VIII

—Naturalmente —dijo Francisca—, el papel no resalta bastante, su trabajo es demasiado interior; pero siente el personaje, todos los matices son exactos.

Se sentó al borde del diván al lado de Javiera y la tomó de los hombros.

—Le juro por su propia cabeza que puede representar esa escena delante de Labrousse; está bien, sabe, está verdaderamente bien.

Ya era un éxito haber logrado que Javiera le recitara su monólogo; había tenido que suplicarle durante una hora y se sentía extenuada; pero todo eso no servía de nada si no lograba convencerla de que trabajara con Pedro.

—No me atrevo —dijo Javiera con desesperación.

—Labrousse no puede intimidarla tanto —dijo Francisca con una sonrisa.

—Oh, sí, como profesor me asusta.

—Paciencia, hace un mes que está en esa escena, se está convirtiendo en una psicoastenia, hay que salir de ahí.

—Qué más quisiera.

—Mire, tenga confianza en mí —dijo Francisca con calor—. No le diría que afrontara el juicio de Labrousse si no la encontrara preparada. Respondo por usted. —Miró a Javiera a los ojos—. ¿No me cree?

—Le creo, pero es tan terrible sentirse juzgada.

—Cuando uno quiere trabajar, hay que barrer el amor propio. Sea valiente; inicie su lección. Javiera se recogió.

—Lo haré —dijo con aire convencido; sus párpados se agitaron—. Me gustaría tanto que usted estuviera contenta de mí.

—Estoy segura de que será una verdadera actriz —dijo Francisca con ternura.

—Usted tuvo una idea espléndida —dijo Javiera, cuyo rostro se iluminó—. Todo el final queda mucho mejor si estoy de pie. Se levantó y dijo con animación:

Si en esta rama hay un número par de hojas, le entrego la carta… Once, doce, trece, catorce…, par.

—Está muy bien —dijo Francisca con alegría.

Las inflexiones de voz, las expresiones de Javiera no estaban más que insinuadas, pero eran ingeniosas y encantadoras. Si por lo menos una pudiera insuflarle un poco de voluntad, pensó Francisca. Sería cansado tener que llevarla en brazos hasta el éxito.

—Aquí está Labrousse —dijo Francisca—, es minuciosamente puntual.

Abrió la puerta. Había reconocido su paso. Pedro sonrió alegremente.

—¡Salud!

Andaba agobiado bajo un pesado abrigo de piel de camello que le daba un aspecto de joven oso.

—¡Ah, cómo me he aburrido! Me pasé todo el día haciendo cuentas con Bernheim.

—Nosotras no hemos perdido el tiempo —dijo Francisca—. Javiera me recitó una escena de La Ocasión. ¡Vas a ver qué bien ha trabajado!

Pedro se volvió hacia Javiera con aire alentador.

—Estoy a sus órdenes —dijo.

Javiera tenía tanto miedo de salir, que había terminado por aceptar dar lecciones en su cuarto; pero no se movió.

—En seguida no —dijo con voz suplicante—; todavía podemos esperar un momentito.

Pedro consultó a Francisca con la mirada.

—¿Nos aguantas todavía un rato?

—Pueden quedarse hasta las seis y media.

—Sí, nada más que media hora —dijo Javiera mirando por turno a Francisca y a Pedro.

—Pareces un poco cansada —observó Pedro.

—Creo que incubo una gripe —dijo Francisca—. Es el tiempo.

Era el tiempo, pero también la falta de sueño; Pedro tenía una salud de hierro y Javiera se recuperaba durante el día; ambos se reían de Francisca cuando pretendía acostarse antes de la seis.

—¿Qué cuenta Bernheim? —preguntó Francisca.

—Volvió a hablar de ese proyecto de hacer una gira —dijo Pedro; vaciló—. Evidentemente las cifras son atrayentes.

—Pero no tenemos tanta necesidad de dinero —dijo Francisca con viveza.

—¿Una gira por dónde? —preguntó Javiera.

—Grecia, Egipto, Marruecos. —Pedro sonrió—. El día en que la hagamos, la llevaremos.

Francisca se estremeció; no eran más que palabras en el aire, pero era desagradable que Pedro hubiera pensado en decirlas; tenía la generosidad ligera. Si ese viaje se llevaba a cabo, estaba firmemente resuelta a hacerlo sola con él.

Habría que arrastrar a la compañía, pero eso no contaba.

—No sería antes de mucho tiempo —dijo.

—¿Crees que resultaría tan nefasto tomarnos unas vacaciones? —preguntó Pedro en tono insinuante.

Esta vez fue una tromba que sacudió a Francisca de pies a cabeza; nunca Pedro había siquiera considerado esa idea; estaba en pleno ímpetu. El invierno próximo iban a montar sus obras, su libro debía aparecer, tenía un montón de proyectos sobre el desenvolvimiento de la escuela. Francisca no veía el momento de que él llegara al apogeo de su carrera y diera, por fin, a su obra su aspecto definitivo. Le costó dominar el temblor de su voz.

—No es el momento —dijo—. Bien sabes que el teatro es sobre todo una cuestión de oportunidad; después de Julio César, el público va a esperarte con impaciencia; si dejas pasar un año, ya la gente pensará en otra cosa.

—Siempre hablas como un libro —dijo Pedro con una sombra de tristeza.

—¡Cómo son de razonables! —exclamó Javiera; su rostro expresaba una admiración sincera y escandalizada.

—Ya lo haremos algún día —dijo Pedro alegremente—. Será tan divertido cuando desembarquemos en Atenas, en Argel, ir a instalarnos en los teatritos piojosos. Y a la salida, en vez de ir a sentarnos en el Dôme, iremos a tendernos sobre esteras en el fondo de un café moro, fumando kif.

—¿Kif? —dijo Javiera con aire encantado.

—Es una planta opiácea que cultivan allí; parece que da visiones encantadoras. —Con aire decepcionado agregó—: Aunque yo nunca he tenido ninguna.

—No me extraña de usted —dijo Javiera con una tierna indulgencia.

—Eso se fuma en unas preciosas pipas muy pequeñas que los vendedores le fabrican a medida —dijo Pedro—. ¡Se sentirá orgullosa de tener una pipita personal!

—Yo, seguramente, tendré visiones —dijo Javiera.

—¿Te acuerdas de Moulay Idriss? —dijo Pedro sonriéndole a Francisca—. ¿Cuando fumamos esa pipa que los árabes sin duda carcomidos por la sífilis se pasaban de boca en boca?

—Me acuerdo muy bien —dijo Francisca.

—No dominabas la situación.

—Tú tampoco estabas muy arrogante.

Las palabras pasaban con dificultad, se sentía crispada. Sin embargo, eran proyectos tan lejanos, y ella bien sabía que Pedro no decidiría nada sin su consentimiento. Diría no, era muy sencillo, no había por qué inquietarse. No. No se irían el invierno próximo. No, no llevarían a Javiera. No. Sintió un escalofrío; debía de tener fiebre, sus manos estaban húmedas y le ardía todo el cuerpo.

—Vamos a trabajar —dijo Pedro.

—Yo también voy a trabajar —dijo Francisca; se esforzó en sonreír. Sin duda habían sentido que algo insólito ocurría en ella, había habido una especie de frío.

Por lo general, ella sabía dominarse mejor.

—Todavía tenemos cinco minutos —dijo Javiera sonriendo con una rabia mimosa; suspiró—; sólo cinco minutos.

Sus ojos subieron hacia el rostro de Francisca, luego se posaron sobre las manos de largas uñas afiladas. Antes, Francisca se hubiera sentido conmovida por esa mirada furtiva y ferviente, pero Pedro le había hecho notar que a menudo Javiera usaba esa coartada cuando se sentía desbordada por su ternura hacia él.

—Tres minutos —dijo Javiera; su mirada se había clavado en el despertador; el reproche apenas se disimulaba tras la tristeza. Sin embargo, no soy tan avara de mí misma, pensó Francisca; evidentemente, comparada con Pedro, parecía rapaz; él ya no escribía nada en estos últimos tiempos, se despilfarraba alegremente; ella no podía rivalizar con él, no quería hacerlo. De nuevo un ardiente escalofrío la cruzó.

Pedro se puso de pie.

—¿A medianoche te encuentro aquí?

—Sí, no me moveré —dijo Francisca—, te espero para cenar. Le sonrió a Javiera.

—Sea valiente, es sólo un mal trago.

Javiera suspiró.

—Hasta mañana —dijo Francisca.

Se sentó ante la mesa y miró sin placer las hojas en blanco; sentía la cabeza pesada y un dolor a lo largo de la nuca y de la espalda; sabía que iba a trabajar mal. Javiera le había robado otra media hora; era terrible todo el tiempo que devoraba. Ella ya no tenía ratos libres, ni soledad, ni siquiera simplemente descanso; estaba llegando a un estado de tensión inhumana. No, diría no; con todas sus fuerzas diría no; y Pedro la escucharía.

Francisca sintió que algo se aflojaba en ella, algo que zozobraba; Pedro renunciaría fácilmente a ese viaje, no lo deseaba con tanta violencia. ¿Y después?

¿Qué ganaría? Lo angustioso era que él mismo no se hubiera opuesto a ese proyecto. ¿Le importaba tan poco su obra? ¿Había pasado de la perplejidad a una indiferencia total? No conducía a nada imponerle desde afuera el simulacro de una fe que él ya no poseía. ¿Para qué querer algo para él si era sin él, y aun contra él?

Las decisiones que Francisca esperaba de él, las exigía de su voluntad. Toda su felicidad descansaba sobre la libre voluntad de Pedro, y era precisamente sobre lo que no tenía ninguna influencia.

Se estremeció, subían la escalera a pasos precipitados, y unos golpes conmovieron la puerta.

—Entre —dijo.

Los dos rostros aparecieron juntos en el vano de la puerta; ambos sonreían.

Javiera había ocultado sus cabellos bajo un capuchón escocés; Pedro tenía su pipa en la mano.

—¿Nos despreciarías mucho si reemplazáramos la lección por un paseo en la nieve? —dijo.

A Francisca se le revolvió la sangre; se había alegrado tanto de imaginar la sorpresa de Pedro, la satisfacción de Javiera, ante los elogios que él le haría. Había puesto toda su alma en hacerla trabajar; era muy ingenua, nunca las lecciones transcurrían seriamente y todavía ellos pretendían hacerle cargar con la responsabilidad de su pereza.

—Es cuestión suya —dijo—. Yo no tengo nada que ver en eso. Las sonrisas se esfumaron; esa voz seria no estaba prevista en el juego.

—¿Verdaderamente te parece mal? —preguntó Pedro desconcertado.

Miró a Javiera, que también le miró con incertidumbre; parecían dos culpables.

Por primera vez a causa de esa complicidad donde Francisca los encerraba, se erguían ante ella como una pareja. Lo sentía y estaban muy molestos.

—No, —dijo Francisca—, que tengan un paseo agradable.

Cerró la puerta quizá demasiado rápidamente y permaneció apoyada contra la pared. Bajaban la escalera en silencio, adivinaba sus rostros apenados; no obtendría de ello ningún beneficio, sólo había logrado estropearles el paseo; tuvo una especie de sollozo. ¿De qué serviría? No conseguía sino estropearles sus alegrías y hacerse odiosa ante sus propios ojos. Bruscamente se echó de bruces sobre la cama y sus lágrimas brotaron; era demasiado dolorosa esa voluntad rígida que se obstinaba en conservar en ella, había que dejarlo correr, ya se vería lo que pasaba.

«Ya veremos lo que pasa», repitió Francisca. Se sentía en el límite de sus fuerzas; todo cuanto deseaba era esa paz dichosa que baja en copos blancos sobre el caminante agotado. Bastaba renunciar a todo, al porvenir de Javiera, a la obra de Pedro, a su propia felicidad y conocería el descanso; estaría a salvo de las crispaciones del corazón, los espasmos de la garganta, ese escozor seco de los ojos en el fondo de las órbitas. Bastaba hacer un pequeño gesto, abrir las manos, soltar amarras; levantó una mano y agitó los dedos: obedecían asombrados y dóciles, ya era milagrosa esa sumisión de mil pequeños músculos ignorados. ¿Para qué exigir más? Vaciló; abrió las manos. Ya no le temía al mañana; pero veía a su alrededor un presente tan desnudo, tan helado, que le faltó coraje. Era como en el gran café cantante, con Gerbert; un bullicio de instantes, un hervidero de gestos y de imágenes sin continuidad. Francisca se levantó de un salto, era insostenible; cualquier sufrimiento era mejor que ese abandono sin esperanza en el seno del vacío y del caos.

Se puso el abrigo y se caló hasta las orejas un gorro de piel; había que recobrarse, necesitaba hablar consigo misma, hacía tiempo que debía haberlo hecho en vez de arrojarse sobre su trabajo en cuanto tenía un minuto. Las lágrimas habían dado brillo a sus párpados y azulado sus ojeras: eso sería fácil de reparar, pero ni siquiera valía la pena. De aquí a medianoche no vería a nadie, quería saturarse de soledad durante todas esas horas. Se quedó un rato ante el espejo mirando su cara; era una cara que no decía nada, estaba pegada a la parte delantera de la cabeza como un rótulo: Francisca Miquel. La cara de Javiera por el contrarío era un susurro inagotable; sin duda por eso ella se sonreía tan misteriosamente en los espejos. Francisca salió de su cuarto y bajó la escalera. Las aceras estaban cubiertas de nieve; hacía un frío punzante. Subió a un autobús, para volver a encontrarse en su soledad, en su libertad; tenía que evadirse de ese barrio.

Con la palma de la mano, Francisca limpió el vidrio empañado; escaparates iluminados, farolas, transeúntes, surgieron de la noche; pero ella no tenía la impresión de moverse. Todas esas apariciones se sucedían sin que ella cambiara de lugar: era un viaje en el tiempo, fuera del espacio. Cerró los ojos. Recobrarse.

Pedro y Javiera se habían erguido frente a ella; ella quería, a su vez, erguirse frente a ellos, recobrarse, ¿recobrar qué? Sus ideas huían. No encontraba absolutamente nada en qué pensar.

El autobús se detuvo en la esquina de la calle Damrémont y Francisca bajó: las calles de Montmartre estaban petrificadas en la blancura y en el silencio. Francisca vaciló, no sabía qué hacer de su libertad. Podría ir a cualquier parte; no tenía ganas de ir a ninguna. Maquinalmente empezó a subir hacia la colina; la nieve resistía un poco bajo sus pies, luego cedía con un crujido sedoso. Experimentaba como un fastidio decepcionado al sentir que el obstáculo desaparecía antes de haber terminado el esfuerzo. La nieve, los cafés, las escaleras, las casas… ¿Qué tengo que ver con todo esto?, pensó Francisca con una especie de estupor. Se sintió invadida por un aburrimiento tan mortal, que se le aflojaron las piernas. ¿Qué significaban para ella todas esas cosas extrañas? Estaban colocadas a distancia, ni siquiera rozaban ese vacío vertiginoso en el cual se sentía absorbida. Un remolino.

Se bajaba en espiral cada vez más profundamente, parecía que al final uno iba a tomar algo: la calma o la desesperación, cualquier cosa decisiva; pero uno se quedaba siempre a la misma altura, al borde del vacío. Francisca miró a su alrededor con desamparo; pero no, nada podía ayudarla. Habría debido arrancar de sí misma un impulso de orgullo o de autocompasión o de ternura. Le dolían la espalda, las sienes; y hasta ese dolor le era ajeno. Habría sido necesario que alguien estuviera ahí, para decirle: «Estoy cansada, soy desdichada». Entonces ese instante vago y doloroso habría ocupado con dignidad su lugar en una vida. Pero no había nadie.

Es mi culpa, pensó Francisca mientras subía lentamente una escalera. Era su culpa, Isabel tenía razón. Hacía años que había dejado de ser alguien; ni siquiera tenía ya rostro. La más desheredada de las mujeres podía tocar con amor su propia mano y ella miraba sus manos con sorpresa. Nuestro pasado, nuestro porvenir, nuestras ideas, nuestro amor… Nunca decía «yo». Y, sin embargo, Pedro disponía de su propio porvenir y de su propio corazón; se alejaba, retrocedía hasta los confines de su propia vida. Ella permanecía ahí, separada de él, separada de todos y sin ataduras consigo misma; abandonada y sin poder encontrar en ese abandono una soledad verdadera.

Se apoyó en la balaustrada y miró debajo de ella un gran humo azul y helado.

Era París; se extendía con una indiferencia insultante. Francisca se echó hacia atrás. ¿Qué hacía allí, en medio del frío, con esas cúpulas blancas sobre su cabeza y a sus pies ese abismo que se abría hasta las estrellas? Bajó corriendo las escaleras; tenía que ir al cine o telefonear a alguien.

—Es lastimoso —murmuró.

La soledad no era un artículo desmenuzable que se dejara consumir a pedacitos. Había sido pueril al imaginarse que podría refugiarse en ella durante toda una noche; debía renunciar a ella totalmente, mientras no la hubiera reconquistado totalmente.

Un dolor lancinante le cortó la respiración; se detuvo y se llevó las manos a las costillas: «¿Qué tengo?».

Un gran escalofrío la sacudió de pies a cabeza; sudaba, le zumbaba la cabeza.

Estoy enferma, pensó con una especie de alivio. Llamó un taxi. No había nada que hacer, salvo volver a su casa, meterse en cama y tratar de dormir.

Una puerta se cerró en el rellano y alguien cruzó el corredor arrastrando las zapatillas: debía de ser la mujer rubia de mala vida que se levantaba. En el cuarto de arriba, el tocadiscos del negro dejaba oír suavemente Soledad. Francisca abrió los ojos, ya casi amanecía, hacía cerca de cuarenta y ocho horas que descansaba en el calor de las sábanas; esa leve respiración junto a ella era la de Javiera, que no se había movido del sillón desde la partida de Pedro. Francisca respiró profundamente: la punzada dolorosa no había desaparecido, eso más bien la alegraba, así estaba completamente segura de estar enferma. Era tan descansado; no había que ocuparse de nada, ni siquiera de hablar. Si su pijama no hubiera estado empapado en sudor, Francisca se habría sentido completamente bien; se le pegaba al cuerpo. También tenía en el costado derecho una ancha placa que ardía.

El doctor se había indignado de que le hubieran puesto tan mal las cataplasmas, pero era culpa suya, debió explicar mejor.

Alguien golpeó a la puerta con suavidad.

—Entre —dijo Javiera.

La cabeza de la camarera del piso apareció en el vano de la puerta.

—¿La señorita no necesita nada?

Se acercó tímidamente a la cama; venía a cada hora, con un aire calamitoso, a proponer sus servicios.

—Gracias —dijo Francisca; respiraba tan mal que ya ni podía hablar.

—El doctor dijo que la señorita debe ingresar en la clínica mañana por la mañana sin falta. ¿La señorita no quiere que haga alguna llamada telefónica?

Francisca sacudió la cabeza.

—No pienso irme —dijo.

Una oleada de sangre le quemó el rostro y su corazón se puso a latir con violencia. ¿Por qué ese médico había inquietado a todo el hotel? Iban a decírselo a Pedro, y Javiera también se lo diría; bien sabía que ella misma no podría mentirle.

Pedro la obligaría a irse. Ella no quería, no podrían llevarla a la fuerza. Miró la puerta cerrarse tras la criada y abrazó la habitación con la mirada. Había olor a enfermedad; hacía dos días que no limpiaban ni hacían la cama, ni siquiera habían abierto la ventana. Sobre la chimenea, Pedro, Javiera, Isabel, habían amontonado inútilmente alimentos tentadores: el jamón se había resecado; los melocotones en almíbar se habían azucarado, el flan se había derrumbado en un mar de caramelo.

Empezaba a parecer un cuarto de secuestrada; pero era su cuarto y Francisca no quería irse. Le gustaban los crisantemos desconchados que decoraban el papel de la pared, y la alfombra gastada, y los rumores del hotel. Su cuarto, su vida; ella admitía permanecer postrada y pasiva, pero no exilarse entre paredes blancas y anónimas.

—No quiero que me saquen de aquí —dijo con voz ahogada. De nuevo las ondas ardientes la recorrieron y lágrimas de nerviosidad le subieron a los ojos.

—No esté triste —dijo Javiera con aire desdichado y apasionado—. No tardará en curarse.

Se echó bruscamente sobre la cama y pegando su mejilla fresca contra la mejilla afiebrada, se apretó contra Francisca.

—Mi pequeña Javiera —murmuró Francisca con emoción, y rodeó con sus brazos el cuerpo flexible y tibio. Javiera pesaba con todo su peso sobre ella; no podía respirar, pero no quería dejarla ir. Una mañana la había apretado así contra su corazón, ¿por qué no había sabido conservarla? Quería tanto ese rostro inquieto y preñado de ternura.

—Mi pequeña Javiera —repitió. Un sollozo le subió a la garganta; no, no se iría.

Había habido un error, quería empezar todo de nuevo. Por desconfianza creyó que Javiera se había apartado de ella; pero ese impulso que acababa de arrojar a Javiera entre sus brazos no podía engañar. Francisca no olvidaría nunca esos ojos cercados de inquietud y ese amor atento y afiebrado que Javiera le prodigaba sin reticencia desde hacía dos días.

Javiera se apartó suavemente de Francisca y se levantó.

—Me voy, oigo el paso de Labrousse en la escalera.

—Estoy segura de que querrá mandarme a una clínica —dijo Francisca nerviosamente.

Pedro golpeó y entró; parecía preocupado.

—¿Cómo estás? —preguntó apretando la mano de Francisca en su mano; le sonrió a Javiera—. ¿Se portó bien?

—Estoy bien —dijo Francisca en voz baja—. Me ahogo un poco.

Quiso incorporarse, pero un dolor agudo le desgarró el pecho.

—Por favor, golpee en mi puerta al irse —dijo Javiera mirando a Pedro amablemente—. Volveré.

—No vale la pena —dijo Francisca—. Debería salir un poco.

—¿No soy acaso una buena enfermera? —dijo Javiera con reproche.

—La mejor de las enfermeras —dijo Francisca tiernamente. Javiera, sin hacer ruido, cerró la puerta tras de sí y Pedro se sentó a la cabecera de la cama.

—¿Entonces, viste al médico?

—Sí —dijo Francisca con desconfianza; hizo una mueca; no quería ponerse a llorar, pero se sentía sin ningún dominio.

—Toma una enfermera, pero déjame aquí —rogó.

—Escucha —dijo Pedro colocándole la mano sobre la frente—. Me dijeron abajo que debías ser observada de cerca. No es grave, pero siempre es serio cuando el pulmón ha sido tocado. Necesitas inyecciones, un montón de cuidados y un médico a mano. Un buen médico. Ese viejo es un asno.

—Busca otro médico y una enfermera —dijo.

Las lágrimas brotaron; con todas las pobres fuerzas que le quedaban seguía resistiéndose; no cejaba, no se dejaría arrancar de su cuarto, de su pasado, de su vida. Pero no tenía medio alguno para defenderse, hasta su voz era apenas un susurro.

—Quiero quedarme contigo —dijo. Se echó a llorar del todo; ahora estaba a merced de los demás, era sólo un cuerpo estremecido de fiebre; sin vigor, sin palabras y hasta sin pensamiento.

—Me pasaré todo el día allí —dijo Pedro—. Será exactamente lo mismo.

La miraba con aire suplicante y desesperado.

—No, no será lo mismo —dijo Francisca. Los sollozos la sofocaron—. Se acabó.

Estaba demasiado cansada para distinguir bien lo que estaba muriendo en la luz amarilla de la habitación, pero no quería consolarse nunca. Había luchado tanto; hacía tiempo que se sentía amenazada. Volvió a ver en un caos las mesas del Pôle Nord, los bancos del Dôme, el cuarto de Javiera, su propio cuarto; volvía a verse a sí misma tendida, crispada sobre ya no sabía qué posesión. Ahora el momento había llegado; por más que conservara las manos crispadas y se aferrara a un último sobresalto, la llevarían a pesar suyo. Ya nada dependía de ella, no le quedaba más rebelión que las lágrimas.

Tuvo fiebre toda la noche; no se durmió hasta la madrugada. Cuando volvió a abrir los ojos, un pálido sol invernal iluminaba el cuarto y Pedro se inclinaba sobre la cama.

—La ambulancia ha llegado —dijo.

—¡Ah! —dijo Francisca.

Recordaba que había llorado la noche anterior, pero no recordaba muy bien por qué. Sólo había vacío a su alrededor, estaba muy tranquila.

—Tengo que llevar algunas cosas.

Javiera sonrió.

—Ya hemos hecho su equipaje mientras dormía. Pijamas, pañuelos, agua de colonia. Creo que no hemos olvidado nada.

—Puedes estar tranquila —dijo Pedro alegremente—. Se las arregló para llenar la maleta grande.

—Usted la hubiera dejado irse como una huérfana, con un cepillo de dientes envuelto en un pañuelo —reprochó Javiera. Se acercó a Francisca y la miró ansiosamente—. ¿Cómo se siente? ¿No la cansará demasiado?

—Me siento muy bien —dijo Francisca. Algo había ocurrido mientras dormía; nunca desde hacía semanas y semanas había conocido una paz semejante. El rostro de Ja viera se descompuso; tomó la mano de Francisca y la oprimió.

—Los oigo subir —dijo.

—Irá a verme todos los días —dijo Francisca.

—Sí, todos los días —respondió Javiera. Se inclinó sobre Francisca y la besó, tenía los ojos llenos de lágrimas. Francisca le sonrió; todavía sabía cómo se sonríe, pero ya no sabía cómo se puede estar conmovido por las lágrimas, cómo se puede estar conmovido por nada. Vio entrar con indiferencia a dos enfermeros que la levantaron y la extendieron sobre una camilla. Por última vez sonrió a Javiera, que estaba petrificada junto a la cama vacía, y luego la puerta se cerró sobre Javiera, sobre el cuarto, sobre el pasado. Francisca no era más que una masa inerte, ni siquiera un cuerpo organizado: la bajaban por la escalera, la cabeza hacia adelante, los pies en el aire, sólo un bulto pesado que los camilleros manejaban según las leyes de gravedad y sus comodidades personales.

—Hasta pronto, señorita Miquel, cúrese pronto.

La patrona, el conserje y su mujer hacían cerco en el corredor.

—Hasta pronto —dijo Francisca.

Un soplo frío, al golpearle el rostro, terminó de despertarla. Había un montón de gente amontonada en la puerta. Una enferma que llevan en una ambulancia.

Francisca había visto eso a menudo en las calles de París.

Pero esta vez la enferma soy yo, pensó con asombro; no lo creía del todo. Ella siempre había pensado que la enfermedad, los accidentes, todas esas historias tiradas a millares de ejemplares no podían ser su historia: se había dicho eso a propósito de la guerra: esas desgracias impersonales, anónimas, no podían ocurrirle a ella. ¿Cómo yo puedo ser cualquiera? Y, sin embargo, estaba allí, extendida en el coche que arrancaba sin sacudirse. Pedro estaba sentado junto a ella. Enferma. A pesar de todo, eso había ocurrido. ¿Se había convertido en cualquiera? ¿Por eso se encontraba tan liviana, liberada de sí misma y de toda su escolta sofocante de alegrías y preocupaciones? Cerró los ojos; sin sacudidas, el coche corría y el tiempo se deslizaba.

La ambulancia se detuvo ante un gran jardín; Pedro envolvió estrechamente a Francisca en la manta y la transportaron a través de las avenidas heladas, a través de los corredores tapizados de linóleo. La extendieron en una gran cama, y sintió con deleite bajo su mejilla, contra su cuerpo, la frescura de la tela nueva. Todo era tan limpio aquí, tan tranquilizador. Una joven enfermera de rostro cetrino fue a ahuecar las almohadas y a conversar en voz baja con Pedro.

—Te dejo —dijo Pedro—, el médico va a pasar a verte. Volveré dentro de un rato.

—Hasta luego —dijo Francisca.

Le dejaba irse sin pena; ya no tenía necesidad de él; sólo necesitaba al médico y a la enfermera. Era una enferma cualquiera, el número 31, sólo un caso común de congestión pulmonar. Las sábanas eran frescas, las paredes, blancas, y sentía en ella un inmenso bienestar; no quedaba más que abandonarse, renunciar, era tan sencillo. ¿Por qué había vacilado tanto? Ahora, en lugar de esas infinitas conversaciones de las calles, de las caras, de su propia cabeza, era el silencio a su alrededor y no deseaba nada más. Afuera, el viento hizo crujir una rama. En ese vacío perfecto, el menor ruido se propagaba en amplias ondas que uno podía casi ver y tocar; eso repercutía al infinito en millares de vibraciones que permanecían suspendidas en el éter, fuera del tiempo, y que encantaban al corazón mejor que una música. Sobre la mesa, la enfermera había puesto una jarra de naranjada transparente y rosada. A Francisca le parecía que nunca se cansaría de mirarla.

Estaba ahí; el milagro era que algo estuviera ahí, sin esfuerzo, esa tierna frescura o cualquier otra cosa. Estaba ahí sin inquietud y sin fastidio y no se cansaba de estar.

¿Por qué entonces los ojos iban a cansarse de ese encanto? Sí, era exactamente lo que Francisca no se había atrevido a desear tres días antes: liberada, colmada, descansaba en el hueco de instantes apacibles, cerrados sobre sí mismos, lisos y redondos como guijarros.

—¿Puede levantarse un poco? —dijo el doctor. La ayudó a incorporarse—. Así está bien, no tardaré mucho.

Tenía una risa amistosa; sacó un aparato de un estuche y lo apoyó contra el pecho de Francisca.

—Respire hondo —dijo.

Francisca respiró; era todo un trabajo, tenía la respiración tan cortada; en cuanto trataba de aspirar profundamente, un dolor violento la desgarraba.

—Cuente: uno, dos, tres —dijo el doctor.

Ahora la auscultaba la espalda, daba golpecitos sobre la caja torácica como un policía de película que explora una pared sospechosa. Dócilmente, Francisca contaba, tosía, respiraba.

—Ya está —dijo el médico; arregló la almohada, bajó la cabeza de Francisca y la miró con benevolencia.

—Es una leve infección pulmonar; en seguida vamos a ponerle inyecciones para sostener el corazón.

—¿Será largo? —dijo Francisca.

—Normalmente evoluciona en nueve días; pero necesitará una larga convalecencia. ¿Ya ha sentido algo en los pulmones?

—No —dijo Francisca—, ¿por qué? ¿Cree que tengo el pulmón afectado?

—Nunca se puede saber —expresó el médico con aire vago; le palmeó la mano—. En cuanto esté mejor, le haremos una radiografía y veremos qué hay que hacer con usted.

—¿Va a mandarme a un sanatorio?

—No he dicho eso —dijo el doctor sonriendo—, de todas maneras, no son terribles algunos meses de descanso. Sobre todo no se inquiete.

—No me inquieto —dijo Francisca.

El pulmón afectado; meses de sanatorio, años quizá. Qué raro era. Todas esas cosas podían ocurrir. Qué lejos estaba aquella noche de fiesta en que ella se creía encerrada en una vida inmutable; todavía nada estaba marcado. El porvenir se extendía a lo lejos, liso y blanco como las sábanas, como las paredes, una larga pista mullida de nieve apacible. Francisca era cualquiera, y cualquier cosa, de pronto, se había vuelto posible.

Francisca abrió los ojos; le gustaban esos despertares que no la arrancaban de su descanso sino que le permitían sentirlos con una conciencia encantada. Ni siquiera necesitaba cambiar de posición, estaba sentada; ya se había acostumbrado a dormir así; el sueño ya no era para ella sino un retiro voluptuoso y huraño, era una actividad entre otras que se ejercía en la misma actitud que las otras. Miró sin prisa las naranjas, los libros que Pedro había amontonado sobre su mesa de noche.

Una tarde tranquila se extendía ante ella.

Dentro de un rato me harán una radioscopia, pensó. Ese era el acontecimiento central alrededor del cual todos los otros incidentes se ordenaban; se sentía indiferente a los resultados del examen. Lo que le interesaba era cruzar el umbral de ese cuarto donde había permanecido encerrada durante tres semanas. Hoy le parecía estar completamente curada; seguramente podría ponerse de pie y hasta caminar sin dificultad.

La mañana pasó muy rápidamente; mientras la lavaba, la joven enfermera flaca y morena que se ocupaba de Francisca le habló del destino de la mujer moderna y de la belleza de la instrucción. Luego fue la visita del doctor. La señora de Miquel llegó a eso de las diez; traía dos pijamas recién planchados, una bata de cama de angora rosa, mandarinas, agua de colonia; asistió al almuerzo y le prodigó agradecimientos a la enfermera. Cuando se hubo retirado, Francisca extendió las piernas y, acostada de espaldas, el busto casi erguido, dejó que el mundo se deslizara hacia la noche; se deslizaba, luego volvía hacia la luz, se deslizaba de nuevo; era como un dulce balanceo. De pronto, ese balanceo se detuvo. Javiera se inclinó sobre la cama.

—¿Pasó una buena noche? —preguntó.

—Con esas gotitas siempre duermo bien —dijo Francisca.

Con la cabeza echada hacia atrás y una vaga sonrisa en los labios, Javiera desanudaba el pañuelo que le cubría la cabeza; cuando se ocupaba de sí misma, había siempre en sus gestos algo ritual y misterioso; el pañuelo cedió, ella volvió a la tierra. Con aire circunspecto tomó el frasco entre sus dedos.

—No hay que acostumbrarse —dijo—; después ya no podría vivir sin ellas. Se le pondrían los ojos fijos y la nariz afilada; daría miedo mirarla.

—Y usted conspiraría con Labrousse para quitarme todos mis frasquitos —dijo Francisca—, pero yo los despistaría. Se puso a toser, le cansaba hablar.

—No me acosté en toda la noche —dijo Javiera con orgullo.

—Me contará todo detalladamente —dijo Francisca. La frase de Javiera había penetrado en ella como el acero del dentista en una muela muerta. Sólo sentía el lugar vacío de una angustia que ya no existía. Pedro se cansa demasiado, Javiera no hará jamás nada. Los pensamientos todavía estaban ahí, pero desarmados e insensibles.

—Tengo algo para usted —dijo Javiera.

Se quitó el impermeable y sacó de un bolsillo una cajita de cartón atada con una cinta verde. Francisca deshizo el nudo, levantó la tapa; estaba llena de algodón y de papel de seda; bajo el papel transparente descansaba un ramo de campanillas blancas.

—Qué bonitas son —dijo Francisca—, parecen a la vez vivas y artificiales.

Javiera sopló levemente sobre las corolas blancas.

—Ellas también pasaron toda la noche, pero esta mañana las puse a régimen, se sienten bien.

Se levantó, echó agua en un vaso, luego colocó las flores en él. Su traje sastre de terciopelo negro afinaba aún más su cuerpo flexible; ya no tenía nada de campesina; era una joven perfecta y segura de su gracia. Acercó un sillón a la cama.

—Pasamos verdaderamente una noche formidable.

Casi todas las noches iba a buscar a Pedro a la salida del teatro y ya no había ninguna nube entre ellos, pero Francisca nunca había visto en su rostro esa expresión emocionada y recogida; sus labios se adelantaban un poco como si esbozaran una ofrenda y sus ojos sonreían. Bajo el papel de seda, sobre el algodón, preciosamente encerrado en una cajita bien hermética, estaba el recuerdo de Pedro, que Javiera acariciaba con los labios y los ojos.

—Usted sabe que hace tiempo que yo quería hacer una excursión por Montmartre —dijo Javiera—, y nunca la hacíamos.

Francisca sonrió; había alrededor del barrio de Montparnasse un círculo mágico que Javiera nunca se resolvía a cruzar; el frío, el cansancio la detenían en seguida, y se refugiaba temerosamente en el Dôme o en el Pôle Nord.

—Anoche Labrousse cometió un acto de violencia —dijo Javiera—, me raptó en un taxi y me depositó en la Plaza Pigalle. No sabíamos muy bien adónde queríamos ir, fuimos a explorar.

Sonrió.

—Debía de haber lenguas de fuego sobre nuestras cabezas, pues al cabo de cinco minutos nos encontramos ante una casita roja, llena de ventanas con miles de vidriecitos y cortinas rojas; parecía muy íntimo y un poco dudoso. Yo no me atrevía a entrar, pero Labrousse empujó valientemente la puerta. Estaba caliente como una oreja y lleno de gente; asimismo descubrimos una mesa en un rincón; tenía un mantel rosa y unas encantadoras servilletas rosadas, parecían pañuelos de seda para muchachitos poco serios. Nos sentamos ahí —Javiera hizo una pausa—, y comimos chucrut.

—¿Comieron chucrut? —preguntó Francisca.

—Sí —respondió Javiera, feliz de haber hecho efecto—. Y me pareció delicioso.

Francisca adivinaba la mirada intrépida y brillante de Javiera.

—Para mí también chucrut.

Era una comunión mística que le había propuesto a Pedro. Estaban sentados el uno junto al otro, un poco apartados, miraban a la gente, luego se miraban con una amistad cómplice y dichosa. Esas imágenes no tenían nada de inquietante, Francisca las evocaba con tranquilidad. Todo eso ocurría más allá de las paredes desnudas, más allá del jardín de la clínica, en un mundo tan quimérico como el mundo blanco y negro del celuloide.

—Había un público rarísimo ahí dentro —dijo Javiera frunciendo la boca con un aire falsamente mojigato—. Traficantes de drogas, sin duda prófugos de la justicia.

El patrón es uno alto, moreno, muy pálido, con gruesos labios rosados: parece un gángster. No un bruto, un gángster bastante refinado para ser cruel —y añadió como para sí misma—: Quisiera seducir a un hombre así.

—¿Qué haría? —dijo Francisca.

Los labios de Javiera se abrieron sobre sus dientes blancos.

—Lo haría sufrir —dijo con aire voluptuoso.

Francisca la miró con cierto malestar; parecía sacrílego imaginar a esa austera virtud con deseos de mujer, pero, sin embargo, ¿cómo se veía ella a sí misma?

¿Qué sueños de sensualidad y de coquetería le hacían vibrar la nariz, la boca? ¿A qué imagen de sí misma, oculta a los ojos de todos, le sonreía con una misteriosa connivencia? Javiera tuvo la impresión de ser burlada por una desconocida irónica disimulada tras los rasgos conocidos. El rictus se borró y Javiera agregó en tono infantil:

—Y luego va a llevarme a fumaderos de opio y va a hacerme conocer criminales.

Soñó un instante.

—Quizá si volviéramos allí todas las noches, terminaríamos por adaptarnos. Ya empezamos a hacernos amigos: dos mujeres que estaban en el bar totalmente borrachas.

Agregó confidencialmente.

—Pederastas.

—¿Quiere decir lesbianas? —inquirió Francisca.

—¿No es lo mismo? —dijo Javiera alzando los ojos.

—Pederastas no se dice sino de los hombres —dijo Francisca.

—En todo caso, era un matrimonio —dijo Javiera con una sombra de impaciencia; su rostro se animó—. Había una de pelo corto que parecía verdaderamente un muchacho, un muchachito encantador que se pervierte con aplicación; la otra era la mujer, era un poco mayor y bastante bonita, con un vestido de seda negro y una rosa roja en el escote. Como el muchachito me gustaba, Labrousse me dijo que debería tratar de seducirle. Le eché unas miradas asesinas, vino a nuestra mesa y me ofreció que bebiera en su vaso.

—¿A ver cómo haces esas miradas?

—Así —dijo Javiera. Lanzó hacia la jarra de naranjada una mirada disimulada y provocante; de nuevo Francisca se sintió molesta, no porque Javiera tuviera ese talento que la desconcertaba, sino por su manera de complacerse en él.

—¿Entonces?

—Entonces la invité a sentarse.

La puerta se abrió sin ruido; la joven enfermera de rostro cetrino se acercó a la cama.

—Es la hora de la inyección —dijo con tono animado. Javiera se levantó.

—No necesita irse —dijo la enfermera, que llenaba la jeringa con un líquido verde—. Es sólo un minuto.

Javiera miró a Francisca con un aire desdichado en que asomaba un reproche.

—No grito, sabe —aseguró Francisca sonriendo.

Javiera caminó hacia la ventana y pegó su frente al vidrio. La enfermera apartó las sábanas, descubrió un pedazo de muslo; la piel estaba toda veteada de moretones, y abajo había un montón de bolitas duras. Con un golpe seco hundió la aguja, era hábil y no hacía daño.

—Ya está —dijo; miró a Francisca con un aire un poco severo—. No debe hablar demasiado, se va a cansar.

—No hablo —respondió Francisca.

La enfermera le sonrió y salió del cuarto.

—¡Qué mujer horrible! —exclamó Javiera.

—Es buena —dijo Francisca. Se sentía llena de indulgencia hacia esa joven hábil y atenta que la cuidaba tan bien.

—¡Cómo es posible ser enfermera! —dijo Javiera; miró a Francisca con ojos miedosos y asqueados—. ¿Le hizo daño?

—No, no se siente nada.

Un escalofrío sacudió a Javiera; era capaz de estremecerse de veras ante ciertas imágenes.

—Una aguja hundiéndose en mi carne, no podría soportarlo.

—Si se drogara… —dijo Francisca.

Javiera echó la cabeza hacia atrás con una risita desdeñosa.

—¡Ah, lo haría yo misma! Yo puedo hacerme cualquier cosa.

Francisca reconoció ese tono de superioridad y de rencor. Javiera juzgaba a la gente mucho menos por sus actos que por las situaciones en que se encontraban, aunque fuera a pesar de ellos. Había aceptado cerrar los ojos porque se trataba de Francisca; pero era una falta grave estar enferma; lo recordaba de pronto.

—No tendría más remedio que soportarlo —dijo Francisca, y agregó con cierta malevolencia—: Algún día puede ocurrirle.

—Jamás. Reventaré antes de ver a un médico.

Su moral le prohibía los remedios; era mezquino empecinarse en vivir si la vida se apartaba; odiaba toda clase de empecinamientos como una falta de agilidad y de orgullo.

Se dejaría cuidar como cualquier otra, pensó Francisca fastidiada; pero era un débil consuelo. Por el momento, Javiera estaba ahí, fresca y libre en su traje sastre negro; una blusa escocesa de cuello cerrado hacía resaltar el brillo luminoso de su rostro; los cabellos le brillaban. Francisca yacía, atada, a merced de las enfermeras y de los médicos; estaba flaca y fea e inválida, apenas podía hablar. De pronto sentía la enfermedad en ella como una mancha humillante.

—Si terminara su historia —propuso.

—¿No volverá a molestarnos? —dijo Javiera en tono fastidiado—. Ni siquiera llamó.

—No creo que vuelva.

—Bueno, le hizo una señal a su amiga —dijo Javiera con un esfuerzo—. Y se instalaron junto a nosotros; la más joven terminó su whisky y de golpe cayó sobre la mesa, con los brazos hacia adelante, la mejilla apoyada contra el codo, como un chico; reía y lloraba al mismo tiempo; tenía el pelo revuelto y gotas de sudor sobre la frente y, sin embargo, continuaba limpia y pura.

Javiera calló, volvía a ver la escena en su cabeza.

—Es tan fuerte alguien que ha ido hasta el extremo de alguna cosa; verdaderamente hasta el extremo —durante un momento sus ojos se perdieron en el vacío, luego agregó con vivacidad—: La otra la sacudía, quería llevársela de todas maneras; era la ramera maternal, sabe, esas rameras que no quieren dejar que su tipo se les estropee, a la vez por interés, por instinto de propiedad y por una especie de piedad sucia.

—Ya veo —dijo Francisca.

Habríase dicho que Javiera había pasado años de su vida entre rameras.

—¿No han llamado? —dijo tendiendo el oído—. Quiere decir que entren, por favor.

—Entre —pronunció Javiera con voz clara; una sombra de descontento cruzó por sus ojos. La puerta se abrió.

—Salud —dijo Gerbert; con un poco de cortedad le tendió la mano a Javiera.

—Qué amable en haber venido —dijo Francisca.

No había pensado en desear su visita, pero estaba sorprendida y encantada de verlo; le parecía que un viento violento había entrado en su cuarto barriendo el olor a humedad y la tibieza insulsa del aire.

—Qué cara tan rara tiene —dijo Gerbert riendo con simpatía—. Parece un jefe indio. ¿Está mejor?

—Estoy curada. Estas cosas se deciden en nueve días; o se revienta o la fiebre baja. Siéntese.

Gerbert se sacó el pañuelo, un pañuelo de lana a rayas gruesas de una blancura deslumbrante, se sentó en un banquito en medio del cuarto y miró por turno a Francisca y a Javiera con un aire un poco acorralado.

—Ya no tengo fiebre, pero todavía estoy temblequeante —dijo Francisca—. Dentro de un rato tienen que hacerme una radiografía y creo que me causará un efecto rarísimo poner los pies fuera de la cama. Van a examinarme el pulmón para ver con exactitud de qué se trata. El doctor me dijo que, cuando llegué aquí, mi pulmón derecho era como un pedazo de hígado y el otro empezaba poco a poco a convertirse también en hígado.

Tuvo un corto ataque de tos.

—Espero que hayan recobrado una consistencia honesta. Se dan cuenta, si tuviera que pasarme años en el sanatorio…

—No sería divertido —dijo Gerbert; sus ojos recorrieron el cuarto buscando una inspiración—. ¡La cantidad de flores que tiene! Parece el cuarto de una novia.

—La cesta es de los alumnos de la escuela —dijo Francisca—, las azaleas son de Tedesco y Ramblin; Paula Berger mandó las anémonas.

Un nuevo ataque de tos la sacudió.

—Mire, está tosiendo —dijo Javiera con una compasión quizá demasiado excesiva—; la enfermera le había prohibido que hablara.

—Tienes razón —convino Francisca—. Me callo. —Hubo un corto silencio.

—¿Y entonces, qué pasó con esas mujercitas? —preguntó.

—Se fueron, eso es todo —dijo Javiera con el borde de los labios.

Con un aire de heroica resolución, Gerbert echó hacia atrás el mechón de pelo que le cruzaba el rostro.

—Quisiera que estuviera curada a tiempo para venir a ver mis títeres —dijo—; adelanta, ¿sabe? Dentro de quince días el espectáculo estará listo.

—Pero montará otros durante el año —dijo Francisca.

—Sí, ahora que tenemos el local; son buenos tipos los de Imágenes; no me gusta lo que hacen, pero son facilísimos de llevar.

—¿Está contento?

—Estoy encantado.

—Javiera me dijo que sus muñecas eran preciosas —dijo Francisca.

—Soy idiota, debía haberle traído una —dijo Gerbert—; allí tienen títeres con hilos, pero las nuestras son muñecas como en el guiñol, se las hace andar a mano, es mucho más divertido. Están hechas de hule, con faldas muy anchas que ocultan todo el brazo; uno se las pone como un guante.

—¿Las hizo usted? —dijo Francisca.

—Mollier y yo; pero yo tuve todas las ideas —dijo Gerbert sin modestia.

Estaba tan dominado por su tema que olvidaba su timidez.

—No es tan fácil de manejar, sabe, porque se necesita que los movimientos tengan ritmo y expresión; pero empiezo a saber hacerlo. No se imagina todos los pequeños problemas que uno tiene. Dése cuenta —alzó las dos manos—, uno tiene una muñeca en cada mano. Si uno quiere mandar a una al extremo del escenario, debe encontrar un pretexto para mover la otra al mismo tiempo. Requiere inventiva.

—Me encantaría asistir a un ensayo —aseguró Francisca.

—En este momento trabajamos todos los días de cinco a ocho —dijo Gerbert—. Preparamos una pieza con cinco personajes y tres sketchs. ¡Hacía tanto tiempo que yo los tenía en la cabeza!

Se volvió hacia Javiera.

—Ayer pensábamos en usted; ¿el papel no le interesa?

—¿Cómo? Me divierte enormemente —dijo Javiera en tono ofendido.

—Entonces venga conmigo ahora —dijo Gerbert—. Ayer la Chanaud leyó su papel, pero era atroz, habla como si estuviera en un escenario. Es muy difícil encontrar el diapasón —le dijo a Francisca—, hay que conseguir que la voz parezca salir de las muñecas.

—Pero temo no saber hacerlo —dijo Javiera.

—Seguro que sí; las cuatro réplicas que usted dio el otro día eran precisamente lo que se necesitaba. Gerbert sonrió con aire seductor.

—Y, sabe, los beneficios, se comparten entre los actores; con un poco de suerte ganará entre cinco y seis francos.

Francisca se reclinó sobre sus almohadas; estaba contenta de que se hubiesen puesto a conversar entre ellos. Empezaba a sentirse cansada; quiso estirar las piernas, pero el menor movimiento exigía toda una estrategia. Estaba sentada sobre un círculo de goma espolvoreado con talco, también tenía algo de goma bajo los talones y una especie de arco de junco levantaba las sábanas a la altura de las rodillas, si no, el roce le habría irritado la piel. Consiguió extenderse. En cuanto se fueran, si Pedro no llegaba en seguida, dormiría un poco; se le iba la cabeza. Oyó decir a Javiera:

—La mujer gorda se convertía de pronto en una montgolfiera, sus faldas se levantaban para formar la nave del globo y se iba volando por los aires.

Hablaba de los títeres que había visto en la feria de Rúan.

—Yo, en Palermo, vi hacer Orlando Furioso —dijo Francisca.

No siguió, no tenía ganas de contar. Era en una callecita, cerca de un vendedor de uvas. Pedro le había comprado un enorme racimo de moscatel dulzón; costaba cinco céntimos la entrada y en la sala no había más que niños. El ancho de los bancos estaba hecho justo a la medida de los traseros infantiles. Durante los entreactos, un tipo circulaba con una bandeja cargada de vasos de agua fresca, que vendía a cinco céntimos cada uno, y luego se sentaba en un banco cerca del escenario; tenía un palo largo en la mano y daba grandes golpes a los niños que hacían ruido durante la función. En las paredes había unas especies de imágenes de Epinal, que narraban la historia de Orlando; los muñecos eran arrogantes y estaban muy rígidos en sus armaduras de caballeros. Francisca cerró los ojos. No hacía más que dos años, pero ya parecía prehistórico; todo se había vuelto tan complicado ahora, los sentimientos, la vida, Europa. Y le daba lo mismo, porque se dejaba flotar pasivamente como un madero, pero había escollos negros en todo el horizonte; ella flotaba sobre un océano gris, a su alrededor se extendían aguas con petróleo y azufre, y ella hacía la plancha, sin pensar en nada, sin tener nada, sin desear nada. Abrió los ojos.

La conversación había decaído; Javiera se miraba los pies y Gerbert consultaba ansiosamente el florero de azaleas.

—¿Qué está preparando en este momento? —dijo él por fin.

La Ocasión, de Mérimée —dijo Javiera. Todavía no se había decidido a representar su escena ante Pedro.

—¿Y usted? —dijo.

—Octavio, en los Caprichos de Mariana; pero es solamente para dar la réplica a Canzetti.

Hubo un nuevo silencio; Javiera hizo una mueca de antipatía.

—¿Canzetti está bien como Mariana?

—No me parece que sea un papel para ella.

—Es vulgar —dijo Javiera. Callaron, incómodos.

Con un movimiento de cabeza, Gerbert echó su cabello hacia atrás.

—¿Sabe que a lo mejor doy una función de títeres en la boite de Dominga Oryol? Sería espléndido porque parece marchar bien.

—Isabel me habló de ella —dijo Francisca.

—Fue ella quien me presentó. Hace lo que le da la gana allí. Se llevó la mano a la boca con un aire encantado y escandalizado.

—No, pero los humos que se da ahora, es increíble.

—Está orgullosísima, se habla un poco de ella, eso le cambia la vida —dijo Francisca—. Está de una elegancia formidable.

—No me gusta cómo se viste —dijo Gerbert con una parcialidad decidida.

Era raro pensar que allí, en París, los días no se parecían los unos a los otros; ocurrían cosas, todo se movía, todo cambiaba, pero todos esos remolinos lejanos, esos resplandores confusos no despertaban en Francisca ninguna envidia.

—Debo estar en el pasaje Jules Chaplain a las cinco —dijo Gerbert—. Me largo.

Miró a Javiera.

—¿Entonces viene conmigo? Si no, la Charnaud no va a soltar el papel.

—Ya voy —dijo Javiera. Se puso el impermeable y se anudó cuidadosamente el pañuelo bajo la barbilla.

—¿Va a quedarse todavía mucho tiempo aquí? —pregunto Gerbert.

—Una semana, espero —dijo Francisca—, luego me iré.

—Adiós, hasta mañana —dijo Javiera con cierta frialdad.

—Hasta mañana —dijo Francisca.

Sonrió a Gerbert, que le hizo un saludito con la mano. Abrió la puerta y cedió el paso a Javiera con aire inquieto; debía preguntarse de qué iba a poder hablar.

Francisca se echó hacia atrás sobre las almohadas. Le gustaba pensar que Gerbert sentía afecto por ella; naturalmente la quería mucho menos que a Labrousse, pero era una simpatía muy personal, que se dirigía verdaderamente a ella. Ella también le quería mucho. No podía imaginar relaciones más agradables que esa amistad sin exigencias y siempre plena. Cerró los ojos; se sentía bien. Años de sanatorio… Ni siquiera esa idea lograba sublevarla. Dentro de unos instantes iba a saber: se sentía dispuesta a aceptar cualquier veredicto.

—La puerta se abrió suavemente.

—¿Cómo sigues? —preguntó Pedro.

La sangre se agolpó en el rostro de Francisca; era más que placer lo que le traía la presencia de Pedro. Sólo ante él su tranquila indiferencia desaparecía.

—Estoy mejor —dijo reteniéndole la mano.

—¿Dentro de un rato van a hacerte la radiografía?

—Sí, pero, sabes, el médico cree que el pulmón está sano.

—Con tal de que no te cansen demasiado —dijo Pedro.

Su corazón se llenó de ternura. ¡Qué injusta había sido al comparar el amor de Pedro con un sepulcro blanqueado! Gracias a su enfermedad había tocado con el dedo la viviente plenitud. No sólo le agradecía su presencia constante, sus llamadas por teléfono, sus atenciones; lo que le había causado una ternura inolvidable era que más allá de su ternura consentida, había visto en él una ansiedad apasionada que él no había elegido y que lo desbordaba; en ese momento volvía hacia ella un rostro sin dominio. Por más que le dijeran que sólo se trataba de una formalidad, la inquietud lo demudaba. Puso un paquete sobre la cama.

—Mira lo que te he elegido. ¿Te gustan? Francisca miró los títulos: dos novelas policíacas, una novela americana, algunas revistas.

—Por supuesto que me gustan. ¡Qué bueno eres! Pedro se quitó el abrigo.

—Me crucé con Gerbert y Javiera en el jardín.

—Se la llevaba para ensayar una obra de títeres —dijo Francisca—. Es graciosísimo verles juntos. Pasan de la volubilidad más desenfrenada al silencio más negro.

—Sí —dijo Pedro—, son graciosísimos. Dio un paso hacia la puerta.

—Parece que alguien viene.

—Las cuatro, es el momento —dijo Francisca. Entró la enfermera precediendo con importancia a dos camilleros que llevaban una silla de ruedas.

—¿Cómo encuentra a nuestra enferma? —dijo—. Espero que soportará bien su pequeña expedición.

—Tiene buen aspecto —afirmó Pedro.

—Me siento muy bien —dijo Francisca.

Cruzar el umbral de ese cuarto después de esos largos días de estar enclaustrada era una verdadera aventura. La alzaron, la envolvieron en mantas, la instalaron en la silla de ruedas. Era raro verse sentada, no era la misma cosa que estar sentada en la cama; mareaba un poco.

—¿Qué tal? —preguntó la enfermera girando el picaporte.

—Bien —dijo Francisca.

Miraba con una sorpresa un poco escandalizada esa puerta que estaba abriéndose hacia afuera; normalmente se abría para dejar entrar gente; ahora, de pronto, cambiaba de dirección, se transformaba en una puerta de salida. Y el cuarto también era escandaloso, con su cama vacía; ya no era ese corazón de la clínica donde desembocaban los corredores y las escaleras. El corredor cubierto de un silencioso linóleo se convertía en la arteria vital a la que daba una serie indistinta de pequeños compartimientos. Francisca tuvo la impresión de haber pasado al otro lado del mundo: era casi tan raro como pasar a través de un espejo.

Pusieron el sillón en una habitación embaldosada y llena de instrumentos complicados; hacía un calor terrible, Francisca entornó los ojos, ese viaje al más allá cansaba.

—¿Puede estar dos minutos de pie? —dijo el médico, que acaba de entrar.

—Trataré —dijo Francisca. Ya no estaba tan segura de sus fuerzas.

Unos brazos robustos la pusieron de pie y la guiaron entre los instrumentos; el suelo huía en un torbellino bajo sus pies, sentía náuseas. Nunca habría imaginado que diera tanto trabajo caminar; gruesas gotas de sudor asomaban a su frente.

—Quédese quieta —dijo una voz.

La aplicaron contra un aparato y una plancha de madera fue a pegarse contra su pecho; se ahogaba, no podría quedarse dos minutos sin sofocarse. De pronto se hizo la noche y el silencio: no oyó más que el silbido corto y precipitado de su respiración; luego hubo un chasquido, un ruido seco, y todo se esfumó. Cuando recobró el conocimiento estaba de nuevo acostada en la silla de ruedas; el médico se inclinaba sobre ella con dulzura y la enfermera le secaba la frente sudorosa.

—Se acabó —dijo—. Sus pulmones están magníficos, puede dormir en paz.

—¿Está mejor? —dijo la enfermera.

Francisca hizo una señal con la cabeza; estaba agotada. Le parecía que nunca recobraría sus fuerzas; tendría que quedarse acostada toda la vida. Se abandonó contra el respaldo del sillón y la llevaron a lo largo de los corredores; tenía la cabeza vacía y pesada. Vio a Pedro que iba y venía ante la puerta de su cuarto. Le sonrió ansiosamente.

—Estoy bien —murmuró.

Él hizo un movimiento hacia ella.

—Un momento, por favor —dijo la enfermera.

Francisca volvió la cabeza hacia él y viéndolo tan sólido sobre sus propias piernas, sintió que el desaliento la invadía. ¡Qué impotente e inválida era! Sólo un paquete inerte que llevaban en brazos.

—Ahora tiene que descansar bien —dijo la enfermera; arreglaba las almohadas, estiraba las sábanas.

—Gracias —dijo Francisca extendiéndose con placer—. ¿Quiere avisarle de que puede entrar?

La enfermera salió del cuarto; hubo detrás de la puerta un corto conciliábulo, y Pedro entró, Francisca, con envidia, lo siguió con la mirada; le parecía tan natural desplazarse a través del cuarto.

—Qué contento estoy —dijo—. Parece que estás completamente sana.

Se inclinó sobre ella y la besó; la alegría que reflejaba su sonrisa calentó el corazón de Francisca; no la creaba a propósito para dedicársela, la vivía para sí mismo con entera gratitud; su amor había vuelto a ser una brillante evidencia.

—Qué aspecto tan malo tenías en el sillón —dijo riendo con ternura.

—Casi me desmayé.

Pedro sacó un cigarrillo de su bolsillo.

—Puedes fumar tu pipa, sabes —dijo ella.

—Jamás —dijo Pedro; miró el cigarrillo con ganas—. Ni siquiera debería fumar esto.

—No, no, mi pulmón ya está bien —aseguró Francisca con alegría.

Pedro encendió su cigarrillo.

—Y ahora vas a volver pronto a casa; vas a ver qué bonita convalecencia tendrás; te procuraré un tocadiscos y discos, recibirás visitas, vivirás como una reina.

—Mañana le preguntaré al médico cuándo me permitirá irme —dijo Francisca. Suspiró—. Pero me parece que nunca más podré caminar.

—Oh, en seguida podrás. Te sentaremos en tu sillón un ratito cada día, después te pondremos de pie unos minutos y terminarás por dar verdaderos paseos.

Francisca le sonrió con confianza.

—Parece que pasasteis una noche memorable ayer Javiera y tú —dijo.

—Descubrimos un lugar bastante divertido —dijo Pedro. Se había ensombrecido de pronto; Francisca tuvo la impresión de que acababa de hundirlo de golpe en un mundo de pensamientos desagradables.

—Ella me habló con los ojos fuera de las órbitas —dijo decepcionada.

Pedro se encogió de hombros.

—¿Qué hay? —preguntó ella—. ¿En qué piensas?

—No tiene ningún interés —dijo Pedro con una sonrisa reticente.

—¡Qué raro estás! Todo me interesa —dijo Francisca un poco ansiosamente.

Pedro vaciló.

—¿Y entonces? —inquirió Francisca; miró a Pedro—. Te ruego que me digas en qué estás pensando.

Pedro volvió a vacilar, luego pareció decidirse.

—Me pregunto si no está enamorada de Gerbert. Francisca le miró estupefacta.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que digo —dijo Pedro.

—Sería muy natural. Gerbert es buen mozo y encantador; tiene el tipo de gracia que le encanta a Javiera —miró vagamente la ventana—. Es más que probable.

—Pero Javiera está demasiado preocupada por ti —dijo Francisca. Parecía enloquecida por la noche que acababa de pasar.

Pedro adelantó el labio y Francisca volvió a ver con desagrado ese perfil cortante y un poco ordinario que no veía desde hacía tiempo.

—Naturalmente —dijo con altanería—. Siempre puedo hacerle pasar un rato formidable a alguien, si me tomo el trabajo. ¿Y eso qué prueba?

—No comprendo por qué piensas eso —dijo Francisca. Pedro apenas pareció oírla.

—Se trata de Javiera y no de una Isabel —dijo—. Que ejerzo sobre ella una cierta seducción intelectual es indudable; pero seguramente no comete el error de confundir.

Francisca sintió un leve choque de desagrado; antes, Pedro había despertado el amor de ella por su encanto intelectual.

—Es una sensual —continuó él—, y no tiene una sensualidad torturada. Le gusta mi conversación, pero desea los besos de un hombre joven y buen mozo.

El desagrado de Francisca se acentuó; a ella le gustaban los besos de Pedro.

¿Él la despreciaba por eso? Pero no se trataba de ella.

—Estoy segura de que Gerbert no la corteja —dijo Francisca—. En primer lugar, sabe que te interesas por ella.

—No sabe nada —dijo Pedro—, él sólo sabe lo que se le dice. Y además, no se trata de eso.

—¿Pero has notado algo entre ellos? —dijo Francisca.

—Cuando los vi en el jardín, me golpeó como una evidencia —dijo Pedro, que empezó a comerse una uña—. ¿Nunca has visto cómo le mira ella cuando no se cree observada? Parece que se lo va a comer.

Francisca recordó cierta mirada ávida que había sorprendido en Nochebuena.

—Sí —dijo—, pero también cayó en trance ante Paula Berger; son instantes de pasión, no un sentimiento verdadero.

—¿Y no te acuerdas qué furiosa se puso una vez que hicimos bromas sobre tía Cristina y Gerbert? —preguntó Pedro; si seguía así, iba a comerse el dedo hasta el hueso.

—Es el día en que le conoció —dijo Francisca—. No pretenderás que ya le quería.

—¿Por qué no? Le gustó en seguida.

Francisca reflexionó; aquella noche había dejado a Javiera sola con Gerbert y cuando volvió a verla, Javiera estaba hecha una furia; Francisca se había preguntado si él había sido descortés con ella, pero quizá al contrario, a ella le daba rabia que le gustara tanto. Unos días después había habido esa indiscreción tan rara…

—¿Qué piensas? —preguntó Pedro, nervioso.

—Trataba de recordar —respondió ella.

—Ves, titubeas —dijo Pedro en tono apremiante—. Oh, hay un montón de indicios. ¿Qué tendría ella en la cabeza cuando fue a contarle que habíamos salido sin él?

—Tú creías que era un principio de amor por ti.

—Había algo de eso; en ese momento empezó a interesarse por mí; pero debía de ser aún más complicado. Quizá lamentaba verdaderamente no haber pasado la noche con él; quizá buscó una complicidad de un minuto con él, contra nosotros. O, a lo mejor, quiso vengarse en él de los deseos que le inspiraba.

—En todo caso, no veo ningún indicio en ningún sentido —dijo Francisca— Es demasiado ambiguo.

Se levantó un poco sobre las almohadas; esa discusión la cansaba, el sudor empezaba a humedecerle el hueco de la espalda y la palma de las manos. Ella que creía que se habían acabado todas esas interpretaciones, esas exégesis donde Pedro podía dar vueltas en redondo durante horas… Hubiera querido permanecer apacible y desinteresada, pero la agitación febril de Pedro la poseía.

—Hace un rato no me dio esa impresión —dijo.

De nuevo el labio de Pedro se adelantó; tuvo una expresión rara, como si se felicitara de guardar para sí esa pequeña maldad que precisamente empezaba a decir.

—Tú sólo ves lo que quieres ver.

Francisca enrojeció.

—Hace tres semanas que estoy retirada del mundo —dijo.

—Pero ya había un montón de indicios.

—¿Cuáles?

—Todos los que ya hemos dicho —dijo Pedro vagamente.

—No es mucho.

Pedro pareció fastidiado.

—Te digo que es lo que es —dijo.

—Entonces no me lo preguntes. —La voz de Francisca tembló un poco; ante esa dureza inesperada de Pedro, se sentía sin fuerzas y completamente miserable.

Pedro la miró con remordimiento.

—Te canso con mis historias —dijo en un impulso de ternura.

—¿Cómo puedes pensarlo? —dijo Francisca. Parecía tan atormentado; hubiera querido tanto ayudarle—. Sinceramente tus pruebas me parecen un poco frágiles.

—En la boite de Dominga, la noche en que se inauguró, bailó una vez con él; cuando Gerbert la abrazó, Javiera se estremeció de pies a cabeza y tuvo una sonrisa de voluptuosidad que no podía engañar.

—¿Por qué no lo dijiste? —dijo Francisca.

Pedro se encogió de hombros.

—No sé.

Quedó un instante pensativo.

—Sí, sé; es el más desagradable de mis recuerdos, el que pesa más sobre mí; tenía una especie de miedo, si te lo entregaba, de hacerte compartir mi evidencia y hacerla definitiva.

Sonrió.

—No hubiera creído que había llegado a ese punto. Francisca volvió a ver el rostro de Javiera cuando hablaba de Pedro; los labios acariciadores, la mirada tierna.

—No me parece tan evidente —dijo.

—Voy a hablarle esta noche —dijo Pedro.

—Se enfurecerá.

Pedro sonrió con aire un tanto disgustado.

—No, le encanta que le hable de ella, piensa que sé apreciar todas sus finuras; hasta es el primer mérito que tengo ante sus ojos.

—Le interesas —dijo Francisca—. Creo que Gerbert le gusta a ratos, pero que no va más lejos.

El rostro de Pedro se iluminó un poco, pero seguía tenso.

—¿Estás segura de lo que dices?

—Segura, nunca se puede estar segura —dijo Francisca.

—Ves, no estás segura —recalcó Pedro. La miraba casi amenazador, necesitaba oír de ella palabras tranquilizadoras para sentirse mágicamente calmado. Francisca se crispó, no quería tratar a Pedro como a un niño.

—No soy un oráculo —dijo.

—¿Cuántas posibilidades hay, según tú, de que esté enamorada de Gerbert?

—Eso no puede calcularse —dijo Francisca algo impaciente. Le resultaba penoso que Pedro se mostrara tan pueril, no admitía hacerse cómplice.

—Puedes decir una cifra —dijo Pedro.

Sin duda la fiebre había subido mucho en el curso de la tarde; Francisca tenía la impresión de que todo su cuerpo iba a disolverse en sudor.

—No sé, diez por ciento —dijo al azar.

—¿Sólo un diez por ciento?

—Dime, ¿cómo quieres que lo sepa?

—No pones buena voluntad —dijo Pedro secamente.

Francisca sintió que se le formaba un nudo en la garganta; tenía ganas de llorar; sería sencillo decir lo que él deseaba oír, dejarse arrastrar; pero de nuevo nacían en ella resistencias tercas, de nuevo las cosas tenían un sentido, un precio, y merecían que uno luchara por ellas; pero no estaba a la altura de la lucha.

—Es idiota —dijo Pedro—, tienes razón. A qué vengo a mortificarte con todo esto. Su rostro se distendió.

—Fíjate que no deseo de Javiera nada más de lo que tengo; pero no soportaría que algún otro pudiera tener más.

—Comprendo muy bien —dijo Francisca.

Sonrió, pero la paz no volvía a ella; Pedro había quebrado su soledad y su descanso, empezaba a entrever un mundo lleno de riquezas y de obstáculos, un mundo donde ella quería reunirse con él para desear y temer a su lado.

—Voy a hablarle esta noche —dijo Pedro—. Mañana te contaré todo, pero no te atormentaré más, te lo prometo.

—No me has atormentado —dijo Francisca—. Soy yo quien te ha obligado a hablar, tú no querías.

—Era un punto demasiado sensible —dijo Pedro sonriendo—. Yo estaba seguro de que no sería capaz de discutir con sangre fría. No eran ganas de hablarte lo que me faltaba; pero cuando llegaba y te veía con tu pobre cara demacrada, todo el resto me parecía irrisorio.

—Ya no estoy enferma —dijo Francisca—. Ya no hay que cuidarme.

—Ves que ya no te cuido. —Pedro sonrió—. Hasta me da vergüenza, no hemos hecho sino hablar de mí.

—¡Ah, eso!, no se puede decir que seas poco comunicativo. Hasta eres de una sinceridad asombrosa. Tú, que puedes ser tan sofista en las discusiones, te haces trampa a ti mismo.

—No tengo ningún mérito. Bien sabes que nunca me siento comprometido por lo que ocurre en mí. Alzó los ojos hacia Francisca.

—Me dijiste el otro día una cosa que me hirió: que ponía mis sentimientos fuera del tiempo, fuera del espacio y que para conservarlos intactos desdeñaba vivirlos; era un poco injusto. Pero para mi propia persona me parece que procedo un poco así: me parece siempre que estoy en otra parte y que ningún momento en particular tiene importancia.

—Es verdad —dijo Francisca—. Tú siempre te crees superior a todo lo que te pasa.

—Y así puedo permitirme cualquier cosa. Me refugio en la idea de que soy el hombre que cumple cierta obra, el hombre que ha logrado contigo un amor tan perfecto. Pero es demasiado cómodo. Todo el resto también existe.

—Sí, el resto existe.

—Ves, mi sinceridad es otro modo de hacerme trampa a mí mismo. Es asombroso lo astuto que uno puede ser —dijo Pedro con aire convencido.

—Despistaremos tus astucias —dijo Francisca.

Le sonrió. ¿De qué se inquietaba? Él tenía derecho a interrogarse a sí mismo, podía poner al mundo sobre el tapete. Ella sabía que no había nada que temer de esa libertad que lo separaba de ella. Nunca nada alteraría ese amor.

Francisca apoyó la cabeza contra la almohada. Mediodía. Todavía tenía ante ella un largo rato de soledad, pero ya no era la soledad regular y blanca de la mañana; un tibio aburrimiento se había insinuado en el cuarto, las flores habían perdido su brillo, la naranjada, su frescura; las paredes, los muebles lisos parecían desnudos. Javiera. Pedro. Volviera hacia donde volviera sus ojos no veía más que ausencias. Francisca cerró los ojos. Por primera vez desde hacía semanas, la ansiedad nacía en ella. ¿Cómo había transcurrido la noche? Las preguntas indiscretas de Pedro habrían herido a Javiera; quizá más tarde fueran a reconciliarse a la cabecera de Francisca. ¿Y entonces? Ella reconocía ese escozor de la garganta, esos latidos febriles de su corazón. Pedro la había traído desde el fondo de los limbos y ya no quería volver a bajar a ellos; no quería quedarse más tiempo aquí. Ahora esta clínica era sólo un exilio. Ni siquiera la enfermedad había bastado para devolverle un destino solitario; ese porvenir que volvía a formarse en el horizonte era su porvenir junto a Pedro. Nuestro porvenir. Tendió el oído. Días pasados, tranquilamente instalada en el corazón de su vida de enferma, ella acogía a las visitas como una simple diversión. Hoy era diferente. Pedro y Javiera avanzaban paso a paso por el largo corredor, habían subido la escalera, venían de la estación, de París, del fondo de sus vidas; un pedazo de esas vidas iba a transcurrir aquí. Los pasos se detuvieron ante la puerta.

—¿Se puede? —preguntó Pedro; empujó la puerta. Estaba ahí y Javiera con él.

El paso entre la ausencia y la presencia de ellos había sido, como siempre, imperceptible.

—La enfermera nos dijo que habías dormido muy bien.

—Sí, en cuanto las inyecciones hayan terminado podré irme.

—A condición de ser muy juiciosa y de no agitarte demasiado —dijo Pedro—. Descansa bien y no hables. Nosotros vamos a contarte cuentos. —Le sonrió a Javiera—. Tenemos un montón de cosas que contarte.

Él se instaló en una silla al lado de la cama y Javiera se sentó en un banquito cuadrado; debía de haberse lavado la cabeza por la mañana, una espesa espuma dorada encuadraba su rostro; los ojos y la boca pálida tenían una expresión acariciadora y secreta.

—Todo salió muy bien anoche en el teatro —dijo Pedro—, la sala estaba tibia, nos llamaron varias veces. Pero no sé muy bien por qué yo estaba de un humor detestable después de la función.

—Estabas nervioso por la tarde —dijo Francisca con una semisonrisa.

—Sí, y además, sin duda, se hacía sentir la falta de sueño, no sé. La cuestión es que al bajar por la calle de la Gaieté, ya empecé a mostrarme insoportable.

Javiera hizo una extraña muequita triangular.

—Era un verdadero áspid, silbante y venenoso —dijo—. Yo estaba muy alegre al llegar; muy juiciosamente había ensayado durante dos horas la princesa china; había dormido un poco a propósito para estar bien fresca —agregó en tono de reproche.

—Y yo, en mi maldad, no hacía sino buscar pretextos para irritarme contra ella. Al atravesar el bulevar Montparnasse, tuvo la mala suerte de soltar mi brazo…

—A causa de los coches —dijo Javiera con viveza—, ya no podíamos caminar al mismo paso, era muy incómodo.

—Lo tomé como un insulto deliberado —dijo Pedro— y me sentí sacudido por una rabia que me entrechocaba los huesos.

Javiera miró a Francisca con aire consternado.

—Era terrible, ya no me decía nada salvo de vez en cuando una frase de cortesía envenenada; yo ya no sabía qué hacer: me sentía atacada tan injustamente.

—Me imagino —dijo Francisca sonriendo.

—Habíamos decidido ir al Dôme, porque lo habíamos abandonado mucho últimamente —dijo Pedro—. Javiera pareció satisfecha de estar allí y yo pensé que era una manera de despreciar las últimas noches que habíamos pasado juntos corriendo aventuras; eso me ancló en mi furor y me quedé durante casi una hora todo anudado de rabia ante mi cerveza.

—Yo intentaba introducir temas de conversación —dijo Javiera.

—Tenía una paciencia verdaderamente angelical —dijo Pedro, confuso—, pero todos sus esfuerzos de buena voluntad no servían sino para ponerme más fuera de mí. Uno se da cuenta muy bien, cuando está en ese estado, de que, si se empeñara, podría salir de él, pero no se ve ninguna razón para desearlo, al contrario. Terminé por explotar en reproches. Le dije que era cambiante como el viento, que uno estaba seguro, si pasaba una noche agradable con ella, de que la siguiente sería detestable.

Francisca se echó a reír.

—¿Pero qué es lo que tienes en la cabeza cuando te pones de tan mal talante?

—Creía sinceramente que me había recibido con reservas y reticencias. Lo creí porque ya antes, por desconfianza, estaba convencido de que iba a estar a la defensiva.

—Sí —dijo Javiera en tono plañidero—. Me explicó que era el miedo de no pasar una noche tan perfecta como la anterior lo que le había puesto de ese humor brillante.

Se sonrieron con una tierna complicidad. Parecía que no habían hablado de Gerbert; sin duda, Pedro no se atrevió a hablar de él y se había disculpado con semiverdades.

—Tuvo un aire tan dolorosamente escandalizado —dijo Pedro—, que de golpe me sentí desarmado, muerto de vergüenza. Le conté todo lo que se había cruzado por mi cabeza desde la salida del teatro —sonrió a Javiera—, tuvo la grandeza de alma necesaria para perdonarme.

Javiera le devolvió su sonrisa. Hubo un corto silencio.

—Y después nos pusimos de acuerdo para comprobar que, desde hacía tiempo, nuestras noches eran perfectas —dijo Pedro—; Javiera tuvo la bondad de decirme que nunca se aburría conmigo y yo le dije que los momentos que pasaba con ella contaban entre los más preciosos de toda mi existencia.

Agregó rápidamente en un tono alegre que sonaba un poco falso:

—Y convinimos en que no era tan asombroso, puesto que en realidad nos queremos.

A pesar de la liviandad de la voz, la palabra cayó pesada en la habitación, y el silencio se hizo alrededor de ella. Javiera sonrió, cortada. Francisca compuso su rostro; sólo se trataba de una palabra, hacía tiempo que las cosas habían llegado ahí, pero era una palabra decisiva y, antes de pronunciarla, Pedro debió haberla consultado. No estaba celosa de él, pero a esa chiquilla sedosa y dorada que ella había adoptado en un agrio amanecer, no la perdía sin rebelarse.

Pedro agregó con tranquilo desparpajo:

—Javiera me dijo que hasta ese momento no se había dado cuenta de que se trataba de un amor —sonrió—; comprobaba, por supuesto, que los instantes que pasábamos juntos eran dichosos y fuertes, pero no comprendía que lo eran gracias a mi presencia.

Francisca miró a Javiera que observaba el suelo con aire indiferente. Era injusta, Pedro la había consultado; ella había sido la primera en decirle, hacía ya tiempo: «Puedes enamorarte de ella». La noche de la fiesta, él le había propuesto renunciar a Javiera. Tenía derecho a sentirse con la conciencia limpia.

—¿Eso les parecía un azar mágico? —dijo Francisca con torpeza.

Con un movimiento brusco, Javiera alzó la cabeza.

—Pues no —dijo, mirando a Pedro—. Yo sabía muy bien que era gracias a usted, pero creí que se debía a que usted era tan interesante y tan agradable, no por… por otra cosa.

—¿Pero qué piensa ahora? ¿No ha cambiado de opinión desde ayer? —inquirió Pedro con aire alentador donde despuntaba una leve inquietud.

—Claro que no, no soy una veleta —dijo Javiera, ofendida.

—Podía haberse equivocado —dijo Pedro, cuya voz vacilaba entre la sequedad y la dureza—. Tal vez en un minuto de exaltación tomó una amistad por un amor.

—¿Acaso parecía exaltada anoche? —dijo Javiera con una sonrisa crispada.

—Parecía dominada por el instante —dijo Pedro.

—No más que de costumbre —respondió Javiera. Tomó un mechón de pelo y empezó a mirarlo con ojos bizcos y aire tonto y vicioso—. Lo que ocurre —dijo arrastrando la voz—, es que en seguida se vuelven tan pesadas las grandes palabras.

El rostro de Pedro se cerró.

—Si las palabras son exactas, ¿por qué temerlas?

—Evidentemente —dijo Javiera mientras seguía mirando con ojos terriblemente bizcos.

—Un amor no es un secreto vergonzoso —dijo Pedro—. Me parece una debilidad no querer mirar de frente lo que ocurre en uno.

Javiera se encogió de hombros.

—Uno no puede cambiarse. No tengo un alma pública.

Pedro tomó un aspecto desconcertado y dolorido que apenó a Francisca; podía ser tan frágil si decidía arrojar todas sus defensas y sus armas.

—¿Le parece desagradable que discutamos eso en trío? —dijo—. Pero lo habíamos convenido anoche. Quizá hubiera sido mejor que cada cual le hablara a solas a Francisca. —Miró a Javiera con aire de duda; ella le lanzó una mirada irritada.

—Me da lo mismo que seamos dos o tres o toda una muchedumbre —dijo—; lo que me parece raro es oír que me habla a mí de mis propios sentimientos.

Se echó a reír nerviosamente:

—Es tan raro, que no puede creerlo. ¿Acaso se trata verdaderamente de mí?

¿Es a mí a quien está disecando? ¿Y acepto yo eso?

—¿Por qué no? Se trata de usted y de mí —dijo Pedro sonriendo tímidamente—. Anoche le parecía natural.

—Anoche… —dijo Javiera; tuvo un rictus casi doloroso—. Por una vez usted parecía vivir las cosas y no solamente hablarlas.

—Usted está muy desagradable —dijo Pedro.

Javiera se hundió las manos en el pelo y las apretó contra las sienes.

—Es insensato poder hablar de sí mismo como si uno fuera un pedazo de madera —dijo con violencia.

—Usted sólo puede vivir las cosas en la sombra, a escondidas —dijo Pedro en tono áspero—. Es incapaz de pensarlas y de quererlas a la luz del día. No son las palabras lo que le molesta, lo que le irrita es que yo le pida hoy que admita, por su propia voluntad, lo que aceptó anoche por sorpresa.

El rostro de Javiera cedió, y ella miró a Pedro con aire acosado, Francisca habría querido detener a Pedro; ella comprendía muy bien que esa tensión imperiosa que endurecía sus rasgos inspirara miedo y el deseo de huir de ella; él tampoco era feliz en ese momento, pero a pesar de su fragilidad, Francisca no podía evitar verlo como a un hombre encarnizado en su triunfo de macho.

—Me dejó decir que me quería —agregó Pedro—. Está a tiempo de echarse atrás. No me asombrará nada comprobar que usted sólo conoce emociones de un instante.

Miró a Javiera con aire malvado.

—Vamos, dígame francamente que no me quiere. Javiera le echó una mirada desesperada a Francisca.

—Ay, quisiera que todo esto no hubiera ocurrido —dijo con desamparo—. ¡Todo estaba tan bien antes! ¿Por qué lo estropeó todo?

Pedro pareció emocionado por esa explosión; miró a Javiera, luego a Francisca vacilando.

—Déjala respirar un poco —dijo Francisca—. La hostigas.

Amar, no amar; qué corto y racional se volvía Pedro en su sed de certidumbre.

Francisca comprendía de manera fraternal el desasosiego de Javiera; ella misma, ¿con qué palabras hubiera podido describirse? Todo dentro de ella era tan turbio.

—Perdóneme —dijo Pedro—, hice mal en irritarme, se acabó. No quiero que piense que algo se ha estropeado entre nosotros.

—Pero se ha estropeado, ¿no ve? —dijo Javiera; le temblaban los labios; tenía los nervios rotos. Bruscamente hundió el rostro entre las manos.

—¿Qué hacer ahora? ¿Qué hacer? —dijo susurrando. Pedro se inclinó hacia ella.

—Pero no, no ha pasado nada, nada ha cambiado —dijo en tono apremiante.

Javiera dejó caer las manos sobre las rodillas.

—Todo es tan pesado ahora; es como un corsé a mi alrededor. —Temblaba de pies a cabeza—. Es tan pesado.

—No crea que espero nada más, no le pido nada más; es lo mismo que antes —dijo Pedro.

—Mire lo que ha pasado ya —dijo Javiera; se enderezó y echó la cabeza hacia atrás para retener las lágrimas, el cuello se le hinchaba convulsivamente—. Es una desgracia, estoy segura, no estoy a la altura —dijo con voz entrecortada.

Francisca la miraba impotente y apenada; era como una vez en el Dôme. Aún menos que entonces podía Pedro permitirse ningún gesto, hubiera sido no sólo una osadía, sino una impertinencia. Francisca hubiera querido rodear con sus brazos los hombros estremecidos y encontrar palabras, pero yacía paralizada entre las sábanas, ningún contacto era posible, sólo se podían decir frases rígidas que desentonaban por anticipado. Javiera se debatía sin ayuda entre esas amenazas aplastantes que veía a su alrededor, sola como una alucinada.

—No hay ninguna desgracia que temer entre nosotros —dijo Francisca—. Debería tener confianza. ¿De qué tiene miedo?

—Tengo miedo —dijo Javiera.

—Pedro es un áspid, pero silba más de lo que muerde y lo domesticaremos.

¿Verdad que te dejarás domesticar?

—Ya ni siquiera silbaré. Lo juro.

—¿Entonces? —preguntó Francisca.

Javiera respiró profundamente.

—Tengo miedo —dijo con voz cansada.

Como la víspera a la misma hora, la puerta se abrió suavemente y la enfermera entró con una jeringa en la mano, Javiera se levantó de un salto y se dirigió hacia la ventana.

—No tardaré —dijo la enfermera. Pedro se levantó y dio un paso como si quisiera reunirse con Javiera; pero se detuvo ante la chimenea.

—¿Es la última inyección? —preguntó Francisca.

—Le daremos otra mañana —respondió la enfermera.

—¿Y después podré terminar de curarme en mi casa?

—¿Tiene tanta prisa por dejarnos? Tendrá que esperar a que hayan vuelto sus fuerzas para que puedan transportarla.

—¿Cuánto tiempo? ¿Ocho días más?

—Ocho o diez días.

La enfermera hundió la aguja.

—Ya está —dijo. Volvió a estirar las sábanas y salió con una amplia sonrisa.

Javiera se volvió bruscamente.

—La aborrezco con su voz de miel —dijo con odio. Durante unos segundos permaneció inmóvil en el fondo del cuarto, luego se dirigió hacia el sillón donde había arrojado su impermeable.

—¿Qué hace? —dijo Francisca.

—Voy a tomar aire. Aquí me ahogo. —Pedro esbozó un ademán—. Necesito estar sola —dijo ella con violencia.

—¡Javiera! No se obstine —dijo Pedro—. Vuelva a sentarse y conversemos razonablemente.

—¡Conversar! Ya hemos conversado demasiado. —Javiera se puso rápidamente el abrigo y caminó hacia la puerta.

—No se vaya así —dijo Pedro suavemente. Tendió la mano y le rozó el brazo.

Javiera se echó hacia atrás de un salto.

—No va a darme órdenes ahora —dijo con voz helada.

—Vaya a tomar aire —dijo Francisca—. Pero vuelva a verme al final de la tarde, ¿quiere? Javiera la miró.

—Bueno —dijo con una especie de docilidad.

—¿La veré a medianoche? —preguntó Pedro con sequedad.

—No sé —dijo Javiera en voz casi baja; empujó bruscamente la puerta y la cerró tras ella.

Pedro se encaminó hacia la ventana y permaneció un momento inmóvil, con la frente apoyada en el cristal; la miraba partir.

—Qué lío —dijo volviendo hacia la cama.

—Pero también, qué torpeza —dijo Francisca con nerviosidad—. ¿Qué se te cruzó por la cabeza? Lo ultimo que debías haber hecho era venir así con Javiera para contarme en caliente todo lo que habíais hablado. La situación era violenta para todo el mundo; ni siquiera una persona menos susceptible la hubiera soportado.

—¿Qué querías que hiciera? Le sugerí que viniera a verte sola, pero naturalmente le pareció superior a sus fuerzas, dijo que sería mucho mejor venir juntos. No era caso de que viniera yo a hablarte sin ella, hubiera parecido que queríamos resolver las cosas entre personas mayores, pasando por encima de ella.

—No digo que no —dijo Francisca—. Era delicado. Agregó con una especie de placer obstinado:

—En todo caso, tu solución no era feliz.

—Anoche parecía tan sencillo —Pedro miraba a lo lejos con aire ausente—. Descubríamos nuestro amor, veníamos a contártelo como una linda historia que nos había ocurrido.

La sangre subió a las mejillas a Francisca y el corazón se le llenó de rencor; aborrecía ese papel de divinidad indiferente y bendecidora, que le hacían representar por comodidad, con el pretexto de reverenciarla.

—Sí, y la historia quedaba santificada por anticipado —dijo Francisca—. Comprendo muy bien; Javiera tenía todavía más necesidad que tú de pensar que esa noche me sería contada.

Volvió a ver el aire cómplice y encantado que tenían al entrar en su cuarto; le traían su amor como un hermoso regalo para que ella se lo devolviera transformado en virtud.

—Lo que pasa es que Javiera nunca imagina las cosas en detalle. No se le había ocurrido que había que emplear palabras; se horrorizó en cuanto abriste la boca; no me extraña de ella, pero tú debiste prever el golpe.

Pedro se encogió de hombros.

—No se me ocurrió calcular —dijo—. No desconfiaba. ¡Esa pequeña hiena! Si hubieras visto cómo estaba derretida y entregada esta noche. Cuando pronuncié la palabra amor, se estremeció un poco, pero su rostro consintió en seguida. La acompañé hasta su casa.

Sonrió, pero no parecía sentirse sonreír; sus ojos seguían vagos.

—Al despedirme, la tomé entre mis brazos y me tendió la boca. Fue un beso muy casto, pero había tanta ternura en su gesto.

La imagen atravesó a Francisca como una quemadura; Javiera, su traje sastre negro, su blusa escocesa y su cuello blanco. Javiera dócil y tibia entre los brazos de Pedro, los ojos entornados, la boca ofrecida. Ella nunca vería ese rostro. Hizo un esfuerzo violento, iba a ser injusta, no quería dejarse sumergir por ese rencor creciente.

—No le propones un amor fácil. Era natural que se asustara por un momento.

No estamos acostumbrados a mirarla bajo ese ángulo, pero, en fin, es una niña y no ha querido nunca. Eso cuenta a pesar de todo.

—Con tal de que no haga ninguna tontería —dijo Pedro.

—¿Qué quieres que haga?

—Con ella nunca se sabe; estaba en tal estado. Miró ansiosamente a Francisca.

—Tratarás de tranquilizarla, de explicarle bien todo. Sólo tú puedes arreglar las cosas.

—Trataré —dijo Francisca.

Lo miró, y la conversación que habían tenido la víspera volvió a su corazón: durante demasiado tiempo le había querido ciegamente por lo que recibía de él; pero se había prometido quererle por sí mismo y hasta en esa libertad por donde se le escapaba. No iba a tropezar contra el primer obstáculo. Sonrió.

—Lo que voy a tratar de hacerle comprender bien —dijo— es que tú no eres un hombre entre dos mujeres, sino que formamos los tres algo particular, algo difícil quizá, pero que podría ser hermoso y feliz.

—Me pregunto si vendrá a medianoche. Estaba tan fuera de sí.

Hubo un breve silencio.

—¿Y Gerbert? —preguntó Francisca—. ¿Ya no cuenta para nada?

—Apenas lo mencionamos —dijo Pedro—. Pero creo que tú tenías razón. Le gusta en el momento, y un minuto después ni se acuerda de él.

Hizo girar el cigarrillo entre los dedos.

—Sin embargo, eso fue lo que desencadenó todo. Yo encontraba nuestras relaciones encantadoras tales como eran; no habría tratado de cambiar nada, si los celos no hubieran despertado mi imperialismo. Es enfermizo, en cuanto siento una resistencia ante mí, un vértigo se apodera de mí.

Era verdad que había en él un peligroso mecanismo del cual él mismo no era dueño. A Francisca se le anudó la garganta.

—Terminarás por acostarte con ella —dijo.

Inmediatamente se sintió invadida por una intolerable certidumbre; con sus manos acariciadoras de hombre, Pedro convertiría a esa perla negra, a ese ángel, en una mujer desfalleciente. Ya había aplastado sus labios contra los labios dulces.

Le miró con una especie de horror.

—Bien sabes que no soy un sensual —dijo Pedro—. Todo lo que pido es poder encontrar en cualquier momento rostros como los de esta noche, momentos en los que sólo yo en el mundo existo para ella.

—Pero es casi inevitable —dijo Francisca—. Tu imperialismo no va a detenerse en mitad del camino. Para estar seguro de que te sigue queriendo, le pedirás cada vez un poco más.

Había en su voz una dureza hostil que alcanzó a Pedro: hizo una especie de mueca.

—Vas a inspirarme asco de mí mismo —dijo.

—Siempre me parece sacrílego —dijo Francisca más suavemente— imaginarme a Javiera como a una mujer sexuada.

—Pero a mí también —dijo Pedro. Encendió resueltamente un cigarrillo.

—Lo que ocurre es que no soportaría que se acostara con otro tipo.

—Trataré de convencerla —dijo Francisca—. En el fondo, todo esto no es tan grave.

De nuevo Francisca sintió ese intolerable escozor en el corazón.

—Por eso tendrás que acostarte con ella —dijo—. No digo en seguida, pero dentro de seis meses, un año.

Percibía claramente cada etapa de ese camino fatal que lleva de los besos a las caricias, de las caricias a los últimos abandonos; por culpa de Pedro, Javiera iba a rodar en ellos como cualquiera. Durante un minuto le odió francamente.

—Sabes lo que vas a hacer ahora —dijo controlando su voz—. Vas a instalarte en tu rincón como el otro día y a ponerte a trabajar muy juiciosamente. Descansaré un poco.

—Soy yo quien te cansa —dijo Pedro—, siempre me olvido de que estás enferma.

—No eres tú —dijo Francisca.

Cerró los ojos. Sufría con un feo sufrimiento turbio. ¿Qué quería exactamente?

No lo sabía; pero era absurdo haber imaginado que podría salvarse por el renunciamiento. Quería demasiado a Pedro y a Javiera; estaba demasiado comprometida. Mil imágenes dolorosas giraban en su cabeza y le desgarraban el corazón; le parecía que la sangre que corría por sus venas estaba envenenada. Se volvió hacia la pared y se puso a llorar silenciosamente.

Pedro se separó de Francisca a las siete. Ella había terminado de comer, estaba demasiado cansada para leer, no podía hacer nada, salvo esperar a Javiera.

¿Por lo menos vendría? Era terrible depender de esa voluntad caprichosa, sin tener ningún medio para influir en ella. Prisionera, Francisca miró las paredes desnudas; el cuarto tenía olor a fiebre y a noche; la enfermera había sacado las flores y apagado la lámpara del cielo raso; sólo quedaba una jaula de luz triste alrededor de la cama.

¿Qué es lo que quiero?, se preguntó Francisca con angustia.

Sólo había sabido aferrarse obstinadamente al pasado. Había dejado a Pedro adelantarse solo. Y ahora que ella quería seguirlo, estaba demasiado lejos para poder alcanzarlo; era demasiado tarde.

¿Y si no fuera demasiado tarde?, se dijo.

¿Si ella se decidía por fin a lanzarse hacia adelante con todas sus fuerzas, en lugar de quedarse inmóvil, con los brazos caídos y vacíos? Se levantó un poco sobre sus almohadas. Darse ella también, sin reserva, era su única posibilidad; quizás entonces sería devorada a su vez por ese porvenir nuevo donde Pedro y Javiera la habían precedido. Miró febrilmente la puerta. Lo haría, estaba resuelta; no había absolutamente nada más que hacer. Que Javiera venga por lo menos. Las siete y media; ya no era a Javiera a quien esperaba con las manos húmedas y la garganta seca, era su vida, su porvenir y la resurrección de su felicidad.

Llamaron.

—Entre —dijo Francisca.

No hubo respuesta. Javiera debía de temer que Pedro estuviera todavía ahí.

—Entre —gritó Francisca lo más fuerte que pudo; pero su voz estaba ahogada.

Javiera iba a irse sin oírla y ella no tenía ningún medio para llamarla.

Javiera entró.

—¿No la molesto? —preguntó.

—No, no, esperaba verla —dijo Francisca. Javiera se sentó junto a la cama.

—¿Dónde estuvo todo este tiempo? —le preguntó Francisca suavemente.

—Paseando —respondió Javiera.

—Qué nerviosa estaba —dijo Francisca—, ¿por qué se atormenta tanto? ¿De qué tiene miedo? No hay ninguna razón. Javiera bajó la cabeza; parecía extenuada.

—Estuve detestable esta tarde —dijo. Agregó tímidamente—: ¿Labrousse estaba muy enfadado?

—Por supuesto que no —dijo Francisca—. Estaba inquieto solamente.

Sonrió.

—Pero usted le tranquilizará.

Javiera miró a Francisca con aire aterrorizado.

—No me atreveré a ir a verle —dijo.

—Pero es absurdo. ¿A causa de la escena de hace un rato?

—A causa de todo.

—Usted se asustó por una palabra, pero una palabra no cambia nada. ¿No supondrá que él va a creer que tiene algún derecho sobre usted?

—Pero usted misma ha visto el barullo que ya se armó.

—La que hizo todo el barullo fue usted porque estaba enloquecida —Francisca sonrió—. Lo que es nuevo para usted la asusta siempre. Tenía miedo de venir a París, miedo de trabajar en el teatro. Y después de todo, no le ha pasado nada malo hasta ahora.

—No —dijo Javiera con una pálida sonrisa.

Su rostro descompuesto por el cansancio y la angustia parecía aún más impalpable que de costumbre; sin embargo, estaba hecho de una carne suave donde Pedro había posado sus labios. Durante un largo rato, Francisca contempló con ojos de enamorada a esa mujer que Pedro amaba.

—En cambio, todo podría estar bien —dijo—. Una pareja bien unida ya es hermoso, pero cuánto más rico es todavía tres personas que se quieren unas a otras con todas sus fuerzas.

Se tomó su tiempo; ahora había llegado el momento de comprometerse ella también y de aceptar sus riesgos.

—En resumidas cuentas, lo que hay entre usted y yo, ¿es verdaderamente una especie de amor? Javiera le lanzó una rápida mirada.

—Sí —dijo en voz baja; de pronto una expresión de ternura infantil redondeó su rostro y en un impulso se inclinó hacia Francisca y la besó.

—Qué caliente está —dijo—. Tiene fiebre.

—De noche siempre tengo un poco de fiebre —dijo Francisca. Sonrió—. Pero estoy contenta de que usted esté aquí.

Era tan sencillo; ese amor que de pronto dilataba de dulzura el corazón había estado siempre al alcance de su mano: bastaba tenderla, esa mano miedosa y avara.

—Mire, si entre Labrousse y usted también hay un amor, formamos un buen trío bien equilibrado —dijo—. No es una forma de vida ordinaria, pero no la creo demasiado difícil para nosotros. ¿Usted no lo cree?

—Sí —dijo Javiera tomando la mano de Francisca y oprimiéndosela.

—Deje sólo que me cure y verá qué dulce vida tendremos los tres.

—¿Se va dentro de una semana?

—Si todo marcha bien —dijo Francisca.

Reconoció de golpe la dolorosa rigidez de todo su cuerpo. No, no se quedaría más en esa clínica; se había acabado ese apacible desapego; había recobrado toda su sed de felicidad.

—Es tan lúgubre ese hotel sin usted —se quejó Javiera—. Antes, aun cuando no la veía durante todo el día, la sentía encima de mi cabeza, oía su paso en la escalera. Ahora todo está tan vacío.

—Pero voy a volver —dijo Francisca, conmovida. Nunca había creído que Javiera estuviera tan pendiente de su presencia. ¡Cómo la había desconocido!

¡Cómo iba a quererla para recobrar el tiempo perdido! Oprimió su mano y la miró en silencio. Con las sienes zumbantes de fiebre, la garganta seca, comprendía por fin el milagro que había irrumpido en su vida. Estaba disecándose tristemente al amparo de pacientes construcciones y de pesados pensamientos de plomo, cuando de pronto, en un estallido de pureza y de libertad, todo ese mundo demasiado humano se había deshecho en polvo. Había bastado la mirada ingenua de Javiera para destruir esa prisión, y ahora, en esa tierra liberada, mil maravillas iban a nacer por la gracia de ese joven ángel exigente. Un ángel sombrío con dulces manos de mujer, rojas como manos de campesina, labios con olor a miel, a tabaco rubio y a té verde.

—Preciosa Javiera —dijo Francisca.