IX

Isabel atravesó el hotel desierto y se adelantó hasta el jardín. Cerca de una gruta artificial cuya sombra los envolvía, estaban sentados los dos. Pedro escribía.

Francisca estaba reclinada en una tumbona; ninguno se movía, parecía un cuadro vivo. Isabel se quedó inmóvil: en cuanto la vieran, cambiarían de cara, no había que hacerse ver antes de haber descifrado su secreto. Pedro alzó la cabeza y dijo algunas palabras a Francisca sonriendo. ¿Qué había dicho? No se adelantaba mucho contemplando su conjunto blanco, su piel bronceada. Más allá de sus gestos y de sus rostros la verdad de su dicha permanecía oculta. Esa semana de intimidad diaria dejaba en el corazón de Isabel un gusto tan decepcionante como las entrevistas furtivas de París.

—¿Están hechas las maletas? —preguntó.

—Sí, hice reservar dos asientos en el autobús —dijo Pedro—. Todavía tenemos una hora por delante.

Isabel tocó con el dedo los papeles extendidos ante él.

—¿Qué es esto? ¿Empiezas una novela?

—Es una carta para Javiera —dijo Francisca sonriendo.

—¡Claro, no ha de sentirse olvidada! —Isabel no llegaba a comprender que la intervención de Gerbert no hubiera alterado en nada la armonía del trío—. ¿La harás volver a París este año?

—Seguramente —dijo Francisca—. A menos que haya verdaderamente bombardeos.

Isabel miró a su alrededor. El jardín avanzaba en terrazas sobre una vasta llanura verde y rosada, era muy pequeño. Alrededor de los arriates, una mano caprichosa había planteado conchillas y grandes guijarros desiguales; pájaros embalsamados anidaban en los edificios de rocas artificiales y entre las flores rutilaban bolas de metal, lágrimas de vidrio, figurillas de papel brillante. La guerra parecía tan lejos. Casi había que hacer un esfuerzo para no olvidarla.

—El tren irá lleno —dijo.

—Sí, todo el mundo se va —dijo Pedro—. Somos los últimos clientes.

—Ay —exclamó Francisca—. Yo quería tanto a nuestro pequeño hotel.

Pedro puso su mano sobre la de ella.

—Volveremos. Aunque haya guerra, aunque sea larga, terminará un día.

—¿Cómo terminará? —dijo Isabel, pensativa.

Caía la tarde. Eran tres intelectuales franceses que meditaban y conversaban en la paz inquieta de una aldea de Francia frente a la guerra que se alzaba. Bajo su engañosa sencillez, ese instante tenía la grandeza de una página de historia.

—Ahí viene el té —dijo Francisca.

Una criada se acercaba llevando una fuente con tostadas, zumos, dulces, bizcochos.

—¿Quieres mermelada o miel? —preguntó Francisca animada.

—Me da lo mismo —respondió Isabel, malhumorada.

Parecía que evitaban a propósito las conversaciones serias. A la larga, ese género de elegancia era fastidioso. Miró a Francisca. Con su vestido de lienzo y el pelo suelto, tenía un aspecto muy joven. Isabel se preguntó de pronto si en la seriedad que admiraban en ella no había una gran parte de aturdimiento.

—Vamos a tener una curiosa existencia —agregó.

—Tengo miedo, sobre todo, de aburrirme mortalmente —dijo Francisca.

—Al contrario, será apasionante —dijo Isabel.

No sabía exactamente lo que haría; el pacto germanosoviético le había desgarrado el corazón. Pero estaba segura de que no iba a derrochar sus fuerzas.

Pedro mordió una tostada con miel y sonrió a Francisca.

—Es raro pensar que mañana por la mañana estaremos en París —dijo.

—Me pregunto si habrá vuelto mucha gente —dijo Francisca.

—En todo caso, estará Gerbert. —El rostro de Pedro se iluminó—. Mañana por la noche, sin falta, iremos al cine. Están dando en este momento un montón de nuevas películas americanas.

París. En las terrazas de Saint-Germain-des-Prés, las mujeres, con vestidos vaporosos, beberían naranjadas frías; grandes carteles tentadores se desplegaban desde los Champs-Elysées hasta l’Étoile. Muy pronto toda esa dulzura despreocupada iba a apagarse. El corazón de Isabel se oprimió. No había sabido gozar de todo eso. Pedro le había hecho aborrecer la frivolidad; sin embargo, consigo mismo no se mostraba tan riguroso. Ella lo había sentido con irritación durante toda esa semana: mientras ella vivía con los ojos fijos en ellos como en modelos exigentes, ellos se abandonaban tranquilamente a sus caprichos.

—Deberías ir a pagar la cuenta —dijo Francisca.

—Voy —Pedro se puso de pie—. Ay, estos malditos guijarros. —Recogió sus sandalias.

—¿Por qué andas siempre descalzo? —preguntó Isabel.

—Pretende que sus ampollas no están curadas todavía —explicó Francisca.

—Es cierto —dijo Pedro—. Me has hecho caminar tanto.

—Hicimos un viaje tan bonito —dijo Francisca con un suspiro.

Pedro se alejó. Dentro de algunos días estarían separados. Pedro sería bajo su uniforme de tela burda un soldado anónimo y solitario. Francisca vería el teatro cerrado, sus amigos diseminados. Y Claudio se deprimiría en Limoges lejos de Susana. Isabel miró el horizonte azul adonde iban a fundirse los rosados y los verdes de la pradera. En la trágica luz de la historia, las personas se encontraban despojadas de su misterio inquietante. Todo estaba tranquilo, el mundo entero estaba en suspenso, y en esa espera universal, Isabel se sintió unida sin temor y sin deseo a la inmovilidad de la noche. Le parecía que le era concedido, por fin, un largo descanso en que ya no se le exigía nada.

—Ya está todo en orden —dijo Pedro—. Las maletas están en el autobús.

Se sentó. Él también, con sus mejillas brillantes por el sol y su conjunto blanco, parecía muy rejuvenecido. Bruscamente, algo desconocido, olvidado, dilató el corazón de Isabel. Él iba a irse. Pronto estaría lejos, en el fondo de una zona inaccesible y peligrosa; ella no iba a volver a verlo hasta dentro de mucho tiempo.

¿Cómo no había sabido aprovechar su presencia?

—Come bizcochos —dijo Francisca—. Son muy buenos.

—Gracias, no tengo hambre —repuso Isabel.

El sufrimiento que la traspasaba no se parecía a los que estaba habituada a sentir; era algo inclemente, irremediable. ¿Y si no vuelvo a verlo nunca?, pensó.

Sintió que la sangre se le retiraba del rostro.

—¿Debes presentarte en Nancy? —preguntó Francisca.

—Sí, no es un lugar muy peligroso.

—Pero no te quedarás eternamente. Al menos espero que no seas demasiado heroico.

—Confía en mí —respondió Pedro riendo.

Isabel lo miró con angustia. Podía morirse. Pedro. Su hermano. No voy a dejarlo ir sin decirle… ¿Decirle qué? Ese hombre irónico sentado frente a ella no tenía ninguna necesidad de su ternura.

—Te mandaré espléndidos paquetes —dijo.

—Es cierto, recibiré paquetes —dijo él—. Es tan agradable.

Sonreía con un aire afectuoso en el que no se leía ningún pensamiento oculto; a menudo durante esa semana, había tenido esas expresiones. ¿Por qué ella era tan desconfiada? ¿Por qué había perdido para siempre todas las alegrías de la amistad? ¿Qué había buscado? ¿Para qué esas luchas y esos odios? Pedro partía.

—Sabes —dijo Francisca—, haríamos bien en irnos.

—Vamos —dijo Pedro.

Se levantaron. Isabel les siguió con la garganta anudada.

No quiero que lo maten, pensó desesperadamente. Caminaba a su lado sin atreverse siquiera a tomarlo del brazo. ¿Por qué se habían vuelto imposibles los ademanes, las palabras sinceras? Ahora los movimientos espontáneos de su corazón le parecían insólitos. Habría dado su vida por salvarlo.

—Cuánta gente —exclamó Francisca.

Había una muchedumbre alrededor del pequeño autobús brillante. El conductor estaba de pie en el techo, entre las maletas, los baúles, los cajones; un hombre encaramado en una escalera detrás del autobús le alcanzó una bicicleta. Francisca aplastó la nariz contra un vidrio.

—Nuestros asientos están reservados —dijo con satisfacción.

—Pero temo que viajen en el pasillo —expresó Isabel.

—Tenemos sueño atrasado —dijo Pedro.

Se pusieron a girar alrededor del autobús. Sólo algunos minutos. Una palabra, un gesto, que él sepa… No me atreveré. Isabel miró a Pedro con desesperación.

¿Todo no podría haber sido diferente? ¿No hubiera podido vivir todos estos años junto a ellos, en la confianza y la alegría, en vez de defenderse contra un peligro imaginario?

—Salimos —gritó el chófer.

Es demasiado tarde, pensó Isabel desesperada. Era todo su pasado, su persona entera lo que habría habido que pulverizar para poder precipitarse hacia Pedro y caer en sus brazos. Demasiado tarde. Ya no era dueña del momento presente. Ni siquiera su rostro le obedecía.

—Hasta pronto —dijo Francisca. Besó a Isabel y ocupó su asiento.

—Hasta luego —dijo Pedro.

Oprimió rápidamente la mano de su hermana y la miró sonriendo. Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas; lo tomó de los hombros y puso sus labios contra su mejilla.

—Ten mucho cuidado —dijo.

—No tengas miedo —dijo Pedro.

Le dio un beso rápido y subió al autobús; todavía durante un rato su rostro se encuadró en la ventana abierta. El coche se puso en marcha. Él agitó la mano.

Isabel sacudió su pañuelo y cuando el autobús hubo desaparecido detrás de la fortificación, giró sobre sus talones.

—Para nada —exclamó—. Todo esto para nada. Apretó el pañuelo contra los labios y echó a correr hacia el hotel.

Con los ojos muy abiertos, Francisca miraba el techo. A su lado, Pedro dormía semivestido. Francisca había dormido un poco, pero en la calle, un fuerte grito había atravesado la noche, y ella se había despertado: tenía tanto miedo de las pesadillas, que no había vuelto a cerrar los ojos. Las cortinas no estaban corridas y el claro de luna entraba en el cuarto. Ella no sufría, no pensaba en nada, estaba solamente asombrada de la facilidad con que el cataclismo se hacía lugar en el curso natural de su vida. Se inclinó hacia Pedro.

—Ya son casi las tres —dijo.

Pedro gimió, se desperezó. Ella encendió la luz. Maletas abiertas, mochilas a medio llenar, latas de conservas, calcetines, cubrían desordenadamente el piso.

Francisca miró los crisantemos rojos del papel de la pared y la angustia le oprimió la garganta. Mañana estarían en el mismo lugar, con la misma obstinación inerte; el decorado donde se viviría la ausencia de Pedro ya estaba armado. Hasta ahora, la separación esperada era una amenaza vacía, pero este cuarto era el porvenir realizado; estaba ahí, plenamente presente en su desolación irremediable.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó.

—Creo que sí —dijo Pedro. Se había puesto su traje viejo, metía en el bolsillo la billetera, la estilográfica, la petaca.

—Es tonto que no te hayamos comprado zapatos de caminar —dijo ella—. Ya sé lo que voy a hacer, voy a darte mis zapatos de esquí. Te quedaban muy bien.

—No quiero cogerte tus pobres zapatos —dijo Pedro.

—Me comprarás unos nuevos cuando volvamos a hacer deportes de invierno —dijo ella con tristeza.

Los sacó del fondo de un armario y se los tendió, luego puso en una mochila la ropa y las provisiones.

—¿No llevas tu pipa de espuma de mar?

—No, la guardo para cuando venga licenciado. Cuídamela bien.

—No tengas miedo.

La pipa de un hermoso color rubio dorado descansaba en su estuche como en un ataúd. Francisca bajó la tapa y guardó todo en un cajón. Se volvió hacia Pedro.

Se había puesto los zapatos, estaba sentado al borde de la cama y se comía una uña; tenía los ojos rojos y en el rostro la expresión idiota que le gustaba tomar antes en ciertos juegos con Javiera. Francisca permaneció de pie delante de él sin saber qué hacer de sí misma. Habían conversado durante todo el día, pero ahora ya no había nada que decir. Pedro se mordisqueaba una uña y ella lo miraba fastidiada, resignada y vacía.

—¿Nos vamos? —dijo por fin.

—Vamos —dijo Pedro.

Se puso las dos mochilas en bandolera y salió del cuarto. Francisca cerró tras ellos esa puerta que él ya no cruzaría antes de muchos meses y se le aflojaron las piernas al bajar la escalera.

—Tenemos tiempo de tomar un trago en el Dôme —dijo él—. Pero habrá que estar alerta, no será fácil hallar un taxi.

Salieron del hotel y tomaron por última vez el camino recorrido tan a menudo.

La luna se había puesto y estaba oscuro. Hacía varias noches ya que el cielo de París se había apagado, sólo quedaban en las calles algunos faroles amarillos, cuyas luces se arrastraban a ras del suelo. El vapor rosa que antes señalaba desde lejos el cruce Montparnasse se había disipado; sin embargo, las terrazas de los cafés todavía brillaban débilmente.

—Desde mañana todo cierra a las once —dijo Francisca—. Es la última noche de preguerra.

Se sentaron en la terraza; el café estaba lleno de gente. Había una banda de muchachos muy jóvenes que cantaban; una nube de oficiales en uniforme había surgido de la tierra en el curso de la noche y se había desparramado en grupos alrededor de las mesas; algunas mujeres los rodeaban con risas que no encontraban eco. La última noche, las últimas horas. El brillo nervioso de las voces contrastaba con la inercia de los rostros.

—La vida será rara aquí —comentó Pedro.

—Sí —dijo Francisca—. Te lo contaré todo.

—Con tal de que Javiera no te resulte demasiado pesada. Tal vez no debimos haberla hecho volver tan pronto.

—No, es mejor que hayas vuelto a verla —replicó Francisca—. Verdaderamente, no hubiera valido la pena escribir todas esas largas cartas para destruir un golpe de efecto. Y, además, tiene que estar cerca de Gerbert estos últimos días. No podía quedarse en Rúan.

Javiera. No era más que un recuerdo, una dirección en un sobre, un fragmento insignificante del porvenir; le costaba creer que dentro de pocas horas iba a verla en carne y hueso.

—Mientras Gerbert esté en Versalles, seguramente podrás verlo de vez en cuando —dijo Pedro.

—No te inquietes por mí —dijo Francisca—. Siempre me las arreglaré.

Puso su mano sobre la de él. Iba a partir. Nada más contaba. Durante un largo rato permanecieron sin decir nada, mirando morir la paz.

—Me pregunto si habrá una muchedumbre allí —dijo Francisca poniéndose de pie.

—No creo, las tres cuartas partes de los tipos ya han sido llamados.

Erraron un momento por el bulevar, y Pedro llamó un taxi.

—A la estación de la Villette —le dijo al chófer.

Atravesaron París en silencio. Las últimas estrellas palidecían. Pedro tenía una leve sonrisa en los labios, no estaba tenso, más bien tenía un aire de chico aplicado. Francisca sentía en ella la calma de la fiebre.

—¿Ya hemos llegado? —dijo con sorpresa.

El taxi se detenía al borde de una placita redonda y desierta. Un mojón se erguía en medio del terraplén central y contra el mojón había dos gendarmes con galones de plata en los quepis. Pedro pagó el taxi y se acercó a ellos.

—¿No es aquí el centro de reunión? —preguntó, tendiéndoles su cartilla militar.

Uno de los gendarmes señaló un pedacito de papel pegado al poste de madera.

—Tiene que ir a la estación del Este —dijo.

Pedro pareció desconcertado; luego alzó hacia el gendarme uno de esos rostros cuya ingenuidad imprevista conmovía siempre a Francisca hasta el fondo del corazón.

—¿Tengo tiempo para ir a pie? El gendarme se echó a reír.

—Seguramente no van a poner un tren especial para usted, no vale la pena que se dé tanta prisa.

Pedro volvió junto a Francisca. Parecía muy insignificante y absurdo en esa plaza abandonada, con sus dos mochilas y sus zapatos de esquí en los pies. A Francisca le pareció que esos diez años no le habían bastado para hacerle saber hasta qué punto lo quería.

—Nos dan todavía un breve plazo —dijo. Ella vio en su sonrisa que sabía todo lo que tenía que saber.

Marcharon a través de las callejas en que nacía el alba. El tiempo era suave, en el cielo las nubes se teñían de rosa. Parecía un paseo muy semejante al que habían hecho tan a menudo después de largas noches de trabajo. En lo alto de las escaleras que bajaban hacia la estación, se detuvieron; los rieles brillantes, dócilmente contenidos al nacer entre las aceras de asfalto, enredaban su curso y huían hacia el infinito; por un momento miraron los largos techos planos de los trenes alineados al borde de los andenes, donde diez esferas negras con agujas blancas marcaban, cada una, las cinco y media.

—Aquí sí va a haber un gentío —observó Francisca con un poco de aprensión.

Imaginaba gendarmes, oficiales y toda una muchedumbre civil como había visto fotografiada en los diarios. Pero el vestíbulo de la estación estaba casi vacío, no se veían uniformes. Había algunas familias sentadas entre montones de bultos y personas aisladas con sus mochilas en bandolera.

Pedro se acercó a una ventanilla, luego se volvió hacia Francisca.

—El primer tren sale a las seis y diecinueve. Iré a instalarme a las seis para tener un asiento. —La tomó del brazo—. Todavía podemos dar un paseo.

—Es rara esta partida —dijo Francisca—. No me la imaginaba así, todo tiene un aire tan gratuito.

—Sí, no se siente en ninguna parte la menor presión. Ni siquiera recibí un papel para convocarme, nadie vino a buscarme, pregunto la hora de mi tren, como un civil, casi tengo la impresión de partir por propia iniciativa.

—Y, sin embargo, sabemos que no puedes quedarte, parecería que es una fatalidad interior que te empuja —dijo Francisca.

Dieron algunos pasos fuera de la estación. El cielo era claro y delicado más allá de las avenidas desiertas.

—Ya no se ve un taxi —dijo Pedro—, y los metros están parados, ¿cómo vas a volver?

—A pie. Iré a ver a Javiera y luego pondré orden en tu despacho. —Se le ahogó la voz—. ¿Me escribirás en seguida?

—Desde el mismo tren. Pero seguramente las cartas no llegarán hasta dentro de mucho tiempo. ¿Serás paciente?

—Me siento con paciencia para dar y vender —dijo ella.

Anduvieron un poco por el bulevar. En la madrugada, la tranquilidad de las calles parecía muy normal, la guerra no estaba en ninguna parte. Había solamente esos carteles pegados a las paredes: uno grande con una cinta tricolor, que era un bando al pueblo francés, y uno pequeño modesto, decorado con banderas negras y blancas sobre fondo blanco, que era la orden de movilización general.

—Ahora sí que me voy —dijo Pedro.

Entraron en la estación. Sobre los portones, un cartel anunciaba que la entrada a los andenes estaba reservada para los viajeros. Algunas parejas se abrazaban junto a la barrera y, al verlas, los ojos de Francisca se llenaron de lágrimas. Al volverse anónimo, el acontecimiento que estaba viviendo se hacía evidente; sobre esos rostros extraños, en sus sonrisas temblorosas se revelaba toda la tragedia de la separación. Se volvió hacia Pedro, no quería emocionarse; volvió a encontrarse hundida en un momento indistinto cuyo gusto áspero y huidizo no era ni siquiera un dolor.

—Hasta luego —dijo Pedro. La estrechó suavemente contra él, la miró por última vez y volvió la espalda.

Traspuso la puerta. Ella lo miró desaparecer con un paso rápido y demasiado decidido, que dejaba adivinar la tensión de su rostro. A la vez, ella se volvió. Dos mujeres se dieron vuelta al mismo tiempo que ella; de golpe, sus caras se desfiguraron y una de ellas se echó a llorar. Francisca se endureció y caminó hacia la salida. Era inútil llorar, por más que sollozara durante horas siempre le quedarían otras tantas lágrimas que verter. Salió con su paso largo y regular, su paso de viaje, a través de la calma insólita de París. La desdicha todavía no era visible en ninguna parte, ni en la tibieza del aire, ni en el follaje dorado de los árboles, ni en el fresco olor a legumbres que venía de los mercados. Mientras continuara caminando, seguiría siendo inasequible, pero le parecía que si llegaba a detenerse, entonces esa presencia solapada que sentía a su alrededor afluiría a su corazón y lo haría estallar.

Cruzó la plaza del Châtelet y siguió el bulevar Saint Michel. Habían vaciado el estanque del Luxemburgo cuyo fondo se extendía ante los ojos, carcomido por una lepra estancada. En la calle de Vavin compró un diario. Había que esperar todavía un momento antes de ir a llamar al cuarto de Javiera, y Francisca decidió sentarse en el Dôme. Javiera no le importaba nada, pero estaba contenta de tener algo fijo que hacer aquella mañana.

Entró en el café y de pronto la sangre se agolpó en su rostro. En una mesa, junto a la ventana, veía una cabeza rubia y una morena. Vaciló, pero era demasiado tarde para retroceder; ya Gerbert y Javiera la habían visto. Se sentía tan floja y tan fatigada, que un escalofrío nervioso la sacudió cuando se acercaba a la mesa de ellos.

—¿Cómo está? —preguntó a Javiera dándole la mano.

—Muy bien —respondió Javiera en tono de confidencia. Miró a Francisca—. Usted parece cansada.

—Acabo de acompañar a Labrousse al tren —dijo Francisca—. He dormido poco.

Su corazón palpitaba. Hacía semanas que Javiera ya no era más que una vaga imagen que uno mismo creaba. Y ahora resucitaba de pronto en un vestido desconocido de un género azul con florecitas estampadas, más rubia que en ningún recuerdo; sus labios de diseño olvidado se abrían en una sonrisa nueva; no se había convertido en un dócil fantasma, había que afrontar de nuevo su presencia de carne y hueso.

—Yo paseé toda la noche —dijo Javiera—. Son bonitas esas calles oscuras, parece el fin del mundo.

Había pasado todas esas horas con Gerbert. Para él también, ella se había vuelto una presencia tangible. ¿Cómo la había acogido su corazón? El rostro de Gerbert no expresaba nada.

—Será todavía peor cuando los cafés estén cerrados —dijo Francisca.

—Sí, eso es lúgubre —dijo Javiera; se le iluminaron los ojos—. ¿Cree que nos bombardearán de veras?

—Tal vez.

—Debe de ser bueno oír sirenas en la noche y ver correr a la gente por todos lados, como ratas.

Francisca esbozó una sonrisa forzada, la puerilidad buscada de Javiera la fastidiaba.

—La obligarán a bajar al sótano —dijo.

—No bajaré.

Hubo un corto silencio.

—Hasta luego —dijo Francisca—. Me encontrará aquí mismo, voy a instalarme en el fondo.

—Hasta luego —dijo Javiera.

Francisca se sentó a una mesa y encendió un cigarrillo. Le temblaba la mano, estaba asombrada de la violencia de su desazón. Sin duda era la tensión de esas últimas horas que, al quebrarse, la dejaba así desarmada. Se sentía arrojada hacia espacios inciertos, arrancada de raíces, sacudida, sin ningún recurso en sí misma.

Había aceptado con serenidad la idea de una vida despojada e inquieta. Pero la existencia de Javiera siempre la había amenazado más allá de los contornos mismos de su vida, y reconocía con espanto esa antigua angustia.