VI

Francisca echó una última mirada hacia Eloy y Tedesco, que proseguían sobre el escenario un diálogo apasionado.

—Me voy —susurró.

—¿Hablarás con Javiera? —dijo Pedro.

—Sí, te lo he prometido.

Miró a Pedro con dolor. Javiera se obstinaba en huir de él y él se empeñaba en tener una explicación con ella; su nerviosidad no había cesado de aumentar durante esos tres días. Cuando no divagaba sobre los sentimientos de Javiera, caía en negros silencios; a su lado, las horas eran tan pesadas que Francisca había visto con alivio, como una especie de pretexto, el ensayo de esa tarde.

—¿Cómo sabré si acepta? —dijo Pedro.

—Ya verás a las ocho si está o no está.

—Pero será insoportable esperar sin saber.

Francisca se encogió de hombros con impotencia. Estaba casi segura de que sería una gestión vana, pero, si se lo decía a Pedro, dudaría de su buena voluntad.

—¿Dónde tienes que encontrarte con ella? —dijo Pedro.

—En los Deux Magots.

—Bueno, telefonearé allí dentro de una hora; me dirás lo que ha decidido.

Francisca contuvo una respuesta. Ya tenía demasiadas oportunidades de contradecir a Pedro y ahora, en sus menores discusiones, había algo áspero y desconfiado que le retorcía el corazón.

—Entendido —dijo.

Se levantó y salió por el pasillo central. Pasado mañana sería el ensayo general; no le importaba nada, ni a Pedro tampoco. Ocho meses antes, en esa misma sala, terminaban de ensayar Julio César. En la penumbra se distinguían las mismas cabezas rubias y morenas; Pedro estaba sentado en la misma butaca, con los ojos fijos en el escenario iluminado, como hoy, por las luces de los reflectores. ¡Pero todo se había vuelto tan diferente! Antes, una sonrisa de Canzetti, un gesto de Paula, el pliegue de un vestido, eran el reflejo o el esbozo de una historia cautivante; una inflexión de voz, el color de un matorral, se desprendían con un brillo afiebrado contra un vasto horizonte de esperanza; entre la sombra de las butacas rojas se ocultaba todo un porvenir. Francisca salió del teatro. La pasión había marchitado las riquezas del pasado, y en ese presente árido no había nada que amar, nada en qué pensar. Las calles se habían despojado de los recuerdos y de las promesas que antes prolongaban al infinito sus existencias; ya no eran, bajo el cielo incierto agujereado por breves manchas azules, sino distancias que salvar.

Francisca se sentó en la terraza del café; en el aire flotaba un olor húmedo de cáscara de nuez; era la época en que, otros años, uno empezaba a pensar en rutas ardientes, en picos sombríos. Francisca evocó el rostro bronceado de Gerbert, su largo cuerpo encorvado bajo una mochila. ¿Cómo estaba con Javiera? Francisca sabía que había ido a buscarle la misma tarde de la noche trágica y que habían hecho las paces; aunque seguía afectando respecto a Gerbert la mayor indiferencia.

Javiera confesaba que le veía a menudo. ¿Qué sentía él por ella?

—Salud —dijo Javiera alegremente. Se sentó y colocó ante Francisca un ramito de muguete—. Es para usted —dijo.

—Qué buena es —dijo Francisca.

—Tiene que ponérselo en la blusa —agregó Javiera.

Francisca obedeció sonriendo. No ignoraba que ese afecto confiado que reía en los ojos de Javiera era sólo un espejismo; a Javiera no le importaba nada ella y le mentía tranquilamente. Detrás de sus sonrisas engañadoras quizá había remordimientos y, seguramente, una satisfacción encantada ante la idea de que Francisca se dejara engañar sin resistencia; sin duda, Javiera también buscaba una alianza contra Pedro. Pero por impuro que fuera su corazón, Francisca era sensible a la seducción de su rostro traidor. Con su blusa escocesa de colores claros, Javiera tenía un aspecto muy primaveral; una límpida alegría animaba sus rasgos sin misterio.

—Qué tiempo espléndido. Estoy encantada conmigo misma: caminé dos horas como un hombre y no estoy cansada.

—Yo lo lamento —dijo Francisca—. No aproveché nada de sol; pasé la tarde entera en el teatro.

Su corazón se oprimió; habría querido abandonarse a las ilusiones encantadoras que Javiera creaba para ella con tanta gracia; se hubieran hecho confidencias, hubieran bajado hacia el Sena a pasitos cortos, cambiando frases tiernas. Pero hasta esa frágil dulzura le era negada, en seguida habría que entablar una discusión erizada de espinas que alteraría la sonrisa de Javiera y haría hervir mil venenos ocultos.

—¿Y aquello marcha? —preguntó Javiera con un interés solícito.

—No está mal; creo que aguantará tres o cuatro semanas, el tiempo necesario para terminar la temporada.

Francisca tomó un cigarrillo y lo giró entre sus dedos.

—¿Por qué no viene a los ensayos? Labrousse volvió a preguntarme si había decidido no verle más.

Javiera frunció la cara. Se encogió levemente de hombros.

—¿Por qué cree eso? Es estúpido.

—Hace tres días que le evita —dijo Francisca.

—No le evito; no asistí a una entrevista porque equivoqué la hora.

—Y a otra porque estaba cansada —dijo Francisca—. Me encargó que le preguntara si quería pasar a buscarle a las ocho por el teatro.

Javiera apartó la cabeza.

—¿A las ocho? No estoy libre —respondió. Francisca examinó con aprensión el perfil blando y huraño que se ocultaba bajo los pesados cabellos rubios.

—¿Está segura? —dijo.

Gerbert no salía esa noche con Javiera. Pedro lo había averiguado antes de fijar una hora.

—Sí, estoy libre —dijo Javiera—. Pero quiero acostarme temprano.

—Puede ver a Labrousse a las ocho y acostarse temprano. Javiera enderezó la cabeza y un resplandor de ira cruzó por sus ojos.

—¡Bien sabe que no! Habrá que explicarse hasta las cuatro de la mañana.

Francisca se encogió de hombros.

—Confíese francamente que no quiere volver a verle —dijo—. Pero entonces déle razones.

—Va a hacerme nuevos reproches —dijo Javiera arrastrando la voz—. Estoy segura de que en este momento me odia.

Era verdad que Pedro sólo deseaba ese encuentro para romper con Javiera de una manera estruendosa; pero quizá, si ella aceptaba verle, sabría desarmar su ira; sustrayéndose una vez más, terminaría de exasperarlo.

—Efectivamente, no creo que esté muy bien dispuesto para con usted —dijo—. Pero, de todas maneras, no gana nada ocultándose, ya sabrá encontrarla; sería mejor que fuera a hablarle esta misma noche.

Miró a Javiera con impaciencia.

—Haga un esfuerzo —añadió.

El rostro de Javiera se descompuso.

—Me da miedo.

—Escuche —dijo Francisca colocando su mano sobre el brazo de Javiera—. ¿Usted no querrá que Labrousse deje de verla definitivamente?

—¿Que no me vea más?

—Seguro, no querrá verla más, si sigue obstinándose.

Javiera bajó la cabeza, abrumada. Cuántas veces ya Francisca había contemplado sin valor esa cabeza dorada donde era tan difícil hacer entrar pensamientos razonables.

—Va a telefonearme dentro de un instante —agregó—. Acepte esta entrevista.

Javiera no contestó.

—Si quiere, iré a verle antes que usted. Trataré de explicarle.

—No —expresó Javiera con violencia—. Ya estoy harta de los líos de ustedes.

No quiero ir.

—Prefiere una ruptura. Piénselo bien, va a llegar a eso.

—Paciencia —contestó Javiera con aire fatal.

Francisca rompió entre sus dedos un tallo de muguete. No se podía sacar nada de Javiera, su cobardía agravaba su traición. Pero se engañaba si creía poder huir de Pedro, sería capaz de ir a golpear a su puerta en plena noche.

—Dice paciencia, porque nunca encara seriamente el porvenir.

—Oh. De todas maneras no podríamos llegar a nada Labrousse y yo.

Hundió las manos en el pelo desnudando sus sienes desiertas. Una pasión de odio y de dolor hinchaba su faz donde la boca se entreabría semejante a la herida de un fruto demasiado maduro; por esa llaga abierta estallaba al sol una pulpa secreta y venenosa. No se podía llegar a nada. Javiera había deseado a Pedro y, puesto que no podía poseerlo sin compartirlo, renunciaba a él en un rencor furioso que también envolvía a Francisca.

Francisca guardó silencio. Javiera le hacía difícil el combate que se había prometido librar consigo misma. Desenmascarados, impotentes, los celos de Javiera no habían perdido nada de su violencia; sólo le habría concedido a Francisca un poco de ternura verdadera, si hubiera logrado quitarle a Pedro en cuerpo y alma.

—Llaman a la señorita Miquel al teléfono —gritó una voz. Francisca se levantó.

—Diga que acepta —dijo con tono apremiante. Javiera le lanzó una mirada implorante y meneó la cabeza. Francisca bajó la escalera, entró en la cabina y tomó el receptor.

—Hola, habla Francisca —dijo.

—¿Qué? —preguntó Pedro—. ¿Viene o no?

—Es siempre lo mismo. Tiene demasiado miedo, no he llegado a convencerla.

Pareció muy angustiada cuando le advertí que terminarías por romper con ella.

—Está bien. No perderá nada.

—Hice todo lo que pude.

—Ya sé, eres un amor. —Pedro tenía la voz seca. Colgó. Francisca volvió a sentarse junto a Javiera que la recibió con una sonrisa acogedora.

—¿Sabe una cosa? —dijo Javiera—. Ningún sombrero le ha quedado tan bien como ese que tiene puesto.

Francisca sonrió sin convicción.

—Usted elegirá siempre mis sombreros —dijo.

—Greta la siguió con la mirada con aire de despecho. La enferma ver a otra mujer tan elegante como ella.

—Lleva un traje sastre muy bonito.

Se sentía casi aliviada; la suerte estaba echada; rechazando obstinadamente su apoyo, sus consejos, Javiera la descargaba de la dura preocupación de asegurar su felicidad. Sus ojos recorrieron la terraza, donde los abrigos claros, las chaquetas ligeras, los sombreros de paja, hacían su primera aparición tímida. Y de pronto, sintió, como otros años, un vivo deseo de sol, de árboles, de caminar tercamente por el flanco de las colinas.

Javiera la miró con una sonrisa insinuante.

—¿Ha visto a la chica vestida de primera comunión? —dijo—. No hay nada más triste que las chicas de esa edad con el pecho hundido.

Parecía querer arrancar a Francisca de dolorosas preocupaciones que no tuvieran nada que ver con ella; toda su persona expresaba una serenidad despreocupada y benévola. Francisca miró dócilmente a la familia endomingada que cruzaba la plaza.

—¿A usted le hicieron hacer la primera comunión?

—Por supuesto —asintió Javiera. Se echó a reír con demasiada animación—. Yo había exigido un vestido bordado de rosas de arriba abajo. Mi padre terminó por ceder.

Calló de golpe. Francisca siguió la dirección de su mirada y vio a Pedro que cerraba la portezuela de un taxi. La sangre se le subió al rostro. ¿Pedro había olvidado su promesa? Si hablaba con Javiera delante de ella, no podría fingir haber guardado el secreto de su vergonzoso descubrimiento.

—Salud —dijo Pedro. Tomó una silla y se sentó tranquilamente—. Parece que tampoco está libre esta noche —le dijo a Javiera.

Javiera seguía mirándolo, absorta.

—Pensé que había que conjurar esa mala suerte que se encarniza sobre nuestras entrevistas. —Pedro tuvo una sonrisa muy amable—. ¿Por qué me huye desde hace tres días?

Francisca se levantó; no quería que Pedro avergonzara a Javiera en su presencia y sentía bajo su cortesía una decisión implacable.

—Creo que sería mejor que se explicaran sin mí —dijo.

Javiera se aferró a su brazo.

—No, quédese —dijo con voz apagada.

—Suélteme —dijo Francisca suavemente—. Lo que Pedro tiene que decirle no me incumbe.

—Quédese o me voy —dijo Javiera apretando los dientes.

—Quédate, pues —dijo Pedro con impaciencia—. ¿No ves que va a tener una crisis de histerismo?

Se volvió hacia Javiera; en su rostro ya no había el menor rastro de amenidad.

—Quisiera saber por qué la espanto hasta ese punto. Francisca volvió a sentarse y Javiera le soltó el brazo. Tragó saliva y pareció recobrar su dignidad.

—No me espanta —contestó.

—Se diría que sí. —Pedro hundió su mirada en los ojos de Javiera—. Además, puedo explicarle por qué.

—Entonces, no me lo pregunte.

—Me habría gustado saberlo de su boca. —Pedro hizo una pausa un poco teatral y dijo sin quitarle los ojos de encima—: Usted tiene miedo de que yo lea en su corazón y le diga en voz alta lo que veo.

El rostro de Javiera se contrajo.

—Sé que tiene la cabeza llena de pensamientos sucios; me causan horror y no quiero conocerlos —dijo con asco.

—No es mi culpa si los pensamientos que usted inspira son sucios.

—En todo caso, guárdelos para usted.

—Lo lamento. Pero vine a propósito para exponérselos.

Hizo una pausa. Ahora que tenía a Javiera en su poder parecía sereno y casi divertido ante la idea de conducir la escena a su antojo. Su voz, su sonrisa, sus pausas, todo estaba tan cuidadosamente calculado, que Francisca tuvo un resplandor de esperanza. Lo que buscaba era tener a Javiera a su merced, pero si lo conseguía sin esfuerzo, tal vez evitara decirle verdades demasiado duras, tal vez se dejara convencer y no rompiera con ella.

—Parece que usted no desea verme —agregó—. Sin duda le daré un gusto diciéndole que yo tampoco tengo ganas de continuar nuestras relaciones. Lo que pasa es que yo no estoy acostumbrado a abandonar a la gente sin darle mis razones.

De un solo golpe, la precaria dignidad de Javiera se derrumbó; sus ojos redondos, su boca entreabierta, no expresaban más que una incrédula confusión.

Era imposible que la sinceridad de esa angustia no conmoviera a Pedro.

—¿Pero qué le he hecho? —preguntó Javiera.

—No me ha hecho nada. Por otra parte, no me debe nada, nunca me he reconocido ningún derecho sobre usted. —Adoptó un aire seco y desinteresado—. No, simplemente terminé por comprender lo que usted era y esta historia dejó de interesarme.

Javiera miró a su alrededor como si hubiera buscado alguna ayuda; sus manos estaban crispadas, parecía apasionadamente deseosa de luchar, de defenderse, pero sin duda no encontraba ninguna frase que no le pareciera llena de trampas.

Francisca había querido soplarle su papel; ahora estaba segura de eso. Pedro no deseaba cortar todos los puentes detrás de él, esperaba que su misma dureza arrancara a Javiera acentos que le ablandarían.

—¿Es a causa de esas entrevistas frustradas? —dijo por fin Javiera con voz lamentable.

—Es a causa de las razones que la llevaron a no asistir. —Pedro esperó un instante; Javiera no agregaba nada—. Estaba avergonzada de usted misma.

Javiera siguió sobresaltada.

—No estoy avergonzada, pero estaba segura de que usted estaba furioso contra mí. Usted está siempre furioso cuando veo a Gerbert, y como me emborraché con él… Se encogió de hombros con aire desdeñoso.

—Pero me parecía perfecto que usted sintiera amistad por Gerbert, o hasta amor. No podría elegir mejor. —Esta vez la ira que rugía en la voz de Pedro era desmedida—. Pero usted es incapaz de un sentimiento puro, sólo vio en él un instrumento destinado a calmar su orgullo, a aplacar sus iras. —Detuvo con un gesto las protestas de Javiera—. Usted misma confesó que estuvo coqueteando con él por celos, y no fue por su cara bonita por lo que lo llevó a su cuarto la otra noche.

—Estaba segura de que iba a pensar eso —dijo Javiera—. Estaba segura. —Apretó los dientes y dos lágrimas de rabia corrieron sobre sus mejillas.

—Porque sabía que era verdad —dijo Pedro—. Voy a decirle, yo, lo que pasó.

Cuando la obligué a reconocer sus celos infernales, tembló de furor. Usted acepta en su corazón cualquier bajeza con la condición de que permanezca ignorada; le desesperó que toda su coquetería no bastara para ocultarme los bajos fondos de su alma. Exige de la gente una admiración incondicional; toda verdad la ofende.

—Es demasiado injusto —dijo Javiera—. En seguida dejé de odiarle.

—Pues no —dijo Pedro—. Había que ser ingenuo para creerlo. Nunca dejó de odiarme, pero para entregarse plenamente a un odio hay que ser menos blando que usted; es cansado odiar, usted se concedió un breve descanso. Estaba tranquila, sabía que en cuanto le viniera en gana, volvería a encontrarse con su encono; entonces lo dejó a un lado algunas horas, porque tenía ganas de que alguien la besara.

El rostro de Javiera se convulsionó.

—No tenía ningún deseo de que usted me besara —dijo en un estallido.

—Es posible. —Pedro sonrió con maldad—. Pero tenía ganas de que la besaran y yo estaba ahí. —La miró de pies a cabeza y dijo con voz canallesca—. Advierta que no me quejo, es agradable besarla; me causó tanto placer como a usted.

Javiera recobró su respiración, miraba a Pedro con un horror tan puro, que casi parecía aplacada, pero sus lágrimas silenciosas desmentían la calma histérica de sus rasgos.

—Es innoble lo que me está diciendo —murmuró.

—¿Qué es lo innoble, salvo su conducta? —dijo Pedro con violencia—. Todas sus relaciones conmigo no han sido sino celos, orgullo, perfidia. No descansó hasta que me tuvo a sus pies; todavía no sentía ninguna simpatía por mí cuando, en su exclusivismo infantil, trató por despecho de enemistarme con Gerbert. Luego tuvo celos de Francisca hasta el punto de comprometer su amistad con ella. Cuando le supliqué que hiciera un esfuerzo para construir con nosotros relaciones humanas, sin egoísmo y sin capricho, sólo supo odiarme. Y para terminar, con el corazón lleno de ese odio, cayó entre mis brazos porque tenía necesidad de caricias.

—Miente —dijo Javiera—. Inventa todo.

—¿Por qué me besó? No era para darme placer. Eso supondría una generosidad de la cual nadie ha visto en usted ningún rastro, y, además, yo no le pedía tanto.

—Ah, cómo lamento haberle dado esos besos —exclamó Javiera apretando los dientes.

—Lo supongo —dijo Pedro con una sonrisa venenosa—. Pero no supo privarse de ellos porque usted no sabe privarse de nada. Quería odiarme aquella noche; pero mi amor seguía pareciéndole precioso. —Se encogió de hombros—. ¡Pensar que he podido tomar esas incoherencias por complejidad de alma!

—Quise ser cortés con usted —dijo Javiera.

Había querido ser ofensiva, pero ya no dominaba su voz, en la que temblaban sollozos. Francisca habría querido detener esa tortura; bastaba ya. Javiera no podría volver a alzar la cabeza ante Pedro. Pero Pedro ahora se había empeñado e iría hasta el final.

—Es llevar la cortesía demasiado lejos —dijo—. La verdad es que fue de una coquetería sin escrúpulos; nuestras relaciones seguían gustándole, entonces pretendía conservarlas intactas y se reservaba para odiarme a escondidas. La conozco bien, ni siquiera es capaz de una maniobra concertada, usted misma se engaña con sus hipocresías.

Javiera emitió una risita.

—Es fácil hacer esas lindas construcciones en el aire. Yo no me sentía tan apasionada como usted dice aquella noche, y, por otra parte, no le odiaba. —Miró a Pedro con un poco más de seguridad, debía de empezar a creer que sus afirmaciones no descansaban sobre ninguna base—. Usted inventa que yo le odiaba porque elige siempre la interpretación más miserable.

—No hablo en el aire —dijo Pedro en un tono en que despuntaba la amenaza—. Sé lo que digo. Me odiaba sin tener el valor de pensarlo en mi presencia; en cuanto nos hubimos separado, enfadada por haber sido débil, buscó en seguida un desquite, pero no fue capaz, en su cobardía, sino de un desquite secreto.

—¿Qué quiere decir? —dijo Javiera.

—Estaba bien combinado. Yo habría seguido adorándola sin desconfianza y usted habría seguido aceptando mis homenajes mientras se burlaba de mí; es el género de triunfo que puede deleitarla. Lo malo está en que es demasiado impotente para lograr una linda mentira, se cree astuta, pero sus astucias son transparentes, se lee en ellas como en un libro, ni siquiera sabe tomar las precauciones elementales para disimular sus traiciones.

Un terror abyecto se había desparramado sobre los rasgos de Javiera.

—No comprendo —dijo.

—¿No comprende? —preguntó Pedro.

Hubo un silencio. Francisca le lanzó una mirada implorante, pero él no sentía ninguna simpatía por ella en ese instante; si recordaba su promesa no titubearía en pisotearla deliberadamente.

—¿Piensa hacerme creer que llevó a Gerbert a su cuarto por casualidad? —dijo Pedro—. Lo emborrachó a propósito, porque había decidido fríamente acostarse con él para vengarse de mí.

—¡Ah, era eso! Esas son las ignominias que usted puede imaginar.

—No se tome el trabajo de negar. No imagino nada, sé.

Javiera lo miró con un aire astuto y triunfante de loca.

—¿Se atreverá a pretender que Gerbert inventó esas porquerías?

De nuevo Francisca dirigió en silencio una súplica desesperada; no podía abrumar a Javiera tan duramente, no podía traicionar la confianza ingenua de Gerbert. Pedro vaciló.

—Naturalmente, Gerbert no habló de nada —repuso por fin.

—¿Entonces? Ya ve…

—Pero tengo ojos y oídos. Y cuando es necesario, los uso. Es fácil mirar por el ojo de una cerradura.

—Usted… —Javiera se llevó la mano al cuello, su garganta se hinchó como si estuviera a punto de ahogarse—. ¿Usted ha hecho eso?

—¡Ah, no, me iba a privar! Con alguien como usted, todos los procedimientos están permitidos.

Javiera miró a Pedro, luego a Francisca en una locura de ira impotente; jadeaba. Francisca buscaba en vano una palabra, un gesto, tenía miedo de que Javiera se pusiera a aullar o a romper vasos ante todo el mundo.

—La he visto —dijo Pedro.

—Basta —interrumpió Francisca—. Calla. Javiera se había puesto de pie. Se llevó las manos a las sienes, su rostro estaba cubierto de lágrimas. Salió bruscamente.

—La acompaño —dijo Francisca.

—Si quieres —contestó Pedro.

Se echó hacia atrás con afectación y sacó su pipa del bolsillo. Francisca atravesó la plaza corriendo. Javiera caminaba con pasos rápidos, el cuerpo rígido, la cabeza alzada hacia el cielo. Francisca la alcanzó y recorrieron en silencio un tramo de la calle de Rennes. Javiera se volvió bruscamente hacia Francisca.

—Déjeme —suplicó con voz ahogada.

—No —dijo Francisca—. No la dejaré.

—Quiero volver al hotel.

—Voy con usted —Francisca llamó un taxi—. Suba —dijo con decisión.

Javiera obedeció. Apoyó la cabeza contra el respaldo y miró hacia arriba; un rictus levantó su labio superior.

—Ese hombre me las va a pagar —dijo. Francisca le tocó el brazo.

—Javiera —murmuró.

Javiera se estremeció y se echó hacia atrás sobresaltada.

—No me toque —dijo con violencia.

Miró a Francisca con ojos desorbitados como si acabara de cruzarla un pensamiento nuevo.

—Usted lo sabía —dijo—, usted sabía todo.

Francisca no contestó. El taxi se detuvo, pagó y subió rápidamente detrás de Javiera. Javiera había dejado la puerta de su cuarto entreabierta, estaba apoyada en el lavabo, con los ojos hinchados, despeinada, las mejillas cubiertas de manchas rosadas, parecía poseída por un demonio furioso cuyos sobresaltos herían su cuerpo frágil.

—Así que durante todos estos días me dejó hablarle y sabía que mentía —dijo.

—No era culpa mía si Pedro me había dicho todo y yo no quería tenerlo en cuenta.

—Cómo se habrá reído de mí.

—¡Javiera! Nunca he pensado en reírme. —Francisca dio un paso hacia ella.

—No se acerque —exclamó Javiera en un grito—. No quiero verla más. Quiero irme para siempre.

—Cálmese. Todo esto es estúpido. Entre nosotras no ha ocurrido nada; no tengo nada que ver en estos líos con Labrousse.

Javiera había tomado una toalla y tiraba de los flecos con violencia.

—Acepto su dinero —dijo—. Me dejo mantener por usted. ¡Se da cuenta!

—Está delirando —dijo Francisca—. Volveré a verla cuando se haya calmado.

Javiera soltó la toalla.

—Sí —dijo—. Váyase.

Se dirigió hacia el diván y se echó sollozando.

Francisca vaciló, luego salió del cuarto lentamente; cerró la puerta y subió al suyo. No estaba muy inquieta; Javiera era todavía más cobarde que orgullosa, no tendría el absurdo coraje de arruinar su vida volviendo a Rúan. Lo malo era que nunca le perdonaría a Francisca la indiscutible superioridad que había cobrado sobre ella, sería un agravio más, después de tantos otros. Francisca se quitó el sombrero y se miró en el espejo. Ya ni siquiera tenía fuerzas para sentirse abrumada, no suspiraba más por una amistad imposible, no encontraba en ella ningún rencor contra Pedro. Dirigió a su imagen una débil sonrisa. ¿Después de todos esos años de exigencias apasionadas, de serenidad triunfante y de codiciar con avaricia la felicidad, iba a convertirse como tantas otras en una mujer resignada?