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por segunda vez aquel día, una mujer apuñaló a Richard.

Despertado violentamente por la descarga de dolor, sujetó al instante la muñeca huesuda de la atacante, impidiendo que le desgarrara el muslo. Un vestido deslucido, abotonado hasta la garganta, cubría la flaca figura. Bajo la luz tenue de unas fogatas distantes Richard vio que el trozo cuadrado de tela echado sobre su cabeza y anudado bajo la angulosa mandíbula parecía hecho de un retal de arpillera deshilachada.

A pesar de su cuerpo endeble, las mejillas hundidas y la espalda encorvada, su atacante tenía la mirada hostil de un depredador. La mujer que lo había apuñalado un poco antes aquella noche había sido más gruesa, y más fuerte. El odio también ardía en sus ojos.

La hoja delgada que esta mujer empuñaba era más pequeña pero, con todo, si bien efectuó una herida dolorosa en forma de punción, de haberle seccionado el músculo del muslo, como aparentemente era su intención por el modo en que sujetaba el cuchillo, habría sido mucho peor. El ejército de la Orden Imperial no se molestaba en cuidar a esclavos con heridas que los dejasen tullidos; se habrían limitado a ejecutarle. Era probable que eso hubiera sido lo que planeaba la mujer.

Apretando los dientes con reavivada cólera mientras sujetaba la muñeca de la forcejeante mujer con una mano cerrada como una tenaza, Richard le retorció el brazo a la vez que alzaba el puño de su atacante para poder extraer la hoja de la pierna. Una gota de sangre cayó de la punta.

Consiguió someter a la mujer con facilidad, no era el temible asesino que había temido en un principio. De todos modos, el deseo, las intenciones, el ansia de la mujer eran igual de sanguinarios que los de cualquier miembro de la horda invasora a la que seguía. Mientras ella gruñía de dolor, el vaho de sus inspiraciones jadeantes se elevaba en el frío aire nocturno. Richard sabía que actuar con delicadeza sólo proporcionaría a la mujer otra oportunidad para finalizar su trabajo. La sorpresa le había proporcionado una ocasión. Él no iba a proporcionarle estúpidamente una segunda posibilidad. Sin dejar de sujetar con firmeza la muñeca, le arrebató el cuchillo.

No aflojó la presión sobre el brazo hasta que estuvo en posesión del arma. Podría haberle partido el brazo —ella no merecía menos—, pero no lo hizo. No era el momento ni el lugar para crear un alboroto. Todo lo que quería era tenerla lejos de él. Una vez que la hubo desarmado, la empujó atrás.

En cuanto se detuvo con un traspié, la mujer le escupió.

—Jamás venceréis al equipo del gran y glorioso emperador Jagang. ¡Sois perros… todos vosotros! ¡Todos vosotros, los de aquí arriba, en el Nuevo Mundo, sois perros infieles…!

Richard le lanzó una mirada iracunda, vigilando para asegurarse de que no sacaba otro cuchillo y renovaba el ataque. Comprobó los flancos en busca de un cómplice. Aunque había soldados no muy lejos, justo más allá del pequeño recinto de carros de provisiones, éstos estaban absortos en sus cosas. No parecía que hubiera nadie con la mujer.

Cuando ella empezó a escupirle otra vez, Richard arremetió contra ella. La mujer lanzó un grito ahogado de miedo a la vez que retrocedía. Tras perder el valor para la tarea de apuñalar a un hombre mientras estaba despierto y era capaz de defenderse, le lanzó una última mirada de odio, luego se giró y huyó en la noche. Richard era consciente de que el trozo de gruesa cadena sujeta a su collar no era lo bastante largo como para permitirle llegar hasta ella, pero la mujer no lo sabía y por lo tanto la amenaza había resultado lo bastante convincente para ahuyentarla.

Incluso en mitad de la noche, el vasto campamento del ejército en el que ella se había desvanecido mantenía una actividad incesante, e, igual que alguna enorme bestia que girase sobre sí misma, la engulló.

Mientras muchos de los soldados dormían, otros parecían estar siempre trabajando en la reparación de equipos, la confección de armas, cocinando, comiendo, o dedicados a beber y contar historias con voz estridente alrededor de hogueras mientras esperaban su siguiente oportunidad de asesinar, violar y saquear. Toda la noche, daba la impresión, había hombres poniendo a prueba su fuerza unos contra otros, a veces con los músculos, a veces con cuchillos. Grupos reducidos de personas se congregaban de vez en cuando para contemplar tales contiendas y apostar sobre el resultado. Guardias de patrulla en busca de problemas serios, soldados en busca de entretenimiento y seguidores del campamento en busca de una dádiva rondaban por el campamento durante toda la noche.

Entre los carros Richard podía ver a algunos de los seguidores del campamento, que esperaban ganarse algo de comida o alguna moneda, yendo de grupo en grupo, ofreciendo tocar la flauta y cantar para los hombres. Otros les proponían afeitarlos, lavar y cuidar de sus ropas, o tatuarlos. Varias de las imprecisas figuras, tras breves negociaciones, desaparecían en el interior de las tiendas con los hombres. Otros deambulaban por el campamento con la intención de robar. Y unos pocos de aquellos que andaban por ahí en la noche tenían como objetivo asesinar.

En el centro de todo ello, en medio de un círculo de carromatos de suministros, Richard yacía encadenado junto con otros cautivos llevados allí para jugar en los torneos de Ja’La dh Jin. La mayor parte de su equipo estaba compuesto por soldados regulares de la Orden Imperial, pero éstos estaban durmiendo en sus tiendas.

Casi ninguna ciudad gobernada por la Orden carecía de un equipo de Ja’La. De niños, estos soldados habían jugado a ello casi desde el momento en que empezaban a andar. Todos esperaban que una vez finalizada la guerra el Ja’La siguiera existiendo. Para muchos de los soldados de la Orden, Ja’La dh Jin —el Juego de la Vida— era en sí mismo una cuestión de vida y muerte, casi como a la causa de la Orden.

Y hasta para una anciana escuálida que seguía a su emperador a la guerra y se alimentaba de las sobras de su conquista, el asesinato era un medio aceptable para ayudar a su equipo favorito a obtener la victoria.

Tener un equipo de Ja’La vencedor también era una fuente de gran orgullo para cualquier sección del ejército. El comandante Karg, el oficial responsable del equipo de Richard, también estaba resuelto a vencer. Un equipo vencedor podía aportar beneficios mucho más tangibles que la simple gloria. Los que dirigían los equipos que estaban en los primeros puestos se convertían en hombres poderosos. Los jugadores de Ja’La que vencían se veían recompensados con riquezas de toda clase, incluidas legiones de mujeres ansiosas por estar con ellos.

Por la noche, a Richard lo encadenaban a los carros que contenían las jaulas que lo habían transportado a él y a los otros cautivos, pero en los partidos él era el hombre punta de su equipo, en quien se confiaba para satisfacer las ambiciones de gloria del comandante Karg. La vida de Richard dependía de lo bien que llevara a cabo su trabajo. Hasta el momento había recompensado la fe del comandante Karg en él.

Ya desde el principio Richard había tenido que elegir entre tomar parte en el afán de triunfo de Karg o ser ejecutado del modo más truculento posible.

Richard, no obstante, había tenido otras razones para «ofrecerse voluntario», razones que eran mucho más importantes para él que cualquier otra cosa.

Echó un vistazo y vio que La Roca, encadenado al mismo carro de transporte, yacía de espaldas, profundamente dormido. El hombre, molinero de profesión, era como un roble. A diferencia de los jugadores punta de otros equipos, Richard insistía en que debían hacer continuos entrenamientos siempre que no estaban en movimiento. No a todos los miembros de su equipo les gustaba, pero seguían sus instrucciones. Incluso en su jaula, mientras viajaban hasta el ejército principal de la Orden Imperial, Richard y La Roca analizaban cómo podrían haberlo hecho mejor, ideaban y memorizaban códigos para jugadas, y efectuaban interminables ejercicios para aumentar su fuerza.

Al parecer, el agotamiento había podido con el ruido y la confusión del campamento, y La Roca dormía tan plácidamente como un bebé, ignorante de que la reputación de su equipo había hecho que ciertas personas quisieran poner fin a sus posibilidades de vencer antes de que iniciaran los torneos.

Cansado como estaba Richard, éste sólo había estado dormitando. Tenía dificultades para dormir. Algo estaba mal, algo no conectado a toda la miríada de problemas que se arremolinaban a su alrededor. Ni siquiera era nada relacionado con los inmediatos peligros de ser un cautivo; era algo distinto, algo dentro de él, algo en lo más profundo de su ser. En cierto modo le recordaba un poco las veces que había estado enfermo con fiebre, pero tampoco era eso en realidad, y no importaba lo detenidamente que intentara analizarlo, la naturaleza de la sensación seguía siendo esquiva. La inexplicable sensación lo confundía hasta tal punto que todo lo que sentía era una dolorosa sensación de inquieta aprensión.

Además de eso, estaba demasiado ensimismado pensando en Kahlan para ser capaz de dormir. Cautiva del emperador Jagang en persona, no estaba tan lejos de él.

A veces cuando había estado a solas con Nicci, entrada la noche, sentados ante un fuego, ella había clavado la mirada en aquellas llamas y le había confiado el modo en que Jagang la maltrataba. Tales relatos le corroían las entrañas a Richard.

No podía ver el complejo del emperador, pero cuando habían entrado en el extensísimo campamento horas antes aquel mismo día había visto las imponentes tiendas de mando. Encontrarse mirando a los ojos verdes de Kahlan tras todo aquel tiempo, incluso aunque fuese sólo por un momento fugaz, lo había llenado de dicha y alivio. Por fin la había encontrado, y estaba viva. Tenía que hallar un modo de sacarla de allí.

Razonablemente seguro de que la última mujer que había intentado apuñalarle ya no acechaba entre las sombras para efectuar otra intentona, Richard apartó por fin la mano para inspeccionar la herida. No era tan mala como podría haber sido. Si hubiera estado profundamente dormido, como La Roca, podría haber resultado mucho peor.

Concluyó que la extraña sensación que lo había estado manteniendo despierto le había hecho en realidad un buen servicio.

A pesar de lo mucho que le dolía, la herida de la pierna no era grave. Mantener la mano bien apretada sobre ella había detenido la sangre. La herida sufrida anteriormente aquella noche también era dolorosa, pero tampoco era tan mala como podría haber sido. El omóplato había detenido la punta del cuchillo de la mujer y frustrado su intento de asesinato.

La muerte lo había visitado dos veces esa noche, y se había marchado con las manos vacías. Richard recordó el viejo dicho que decía que los problemas engendraban tres hijos. Esperó no tener que conocer al tercero.

Acababa de rodar sobre el costado para intentar de nuevo dormir un poco cuando vio que una sombra se colaba entre los carros. Los pasos parecían decididos, no obstante, no sigilosos. Richard se incorporó al tiempo que el comandante Karg se detenía ante él.

Bajo la tenue luz Richard pudo ver con claridad las escamas tatuadas que cubrían el lado derecho del rostro del hombre. Sin las hombreras y el peto de cuero que el comandante solía llevar, o ni siquiera una camisa, Richard distinguió que el diseño de escamas discurría hacia abajo por encima del hombro y cubría también una parte del pecho. El tatuaje le daba un aspecto de reptil. Entre ellos, Richard y Johnrock se referían al comandante como Cara de Serpiente. El nombre le cuadraba en muchos sentidos.

—¿Qué crees que haces, Ruben?

Ruben Rybnick era el nombre por el que La Roca —y todos los demás en el equipo— conocían a Richard. Era el nombre que Richard había dado cuando lo habían hecho prisionero. Si había un lugar donde su nombre real conseguiría sin la menor duda que lo mataran, Richard estaba justo en mitad de él en aquellos momentos.

—Intentar dormir un poco.

—Tú no tienes derecho a obligar a una mujer a yacer contigo. —El comandante Karg le señaló con un dedo acusador—. Vino a verme y me contó todo lo que intentaste hacerle.

Richard enarcó las cejas.

—¿Lo hizo?

—Ya te lo dije antes, si vencéis al equipo del emperador… sí tú lo vences… entonces podrás elegir a la mujer que quieras. Pero entre tanto no obtienes ningún privilegio. No toleraré que nadie desobedezca mis órdenes… y menos que nadie alguien como tú.

—No sé lo que ella os contó, comandante, pero vino aquí con la intención de matarme. Quería asegurarse de que el equipo del emperador no perdería con nosotros.

El comandante se acuclilló, apoyando el antebrazo en la rodilla mientras miraba con detenimiento al hombre punta de su equipo de Ja’La. Parecía listo para asesinar a Richard.

—Una mentira muy mala, Ruben.

El cuchillo que sólo hacía un poco le había arrebatado a la mujer estaba en la mano de Richard, a lo largo de la parte interior de su muñeca. A esa distancia podría haber destripado al comandante antes de que el otro supiera qué había sucedido.

Pero no era el momento ni el lugar. No ayudaría a Richard a recuperar a Kahlan.

Sin apartar la mirada de los ojos del comandante, Richard giró el cuchillo entre los dedos y atrapó la punta con el índice y el pulgar. Resultaba una sensación agradable tener un acero en la mano, incluso uno tan pequeño como aquél. Le enseñó el cuchillo al comandante, tomándolo por la hoja.

—Por esto sangra mi pierna. Me apuñaló con él. ¿Cómo, si no, podría tener yo un cuchillo?

El significado —y el peligro— de que Richard estuviera en posesión de un cuchillo no pasó desapercibido al oficial. Echó un vistazo a la herida del muslo de Richard y luego cogió el arma.

—Si queréis que ganemos este torneo —dijo Richard con cuidado—, entonces necesito descansar un poco. Descansaría con mucha más facilidad si se apostaran soldados. Si una anciana flacucha, que probablemente ha apostado a favor del equipo del emperador, me mata mientras duermo, entonces vuestro equipo se quedará sin un hombre punta y no tiene ninguna posibilidad de ganar.

—Tienes una gran opinión de ti mismo, ¿verdad, Ruben?

—Vos tenéis una gran opinión de mí, comandante, o me habríais matado hace mucho, allá, en Tamarang, después de que maté a docenas de vuestros hombres.

Con las escamas tatuadas iluminadas tenuemente por las fogatas, el comandante parecía una serpiente evaluando un bocado.

—Da la impresión de que ser hombre punta es peligroso no tan sólo en el campo de Ja’La. —Finalmente se alzó por encima de Richard—. Pondré un guardia. Sólo ten en cuenta que muchísima gente no piensa que seas tan bueno…, al fin y al cabo, ya nos has hecho perder un partido.

Habían perdido el partido porque Richard había intentado proteger a uno de sus hombres, un cautivo llamado York, al que acababan de partir una pierna en una carga del equipo contrario. Había sido un valioso jugador, y por lo tanto un objetivo. El reglamento del Ja’La permitía tales cosas.

Con una pierna con una fractura grave York había resultado inútil como jugador y como esclavo. Tras sacarlo del terreno de juego, el comandante Karg había degollado al herido sin ceremonias. Por proteger al jugador caído en lugar de seguir jugando y llevar el broc en dirección a la meta contraria, el árbitro había penalizado al equipo expulsando a Richard durante el resto del partido. Habían perdido.

—El equipo del emperador perdió un partido, también, según he oído contar —dijo Richard.

—Su Excelencia hizo ejecutar a ese equipo. Su nuevo equipo se creó a partir de los mejores hombres de todo el Viejo Mundo.

Richard se encogió de hombros.

—Nosotros también perdemos jugadores por varios motivos, y se les reemplaza. Muchos han resultado heridos y no pueden jugar. No hace mucho uno de nuestros hombres se partió una pierna. Vos no hicisteis menos que lo que el emperador hizo con sus perdedores.

»Tal y como lo veo, los detalles sobre quién estaba en su equipo no importan tanto. Todos hemos perdido un partido. Eso hace que estemos empatados. Es todo lo que importa en realidad. Llegamos a esta competición en igualdad de condiciones. No son mejores que nosotros.

El comandante enarcó una ceja.

—¿Piensas que eres su igual?

Richard no se acobardó ante la mirada feroz del otro.

—Conseguiré que nuestro equipo pueda jugar contra el equipo del emperador, comandante, y luego veremos qué sucede.

Una sonrisa maliciosa apareció en las escamas.

—¿Esperas poder elegir a la mujer que quieras, Ruben?

Richard asintió sin devolver la sonrisa.

—De hecho, así es.

El comandante Karg no tenía ni idea de que Richard ya sabía qué mujer quería. Quería a Kahlan. La quería más que a la vida misma, y tenía intención de hacer lo que fuera necesario para sacar a su esposa de la pesadilla de estar cautiva de Jagang y las Hermana de las Tinieblas.

Con la mirada fija en Richard, el comandante Karg finalmente dijo con un suspiro:

—Diré a los guardias que sus vidas dependen de que nadie se meta con mi equipo mientras duermen.

Una vez que el comandante se hubo desvanecido en la noche, Richard se tumbó, permitiendo por fin a sus doloridos músculos que se relajaran. Contempló cómo unos guardias corrían a establecer un perímetro alrededor de los miembros cautivos del equipo. La comprensión de lo que podría perderse a manos de un simple seguidor del campamento con intenciones arteras había aguijoneado al comandante Karg a actuar. Al menos el ataque había cumplido la función de hacer posible que Richard obtuviera el descanso que necesitaba. No era fácil dormir cuando cualquiera que quisiera podía entrar a hurtadillas y degollarte.

Ahora, al menos, estaba a salvo temporalmente, aun cuando hubiese sido necesario entregar el cuchillo. Todavía tenía el otro, sin embargo, el que le había cogido a la primera mujer. Lo tenía bien guardado en la bota.

Se hizo un ovillo sobre el suelo desnudo en un esfuerzo por mantenerse caliente mientras intentaba conciliar el sueño. El suelo hacía rato que había perdido cualquier calor del día, y sin un saco de dormir o una manta, se vio obligado a amontonar el trozo de cadena que quedaba flojo para crear una especie de almohada. El amanecer no estaba lejos. Allá fuera, en las llanuras Azrith, tampoco iba a hacer más calor en los próximos días.

El amanecer traería con él el primer día del invierno.

Los ruidos del campamento seguían con su cantinela. Estaba muy cansado. Pensar en Kahlan, en la primera vez que la había conocido, en cómo le había levantado el ánimo volver a verla viva por fin, en lo feliz que fue al ver sus hermosos ojos verdes, permitió que el sueño sosegara poco a poco su mente y lo embargara.