VII

Francisca aplastó en el plato la punta de su cigarrillo.

—¿Vas a tener el valor de trabajar con este calor?

—No me molesta —dijo Pedro—. ¿Tú qué haces esta tarde?

Estaban sentados en la terraza contigua al camerino de Pedro donde acababan de almorzar. Abajo, la placita del teatro parecía abrumada por el pesado cielo azul.

—Voy a las Ursulinas con Javiera. Hay un festival Chaplin.

Pedro frunció los labios.

—Ya no te separas de ella.

—Está tan deprimida —respondió Francisca.

Javiera no había regresado a Rúan, pero aunque Francisca se ocupara mucho de ella y viera a menudo a Gerbert, desde hacía un mes se arrastraba como un cuerpo sin alma a través del verano deslumbrante.

—Vendré a buscarte a las seis —dijo Francisca—. ¿Te va bien?

—Perfectamente —dijo Pedro, y agregó con una sonrisa forzada—: Que te diviertas.

Francisca le sonrió a su vez, pero no había terminado de salir de la habitación cuando toda su alegría se disipó. Ahora, cuando se hallaba sola, su corazón estaba siempre gris. Por supuesto que Pedro ni siquiera en pensamiento le reprochaba haber guardado a Javiera junto a ella, pero ya nadie podía impedir que ella en adelante apareciera ante sus ojos impregnada de una presencia aborrecida. A través de ella, Pedro veía, sin cesar, transparentarse a Javiera.

El reloj del cruce Vavin marcaba las dos y media. Francisca apretó el paso; veía a Javiera sentada en la terraza del Dôme con una blusa de un blanco deslumbrante y los cabellos brillantes. Vista de lejos, parecía rutilar. Pero tenía el rostro opaco, la mirada apagada.

—Llego con retraso —dijo Francisca.

—Acabo de llegar —observó Javiera.

—¿Cómo está?

—Hace calor —dijo Javiera con un suspiro.

Francisca se sentó a su lado. Percibió, con asombro, mezclado al perfume de tabaco rubio y de té que siempre flotaba alrededor de Javiera, un extraño olor a hospital.

—¿Durmió bien? —dijo Francisca.

—No bailamos, yo estaba demasiado extenuada. —Javiera hizo una mueca—. Y a Gerbert le dolía la cabeza.

Le gustaba hablar de Gerbert, pero Francisca no se dejaba embaucar. Javiera no solía hacerle confidencias por amistad; era para rechazar toda solidaridad con Gerbert. Debía de estar muy atada a él físicamente y se desquitaba juzgándolo con severidad.

—Yo di un largo paseo con Labrousse —dijo Francisca—. La noche era espléndida a orillas del Sena. —Calló. Javiera ni siquiera fingía interesarse, miraba a lo lejos con aire cansado.

—Tendríamos que ir ya, si queremos llegar al cine —manifestó Francisca.

—Sí.

Se levantó y tomó a Francisca del brazo. Era un gesto maquinal, no parecía sentir ninguna presencia junto a ella. Francisca acomodó su paso al de Javiera. En ese momento, en el pesado calor de su camerino, Pedro estaba trabajando. Ella también podía haberse encerrado apaciblemente en su cuarto y escribir. Antes no hubiera dejado de arrojarse con avaricia sobre esas largas horas vacías. El teatro estaba cerrado, tenía tiempo libre y no hacía más que derrocharlo. No era que ya se creyera en vacaciones, pero había perdido totalmente el sentido de las disciplinas pasadas.

—¿Sigue con ganas de ir al cine?

—No sé —dijo Javiera—. Creo que preferiría pasear.

Francisca sintió un rechazo asustado ante ese desierto de aburrimiento tibio que de pronto se extendía ante sus pasos; iba a tener que atravesar sin ayuda esa gran extensión de tiempo. Javiera no estaba muy locuaz, pero su presencia no permitía saborear un verdadero silencio donde ella pudiera estar consigo misma.

—Bueno, pasearemos —dijo Francisca.

La calzada tenía olor a alquitrán, se pegaba a los pies; esos primeros calores tormentosos lo tomaban a uno desprevenido. Francisca se sentía convertida en una masa insulsa de algodón.

—¿Está cansada hoy? —preguntó con voz afectuosa.

—Siempre estoy cansada —dijo Javiera—. Estoy envejeciendo. —Miró a Francisca con ojos dormidos—. Perdóneme, no soy una buena compañera.

—No sea tonta. Bien sabe que siempre estoy contenta de estar con usted —dijo Francisca.

Javiera no respondió a su sonrisa. Ya se había encerrado en sí misma.

Francisca no conseguiría nunca hacerle comprender que no le pedía que desplegara para ella la gracia de su cuerpo ni las seducciones de su espíritu, sino únicamente que la dejara participar en su vida. Durante todo aquel mes, había tratado de acercarse a ella con perseverancia, pero Javiera se obstinaba en seguir siendo esa extraña cuya presencia que se rehusaba extendía sobre Francisca una sombra amenazadora. Había momentos en que Francisca se absorbía en sí misma, y otros en que estaba totalmente entregada a Javiera, pero a menudo volvía a sentir con angustia esa dualidad que una sonrisa maniática le había revelado una noche. La única manera de destruir esa realidad escandalosa habría sido encerrarse con Javiera en una amistad única; en el curso de esas largas semanas, Francisca había sentido la necesidad en forma cada vez más aguda. Pero Javiera nunca se abandonaría.

Un largo canto sollozante traspasó el espesor ardiente del aire; en la esquina de una calle desierta, un hombre sentado en una silla plegable tenía un serrucho entre las rodillas; al gemido del instrumento su voz mezclaba palabras quejumbrosas:

Llueve sobre el camino;

en la noche escucho,

con el corazón roto,

el ruido de tus pasos.

Francisca oprimió el brazo de Javiera, esa música llorona en esa soledad tórrida le parecía la imagen de su corazón. El brazo se quedó contra el suyo, abandonado e insensible; ni siquiera a través de ese hermoso cuerpo tangible se podía alcanzar a Javiera. Francisca tuvo ganas de sentarse en el borde de la acera y de no moverse más.

—Si fuéramos a algún sitio —dijo. Hacía demasiado calor para caminar. Ya no tenía fuerzas para continuar errando al azar bajo este cielo uniforme.

—Sí, quisiera sentarme. ¿Pero adónde podríamos ir?

—¿Quiere que vayamos al café moro que nos gustó una vez? Está muy cerca de aquí.

—Entonces vamos.

Doblaron la esquina: ya resultaba más reconfortante caminar hacia una meta.

—Era la primera vez que pasábamos juntas un hermoso día entero —dijo Francisca—. ¿Se acuerda?

—¡Me parece tan lejos! ¡Qué joven era yo entonces!

—No hace un año —observó Francisca.

Ella también había envejecido desde ese invierno. En aquellos tiempos vivía sin hacerse preguntas, el mundo a su alrededor era vasto y rico y le pertenecía; quería a Pedro y Pedro la quería. A veces, hasta se daba el lujo de encontrar que su dicha era monótona. Empujó la puerta, reconoció las alfombras de lana, las bandejas de cobre, las linternas multicolores; el lugar no había cambiado. La bailarina y los músicos estaban sentados en cuclillas en el nicho del fondo y conversaban entre ellos.

—Qué triste se ha vuelto —dijo Javiera.

—Todavía es temprano, va a llenarse, sin duda. ¿Quiere que vayamos a otra parte?

—No, quedémonos aquí.

Se sentaron en el mismo lugar que la vez anterior, sobre los almohadones rugosos, y pidieron té con menta. De nuevo, al instalarse junto a Javiera, Francisca respiró el olor insólito que la había intrigado en el Dôme.

—¿Con qué se ha lavado hoy la cabeza? —preguntó. Javiera rozó con los dedos un mechón sedoso.

—No me la he lavado —dijo asombrada.

—Huele a farmacia.

Javiera esbozó una sonrisa de inteligencia que reprimió en seguida.

—Ni me toqué el pelo —repitió.

Su rostro se entristeció, y encendió un cigarrillo con un aire un poco fatal.

Francisca posó suavemente la mano sobre su brazo.

—Qué triste está —dijo—. No tiene que abandonarse así.

—¿Qué quiere que haga? No tengo un carácter alegre.

—Pero no hace ningún esfuerzo. ¿Por qué no se ha llevado los libros que preparé para usted?

—No puedo leer cuando estoy siniestra.

—¿Por qué no trabaja con Gerbert? Sería el mejor remedio montar una buena escena.

Javiera se encogió de hombros.

—¡No se puede trabajar con Gerbert! Trabaja por su cuenta, no es capaz de indicar nada, es lo mismo que trabajar con una pared. —Agregó en tono cortante—: Además, no me gusta lo que hace, es mediocre.

—No sea injusta. Le falta un poco de temperamento, pero es inteligente y sensible.

—No basta —dijo Javiera. Su rostro se contrajo—. Odio la mediocridad —dijo con rabia.

—Es joven, no tiene mucho oficio. Pero creo que llegará a algo.

Javiera sacudió la cabeza.

—Si al menos fuera francamente malo, habría esperanza, pero es chato. Es apenas capaz de reproducir exactamente lo que Labrousse le indica.

Javiera tenía muchas quejas contra Gerbert, pero una de las más punzantes era, ciertamente, su admiración por Labrousse. Gerbert pretendía que nunca era tan hosca con él como cuando volvía de ver a Pedro o aun a Francisca.

—Es una lástima —dijo Francisca—. Le cambiaría la vida trabajar un poco.

Miró a Javiera con fatiga. Verdaderamente, no veía qué podía hacer por ella.

De pronto reconoció el olor que se desprendía de Javiera.

—¡Si huele a éter! —dijo con sorpresa. Javiera apartó la cabeza sin contestar.

—¿Qué hace con éter? —preguntó Francisca.

—Nada.

—Pero algo hará.

—Respiré un poco, es agradable.

—¿Es la primera vez o ya lo ha hecho antes?

—Me ha ocurrido algunas veces —dijo Javiera con una mala voluntad estudiada.

Francisca tuvo la impresión de que no le desagradaba ver descubierto su secreto.

—Tenga cuidado. Va a embrutecerse y a estropearse.

—Para lo que tengo que perder…

—¿Por qué hace eso?

—Porque si me emborracho me siento muy enferma.

—Así va a enfermarse todavía más.

—Piense. Basta acercarse un algodón a la nariz y, durante horas, uno ya no se siente vivir.

Francisca le tomó la mano.

—¿Es tan desdichada? —acotó—. ¿Qué le pasa? Dígamelo.

Sabía muy bien lo que hacía sufrir a Javiera, pero no podía hacérselo confesar de golpe.

—Salvo en cuestión de trabajo, ¿se entiende bien con Gerbert? —agregó.

Espió la respuesta con un interés que no nacía únicamente de su interés por Javiera.

—Oh, Gerbert, sí. No cuenta mucho, sabe —respondió Javiera encogiéndose de hombros.

—Sin embargo, le quiere.

—Siempre quiero lo que me pertenece —dijo Javiera. Agregó con aire salvaje—: Es tranquilizador tener algo para una sola. —Su voz se ablandó—. Pero, en fin, es un objeto agradable en mi existencia, nada más.

Francisca se congeló. Se sentía personalmente insultada por el acento desdeñoso de Javiera.

—¿Entonces no está triste a causa de él?

—No.

Tenía un aspecto tan inofensivo y tan lamentable, que la brusca hostilidad de Francisca se disipó.

—¿Tampoco es culpa mía? —preguntó—. ¿Está contenta con nuestras relaciones?

—Sí. —Javiera inició una sonrisa amable que murió en seguida. De pronto su rostro se animó—. Me aburro —dijo con pasión—. Me aburro horriblemente.

Francisca no contestó nada. La ausencia de Pedro era lo que causaba ese vacío en la existencia de Javiera; habría que intentar devolvérselo, pero Francisca temía que fuera imposible. Terminó de beber el té. El café se había llenado un poco y desde hacía un rato los músicos soplaban en sus flautas gangosas; la bailarina se adelantó hasta el centro de la habitación y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

—¡Qué caderas tan anchas tiene! —dijo Javiera con asco—. Ha engordado.

—Siempre fue gorda —dijo Francisca.

—Es posible. Antes se necesitaba tan poco para deslumbrarme. —Recorrió lentamente las paredes con la mirada—. He cambiado mucho.

—Por supuesto todo esto es imitación —dijo Francisca—. Ahora sólo le gusta lo que es verdaderamente bello; no es de lamentar.

—Que va, ahora ya nada me conmueve. —Parpadeó y dijo arrastrando la voz—: Estoy gastada.

—Se complace en pensar eso —respondió Francisca con fastidio—. Pero son palabras: no está gastada, está simplemente triste.

Javiera la miró con aire desdichado.

—Usted se abandona —dijo Francisca más gentilmente—. No debe continuar así. Mire, primero va a prometerme no tomar más éter.

—Pero no se da cuenta. Son terribles esos días que no terminan nunca.

—Es serio, sabe. Va a destruirse totalmente si no se detiene.

—Nadie perderá gran cosa.

—En todo caso, yo —dijo Francisca tiernamente.

—¡Oh! —exclamó Javiera con aire incrédulo.

—¿Qué quiere decir?

—Ya no debe estimarme tanto.

Francisca se sintió desagradablemente sorprendida. Javiera no solía parecer conmovida por su ternura, pero, por lo menos, nunca había parecido dudar de ella.

—¡Cómo! —dijo Francisca—. Bien sabe hasta qué punto la he estimado siempre.

—Antes sí tenía buena opinión de mí —dijo Javiera.

—¿Y por qué ahora menos?

—Es una impresión —dijo Javiera vagamente.

—Sin embargo, nunca nos hemos visto más, nunca he buscado una intimidad más profunda con usted —dijo Francisca, desconcertada.

—Porque me tiene lástima —Javiera rio dolorosamente—. He llegado a ser eso: alguien de quien se tiene lástima.

—Es inexacto. ¿Quién le ha metido eso en la cabeza? Javiera miró con aire obstinado la punta de su cigarrillo.

—Explíquese —dijo Francisca—. No se afirman semejantes cosas sin motivos.

Javiera vaciló y de nuevo Francisca creyó sentir que a través de sus reticencias y de sus silencios, Javiera había llevado a su antojo esa conversación.

—Sería natural que usted se sintiera asqueada de mí —dijo Javiera—. Tiene buenas razones para despreciarme.

—Siempre esa vieja historia. ¡Pero nos habíamos explicado tan bien!

Comprendí muy bien que usted no hubiera querido hablarme en seguida de sus relaciones con Gerbert, y usted admitió que, en mi lugar, habría guardado silencio como yo.

—Sí —dijo Javiera.

Francisca lo sabía, con ella ninguna explicación era definitiva. Javiera todavía debía de despertarse furiosa por la noche recordando con qué tranquilidad Francisca la había engañado durante tres días.

—Labrousse y usted piensan a tal punto las mismas cosas —agregó Javiera—. El tiene una idea tan vil de mí.

—Eso es cosa suya —dijo Francisca.

Esas palabras le costaban un esfuerzo, era renegar de Pedro y, sin embargo, no expresaban más que la verdad, pues se había negado rotundamente a tomar partido por él.

—Usted me cree demasiado susceptible de dejarme influir —dijo—. Por otra parte, casi nunca me habla de usted.

—Debe de odiarme tanto —dijo Javiera con tristeza. Hubo un silencio.

—¿Y usted le odia? —preguntó Francisca.

Se sintió oprimida; toda esa conversación no había tenido otro fin que sugerirle esa pregunta; empezaba a entrever hacia qué salida estaba encaminándose.

—¿Yo? —dijo Javiera. Le lanzó a Francisca una mirada suplicante—. Yo no le odio.

—Está convencido de lo contrario —dijo Francisca. Dócil al deseo de Javiera, continuó—: ¿Aceptaría volver a verle? Javiera se encogió de hombros.

—El no tiene ganas.

—No sé. Si supiera que usted le añora, las cosas cambiarían.

—Naturalmente, le añoro —dijo Javiera lentamente, con falsa soltura—: Se imagina que Labrousse no es alguien al que se pueda dejar de ver sin echarle de menos.

Francisca observó durante un instante la cara pálida de la que se escapaban efluvios farmacéuticos; ese orgullo que Javiera conservaba en su desesperación era tan lamentable, que Francisca dijo casi a pesar de ella:

—Tal vez yo podría tratar de hablarle.

—No servirá de nada.

—No es seguro.

Ya estaba; la decisión se había tomado por sí misma y Francisca sabía que ahora ya no podría dejar de ejecutarla. Pedro la escucharía con mala cara, le contestaría sin dulzura y sus frases hirientes servirían para revelarle a él mismo la extensión de su enemistad. Bajó la cabeza abrumada.

—¿Qué le dirá? —dijo Javiera con voz insinuante.

—Que hemos hablado de él. Que usted no manifestó ningún odio, sino lo contrario. Que si él olvidara su agravio, usted, por su parte, se sentiría feliz de recobrar su amistad.

Miró vagamente un tapiz abigarrado. Pedro afectaba desinteresarse de Javiera, pero en cuanto se pronunciaba su nombre se lo sentía al acecho. Una vez se habían cruzado por la calle Celambre, y Francisca había visto pasar por sus ojos un deseo desesperado de correr tras ella. Quizás aceptara volver a verla para torturarla más de cerca, quizá entonces ella lo reconquistara. Pero ni el haber saciado su rencor, ni la resurrección de su amor inquieto la acercarían a Francisca. El único acercamiento posible habría sido mandar a Javiera a Rúan y empezar una nueva vida sin ella.

Javiera sacudió la cabeza.

—No vale la pena —dijo con dolorosa resignación.

—Puedo intentarlo.

Javiera se encogió de hombros como si declinara toda la responsabilidad.

—Haga lo que quiera —respondió.

Francisca tuvo un impulso de ira. Javiera la había llevado hasta ese punto con su olor a éter y su mirada que partía el alma, y ahora se retiraba como de costumbre, con una altiva indiferencia, evitándose así la vergüenza de un fracaso o de un deber de gratitud.

—Voy a intentarlo —dijo Francisca.

Ya no tenía ninguna esperanza de lograr con Javiera esa amistad que habría podido salvarla, pero al menos habría hecho todo por merecerla.

—Dentro de un rato hablaré con Pedro —dijo.

Cuando Francisca entró en el camerino de Pedro, él estaba todavía sentado ante su mesa de trabajo, con la pipa entre los dientes, hirsuto y con aire alegre.

—Qué estudioso estás —dijo ella—. ¿No te has movido en todo este tiempo?

—Ya verás. Creo que he trabajado bien —Pedro giró sobre su silla—: ¿Y tú? ¿Lo pasaste bien? ¿Era un buen programa?

—No fuimos al cine, era de esperar. Hemos paseado por las calles, hacía un calor bochornoso. —Francisca se sentó en un almohadón junto a la puerta de la terraza; el aire había refrescado un poco, las copas de los plátanos se estremecían débilmente—. Estoy contenta de salir un poco con Gerbert, ya estoy harta de París.

—Voy a volver a pasar los días temblando —dijo Pedro—. Me mandarás muy juiciosamente todas las noches un telegrama: «Todavía no estoy muerta».

Francisca le sonrió. Pedro estaba satisfecho de su día, tenía el rostro alegre y tierno; había días así, en los que uno hubiera podido creer que nada había cambiado desde el verano anterior.

—No tienes nada que temer —dijo Francisca—. Todavía en esta época no se hace verdadero alpinismo. Iremos a los Cevenas o al Cantal.

—No vais a pasaros la noche haciendo planes —dijo Pedro en tono temeroso.

—No tengas miedo, nos apiadaremos de ti —Francisca sonrió de nuevo un poco tímidamente—. También nosotros dos tendremos muchos planes que hacer.

—Es verdad, dentro de un mes escaso nos vamos.

—Y habrá que terminar por decidir adónde.

—Creo que de todas maneras nos quedaremos en Francia. Debemos prepararnos para un período de tensión a mediados de agosto, y aun si no pasa nada, no sería agradable encontrarnos en el otro extremo del mundo.

—Habíamos hablado de Cordes y del Mediodía —dijo Francisca. Agregó riendo—: Indudablemente habrá un poco de paisaje, pero veremos un montón de pequeñas ciudades. ¿Te gustan las pequeñas ciudades?

Miró a Pedro con esperanza; cuando estuvieran los dos solos, lejos de París, quizá ya no perdiera en ningún momento ese aire misterioso y sereno. No veía el momento de llevárselo por largas semanas.

—Me encantaría pasearme contigo por Albi, por Cordes, por Tolosa —dijo Pedro—. Y verás cómo, de tanto en tanto, haré honestamente una larga caminata.

—Yo me quedaré en los cafés, sin rezongar, todo el tiempo que quieras —dijo Francisca riendo.

—¿Qué harás con Javiera? —preguntó Pedro.

—Su familia acepta recibirla durante las vacaciones: irá a Rúan, no le vendrá mal rehacer su salud.

Francisca apartó la cabeza. Si Pedro se reconciliaba con Javiera, ¿qué sería de todos esos proyectos dichosos? Podría renacer su pasión por ella y hacer resucitar el trío; habría que llevarla con ellos de viaje. La garganta de Francisca se contrajo; nunca había deseado nada tanto como esa larga soledad de ellos dos.

—¿Está enferma? —dijo Pedro fríamente.

—No está muy bien.

No había que hablar; había que dejar que el odio de Pedro muriera lentamente en la indiferencia; ya estaba en vías de curarse. Un mes todavía, y bajo el cielo del Mediodía, ese año agitado no sería más que un recuerdo. Bastaba con no agregar nada y cambiar de tema. Ya Pedro abría la boca, iba a hablar de otra cosa, pero ella se anticipó.

—¿No sabes lo que se le ha ocurrido? Se ha dedicado al éter.

—Ingenioso. ¿Con qué fin?

—Es terriblemente desdichada. Era más fuerte que ella, temblaba ante el peligro, pero la atraía irresistiblemente, nunca había sabido mantenerse en conductas prudentes.

—Pobrecita —dijo Pedro con ironía—. ¿Y qué le pasa? Francisca enrolló un pañuelo entre sus manos húmedas.

—Dejaste un vacío en su vida —dijo en un tono alegre que sonó a falso.

El rostro de Pedro se endureció.

—Lo lamento. ¿Pero qué quieres que haga?

Francisca apretó el pañuelo con más fuerza; cómo dolía todavía la herida. A las primeras palabras, Pedro se había puesto a la defensiva; ella ya no hablaba con un amigo. Hizo acopio de valor.

—¿No encaras en absoluto la posibilidad de volver a verla? Pedro la miró fríamente.

—¡Ah! —exclamó—. Te encargó que me sondearas. La voz de Francisca se endureció a su vez.

—Yo se lo propuse cuando entendí que te echaba de menos.

—Ya veo. Te destrozó el corazón con sus comedias de eterómana.

Francisca enrojeció. Sabía que había habido mucha complacencia en la tragedia de Javiera y que ella se había dejado manejar, pero ante el tono cortante de Pedro, se obstinó.

—Es demasiado fácil —dijo—. Que no te importe la suerte de Javiera, lo acepto, pero el hecho es que por culpa tuya está por el suelo.

—¡Por mi culpa! —dijo Pedro—. ¡Verdaderamente eres increíble! —Se levantó y fue a plantarse ante Francisca burlándose—. ¿Quieres que cada noche la lleve de la mano a la cama de Gerbert? ¿Necesita eso para sentir su alma serena?

Francisca hizo un esfuerzo por sobreponerse, no ganaría nada enojándose.

—Bien sabes que le dijiste cosas tan crueles, que ni siquiera una persona menos orgullosa que ella hubiera vuelto a levantarse. Sólo tú puedes borrarlas.

—Discúlpame. No te impido que practiques el perdón de las ofensas, pero yo no me siento con vocación de hermana de la caridad.

Francisca se sintió herida en lo más hondo por ese tono desdeñoso.

—Después de todo, no era un crimen tan grande acostarse con Gerbert; era libre, no te había prometido nada. Fue penoso, pero bien sabes que te resignarías, si quisieras. —Se echó sobre un sillón—. Me parece sexual y mezquino ese rencor que le guardas. Eres el tipo que odia a la mujer que no ha poseído. Me parece indigno de ti.

Esperó con inquietud. Había dado en el blanco. Un resplandor de odio cruzó por los ojos de Pedro.

—No le perdono que haya sido coqueta y traidora. ¿Por qué me dejó besarla?

¿Por qué todas esas tiernas sonrisas? ¿Por qué pretendió quererme?

—Pero era sincera, te quiere —dijo Francisca. Recuerdos dolorosos volvían a su corazón—. Y tú mismo exigiste su amor. Bien sabes que se quedó muy desorientada cuando pronunciaste esa palabra por primera vez.

—¿Insinúas que no me quería?

Nunca hasta ahora había mirado a Francisca con una hostilidad tan decidida.

—No digo eso —dijo Francisca—. Digo que hay algo forzado en ese amor, en el sentido en que se fuerza el florecimiento de una planta. Reclamabas siempre más, en intimidad, en intensidad.

—Reconstruyes en forma curiosa la historia —dijo Pedro con una sonrisa malévola—. Fue ella quien se mostró tan exigente que hubo que detenerla, porque me pedía nada menos que sacrificarte.

De golpe Francisca se demudó. Era verdad, por lealtad hacia ella, Pedro había perdido a Javiera. ¿Había llegado a añorarla? ¿Lo que había hecho en un impulso tan espontáneo se lo reprochaba ahora?

—Estaba dispuesta a quererme con pasión si lograba tenerme exclusivamente para ella —agregó Pedro—. Se acostó con Gerbert para castigarme por no pisotearte. Confiesa que todo esto es más bien feo. Me sorprende que te pongas de su parte.

—No me pongo de parte de ella —dijo Francisca débilmente. Sintió que empezaban a temblarle los labios. Con una palabra, Pedro había despertado en ella punzantes rencores. ¿Por qué se obstinaba en ponerse del lado de Javiera?—. Es tan desdichada —murmuró.

Apretó los dedos contra sus párpados; no quería llorar, pero se encontraba de pronto hundida en una desesperación sin fondo, ya no veía nada, estaba cansada de tratar de orientarse. Todo cuanto sabía era que quería a Pedro y sólo a él.

—¿Crees que yo soy tan feliz? —dijo Pedro.

Francisca sintió un desgarramiento tan agudo que un grito le subió hasta los labios; apretó los dientes, pero las lágrimas surgieron. Todo el sufrimiento de Pedro afluía a su corazón; nada más contaba en el mundo salvo su amor. Durante todo ese mes la había necesitado y ella lo había dejado debatirse solo; era demasiado tarde para pedirle perdón, se había alejado demasiado de él para que todavía deseara su ayuda.

—No llores —dijo Pedro un poco impaciente. La miraba sin simpatía; ella sabía muy bien que después de haberse alzado contra él, no tenía derecho a infligirle además sus lágrimas, pero se sentía convertida en un caos de dolor y de remordimiento—. Por favor, cálmate —dijo Pedro.

Ella no podía calmarse, lo había perdido por su culpa, no le bastaría toda su vida para llorarlo. Hundió el rostro entre las manos. Pedro caminaba a través del cuarto, pero ella no se ocupaba más de él, había perdido todo dominio sobre su cuerpo y se le escapaban los pensamientos, ya no era sino una vieja máquina descompuesta.

De pronto, sintió la mano de Pedro sobre su hombro. Alzó los ojos.

—Me odias ahora —dijo Francisca.

—Claro que no, no te odio —dijo él con una sonrisa forzada. Ella se prendió de su mano.

—¿Sabes? —dijo con voz entrecortada—. No soy tan amiga de Javiera, pero me siento tan responsable; hace diez meses era joven, apasionada, llena de esperanzas, ahora es un desecho.

—En Rúan también era lamentable, hablaba todo el tiempo de matarse —dijo Pedro.

—No era lo mismo —repuso Francisca.

Sollozó nuevamente. Era torturante; en cuanto volvía a ver la faz pálida de Javiera, no podía seguir resuelta a sacrificarla, ni siquiera por la felicidad de Pedro.

Por un momento permaneció inmóvil, con la mano pegada a esa mano que descansaba inerte sobre su hombro. Pedro la miraba; por fin dijo:

—¿Qué quieres que haga? —Tenía el rostro crispado. Francisca le soltó la mano y se enjugó los ojos.

—No quiero nada más —dijo.

—¿Pero qué querías hace un rato? —dijo, dominando apenas su impaciencia.

Se levantó y caminó hacia la terraza. Tenía miedo de pedirle algo; lo que le concediera sin ganas sólo serviría para separarlos más; volvió hacia él.

—Pensaba que si la vieras, quizá volverías a sentir amistad por ella; y te quiere tanto. Pedro cortó la explicación.

—Está bien, la veré.

Fue a apoyarse en la balaustrada y Francisca le siguió. Con la cabeza gacha, contemplaba el terraplén donde saltaban algunas palomas. Francisca miró su nuca redonda. De nuevo la desgarró el remordimiento; mientras él se aplicaba honestamente a recobrar la paz, ella venía a arrojarlo nuevamente a la tormenta.

Volvió a ver la sonrisa alegre con que la había recibido; ahora tenía ante ella a un hombre lleno de amargura, que se disponía a soportar con una docilidad sublevada una exigencia a la cual no consentía. A menudo le había pedido cosas a Pedro, pero en ese tiempo de unión, nunca podían sentir como un sacrificio nada que uno le pidiera al otro. Esta vez había puesto a Pedro en la situación de ceder ante ella con rencor. Se tocó las sienes. Le dolía la cabeza y le ardían los ojos.

—¿Qué hace Javiera esta noche? —preguntó Pedro bruscamente. Francisca se estremeció.

—Nada, que yo sepa.

—Bien, entonces llámala por teléfono. Ya que estoy en esto, prefiero terminarlo lo antes posible.

Pedro se mordió una uña nerviosamente. Francisca se dirigió al teléfono.

—¿Y Gerbert?

—Lo verás sin mí.

Francisca marcó el número del hotel. Reconocía esa barra de hierro que le cerraba el estómago; todas las antiguas angustias iban a renacer. Jamás Pedro tendría con Javiera una amistad tranquila; ya su precipitación anunciaba tormentas futuras.

—Hola, ¿puede llamar a la señorita Pagés? —dijo.

—En seguida, no cuelgue.

Oyó el ruido de los tacones sobre el piso y un rumor: gritaban el nombre de Javiera en la escalera. El corazón de Francisca empezó a latir con violencia, la nerviosidad de Pedro se apoderaba de ella.

—Hola —dijo la voz inquieta de Javiera. Pedro tomó el receptor.

—Habla Francisca. ¿Está libre esta noche?

—Sí, ¿por qué?

—Labrousse me manda preguntarle si puede ir a verla. No hubo respuesta.

—Hola —repitió Francisca.

—¿Venir ahora? —preguntó Javiera.

—¿Le molesta?

—No, no me molesta.

Francisca se quedó un momento sin saber qué decir.

—Entonces, entendido —dijo—. Va en seguida.

Colgó el receptor.

—Me haces cometer una tontería —observó Pedro—. No tenía ganas de que yo fuera.

—Creo más bien que estaba emocionada. Callaron; el silencio se prolongó un largo rato.

—Voy a ir —dijo Pedro.

—Después entra en mi cuarto para decirme cómo anduvieron las cosas.

—Entendido, hasta esta noche. Creo que te veré temprano.

Francisca se acercó a la ventana y lo miró cruzar la plaza, luego volvió a sentarse en el sillón y se quedó ahí, postrada. Le pareció que acababa de elegir definitivamente y había elegido la desdicha. Se sobresaltó; llamaban a la puerta.

—Entre —dijo.

Gerbert entró. Francisca vio con asombro el rostro joven encuadrado por el pelo negro y liso como el pelo de una china. Ante la blancura de esa sonrisa, las sombras amontonadas en su corazón se desgarraron. Recordaba de pronto que había en el mundo cosas para amar que no eran ni Javiera ni Pedro. Había cimas nevadas, pinos llenos de sol, hosterías, rutas, gente e historias. Estaban esos ojos sonrientes que se posaban sobre ella con amistad.

Francisca abrió los ojos y volvió a cerrarlos en seguida; amanecía. Estaba segura de no haber dormido. Había oído sonar todas las horas y, sin embargo, le parecía haberse acostado hacía unos instantes. Cuando había vuelto a medianoche, después de haber elaborado con Gerbert un plan de viaje detallado, Pedro todavía no había llegado, había leído durante algunos minutos y después había apagado la luz y buscado el sueño. Era natural que la explicación con Javiera se hubiera prolongado. No quería hacerse preguntas, no quería sentir de nuevo un torno que le apretaba la garganta, no quería esperar. No había conseguido dormirse, pero se había deslizado en una modorra donde los ruidos, las imágenes, repercutían al infinito como en el tiempo afiebrado de su enfermedad; las horas le habían parecido cortas. Quizá llegara a atravesar sin angustia el fin de la noche.

Se estremeció. Oía pasos en la escalera; los peldaños crujían demasiado pesadamente, no era Pedro; ya los pasos continuaban hacia los pisos superiores.

Se volvió hacia la pared; si empezaba a espiar los rumores de la noche, a contar los minutos, iba a ser infernal, quería conservarse serena. Ya era mucho estar acostada en su cama bien caliente; en ese instante había vagabundos acostados en las pesadas aceras de los mercados, y viajeros cansados de pie en los corredores de los trenes, y soldados de guardia en las puertas de los cuarteles.

Se ovilló todavía más entre las sábanas. Seguramente, en el curso de esas largas horas, Pedro y Javiera se habían odiado más de una vez, luego reconciliado, pero ¿cómo saber si en esa aurora naciente triunfaba el amor o el odio? Veía una mesa roja en una gran sala casi desierta y, encima de los vasos vacíos, dos rostros tan pronto extáticos, tan pronto furiosos. Trató de fijar una a una cada imagen; ninguna encerraba amenazas: en el punto en que estaban las cosas ya no quedaba nada que pudiera ser amenazado. Pero habría habido que detenerse en una de ellas con certidumbre. Era ese vacío indeciso que terminaba por enloquecer el corazón.

El cuarto estaba débilmente iluminado; dentro de un rato, Pedro llegaría, pero no era posible instalarse por anticipado en ese minuto que su presencia llenaría, ni siquiera podía sentirse llevada hacia él, pues su lugar todavía no estaba fijado.

Francisca había conocido esperas que se parecían a carreras enloquecidas, pero aquí pataleaba en el mismo lugar. Esperas, huidas, todo el año había transcurrido así. Y ahora, ¿qué había que volver a esperar? ¿Un equilibrio dichoso del trío? ¿Su ruptura definitiva? Ni una ni otra cosa sería nunca posible, puesto que no había modo de hacer una alianza con Javiera ni de liberarse de ella. Ni siquiera el exilio suprimiría esa existencia que no se dejaba agregar. Francisca recordaba cómo la había negado al principio con su indiferencia; pero la indiferencia no había sido vencida; la amistad acababa de fracasar. No quedaba salvación. Uno podía huir, pero habría que volver y serían otras esperas y otras huidas sin fin.

Francisca tendió el brazo hacia el despertador. Las siete. Afuera era de día.

Todo su cuerpo estaba ya alerta y la inmovilidad se convertía en aburrimiento.

Apartó las sábanas y empezó a arreglarse. Advirtió con sorpresa que, una vez de pie, a la luz del día, tenía ganas de llorar. Se lavó, se pintó y se vistió lentamente.

No se sentía nerviosa, pero no sabía qué hacer consigo misma. Una vez vestida, se tendió de nuevo sobre la cama; en ese instante, en ninguna parte del mundo había un lugar para ella. Nada la atraía afuera, pero aquí nada la retenía, salvo una ausencia; ya no era más que una llamada hueca separado de toda plenitud y de toda presencia hasta el punto de que las paredes mismas de su cuarto la asombraban. Francisca se irguió. Esta vez reconoció el paso. Se compuso el rostro y saltó hacia la puerta. Pedro le sonrió.

—¿Ya estás levantada? Espero que no te habrás preocupado.

—No —dijo Francisca—. Pensaba que teníais tantas cosas que deciros. —Le miró en los ojos. Era evidente que él no salía de la nada. En la tez brillante, en la mirada animada, en los gestos, se reflejaba la plenitud de las horas que acababa de vivir.

—¿Y? —preguntó ella.

Pedro cobró un aire confuso y alegre que Francisca conocía bien.

—Entonces, todo vuelve a empezar —dijo. Tocó el brazo de Francisca—. Te lo contaré en detalle, pero Javiera nos espera para desayunar, le dije que volvíamos en seguida.

Francisca se puso una chaqueta. Acababa de perder su última oportunidad de reconquistar con Pedro una intimidad apacible y pura, pero apenas se había atrevido a creer durante algunos minutos, en esa oportunidad; ahora estaba demasiado cansada para el pesar o para la esperanza. Bajó la escalera; la idea de encontrarse nuevamente en un trío sólo despertaba en ella una ansiedad resignada.

—Resume en pocas palabras lo que ocurrió —dijo.

—Y bien, anoche fui a su hotel. Sentí en seguida que estaba emocionada y eso me emocionó. Nos quedamos allí un rato conversando tontamente de cosas fútiles y después fuimos al Pôle Nord y tuvimos una larga explicación. —Pedro calló un instante y agregó con ese tono fatuo y nervioso que siempre le había resultado penoso a Francisca—: Tengo la impresión de que no se necesitaría mucho para que abandone a Gerbert.

—¿Le pediste que rompiera?

—No quiero ser la quinta rueda del carro.

A Gerbert no le había inquietado la pelea de Pedro y de Javiera; siempre le había parecido que esa amistad descansaba sólo sobre un capricho e iba a sentirse muy mortificado al saber la verdad. En el fondo, habría sido mejor que Pedro lo pusiera desde el principio al corriente de la situación. Gerbert habría renunciado sin esfuerzo a conquistar a Javiera; ahora no estaba muy enamorado de ella, pero, sin duda, le sería desagradable perderla.

—Cuando te hayas ido de viaje —agregó Pedro—, tomaré a Javiera entre manos y al cabo de una semana, si la cuestión no se ha resuelto, le exigiré que elija.

—Sí —dijo Francisca. Vaciló—. Tendrás que explicarle todo a Gerbert, si no, parecerás un cochino.

—Se lo explicaré —dijo Pedro resueltamente—. Le diré que no quise usar mi autoridad con él, pero que me pareció tener derecho a luchar de igual a igual. —Miró a Francisca sin mucha seguridad—. ¿No estás de acuerdo?

—Puede pasar —dijo Francisca.

En un sentido, era verdad que Pedro no tenía ninguna razón para sacrificarse por Gerbert, pero tampoco Gerbert había merecido la dura decepción que le esperaba. Francisca empujó un guijarro con el pie. Sin duda había que renunciar a encontrar la solución justa para ningún problema; desde hacía un tiempo parecía que cualquiera fuera el partido que se tomaba, siempre se estaba equivocado. Y, por otra parte, a nadie le importaba mucho saber lo que estaba bien o mal, ella misma se desinteresaba de la cuestión.

Entraron en el Dôme. Javiera estaba sentada a una mesa, mirando hacia abajo. Francisca le rozó el hombro.

—Buenos días —dijo sonriendo.

Javiera se estremeció y alzó hacia Francisca un rostro perdido, luego sonrió a su vez, con esfuerzo.

—No pensé que fuera usted —dijo.

Francisca se sentó a su lado. Algo en esa acogida le era dolorosamente familiar.

—¡Qué lozana está! —dijo Pedro.

Javiera debía de haber aprovechado la ausencia de Pedro para arreglarse cuidadosamente la cara; tenía la tez lisa y clara, los labios brillantes, el pelo lustroso.

—Sin embargo, estoy cansada —dijo Javiera. Miró a Francisca, luego a Pedro y se puso la mano ante la boca para ahogar un bostezo—. Hasta creo que tengo ganas de ir a dormir —dijo con un aire confuso y tierno que no iba dirigido a Francisca.

—¿Ahora? —dijo Pedro—. Tiene todo el día por delante. El rostro de Javiera se cerró.

—Pero me siento incómoda —dijo. Un estremecimiento de sus brazos hizo flotar las anchas mangas de su blusa—. Es desagradable conservar el mismo traje durante horas.

—Tome por lo menos un café con nosotros —casi rogó Pedro en tono decepcionado.

—Si quiere… —dijo Javiera.

Pedro pidió tres cafés. Francisca tomó un croissant y empezó a comerlo a pedacitos. No tenía valor para intentar una frase amable, había vivido esa escena ya más de veinte veces, se sentía asqueada de antemano por ese tono amable, esas sonrisas alegres que sentía al borde de sus labios y ese despecho irritado que subía en ella. Javiera se miraba los dedos con aire dormido. Durante un largo rato nadie dijo una palabra.

—¿Qué hiciste con Gerbert? —preguntó Pedro.

—Comimos en la Grille y organizamos nuestro viaje —respondió Francisca—. Creo que nos iremos pasado mañana.

—Van a volver a trepar por las montañas —acotó Javiera con aire triste.

—Sí —dijo Francisca secamente—. ¿Le parece absurdo?

—Si les divierte… —dijo.

Nuevo silencio. Pedro miró a una tras otra con aire inquieto.

—Las dos parecen tan dormidas —dijo con reproche.

—No es una buena hora para ver gente —replicó Javiera.

—Sin embargo, recuerdo un momento muy agradable que pasamos aquí a la misma hora —dijo Pedro.

—Oh, no era tan agradable —dijo Javiera.

Francisca recordaba muy bien esa mañana, su olor de pelea; allí, por primera vez, los celos de Javiera se habían declarado abiertamente. Después de todos sus esfuerzos para desarmarla, hoy volvía a encontrarla intacta. En ese instante no era solamente su presencia, era su existencia misma lo que Javiera hubiera querido borrar.

Javiera apartó su vaso.

—Me voy —dijo con decisión.

—Sobre todo, descanse bien —dijo Francisca en tono irónico. Javiera le tendió la mano sin contestar, le sonrió vagamente a Pedro y cruzó rápidamente el café.

—Es una derrota —dijo Francisca.

—Sí —Pedro parecía contrariado—. Sin embargo, pareció muy contenta cuando le pedí que nos esperara.

—Sin duda no tenía ganas de separarse de ti —dijo Francisca. Tuvo una risita—. Pero algo la golpeó cuando me vio ante ella.

—Va a ser nuevamente infernal —Pedro observó con aire sombrío la puerta por la cual Javiera había salido—. Me pregunto si vale la pena volver a empezar; nunca lograremos nada.

—¿En qué tono te habló de mí? Pedro vaciló.

—Parecía estar bien contigo.

—Pero ¿qué más? —Miró con fastidio el rostro perplejo de Pedro. Ahora era él quien se creía obligado a tratarla con cuidado—. ¿Tiene alguna queja contra mí?

—Parece tenerte un poco de rencor —confesó Pedro—. Creo que se da cuenta de que no la quieres con pasión. Francisca se puso rígida.

—¿Qué dice exactamente?

—Me dijo que yo era la única persona que no pretendía tratar sus humores con duchas frías. —Bajo la influencia de la voz de Pedro asomaba una leve satisfacción de haberse sentido irreemplazable hasta ese punto—. Y después, en un momento dado, me declaró con aire encantado: Usted y yo no somos criaturas morales, somos capaces de hacer actos sucios. Y como yo protestase, agregó: Usted quiere parecer moral a causa de Francisca, pero en el fondo es tan traidor como yo y tiene el alma igualmente negra.

Francisca se ruborizó. Empezaba ella también a sentir como una tara ridícula esa moralidad legendaria de la cual uno se ríe a solas, con indulgencia; tal vez no pasaría mucho más tiempo antes de que ella se liberara. Miró a Pedro; su rostro tenía una expresión indecisa que no reflejaba una conciencia muy buena, se veía que las palabras de Javiera lo habían halagado vagamente.

—Supongo que me reprocha como una prueba de tibieza esta tentativa de reconciliación —dijo.

—No sé.

—¿Qué más pasó? —preguntó Francisca. Y agregó con impaciencia—: dilo todo.

—Hizo una alusión rencorosa a lo que ella llama amores de abnegación.

—¿Cómo es eso?

—Me exponía su carácter y me dijo con una humildad fingida: Sé que a veces soy muy molesta para la gente, pero ¿qué quiere? Yo no estoy hecha para los amores de abnegación.

Francisca quedó desconcertada; era una perfidia de doble filo: Javiera le reprochaba a Pedro que siguiera siendo sensible a un amor tan triste, y por su propia cuenta lo rechazaba ásperamente. Francisca había estado lejos de sospechar la extensión de esa hostilidad donde se mezclaban los celos y el despecho.

—¿Es todo? —preguntó.

—Me parece —respondió Pedro.

No era todo, pero Francisca se sintió de pronto cansada de interrogar. Ya sabía lo bastante para sentir en la boca el gusto pérfido de esa noche en que el rencor triunfante de Javiera le había arrancado a Pedro mil pequeñas traiciones.

—Además, me importan un bledo sus sentimientos —dijo.

Era verdad. En ese punto extremo de la desdicha, de pronto ya nada tenía importancia. A causa de Javiera había estado a punto de perder a Pedro, y Javiera no le daba a cambio sino desdén y celos. Apenas reconciliada con Pedro, Javiera había intentado establecer entre ellos una complicidad solapada de la cual él se defendía a medias. Ese abandono en que ambos dejaban a Francisca era una desolación tan total, que ni siquiera quedaba lugar para la ira ni para las lágrimas.

Francisca ya no esperaba nada de Pedro y su indiferencia ya no la conmovía. Frente a Javiera, sentía con una especie de alegría levantarse en ella algo negro y amargo que todavía no conocía y que era casi una liberación: poderoso, libre, floreciendo por fin sin impedimentos: era el odio.