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un sonido quedo y de otro mundo, como si se abriera el acceso al mundo de los muertos, despertó a Richard de un sueño profundo.

Alzó los ojos y vio a una figura con una capa con capucha cerniéndose sobre él. Algo en su porte, en su presencia misma, le erizó el vello.

No era una mujer tímida y débil. Algo en su porte le indicó que no se trataba de una atacante.

Era algo mucho peor.

Richard supo sin la menor duda que se trataba de un tercer problema y que éste acababa de dar con él.

Se incorporó, y retrocedió un poco a toda prisa, consiguiendo un poco de valiosa distancia entre ellos. Los guardias del comandante Karg habían fracasado en su tarea de detener a los intrusos. Echó una veloz mirada hacia ellos y les vio efectuando su patrulla con tranquilidad. Con el poco espacio que dejaban entre ellos, Richard no comprendió cómo nadie podía haber conseguido atravesar su perímetro.

La figura encapuchada se deslizó más cerca.

La purificación ha empezado.

Sobresaltado, Richard pestañeó. La fantasmagórica voz resonó en su mente, pero no estaba seguro de que la hubiese oído en realidad. Las palabras tan sólo parecían estar en su cabeza.

Introdujo con cuidado dos dedos en el interior de su bota, buscando a tientas el mango de madera del cuchillo. Cuando lo encontró, empezó a sacarlo.

La purificación ha empezado, dijo de nuevo la figura.

No era como una voz real. Tampoco era ni masculina ni femenina. Las palabras no parecían haber sido pronunciadas en voz alta, sino que más bien sonaban como un millar de susurros unidos. Las palabras parecían como llegadas de otro mundo. A Richard no se le ocurría cómo podía hablar algo muerto, pero las palabras no sonaban en absoluto como si hubieran surgido de algo vivo.

Temió imaginar qué era lo que estaba de pie ante él.

—¿Quién eres? —preguntó, para ganar tiempo mientras evaluaba la situación.

Un vistazo a cada lado no reveló a nadie a la vista. El visitante había venido solo. Los guardias estaban mirando en la dirección opuesta. Vigilaban por si alguien intentaba llegar hasta los cautivos que dormían. No miraban dentro del círculo de carros en busca de problemas.

De improviso la figura pareció estar aún más cerca, al alcance de su brazo. Richard no sabía cómo había llegado tan cerca de él, no la había visto moverse. No le habría permitido acercarse tanto de haberla visto ir hacia él. Y sin embargo, allí estaba.

Llevar una cadena sujeta al cuello no le permitía mucha libertad de maniobra si tenía que pelear. Con los dedos de una mano empezó a recoger cuidadosamente eslabones de la cadena. Si tenía que pelear, haría un lazo con la cadena y la usaría como dogal. Con la otra mano seguía extrayendo subrepticiamente el cuchillo.

Tu tiempo empieza este día, Richard Rahl.

Los dedos de Richard sobre el arma se detuvieron. La figura había pronunciado su verdadero nombre. Nadie en el campamento conocía su nombre auténtico. El corazón le martilleó en el pecho.

Con lo oscuro que estaba, y con la capucha, el rostro de la figura quedaba oculto a la vista. Richard sólo podía ver negrura, como la muerte misma, mirándolo fijamente.

Le pasó por la cabeza que eso podría ser justamente lo que era.

Se recordó que no debía dejar que se le desbordara la imaginación. Se armó de valor.

—¿Qué has dicho?

Un brazo bajo la oscura capa se alzó hacia él. No pudo ver la mano, tan sólo la tela que la cubría.

Tu tiempo empieza este día, Richard Rahl, el primer día de invierno. Tienes un año para completar la purificación.

Una imagen perturbadora de algo demasiado familiar le vino a la mente: las Cajas del Destino.

Como si le leyeran la mente, un millar de susurros de los muertos hablaron.

Eres un jugador nuevo, Richard Rahl. Debido a eso, el tiempo del juego se ha vuelto a poner a cero. Vuelve a empezar desde este día, el primer día de invierno.

Hasta hacía un poco más de tres años, Richard había llevado una vida apacible en la Tierra Occidental. Toda aquella concatenación de acontecimientos había empezado cuando su padre auténtico, Rahl el Oscuro, se había hecho por fin con las Cajas del Destino y las había puesto en funcionamiento por primera vez. Eso había sido el primer día de invierno de hacía cuatro años.

La clave para poder diferenciar las tres Cajas del Destino y saber cuál era la caja correcta que debía abrirse era El libro de las sombras contadas. Richard había memorizado aquel libro siendo un muchacho, pero debido a que había perdido su vínculo con su don ya no podía recordar las palabras del libro. Ser capaz de leer o recordar libros mágicos requería magia. Pero si bien no recordaba las palabras, sí recordaba los principios básicos expuestos en el libro.

Uno de los elementos más importantes en la utilización del Libro de las sombras contadas era verificar si las palabras que Richard había memorizado se pronunciaban fielmente. Verificar si aquel componente clave para abrir las Cajas del Destino era genuino. El mismo libro estipulaba el medio para la verificación.

El medio de efectuar la verificación era utilizar a una Confesora.

Kahlan era la última Confesora viva.

Richard consiguió hacer uso de la voz con la mayor de las dificultades.

—Lo que dices es imposible. No he puesto nada en acción.

Se te ha nombrado como el jugador.

—¿Nombrado? ¿Nombrado por quién?

El hecho de que se te ha nombrado como un nuevo jugador es lo que importa. Quedas advertido de que tienes un año desde este día… y ni un día más para completar la purificación. Usa bien tu tiempo, Richard Rahl. Tu vida será el precio si fracasas. Toda vida será el precio si fracasas.

—¡Pero esto es imposible! —exclamó Richard a la vez que se abalanzaba al frente, cerrando ambas manos alrededor de la garganta de la figura.

La capa se vino abajo.

No había nada dentro.

Oyó un sonido quedo, como si una entrada al mundo de los muertos estuviera cerrándose.

Pudo ver las pequeñas nubes de su vaho jadeante alzándose en la negra noche invernal.

Tras lo que pareció una eternidad, Richard volvió a dejarse caer en el suelo, utilizando la capa para cubrir su cuerpo tembloroso, pero no consiguió cerrar los ojos.

En el oeste, unos relámpagos lejanos titilaron en el horizonte. Por el este, el alborear del primer día de invierno se acercaba veloz.

Entre unos relámpagos y la aurora, en mitad de un enemigo que se contaba por millones, Richard Rahl, líder del Imperio d’haraniano, yacía encadenado a un carro pensando en su esposa cautiva y en el tercer problema de aquella noche.