admitirlo.
—Sí, Excelencia. Alguien más ha puesto también las Cajas del Destino en funcionamiento. Se nos ha advertido de que el año debe volver a empezar. Ahora tenemos un año a partir de hoy, el primer día del invierno.
Con la expresión de estar sumido en sus reflexiones, Jagang empezó a caminar en dirección a la entrada. Dos de los guardias de élite apartaron la doble colgadura, permitiendo que el emperador cruzara sin detenerse. Kahlan, que sabía que si no permanecía cerca el dolor del collar no tardaría en hacer su aparición, lo siguió afuera. Detrás de ella, las hermanas Ulicia y Armina apresuraron el paso.
Los fornidos hombres de la guardia de élite del exterior se hicieron a un lado para dejar sitio al emperador. Los otros soldados —los que vigilaban a Kahlan— hicieron otro tanto.
De pie, muy pegada a la espalda de Jagang, bajo el frío amanecer, Kahlan se frotó los brazos, intentando hacerlos entrar en calor. Una pared de nubes oscuras se alzaba amenazadora al oeste. Incluso a través del hedor del campamento, podía oler la lluvia. Las finas nubes que huían hacia el este estaban teñidas de un rojo sangre en el alborear del primer día de invierno.
Jagang permaneció de pie en silencio, considerando la inmensa meseta. Encima de la imponente altiplanicie estaba el Palacio del Pueblo. Si bien éste era sin la menor duda un palacio, era de una extensión que rayaba lo inaudito. También era una ciudad, la sede del poder de todo D’Hara, y esa ciudad se alzaba como el último vestigio de resistencia al ansia de la Orden Imperial de gobernar el mundo e imponer sus creencias a la humanidad. El ejército de la Orden se extendía igual que un ponzoñoso mar negro por las llanuras Azrith, rodeando la meseta y dejándola aislada de cualquier esperanza de rescate o salvación.
Los primeros rayos de luz empezaban a tocar el lejano palacio, haciendo que los muros, columnas y torres de mármol brillaran dorados bajo la luz del amanecer. Era una visión de una belleza impresionante. Para todas aquellas personas de la Orden, sin embargo, la visión del palacio, de tal belleza no tocada aún por sus libidinosas manos, no inspiraba otra cosa que envidia y odio. Codiciaban destruir el lugar, borrar tal majestuosidad, asegurarse de que nadie volvía a aspirar jamás a tal excelencia.
Kahlan había estado en aquel palacio —el palacio de lord Rahl— cuando las cuatro Hermanas la habían llevado allí para que robara las cajas del Jardín de la Vida. El esplendor del lugar resultaba impresionante. Kahlan había detestado sacar aquellas cajas del jardín de lord Rahl. No pertenecían a las Hermanas, y, lo que era peor, a las Hermanas las movía un propósito malvado.
Sobre el altar donde habían descansado las cajas, Kahlan había dejado en su lugar su posesión más preciada. Era una pequeña talla de una mujer, con la cabeza echada atrás, los puños a los costados, la espalda arqueada, como en oposición a una fuerza que intentaba sojuzgarla. Kahlan no tenía ni la más remota idea de dónde había conseguido ella algo tan bello.
Le había destrozado el corazón tener que dejar atrás aquella talla, pero tuvo que hacerlo para poder meter las últimas dos cajas en su mochila. De no haberlo hecho, la hermana Ulicia la habría matado y, por mucho que amara la estatuilla, amaba más su vida. Esperaba que lord Rahl, cuando la viera, comprendiera que ella lamentaba haber cogido lo que le pertenecía a él.
Ahora Jagang había capturado a las Hermanas y estaba en posesión de las siniestras cajas negras. De dos de ellas. La hermana Tovi se había puesto en marcha por delante con la primera de las tres cajas y ahora estaba muerta, y la caja que había estado en su poder había desaparecido. Kahlan había matado a la hermana Cecilia. Eso dejaba sólo a las hermanas Ulicia y Armina, de sus cuatro captoras originales. Por supuesto, Jagang tenía a otras Hermanas bajo su control.
—¿Quién podría poner en funcionamiento una caja? —preguntó Jagang mientras clavaba la mirada en el palacio de la meseta.
No quedaba del todo claro si pedía una respuesta a las Hermanas, o si simplemente pensaba en voz alta.
Las hermanas Ulicia y Armina intercambiaron una mirada. Los guardias de élite permanecieron de pie igual que centinelas de piedra, y los guardias especiales se dedicaron a dar vueltas alrededor, el más próximo tomando nota de la presencia de Kahlan y dedicándole una complacida mirada de superioridad. Kahlan conocía al hombre, conocía sus costumbres. Era uno de sus vigilantes menos avispados, y sustituía su falta de competencia con arrogancia.
—Bueno —dijo la hermana Ulicia en el incómodo silencio—, haría falta alguien con ambos lados del don… tanto Magia de Suma como de Resta.
—Aparte de las Hermanas de las Tinieblas que tenéis aquí, Excelencia —añadió la hermana Armina—. No estoy segura de quién podría realizar una tarea así.
Jagang lanzó una mirada atrás. Aquel soldado no era el único que mostraba una estúpida actitud de arrogante superioridad. Jagang era muchísimo más listo que la hermana Armina; lo que sucedía era que ella no era lo bastante lista para saberlo. De todos modos, supo reconocer aquella mirada en los ojos de Jagang, la mirada que decía que sabía que ella mentía. La mujer sintió pavor, silenciada por un momento por la mirada iracunda del emperador.
La hermana Ulicia, también mucho más lista que la hermana Armina, reconoció con rapidez el peligro de la situación y tomó la palabra.
—Sólo hay un par de personas, Excelencia.
—Richard Rahl —se apresuró a terciar la hermana Armina, ansiosa por redimirse.
—Richard Rahl —repitió Jagang en un tono de frío odio.
No parecía nada sorprendido por la sugerencia de la Hermana.
La hermana Ulicia carraspeó.
—O la hermana Nicci. Es la única Hermana que no tenéis que es capaz de manejar Magia de Resta.
Jagang fijó su iracunda mirada en ella por un momento antes de volver a girarse para estudiar el Palacio del Pueblo, iluminado ahora de tal modo por el sol que refulgía como un faro por encima de la oscura llanura.
—La hermana Nicci sabe todo lo que vosotras, zorras estúpidas, hicisteis —bramó por fin.
La hermana Armina pestañeó sorprendida, pero no pudo resistirse a decir.
—¿Cómo es eso posible, Excelencia?
Jagang cruzó sus manazas a la espalda. Su espalda y cuello parecían más los de un toro que los de un hombre, y su ensortijado vello no hacía más que aumentar la impresión. La cabeza afeitada le daba un aspecto aún más amenazador.
—Nicci estaba allí, con Tovi, cuando ésta agonizaba —dijo Jagang—, después de que la hubieran apuñalado y robado la caja. Hacía mucho tiempo que no había visto a Nicci. Me sorprendió verla surgir de la nada. Yo estaba allí, en la mente de Tovi, observándolo todo. Tovi no sabía que yo estaba en su mente, igual que vosotras tampoco lo sabíais.
»Nicci tampoco sabía que yo estaba allí.
»Nicci interrogó a Tovi, utilizó la suma gravedad de la herida de la mujer para aguijonearla y hacer que revelara vuestro plan, Ulicia. Nicci contó a Tovi toda una historia sobre que deseaba poder escapar de mi control y con esa mentira obtuvo la confianza de Tovi. Tovi se lo contó todo… todo sobre el hechizo Cadena de Fuego que activasteis, las cajas que robasteis con la ayuda de Kahlan, y que las cajas estaban destinadas a funcionar en conjunción con el hechizo Cadena de Fuego. Todo.
La hermana Ulicia parecía estar enfermando por momentos.
—Entonces muy bien podría ser Nicci quien hizo esto.
—O Nicci y Richard Rahl juntos —sugirió la hermana Armina.
Jagang no dijo nada mientras miraba al palacio.
La hermana Ulicia se inclinó al frente un ápice.
—Si puedo preguntarlo, Excelencia, ¿cómo es que sois incapaz de… bueno, por qué no está Nicci aquí, con vos?
Los ojos completamente negros de Jagang giraron hacia la mujer. Formas turbias se movían en aquellos ojos negrísimos.
—Estaba conmigo. Se fue. A diferencia de vuestro torpe e hipócrita intento de proteger vuestras mentes de mí mediante el vínculo con el lord Rahl, el vínculo funcionó para Nicci. Por motivos que no puedo ni remotamente comprender ella era sincera, y por lo tanto funcionó. Renunció a todo por lo que había trabajado durante su vida… ¡renunció a su deber moral!
Irguió la espalda, envolviéndose de nuevo en un manto de tranquila autoridad.
—El vínculo funcionó para Nicci. Ya no puedo penetrar en su mente.
La hermana Armina permaneció paralizada por más que simple miedo al hombre. Era evidente que estaba desconcertada por lo que acababa de oír.
La hermana Ulicia asintió para sí, dedicándose a la revisión de sus recuerdos.
—Supongo que, en retrospectiva, no es una sorpresa. Supongo que siempre supe que amaba a Richard. Jamás nos dijo una palabra, por supuesto, a las otras Hermanas de las Tinieblas, pero allá en el Palacio de los Profetas renunció a mucho… cosas a las que jamás habría imaginado que ella renunciaría… a cambio de que la designara como una de sus seis maestras.
»El precio que pagó por esa oportunidad de ser su maestra me hizo sospechar de sus motivos. A un par de las otras las impulsaba la codicia. Simplemente querían succionarle el don a aquel hombre… quedárselo. Pero Nicci no. No era eso tras lo que iba. Así que la vigilé.
»Jamás lo reveló… queridos espíritus, no creo que fuese siquiera consciente ella misma de ello por aquel entonces… pero había una expresión en sus ojos. Estaba enamorada de él. Jamás comprendí realmente aquella expresión por entonces, probablemente porque ella parecía tan segura de su odio por aquel hombre y por todo lo que representaba… pero estaba enamorada de Richard Rahl. Ya por entonces, estaba enamorada de él.
Jagang había enrojecido. Absorta en sus recuerdos, la hermana Ulicia no había advertido su muda cólera. La hermana Armina tocó a escondidas el brazo de la otra mujer para advertirla. Ulicia alzó los ojos y palideció al ver la expresión del rostro del emperador, y cambió al instante de tema.
—Como dije, jamás dijo nada de eso, así que tal vez sólo lo estoy imaginando. De hecho, ahora que lo pienso, estoy segura de ello. Odiaba a aquel hombre. Lo quería muerto. Odiaba todo lo que él representaba. Lo odiaba… Claro como el agua. Lo odiaba.
Cerró la boca, obligándose a dejar de parlotear.
—Se lo di todo. —La voz de Jagang retumbó igual que un trueno reprimido—. Puede decirse que la convertí en una reina. Como Jagang el Justo, le concedí la autoridad para ser el puño de la Fraternidad de la Orden, y aquellos que se oponían al virtuoso modo de actuar de la Orden acabaron por conocerla como la Señora de la Muerte. Fui un estúpido por haberle dado tanta libertad. Me traicionó. Me traicionó por él…
Kahlan no creía que pudiera ver nunca a Jagang atenazado por los celos, pero así lo veía en aquellos momentos. Era un hombre que cogía lo que quería; que no estaba acostumbrado a que se le negara nada. Al parecer, no podía poseer a aquella mujer llamada Nicci. Al parecer, Richard Rahl tenía su corazón.
Kahlan se tragó sus propios sentimientos confusos respecto a Richard Rahl —un hombre al que jamás había conocido— y miró con fijeza a sus guardias.
—Pero la recuperaré. —Jagang alzó un puño.
Musculosos tendones sobresalieron en su brazo al apretar el puño, y las venas de sus sienes parecieron a punto de estallar.
—Más tarde o más temprano aplastaré la resistencia inmoral que representa Richard Rahl, y entonces me ocuparé de Nicci. Pagará por su proceder pecaminoso.
Kahlan y la tal Nicci tenían algo en común. Si Jagang le ponía alguna vez las manos encima a Nicci, Kahlan lo sabía, también le haría todo el daño que pudiera.
—¿Y las Cajas del Destino, Excelencia? —preguntó la hermana Ulicia.
El brazo descendió de Jagang, y él le dirigió una sonrisa sombría a la mujer.
—Querida, no importa si uno de ellos ha conseguido poner las Cajas del Destino en funcionamiento. No les servirá de nada. —Apuntó con un pulgar atrás, a Kahlan—. La tengo a ella. Tengo lo que necesitamos para poner el poder de las cajas al servicio de la causa de la Fraternidad de la Orden.
»Tenemos la razón de nuestro lado. El Creador está de nuestro lado. Cuando demos rienda suelta al poder de las cajas haremos desaparecer la blasfemia de la magia del mundo. Haremos que todos los hombres se inclinen ante las enseñanzas de la Orden. Todos los hombres se someterán a la justicia divina y tendrán una misma fe.
»Será un amanecer nuevo para la humanidad, el alborear de una era sin magia que mancille las almas de los hombres. A todos los llenará de júbilo ser parte de la gloria de la Orden. En ese mundo nuevo, todos los hombres serán iguales. Todas las personas podrán entonces dedicarse al servicio del prójimo, como es la voluntad del Creador.
—Sí, Excelencia —dijo la hermana Armina, ansiosa por volver a ganarse su favor.
—Excelencia —aventuró la hermana Ulicia—, tal y como he explicado antes, si bien puede que tengamos muchos de los elementos necesarios, como habéis indicado con tanta razón, todavía necesitamos tener las tres cajas para lograr el objetivo de acceder al poder de éstas. Todavía nos hace falta esa tercera caja.
La horripilante sonrisa de Jagang regresó.
—Tal como os he dicho, yo estaba allí, en la mente de Tovi. Puede que tenga una idea sobre quién estuvo involucrado en el hurto.
Las hermanas Ulicia y Armina parecieron no tan sólo sorprendidas, sino curiosas.
—¿La tenéis, Excelencia?
Él asintió.
—Mi consejero espiritual, el hermano Narev, tenía amistad con cierta persona. Sospecho que podría estar involucrada.
La hermana Ulicia se mostró escéptica.
—¿Creéis que un amigo de la Fraternidad de la Orden podría haber estado involucrado?
—No, no he dicho un amigo de la Fraternidad. He dicho alguien de quien era amigo el hermano Narev. Una mujer, con la que, también yo, tuve algún que otro trato en el pasado en nombre del hermano Narev. Creo que a lo mejor habéis oído hablar de ella. —Jagang enarcó una ceja en dirección a la Hermana—. Se la conoce por el nombre de Seis.
La hermana Armina lanzó una exclamación ahogada y se quedó rígida.
Los ojos de la hermana Ulicia se abrieron como platos y se quedó boquiabierta.
—Seis… Excelencia, ¿os referís a Seis, la bruja?
Jagang pareció complacido por la reacción.
—Ah, así que la conocéis.
—En una ocasión nuestros caminos se cruzaron. Tuvimos una especie de conversación. No fue lo que yo describiría como una conversación agradable. Excelencia, nadie puede tratar con esa mujer.
—Bueno, verás, Ulicia, ése es justo un punto más en el que tú y yo diferimos. Tú no tienes nada de valor que ofrecerle salvo tu cuerpo deshuesado para que alimente con él a aquéllos con una predilección por la carne humana que aloja en su guarida. Yo, en cambio, poseo un buen conocimiento de lo que esa mujer necesita y quiere. Estoy en posición de concederle la clase de satisfacciones que busca. A diferencia de ti, Ulicia, puedo tratar con ella.
—Pero si Richard Rahl o Nicci pusieron la caja en funcionamiento, eso sólo puede significar que ellos la poseen —dijo la hermana Ulicia—. Así que, incluso si Seis realmente tuvo la caja después de Tovi, ahora está fuera de su alcance.
—¿Así que piensas que una mujer como ésa renunciará a sus fervientes deseos? ¿Todas las cosas que codicia? —Jagang negó con la cabeza—. No, a Seis no le habrá sentado nada bien que sus planes fueran… interrumpidos. Seis es una mujer a la que no se le puede negar algo. No trata con amabilidad a nadie que se cruce en su camino. ¿Estoy en lo cierto, Ulicia?
La mujer tragó saliva antes de asentir.
—Espero que una mujer con sus siniestras aptitudes y determinación no descansará hasta haber corregido la injusticia, y luego tendrá que tratar con la Orden. Así que, como ves, creo que todo está bajo control. Que uno de esos dos criminales, Nicci o Richard Rahl, hayan puesto la caja en funcionamiento no significará nada al final. La Orden prevalecerá.
La hermana Ulicia, con los dedos entrecruzados con firmeza para impedir que le temblaran las manos desde el momento en que había oído el nombre Seis, inclinó la cabeza.
—Sí, Excelencia. Me doy perfecta cuenta de que, en verdad, lo tenéis todo controlado.
Jagang, viendo su porte derrotado, chasqueó los dedos a la vez que volvía la atención hacia uno de los esclavos sin camisa que permanecían atrás, cerca de la entrada a la tienda real.
—Tengo hambre. Los torneos de Ja’La empiezan hoy. Quiero una comida abundante antes de ir a ver los partidos.
El hombre rindió una profunda reverencia.
—Sí, Excelencia. Me ocuparé de ello al momento.
Una vez que el esclavo hubo salido a la carrera para llevar a cabo su cometido, Jagang paseó la mirada por el campamento.
—Por ahora, nuestros valerosos combatientes necesitan una distracción. Uno de los equipos de ahí fuera ganará la posibilidad de jugar contra mi propio equipo. Esperemos que ese equipo que obtenga el derecho a enfrentarse al mío sea lo bastante bueno como para conseguir que mis hombres suden un poco para derrotarlos.
—Sí, Excelencia —dijeron las Hermanas a la vez.
Jagang, con semblante molesto por su servilismo, llamó con una seña a uno de los guardias de Kahlan.
—Ella va a matarte el primero.
El hombre se quedó petrificado, con el pánico pintado en los ojos.
—¿Excelencia?
Jagang ladeó la cabeza para indicar a Kahlan, situada sólo a medio paso tras él y a su derecha.
—Ella va a matarte el primero, y lo mereces.
El hombre inclinó la cabeza.
—No comprendo, Excelencia.
—Claro que no lo comprendes…, eres estúpido. Ha estado contando tus pasos. Das el mismo número de pasos cada vez antes de girar. Cada vez que giras miras para comprobar dónde está ella, luego sigues adelante.
»Ha contado tus pasos. Cuando llega el momento de que gires, no necesita estar mirando en tu dirección porque sabe con exactitud cuándo lo harás. Sabe que, justo antes de que gires, comprobarás dónde está, y la verás mirando en la dirección opuesta. Y que eso hará que te relajes.
»Cuando vienes hacia nosotros desde la derecha y giras, das la vuelta del mismo modo cada vez… a tu derecha. Cada vez que giras, el cuchillo de tu cinto, en la cadera derecha, queda muy cerca de ella.
El hombre bajó la mirada hacia el cuchillo de su cinturón. Lo tapó con una mano.
—Pero Excelencia, yo no le permitiría coger mi cuchillo. Lo juro. La detendría.
—¿Detenerla? —Jagang soltó una breve risotada—. Ella sabe que no está a más de dos pasos del punto donde darás la vuelta, a dos pasos de arrebatarte el cuchillo directamente de la funda. —Chasqueó los dedos—. Tan rápido como esto, tendrá tu cuchillo. Es probable que ni siquiera te des cuenta antes de morir.
—Pero yo…
—Tú mirarás para ver qué hace, la verás mirar en otra dirección, y entonces girarás. Para cuando hayas dado el tercer paso, ella tendrá tu cuchillo. En un instante te habrá hundido toda la longitud de la hoja en el riñón derecho. Estarás prácticamente muerto antes de que sepas qué te atacó.
A pesar del frío, el sudor perló la frente del hombre.
Jagang echó una ojeada atrás, a Kahlan, quien le devolvió una mirada inexpresiva, desprovista de toda emoción.
Jagang estaba equivocado. Aquel hombre moriría en segundo lugar. Era estúpido, tal y como Jagang había dicho. Los estúpidos eran más fáciles de matar. Resultaba más difícil matar a los listos. Kahlan conocía a cada uno de sus guardias. Se había preocupado de aprender todo lo que podía sobre cada uno de ellos. El otro hombre que desfilaba por delante de la tienda era uno de los más listos de entre su guardia especial.
Allí donde estuviera, ella siempre analizaba la situación y preveía cómo podría en práctica un intento de huida. Éste no era el momento, ni el lugar, pero lo había considerado.
No mataría al estúpido primero, pero le cogería el cuchillo, tal y como Jagang había dicho. Luego giraría hacia el listo porque sus reacciones eran mucho más rápidas. La tarea de los guardias especiales era impedirle escapar, no matarla. Cuando el listo cayera sobre ella para derribarla, ella ya tendría el cuchillo y utilizaría el impulso del mutuo encuentro para asestarle un tajo en la garganta. Esquivaría luego el peso muerto del hombre, que caería sobre el lado izquierdo, giraría en redondo, y hundiría el cuchillo en el riñón del estúpido, tal y como Jagang había sugerido.
—Me habéis pillado —dijo Kahlan al emperador sin la menor inflexión en la voz—. Bien jugado.
El ojo izquierdo de Jagang se crispó un instante. No sabía si Kahlan decía la verdad, o mentía.