X

—Qué lástima, no tengo más pintura —dijo Javiera.

Miró con aire consternado la ventana pintada de azul hasta la mitad.

—Ha hecho un buen trabajo —dijo Francisca.

—¡Ah, eso sí! Creo que Inés nunca podrá recuperar sus cristales.

Inés había huido de París al día siguiente de la primera falsa alarma y Francisca había subalquilado su apartamento. En el cuarto del hotel Bayard, el recuerdo de Pedro estaba demasiado presente y en esas noches trágicas en que París ya no ofrecía ni luz ni refugio, se sentía la necesidad de un hogar.

—Necesito pintura —dijo Javiera.

—No se encuentra en ninguna parte.

Estaba escribiendo en grandes letras la dirección de un paquete de libros y de tabaco que destinaba a Pedro.

—No se encuentra nada ya —dijo Javiera enojada. Se echó sobre un sillón—. Entonces es como si no hubiera hecho nada —dijo en tono sombrío.

Estaba envuelta en un largo peinador de sayal atado a la cintura por un cordón; metió las manos en las anchas mangas; con el pelo cortado recto y que caía lacio alrededor del rostro parecía un joven monje.

Francisca dejó la pluma; la lámpara eléctrica envuelta en una bufanda de seda arrojaba una débil luz violeta.

Debería ir a trabajar, pensó Francisca, pero le faltaba valor. Su vida había perdido toda consistencia, era una sustancia blanda en la cual uno creía hundirse a cada paso; y luego volvía a surgir, justamente lo bastante para ir a sumergirse un poco más lejos, teniendo a cada minuto la esperanza de abismarse definitivamente, a cada minuto la esperanza de un suelo repentinamente firme. Ya no había porvenir. Sólo el pasado seguía siendo real y el pasado se encarnaba en Javiera.

—¿Tiene noticias de Gerbert? —preguntó Francisca—. ¿Cómo se las arregla en la vida de cuartel?

Había vuelto a ver a Gerbert diez días antes, una tarde de domingo. Pero no habría sido natural que no hiciera preguntas sobre él.

—Parece no aburrirse —respondió Javiera. Tuvo una sonrisita íntima—. Y eso que le gusta indignarse.

Su rostro reflejaba la tierna certidumbre de una posesión total.

—No deben de faltarle las oportunidades —dijo Francisca.

—Lo que le mortifica —agregó Javiera con aire indulgente y encantador— es saber que tendrá miedo.

—Es difícil representarse las cosas por anticipado.

—Oh, es como yo. Tiene imágenes. Hubo un silencio.

—¿Sabe que metieron a Bergmann en un campo de concentración? —dijo Francisca—. Es triste la suerte de los deportados políticos.

—Bah. Son todos espías.

—No todos. Hay muchos antifascistas auténticos a los que encarcelan en nombre de una guerra antifascista. Javiera hizo una mueca de desprecio.

—Para lo interesante que es la gente. No es tan trágico que la pisoteen un poco.

Francisca miró con cierta repulsión el fresco rostro cruel.

—Si uno no se interesa por la gente, me pregunto qué es lo que queda —dijo.

—¡Oh!, pero no estamos todos hechos de la misma manera —dijo Javiera envolviéndola en una mirada desdeñosa y maligna.

Francisca calló. Las conversaciones con Javiera degeneraban siempre en confrontaciones cargadas de odio. Lo que se transparentaba en el acento de Javiera, en sus sonrisas solapadas, era ahora algo muy distinto de una hostilidad infantil y caprichosa: un verdadero odio de mujer. Nunca le perdonaría a Francisca que hubiera conservado el amor de Pedro.

—Si pusiéramos un disco —sugirió Francisca.

—Como quiera —dijo Javiera.

Francisca puso en el tocadiscos el primer disco de Petrouchka.

—Siempre la misma cosa —dijo Javiera con rabia.

—No podemos elegir.

Javiera golpeó el suelo con el pie.

—¿Va a durar mucho tiempo? —dijo apretando los dientes.

—¿Qué?

—Las calles oscuras, las tiendas vacías, los cafés cerrados a las once. Todo este lío —agregó con un sobresalto de rabia.

—Hay posibilidades de que dure.

Javiera se agarró el pelo con las manos.

—Me volveré loca —dijo.

—Uno no se vuelve loco tan pronto.

—Yo no soy paciente —dijo Javiera en un tono de odio desesperado—. ¡No me basta con contemplar los acontecimientos desde el fondo de un sepulcro! ¡No me basta con decirme que las personas siguen existiendo en el otro extremo del mundo, si no puedo tocarlas!

Francisca se puso roja. Nunca debió haberle dicho nada a Javiera. Todo lo que se le decía se volvía en seguida contra uno. Javiera miró a Francisca.

—Usted tiene suerte de ser tan razonable —dijo con una humildad ambigua.

—Basta con no tomárselo a lo trágico —dijo Francisca secamente.

—¡Oh!, depende de las disposiciones que se tengan.

Francisca miró las paredes desnudas, los vidrios azules que parecían defender el interior de una tumba. No debería importarme, pensó con dolor. Pero no era posible, durante esas semanas no se había apartado de Javiera; iba a seguir viviendo con ella hasta que la guerra se terminara; ya no podía negar esa presencia enemiga que extendía sobre ella, sobre el mundo entero, una sombra perniciosa.

La campanilla de la puerta de entrada desgarró el silencio. Francisca recorrió el largo corredor.

—¿Qué pasa?

La portera le extendió un sobre sin sello, escrito por una mano desconocida.

—Un señor acaba de dejar esto.

—Gracias —dijo Francisca.

Abrió la carta. Era la letra de Gerbert.

«Estoy en París. La espero en el café Rey. Tengo toda la noche».

Metió el papel en la cartera. Entró en su cuarto, tomó el abrigo, los guantes. El corazón le estallaba de placer. Trató de componerse el rostro y volvió al cuarto de Javiera.

—Mi madre me pide que vaya a jugar al bridge.

—Ah, se va —dijo Javiera con aire de crítica.

—Estaré de vuelta a eso de las doce. ¿Usted no sale?

—¿Adónde quiere que vaya?

—Entonces hasta luego.

Bajó la escalera sin luz y salió corriendo por ella. Algunas mujeres caminaban por la escalera de la calle Montparnasse llevando en banderola el cilindro gris que encerraba su máscara de gases. Detrás de la tapia del cementerio, una lechuza ululó. Francisca se detuvo sin aliento en la esquina de la calle de la Gaieté. Un gran brasero rojo y oscuro brillaba en la avenida del Maine: el café Rey. Con las cortinas cerradas, las luces atenuadas, todos los sitios públicos tenían un aire excitante de lugar de mala vida. Francisca apartó las cortinas que tapaban la entrada. Gerbert estaba sentado ante un vaso de coñac. Había dejado el birrete sobre la mesa. Tenía el pelo cortado muy corto. Parecía ridículamente joven con su uniforme caqui.

—¡Qué suerte que haya podido venir! —dijo Francisca. Le tomó la mano y sus dedos se mezclaron.

—¿Así que ha podido arreglárselas?

—Sí —dijo Gerbert—. Pero no pude prevenirla. No sabía por anticipado si lo conseguiría. —Sonrió—. Estoy contento. Es muy fácil. Podré repetirlo de vez en cuando.

—Eso permitirá esperar los domingos —dijo Francisca—. Hay tan pocos domingos en el mes. —Lo miró con pena—. Sobre todo que tiene que ver a Javiera.

—Tendré que verla —dijo Gerbert sin ganas.

—Sabe, tengo noticias frescas de Labrousse. Una larga carta. Lleva una vida muy bucólica. Veranea en casa de un cura de Lorena que lo llena de tartas de ciruelas y de pollo a la crema.

—Es triste —dijo Gerbert—. Cuando él tenga su primera licencia, yo estaré lejos. No nos veremos hasta dentro de una eternidad.

—Sí. Pero si al menos pudiéramos seguir sin luchar —dijo Francisca.

Miró los bancos brillantes donde tan a menudo se había sentado junto a Pedro.

Había una muchedumbre en el mostrador y delante de las mesas; sin embargo, las pesadas telas azules que tapaban las ventanas daban a esa cervecería repleta algo de íntimo y de clandestino.

—No me horrorizaría luchar —dijo Gerbert—. Debe de ser menos deprimente que pudrirse en el fondo de un cuartel.

—¿Se aburre horriblemente?

—Es increíble lo que pueden jorobarlo a uno —Gerbert se echó a reír—. Anteayer el capitán me convocó. Quería saber por qué no me ascendían a oficial. Se había enterado de que yo comía todas las noches en la cervecería Chanteclerc. Me dijo más o menos: «Usted tiene dinero, su lugar está entre los oficiales».

—¿Y usted qué contestó?

—Le dije que no me gustaban los oficiales —dijo Gerbert con dignidad.

—Ha de haberle sentado muy mal.

—Más bien. Cuando lo dejé, el capitán estaba verde. —Meneó la cabeza—. No tengo que contarle eso a Javiera.

—¿Le gustaría que usted fuera oficial?

—Sí. Cree que nos veríamos más. Son graciosas las mujeres —dijo Gerbert en tono de convicción—, creen que lo único que cuenta son los líos sentimentales.

—Javiera no tiene nada fuera de usted.

—Ya sé, eso es lo que me pesa —sonrió—. Yo estaba hecho para soltero.

—En ese caso no anda muy acertado.

—Caramba —dijo Gerbert dándole un golpe en la espalda—. Con usted no es lo mismo. —La miró con calor—. Lo espléndido entre nosotros es que hay una amistad tan grande. Nunca me he forzado con usted, puedo decirle cualquier cosa y me siento libre.

—Sí, es bonito quererse tanto y seguir siendo libre. Le oprimió la mano; aún más que la dulzura de tocarlo, le importaba esa confianza apasionada que él le concedía.

—¿Qué quiere hacer esta noche? —preguntó alegremente.

—No puedo ir a lugares elegantes con ese traje —dijo Gerbert.

—No. ¿Pero qué pensaría por ejemplo si fuéramos a pie hasta les Halles, comiéramos un bistec en el restaurante de Benjamín y fuéramos después al Dôme?

—Espléndido —dijo Gerbert—. Tomaremos un pernod por el camino. Es formidable cómo me gusta ahora el pernod. Se levantó y apartó ante Francisca las cortinas azules.

—¡Hay que ver lo que se bebe en el cuartel! Vuelvo todas las noches borracho.

La luna se había levantado; bañaba los árboles y los techos; un verdadero claro de luna de campo. Sobre la larga avenida desierta pasó un auto, sus faros azules parecían enormes zafiros.

—Es magnífica —dijo Gerbert mirando la noche.

—Sí, las noches de luna son magníficas. Pero en las noches oscuras esto no es alegre. Lo mejor que uno puede hacer es quedarse encerrado en su casa. —Codeó a Gerbert—. ¿Ha visto qué atractivos cascos nuevos tienen los agentes?

—Quedan muy marciales —dijo Gerbert. Tomó a Francisca del brazo—. Pobrecita, no ha de ser alegre esta vida. ¿No queda nadie en París?

—Está Isabel, me prestaría gustosa su hombro para llorar, pero la evito lo más posible. Es gracioso, pero nunca ha estado más razonable. Claudio está en Burdeos, pero como está solo, sin Susana, creo que soporta muy bien su ausencia.

—¿Qué hace durante todo el día? ¿Ha empezado a trabajar de nuevo?

—Todavía no. Me arrastro con Javiera de la mañana a la noche. Cocinamos, nos inventamos peinados. Escuchamos discos viejos. Nunca hemos estado tan íntimas. —Francisca se encogió de hombros—. Estoy segura de que nunca me ha odiado tanto.

—¿Usted cree?

—Estoy segura. ¿Nunca le habla de nuestras relaciones?

—No muy a menudo. Desconfía. Piensa que yo estoy de parte suya.

—¿Cómo? ¿Porque me defiende cuando ella me ataca?

—Sí. Siempre nos peleamos cuando habla de usted. Francisca sintió un escozor en el corazón. ¿Qué podía decir de ella Javiera?

—¿Qué dice? —preguntó.

—Dice cualquier cosa —respondió Gerbert.

—Sabe que puede decírmelo. En el punto al que hemos llegado ya no hay nada que ocultar.

—Hablaba en general.

Dieron algunos pasos en silencio. Un silbato los hizo sobresaltar. Un barbudo jefe de grupo apuntaba su linterna hacia una ventana de la cual se filtraba una delgada raya de luz.

—Es una fiesta para estos viejos —dijo Gerbert.

—Por supuesto —dijo Francisca—. Los primeros días nos amenazaron con tirotearnos las ventanas. Tapamos todas las lámparas y ahora Javiera ha pintado las ventanas de azul.

Javiera. Naturalmente. Hablaba de Francisca. Y quizá de Pedro. Era fastidioso imaginársela reinando complacientemente en el corazón de su pequeño universo bien organizado.

—¿Javiera le ha hablado alguna vez de Labrousse? —preguntó Francisca.

—Sí, me ha hablado —respondió Gerbert con voz neutra.

—Le contó toda la historia —dijo Francisca con aire afirmativo.

—Sí.

Francisca se ruborizó. Mi historia. Bajo ese cráneo rubio, la idea de Francisca había cobrado una forma irremediable y desconocida, y bajo esa forma extraña, Gerbert había recibido la confidencia.

—¿Entonces sabe que Labrousse estuvo enamorado de ella? —dijo Francisca.

Gerbert calló.

—Lo lamento tanto —dijo por fin—. ¿Por qué Labrousse no me previno?

—No quería, por orgullo. —Francisca oprimió el brazo de Gerbert—. Yo no se lo conté, justamente porque tenía miedo de que se preocupara. Pero no tenga miedo, Labrousse nunca le ha guardado rencor. Y al final, se alegró de que todo terminara así.

Gerbert la miró con aire desconfiado.

—¿Se alegró?

—Pues claro. Ya no significa nada para él, sabe.

—¿Verdaderamente? —Gerbert parecía incrédulo. ¿Qué creía? Francisca miró con angustia el campanario de Saint-Germain-des-Prés que se recortaba sobre el cielo metálico, puro y tranquilo como un campanario de aldea.

—¿Qué es lo que ella sostiene? ¿Que Labrousse todavía la quiere apasionadamente?

—Más o menos —dijo Gerbert, confuso.

—¡Y bien, se equivoca enormemente!

Le temblaba la voz. Si Pedro hubiera estado ahí, se habría reído con desdén, pero estaba lejos de él, sólo podía decirse a sí misma: «Me quiere únicamente a mí». Era intolerable que una certidumbre contraria existiera en alguna parte del mundo.

—Querría que viera cómo habla de ella en sus cartas —agregó—. Estaría informada. Conserva por lástima un simulacro de amistad. —Miró a Gerbert desafiándolo—. ¿Cómo explica que haya renunciado a ella?

—Dice que ella no quiso continuar esas relaciones.

—Ah, ya veo. ¿Y por qué?

Gerbert la miró confuso.

—¿Dice que ella no lo quería? —preguntó Francisca. Apretó el pañuelo entre sus manos húmedas.

—No —dijo Gerbert.

—¿Entonces?

—Dijo que a usted le desagradaba —dijo en tono incierto.

—¿Dijo eso?

La emoción le cortaba la voz a Francisca. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de rabia.

—¡Qué perra!

Gerbert no contestó nada. Parecía en el colmo de la confusión. Francisca se burló:

—¿En resumidas cuentas, Pedro la quiere perdidamente y ella rechaza su amor por consideración hacia mí, porque los celos me devoran?

—Yo suponía que ella arreglaba las cosas a su manera —dijo Gerbert en tono consolador.

Cruzaron a la otra orilla del Sena. Francisca se inclinó sobre la balaustrada y miró las aguas de color negro lustroso donde se reflejaba el disco de la luna. No lo soportaré, se dijo con desesperación. Allí, en la luz mortuoria de su cuarto, Javiera estaba sentada, envuelta en una bata parda, aburrida y maléfica; el amor desolado de Pedro le acariciaba humildemente los pies. Y Francisca erraba por las calles, desdeñada, contenta con los viejos restos de una ternura cansada. Hubiera querido ocultar la cara.

—Ha mentido —dijo. Gerbert la apretó contra él.

—Lo supongo —dijo.

Parecía inquieto. Ella apretó los labios. Podría hablarle, decirle la verdad. Él la creería. Pero era inútil. Allí, la joven heroína, la dulce figura sacrificada, continuaba sintiendo en su carne el gusto embriagador y noble de su vida.

A ella también le hablaré, pensó Francisca. Sabrá la verdad.

—Voy a hablarle.

Francisca cruzó la plaza de Rennes. La luna brillaba sobre la calle desierta y las casas ciegas, brillaba sobre las praderas desnudas, sobre los bosques donde velaban hombres con cascos. En la noche impersonal y trágica, esa ira que trastornaba el corazón de Francisca era todo lo que tenía sobre la tierra. La perla negra, la preciosa, la hechicera, la generosa. Una hembra, pensó con pasión. Subió la escalera. Estaba ahí, acurrucada detrás de la puerta en su nido de mentiras; de nuevo iba a apoderarse de Francisca e iba a hacerla entrar a la fuerza en su historia. Esa mujer abandonada, armada de una agria paciencia seré yo. Francisca empujó la puerta y llamó en el cuarto de Javiera.

—Entre.

Un olor dulzón e insulso había invadido el cuarto. Javiera estaba encaramada sobre un banco y pintaba un cristal de azul. Bajó de su altura.

—Mire lo que he encontrado —dijo.

Tenía en la mano un frasco lleno de un líquido dorado. Con un gesto teatral se lo tendió a Francisca. En la etiqueta se leía: Ámbar solar.

—Estaba en el baño —dijo—. Reemplaza muy bien la pintura. —Miró la ventana vacilando—. ¿No cree que habría que dar otra capa?

—Como catafalco ya está bastante logrado —dijo Francisca.

Se quitó el abrigo. Hablar. ¿Cómo hablar? No podía revelar las confidencias de Gerbert y, sin embargo, no podía vivir en ese aire envenenado. Entre los cristales lisos y azules, en el olor dulzón del aceite para baños de sol, la pasión despechada de Pedro, los celos ruines de Francisca existían con evidencia. Había que pulverizarlos. Sólo Javiera podía pulverizarlos.

—Voy a hacer un poco de té —dijo Javiera. Había un hornillo de gas en su cuarto. Puso una cacerola llena de agua y fue a sentarse frente a Francisca.

—¿Fue divertido el bridge? —preguntó en tono desdeñoso.

—No iba para divertirme —respondió Francisca. Hubo un silencio. La mirada de Javiera cayó sobre el paquete que Francisca había preparado para Pedro.

—Ha hecho un bonito paquete —dijo con una débil sonrisa.

—Creo que a Labrousse le alegrará tener libros. La sonrisa de Javiera continuaba tontamente extendida sobre sus labios, mientras sus dedos jugaban con el cordelito.

—¿Cree que puede leer? —preguntó.

—Trabaja. Lee. ¿Por qué no?

—Sí, usted me dijo que estaba lleno de coraje, que hasta se dedica a la cultura física. —Javiera alzó las cejas—. Yo lo veía en forma muy distinta.

—Sin embargo, es lo que dice en su carta —dijo Francisca.

—Evidentemente.

Tiró del cordelito y lo volvió a soltar, luego hubo un chasquido blanduzco. Soñó un momento y después miró a Francisca con aire cándido.

—¿No cree que en las cartas uno no cuenta las cosas como son? ¿Aun si uno no quiere mentir —agregó cortésmente—, sólo porque se lo cuenta a alguien?

Francisca sintió que la rabia le agarrotaba la garganta.

—Creo que Pedro dice exactamente lo que quiere decir —dijo con aspereza.

—Supongo, por supuesto, que no llora en los rincones como un niño —dijo Javiera.

Había puesto la mano sobre el paquete de libros.

—Quizá yo esté mal formada —dijo pensativa—, pero cuando las personas están ausentes, me parece tan vano tratar de conservar relaciones con ellas. Se puede pensar en ellas. Pero escribir cartas, mandar paquetes. —Hizo una mueca—. Preferiría hacer girar las mesas.

Francisca la miró con una rabia impotente. ¿No había ningún modo de anular ese orgullo insolente? En el espíritu de Javiera, alrededor del recuerdo de Pedro, Marta y María se afrontaban. Marta jugaba a la madrina de guerra, recibía en cambio una gratitud deferente, y era en María en quien pensaba el ausente cuando desde el fondo de su soledad alzaba con nostalgia hacia el cielo de otoño un rostro grave y pálido. Si Javiera hubiera apretado apasionadamente entre sus brazos el cuerpo vivo de Pedro, Francisca se habría sentido menos herida que por esa caricia misteriosa con la que envolvía su imagen.

—Lo que habría que saber es si las personas en cuestión comparten ese punto de vista —dijo Francisca. Javiera hizo una sonrisita.

—Sí, naturalmente —dijo.

—¿Quiere decir que a usted la tiene sin cuidado el punto de vista de los demás? —preguntó Francisca.

—No todos le dan tanta importancia a las cartas. —Se levantó—. ¿Quiere té?

Llenó dos tazas. Francisca se llevó el té a los labios. Le temblaba la mano. Veía la espalda de Pedro cubierta por sus dos mochilas cuando desaparecía en el andén de la estación del Este, veía otra vez el rostro que había vuelto hacia ella un instante antes. Habría querido mantener en ella esa imagen pura, pero era sólo una imagen que sacaba sus fuerzas de los latidos de su corazón, no podía bastar frente a aquella mujer de carne y hueso. En esos ojos vivos se reflejaban la faz cansada de Francisca, su perfil sin dulzura. Una voz susurraba: Él ya no la quiere, no puede quererla.

—Creo que usted tiene una idea muy romántica de Labrousse —dijo Francisca abruptamente—. Sabe, él no sufre las cosas sino en la medida en que quiere sufrirlas. No le importan sino en la medida en que quiere que le importen.

Javiera hizo una mueca.

—Usted cree.

Su acento era una insolencia más que una negación brutal.

—Lo sé —dijo Francisca—. Conozco bien a Labrousse.

—Nunca se conoce a la gente —dijo Javiera. Francisca la miró con furor. ¿No se podía tener ninguna influencia sobre ese cerebro terco?

—Pero él y yo, es diferente —dijo—. Siempre hemos compartido todo, absolutamente todo.

—¿Por qué me dice eso? —preguntó Javiera altanera.

—Cree que es la única que comprende a Labrousse —respondió Francisca. Le ardía el rostro—. Cree que tengo de él una idea simple y grosera.

Javiera la miró absorta. Francisca nunca le había hablado en ese tono.

—Usted tiene sus ideas sobre él, yo tengo las mías —dijo secamente.

—Usted elige las ideas que le convienen —dijo Francisca. Había hablado con tanta seguridad, que Javiera tuvo una especie de retroceso.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

Francisca apretó los labios. Qué ganas tenía de decirle de frente: «Usted cree que él la quiere, pero lo único que siente por usted es lástima». Ya la sonrisa insolente de Javiera se había deshecho. Algunas palabras más y sus ojos se llenarían de lágrimas. Ese hermoso cuerpo orgulloso se derrumbaría. Javiera la miraba intensamente, tenía miedo.

—No quiero decir nada de particular —dijo Francisca con fatiga—. En general, usted cree lo que le resulta cómodo creer.

—¿Por ejemplo? —dijo Javiera.

—Bien, por ejemplo —dijo Francisca con voz más tranquila—. Labrousse le escribió que no necesitaba recibir cartas para pensar en la gente; era una manera amable de disculpar su silencio. Pero usted se convenció de que creía en la comunión de almas más allá de las palabras.

Los labios de Javiera dejaron ver sus dientes blancos.

—¿Cómo sabe lo que me escribió?

—Me lo dijo en una carta.

Los ojos de Javiera cayeron sobre la cartera de Francisca.

—Ah, le habla de mí en sus cartas —dijo.

—Alguna vez —dijo Francisca. Su mano se crispó sobre el bolso de cuero negro. Arrojar las cartas sobre las rodillas de Javiera. En medio del asco y del furor, la misma Javiera proclamaría su derrota; no había victoria posible sin su confesión.

Francisca volvería a estar sola, soberana y liberada para siempre.

Javiera se hundió en su sillón; la recorrió una especie de escalofrío.

—Me horroriza pensar que hablan de mí —dijo.

Estaba ovillada en sí misma con un aire un poco perdido. Francisca se sintió de pronto muy cansada. La arrogante heroína a la que con tanta pasión deseaba vencer no estaba en ninguna parte, quedaba una pobre víctima acosada de la que no se podía sacar ninguna venganza. Se puso de pie.

—Me voy a dormir —dijo—. Hasta mañana. No se olvide de cerrar el gas.

—Buenas noches —dijo Javiera sin alzar la cabeza.

Francisca entró en su cuarto. Abrió su escritorio, sacó de su cartera las cartas de Pedro y las puso en un cajón junto a las de Gerbert. No habría víctima. Nunca habría liberación. Cerró el escritorio con llave y metió la llave en la cartera.

—¡Camarero! —gritó Francisca.

Era un hermoso día de sol. El almuerzo había sido más tirante que de costumbre, y Francisca había ido en seguida a sentarse con un libro a la terraza del Dôme. Ahora estaba empezando a hacer fresco.

—Ocho francos —dijo el camarero.

Francisca abrió el monedero y sacó un billete. Miró con sorpresa el fondo de su cartera. Allí había puesto la llave de su escritorio la noche anterior.

Vació nerviosamente la cartera. La polvera. El rouge. El peine. La llave tenía que estar en alguna parte. No había dejado su cartera un minuto. Volvió del revés la cartera, la sacudió. El corazón empezó a latirle con violencia. Un minuto. El tiempo de llevar la bandeja desde la cocina hasta el cuarto de Javiera. Y Javiera estaba en la cocina.

Con el revés de la mano hizo caer en montón dentro de la cartera todos los objetos dispersos sobre la mesa y salió corriendo. Las seis. Si Javiera tenía la llave, no quedaba ninguna esperanza.

«Es imposible».

Corría. Todo su cuerpo vibraba. Sentía el corazón entre las costillas, bajo el cráneo y en la punta de los dedos. Subió la escalera. La casa estaba silenciosa y la puerta de entrada conservaba su aspecto cotidiano. En el corredor flotaba todavía un olor a aceite solar. Francisca respiró profundamente. Habría perdido la llave sin advertirlo. Le parecía que si algo había ocurrido, tenía que haber signos en el aire.

Empujó la puerta de su cuarto. El escritorio estaba abierto. Había cartas de Pedro y de Gerbert desparramadas sobre la alfombra.

«Javiera lo sabe». Las paredes del cuarto empezaron a girar. Una oscuridad acre y violeta acababa de abatirse sobre el mundo. Francisca se dejó caer en un sillón aplastada por un peso mortal. Su amor por Gerbert estaba ahí, ante ella, negro como la traición.

«Lo sabe». Había entrado en el cuarto para leer las cartas de Pedro. Pensaba deslizar de nuevo la llave en la cartera, o esconderla bajo la cama. Y luego había visto la letra de Gerbert. «Querida, querida Francisca». Había corrido hasta la última línea: «La quiero». Había leído línea tras línea.

Francisca se levantó, siguió el corredor. No pensaba en nada. Ante ella y en ella la oscuridad era de betún. Se acercó a la puerta de Javiera y llamó. No hubo respuesta. La llave estaba en la cerradura del lado de adentro. Javiera no había salido. Francisca golpeó nuevamente Hubo un silencio mortal. Se ha matado, pensó. Se apoyó contra la pared. Javiera podía haber tomado un somnífero, podía haber abierto el gas. Escuchó. No se oía nada. Francisca pegó el oído a la puerta.

En medio de su terror, asomaba una especie de esperanza. Era una salida, la única salida imaginable. Pero no; Javiera sólo empleaba calmantes inofensivos; el olor a gas se habría sentido. De todas maneras todavía no podía estar sino dormida.

—Váyase —dijo con voz sorda.

Francisca se secó la frente empapada. Javiera vivía. La traición de Francisca vivía.

—Ábrame —gritó Francisca.

No sabía lo que diría. Pero quería ver a Javiera en seguida.

—Abra —repitió sacudiendo la puerta. La puerta se abrió, Javiera estaba envuelta en su bata, tenía los ojos secos.

—¿Qué quiere de mí? —dijo.

Francisca pasó delante de ella y fue a sentarse junto a la mesa. Nada había cambiado desde el almuerzo. Sin embargo, detrás de cada uno de esos muebles habituales algo horrible acechaba.

—Quiero explicarme con usted —dijo.

—No le pregunto nada —dijo Javiera. Fijaba en Francisca unos ojos ardientes, sus mejillas eran fuego, estaba hermosa.

—Escúcheme, se lo suplico —dijo Francisca. Los labios de Javiera comenzaron a temblar.

—¿Por qué viene a torturarme más? ¿No está contenta así? ¿No ha hecho bastante mal?

Se arrojó sobre la cama y ocultó el rostro entre las manos.

—¡Ah, cómo me ha engañado! —dijo.

—Javiera —murmuró Francisca.

Miró a su alrededor con desamparo. ¿Nada vendría a socorrerla?

—Javiera —repitió con voz suplicante—. Cuando esta historia empezó, yo no sabía que usted quería a Gerbert, él tampoco lo sospechaba.

Javiera apartó las manos. Un rictus torcía su boca.

—Ese crápula —dijo lentamente—. No me asombra de él, es un tipo inmundo. Miró a Francisca en plena cara.

—Pero usted —dijo—. ¡Usted! ¡Cómo se ha burlado de mí! Una intolerable sonrisa descubría sus dientes puros.

—No me he burlado de usted —dijo Francisca—. Sólo que me ocupé más de mí que de usted. Pero usted no me había dejado muchos motivos para quererla.

—Ya sé —dijo Javiera—. Estaba celosa de mí porque Labrousse me quería. Lo apartó de mí y para vengarse mejor, se llevó a Gerbert. Guárdelo, es suyo. Es un bonito tesoro que no le disputaré.

Las palabras se le amontonaban en la boca con tanta violencia, que parecía sofocarla. Francisca consideró con horror a esa mujer que los ojos fulgurantes de Javiera contemplaban, a esa mujer que era ella.

—No es verdad —dijo.

Respondió profundamente. Era vano intentar una defensa. Ya nada podía salvarla.

—Gerbert la quiere —dijo con voz más tranquila—. Cometió una falta hacia usted. ¡Pero en ese momento tenía tantos agravios contra usted! Hablarle luego era difícil, todavía no ha tenido tiempo de construir nada sólido entre ustedes dos.

Se inclinó hacia Javiera y dijo en tono apremiante:

—Trate de perdonarle. Nunca más me encontrará usted en su camino.

Se apretó las manos una contra otra; un ruego silencioso subía en ella:

—¡Que todo quede borrado y yo renuncio a Gerbert! Ya no quiero a Gerbert, nunca le he querido, no ha habido traición. Los ojos de Javiera relampaguearon.

—Guárdese sus regalos —dijo con violencia— y váyase de aquí, váyase en seguida.

Francisca vaciló.

—Váyase por amor de Dios —repitió Javiera.

—Me voy —dijo Francisca.

Atravesó el corredor, titubeaba como ciega, las lágrimas le quemaban los ojos:

«He tenido celos de ella. Le he robado su Gerbert». Las lágrimas quemaban, las palabras quemaban como un hierro al rojo. Se sentó en el borde del diván y repitió atontada: «He hecho eso. Yo». En las tinieblas, el rostro de Gerbert ardía con un fuego negro y las letras sobre la alfombra eran negras como un pacto infernal. Se llevó el pañuelo a los labios. Una lava negra y tórrida corría por sus venas. Hubiera querido morir.

«Soy yo para siempre». Habría una aurora. Habría un día siguiente. Javiera se iría a Rúan. Cada mañana, en el fondo de una sombría casa de provincia, se despertaría con esa desesperación en el alma. Cada mañana renacería esa mujer detestada que sería en adelante Javiera. Volvía a ver el rostro de Javiera descompuesto por el dolor. «Mi crimen». Existía para siempre.

Cerró los ojos. Las lágrimas corrían, la lava ardiente corría y consumía el corazón. Pasó un rato largo. Muy lejos, en otro mundo, vio de pronto una tierna sonrisa claro. «Bien, béseme, Gerbert tontuelo». El viento soplaba, las vacas agitaban su cadena en el establo, una joven cabeza confiada se apoyaba sobre su hombro y la voz decía: «Estoy contento, estoy tan contento». Le había dado una florecita. Francisca abrió los ojos. Esa historia también era verdadera. Leve y tierna como el viento de la mañana sobre las praderas húmedas. ¿Cómo ese amor inocente se había convertido en esa sórdida traición?

—No —dijo ella—, no.

Se levantó y se acercó a la ventana. Habían ocultado el globo de luz bajo una máscara de hierro negra festoneada como una antifaz veneciano. Su luz amarilla parecía una mirada. Se apartó, encendió la luz. Su imagen surgió de pronto en el fondo del espejo. Le hizo frente:

—No —repitió—, yo no soy esa mujer.

Era una larga historia. Miró su imagen. Hacía tiempo que trataba de robársela.

Rígida como una orden. Austera y pura como una estalactita. Abnegada, desdeñada, empecinada en una moral hueca. Y había dicho: «No». Pero lo había dicho en voz muy baja; había besado a Gerbert a escondidas. «¿No seré yo?». A menudo vacilaba, fascinada. Y ahora había caído en la trampa, estaba a merced de esa conciencia voraz que había esperado en la sombra el momento de devorarla.

Celosa, traidora, criminal. Uno no podía defenderse con palabras tímidas y actos furtivos. Javiera existía, la traición existía. Mi imagen criminal existe en carne y hueso.

Dejará de existir.

De pronto, una gran paz se extendió sobre Francisca. El tiempo acababa de detenerse. Francisca estaba sola en un cielo helado. Era una soledad tan solemne y tan definitiva, que se parecía a la muerte.

Ella o yo. Yo.

Hubo un ruido de pasos en el corredor, el agua corrió en el cuarto de baño.

Javiera entró en su cuarto. Francisca se dirigió hacia la cocina y cerró el gas. Llamó.

Quizá había todavía una posibilidad de escapar.

—¿Por qué vuelve? —dijo Javiera.

Estaba en la cama, apoyada en las almohadas. Sólo su lámpara de cabecera estaba encendida; sobre la mesa de luz, había un vaso de agua junto a un tubo de belladona.

—Quisiera que conversáramos —dijo Francisca. Dio un paso y se apoyó en la cómoda sobre la cual estaba colocado el hornillo de gas.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó.

—¿Qué importa?

—He sido culpable con usted —dijo Francisca—. No le pido que me perdone.

Pero escuche, no haga mi culpa irreparable. —La voz le temblaba de pasión. Si por lo menos pudiera convencer a Javiera…—. Durante mucho tiempo no tuve más preocupación que su felicidad, usted nunca pensó en la mía. Usted sabe que tengo alguna excusa. Haga un esfuerzo en nombre de nuestro pasado. Déme una oportunidad de no sentirme odiosamente criminal.

Javiera la miraba con aire ausente.

—Siga viviendo en París —agregó Francisca—. Reanude su trabajo en el teatro.

Se instalará donde quiera, no volverá a verme nunca…

—¿Aceptar su dinero? —dijo Javiera—. Preferiría reventar ahora mismo.

Su voz, su rostro, no dejaban ninguna esperanza.

—Sea generosa, acepte. Evíteme el remordimiento de haber arruinado su porvenir.

—Preferiría reventar —repitió Javiera con violencia.

—Por lo menos, vuelva a ver a Gerbert. No lo condene sin haber hablado con él.

—¿Es usted quien viene a darme consejos? Francisca puso la mano sobre el hornillo y abrió la llave.

—No son consejos, son ruegos —dijo.

—¡Ruegos! —Javiera se echó a reír—. Pierde su tiempo. No tengo un alma noble.

—Está bien —dijo Francisca—. Adiós.

Dio un paso hacia la puerta y contempló en silencio esa faz infantil y pálida que no volvería a ver con vida.

—Adiós —repitió.

—Y no vuelva —dijo Javiera con voz rabiosa.

Francisca la oyó saltar fuera de la cama y correr el cerrojo. La raya de luz que filtraba bajo la puerta se apagó.

¿Y ahora?, se dijo Francisca.

Permaneció de pie, vigilando la puerta de Javiera. Sola. Sin apoyo. No descansaba más que sobre sí misma. Esperó un largo rato, luego entró en la cocina y puso la mano sobre la palanca del contador. Su mano se crispó. Parecía imposible. Frente a su soledad, fuera del espacio, fuera del tiempo, estaba esa presencia enemiga que desde hacía tanto tiempo la aplastaba con su sombra ciega.

Ella estaba allí, sólo existía para sí, reflejada toda entera en sí misma, reduciendo a la nada todo lo que la excluía: encerraba al mundo entero en su propia soledad triunfante, se extendía sin límites, infinita, única; todo lo que era lo sacaba de sí misma, se negaba a cualquier influencia, era la absoluta separación. Y, sin embargo, bastaba bajar esa palanca para anularla. Anular una conciencia. ¿Cómo puedo hacerlo?, pensó Francisca. ¿Pero cómo era posible que existiera una conciencia que no fuera la suya? Entonces, quien no existía era ella. Repitió: «Ella o yo», y bajó la palanca.

Entró en su cuarto, recogió las cartas dispersas sobre el piso, las arrojó a la chimenea. Encendió una cerilla y miró cómo se quemaban las cartas. La puerta de Javiera estaba cerrada interiormente. Creerían en un accidente o en un suicidio. De todas maneras no habrá pruebas, pensó.

Se desvistió y se puso un pijama. «Mañana por la mañana estará muerta». Se sentó frente al corredor oscuro, Javiera dormía. Su sueño era cada vez más pesado. Todavía quedaba sobre la cama una forma viva, pero ya no era nadie. No había nadie más. Francisca estaba sola.

Sola. Había obrado sola. Tan sola como en la muerte. Un día Pedro sabría. Pero incluso él conocería ese acto sólo desde fuera. Nadie podría condenarla ni absolverla. Su acto sólo le pertenecía a ella. «Soy yo quien lo quiere». Era su voluntad lo que se estaba cumpliendo, ya nada la separaba de sí misma. Había elegido por fin. Se había elegido.