VIII

—Creo que llegamos —dijo Gerbert.

—Sí, es esa casa que se ve allá arriba —dijo Francisca.

Habían caminado mucho durante el día y desde hacía dos horas subían dificultosamente; caía la noche, hacía frío. Francisca miró con ternura a Gerbert, que la precedía en el sendero abrupto. Ambos caminaban con un paso regular. Un mismo cansancio feliz los habitaba y juntos evocaban en silencio el vino tinto, la sopa, el fuego que esperaban encontrar allí arriba; esas llegadas a los pueblos desolados siempre se parecían a una aventura. No podían adivinar si iban a sentarse en el extremo de una mesa bulliciosa, en una cocina campestre, o si iban a comer solos en el fondo de una hostería vacía, o si llegarían a un hotelito burgués ya lleno de veraneantes. En todo caso, arrojarían sus sacos en un rincón y, con los músculos flojos y el corazón satisfecho, pasarían uno al lado del otro horas tranquilas, contándose ese día que acababan de vivir juntos y haciendo planes para el día siguiente. Francisca se adelantaba hacia el calor de esa intimidad más que hacia la tortilla opulenta y los fuertes alcoholes campesinos. Una ráfaga de viento le cortó la cara. Llegaban a una garganta que dominaba un abanico de valles perdidos en un crepúsculo indistinto.

—No vamos a poder plantar la tienda —dijo—. El suelo está empapado.

—Seguramente encontraremos un granero —dijo Gerbert.

Un granero. Francisca sintió un vacío nauseoso que se ahondaba en ella. Tres días antes habían dormido en un granero. Se habían acostado a pocos pasos el uno del otro, pero en el sueño, el cuerpo de Gerbert había resbalado hasta el de ella y la había abrazado. Lamentándolo un poco, ella había pensado: Me toma por otra, y había retenido la respiración para no despertarlo. Y había tenido un sueño. Se encontraba, en sueños, ante ese mismo granero, y Gerbert, con los ojos muy abiertos, la apretaba entre sus brazos; ella se abandonaba, con el corazón lleno de dulzura y de seguridad, y luego, en ese tierno bienestar, asomaba una angustia. Es un sueño, decía ella, no es verdad. Gerbert la había apretado más fuerte diciendo alegremente: Es verdad, sería muy tonto que no fuera verdad. Poco después, un resplandor había cruzado sus párpados; estaba en el heno, apretada contra Gerbert y nada era verdad.

—Me pasé toda la noche con su pelo contra la cara —había dicho ella riendo.

—Lo que es usted, se lo pasó dándome codazos —había contestado Gerbert, indignado.

Ella no encaraba sin depresión la posibilidad de revivir mañana un despertar semejante. Bajo la tienda, arrinconada en un espacio estrecho, ella se sentía protegida por la dureza del suelo, la incomodidad y la valla de madera que la separaba de Gerbert. Pero sabía que luego no tendría valor para hacerse una cama lejos de la suya. Era inútil tratar de seguir tomando a la ligera la vaga nostalgia que había arrastrado durante todos esos días; durante dos horas de subida silenciosa había ido creciendo y se había convertido en un deseo sofocante. Esta noche, mientras Gerbert durmiera con inocencia, ella iba a soñar, a lamentar y a sufrir vanamente.

—¿No cree que esto es un café? —comentó Gerbert. Sobre la pared de la casa se leía en grandes letras en un cartel: Byrrh, y encima había un puñado de ramas secas.

—Lo parece —dijo Francisca.

Subieron tres escalones y entraron en una gran sala caliente con olor a sopa y a ramas secas. Había dos mujeres sentadas en un banco pelando patatas y tres campesinos sentados a una mesa con vasos de vino tinto ante ellos.

—Señores, señoras —dijo Gerbert.

Todas las miradas se habían vuelto hacia él; se adelantó hacia las dos mujeres.

—¿Se podría comer algo, por favor?

Las mujeres lo miraron con desconfianza.

—¿Vienen de lejos? —preguntó la más vieja.

—Subimos de Burzet —respondió Francisca.

—Es un trecho de camino —dijo la otra mujer.

—Por eso tenemos hambre —dijo Francisca.

—Pero ustedes no son de Burzet —dijo la vieja con aire de crítica.

—No, somos de París —aclaró Gerbert.

Hubo un silencio; las mujeres se consultaron con la mirada.

—No tengo gran cosa que darles —dijo la vieja.

—¿No tiene huevos? ¿O un pedazo de pastel? Cualquier cosa —dijo Francisca.

La vieja se encogió de hombros.

—Huevos, sí, tenemos huevos. —Se levantó y se secó las manos en su delantal azul—. Si quieren pasar por ahí —dijo, como a pesar suyo.

La siguieron a una habitación de techo bajo donde ardía un fuego de leños; parecía un comedor provinciano y burgués, había una mesa redonda, un aparador cargado de adornos y sobre los sillones, almohadones de raso naranja con aplicaciones de terciopelo negro.

—Tráiganos en seguida una botella de vino tinto, por favor —pidió Gerbert.

Ayudó a Francisca a sacarse su mochila y a su vez dejó la suya.

—Estamos como reyes aquí —dijo con aire satisfecho.

—Sí, es muy confortable.

Se acercó al fuego. Sabía muy bien lo que le faltaba a esa noche acogedora. Si al menos hubiese podido tocar las manos de Gerbert, sonreírle con una ternura confesada, entonces las llamas, el olor de la comida, los gatos y los pierrots de terciopelo negro habrían colmado alegremente su corazón; pero todo eso estaba disperso a su alrededor, sin tocarla, le parecía casi absurdo estar ahí.

La posadera volvió con una botella de vino fuerte.

—¿No tendrían por casualidad un granero donde pudiéramos pasar la noche? —dijo Gerbert.

La mujer disponía los cubiertos sobre el hule; alzó la cabeza.

—¡No van a dormir en un granero! —dijo con aire escandalizado—. Qué mala suerte, hubiera tenido un cuarto, pero mi hijo, que se fue como cartero, acaba de volver.

—Estaríamos muy bien en el heno, si no la molestáramos —dijo Francisca—. Tenemos mantas. —Señaló las mochilas—. Pero hace demasiado frío para que podamos plantar la tienda.

—A mí no me molesta —dijo la mujer. Salió del cuarto y volvió con una sopera humeante—. Esto los calentará un poco —agregó con voz amable.

Gerbert llenó los platos y Francisca se sentó frente a él.

—Se está domesticando —dijo Gerbert cuando estuvieron solos—. Todo se arregla lo mejor posible.

—Lo mejor posible —repitió Francisca con convicción.

Miró furtivamente a Gerbert; la alegría que iluminaba su rostro se parecía a la ternura. ¿Estaba verdaderamente fuera de su alcance? ¿O era solamente que ella nunca se había atrevido a tender la mano hacia él? ¿Quién la retenía? No era Pedro ni Javiera; ella ya no le debía nada a Javiera, que, por otra parte, se disponía a traicionar a Gerbert. Estaban solos en lo alto de una garganta azotada por los vientos, separados del resto del mundo, y su historia sólo les concernía a ellos.

—Voy a hacer una cosa que le va a dar asco —dijo Gerbert en tono amenazador.

—¿Qué cosa?

—Voy a volcar este vino en mi sopa. —Unió el ademán a la palabra.

—Ha de ser horrible.

Gerbert se llevó a la boca una cucharada del líquido sangriento.

—Es una delicia —dijo—. Pruebe.

—Ni por todo el oro del mundo.

Tomó un trago de vino; sus pómulos estaban húmedos. Siempre había pasado de largo ante sus sueños y sus deseos, pero ahora sentía horror por su actitud juiciosa, ¿por qué no se decidía a querer lo que deseaba?

—Parecía espléndida la vista que hay desde la garganta —dijo—. Creo que mañana tendremos un hermoso día. Gerbert le echó una mirada torva.

—¿Otra vez nos va a obligar a levantarnos a la madrugada?

—No se queje; el técnico serio está en las cumbres a las cinco de la mañana.

—Es una locura. Yo, antes de las ocho, no existo.

—Ya sé —Francisca sonrió—. Si alguna vez hace un viaje a Grecia, verá que hay que ponerse en camino antes del alba.

—Sí, pero entonces se duerme la siesta —dijo Gerbert. Meditó—. Me gustaría que no fracasara ese proyecto de una gira.

—Por poca tensión que haya, creo que se va a pique.

Gerbert cortó con decisión un gran pedazo de pan:

—En todo caso, yo encontraré una combinación. No me quedo en Francia el año próximo. —Su rostro se animó—. Parece que en la isla Mauricio se pueden recoger bolsas de oro.

—¿Por qué en la isla Mauricio?

—Ramblin me lo dijo: está lleno de millonarios que pagarían cualquier cosa porque uno los distraiga un poco.

La puerta se abrió y entró la posadera trayendo una gran tortilla de patatas.

—Pero esto es suntuoso —dijo Francisca. Se sirvió y le pasó la fuente a Gerbert—. Tome, le dejo el pedazo más grande.

—¿Todo esto es para mí?

—Es todo para usted.

—Usted es muy honrada.

Ella le lanzó una mirada rápida.

—¿Acaso no soy siempre honrada con usted? —dijo. Había habido en su voz una osadía que la avergonzó.

—Sí, hay que decir que lo es.

Francisca redondeaba entre los dedos una bolita de miga de pan. Debía aferrarse sin tregua a esa decisión ante la cual se había encontrado de pronto; no sabía cómo, pero algo debía ocurrir antes de mañana.

—¿Le gustaría marcharse por mucho tiempo? —preguntó.

—Un año o dos.

—Javiera le guardará un rencor mortal —dijo Francisca de mala fe. Hizo rodar sobre la mesa la bolita gris y dijo en tono desenvuelto—: ¿No le dolería alejarse de ella?

—Al contrario —dijo Gerbert en un impulso.

Francisca bajó la cabeza; había habido en ella una explosión de luz tan violenta, que temía que fuera visible desde afuera.

—¿Por qué? ¿Le pesa tanto? Creía que estaba interesado por ella.

Estaba contenta al pensar que a la vuelta de ese viaje, si Javiera rompía con él, Gerbert no sufriría; pero esa no era la causa de esa alegría indecente que acababa de estallar en ella.

—No me pesa, si pienso que va a terminarse pronto —dijo Gerbert—. Pero de tanto en tanto me pregunto si las ataduras no empiezan así. Me causaría horror.

—¿Aun si quisiera a esa mujer?

Le tendió su vaso, que él llenó hasta el borde; ahora estaba angustiada. Él estaba ahí, frente a ella, solo, sin ataduras, absolutamente libre. Su juventud, el respeto que había tenido siempre por Pedro y por ella no le permitían esperar de él ningún gesto. Francisca sólo debía contar consigo misma si quería que algo ocurriera.

—Creo que nunca querré a ninguna mujer —dijo Gerbert.

—¿Por qué? —preguntó Francisca. Era tal su tensión que le temblaba la mano; se inclinó y bebió un trago sin tocar el vaso con los labios.

—No sé —dijo Gerbert. Vaciló—. No se puede hacer nada con una mujer: ni pasearse, ni emborracharse, ni nada. No comprenden las bromas y, además, hay que andar lleno de vueltas con ellas, uno se siente todo el tiempo culpable. —Agregó con convicción—: Me gusta la gente cuando puedo ser como soy.

—Por mí no se moleste —dijo Francisca. Gerbert lanzó una carcajada.

—Oh, usted es como un tío —dijo con simpatía.

—Es verdad, usted nunca me miró como a una mujer.

Sintió sobre los labios una sonrisa rara. Gerbert la miró con curiosidad. Ella apartó la vista y vació su vaso. Había arrancado mal, le daría vergüenza emplear con Gerbert una torpe coquetería. Hubiera sido mejor continuar francamente: ¿Le asombraría si le propusiera que se acostara conmigo? O algo así. Pero sus labios se negaban a formar esas palabras. Señaló la fuente vacía.

—¿Cree que va a darnos algo más?

—Creo que no —dijo Gerbert.

El silencio había durado demasiado, algo equívoco se había deslizado en el aire.

—En todo caso, podríamos pedir vino —dijo.

De nuevo Gerbert la miró con un aire un poco inquieto.

—Media botella —dijo. Ella sonrió. A él le gustaban las situaciones simples.

¿Adivinaba acaso por qué necesitaba la ayuda de la embriaguez?

—Señora, por favor —llamó Gerbert.

La vieja entró y colocó sobre la mesa un trozo de carne hervida rodeada de legumbres.

—¿Qué quieren después de esto? ¿Queso, dulce?

—Creo que no tendremos más hambre —dijo Gerbert—. Tráiganos un poco de vino, por favor.

—¿Por qué esta vieja loca empezó por decir que no había nada que comer? —dijo Francisca.

La mujer volvía con una botella. Después de reflexionar, Francisca decidió no tomar sino uno o dos vasos. No quería que Gerbert pudiera atribuir su conducta a una locura pasajera.

—Después de todo —agregó—, lo que usted le reprocha al amor es no sentirse cómodo. ¿Pero no cree que uno empobrece mucho su vida si rechaza toda relación profunda con la gente?

—Pero hay otras relaciones profundas aparte del amor —dijo Gerbert con viveza—. Yo pongo la amistad muy por encima. Me encontraría muy bien en una vida donde sólo hubiera amistades.

Miraba a Francisca con un poco de insistencia. ¿Quería él también hacerle comprender algo? ¿Que lo que sentía por ella era una verdadera amistad y que le resultaba preciosa? Raramente hablaba tanto de sí mismo: había en él esa noche una especie de acogida.

—Yo nunca podría querer a alguien por quien no sintiese una amistad verdadera —dijo Francisca. Había puesto la frase en presente, pero le había dado un tono indiferente y positivo. Había querido agregar algo, pero ninguna de las frases que acudían a sus labios consiguió salir. Terminó por decir—: Una amistad a secas me parece algo frío.

—No me parece —dijo Gerbert.

Se había erizado un poco; pensaba en Pedro, pensaba que uno no podía querer a nadie más de lo que él quería a Pedro.

—Sí, en el fondo tiene razón —dijo Francisca.

Dejó su tenedor y se sentó junto al fuego. Gerbert se levantó a su vez y tomó de junto a la chimenea un gran leño redondo que dispuso diestramente sobre el morillo.

—Ahora va a fumarse una buena pipa —dijo Francisca. Agregó sin reprimir un impulso de ternura—: Me gusta verlo fumar la pipa.

Tendió su mano a las llamas. Estaba bien, había casi una amistad declarada esta noche entre Gerbert y ella, ¿por qué pedir algo más? Él tenía la cabeza un poco inclinada, chupaba su pipa con precaución y el fuego doraba su rostro. Ella rompió una rama seca y la arrojó al hogar. Ya nada podría matar esas ganas que sentía de tener la cabeza de Gerbert entre sus manos.

—¿Qué haremos mañana? —dijo Gerbert.

—Vamos a subir al Gerbier des Jones, luego al Mezenc. —Se levantó y hurgó en su cartera—. No sé con exactitud por dónde es mejor bajar. —Extendió un mapa sobre el piso, abrió la guía y se tendió de bruces en el suelo.

—¿Quiere ver?

—No, confío en usted —dijo Gerbert.

Ella observó distraídamente la red de pequeñas rutas bordeadas de verde y picadas de manchas azules que señalaban los lugares de observación. ¿Qué sería mañana? La respuesta no estaba sobre el mapa. No quería que ese viaje terminara en lamentos que luego se convertirían en remordimientos y en odio contra sí misma: iba a hablar. ¿Pero sabía siquiera si a Gerbert le causaría placer besarla?

Probablemente nunca había pensado en eso; ella no soportaría que él cediera por complacencia. La sangre se le subió al rostro; recordaba a Isabel: una mujer que toma; esa idea le causaba horror. Alzó los ojos hacia Gerbert y se sintió un poco tranquilizada. Sentía por ella demasiado afecto y demasiada estima para burlarse en secreto; lo necesario era evitarle la posibilidad de un franco rechazo. Pero ¿cómo hacer?

Se estremeció. La más joven de las mujeres estaba ante ella, balanceando en el extremo de su brazo una linterna de tormenta.

—Si quieren ir a dormir —dijo—, los voy a guiar.

—Sí, gracias —repuso Francisca.

Gerbert cargó las dos mochilas y salieron de la casa. Era una noche horrible, soplaba un viento huracanado. Ante ellos, el círculo de luz vacilante iluminaba un terreno fangoso.

No sé si estarán muy bien —dijo la mujer—. Hay un cristal roto y, además, las vacas hacen ruido en el establo de al lado.

—No nos molestará —dijo Francisca.

La mujer empujó un pesado montante de madera. Francisca respiró con placer el olor a heno; era un vasto granero; entre las parvas se veían leños, cajones, una carretilla.

—¿No tiene cerillas, por lo menos? —dijo la mujer.

—No, tengo una linterna —dijo Gerbert.

—Entonces, buenas noches —dijo ella. Gerbert empujó la puerta y cerró con llave.

—¿Dónde nos instalamos? —preguntó Francisca. Gerbert paseó sobre el piso y sobre las paredes un delgado haz de luz.

—En el rincón del fondo. ¿No le parece? Hay mucho heno y estaremos lejos de la puerta.

Avanzaron con precaución. Francisca no tenía ni una gota de saliva en la boca.

Era el momento o nunca; le quedaban alrededor de diez minutos, pues Gerbert siempre se dormía como un tronco. Ella no veía en absoluto la manera de tocar el tema.

—Oiga el viento —dijo Gerbert—. Estaremos mejor aquí que en la tienda. —Las paredes del granero temblaban bajo el huracán. Al lado, una vaca dio una patada en el tabique y sacudió sus cadenas.

—Va a ver qué confortable instalación preparo.

Dejó su linterna sobre una tabla donde alineó cuidadosamente la pipa, el reloj, la billetera. Francisca sacó de la mochila su manta y un pijama de franela. Se alejó algunos pasos y se desvistió en la oscuridad. Ya no tenía ninguna idea en la cabeza, sólo esa barra de hierro que le cortaba el estómago. No tenía tiempo de inventar nada, pero no abandonaba la partida. Si la linterna se apagaba antes de que hubiera hablado, llamaría: «Gerbert», y diría de un tirón: «¿Nunca pensó que podíamos acostarnos juntos?». Lo que pasara después no tendría importancia; no tenía sino un deseo: liberarse de esa obsesión.

—¡Qué trabajador está! —exclamó, volviendo a la luz.

Gerbert extendió las mantas una al lado de la otra y fabricó almohadas llenando de heno dos jerseys. Se alejó y Francisca se metió hasta medio cuerpo en su saco de dormir. Su corazón latía locamente. Por un instante tuvo ganas de abandonar todo y de huir en el sueño.

—Qué bien se está en el heno —dijo Gerbert extendiéndose a su lado; colocó la linterna sobre una viga detrás de ellos. Francisca lo miró y de nuevo se sintió cruzada por un deseo torturador de sentir su boca bajo sus labios.

—Tuvimos un día espléndido —dijo él—. Es un buen lugar. Estaba acostado de espaldas, sonriendo, no parecía muy ansioso por dormirse.

—Sí, me gustó mucho esa comida y ese fuego de leños ante el cual discutimos como viejos.

—¿Por qué como viejos? —respondió Gerbert.

—Hablábamos de amor, de amistad, como gente enmohecida y fuera del juego.

Había en su voz una ironía rencorosa que no se le escapó a Gerbert; le echó una mirada molesta.

—¿Ha hecho bonitos planes para mañana? —preguntó después de un corto silencio.

—Sí, no era complicado —dijo Francisca. Dejó caer la conversación; sentía sin disgusto que la atmósfera se hacía pesada. Gerbert hizo un nuevo esfuerzo.

—Sería agradable si pudiéramos bañarnos en ese lago del que usted hablaba.

—Sin duda podremos —dijo Francisca. Volvió a encerrarse en un silencio terco.

Por lo general entre ellos no faltaba tema. Gerbert terminaría por husmear algo.

—Mire lo que sé hacer —dijo bruscamente.

Levantó las manos por encima de su cabeza y agitó los dedos; la linterna proyectó sobre la pared de enfrente un vago perfil de animal.

—¡Qué hábil es! —dijo Francisca.

—También sé hacer un juez.

Ahora estaba segura de que buscaba una actitud; con la garganta seca lo miró fabricar con aplicación sombras de conejo, de camello, de jirafa. Cuando hubo agotado sus últimos recursos, bajó las manos.

—Son bonitas las sombras chinescas —empezó con volubilidad—. Casi tan bonitas como los títeres. ¿No vio las siluetas dibujadas por Begrassian? Lo malo es que nos faltaba un escenario; el año próximo trataremos de ocuparnos de eso.

Calló. No podía seguir fingiendo que no se daba cuenta de que Francisca no lo escuchaba. Ella se había extendido de bruces y miraba la linterna cuya luz palidecía.

—La pila está gastada —dijo Gerbert—. Se va a apagar.

Francisca no contestó nada; a pesar de la corriente de aire frío que venía del cristal roto, estaba transpirando, tenía la impresión de estar al borde de un abismo sin poder avanzar ni retroceder. Estaba sin pensamientos, sin deseos y, de pronto, la situación le pareció simplemente absurda. Sonrió nerviosamente.

—¿Por qué sonríe? —preguntó Gerbert.

—Por nada.

Empezaron a temblarle los labios; había deseado esa pregunta con toda su alma y ahora tenía miedo.

—¿Ha pensado algo? —dijo Gerbert.

—No. No era nada.

Bruscamente los ojos se le llenaron de lágrimas; tenía los nervios agotados.

Ahora había avanzado demasiado; el mismo Gerbert la obligaría a hablar, y quizás esa amistad tan agradable que había entre ellos iba a quedar destruida para siempre.

—Por otra parte, sé muy bien lo que ha pensado —dijo Gerbert en tono de desafío.

—¿Qué era?

Gerbert tuvo un gesto altanero:

—No lo diré.

—Dígalo y yo le diré si era eso.

—No, dígalo usted primero.

Por un instante se miraron como dos enemigos. Francisca hizo el vacío en ella y por fin las palabras cruzaron sus labios.

—Me reía preguntándome qué cara pondría usted, a quien no le gustan las complicaciones, si le propusiera acostarse conmigo.

—Creí que pensaba que yo tenía ganas de besarla y que no me atrevía —dijo Gerbert.

—Nunca se me ocurrió que usted tuviera ganas de besarme —dijo Francisca con altura. Hubo un silencio, le zumbaban las sienes. Ahora ya estaba, había hablado—. Y bueno, conteste, ¿qué cara pondría?

Gerbert se acurrucó en sí mismo, no le quitaba a Francisca los ojos de encima y toda su cara se había puesto a la defensiva.

—No es que no me gustara. Pero me intimidaría demasiado.

Francisca recuperó el aliento y logró sonreír amablemente.

—Está hábilmente contestado —dijo. Terminó de afirmarse la voz—. Tiene razón, sería artificial y molesto.

Tendió la mano hacia la linterna. Había que apagar lo antes posible y refugiarse en la oscuridad; iba a llorar mucho, pero, al menos, no arrastraría esa obsesión tras ella. Lo único que temía era que, por la mañana, el despertar fuera incómodo.

—Buenas noches —dijo.

Gerbert la miraba obstinadamente con un aire huraño e incierto.

—Yo estaba convencido de que antes de salir de viaje había apostado con Labrousse que yo iba a tratar de besarla. La mano de Francisca volvió a caer.

—No soy tan fatua —dijo—. Sé muy bien que me toma por un hombre.

—No es verdad —dijo Gerbert. Su impulso se cortó de golpe y de nuevo una sombra desconfiada pasó por su rostro—. Me causaría horror ser en su vida lo que son las Canzetti para Labrousse.

Francisca vaciló.

—¿Quiere decir, tener conmigo un lío que yo tomara a la ligera?

—Sí.

—Pero yo nunca tomo nada a la ligera. Gerbert la miró vacilando.

—Creí que se había dado cuenta y que la divertía.

—¿De qué?

—De que yo tenía ganas de besarla: la otra noche en el granero y ayer a orillas del arroyo. —Se retrajo todavía más y dijo con una especie de ira—: Yo había decidido que al volver a París la besaría en el andén de la estación. Pero pensaba que usted se me reiría en la cara.

—¡Yo! —dijo Francisca. Ahora lo que le incendiaba las mejillas era la alegría.

—De lo contrario, ya lo hubiera querido un montón de veces. Me gustaría besarla.

Seguía envuelto en su manta con aire acosado. Francisca midió con la mirada la distancia que le separaba de ella y tomó impulso.

—Y bien, hágalo, Gerbert, tontuelo —dijo tendiendo la boca.

Algunos instantes después, Francisca tocaba con una precaución asombrada ese joven cuerpo liso y duro que durante tanto tiempo le había parecido intocable.

Esta vez no soñaba; era verdad que lo tenía despierto, apretado contra ella. La mano de Gerbert le acariciaba la espalda, la nuca, se posó sobre su cabeza y ahí se detuvo.

—Me gusta la forma de su cráneo —murmuró, y agregó con una voz que ella no le conocía—: Me parece raro besarla.

La linterna se había apagado, el viento continuaba soplando con rabia y el cristal roto dejaba pasar un soplo frío. Francisca puso su mejilla contra el hombro de Gerbert; abandonada contra él, distendida, no sentía ninguna molestia de hablarle.

—¿Sabe? —dijo—. No solamente por sensualidad tenía ganas de estar entre sus brazos; era sobre todo por ternura.

—¿De veras? —dijo Gerbert en tono alegre.

—Por supuesto. ¿Nunca sintió la ternura que usted me inspiraba?

Los dedos de Gerbert se crisparon sobre su hombro.

—Eso me alegra, eso me alegra verdaderamente.

—¿Pero no saltaba a la vista?

—No —dijo Gerbert—. Era seca como un palo. Y hasta me resultaba penoso verla mirar a Labrousse o a Javiera de cierto modo; me decía que conmigo nunca tendría esas expresiones.

—Era usted quien me hablaba duramente —replicó Francisca. Gerbert se acurrucó contra ella.

—Sin embargo, siempre la he querido mucho —dijo—. Hasta demasiado.

—Lo ocultaba muy bien —dijo Francisca. Colocó sus labios sobre los párpados de largas pestañas—. La primera vez que tuve ganas de tomar esta cabeza, así, entre mis manos, fue en mi despacho, la víspera de la llegada de Pedro. ¿Se acuerda? Usted dormía sobre mi hombro, no se ocupaba de mí, pero yo, sin embargo, estaba contenta de saberlo allí.

—Oh, estaba un poco despierto —dijo Gerbert—. Me gustaba también sentirla contra mí, pero creía que me prestaba su hombro como me hubiera prestado un almohadón —agregó con aire asombrado.

—Se equivocaba —dijo Francisca. Pasó la mano por el suave pelo negro—. Y, sabe, ese sueño que le conté el otro día en el granero, cuando usted me decía:

«Pero no, no es un sueño, sería demasiado tonto si no fuera verdad…». Le mentí, no temía despertar porque no paseábamos por Nueva York. Era porque estaba entre sus brazos lo mismo que en este momento.

—¿Es posible? —dijo Gerbert. Bajó la voz—. Tenía tanto miedo por la mañana de que usted sospechara que yo no había dormido; había estado fingiendo para poder estrecharla contra mí. Era deshonesto, ¡pero tenía tantas ganas!

—Y bien, estaba muy lejos de suponerlo —Francisca se echó a reír—. Hubiéramos podido jugar mucho tiempo al escondite. Hice bien en echarme groseramente sobre usted.

—¿Usted? Usted no se echó nada, no quería decirme ni una palabra.

—¿Pretende que gracias a usted hemos llegado a esto?

—Yo hice tanto como usted. Dejé la linterna encendida y mantuve la conversación para impedir que se durmiera.

—¡Qué osadía! Si supiera con qué aire me miró durante la comida, cuando intenté un débil acercamiento.

—Creía que empezaba a estar borracha.

Francisca oprimió su mejilla contra la suya.

—Estoy contenta de no haberme descorazonado.

—Yo también estoy contento.

Él posó sobre su boca sus labios calientes y ella sintió que su cuerpo se pegaba estrechamente al suyo.

El taxi corría entre los castaños del bulevar Arago. Por encima de las casas altas, el cielo azul estaba puro como un cielo de montaña. Sonriendo tímidamente, Gerbert rodeó con su brazo los hombros de Francisca; ella se apoyó contra él.

—¿Está todavía contento? —dijo ella.

—Sí, estoy contento —dijo Gerbert. La miró con confianza—. Lo que me alegra es que me parece que me quiere de veras. Entonces me sería casi lo mismo no verla durante mucho tiempo. No parece amable lo que estoy diciendo pero lo es.

—Comprendo —dijo Francisca.

Una marea de emoción se le subió a la garganta. Recordaba el desayuno en la hostería después de la primera noche; se miraban sonriendo con una sorpresa encantada y una leve molestia; se habían alejado por el camino tomados de un dedo como los novios suizos. En un prado, al pie del Gerbier des Jones, Gerbert había cortado una florecita azul oscuro y se la había dado a Francisca.

—Es tonto —dijo ella—, no debería ser así, pero no me gusta pensar que esta noche otra persona dormirá junto a usted.

—A mí tampoco me gusta —dijo Gerbert en voz baja. Agregó con una especie de depresión—: Me gustaría que sólo usted me quisiera.

—Le quiero mucho.

—Yo nunca he querido a una mujer como la quiero a usted. ¡Y de lejos, de muy lejos!

Los ojos de Francisca se empañaron. Gerbert no echaría raíces en ninguna parte, nunca pertenecería a nadie. Pero le daba sin reserva todo lo que podía dar de sí.

—Querido, querido Gerbert —dijo besándolo.

El taxi se había detenido. Ella permaneció un momento frente a él, con la mirada turbia, sin decidirse a soltarle los dedos. Sentía una especie de angustia, como si tuviera que tirarse de un salto en un agua profunda.

—Hasta luego —dijo bruscamente—. Hasta mañana.

—Hasta mañana —dijo Gerbert.

Ella cruzó la puertecita del teatro.

—¿El señor Labrousse está arriba?

—Seguramente. Ni siquiera ha llamado todavía —repuso la portera.

—Suba dos cafés con leche, por favor. Con tostadas.

Cruzó el patio. Su corazón latía con una esperanza incrédula. La carta había sido escrita tres días antes. Pedro podía haberse echado atrás; pero era muy de él: una vez que había renunciado a una cosa, se encontraba completamente desapegado. Llamó.

—Entre —dijo una voz dormida.

Encendió la luz. Pedro abrió dos ojos rojizos. Estaba todo enrollado en sus sábanas, tenía el aire beatífico y perezoso de una enorme larva.

—Parece que dormías —comentó ella alegremente. Se sentó al borde de la cama y lo besó.

—Qué caliente estás. Me dan ganas de acostarme.

Había dormido bien, extendida cuan larga era sobre un asiento, pero esas sábanas blancas parecían tan acogedoras.

—Qué contento me siento de que estés aquí —dijo Pedro. Se frotó los ojos—. Espera, voy a levantarme.

Ella se dirigió a la ventana y corrió las cortinas, mientras él se ponía una magnífica bata de terciopelo hecha con un traje de teatro.

—¡Qué buen aspecto tienes! —dijo Pedro.

—He descansado —Francisca sonrió—. ¿Recibiste mi carta?

—Sí. —Pedro sonrió a su vez—. Sabes, no me sorprendió.

—A mí lo que me sorprendió no fue tanto haberme acostado con Gerbert, sino que parece estar verdaderamente atado a mí.

—¿Y tú? —dijo Pedro con ternura.

—Yo también. Me siento muy atada a él, y además, lo que me gusta es que nuestras relaciones se hayan vuelto profundas conservando su liviandad.

—Sí, está bien. Es una suerte tanto para él como para ti. Sonreía, pero había una leve reticencia en su voz.

—¿No ves nada criticable en todo esto?

—Por supuesto que no —dijo Pedro. Llamaron a la puerta.

—Es el desayuno —dijo la portera.

Dejó la fuente sobre la mesa. Francisca tomó un pedazo de pan tostado; estaba crujiente en la superficie y blanco por dentro; lo cubrió de mantequilla y llenó las tazas de café con leche.

—Un verdadero café con leche —dijo—. Verdaderas tostadas. Es muy agradable. Si hubieras visto el mejunje negro que Gerbert nos fabricaba.

—Dios me libre —Pedro tenía un aire preocupado.

—¿Qué piensas? —preguntó ella con cierta inquietud.

—Nada —dijo Pedro. Vaciló—. Si estoy un poco perplejo, es a causa de Javiera.

Es feo para ella lo que está pasando. A Francisca le dio un vuelco el corazón.

—Javiera —dijo—. ¡Pero yo no me perdonaría si le obligara a algún sacrificio!

—No creas que me permito reprocharte nada —repuso Pedro con vivacidad—. Pero lo que me consterna un poco es que acabo justamente de convencerla de que construya con Gerbert una relación sólida y limpia.

—Evidentemente, no viene muy al caso —dijo Francisca con una risita—. ¿En qué estás con ella? ¿Qué ha pasado?

—Es muy sencillo. —Pedro vaciló un segundo—: Cuando te fuiste, recuerdas, yo quería obligarla a romper. Pero en cuanto hablamos de Gerbert, sentí resistencias más fuertes de lo que yo suponía; le importa mucho, diga lo que diga.

Eso me hizo vacilar. Si hubiera insistido, creo que habría ganado. Pero me pregunté si tenía verdaderamente ganas.

—Sí —dijo Francisca.

Todavía no se atrevía a creer en las promesas de esa voz razonable, de ese rostro confiado.

—Cuando volví a verla por primera vez, sentí una sacudida. —Pedro se encogió de hombros—. Y después, cuando la tuve a mi disposición de la noche a la mañana, arrepentida, llena de buena voluntad, casi enamorada, perdió de pronto toda importancia ante mis ojos.

—Verdaderamente, tienes un carácter muy caprichoso —dijo Francisca alegremente.

—No. ¿Comprendes? Si se hubiera echado en mis brazos sin reservas, me habría sentido seguramente conmovido; quizá también me habría interesado en el juego, si ella se hubiera mantenido a la defensiva. Pero la veía a la vez tan ávida de reconquistarme y tan ansiosa de no sacrificarme nada, que no me inspiró sino una piedad un poco asqueante.

—¿Entonces?

—Por un momento, sin embargo, tuve la tentación de obstinarme. Pero me sentía tan separado de ella, que me pareció deshonesto: hacia ella, hacia ti, hacia Gerbert. —Calló un momento—. Y luego, cuando un lío se acabó, se acabó, no hay nada que hacer. Su lío con Gerbert, la escena que tuvimos, lo que pensé de ella y de mí, todo eso es irreparable. Ya la primera mañana en el Dôme, cuando repitió su ataque de celos, me sentí asqueado ante la idea de que todo iba a volver a empezar.

Francisca acogió sin escándalo la alegría cruel que invadía su corazón: antes le había costado demasiado caro querer conservar el alma pura.

—¿Pero sigues viéndola? —preguntó.

—Por supuesto —dijo Pedro—. Hasta ha quedado convenido que existe entre nosotros una amistad irreemplazable.

—¿No se enojó cuando supo que ya no estabas apasionado por ella?

—Fui hábil. Fingí hacerme a un lado con pena, pero al mismo tiempo la convencí de que si le repugnaba sacrificar a Gerbert se entregara completamente a ese amor. —Miró a Francisca—. Yo no le deseo ningún mal, sabes. Como me dijiste una vez, no me incumbe hacer de justiciero. Si tuvo culpas, yo también las tuve.

—Las tuvimos todos —dijo Francisca.

—Tú y yo hemos salido ilesos de esta experiencia —dijo Pedro—. Quisiera que ella también saliera bien. —Se mordió pensativo una uña—. Tú has trastornado un poco mis planes.

—Mala suerte —dijo Francisca con indiferencia—. Pero no tenía por qué afectar tanto desdén por Gerbert.

—¿Eso te hubiera detenido? —dijo Pedro tiernamente.

—Él la habría querido más, si ella se hubiera mostrado más sincera. Eso hubiera cambiado mucho las cosas.

—En fin, lo hecho hecho está. Pero habrá que cuidar de que no sospeche nada.

¿Te das cuenta? No le quedaría más que tirarse al agua.

—No lo sospechará.

No tenía ningún deseo de hundir a Javiera en la desesperación; bien se le podía conceder una ración diaria de mentiras apaciguadoras. Despreciada, engañada, ya no sería ella quien le disputara a Francisca su lugar en el mundo.

Francisca se miró en el espejo. A la larga, el capricho, la intransigencia, el egoísmo soberbio, todos esos falsos valores habían revelado su debilidad y salían victoriosas las viejas virtudes desdeñadas.

Gané, pensó Francisca, triunfante.

De nuevo existía sola, sin obstáculo, en el corazón de su propio destino.

Encerrada en su mundo ilusorio y vacío, Javiera era sólo una vana palpitación viviente.