VII

—Tomará un poco de ensalada de frutas —dijo Francisca; usó los codos para abrirle paso a Juana Harbley hasta la mesa. La tía Cristina no se había separado de ella; sonreía con adoración a Guimiot, que sorbía un helado de café con aire condescendiente. De una mirada, Francisca verificó que los platos de sandwiches y de pastelillos todavía tenían buen aspecto; había el doble de gente que en la Nochebuena del año pasado.

—Qué bonita es esta decoración —dijo Juana Harbley. Francisca contestó por décima vez:

—Es de Begramian, tiene muy buen gusto.

Había algún mérito en haber transformado tan rápidamente en salón de baile un campo de batalla romano, pero a Francisca no le gustaba mucho esa profusión de acebo, de muérdago, de ramas de pino. Miró a su alrededor en busca de caras nuevas.

—¡Cómo le agradezco que haya venido! Labrousse va a estar tan contento de verla.

—¿Dónde está el querido maestro?

—Allí, con Berger, le vendrá muy bien que usted vaya a distraerle.

Blanca Bouguet no era mucho más divertida que Berger, pero siempre sería un cambio. Pedro parecía ausente: de vez en cuando levantaba la nariz con aire preocupado; estaba inquieto por Javiera: tenía miedo de que se emborrachara o se escapara. En ese momento estaba sentada en el borde del proscenio al lado de Gerbert. Balanceaba las piernas en el vacío y parecían aburridísimos. En el tocadiscos sonaba una rumba, pero la muchedumbre era demasiado densa para que se pudiera bailar.

¡Que se jorobe Javiera!, pensó Francisca. La noche ya era bastante difícil así; se volvería intolerable si había que preocuparse por sus juicios y por sus humores.

Que se jorobe, repitió Francisca con un poco de indecisión.

—¿Ya se va? ¡Qué lástima!

Siguió con una mirada satisfecha la silueta de Abelson; cuando todos los invitados serios se hubieran ido, ya no habría que tomarse tanto trabajo. Francisca se dirigió hacia Isabel; hacía media hora que fumaba apoyada en una columna, con la mirada fija, sin hablar con nadie; pero atravesar el escenario era toda una expedición.

—¡Qué amable en haber venido! ¡Labrousse va a estar tan contento! Está entre las garras de Blanca Bouguet, trate de liberarle.

Francisca avanzó algunos centímetros.

—Está deslumbrante, María Ángela, ese azul con ese violeta es precioso.

—Es un conjunto de Lanvin; es bonito, ¿no es cierto? Unos apretones de mano, unas sonrisas, y Francisca se encontró junto a Isabel.

—Es un suplicio —dijo con animación. Se sentía verdaderamente cansada; en estos últimos tiempos estaba cansada a menudo.

—Hay mucha elegancia esta noche —dijo Isabel—. ¿Has notado qué piel tan fea tienen todas esas actrices?

El cutis de Isabel tampoco era muy lindo; hinchado y amarillento. Se abandona, pensó Francisca; era difícil creer que seis semanas antes, la noche del estreno, tuviera un brillo casi deslumbrante.

—Son los afeites —dijo Francisca.

—Los cuerpos son formidables —dijo Isabel, imparcial—. ¡Pensar que Blanca Bouguet tiene más de cuarenta años!

Los cuerpos eran jóvenes y los cabellos de tonos demasiado perfectos, lo mismo que el firme dibujo de los rostros, pero esa juventud no tenía la frescura de las cosas vivas, era una juventud embalsamada; ni arrugas ni patas de gallo marcaban las carnes cuidadas; ese aire gastado alrededor de los ojos era, por lo mismo, más inquietante. Envejecían por debajo; podrían envejecer todavía mucho tiempo sin que crujiera el caparazón bien lustrado, y después, un día, de golpe, esa cáscara brillante, ya delgada como un papel de seda, caería hecha polvo; entonces se vería aparecer a una anciana perfectamente acabada, con sus arrugas, sus manchas, sus venas hinchadas, sus dedos nudosos.

—Mujeres bien conservadas —dijo Francisca—, es atroz esa expresión; me hace pensar siempre en conservas de langosta y en el camarero que le dice a uno:

«Es tan buena como si fuera fresca».

—No tengo tantos prejuicios en favor de la juventud —dijo Isabel—. Esas chiquillas están tan mal vestidas, no causan impresión.

—¿No te parece que Canzetti está encantadora con su gran falda de gitana? —dijo Francisca—, y mira a la chica Eloy y a Chanaud; evidentemente el corte no es impecable…

Esos vestidos un poco torpes tenían toda la gracia de las existencias indecisas de las cuales reflejaban las ambiciones, los sueños, las dificultades, los recursos; el ancho cinturón amarillo de Canzetti, los bordados sembrados en la blusa de Eloy les pertenecían tan íntimamente como sus sonrisas. Antes Isabel se vestía así.

—Te aseguro que darían mucho esas mujercitas por parecerse a la Harbley o a la Bouguet —dijo Isabel con acritud.

—Eso sí, si lo consiguen, serán iguales a las otras —afirmó Francisca.

Abrazó el escenario con una mirada; las hermosas actrices triunfantes, las principiantas, los fracasados decentes, eran una muchedumbre de destinos separados que componían ese confuso hervidero; daba un poco de vértigo. En ciertos momentos le parecía a Francisca que esas vidas habían venido a entrecruzarse expresamente para ella en ese punto del espacio y del tiempo en que se encontraban; en otros instantes, ya no era nada de eso. Las personas estaban dispersas cada cual para sí.

—En todo caso, Javiera está muy mal esta noche —dijo Isabel—. ¡Esas flores que se ha puesto en el pelo son de un mal gusto!

Francisca había pasado un largo rato con Javiera haciendo ese ramito tímido, pero no quiso contradecir a Isabel; ya había bastante hostilidad en su mirada aun cuando se compartía su opinión.

—Son graciosos los dos —dijo Francisca.

Gerbert le encendía el cigarrillo a Javiera, pero evitaba cuidadosamente su mirada; estaba rígido en un elegante traje oscuro que le había prestado Péclard.

Javiera miraba con obstinación la punta de sus zapatos.

—Desde que los observo, no han cambiado una palabra —dijo Isabel—. Son tímidos como dos enamorados.

—Se aterrorizan —comentó Francisca—. Es una lástima, hubieran podido ser dos buenos camaradas.

La perfidia de Isabel no le llegaba, su ternura por Gerbert estaba totalmente despojada de celos; pero no era agradable sentirse profundamente odiada. Era casi un odio confesado; Isabel ya no hacía nunca una confidencia; todas sus palabras, todos sus silencios eran reproches vivientes.

—Bernheim me dijo que sin duda harían una gira el año próximo —dijo Isabel—. ¿Es verdad?

—Que no, no es verdad. Se le metió en la cabeza que Pedro terminaría por ceder, pero se equivoca. El invierno próximo Pedro montará su obra.

—¿Inauguraréis la temporada con ella? —preguntó Isabel.

—Todavía no lo sé.

—Sería una lástima hacer una gira —agregó Isabel con aire preocupado.

—Es mi opinión —afirmó Francisca.

Se preguntó con un poco de sorpresa si Isabel esperaba todavía algo de Pedro; quizá para octubre pensara hacer una nueva tentativa en favor de Battier.

—Esto se vacía un poco —dijo.

—Tengo que ver a Lisa Malan —dijo Isabel—; parece que tiene algo importante que decirme.

—Yo voy a socorrer a Pedro —anunció Francisca.

Pedro daba efusivos apretones de mano, pero por más que tratara, no sabía poner calor en sus sonrisas; era un arte que la señora de Miquel había enseñado muy especialmente a su hija.

Me pregunto qué se trae con Battier, pensó Francisca mientras prodigaba adioses. Isabel había echado a Guimiot con el pretexto de que le había robado cigarrillos; había reanudado sus relaciones con Claudio, pero las cosas no debían de andar muy bien, porque nunca había estado más siniestra.

—¿Dónde se habrá metido Gerbert? —preguntó Pedro. Javiera estaba sola en medio del escenario, con los brazos caídos.

—¿Por qué no se baila? —agregó—. Hay sitio de sobra.

Había nerviosismo en su voz. Con el corazón un poco oprimido, Francisca miró ese rostro que había amado durante tanto tiempo con una paz ciega; había aprendido a descifrarlo; no estaba tranquilizador esa noche, parecía tanto más frágil porque estaba tenso y rígido.

—Las dos y diez —dijo Francisca—, ya no vendrá nadie.

Pedro tenía un carácter que no le permitía alegrarse mucho en los momentos en que Javiera se mostraba amable con él y como desquite, apenas fruncía el ceño, se sentía desgarrado de furor o de remordimiento. Necesitaba sentirla en su poder para estar en paz consigo mismo. Cuando la gente se interponía entre ella y él, estaba siempre inquieto e irritable.

—¿No se aburre demasiado? —preguntó Francisca.

—No —dijo Javiera—. Lo único penoso es oír un buen jazz y no poder bailar.

—Pero ahora se puede bailar muy bien —dijo Pedro. Hubo un breve silencio; los tres sonreían, pero las palabras no acudían a ellos.

—Si quiere, le enseño a bailar la rumba —dijo Javiera dirigiéndose a Francisca, con demasiado animación.

—Prefiero limitarme al slow —dijo Francisca—, soy demasiado vieja para la rumba.

—¿Cómo puede decir eso? —Javiera miró a Pedro con un aire quejumbroso—. ¡Bailaría tan bien si quisiera!

—¡No tienes nada de vieja! —exclamó Pedro.

De golpe, al acercarse a Javiera, se habían iluminado su rostro y su voz; manejaba los menores matices con una precisión inquietante: tenía que estar atento y no poseía en absoluto esa alegría liviana y tierna que brillaba en sus ojos.

—La misma edad que Isabel —dijo Francisca—. Acabo de verla, no es consolador.

—Qué es lo que dices de Isabel —respondió Pedro—. No te has mirado en el espejo.

—Nunca se mira —dijo Javiera lamentándolo—. Un día habría que filmarla sin que se diera cuenta y después lo proyectaríamos delante de ella por sorpresa; no tendría más remedio que verse y quedaría asombradísima.

—Le gusta mucho imaginarse que es una señora madura —comentó Pedro—. ¡Si supieras lo joven que pareces!

—Pero no tengo muchas ganas de bailar. —Ese coro de enternecimientos la ponía sobre ascuas.

—¿Entonces, quiere que bailemos nosotros dos? —dijo Pedro.

Francisca los siguió con la mirada; daba gusto verlos. Javiera bailaba con la liviandad del humo, no tocaba el suelo; Pedro era un cuerpo pesado que parecía arrancado por hilos invisibles a las leyes de la gravedad: tenía la milagrosa soltura de los títeres.

Me hubiera gustado saber bailar, pensó Francisca.

Hacía diez años que había abandonado. Ya era muy tarde para volver a empezar. Levantó una cortina y en la oscuridad de las bambalinas encendió un cigarrillo; aquí, por lo menos, tendría un poco de paz. Demasiado tarde. No sería nunca una mujer que posee un dominio exacto de su cuerpo; lo que podía conseguir hoy no era interesante; adornos, florituras, se notaría que era exterior.

Eso significaban los treinta años: una mujer hecha. Ya era para la eternidad una mujer que no sabe bailar, una mujer que no ha tenido más que un amor en su vida, una mujer que no ha bajado en canoa el Cañón del Colorado ni atravesado a pie las planicies del Tibet. Esos treinta años no eran solamente un pasado que arrastraba tras de ella, se habían colocado todos a su alrededor, en sí misma, eran su presente, su porvenir, eran la sustancia de la cual estaba hecha. Ningún heroísmo, ningún acto absurdo podrían cambiar nada. Sin duda tenía mucho tiempo antes de la muerte para aprender el ruso, leer a Dante, ver Brujas y Constantinopla; todavía podía sembrar, aquí y allí en su vida, incidentes imprevistos, talentos nuevos; pero seguiría siendo hasta el final esta vida y no otra; y su vida no se distinguía por sí misma. En un deslumbramientos doloroso, Francisca se sintió traspasada por una luz árida y blanca que no dejaba en ella ningún repliegue de esperanza; por un momento permaneció inmóvil, mirando brillar en la oscuridad la punta roja de su cigarrillo. Una risita, unos susurros ahogados la arrancaron de su sopor: esos corredores sombríos eran siempre muy buscados. Se alejó sin ruido y volvió al escenario; ahora la gente parecía divertirse mucho.

—¿De dónde sales? —preguntó Pedro—. Acabamos de conversar un rato con Paula Berger; a Javiera le pareció preciosa.

—La he visto —contestó Francisca— y la invité a quedarse hasta la madrugada.

Paula le resultaba simpática, pero era difícil verla sin su marido y todo el resto de la banda.

—Es formidablemente guapa —dijo Javiera—. No se parece en nada a todos esos grandes maniquíes.

—Tiene un aire demasiado parecido a una monja o a una evangelista —agregó Pedro.

Paula estaba conversando con Inés; llevaba un vestido largo y cerrado de terciopelo negro: dos bandas lisas de pelo rubio rojizo encuadraban su rostro de frente amplia y órbitas profundas.

—Las mejillas son un poco ascéticas —dijo Javiera—, pero tiene una boca grande muy generosa y ojos llenos de vida.

—Ojos transparentes —repuso Pedro. Miró a Javiera y sonrió—. A mí me gustan los ojos cargados.

Pedro era un poco desleal al hablar de Paula de esa manera; por lo general, la estimaba mucho; sentía un placer perverso en inmolarla gratuitamente a Javiera.

—Es espléndida cuando baila —dijo Francisca—; lo que hace es más bien mímica que danza; la técnica no es muy perfecta, pero puede hacer casi cualquier cosa.

—¡Me gustaría tanto verla bailar! —dijo Javiera. Pedro miró a Francisca.

—Deberías ir a pedírselo —dijo.

—Temo que sea indiscreto.

—Por lo general no se hace rogar.

—Me intimida.

Paula Berger era de una afabilidad perfecta con todo el mundo, pero nunca se sabía lo que pensaba.

—¿Usted ha visto alguna vez a Francisca intimidada? —preguntó Pedro riendo—. ¡Le aseguro que es la primera vez en mi vida!

—¡Sería tan bonito! —dijo Javiera.

—Bueno, voy a ir —dijo Francisca.

Se acercó riendo a Paula Berger. Inés parecía muy abatida; tenía un asombroso vestido de moaré rojo y una redecilla de oro en sus cabellos amarillos.

Paula la miraba a los ojos mientras le hablaba en tono alentador y un poco maternal. Se volvió hacia Francisca con vivacidad.

—¿No es cierto que en el teatro de nada sirven los dones si no se tiene fe y coraje?

—Por supuesto —dijo Francisca.

La cuestión no era esa e Inés lo sabía, pero, sin embargo, pareció alegrarse.

—Vengo a pedirle una cosa —dijo Francisca. Sintió que se ruborizaba y tuvo un impulso de rabia contra Pedro y contra Javiera.

—Si le molesta en lo más mínimo, dígamelo, pero nos daría mucho placer si quisiera bailar algo.

—Cómo no —dijo Paula—. Lo único es que no tengo ni música ni accesorios.

Se sonrió como excusándose.

—Ahora bailo con una máscara y un vestido largo. Paula miró a Inés, vacilando.

—Puedes acompañarme en la danza de las máquinas —dijo—, y en cuanto a la fregona, la hago sin música. Lo malo es que ya conocen eso.

—No importa, me gustaría verlo de nuevo —dijo Francisca—. Es usted un encanto; voy a parar el tocadiscos.

Javiera y Pedro la acechaban con aire cómplice y divertido.

—Aceptó —dijo Francisca.

—Eres una buena embajadora —dijo Pedro.

Parecía tan infantilmente feliz, que Francisca quedó asombrada. Con los ojos fijos en Paula Berger, Javiera esperaba con éxtasis: esa alegría infantil era la que reflejaba la cara de Pedro.

Paula se adelantó hasta el centro del escenario; no era todavía muy conocida por el gran público, pero aquí, todo el mundo admiraba su arte. Canzetti se sentó en cuclillas, con su amplia falda extendida a su alrededor; Eloy se tendió en el suelo a pocos pasos de Tedesco, en una actitud felina; la tía Cristina había desaparecido y Guimiot, de pie junto a Marco Antonio, le sonreía con coquetería. Todos parecían interesados. Inés tocó en el piano los primeros acordes; lentamente los brazos de Paula se animaron, la máquina dormida reanudaba su marcha; el ritmo se aceleraba poco a poco, pero Francisca no veía ni las bielas, ni los rodillos, ni todos esos movimientos de acero; veía a Paula. Una mujer de su edad; una mujer que también tenía su historia, su trabajo, su vida; una mujer que bailaba sin preocuparse de Francisca y cuando dentro de un rato le sonriera sería como a una espectadora entre otras; Francisca no era para ella sino un pedazo del decorado.

Si por lo menos uno pudiera preferirse tranquilamente, pensó Francisca con angustia.

En ese momento, había en la tierra miles de mujeres que escuchaban con emoción el latido de sus corazones. Cada una el suyo; cada una para sí. ¿Cómo podía creer que ella estaba en un centro privilegiado del mundo? Estaban Paula y Javiera y tantas otras. Una ni siquiera podía compararse.

La mano de Francisca cayó lentamente a lo largo de su falda.

¿Yo qué soy?, se preguntaba. Miró a Paula, miró a Javiera, cuyo rostro resplandecía de una admiración impúdica; se sabía quiénes eran esas mujeres; tenían recuerdos elegidos, gustos e ideas que las definían, caracteres bien marcados reflejados por los rasgos de sus caras; pero en sí misma, Francisca no distinguía ninguna forma clara; la luz que la había penetrado hacía un rato sólo le había revelado el vacío. «Ella nunca se mira», había dicho Javiera. Era cierto; Francisca sólo se ocupaba de su rostro para cuidarlo como a un objeto extraño; buscaba en su pasado paisajes, gente y no a ella misma; y ni siquiera sus ideas, sus gustos, le componían una cara: era el reflejo de verdades que se le revelaban, como los ramos de acebo y de muérdago colgados de los arcos; no le pertenecían.

No soy nadie, pensó Francisca. A menudo se había sentido orgullosa de no estar encerrada como las demás en estrechos e insignificantes límites individuales: una noche, en La Prairie con Isabel y Javiera, no hacía tanto tiempo de eso. Una conciencia desnuda frente al mundo, así se veía. Tocó su rostro: no era para ella más que una máscara blanca. Pero toda esa gente la veía y, lo quisiera o no, estaba también en el mundo, era una parcela de ese mundo; era una mujer entre otras, y a esa mujer ella la había dejado crecer al azar, sin imponerle contornos; era incapaz de emitir ningún juicio sobre esa desconocida. Y, sin embargo, Javiera la juzgaba, la confrontaba con Paula. ¿A cuál de las dos prefería? ¿Cuando él la miraba, qué veía? Volvió los ojos hacia Pedro, pero Pedro no la miraba.

Miraba a Javiera. Con la boca entreabierta, los ojos húmedos, Javiera respiraba penosamente; ni siquiera sabía dónde estaba, parecía fuera de sí; Francisca apartó los ojos, incómoda. La insistencia de Pedro era indiscreta y casi obscena; ese rostro de posesa no era para ser visto. Francisca podía saber eso, por lo menos: ella no era capaz de esos trances apasionados. Podía saber con mucha certidumbre lo que no era: era lamentable no conocerse sino como una sucesión de ausencias.

—¿Has visto la cara de Javiera? —le preguntó Pedro.

—Sí —dijo Francisca.

Había dicho esas palabras sin apartar los ojos de Javiera.

Así es, pensó Francisca; para él, como para sí misma, no poseía rasgos distintivos; invisible, informe, era confusamente una parte de él; él le hablaba como a sí mismo, pero su mirada continuaba clavada en Javiera. Javiera estaba muy hermosa en ese momento con sus labios hinchados y dos lágrimas que corrían por sus mejillas pálidas.

Hubo aplausos.

—Hay que ir a dar las gracias a Paula —dijo Francisca; pensó: yo ya no siento nada. Apenas había mirado el baile, había masticado pensamientos maniáticos, como hacen las viejas.

Paula aceptó los elogios con mucha gracia; Francisca la admiraba por saber conducirse siempre tan perfectamente.

—Tengo ganas de mandar a buscar a casa mis vestidos, mis discos y mis máscaras —dijo, fijó sobre Pedro sus grandes ojos cándidos—. Me gustaría conocer su opinión.

—Tengo mucha curiosidad por saber en qué sentido ha encaminado su trabajo —dijo Pedro—. Hay tantas posibilidades diversas en lo que usted acaba de mostrarnos.

El tocadiscos atacaba un pasodoble; de nuevo se formaron parejas.

—Baile conmigo —le dijo Paula a Francisca con autoridad. Francisca la siguió dócilmente; oyó a Javiera que le decía a Pedro en tono enfurruñado.

—No, yo no quiero bailar.

Hizo un gesto de rabia. ¡Ya estaba! Otra vez iba a ser culpa de ella, Javiera rabiaba y Pedro no iba a perdonarle la rabia de Javiera. Pero Paula llevaba tan bien, era un placer dejarse llevar por ella; Javiera no sabía nada.

Había unas quince parejas en el escenario; otras estaban desparramadas en las bambalinas, en los palcos; un grupo se había instalado en la platea alta. De pronto, Gerbert surgió de un palco de proscenio, saltando como un elfo, Marco Antonio lo perseguía fingiendo en torno a él una danza de seducción; era un hombre de cuerpo un poco pesado, pero lleno de vivacidad y de gracia. Gerbert parecía un chiquillo un poco ebrio, su gran mechón negro le caía sobre los ojos, se detenía con una coquetería vacilante, luego se escabullía ocultando púdicamente la cara contra el hombro, huía, volvía con aire tímido y tentado.

—Son encantadores —dijo Paula.

—Lo más picante —agregó Francisca— es que Ramblin tiene esos gustos en serio; por otra parte, no lo oculta.

—Yo me preguntaba si había puesto en Marco Antonio ese matiz afeminado por dar un efecto de arte o por naturaleza —dijo Paula.

Francisca lanzó una mirada a Pedro. Hablaba animadamente con Javiera, quien no parecía escucharlo; miraba a Gerbert con un aire extraño, ávido y fascinado.

Francisca se sintió herida por esa mirada: era como una imperiosa y secreta toma de posesión.

La música cesó y Francisca se separó de Paula.

—Yo también puedo hacerla bailar —dijo Javiera tomando a Francisca; la enlazó con los músculos tensos, y Francisca tuvo ganas de sonreír, sintiendo esa manecita que se crispaba sobre su cintura; respiraba con ternura el olor a té, a miel y a carne que era el olor de Javiera.

Si pudiera tenerla para mí, la querría, pensó.

Esa chiquilla imperiosa no era nada, ella tampoco, salvo un pedacito de mundo tibio y desarmado.

Pero Javiera no perseveró en su esfuerzo; como de costumbre, volvió a bailar para sí misma sin preocuparse de Francisca; Francisca no lograba seguirla.

—Esto no marcha —dijo Javiera con aire descorazonado—. Me muero de sed —agregó—. ¿Usted no?

—Isabel está junto a la mesa —dijo Francisca.

—¿Qué importancia tiene? —dijo Javiera—. Quiero beber. Isabel conversaba con Pedro; había bailado mucho y parecía un poco menos siniestra; tuvo una risita de comadre.

—Le estaba contando a Pedro que Eloy estuvo toda la noche dando vueltas alrededor de Tedesco —dijo—; Canzetti está loca de rabia.

—Está bien Eloy esta noche —dijo Pedro—, queda distinta con ese peinado; tiene más recursos físicos de los que yo creía.

—Guimiot me decía que se echa a la cabeza de todos los hombres —dijo Isabel.

—A la cabeza es una manera de hablar —dijo Francisca.

La frase se le había escapado; Javiera no parpadeó, quizá no había comprendido. Cuando las conversaciones con Isabel no eran tirantes, tomaban fácilmente un giro picaresco. Era molesto sentir al lado de uno esa virtud austera.

—Todos la tratan como al último monigote —dijo Francisca—. Lo que hay de divertido en esto es que es virgen y está resuelta a seguir siéndolo.

—¿Es un complejo? —preguntó Isabel.

—No, es por su cutis —respondió Francisca riendo. Calló; Pedro parecía martirizado.

—¿No baila? —le dijo precipitadamente a Javiera.

—Estoy cansada.

—¿Le interesa el teatro? —preguntó Isabel con su aire más amable—. ¿Tiene verdaderamente vocación?

—Sabes, al principio es más bien ingrato —dijo Francisca. Hubo un silencio.

Javiera era, de pies a cabeza, una censura viviente. Todo pesaba tanto cuando ella estaba; era abrumador.

—¿Tú trabajas en este momento? —preguntó Pedro.

—Sí, trabajo —dijo Isabel, y agregó en tono indiferente—: Lisa Malan acaba de ofrecerme de parte de Dominga el decorado de su cabaret; quizás acepte.

Francisca tuvo la impresión de que habría querido guardar el secreto, pero que no había podido resistir el deseo de deslumbrarlos.

—Acepta —dijo Pedro—, es un negocio con porvenir; Dominga va a ganar una fortuna con esa boite.

—La chiquilla Dominga, qué raro —dijo Isabel riendo. La gente estaba definida de una vez por todas para ella. Toda variación estaba excluida de ese universo rígido donde trataba tercamente de asegurarse puntos de referencia.

—Tiene mucho talento —dijo Pedro.

—Ha sido encantadora conmigo, me ha admirado siempre mucho —dijo Isabel en tono objetivo.

Francisca sintió que el pie de Pedro pisaba dolorosamente el suyo.

—Es absolutamente necesario que cumplas tu promesa —dijo—, eres demasiado perezosa; Javiera va a hacerte bailar esta rumba.

—Vamos —dijo Francisca resignada; arrastró a Javiera.

—Es para despegar a Isabel, bailemos dos o tres minutos. Pedro cruzó el escenario con aire fatigado.

—Voy a esperarlas en tu despacho —dijo—. Tomaremos un trago allí tranquilamente.

—¿Invitamos a Paula y a Gerbert? —sugirió Francisca.

—No, ¿para qué? Vamos los tres —dijo Pedro un poco secamente.

Desapareció. Francisca y Javiera lo siguieron a corta distancia. En las escaleras se cruzaron con Begramian que besaba furiosamente a la chica Chanaud; una farándula atravesó corriendo el foyer del primer piso.

—Por fin vamos a tener un poco de paz —dijo Pedro.

Francisca sacó de su armario una botella de champaña; era un buen champaña reservado para los invitados elegidos. También había sandwiches y pastelillos para ser servidos de madrugada antes de separarse.

—Toma, destapa esto —dijo a Pedro—, es formidable el polvo que se traga en ese escenario, deja la boca seca.

Pedro hizo saltar el corcho con habilidad y llenó los vasos.

—¿Está pasando una noche agradable? —preguntó a Javiera.

—¡Una noche divina! —Javiera vació su copa de un sorbo y se echó a reír—. Dios mío, qué aspecto de señor importante tenía usted al principio cuando hablaba con ese tipo gordo. Me parecía ver a mi tío.

—¿Y ahora? —dijo Pedro.

La ternura que afluía a su rostro era todavía contenida y como velada; bastaría un pliegue de la boca, y una capa de indiferencia bien lisa volvería a formarse sin un estremecimiento.

—Ahora es usted nuevamente —dijo Javiera adelantando un poco los labios.

El rostro de Pedro se abandonó. Francisca lo consideró con una solicitud inquieta; antes, cuando miraba a Pedro, veía al mundo entero a través de él; pero ahora sólo le veía a él. Pedro estaba precisamente ahí donde estaba su cuerpo, ese cuerpo que uno podía encerrar en una mirada.

—¿Ese tipo gordo? —dijo Pedro—. ¿Sabe quién era? Berger, el marido de Paula.

—¿Su marido? —durante un segundo, Javiera pareció desconcertada, luego dijo en tono cortante—: Ella no le quiere.

—Está muy enamorada de él —dijo Pedro—. Estaba casada, tenía un hijo y se divorció para casarse con él, lo que originó un montón de dramas porque pertenece a una familia muy católica. ¿Nunca leyó las novelas de Masson? Es su padre. Ella da bastante el tipo de hija de gran hombre.

—No le quiere con amor —dijo Javiera; hizo una mueca fastidiada—. ¡La gente confunde tanto!

—Me encantan sus tesoros de experiencia —dijo Pedro riendo; le sonrió a Francisca—. Si la hubieras oído hace un rato: ese chiquillo de Gerbert es uno de esos tipos que se quieren tan profundamente, que ni siquiera se dan el trabajo de gustar.

Había imitado perfectamente la voz de Javiera, que le echó una mirada divertida y enojada.

—Lo más impresionante es que a menudo da justo en el blanco —dijo Francisca.

—Es una bruja —acotó Pedro con ternura. Javiera reía con ese aire tonto de las personas que están muy contentas.

—Creo que lo que pasa con Paula Berger es que se trata de una apasionada en frío —dijo Francisca.

—No es posible que sea fría —agregó Javiera—. Me gustó tanto su segundo baile; al final, cuando vacila de cansancio, es un agotamiento tan profundo, que se vuelve voluptuoso.

Lentamente, los labios frescos deshojaron la palabra: voluptuoso.

—Sabe evocar la sensualidad —dijo Pedro—, pero no la creo sensual.

—Es una mujer que siente existir su cuerpo —dijo Javiera con una sonrisa de secreta connivencia.

Yo no siento existir mi cuerpo, pensó Francisca. Era otro punto aclarado, pero no conducía a nada enriquecer indefinidamente ese negativo.

—Con ese largo vestido negro —dijo Javiera—, cuando está inmóvil, hace pensar en esas vírgenes rígidas de la Edad Media, pero, en cuanto se mueve, es un bambú.

Francisca llenó de nuevo su vaso; no estaba en la conversación; ella también habría podido hacer comparaciones sobre el pelo de Paula, su cintura flexible, la curva de sus brazos, pero de todas maneras habría quedado a un lado, porque Pedro y Javiera se interesaban profundamente en lo que ellos decían. Hubo un largo momento en blanco; Francisca ya no seguía los ingeniosos arabescos que las voces dibujaban en el aire; luego, oyó de nuevo a Pedro que decía:

—Paula Berger es una patética, y lo patético siempre está hecho de blanduras.

Lo trágico puro para mí era su rostro mientras usted la miraba.

Javiera se ruborizó.

—Me di en espectáculo.

—Nadie lo notó —dijo Pedro—. La envidio por sentir las cosas con tanta fuerza.

Javiera miró al fondo de su vaso.

—La gente es tan rara —dijo con aire ingenuo—. Todos aplaudieron, pero ninguno parecía verdaderamente conmovido. No sé si es porque usted conoce tantas cosas, pero tampoco parece sentir las diferencias.

Sacudió la cabeza y agregó con severidad:

—Es muy raro. Usted me había hablado de Paula Berger así, en el aire, como habla de una Harbley; y esta noche se ha estado arrastrando como si fuera a su trabajo. Yo, en cambio, nunca me había divertido tanto.

—Es verdad —dijo Pedro—, yo no hago tantas diferencias. Calló; llamaban a la puerta.

—Disculpen —dijo Inés—, he venido a avisarles que Lisa Malan va a cantar sus últimas creaciones, y después Paula va a bailar, le he traído su música y sus máscaras.

—Bajamos en seguida —anunció Francisca. Inés volvió a cerrar la puerta.

—Estábamos tan bien aquí —dijo Javiera con fastidio.

—Me importan un bledo las canciones de Lisa —respondió Pedro—, bajaremos dentro de un cuarto de hora.

Nunca decidía por la fuerza sin consultar a Francisca: ella sintió que la sangre se le subía a las mejillas.

—No es muy amable —intervino.

Su voz le pareció más seca de lo que hubiera querido, pero había bebido demasiado para conservar un perfecto dominio de sí misma. Era una verdadera grosería no bajar; no iban a empezar a seguir a Javiera por los caminos de sus caprichos.

—Ni siquiera notarán nuestra ausencia —dijo Pedro con aire resuelto.

Javiera sonrió; cada vez que le sacrificaban algo, y, sobre todo, a alguien, un aire de dulzura angelical se expandía por su rostro.

—No habría que bajar de aquí nunca —dijo.

Rio.

—Cerraríamos la puerta con llave y nos subirían la comida con una polea.

—Y usted me enseñaría a marcar diferencias —dijo Pedro. Le sonrió a Francisca afectuosamente.

—Esta brujita mira las cosas con ojos nuevos; y he aquí que las cosas se ponen a existir para nosotros, exactamente como ella las ve. Las otras veces dábamos apretones de mano, no había más que una sucesión de preocupaciones insignificantes; gracias a ella, este año pasamos una verdadera Nochebuena.

—Sí —dijo Francisca.

Las palabras de Pedro no se dirigían a ella, ni a Javiera tampoco; Pedro había hablado para él. Era ese el mayor de sus cambios: antes vivía para el teatro, para Francisca, para las ideas, una siempre podía colaborar con él; pero en estas relaciones consigo mismo no había modo de participar. Francisca vació su copa.

Tendría que decidirse de una vez por todas a mirar de frente los cambios que se habían producido; había días y días en que todos sus pensamientos tenían un gusto agrio: el interior de Isabel debía de ser así. No había que hacer lo mismo que Isabel.

Quiero ver claro, se dijo Francisca.

Pero su cabeza estaba llena de un gran remolino rojizo y picante.

—Hay que bajar —dijo bruscamente.

—Sí, esta vez hay que bajar —asintió Pedro.

El rostro de Javiera se crispó.

—Quiero terminar mi champaña —dijo.

—Tómelo rápido —dijo Francisca.

—No quiero tomarlo rápido; quiero tomarlo fumando un cigarrillo.

Se echó hacia atrás.

—No quiero bajar.

—Vd. deseaba tanto ver bailar a Paula —dijo Pedro—. Venga, es absolutamente necesario que bajemos.

—Vayan sin mí —dijo Javiera; se hundió en el sillón y repitió con aire terco—: Quiero terminar mi champaña.

—Entonces, hasta luego —Francisca empujó la puerta.

—Va a vaciar todas las botellas —dijo Pedro con inquietud.

—Está insoportable con sus caprichos —dijo Francisca.

—No era capricho —dijo Pedro ásperamente—. Estaba contenta de tenernos un poco para ella.

Desde el momento en que Javiera parecía interesarse por él, todo le parecía perfecto, naturalmente; Francisca estuvo a punto de decírselo, pero calló; había muchas reflexiones que ahora guardaba para sí.

¿Seré yo quien ha cambiado?, pensó.

De pronto, estaba aterrada de sentir cuánta hostilidad había en su pensamiento.

Paula tenía puesta una especie de túnica de lana blanca; llevaba en la mano una máscara de malla muy apretada.

—Estoy intimidada, ¿sabe? —dijo sonriendo.

Ya no quedaba mucha gente en el escenario; Paula ocultó el rostro bajo la máscara, una música violenta estalló entre bastidores y ella saltó; imitaba una tempestad; era ella sola, todo un huracán desencadenado. Ritmos secos y lancinantes, inspirados en las orquestas hindúes, sostenían sus gestos. En la cabeza de Francisca, la niebla se desgarraba; veía con lucidez lo que había entre Pedro y ella. Habían edificado hermosas construcciones impecables y se cobijaban a su sombra, sin inquietarse de lo que ellas pudieran contener. Pedro todavía repetía:

«Formamos uno solo», y, sin embargo, ella había descubierto que él vivía por sí mismo; sin perder su forma perfecta, su amor, su vida, se vaciaban lentamente de su sustancia, como esas grandes orugas de cáscara invulnerable, pero que llevan en su carne blanda gusanos minúsculos que las vacían cuidadosamente.

Voy a hablarle, pensó Francisca. Se sentía aliviada; había un peligro, pero iban a defenderse juntos; bastaba con preocuparse más atentamente por cada instante.

Se volvió hacia Paula y se puso a contemplar sus hermosos gestos sin dejarse distraer más.

—Tienes que dar un recital lo antes posible —dijo Pedro con fervor.

—Ah, me lo pregunto —expresó Paula ansiosamente—. Berger dice que es un arte que no se basta a sí mismo.

—Debe estar cansada —dijo Francisca—. Arriba tengo buen champaña, vamos a beberlo allí, será más confortable.

El escenario era demasiado vasto para las pocas personas que quedaban y estaba cubierto de colillas, de cáscaras, de pedazos de papel.

—Lleven discos y vasos —dijo Francisca dirigiéndose a Canzetti y a Inés.

Llevó a Pedro hacia el tablero de electricidad y bajó el interruptor.

—Quisiera que levantáramos pronto la sesión y fuéramos a dar una vuelta los dos solos —dijo.

—Encantado —dijo Pedro. La miró con un poco de curiosidad—. ¿No te sientes bien?

—Sí, estoy bien —dijo Francisca. Había un matiz de fastidio en su voz; Pedro parecía creer que ella no era vulnerable más que en su cuerpo—. Pero quisiera verte. Son deprimentes estas fiestas.

Empezaron a subir la escalera y Pedro la tomó del brazo.

—Me pareció que tenías un aire triste —dijo.

Ella se encogió de hombros; su voz tembló un poco.

—Cuando uno mira la vida de la gente, Paula, Isabel, Inés, tiene una impresión extraña; uno se pregunta cómo se juzgaría la propia desde afuera.

—¿No estás contenta de tu vida? —indagó Pedro en tono inquieto.

Francisca sonrió; después de todo, no era muy grave, en cuanto le hubiera explicado a Pedro todo quedaría borrado.

—Lo que ocurre es que uno no puede tener pruebas —empezó—, se necesita un acto de fe.

Se detuvo; con una expresión tensa y casi dolorosa, Pedro miraba fijamente, en lo alto de la escalera, la puerta tras de la cual había dejado a Javiera.

—Ha de estar borracha perdida.

Soltó el brazo de Francisca y subió precipitadamente los últimos peldaños.

—No se oye nada.

Permaneció un momento inmóvil; la inquietud que marcaba su rostro no era como la que Francisca le había inspirado, aceptada con tranquilidad; esta lo desgarraba a pesar suyo.

Francisca sintió que la sangre se retiraba de sus mejillas; si él la hubiera golpeado bruscamente, el choque no habría sido más violento; jamás olvidaría cómo ese brazo amistoso se había separado del suyo sin una vacilación.

Pedro empujó la puerta; en el suelo, junto a la ventana, Javiera, hecha un ovillo, dormía profundamente. Pedro se inclinó sobre ella, Francisca sacó del armario una caja llena de provisiones, una canasta con botellas y salió sin decir una palabra; tenía ganas de huir no importaba adónde para tratar de pensar y para llorar. Habían llegado a eso: una mueca de Javiera contaba más que todo el desasosiego de ella; y, sin embargo, Pedro seguía diciendo que la quería.

En el tocadiscos sonaba una vieja música melancólica; Canzetti tomó la cesta de manos de Francisca y se instaló detrás del bar; pasó las botellas a Ramblin y a Gerbert, que se había izado con Tedesco sobre los bancos altos. Paula, Berger, Inés, Eloy y Chanaud estaban sentados junto a los grandes ventanales.

—Querría un poco de champaña —dijo Francisca.

Le zumbaba la cabeza; le parecía que algo en ella, una arteria o sus costillas o su corazón, iba a estallar. No estaba acostumbrada a sufrir, era verdaderamente intolerable Canzetti se acercó llevando con precaución una copa llena; su larga falda le daba la majestad de una joven sacerdotisa; entre ella y Francisca, Eloy se interpuso bruscamente con un vaso en la mano. Francisca caviló un instante, luego tomó el vaso.

—Gracias —dijo—, y sonrió a Canzetti con aire de excusa.

Canzetti lanzó sobre Eloy una mirada burlona.

—Uno tiene los desquites que puede —murmuró entre dientes; entre dientes también, Eloy contestó algo que Francisca no oyó.

—¡Te atreves! ¡Y delante de la señorita Miquel! —gritó Canzetti.

Su mano se abatió sobre la mejilla rosada de Eloy; durante un instante, Eloy la miró desconcertada, luego se arrojó sobre ella. Se agarraron del pelo y empezaron a girar en el mismo lugar, con las mandíbulas crispadas. Paula Berger se abalanzó.

—¿Pero en qué están pensando? —dijo colocando sus hermosas manos sobre los hombros de Eloy.

Se oyó una risa aguda; Javiera avanzaba, con la mirada fija, y blanca como una tiza. Pedro caminaba detrás de ella. Todos los rostros se volvieron hacia ellos.

La risa de Javiera se cortó de golpe.

—Esta música es horrible —dijo, y se encaminó hacia el tocadiscos con aire sombrío y decidido.

—Espere, voy a poner otro disco —dijo Pedro.

Francisca le miró con un sufrimiento asombrado. Hasta ese momento, cuando ella pensaba: «Estamos separados», esa separación era todavía una desgracia común que los golpeaba a los dos juntos, que iban a remediar juntos. Ahora comprendía; estar separados, era vivir la separación a solas.

Con la frente contra el cristal, Eloy lloraba con pequeñas sacudidas. Francisca le rodeó los hombros con el brazo; sentía un poco de repugnancia por ese cuerpecito gordo tan a menudo triturado y siempre intacto, pero ese era un pretexto cómodo.

—No hay que llorar —dijo Francisca sin pensar en nada; esas lágrimas, esa carne tibia tenían algo tranquilizador. Javiera bailaba con Paula, Gerbert con Canzetti; tenían rostros apagados, movimientos afiebrados; para todos esa noche ya tenía una historia que se convertía en cansancio, en decepción, en nostalgia, y que les ensuciaba el corazón; se sentía que temían el momento de la partida, pero que no encontraban placer en quedarse allí; todos tenían ganas de acostarse en el suelo hechos una bola y de dormir como lo había hecho Javiera. La misma Francisca ya no tenía otro deseo. Afuera empezaban a distinguirse, bajo el cielo que palidecía, las siluetas negras de los árboles.

Francisca se estremeció. Pedro estaba a su lado.

—Habría que echar un vistazo antes de irse —dijo—. ¿Vienes conmigo?

—Voy —respondió Francisca.

—Acompañaremos a Javiera y después iremos los dos al Dôme, es tan agradable de madrugada.

—Sí —dijo Francisca.

No tenía necesidad de ser tan amable con ella; lo que ella habría querido de él era que una vez volviera hacia ella ese rostro sin dominio que había inclinado hacia Javiera dormida.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro.

La sala estaba sumergida en la oscuridad y no pudo ver que los labios de Francisca temblaban; ella se dominó.

—No ocurre nada, ¿qué quieres que ocurra? No estoy enferma, la fiesta marchó bien; todo va bien.

Pedro la tomó de la muñeca; ella se soltó bruscamente.

—Quizá haya bebido un poco demasiado —dijo Francisca con una especie de risa.

—Siéntate aquí —dijo Pedro; se sentó al lado de ella en la primera fila de platea—. Y dime qué te pasa. Parecería que estás enojada conmigo. ¿Qué te he hecho?

—No has hecho nada —dijo ella tiernamente; tomó la mano de Pedro, era injusto guardarle rencor, era tan perfecto con ella—. Naturalmente, no has hecho nada —repitió con una voz ahogada; soltó la mano.

—¿Es a causa de Javiera? Eso no puede cambiar nada entre nosotros, bien lo sabes; pero también sabes que si esta historia te disgusta en lo más mínimo, te basta con decir una palabra.

—La cuestión no es esa —dijo ella con vivacidad.

No era con sacrificios como podría devolverle la alegría; por supuesto, en sus actos concertados siempre ponía a Francisca por encima de todo, pero no era ese hombre lleno de moralidad escrupulosa y de ternura reflexiva a quien ella se dirigía hoy; habría querido alcanzarle en su desnudez, más allá de la estima y de las jerarquías y la aprobación de sí mismo. Contuvo sus lágrimas.

—Lo que sucede es que tengo la impresión de que nuestro amor está empezando a envejecer. —En cuanto hubo dicho esas palabras, sus lágrimas corrieron.

—¿Envejecer? —dijo Pedro escandalizado—. Pero mi amor por ti nunca ha sido tan fuerte; ¿por qué piensas eso?

Naturalmente trataba en seguida de tranquilizarla y de tranquilizarse a sí mismo.

—Ni siquiera te das cuenta —dijo ella—, no es asombroso. Te importa tanto ese amor, que lo has guardado en un lugar seguro fuera del tiempo, fuera de la vida, fuera del alcance; de vez en cuando piensas en él con satisfacción, pero en qué se ha convertido, verdaderamente, nunca tratas de verlo.

Se echó a llorar.

—Yo quiero mirar —dijo tragando sus lágrimas.

—Cálmate —dijo Pedro apretándola contra él—, creo que deliras un poco.

Ella lo rechazó; él se equivocaba, no hablaba para que la calmasen; sería demasiado sencillo si él pudiera desarmar así sus pensamientos.

—No deliro, tal vez te hablo esta noche porque estoy borracha, pero hace días que pienso todo esto.

—Hubieras podido decirlo antes —dijo Pedro con irritación—. No comprendo, ¿qué me reprochas?

Estaba a la defensiva, le horrorizaba tener la culpa.

—No te reprocho nada, puedes tener la conciencia absolutamente tranquila. ¿Pero es acaso la única cosa que cuenta? —gritó Francisca con violencia.

—Esta escena no tiene pies ni cabeza, te quiero, deberías saberlo, pero si te divierte no creerlo, no tengo otro medio para probártelo.

—Creer, siempre creer —interrumpió Francisca—, es así como Isabel llega a creer que Battier la quiere y tal vez a creer que ella todavía le quiere.

Evidentemente da seguridad. Necesitas que tus sentimientos conserven siempre el mismo aspecto, que estén a tu alrededor, bien ordenados, inmutables y si no queda nada adentro, te da lo mismo. Es como los sepulcros blanqueados del Evangelio, relumbran al exterior, son sólidos, son fieles, hasta se los puede revocar periódicamente con lindas palabras.

Tuvo una nueva crisis de lágrimas.

—Pero no hay que abrirlos, sólo se encontrarán cenizas y polvo.

Repitió:

—Cenizas y polvo, una evidencia abrumadora. ¡Uh! —gimió ocultando el rostro en el brazo replegado.

Pedro le bajó el brazo.

—Deja de llorar —dijo—, quisiera que habláramos razonablemente.

Iba a encontrar hermosos argumentos y sería tan cómodo ceder. Francisca no quería mentirse como Isabel; veía claro; siguió sollozando tercamente.

—Pero no es tan grave —dijo Pedro suavemente; rozó sus cabellos con una leve caricia; ella se sobresaltó.

—Es grave; estoy segura de lo que te digo. Tus sentimientos son inalterables, pueden atravesar los siglos, porque son momias. Son como esas buenas mujeres —dijo evocando de pronto con horror el rostro de Blanca Bouguet—, no cambian, todo está embalsamado.

—Estás muy desagradable —censuró Pedro—. Llora o discute, pero no hagas las dos cosas a la vez. —Se dominó—. Escucha: inquietud, palpitaciones de corazón, los tengo raramente, por supuesto, ¿pero es acaso eso lo que hace la realidad del amor? ¿Por qué hoy bruscamente eso te indigna? Siempre me has conocido así.

—Mira, tu amistad por Gerbert es lo mismo; no lo ves nunca, pero lanzas grandes gritos si te digo que tu afecto por él ha disminuido.

—No tengo tanta necesidad de ver a la gente, es verdad.

—No tienes necesidad de nada, te da lo mismo.

Lloraba desesperadamente; le horrorizaba pensar en ese instante en que renunciaría a las lágrimas para entrar en el mundo de las mentiras piadosas; debería encontrarse un hechizo que detuviera para siempre el minuto presente.

—¿Están ahí? —preguntó una voz.

Francisca se irguió; era asombroso cómo podían detenerse de pronto esos sollozos irresistibles. La silueta de Ramblin se destaca en el vano de la puerta; se acercó riendo.

—Caí en una trampa; la pequeña Eloy me arrastró hasta un rincón oscuro para explicarme lo malo que era el mundo y ahí quiso ejercer sobre mí las últimas violencias.

Llevó la mano a su sexo con un púdico gesto de Venus.

—Me dio un trabajo terrible defender mi virtud.

—No está de suerte esta noche —dijo Pedro—, ejercitó en vano sus seducciones con Tedesco.

—Si Canzetti no hubiera estado ahí, no sé lo que habría ocurrido —dijo Francisca.

—Adviertan que no tengo prejuicios —dijo Ramblin—, pero esos modales me parecen malsanos. —Tendió el oído—. ¿Oyen?

—No —dijo Francisca—. ¿Qué es?

—Alguien respira.

Un ruido leve venía del escenario; se parecía, en efecto, a una respiración.

—Me pregunto quién es —manifestó Ramblin. Subieron al escenario; estaba muy oscuro.

—A la derecha —dijo Pedro.

Un cuerpo yacía detrás de la cortina de terciopelo; se inclinaron.

—¡Guimiot! Me extrañaba que se hubiera ido antes de que la última botella estuviera vacía.

Guimiot sonreía beatíficamente, con la cabeza apoyada en su brazo replegado.

Estaba muy hermoso.

—Voy a sacudirlo —dijo Ramblin— y a llevarlo arriba.

—Terminamos nuestra inspección —dijo Pedro.

Las bambalinas estaban vacías. Pedro cerró de nuevo la puerta.

—Querría que nos explicáramos —agregó—, me resulta tan penoso que puedas dudar de nuestro amor.

Tenía un honesto rostro preocupado y Francisca le miró cautivada.

—Yo no creo que hayas dejado de quererme —murmuró.

—Pero dices que es un viejo cadáver que arrastramos detrás de nosotros. ¡Es tan injusto! En primer lugar no es cierto que no necesite verte; me aburro en cuanto no estás, y contigo nunca me aburro; cada vez que me ocurre algo, pienso en seguida en decírtelo. Me ocurre contigo: tú eres mi vida, bien lo sabes. No suelo estar trastornado por tu causa, eso es cierto; pero es porque somos felices. Si estuvieras enferma o me hicieras malas jugadas, me pondría fuera de mí.

Dijo esas ultimas palabras con un aire convencido y plácido que arrancó a Francisca una risa de ternura; la tomó del brazo y subieron juntos hacia los camerinos.

—Soy tu vida —dijo Francisca—, pero ¿ves? Lo que siento con tanta fuerza esta noche es que nuestras vidas están ahí, alrededor de nosotros, casi a pesar nuestro, sin que las elijamos. Ya no eres libre de no quererme.

—El hecho es que te quiero —afirmó Pedro—. ¿Crees verdaderamente que la libertad consiste en volver a poner las cosas sobre el tapete a cada minuto? Hemos dicho tan a menudo, a propósito de Javiera, que entonces uno se volvía esclavo de sus cambios de humor.

—Sí —respondió Francisca.

Estaba demasiado cansada para desenvolverse bien en medio de sus pensamientos, pero volvió a ver el rostro de Pedro cuando le soltó el brazo: era una prueba irrefutable.

—Y, sin embargo, la vida está hecha de instantes —dijo apasionadamente—. Si cada uno de ellos está vacío, nunca me convencerás de que se logra que un todo esté lleno.

—Pero tengo un montón de instantes llenos de ti —dijo Pedro—. ¿No se ve acaso? Hablas como si yo fuera un gran bruto indiferente.

Francisca le tocó el brazo.

—Eres tan bueno. Pero ¿comprendes? No se puede distinguir los momentos llenos de los vacíos, puesto que eres siempre igualmente perfecto.

—¿De dónde sacas en conclusión que todos están vacíos? —dijo Pedro—. ¡Bonita lógica! Está bien, en adelante tendré mis caprichos.

Miró a Francisca con aire de reproche.

—¿Por qué estás triste así, tú a quien quiero tanto?

Francisca apartó la vista.

—No sé, es casi un vértigo —vaciló—. Por ejemplo, me escuchas siempre muy cortésmente cuando te hablo de mí, te interese o no; entonces me pregunto: Si fueras menos cortés ¿cuándo me escucharías?

—Siempre me interesa —dijo Pedro con asombro.

—Pero nunca se te ocurre a ti hacer una pregunta.

—Pienso que cuando tienes algo que decirme, me lo dices. La miró con cierta inquietud.

—¿Cuándo ocurrió?

—¿Qué? —preguntó Francisca.

—Que no hice preguntas.

—A veces en estos últimos tiempos —dijo Francisca con una risita—; parecías en otra parte.

Vacilaba, insegura; ante la confianza de Pedro, sentía vergüenza; cada silencio que ella había observado respecto de él era una trampa donde él había caído con tranquilidad: no sospechaba que ella le tendía trampas. ¿No sería ella quien había cambiado? ¿No sería ella quien mentía hablando de amor sin nubes, de felicidad, de celos vencidos? Sus palabras, sus conductas ya no respondían exactamente a los impulsos de su corazón; y él seguía creyéndolo. ¿Era fe o indiferencia?

Los camerinos y los corredores estaban vacíos, todo parecía en orden.

Volvieron en silencio hasta las bambalinas y el escenario; Pedro se sentó al borde del proscenio.

—Pienso que te he descuidado últimamente. Pienso que si verdaderamente hubiera sido perfecto contigo, esa perfección no te habría inquietado.

—Quizá —dijo Francisca—. No se puede hablar sencillamente de descuido. —Se detuvo unos instantes para afirmar la voz—. Me pareció que en los momentos en que te abandonabas y no hacías esfuerzos, yo ya no contaba tanto para ti.

—En otras palabras, ¿sólo soy sincero cuando me porto mal? —dijo Pedro—, y cuando soy correcto contigo ¿es por un esfuerzo de voluntad? ¿Te das cuenta del razonamiento?

—Puede tenerse en pie —repuso Francisca.

—Por supuesto, ya que mis atenciones hacia ti me condenan tanto como mis torpezas; si partes de ahí, mis conductas siempre te darán la razón.

Pedro tomó a Francisca por el hombro.

—Es falso, ridículamente falso; no tengo por ti ese fondo de indiferencia que al parecer sale de vez en cuando; te quiero, y cuando por casualidad, a causa de un fastidio cualquiera, lo siento menos durante cinco minutos, tú misma dices que se nota.

La miró.

—¿No me crees?

—Te creo —dijo Francisca.

Le creía; pero la cuestión no era exactamente esa. Ya no sabía muy bien cuál era la cuestión.

—Eres buena —dijo Pedro—, pero no vuelvas a empezar. Le apretó la mano.

—Creo que comprendo muy bien lo que sientes. Hemos tratado de edificar nuestro amor más allá de los instantes, pero únicamente los instantes existen con seguridad; para el resto se necesita fe. ¿Y la fe es coraje o pereza?

—Es lo que me preguntaba hace un rato.

—Yo a veces me lo pregunto respecto a mi trabajo. Me irrita cuando Javiera dice que me aferró a él por deseo de seguridad moral y, sin embargo…

A Francisca se le encogió el corazón; lo que menos podía soportar era que Pedro dudara de su obra.

—En mi caso hay una obstinación ciega —continuó Pedro sonriendo—. Las abejas, sabes, aunque uno les haya hecho un gran agujero en el fondo de sus alvéolos, siguen escupiendo miel con la misma felicidad: es un poco el efecto que me hago a mí mismo.

—¿No lo piensas verdaderamente?

—Otras veces me veo como un héroe que sigue su camino a través de las tinieblas —dijo Pedro arrugando la frente con aire resuelto y estúpido.

—Sí, eres un héroe —dijo Francisca riendo.

—Me gustaría creerlo.

Se había levantado, pero permanecía inmóvil, apoyado en un panel. Arriba, el tocadiscos dejaba oír un tango; seguían bailando; debían reunirse con ellos.

—Es gracioso —dijo Pedro—, me molesta de veras esa criatura con su moral que nos pone por los suelos. Me parece que si ella me quisiera, me sentiría tan seguro de mí como antes, tendría la impresión de haber forzado su aprobación.

—Qué raro eres. Puede quererte y condenarte.

—No sería sino una condena abstracta. Hacerme querer por ella es imponerme a ella, es introducirme en su mundo y triunfar en él según sus propios valores. —Sonrió—. Sabes que tengo una necesidad maniática de esa clase de triunfos.

—Lo sé —dijo Francisca. Pedro la miró gravemente.

—Pero no quiero que esa manía culpable me lleva a estropear algo entre nosotros.

—Tú mismo lo decías, eso no puede estropear nada.

—No puede estropear nada esencial, pero, en realidad, cuando estoy inquieto a causa de ella, te descuido a ti; cuando la miro, no te miro.

Su voz se hizo apremiante.

—Me pregunto si no haría mejor en parar este lío; no es amor lo que siento por ella, se parece más bien a la superstición: si ella se resiste, me empecino, pero en cuanto me creo seguro de ella, me vuelvo indiferente; y si decido no verla más, sé muy bien que de la noche a la mañana dejaré de pensar en ella.

—Pero no hay ninguna razón —dijo Francisca con viveza.

Por supuesto, si Pedro tomaba la iniciativa de la ruptura, no la extrañaría; la vida recobraría su curso tal como antes de Javiera. Con un poco de asombro, Francisca sintió que esa seguridad sólo despertaba en ella una especie de decepción.

—Bien sabes —dijo Pedro sonriendo— que no puedo recibir nada de nadie; Javiera no me da absolutamente nada; no tienes por qué tener ningún escrúpulo. —Volvió a ponerse grave—. Piénsalo bien, es muy serio. Si crees que hay un peligro cualquiera para nuestro amor, debes decirlo: es un peligro que no quiero correr a ningún precio.

Hubo un silencio; Francisca tenía la cabeza pesada; no sentía más que su cabeza, ya no tenía cuerpo; y su corazón también callaba. Como si espesores de fatiga y de indiferencia la hubieran separado de sí misma. Sin celos, sin amor, sin edad, sin nombre, no era ante su propia vida más que un testigo tranquilo y separado.

—Está pensado —dijo—, no hay ningún peligro.

Pedro rodeó tiernamente con su brazo los hombros de Francisca y subieron hacia el primer piso. Era de día. Todos los rostros estaban cansados. Francisca abrió el ventanal y dio un paso en la terraza. El frío la golpeó; empezaba un nuevo día.

¿Y ahora qué va a pasar?, pensó.

Pero sea lo que fuese, nunca habría podido decidir en forma distinta de aquella en que lo había hecho. Siempre se había negado a vivir en sueños, pero tampoco aceptaba encerrarse en un mundo mutilado. Javiera existía y no había que negarla; había que asumir todos los riesgos que su existencia entrañaba.

—Entra —dijo Pedro—, hace frío.

Ella cerró la ventana. Mañana quizá hubiese sufrimientos y lágrimas, pero no sentía ninguna compasión por esa mujer torturada que volvería a ser dentro de un rato. Miró a Paula, a Gerbert, a Pedro, a Javiera; no sentía sino una curiosidad impersonal y tan violenta, que se parecía a la alegría.