V

Francisca sonrió a la portera y cruzó el patio interior donde se enmohecían viejos decorados; subió rápidamente la escalerilla de madera verde. Hacía algunos días que se había iniciado el descanso de la compañía y ella se alegraba de pasar una larga noche con Pedro. Hacía veinticuatro horas que no lo veía, una leve inquietud se mezclaba con su impaciencia; nunca conseguía esperar con el corazón tranquilo el relato de sus salidas con Javiera. Sin embargo, todas se parecían; había besos, rencillas, tiernas reconciliaciones, conversaciones apasionadas, largos silencios. Francisca empujó la puerta. Pedro estaba inclinado sobre el cajón de una cómoda revisando inmensos fajos de papeles. Corrió hacia ella.

—Qué largo me pareció el tiempo sin verte —le dijo—. ¡Cómo maldije a Bernheim con sus almuerzos de negocios! No me dejaron hasta la hora del ensayo. —Tomó a Francisca por los hombros—. ¿Cómo es que has venido?

—Tengo mil cosas que contarte —dijo Francisca. Le acarició el pelo, la nuca; cada vez que volvía a verle le gustaba asegurarse que era de carne y hueso.

—¿Qué estabas haciendo? ¿Pones orden?

—Bah, renuncio, es imposible —dijo Pedro lanzando hacia la cómoda una mirada rencorosa—. Por otra parte, ya no es tan urgente —agregó.

—Se sentía claramente un alivio en ese ensayo general —dijo Francisca.

—Sí, creo que hemos escapado una vez más, por cuánto tiempo es otra cuestión —y Pedro frotó la pipa contra la nariz para hacerla brillar—. ¿Fue un éxito?

—Nos hemos reído mucho; no estoy segura de que fuera ese el efecto buscado, pero en todo caso me divertí mucho. Blanca Bouguet quería retenerme para ir a comer, pero me escapé con Ramblin. Me paseó por no sé cuántos bares, pero aguanté la prueba. Eso no me impidió trabajar bien durante todo el día.

—Vas a hablarme en detalle de la pieza de Bouguet y de Ramblin. ¿Quieres tomar algo?

—Dame medio whisky —replicó Francisca—. Y para empezar, cuéntame lo que hiciste. ¿Pasaste una noche agradable con Javiera?

—¡Uh! —dijo Pedro. Alzó los brazos al cielo—. No tienes idea de semejante juerga. Felizmente, todo terminó bien, pero durante dos horas nos quedamos el uno junto al otro en un rincón del Pôle Nord temblando de odio. Hasta ahora nunca habíamos tenido un drama tan negro.

Sacó de su armario una botella de Vat 69 y llenó a medias dos vasos.

—¿Qué pasó? —preguntó Francisca.

—Y bien, por fin abordé la cuestión de sus celos hacia ti —dijo Pedro.

—No debiste hacerlo.

—Te dije que estaba totalmente resuelto.

—¿Cómo llevaste el tema?

—Hablamos de su exclusivismo y le dije que, en conjunto, era en ella algo fuerte y estimable, pero que había un caso en que no cabía: era en el interior del trío. Ella lo aceptó, pero cuando agregué que, sin embargo, daba la impresión de estar celosa de ti, se puso roja de sorpresa y de rabia.

—No estabas en una situación fácil —dijo Francisca.

—No —dijo Pedro—. Podría haberle parecido ridículo y odioso. Pero ella no es mezquina, solamente el fondo de la acusación le dolió. Se debatió frenéticamente, pero no cedí, le recordé un montón de ejemplos. Lloró de rabia, me aborrecía tanto, que yo estaba asustado, creí que iba a morir de sofocación.

Francisca lo miró ansiosamente.

—¿Estás seguro, al menos, de que no te guarda rencor?

—Completamente seguro —respondió Pedro—. Yo también me enojé al principio. Pero después le expliqué que sólo había querido ayudarla porque estaba volviéndose odiosa ante tus ojos. Le hice comprender qué difícil era lo que nos proponíamos formar los tres y que reclamaba de cada uno una total buena voluntad. Cuando estuvo convencida de que no había habido ninguna crítica en mis palabras, que únicamente la había puesto en guardia contra un peligro, dejó de aborrecerme. Creo que no solamente me perdonó, sino que ha resuelto hacer un gran esfuerzo sobre sí misma.

—Si eso es verdad, tiene mucho mérito —dijo Francisca en un arranque de confianza.

—Hemos hablado mucho más sinceramente que de costumbre —dijo Pedro— y tengo la impresión de que después de esa conversación, algo se ha relajado en ella.

Sabes, ese aire que tiene de reservar siempre lo mejor de sí misma había desaparecido; parecía estar toda entera conmigo sin ninguna reticencia, como si ya no viera ningún obstáculo para aceptar quererme tiernamente.

—Quizás al reconocer francamente sus celos, se haya sentido liberada de ellos —dijo Francisca. Encendió un cigarrillo y miró a Pedro con ternura.

—¿Por qué sonríes? —dijo Pedro.

—Siempre me divierte esa manera que tienes de mirar como virtudes morales los buenos sentimientos que te profesan. Es una manera más de tomarte por Dios en persona.

—Hay algo de eso —dijo Pedro, confundido. Sonrió en el vacío y su rostro revistió una especie de inocencia dichosa que Francisca no le había visto sino cuando dormía—. Me invitó a tomar el té en su cuarto y, por primera vez cuando la besé me devolvió mis besos. Hasta las tres de la mañana se quedó entre mis brazos con un aire de total abandono.

Francisca sintió un leve escozor en el corazón; también ella tendría que aprender a vencerse. Siempre le resultaba doloroso que Pedro pudiera abrazar ese cuerpo cuyo don ella ni siquiera habría sabido recibir.

—Te dije que terminarías por acostarte con ella. —Trató de atenuar con una sonrisa la brutalidad de esas palabras. Pedro hizo un gesto evasivo.

—Dependerá de ella —dijo—. Yo, por supuesto… pero no quisiera arrastrarla a nada que pudiera disgustarla.

—No tiene un temperamento de vestal —dijo Francisca.

En cuanto las hubo pronunciado, esas palabras entraron cruelmente en ella y un poco de sangre se le subió al rostro; le causaba horror mirar a Javiera como a una mujer con apetitos de mujer, pero la verdad se imponía: odio la pureza, soy de carne y hueso. Con todas sus fuerzas. Javiera se rebelaba contra esa turbia castidad a la cual la condenaban. En sus malos humores se manifestaba una áspera reivindicación.

—Por supuesto que no —dijo Pedro—, y hasta creo que no será feliz hasta que haya encontrado un equilibrio sensual. En este momento está sufriendo una crisis, ¿no crees?

—Sí, lo creo —dijo Francisca.

Tal vez, justamente los besos, las caricias de Pedro habían despertado los sentidos de Javiera; seguramente las cosas no podían quedar así. Francisca se miró atentamente los dedos; terminaría por acostumbrarse a esa idea, ya el desagrado le parecía algo menos fuerte. Puesto que estaba segura del amor de Pedro, de la ternura de Javiera, ya ninguna imagen podría serle nociva.

—No es una cosa ordinaria lo que reclamamos de ella —dijo Pedro—. Sólo hemos podido imaginar este género de vida porque hay entre nosotros dos un amor excepcional, y ella sólo puede plegarse a él porque también es alguien excepcional.

Se comprende muy bien que tenga momentos de incertidumbre y hasta de rebelión.

—Sí, necesitamos tiempo —dijo Francisca.

Se levantó, se acercó al cajón que Pedro había dejado abierto y hundió las manos en los papeles dispersos. Ella misma había pecado por desconfianza, le había guardado rencor a Pedro por faltas a menudo muy leves, se había guardado un montón de pensamientos que debía haberle confesado y a menudo había tratado más de combatirlo que de comprenderlo. Se apoderó de una vieja fotografía y sonrió. Vestido con una túnica griega, con una peluca rizada en la cabeza, Pedro miraba el cielo con un aire muy juvenil y muy duro.

—Así eras la primera vez que te vi —le dijo—. No has envejecido nada.

—Ni tú —dijo Pedro. Se acercó a Francisca y se inclinó sobre el cajón.

—Quisiera que revisáramos todo esto juntos —dijo Francisca.

—Sí, está lleno de cosas divertidas. —Se inclinó y pasó la mano por el brazo de Francisca—. ¿Crees que hemos cometido un error al meternos en este lío? —preguntó ansiosamente—. ¿Crees que conseguiremos llevarlo bien?

—A veces he dudado —dijo Francisca—, pero esta noche vuelvo a tener esperanzas.

Se apartó de la cómoda y volvió a sentarse ante su vaso de whisky.

—¿Tú, en qué estás? —dijo Pedro sentándose frente a ella.

—¿Yo? —dijo Francisca. Cuando estaba tensa, siempre le intimidaba un poco hablar de ella.

—Sí. ¿Sigues sintiendo la existencia de Javiera como un escándalo?

—Sabes, esos son chispazos.

—Pero te vuelven de vez en cuando —insistió Pedro.

—Por supuesto.

—Me asombras. Tú eres la única persona que conozco capaz de derramar lágrimas al descubrir en otro una conciencia semejante a la suya.

—¿Te parece estúpido?

—Por supuesto que no. Es muy cierto que cada uno experimenta su propia conciencia como algo absoluto. ¿Cómo varios absolutos podrían ser compatibles? Es tan misterioso como el nacimiento o la muerte. Hasta es un problema tal, que todas las filosofías se estrellan contra él.

—Entonces, ¿de qué te asombras?

—Lo que me sorprende es que te sientas conmovida de una manera tan concreta por una situación metafísica.

—Pero es algo concreto, todo el sentido de mi vida está en juego.

—No digo que no. —Pedro la observó con curiosidad—. De todas maneras, es excepcional ese poder que tienes de vivir una idea en cuerpo y alma.

—Pero, para mí, una idea no es teórica. Es algo que se siente, si queda en la teoría no cuenta. —Sonrió—. De lo contrario, no había esperado a Javiera para reparar en que mi conciencia no era única en el mundo.

Pedro se pasó pensativamente un dedo sobre el labio inferior.

—Comprendo muy bien que hayas hecho ese descubrimiento a propósito de Javiera.

—Sí —dijo Francisca—. Contigo nunca me he sentido incómoda, porque no te distingo de mí misma.

—Y además, entre nosotros hay reciprocidad.

—¿Qué quieres decir?

—Desde el momento en que me reconoces una conciencia, sabes que yo te reconozco. Eso cambia todo.

—Quizá —Francisca miró con perplejidad el fondo de su vaso—. En realidad, la amistad es eso: cada uno renuncia a su propia preponderancia. ¿Pero si uno se niega a renunciar?

—En ese caso la amistad es imposible.

—¿Y entonces, cómo salir de ahí?

—No sé —dijo Pedro.

Javiera nunca renunciaba; por alto que situara a alguien, aun queriéndole, seguía siendo un objeto para ella.

—No tiene remedio —dijo Francisca.

Sonrió. Habría que matar a Javiera… Se levantó y caminó hacia la ventana.

Aquella noche, Javiera no ocupaba mucho lugar en su corazón. Levanto la cortina.

Le gustaba esa placita tranquila donde la gente del barrio venía a tomar el fresco; un anciano sentado en un banco sacaba comida de una bolsa de papel, un niño corría alrededor de un árbol cuyo follaje quedaba recortado con una precisión metálica por la luz de una farola. Pedro era libre. Ella estaba sola. Pero en medio de esa separación podían volver a encontrar una unión tan esencial como la que ella soñaba antes con demasiada facilidad.

—En qué piensas —dijo Pedro.

Ella le tomó el rostro entre las manos y le cubrió de besos sin contestar una palabra.

—Qué noche agradable hemos pasado —dijo Francisca. Apretó ligeramente el brazo de Pedro. Durante un largo rato habían mirado fotografías juntos, releído viejas cartas y después habían dado una gran vuelta por los muelles, el Chatêlet, les Halles, hablando de la novela de Francisca, de la juventud de ambos, del porvenir de Europa. Por primera vez desde hacía varias semanas, tenían una conversación tan larga, libre y desinteresada. Por fin ese círculo de pasión y de inquietud en que la hechicería de Javiera los retenía se había roto y volvían a encontrarse muy mezclados el uno al otro en el corazón del mundo inmenso. Detrás de ellos, el pasado se extendía sin límites; los continentes, los océanos, se desplegaban en amplias capas sobre la superficie del globo, y la milagrosa certidumbre de existir entre esas innumerables riquezas escapaba hasta de los mismos límites demasiado estrechos del espacio y del tiempo.

—Mira, hay luz en el cuarto de Javiera —dijo Pedro.

Francisca se estremeció; después de esa libre huida no podía aterrizar sin un choque doloroso en la callejuela oscura del hotel. Eran las dos de la mañana. Con el aire de un detective en acecho, Pedro observaba una ventana iluminada en la fachada negra.

—¿Qué tiene de asombroso? —dijo Francisca.

—Nada —dijo Pedro. Empujó la puerta y subió la escalera con paso apresurado. Al llegar al descanso del segundo piso, se detuvo; en el silencio se elevaba el murmullo de voces.

—Están hablando en su cuarto —dijo Pedro. Continuaba inmóvil tendiendo la oreja, pocos peldaños más abajo, la mano sobre la baranda; Francisca se inmovilizó también—. ¿Quién puede ser? —preguntó.

—¿Con quién tenía que salir esta noche? —dijo Francisca.

—No tenía ningún proyecto —Pedro dio un paso—. Quiero saber qué pasa.

Dio un paso más y el piso crujió.

—Te van a oír —dijo Francisca.

Pedro vaciló; luego se agachó y empezó a quitarse los zapatos. Una desesperación más amarga que todas las que había conocido en su vida sumergió a Francisca. Pedro avanzaba de puntillas entre las paredes ocres, pegaba la oreja contra la puerta. Todo había quedado tachado de un plumazo; esa noche feliz y Francisca y el mundo; ya no había más que ese corredor silencioso y el rectángulo de madera y esas voces susurrantes. Francisca lo miró angustiada; en ese rostro maniático y perseguido le costaba reconocer la cara amada que le sonreía un rato antes con tanta ternura. Subió los últimos peldaños, le parecía haberse dejado engañar por la precaria lucidez de un loco que un soplo bastaba para arrojar nuevamente en el delirio. Esas horas razonables y fáciles no habían sido más que una remisión pasajera. Nunca habría curación. Pedro volvió hacia ella de puntillas.

—Es Gerbert —dijo en voz baja—. Ya lo sospechaba. Con los zapatos en la mano subió el ultimo piso.

—Y bien, no tiene nada de misterioso —dijo Francisca entrando en el cuarto—. Salieron juntos, él la acompañó hasta su casa.

—Ella no me había dicho que tenía que verle —dijo Pedro—. ¿Por qué me lo ocultó? O es una decisión que tomó de pronto.

Francisca se había quitado el abrigo, dejó caer su vestido y se puso una bata.

—Deben de haberse encontrado —dijo.

—Ya no van a la boite de Dominga. No, tiene que haber ido a buscarle a propósito.

—A menos que la haya buscado él —dijo Francisca.

—Nunca se hubiera permitido invitarla a último momento. Pedro se había sentado en el borde del diván y se miraba con aire perplejo los pies descalzos.

—Sin duda tuvo ganas de bailar —replicó Francisca.

—Unas ganas tan violentas que le telefoneó, ella que se desmaya de miedo ante un teléfono, o que fue hasta Saint-Germain-des-Prés, ella que es incapaz de dar tres pasos fuera de Montparnasse.

Pedro seguía mirándose los pies; el calcetín derecho estaba agujereado y se veía un pedacito de dedo que parecía fascinarlo.

—Hay algo bajo todo esto —dijo.

—¿Qué quieres que haya? —preguntó Francisca. Se cepillaba el pelo con resignación. ¿Cuánto tiempo hacía que duraba esa discusión indefinida y siempre nueva? ¿Qué ha hecho Javiera? ¿Qué hará? ¿Qué piensa? ¿Por qué? ¿Cómo? Noche tras noche, la obsesión renacía tan agotadora, tan vana, con ese gusto de fiebre en la boca y esa desolación del corazón y esa fatiga del cuerpo adormecido. Cuando las preguntas hubieran encontrado, por fin, una respuesta, otras preguntas iguales reanudarían la ronda implacable: ¿Qué quiere Javiera? ¿Qué dirá? ¿Cómo? ¿Por qué? No había manera de detenerlas.

—No comprendo —dijo Pedro—, estaba tan tierna anoche, tan abandonada, tan confiada.

—¿Pero quién te dice que ha cambiado? —dijo Francisca—. De todas maneras, no es un crimen salir una noche con Gerbert.

—Nunca nadie fuera de ti y de mí ha entrado en su cuarto —dijo Pedro—. Si ha invitado a Gerbert es, o bien como desquite contra mí, y entonces se ha puesto a odiarme, o ha tenido ganas espontáneamente de hacerlo venir a su cuarto; entonces es porque le gusta mucho. —Balanceaba los pies con aire perplejo y estúpido—. Pueden ser las dos cosas a la vez.

—También puede ser un simple capricho —dijo Francisca sin convicción. La reconciliación de la víspera con Pedro seguramente había sido sincera, había una clase de fingimiento del que Javiera era incapaz. Pero con ella no había que fiarse de las sonrisas del ultimo momento; no anunciaban sino calmas precarias; en cuanto se había separado de la gente, Javiera se ponía a repasar la situación, y muy a menudo ocurría que, después de haberla dejado, al salir de una explicación aplacada, razonable y tierna, se la volvía a encontrar inflamada de odio.

Pedro se encogió de hombros.

—Bien sabes que no —dijo. Francisca dio un paso hacia él.

—¿Crees que te guarda rencor a causa de esa conversación? Lo lamento tanto.

—No tienes nada que lamentar —dijo Pedro bruscamente—. Debía poder soportar que se le diga la verdad.

Se levantó y dio algunos pasos a través del cuarto. Francisca lo había visto a menudo atormentado, pero esta vez parecía debatirse contra un sufrimiento insoportable. Habría querido liberarlo de él; la desconfianza rencorosa con la cual ella lo miraba por lo general, cuando él se creaba inquietudes y disgustos, se había derretido ante el desamparo de su rostro. Pero ya nada dependía de ella.

—¿No te acuestas? —le preguntó.

—Sí —dijo Pedro.

Ella pasó detrás del biombo y se puso en la cara una crema con olor a naranja.

La ansiedad de Pedro se apoderaba de ella. Justamente abajo, separada por unos cuantos tablones de madera y un poco de yeso, estaba Javiera con su rostro imprevisible y Gerbert la miraba. Habría encendido su lámpara de cabecera, muy pequeña bajo su pantalla sangrienta, y las palabras ahogadas se abrían camino a través de la penumbra y del humo. ¿Qué decían? ¿Estaban sentados el uno junto al otro? ¿Se tocaban? Era fácil imaginarse el rostro de Gerbert, siempre era igual a sí mismo, ¿pero en qué se convertía el corazón de Javiera? ¿Era deseable, enternecedor, cruel, indiferente? ¿Era un hermoso objeto de contemplación, un enemigo o una presa? Las voces no subían hasta el cuarto. Francisca sólo oía un crujido de telas del otro lado del biombo y el tictac del despertador que se amplificaba en el silencio como a través de los vapores de la fiebre.

—¿Estás listo? —preguntó Francisca.

—Sí —dijo Pedro; estaba en pijama, descalzo, del otro lado de la puerta; la entreabrió suavemente—. No se oye nada más; me pregunto si Gerbert todavía está.

Francisca se acercó.

—No, no se oye absolutamente nada.

—Voy a ir a ver —dijo Pedro.

Francisca le puso la mano sobre el brazo.

—Ten cuidado, sería tan desagradable si te encontraran.

—No hay peligro —dijo Pedro.

Por la puerta entreabierta, Francisca le siguió un momento con los ojos, luego tomó un pedazo de algodón, un frasco de disolvente y empezó a frotarse minuciosamente las uñas: un dedo, otro dedo; contra la cutícula quedaban rastros rosados. Si uno pudiera absorberse en cada minuto, la desdicha nunca podría abrirse camino hasta el corazón, necesitaría de una complicidad. Francisca se sobresaltó, dos pies desnudos rozaban el piso.

—¿Y? —dijo.

—Era un silencio absoluto —dijo Pedro. Estaba apoyado contra la puerta—. Sin duda estaban besándose.

—O más probablemente, Gerbert se haya ido —dijo Francisca.

—No, si se hubiera abierto la puerta, yo lo habría oído.

—En todo caso, podían callar sin besarse —dijo Francisca.

—Si se lo trajo a su cuarto es porque tenía ganas de caer entre sus brazos —dijo Pedro.

—No es obligatorio.

—Estoy seguro.

Ese tono perentorio no era común en él; Francisca se estremeció.

—No veo a Javiera llevando a un tipo a su cuarto para besarlo a no ser que estuviera desmayada. ¡Pero se volvería loca si Gerbert pudiera sospechar que le gusta! Ya ves cómo se puso a odiarlo en cuanto receló en él la menor fatuidad.

Pedro miró a Francisca con aire extraño.

—¿No puedes fiarte de mi sentido psicológico? Te digo que se besaban.

—No eres infalible —dijo Francisca.

—Tal vez, pero cuando se trata de Javiera, tú te equivocas siempre —dijo Pedro.

—Habría que probarlo —dijo Francisca. Pedro sonrió de un modo irónico y casi cruel.

—¿Si te dijera que los he visto?

Francisca quedó desconcertada. ¿Por qué se había burlado de ella?

—¿Los viste? —dijo con voz insegura.

—Sí, miré por el ojo de la cerradura. Estaban sobre el diván, se besaban.

Francisca se sentía cada vez más molesta. Había algo de avergonzado y de falso en la expresión de Pedro.

—¿Por qué no me lo dijiste en seguida? —preguntó.

—Quería saber si creerías en mí —dijo Pedro con una risita desagradable.

A Francisca le costó contener las lágrimas. ¡Pedro había querido a propósito verla equivocarse! Toda esa curiosa maniobra suponía una hostilidad que ella no había sospechado jamás. ¿Era posible que alimentara contra ella rencores secretos?

—Te crees un oráculo —dijo con brusquedad.

Se deslizó entre las sábanas mientras Pedro desaparecía detrás del biombo. Le ardía la garganta; después de una noche tan unida, tan tierna, ese brusco estallido de odio era inconcebible. ¿Pero acaso eran el mismo hombre aquel que un rato antes le hablaba con tanta solicitud y este espía furtivo, inclinado sobre el ojo de una cerradura con un rictus de celoso engañado? Ella no podía evitar sentir un verdadero horror ante esa indiscreción terca y febril. Acostada de espaldas, las manos cruzadas bajo la nuca, retenía su pensamiento como se retiene la respiración para demorar el momento de sufrir, pero esa misma crispación era peor que un dolor lleno y definitivo. Volvió los ojos hacia Pedro que se acercaba. El cansancio le ablandaba la piel del rostro sin dulcificar sus rasgos; bajo la cabeza dura y cerrada la blancura de su cuello parecía obscena. Retrocedió hasta la pared.

Pedro se tendió a su lado y colocó la mano sobre la perilla de la luz. La primera vez en la vida, iban a dormir como dos enemigos. Francisca conservaba los ojos abiertos, tenía miedo de lo que ocurriría en cuanto se abandonara.

—No tienes sueño —dijo Pedro. Ella no se movió.

—No —dijo.

—¿En qué piensas?

No contesto; no podría pronunciar una palabra más sin echarse a llorar.

—Te parezco detestable —dijo Pedro. Francisca se dominó.

—Pienso que tú estás a punto de odiarme —dijo.

—¡Yo! —exclamó Pedro. Francisca sintió la mano de él sobre su hombro y vio que volvía hacia ella un rostro descompuesto—. No quiero que pienses una cosa semejante, sería el golpe más duro.

—Tenías todo el aspecto —respondió ella con voz ahogada.

—¿Cómo has podido creerlo? ¿Que yo te odie, yo?

Su acento expresaba una desesperación punzante y de pronto, en un desgarramiento de alegría y de dolor. Francisca vio lágrimas en sus ojos; se arrojó contra él sin contener sus sollozos; nunca había visto llorar a Pedro.

—No, no lo creo —dijo—. Sería tan horrible. Pedro la apretó contra él.

—Te quiero —dijo en voz baja.

—Yo también te quiero.

Apoyada contra su hombro, seguía llorando, pero ahora sus lágrimas eran dulces. Jamás olvidaría cómo se habían humedecido a causa de ella los ojos de Pedro.

—¿Sabes? —dijo Pedro—. Te mentí hace un rato.

—¿En qué? —preguntó Francisca.

—No es verdad que haya querido probarte, me daba vergüenza haber mirado, por eso no te lo dije en seguida.

—¡Ah! Por eso tenías un aspecto tan sospechoso.

—Quería que supieras que se besaban; esperaba que creyeras en mí; no te perdonaba que me obligaras a decir la verdad.

—Creía que habías obrado por pura malevolencia —dijo Francisca—. Me parecía atroz. —Acarició la frente de Pedro—. Es raro, nunca hubiera supuesto que pudieras sentir vergüenza.

—No te imaginas qué sórdido me sentí errando en pijama por ese corredor y espiando por el ojo de la cerradura.

—Ya sé, es sórdida la pasión —dijo Francisca. Se había tranquilizado. Pedro ya no le parecía monstruoso puesto que era capaz de juzgarse lúcidamente.

—Es sórdido —repitió Pedro; miraba fijamente el techo—. No puedo soportar la idea de que está besando a Gerbert.

—Comprendo —dijo Francisca. Apretó su mejilla contra la de él. Hasta esa noche, siempre se había esforzado por mantener a distancia los disgustos de Pedro; quizá había sido una prudencia instintiva, pues ahora que trataba de vivir con él su confusión, el sufrimiento que caía sobre ella era insoportable.

—Deberíamos tratar de dormir —dijo Pedro.

—Sí —dijo Francisca. Cerró los ojos. Sabía que Pedro no tenía ganas de dormir.

Ella tampoco podía desprender su pensamiento de ese diván debajo de ella donde Gerbert y Javiera se abrazaban boca contra boca. ¿Qué buscaba Javiera entre sus brazos? ¿Un desquite contra Pedro? ¿La paz de sus sentidos? ¿Era el azar el que le había hecho elegir esa presa en vez de otra? ¿O ya lo codiciaba a él cuando reclamaba con aire feroz algo que tocar? A Francisca empezaron a pesarle los párpados; vio, como en un relámpago, el rostro de Gerbert, sus mejillas morenas, sus largas pestañas de mujer. ¿Estaba enamorado de Javiera? ¿Era capaz de amar?

¿La habría amado a ella si se le hubiera antojado? ¿Por qué no se le había ocurrido a él? ¡Qué huecas parecían todas las viejas razones! ¿O era ella quien ya no sabía encontrarles su sentido difícil? En todo caso, a quien besaba era a Javiera. Los ojos se le pusieron duros como piedras; todavía durante un rato oyó un soplo regular junto a ella, luego no oyó nada más.

Bruscamente Francisca recobró la conciencia; había como una espesa capa de bruma detrás de ella. Sin duda había dormido mucho tiempo. Abrió los ojos; en el cuarto la noche se había iluminado. Pedro estaba sentado en la cama, parecía completamente despierto.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las cinco —dijo Pedro.

—¿No has dormido?

—Sí, un poco —miró la puerta—. Quisiera saber si Gerbert se ha ido.

—No se habrá quedado toda la noche —dijo Francisca.

—Voy a ir a ver —dijo Pedro.

Apartó las sábanas y salió de la cama. Esta vez Francisca no trató de retenerlo, ella también tenía ganas de saber. Se levantó y le siguió hasta el descanso. Una luz gris se había deslizado por la escalera, Toda la casa dormía. Se inclinó sobre el pasamano con el corazón palpitante. ¿Ahora qué iba a pasar?

Al cabo de un rato, Pedro reapareció al pie de la escalera y le hizo una seña.

Ella bajó a su vez.

—La llave está en la cerradura, no se ve nada, pero creo que está sola. Se diría que llora.

Francisca se acercó a la puerta; oyó un leve golpe como si Javiera hubiera colocado una taza sobre un plato, y luego hubo un ruido sordo y un sollozo y otro sollozo más fuerte, toda una cascada de sollozos desesperados e indiscretos. Sin duda Javiera había caído de rodillas ante el diván o se había tirado al suelo cuan larga era; conservaba siempre tanta mesura en sus peores tristezas, uno no podía creer que esa queja animal escapara de su cuerpo.

—¿No crees que está borracha? —dijo Francisca. Sólo la bebida podía hacerle perder a Javiera todo dominio sobre sí misma.

—Supongo que sí —dijo Pedro.

Permanecían ante la puerta, angustiados e impotentes. Ningún pretexto permitía llamar a esa hora de la noche y, sin embargo, era un suplicio imaginar a Javiera postrada, sollozando, presa de todas las pesadillas de la embriaguez y de la soledad.

—No nos quedemos aquí —dijo por fin Francisca. Los sollozos se habían atenuado; se habían convertido en un leve gemido doloroso—. Dentro de unas horas sabremos a qué atenernos —agregó.

Subieron lentamente hasta el cuarto. Ni el uno ni el otro tenían fuerza para inventar nuevas conjeturas; no era con palabras como uno se liberaba de ese miedo indefinido donde repercutía sin fin la queja de Javiera. ¿Cuál era su mal? ¿Era curable? Francisca se echó sobre la cama y se dejó ir sin defensa hasta el fondo del cansancio, del temor y del dolor.

Cuando Francisca despertó, la luz se filtraba a través de las persianas, eran las diez de la mañana. Pedro dormía con los brazos arqueados sobre la cabeza; tenía un aire angelical y desarmado. Francisca se incorporó sobre el codo; por debajo de la puerta pasaba un pedazo de papel rosado. De golpe, toda la noche volvió a subírsele al corazón con sus idas y venidas febriles y sus imágenes lacerantes; saltó bruscamente de la cama. La hoja había sido cortada por la mitad; en el fragmento desgarrado, se componían en grandes letras palabras informes que cabalgaban unas sobre otras. Francisca descifró el principio del mensaje: «Estoy tan asqueada de mí, tendría que arrojarme por la ventana, pero no tendré valor. No me perdonen, ustedes mismos deberían matarme mañana por la mañana si he sido demasiado cobarde». Las ultimas frases eran completamente ilegibles: al pie de la página se leía en grandes letras temblorosas: «Nada de perdón».

—¿Qué es? —dijo Pedro.

Estaba sentado al borde de la cama, con el pelo enmarañado, los ojos todavía ahogados de sueño, pero en esa bruma despuntaba una ansiedad precisa.

Francisca le tendió el papel.

—Estaba verdaderamente borracha —dijo—. Mira la letra.

—Nada de perdón —dijo Pedro. Recorrió rápidamente las líneas verdes—. Ve en seguida a saber de ella —dijo—. Llama a su cuarto.

—Voy —dijo Francisca. Se puso las zapatillas y bajó rápidamente la escalera; las piernas le temblaban. ¿Y si Javiera se hubiera vuelto bruscamente loca? ¿Estaría tendida sin vida detrás de la puerta? ¿O metida en un rincón con los ojos desorbitados? Había una mancha rosada en la puerta; Francisca se inclinó sobre la cerradura, pero la llave obstruía la abertura; golpeó. Hubo un leve crujido, pero nadie respondió. Probablemente Javiera estaba dormida.

Francisca vaciló un momento, luego arrancó el papel y volvió a su cuarto.

—No me atreví a golpear —dijo—. Creo que duerme. Mira lo que había fijado en la puerta.

—Es ilegible —dijo Pedro. Consideró un momento los signos misteriosos—. Está la palabra «indigna»; lo seguro es que estaba completamente fuera de sí. —Reflexionó—. ¿Ya estaría borracha cuando besó a Gerbert? ¿Lo hizo a propósito para darse coraje porque contaba con jugarme una mala pasada? ¿O se emborracharon juntos sin premeditación?

—Lloró, escribió estas líneas y, sin duda, después se durmió —dijo Francisca.

Hubiera querido estar segura de que Javiera descansaba muy apaciblemente en su cama.

Levantó las persianas y la luz entró en la habitación; con asombro contempló un instante esa calle atareada, lúcida, donde cada cosa tenía un aire razonable.

Luego se volvió hacia el cuarto pegajoso de angustia, donde los pensamientos obsesionantes continuaban su ronda sin tregua.

—De todos modos, voy a ir a llamar —dijo—. Uno no puede quedarse así, sin saber. Si hubiera tomado alguna droga. Dios sabe en qué estado está.

—Sí, llama hasta que conteste —dijo Pedro.

Francisca bajó la escalera; hacía horas que no dejaba de bajar y subir, tan pronto con sus piernas, tan pronto con el pensamiento. Los sollozos de Javiera todavía resonaban en ella; posiblemente se había quedado postrada un largo rato, luego se había asomado a la ventana. Era atroz imaginar ese vértigo de asco que le había retorcido el corazón. Francisca llamó, su corazón latía hasta romperse, nadie contestó. Entonces llamó más fuerte. Una voz sorda murmuró:

—¿Quién está ahí?

—Soy yo —dijo Francisca.

—¿Qué ocurre?

—Quería saber si estaba enferma.

—No —dijo Javiera—. Dormía.

Francisca se sintió avergonzada. Era de día, Javiera descansaba en su cuarto, hablaba con voz bien viva. Era una mañana normal en que el gusto trágico de la noche parecía completamente fuera de lugar.

—Era a causa de esta noche —dijo Francisca—. ¿Se siente completamente bien?

—Claro que sí, estoy bien, quiero dormir —dijo Javiera, malhumorada.

Francisca vaciló todavía un instante; llevaba en su corazón el lugar vacío de un cataclismo que esas respuestas fastidiadas estaban lejos de haber llenado; causaba una impresión rara, decepcionante e insulsa. Es imposible insistir más; volvió a su cuarto. Después de esos estertores quejumbrosos y de esas llamadas patéticas, uno no se resignaba sin dificultad a entrar en un día vulgar y triste.

—Dormía —le dijo a Pedro—. Me dio la impresión de que le pareció totalmente fuera de lugar que la despertara.

—¿No te ha abierto? —preguntó Pedro.

—No —respondió Francisca.

—Me pregunto si vendrá a mediodía a la cita. No lo creo.

—Yo tampoco.

Se vistieron en silencio. Era vano ordenar con palabras pensamientos que no conducían a ninguna parte. Cuando estuvieron listos, salieron del cuarto y se dirigieron hacia el Dôme.

—¿Sabes lo que habría que hacer? —dijo Pedro—. Habría que telefonear a Gerbert para que se reuniera con nosotros. Él nos informaría.

—¿Con qué pretexto? —dijo Francisca.

—Dile lo que pasa: que Javiera escribió unas líneas extravagantes y se encierra en su cuarto, que estamos inquietos y quisiéramos aclaraciones.

—Bueno, voy —dijo Francisca al entrar en el café—. Para mí pide un café solo.

Bajó la escalera y dio a la telefonista el número de Gerbert: se sentía tan nerviosa como Pedro. ¿Qué había ocurrido exactamente aquella noche? ¿Besos únicamente? ¿Qué esperaban el uno del otro? ¿Qué iba a pasar?

—Hola —dijo la telefonista—. No corte, le van a hablar. Francisca entró en la cabina.

—Hola, quisiera hablar con el señor Gerbert por favor.

—Habla con él —dijo Gerbert—. ¿Quién es?

—Francisca. ¿Podría venir al Dôme? Le explicaremos por qué.

—Bueno —dijo Gerbert—. Estoy allí dentro de diez minutos.

—Muy bien —dijo Francisca. Colocó unas monedas en el platito y subió al café.

En una mesa del fondo, con un diario desplegado ante ella y un cigarrillo en los labios estaba Isabel. Pedro estaba sentado a su lado, con el rostro anudado de ira.

—¿Estabas aquí? —dijo Francisca. Isabel no ignoraba que ellos iban allí todas las mañanas, sin duda se había instalado para espiarlos. ¿Sabía algo?

—Había entrado a leer los diarios y a escribir algunas cartas —dijo Isabel. Agregó con una especie de satisfacción—: Las cosas no andan muy bien.

—No —dijo Francisca. Notó que Pedro no había pedido nada, seguramente quería irse cuanto antes. Isabel rio divertida.

—¿Qué les pasa a los dos esta mañana? Parecen enterradores. Francisca vaciló.

—Javiera se emborrachó anoche —dijo Pedro—. Escribió unas líneas de loca diciendo que quería matarse y ahora se niega a abrirnos la puerta. —Se encogió de hombros—. Es capaz de cualquier estupidez.

—Deberíamos volver al hotel cuanto antes —manifestó Francisca—. No me siento nada tranquila.

—¡Vamos! No se matará —dijo Isabel. Miró al extremo de su cigarrillo—. La encontré anoche por el bulevar Raspail, hacía monerías con Gerbert, les juro que no pensaba en matarse.

—¿Y ya parecía borracha? —dijo Francisca.

—Siempre parece más o menos drogada —dijo Isabel—. No puedo decirte nada. —Sacudió la cabeza—. Vosotros la tomáis demasiado en serio. Yo sé lo que le haría falta: deberíais meterla en un club de gimnasia donde la obligaran a hacer deportes durante ocho horas por día y a comer bistecs; se sentiría mucho mejor, creedme.

—Vamos a ver qué hace —dijo Pedro levantándose. Le dieron la mano a Isabel y salieron del café.

—Dije en seguida que habíamos venido sólo a hablar por teléfono —dijo Pedro.

—Sí, pero cité a Gerbert aquí —respondió Francisca.

—Vamos a esperarlo afuera —dijo Pedro—. Le cogeremos al vuelo.

Empezaron a recorrer la acera en silencio.

—Si Isabel sale y nos encuentra aquí, no sé qué pareceremos —dijo Francisca.

—Me importa un bledo —dijo Pedro nerviosamente.

—Les vio anoche y vino a husmear el viento —dijo Francisca—. ¡Cómo nos odia!

Pedro no contestó nada; sus ojos no se apartaban de la boca del metro.

Francisca vigilaba con aprensión la terraza del café, no le hubiera gustado que Isabel la sorprendiera en un momento de desorientación.

—Aquí está —dijo Pedro.

Gerbert se acercaba sonriendo; tenía grandes ojeras que le comían la mitad de las mejillas. Las facciones de Pedro se iluminaron.

—¡Salud! Huyamos rápido —dijo con una buena sonrisa—. Isabel nos acecha desde adentro. Vamos a ocultarnos en el café de enfrente.

—¿No le ha molestado venir? —dijo Francisca. Se sentía incómoda. Esa gestión iba a parecerle rara a Gerbert, ya parecía todo cortado.

—No, en absoluto —respondió.

Se sentaron en una mesa y Pedro pidió tres cafés. Sólo él parecía a sus anchas.

—Mire lo que encontramos esta mañana debajo de la puerta —dijo sacando del bolsillo la carta de Javiera—. Francisca llamó a la puerta y ella se negó a abrir. Tal vez usted podría informarnos; hemos oído su voz esta noche. ¿Estaba borracha o qué? ¿En qué estado la dejó?

—No estaba borracha —dijo Gerbert—, pero habíamos subido una botella de whisky, quizá la haya bebido después. —Calló y echó hacia atrás su mechón de pelo con aire confuso—. Tengo que decirles que anoche me acosté con ella.

Hubo un corto silencio.

—No es una razón para querer tirarse por la ventana —dijo Pedro con desparpajo.

Francisca le miró con un poco de admiración. ¡Qué bien sabía fingir! Por poco ella misma se hubiera engañado:

—Es fácil imaginarse que para ella es todo un drama —dijo dificultosamente.

Sin duda esa noticia no había tomado a Pedro desprevenido, debía de haberse jurado que iba a poner buena cara. Pero cuando Gerbert se hubiera ido, ¿a qué rabia, a qué explosión de sufrimiento había que prepararse?

—Fue a reunirse conmigo en los Deux Magots —dijo Gerbert—. Conversamos un rato y me invitó a subir a su cuarto. Allá, no sé cómo ocurrió, pero se me echó sobre la boca y terminamos por acostarnos juntos.

Miraba obstinadamente su vaso con aire lastimoso y vagamente irritado.

—Hace tiempo que eso estaba en el aire —dijo Pedro.

—¿Y cree que después de haberse ido usted, ella se precipitó sobre el whisky? —preguntó Francisca.

—Es probable —dijo Gerbert. Levantó la cabeza—. Me echó de su cuarto y, sin embargo, le juro que yo no la busqué —dijo con aire reivindicativo. Se le tranquilizó el rostro—. ¡Las cosas que llegó a decirme! Yo estaba petrificado. Parecía que la hubiera violado.

—Es muy de ella —dijo Francisca. Gerbert miró a Pedro con súbita timidez.

—¿No me condena?

—¿Y por qué? —preguntó Pedro.

—No sé —dijo Gerbert, confuso—. Es tan joven. No sé —repitió ruborizándose un poco.

—No le haga un hijo, es todo lo que se le pide —dijo Pedro.

Francisca aplastó con desagrado su cigarrillo en el platillo. La duplicidad de Pedro la molestaba, era más que una comedia. En ese momento, él consideraba con irrisión su propia persona y todo lo que le importaba; pero esa tranquilidad huraña no podía obtenerse sino al precio de una tensión penosa de imaginar.

—¡Oh! Puede estar tranquilo —dijo Gerbert. Agregó con aire preocupad—. Me pregunto si volverá.

—¿Si volverá adónde? —dijo Francisca.

—Le dije al irme que sabía dónde encontrarme, pero que yo no iría a buscarla —dijo Gerbert con dignidad.

—Bah, irá igualmente —dijo Francisca.

—Seguro que no —dijo Gerbert con aire ofendido—. No quiero que crea que me va a manejar.

—No se preocupe, ya volverá —dijo Pedro—. Es orgullosa a sus horas, pero no tiene conducta; tendrá ganas de verle y encontrará buenas razones. —Aspiró el humo de su pipa.

—¿Tiene la impresión de que está enamorada de usted o que?

—No comprendo bien, la había besado algunas veces, pero no siempre parecía gustarle.

—Deberías ir a ver qué hace —dijo Pedro.

—Pero ya me mandó a paseo —dijo Francisca.

—Paciencia, insiste hasta que te reciba. No hay que dejarla sola, sabe Dios qué ideas se le han metido en la cabeza. —Pedro sonrió—. Yo iría, pero no creo que sea oportuno.

—No le diga que me ha visto —dijo Gerbert con inquietud.

—No tema.

—Y recuérdale que la esperamos a mediodía —dijo Pedro.

Francisca salió del café y se internó en la calle Delambre. Detestaba ese papel de intermediaria que Pedro y Javiera le hacían representar demasiado a menudo y por el cual se hacía odiosa tan pronto al uno como al otro; pero hoy estaba decidida a entregarse de todo corazón, verdaderamente sentía miedo por ellos.

Subió la escalera y llamó. Javiera abrió la puerta. Tenía la tez amarilla, los párpados hinchados, pero estaba cuidadosamente vestida. Se había pintado los labios y se había puesto rimel en las pestañas.

—Vengo a saber noticias suyas —manifestó Francisca alegremente.

Javiera le dirigió una mirada opaca.

—¿Noticias mías? No estoy enferma.

—Me escribió una carta que me dio un susto terrible.

—¿Yo escribí?

—Mire —Francisca le tendió el papel rosado.

—Ah, me acuerdo vagamente —dijo Javiera. Se sentó en el diván junto a Francisca—. Me emborraché de un modo innoble —dijo.

—Creí que quería matarse de veras —dijo Francisca—. Por eso llamé esta mañana.

Javiera observó el papel con asco.

—Estaba todavía más borracha de lo que pensaba —dijo. Se pasó la mano por la frente—. Encontré a Gerbert en los Deux Magots y no sé muy bien por qué subimos a mi cuarto con una botella de whisky; bebimos un poco juntos y cuando él se hubo ido vacié la botella. —Miró a lo lejos, la boca entreabierta en un vago rictus—. Sí, recuerdo ahora que me quedé mucho tiempo en la ventana pensando que debía tirarme. Y después tuve frío.

—Pues hubiera sido agradable que me trajeran su cadáver —dijo Francisca.

Javiera se estremeció.

—En todo caso no me mataré así —dijo.

Su rostro se entristeció, Francisca todavía no le había visto nunca un aire tan miserable, sintió una gran ternura por ella. ¡Hubiera deseado tanto ayudarla! Pero habría sido necesario que Javiera aceptase esa ayuda.

—¿Porque pensó en matarse? —dijo suavemente—. ¿Es tan desdichada?

La mirada de Javiera vaciló y un éxtasis de sufrimiento transfiguró sus rasgos.

Francisca se sintió de golpe arrancada a sí misma y devorada por ese intolerable dolor. Abrazó a Javiera y la apretó contra ella.

—Mi Javiera querida, ¿qué pasa? Dígame.

Javiera se inclinó contra su hombro y se echó a llorar.

—¿Qué pasa? —repitió Francisca.

—Tengo vergüenza —dijo Javiera.

—¿Por qué vergüenza? ¿Porque se emborrachó? Javiera tragó sus lágrimas y dijo con una voz húmeda de niña:

—Por eso, por todo, no sé conducirme. Me peleé con Gerbert, lo eché de mi cuarto, estuve odiosa. Y además escribí esa carta idiota. Y además… —gimió y volvió a llorar.

—¿Y además qué? —dijo Francisca.

—Y además nada. ¿Le parece que no basta? Me siento inmunda. —Se sonó la nariz con aire lastimoso.

—Todo eso no es tan grave —dijo Francisca. El gran dolor generoso que durante un minuto le había llenado el corazón se había vuelto estrecho y agrio; en medio de su desesperación, Javiera conservaba un dominio tan exacto de sí misma… ¡Con qué abandono mentía!

—No tiene que desesperarse así.

—Discúlpeme —dijo Javiera. Se secó los ojos y dijo con rabia—: Nunca más me emborracharé.

Había sido una locura esperar por un minuto que Javiera se volvería hacia Francisca como hacia una amiga para descargar su corazón; tenía demasiado orgullo y demasiado poco coraje. Hubo un silencio. Francisca se sentía angustiada de piedad ante ese porvenir que amenazaba a Javiera y que uno no podía conjurar.

Sin duda, Javiera iba a perder a Pedro para siempre y sus relaciones con Francisca se resentirían por semejante ruptura. Francisca no lograría salvarlas si Javiera se negaba a hacer ningún esfuerzo.

—Labrousse nos espera para almorzar —dijo Francisca. Javiera se echó hacia atrás.

—Oh, no quiero ir.

—¿Por qué?

—Me siento pesada, cansada —dijo Javiera.

—No es una razón.

—No quiero —dijo Javiera. Rechazó a Francisca con aire acosado—. En este momento no quiero ver a Labrousse.

Francisca la rodeó con el brazo. ¡Cómo habría deseado arrancarle la verdad!

Javiera no sospechaba hasta qué punto necesitaba ayuda.

—¿De qué tiene miedo? —dijo.

—Va a pensar que me he emborrachado a propósito a causa de la noche anterior, porque había estado tan bien con él —dijo Javiera—. Habrá otra explicación y ya basta, basta, basta. —Se echó a llorar.

Francisca la apretó con más fuerza y dijo vagamente:

—No hay nada que explicar.

—Sí, hay todo que explicar —dijo Javiera. Las lágrimas corrían sin contención sobre sus mejillas y todo su rostro era sólo una gran masa dolorosa.

—Cada vez que veo a Gerbert, Labrousse cree que estoy disgustada con él y me guarda rencor. No puedo soportarlo más, no puedo verlo más —gritó en el paroxismo de la desesperación.

—¿Y si en cambio fuera a verle? ¿Si le hablara voluntariamente? Estoy segura de que las cosas se arreglarían.

—No, no hay nada que hacer —dijo Javiera—. Todo se ha terminado, va a odiarme. —Su cabeza cayó sobre las rodillas de Francisca, gemía. ¡Qué desdichada era! ¡Y cómo estaba sufriendo Pedro en ese momento!

Francisca se sintió desgarrada y los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Por qué tanto amor no les servía sino para destrozarse unos a otros? Ahora los esperaba un infierno negro.

Javiera alzó la cabeza y miró a Francisca con estupor.

—Llora por mi culpa —dijo—. ¡Llora! ¡Oh, no quiero!

En un impulso tomó entre sus manos el rostro de Francisca y se puso a besarlo con una devoción exaltada. Eran besos sagrados que purificaban a Javiera de todas las manchas y que le devolvían el respeto por sí misma. Bajo sus dulces labios, Francisca se sentía tan noble, tan etérea, tan divina, que algo se rebeló en su corazón: deseaba una amistad humana y no ese culto fanático e imperioso del cual debía ser el ídolo dócil.

—No merezco que usted llore por mí —dijo Javiera—. Cuando veo lo que usted es y lo que yo soy… ¡Si usted supiera lo que yo soy! Y usted llora por mi culpa.

Francisca le devolvió sus besos; a pesar de todo, era a ella a quien iba dirigida esa violencia de ternura y de humildad. Sobre las mejillas de Javiera, mezclado con el gusto salado de las lágrimas, recobraba el recuerdo de esas horas en que, en un cafetín adormilado, se había prometido hacerla feliz. No lo había conseguido, pero si por lo menos Javiera consentía, sabrían, a cualquier precio, protegerla del mundo entero.

—No quiero que le ocurra nada malo —dijo con pasión. Javiera meneó la cabeza.

—No me conoce, hace mal en quererme.

—Le resulta tan difícil vivir —dijo Francisca—. Déjeme ayudarla.

Hubiera querido decirle a Javiera: «Lo sé todo, eso no cambia nada entre nosotros». Pero no podía hablar sin traicionar a Gerbert, estaba cargada con su inútil misericordia que no encontraba ninguna culpa precisa sobre la cual posarse.

Si por lo menos Javiera se decidiera a confesar, sabría cómo consolarla, tranquilizarla. La defendería del mismo Pedro.

—Dígame lo que la enloquece tanto —dijo en tono apremiante—. Dígamelo.

En el rostro de Javiera algo vaciló. Francisca esperaba pendiente de sus labios; con una sola frase, Javiera podía crear lo que Francisca deseaba desde hacía tanto tiempo: una unión total que confundiera sus alegrías, sus inquietudes, sus tormentos.

—No puedo decírselo —dijo Javiera, desesperada. Recobró su respiración y dijo con más calma—: No hay nada que decir.

En un impulso de rabia impotente, Francisca deseó apretar entre sus manos esa cabecita dura hasta hacerla estallar. Obstinadamente, a pesar de la dulzura, a pesar de la violencia, continuaba atrincherada en su reserva agresiva. Un cataclismo iba a abatirse sobre ella y Francisca estaba condenada a permanecer al margen como un testigo inútil.

—Podría ayudarla, estoy segura —insistió con una voz en que temblaba la ira.

—Nadie puede ayudarme —dijo Javiera. Echó la cabeza hacia atrás y con la punta de los dedos se arregló el pelo—. Ya le he dicho que yo no valía nada, la previne —agregó con impaciencia. Había recobrado su aire huraño y lejano.

Francisca no podía insistir más sin indiscreción. Había estado dispuesta a darse a Javiera sin reserva, y si ese don hubiera sido aceptado se habría sentido liberada a la vez de sí misma y de esa dolorosa presencia extraña que sin cesar le cortaba el camino; pero Javiera la había rechazado. Aceptaba llorar ante Francisca, pero no le permitía compartir sus lágrimas. Francisca se encontraba nuevamente sola ante una conciencia solitaria y reacia. Rozó con el dedo la mano de Javiera desfigurada por una excrescencia.

—¿Está completamente curada esa quemadura? —preguntó.

—Ya está curada —Javiera observó la mano—. Nunca hubiera creído que pudiera doler tanto.

—También le ha infligido tratamientos bastante extraños —dijo Francisca. Calló descorazonada—. Tengo que irme. ¿De veras no quiere venir?

—No —dijo Javiera.

—¿Qué le diré a Labrousse?

Javiera se encogió de hombros como si se tratara de algo que no le concernía.

—Lo que quiera.

Francisca se levantó.

—Trataré de arreglar las cosas —dijo—. Hasta luego.

—Hasta luego —respondió Javiera. Francisca le retuvo la mano.

—Me da no sé qué dejarla así, cansada y triste. Javiera sonrió débilmente.

—El día siguiente al de las borracheras siempre es así —dijo. Se quedó sentada al borde del diván como petrificada, y Francisca salió del cuarto.

A pesar de todo, trataría de defender a Javiera; sería una lucha solitaria y sin alegría puesto que la misma Javiera se negaba a luchar junto con ella y no podía encarar sin aprensión la enemistad que suscitaría en Pedro el verla proteger a Javiera contra él. Pero se sentía atada a Javiera por un lazo que ella no elegía.

Caminaba lentamente por la calle; tenía ganas de apoyar la cabeza contra una farola y echarse a llorar.

Pedro estaba sentado en el mismo lugar en que ella le había dejado. Estaba solo.

—¿La has visto? —preguntó.

—La he visto, sollozó sin parar, estaba enloquecida.

—¿Viene?

—No, tiene un miedo horrible de verte. —Francisca miró a Pedro y eligió cuidadosamente las palabras—. Creo que teme que adivines todo, y la idea de perderte la desespera. Pedro emitió una risita burlona:

—No me perderá sin que hayamos tenido una bonita explicación. Tengo más de una cosa que decirle. ¿Naturalmente, no te contó nada?

—No, nada. Dijo solamente que Gerbert había estado en su cuarto, que lo había echado y que se había emborrachado después de su partida. —Francisca se encogió de hombros, descorazonada.

—Por un momento creí que iba a hablar.

—Ya le haré escupir la verdad —dijo Pedro.

—Ten cuidado —dijo Francisca—, por más que te crea brujo, sospechará que sabes, si insistes demasiado.

El rostro de Pedro se volvió aún más hermético.

—Me las arreglaré —dijo—. En caso de necesidad le diré que he mirado por el ojo de la cerradura.

Francisca, por hacer algo, encendió un cigarrillo; le temblaba la mano. No podía imaginar sin horror la humillación de Javiera si llegaba a creer que Pedro la había visto; él sabría encontrar palabras implacables.

—No la empujes hasta esos extremos. Terminará por hacer una barbaridad.

—No, es demasiado cobarde —dijo Pedro.

—No digo que se matará, pero se volverá a Rúan y arruinará su vida —dijo Francisca.

—Hará lo que quiera —dijo Pedro, encolerizado—. Pero te juro que me las va a pagar.

Francisca bajó la cabeza. Javiera había sido culpable con Pedro, lo había herido hasta el fondo del alma. Francisca sentía con violencia esa herida. Si hubiera podido concentrarse en sí misma, todo habría sido más simple. Pero veía también el rostro descompuesto de Javiera.

—No te imaginas —agregó Pedro más suavemente— qué tierna había estado conmigo. Nada la obligaba a representar esa comedia apasionada. —Su voz se endureció de nuevo—. Está hecha de coquetería, de capricho y de traición. Se acostó con Gerbert únicamente por un rechazo de odio, para quitarle todo valor a nuestra reconciliación, para engañarme, para vengarse. Dio en el blanco, pero le costará caro.

—Escucha —dijo Francisca—, no puedo impedirte que obres a tu antojo. Pero concédeme una cosa: no le digas que yo lo sé. Si no, no podrá soportar seguir viviendo a mi lado.

Pedro la miró.

—Bueno —dijo—. Fingiré haber guardado el secreto.

Francisca posó su mano sobre el brazo de Pedro y se sintió invadida por una amarga desesperanza. Le quería y para salvar a Javiera, con quien ningún amor era posible, se erguía ante él como una extraña; quizá mañana se convertiría en su enemigo. Iba a sufrir, a vengarse, a odiar sin ella y aun a pesar de ella; volvía a arrojarlo a su soledad, ella, que sólo había deseado siempre estar unida a él. Retiró la mano; él miraba a lo lejos; ella ya lo había perdido.