—Tres cafés en taza —dijo Pedro.
—Qué terco es usted —observó Gerbert. El otro día, con Vuillemin, estuvimos midiendo: en los vasos cabe exactamente la misma cantidad que en las tazas.
—Después de la comida, el café debe tomarse en taza —dijo Pedro en un tono que no admitía réplica.
—Pretende que no tiene el mismo gusto —dijo Francisca.
—¡Es un soñador peligroso! —comentó Gerbert. Meditó un instante—. A lo sumo podríamos concederle que se enfría menos rápidamente en las tazas.
—¿Por qué va a enfriarse menos rápidamente?
—La superficie de evaporación es más reducida —dijo Pedro con aplomo.
—Ahí se equivoca —dijo Gerbert—. Lo que sucede es que la porcelana conserva mejor el calor.
Eran divertidos cuando debatían un fenómeno físico; era por lo general un hecho que inventaban de pies a cabeza.
—Se enfría exactamente igual —dijo Francisca.
—¿La oye? —dijo Pedro.
Gerbert se puso un dedo sobre los labios con una discreción afectada; Pedro meneó la cabeza con aire elocuente; era su mímica habitual para marcar una complicidad insolente; pero hoy esos gestos carecían de convicción. El almuerzo se había arrastrado sin alegría; Gerbert parecía apagado; había discutido largamente sobre las reivindicaciones italianas: era raro que la conversación se hundiera en tales generalidades.
—¿Leyó la crítica de Soudet esta mañana? —preguntó Francisca—. No teme nada: sostiene que traducir un texto íntegramente es traicionarlo.
—Viejos chochos —dijo Gerbert—. No se atreven a confesar que lo que les aburre es Shakespeare.
—No importa, tenemos a nuestro favor la crítica oral —acotó Francisca—. Es lo esencial.
—Nos hicieron saludar cinco veces anoche, las conté —dijo Gerbert.
—Estoy contenta —dijo Francisca—. Yo estaba segura de que se podía llegar a la gente sin hacer ninguna concesión. —Se volvió alegremente hacia Pedro—. Ahora es bien evidente que no eres solamente un teórico, un experimentador entre cuatro paredes, un esteta de camarilla. El muchacho del hotel me dijo que había llorado cuando te asesinaban.
—Siempre he pensado que era un poeta —dijo Pedro. Sonrió con cierta molestia; el entusiasmo de Francisca decayó. Al salir del ensayo general, cuatro días antes, Pedro estaba febril de placer y habían pasado con Javiera una noche exaltada; pero al día siguiente, ese sentimiento de triunfo había desaparecido. Él era así: un fracaso le hubiera traspasado, pero el éxito no le parecía sino una etapa insignificante hacia tareas más difíciles que en seguida se proponía. Nunca caía en las flaquezas de la vanidad, pero ignoraba también la sana alegría del trabajo bien hecho. Interrogó a Gerbert con la mirada—: ¿Qué se dice en el clan Péclard?
—Oh, usted no está en la línea de ellos —dijo Gerbert—. Sabe, ellos están por el retorno a lo humano y a todas esas tonterías. Sin embargo, les gustaría saber qué es lo que usted puede dar exactamente.
Francisca estaba segura de no equivocarse; en la cordialidad de Gerbert había algo forzado.
—Estarán al acecho el año próximo, cuando presentes tu obra —dijo Francisca, y agregó alegremente—: Ahora, después del éxito de Julio César, estamos seguros de que el público te seguirá, es estupendo pensarlo.
—Estaría bien que publicara su libro al mismo tiempo —dijo Gerbert.
—Vas a ser más que un notable, vas a ser un verdadero triunfador —agregó Francisca.
Pedro sonrió.
—Si los cerdos no nos comen —dijo. Las palabras cayeron sobre Francisca como una ducha helada.
—¿No pensarás que vamos a pelear por Djibouti? —dijo.
Pedro se encogió de hombros.
—Creo que nos hemos apresurado demasiado al regocijarnos en el momento de Munich; muchas cosas pueden ocurrir de aquí al año próximo.
Hubo un corto silencio.
—Estrene su obra en marzo —dijo Gerbert.
—Es un mal momento —objetó Francisca—, y además no estará lista.
—La cuestión no es dar mi obra, cueste lo que cueste —dijo Pedro—. Más bien se trata de saber en qué medida conserva un sentido dar obras de teatro.
Francisca lo miró con malestar; ocho días antes, cuando en el Pôle Nord se había comparado con un insecto testarudo, ella sólo había querido ver en eso una humorada; pero parecía que una verdadera inquietud hubiera nacido en él.
—Me decías en setiembre que aunque llegara la guerra, habría que seguir viviendo.
—Sin duda, ¿pero de qué manera? —Pedro se miró los dedos con aire vago—. Escribir, montar una obra, no puede ser un fin en sí mismo.
Estaba verdaderamente perplejo y Francisca casi se lo reprochaba. Tenía necesidad de poder creer tranquilamente en él.
—Por ese camino, ¿qué es un fin en sí mismo? —dijo.
—Por eso nada es sencillo —dijo Pedro. Su rostro había cobrado una expresión vaga y casi estúpida; tenía esa cara por la mañana, cuando, con los ojos enrojecidos de sueño, buscaba desesperadamente sus calcetines por la habitación.
—Las dos y media, les dejo —dijo Gerbert. Por lo general, nunca era el primero en irse; nada le gustaba tanto como los momentos que pasaba con Pedro.
—Javiera va a llegar tarde otra vez —dijo Francisca—. Es irritante. La tía quiere que lleguemos para el oporto de inauguración, a las tres en punto.
—Va a morirse de aburrimiento —dijo Pedro—; deberíamos habernos encontrado después con ella.
—Quiere ver cómo es una inauguración —manifestó Francisca—. No sé qué se imagina.
—¡Van a reírse! —dijo Gerbert.
—Es un protegido de la tía —dijo Francisca—, no se puede evitar. Ya falté al último cocktail y eso no cayó bien. Gerbert se levantó y le hizo un saludito a Pedro.
—Hasta esta noche.
—Hasta pronto —dijo Francisca con calor. Le miró alejarse con su gran abrigo que le golpeaba los talones, un viejo abrigo de Péclard—. Ha trabajado mucho. Es encantador, pero no tenemos mucho que decirnos.
—Nunca pasa esto, le encontré más bien deprimido. Quizás sea porque lo dejamos solo el viernes por la noche, pero era plausible que quisiéramos ir a acostarnos en seguida, estábamos agotados.
—A menos que alguien nos haya visto —dijo Pedro.
—Nos sumergimos en el Pôle Nord y de allí nos metimos en un taxi; sólo podría ser Isabel, pero la previne. —Francisca se pasó la mano por la nuca y se alisó el pelo—. Sería una lástima —dijo—. No tanto el hecho por sí mismo, sino la mentira, le heriría terriblemente.
Gerbert había conservado de su adolescencia una susceptibilidad un poco enfermiza; temía por encima de todo ser inoportuno. Pedro era la única persona en el mundo que contaba verdaderamente en su vida; aceptaba con gusto tener obligaciones hacia él; pero con la condición de no sentir que Pedro se ocupaba de él por una especie de deber.
—No, no hay ninguna posibilidad. Por otra parte, anoche todavía estaba alegre y cordial.
—Tal vez tenga disgustos —dijo Francisca. La entristecía que Gerbert estuviera triste y ella no pudiera hacer nada por él; le gustaba saberle dichoso; le encantaba esa vida regular y agradable que llevaba. Trabajaba con gusto y éxito; tenía camaradas cuyos talentos diversos le fascinaban: Mollier, que tocaba tan bien el banjo; Barrisson, que hablaba un argot impecable; Castier, que aguantaba sin dificultad seis pernods; a menudo, de noche, en los cafés de Montparnasse se ejercitaba con ellos en resistir los pernods: él se desenvolvía mejor en el banjo. El resto del tiempo le gustaba estar solo: iba al cine, leía, paseaba por París acariciando sueños modestos y obstinados.
—¿Qué hace esa chica que no llega? —dijo Pedro.
—A lo mejor todavía duerme.
—No creo, anoche cuando pasó por mi camerino, dijo que se haría despertar.
Quizás esté enferma, pero en ese caso habría llamado por teléfono.
—Eso no, le tiene un miedo atroz al teléfono, le parece un instrumento maléfico. Me inclino a creer que se olvidó de la hora.
—Ella sólo olvida la hora por mala voluntad —dijo Pedro—, y no veo por qué puede haber cambiado de pronto de humor.
—Le ocurre cambiar sin razón.
—Siempre hay razones —dijo Pedro con un poco de nerviosismo—. A ti te ocurre no tratar de profundizar en ellas, eso sí. —El tono le resultó desagradable a Francisca; después de todo, ella no tenía la culpa.
—Vamos a buscarla.
—Le parecerá indiscreto —dijo Francisca. Quizá ella manejaba un poco a Javiera como un objeto mecánico, pero, por lo menos, trataba con miramiento los delicados engranajes. Era muy fastidioso molestar a la tía Cristina, pero, por otra parte, Javiera tomaría a mal que fueran a buscarla a su cuarto.
—Pero la incorrecta es ella —dijo Pedro. Francisca se levantó. Después de todo, podía ser que Javiera estuviera enferma. Desde su explicación con Pedro, ocho días antes, no había tenido ningún cambio de humor; la noche que habían pasado los tres el viernes ultimo, después del ensayo, había sido una de alegría sin nubes.
El hotel estaba muy cerca y llegaron en un instante. Las tres; no quedaba un minuto que perder. Cuando Francisca se precipitaba a la escalera, la propietaria la llamó.
—Señorita Miquel, ¿va a ver a la señorita Pagés?
—Sí, ¿por qué? —dijo Francisca con un poco de altivez; esa vieja quejumbrosa no incomodaba demasiado, pero solía tener una curiosidad fuera de lugar.
—Quería decirle una palabra respecto a ella. —La vieja vacilaba en el umbral de la salita, pero Francisca no la siguió—. La señorita Pagés se quejó hace un rato de que su lavabo estuviera atascado; le hice observar que ella tiraba té, pedazos de algodón, aguas sucias. —Agregó—: ¡Su cuarto está tan desordenado! Hay colillas y huesos de fruta en todos los rincones y la colcha está quemada en todas partes.
—Si tiene alguna queja respecto a la señorita Pagés, diríjase a ella —repuso Francisca.
—Es lo que hice —dijo la propietaria—. Me declaró que no se quedaría aquí un día más; creo que hizo sus maletas. Usted comprende que no tengo dificultad para alquilar mis cuartos, todos los días tengo pedidos y me separaría con gusto de semejante inquilina; con la luz que deja encendida toda la noche, no sabe a qué precio me sale —agregó con aire condescendiente—. Pero como es una amiga de ustedes, yo no querría ponerla en una situación molesta; por eso quería decirle que si ella cambia de opinión, por mi parte no habrá ninguna dificultad.
Desde que Francisca estaba en la casa, la trataban con una solicitud muy particular. Llenaba a la mujer de entradas gratuitas y ella se sentía halagada; y, sobre todo, pagaba con toda regularidad su alquiler.
—Se lo diré —dijo Francisca—. Gracias. —Subió la escalera con decisión.
—No vamos a dejar que nos jorobe esa arpía —dijo Pedro—. Hay otros hoteles en Montparnasse.
—Estoy bien en este —dijo Francisca. Era abrigado y estaba bien situado; a Francisca le gustaban su población abigarrada y los horribles papeles floreados.
—¿Llamamos? —preguntó Francisca con una leve vacilación. Pedro llamó; la puerta se abrió con una rapidez inesperada y Javiera apareció despeinada, roja, se había arremangado y su falda estaba cubierta de polvo.
—¡Ah! ¡Son ustedes! —dijo como quien cae de las nubes. Era inútil tratar de prever la acogida de Javiera, uno siempre se equivocaba. Francisca y Pedro estaban petrificados.
—¿Qué está haciendo? —dijo Pedro.
La garganta de Ja viera se hinchó.
—Me mudo —dijo con aire trágico. El espectáculo era aterrador. Francisca pensó vagamente en tía Cristina, cuyos labios debían de empezar a fruncirse, pero todo parecía fútil al lado del cataclismo que devastaba el cuarto y el rostro de Javiera. Tres maletas se abrían en medio de la habitación; los roperos habían arrojado sobre el piso montones de ropa arrugada, de papeles, de objetos de tocador.
—¿Y espera terminar pronto? —dijo Pedro, que miraba con severidad el santuario hollado.
—¡No conseguiré terminar jamás! —se quejó Javiera; se dejó caer en un sillón y se apretó las sienes con los dedos—. Esa bruja…
—Acaba de hablarme —expresó Francisca—. Me dijo que se quedara esta noche si quería.
—¡Ah! —dijo Javiera; una esperanza cruzó por sus ojos y se apagó en seguida—. No, tengo que irme inmediatamente. Francisca se apiadó de ella.
—Pero no va a encontrar cuarto esta misma noche.
—Por supuesto que no —respondió Javiera; bajó la cabeza y se quedó postrada un largo rato. Francisca y Pedro, como fascinados, contemplaban sin moverse la nuca dorada.
—Entonces deje todo esto —sugirió Francisca recobrando bruscamente la conciencia—. Mañana buscaremos juntas.
—¿Dejar esto? —dijo Javiera—. Pero no puedo vivir una hora en este fárrago.
—Esta noche yo la ayudaré a poner orden —dijo Francisca. Javiera la miró con una gratitud quejumbrosa—. Mire, vaya a vestirse y espérenos en el Dôme.
Nosotros corremos a la exposición y dentro de una hora y media estamos de vuelta.
Javiera se puso de pie de un salto y se agarró el pelo con ambas manos.
—¡Ah! Yo deseaba tanto ir. Estoy lista en diez minutos, no tengo más que pasarme el cepillo.
—La tía ya ha de estar echando chispas. Pedro se encogió de hombros.
—De todas maneras, ya perdimos el oporto —dijo con aire enojado—. No vale la pena llegar antes de las cinco.
—Como quieras —agregó Francisca—. Pero esto va a recaer de nuevo sobre mí.
—Después de todo, no te importa —dijo Pedro.
—Le darán su mejor sonrisa —dijo Javiera.
—Bueno —repuso Francisca—. Tú inventarás una excusa.
—Trataré —rezongó Pedro.
—Entonces, la esperamos en mi cuarto —dijo Francisca. Subieron la escalera.
—Es una tarde perdida —rezongó Pedro—. Ya no tendremos tiempo para ir a ninguna parte al salir de la exposición.
—Te dije que no era viable —dijo Francisca; se acercó al espejo; con ese peinado alto era difícil tener una nuca perfecta—. Con tal que no se obstine en mudarse.
—No tienes necesidad de seguirla —dijo Pedro. Parecía ofendido; estaba siempre tan sonriente con Francisca, que ella casi había terminado por olvidar que no tenía buen carácter; sin embargo, en el teatro, sus iras eran legendarias. Si tomaba el asunto como una injuria personal, la tarde iba a ser áspera.
—Bien sabes que lo haré; ella no insistirá, pero se hundirá en la más negra de las desesperaciones.
Francisca recorrió su cuarto con la mirada.
—Mi buen hotelito; felizmente hay que contar con su abulia. Pedro se acercó a los manuscritos apilados sobre la mesa.
—Sabes —dijo—, creo que voy a retener El señor Viento; ese tipo me interesa; hay que alentarle. Le invitaré a cenar una de estas noches para que me des tu opinión.
—También tengo que pasarte Jacinto. Me parece que hay promesas en él.
—A ver. —Pedro empezó a hojear el manuscrito y Francisca se inclinó sobre su hombro para leer con él. No estaba de buen humor; sola con Pedro hubiera liquidado en seguida esa exposición, pero con Javiera las cosas se hacían pesadas; se tenía la impresión de andar por la vida con kilos de tierra gredosa pegada a las suelas de los zapatos. Pedro no hubiera debido decidir esperarla; él también parecía haberse levantado con el pie izquierdo. Casi media hora transcurrió antes de que Javiera llamara. Bajaron inmediatamente la escalera.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó Francisca.
—A cualquier parte —dijo Javiera.
—Por una hora que tenemos por delante —dijo Pedro—, vamos al Dôme.
—Qué frío hace —dijo Javiera apretándose el pañuelo alrededor de la cara.
—Estamos a dos pasos —indicó Francisca.
—No tenemos la misma noción de las distancias —dijo Javiera, cuyo rostro se había crispado.
—Ni del tiempo —agregó secamente.
Francisca empezaba a descifrar bien a Javiera; esta sabía que tenía la culpa, pensaba que le guardaban rencor y se adelantaba; y, además, ese ensayo de mudanza la había agotado. Francisca quiso tomarla del brazo: la noche del viernes habían caminado todo el tiempo del brazo y a la par.
—No —dijo Javiera—. Andaremos más rápido separadas. El rostro de Pedro se ensombreció aún más; Francisca temía que se enojara verdaderamente. Se sentaron en el fondo del café.
—Esa exposición no tendrá nada de interesante, ¿sabe? —dijo Francisca—. Los protegidos de la tía nunca tienen ni un ápice de talento; ella no yerra jamás.
—Qué me importa —dijo Javiera—. Lo que me divierte es la ceremonia, la pintura me aburre siempre.
—Es porque nunca vio ninguna —le observó Francisca; si viniera conmigo a exposiciones o al Louvre…
—No cambiaría nada. —Javiera hizo una mueca—; un cuadro es austero, es insulso.
—Si entendiera un poco, le gustarían, estoy segura —dijo Francisca.
—Es decir que comprendería por qué deben gustarme. Nunca me contentaré con eso; el día que ya no sienta nada, no me buscaré razones para sentir.
—Lo que usted llama sentir es, en el fondo, una manera de comprender —dijo Francisca—; a usted le gusta la música, ¡y bien!…
Javiera la interrumpió, cortante.
—Para serle franca, cuando hablan de buena o de mala música, me pasa por encima —su tono era de una modestia agresiva—. Yo no comprendo absolutamente nada; me gustan las notas por sí mismas: sólo el sonido, eso me basta. —Miró a Francisca a los ojos—. Las alegrías del espíritu me causan horror.
Cuando Javiera se ponía terca, era inútil discutir. Francisca miró a Pedro con reproche: él había querido que esperaran a Javiera, hubiera podido por lo menos participar en la conversación en vez de atrincherarse detrás de su sonrisa sardónica.
—Le prevengo que la ceremonia, como usted dice, no tiene nada de divertido —aclaró Francisca—. Nada más que gente que se hace cortesías.
—¡Ah! Siempre será gente, movimiento —dijo Javiera en un tono de reivindicación apasionada.
—¿Tiene ganas de distraerse en este momento?
—¡Sí, tengo ganas! —dijo Javiera. Sus ojos cobraron un brillo salvaje.
—Estar encerrada de la mañana a la noche en ese cuarto, pero me volveré loca. Ya no puedo soportarme, usted no puede saber lo feliz que sería si lo abandonara.
—¿Quién le impide salir? —inquirió Pedro.
—Usted dice que los dancings, entre mujeres, no resultan divertidos; pero Begramian o Gerbert la acompañarían con gusto, bailan muy bien —dijo Francisca.
Javiera sacudió la cabeza.
—Cuando uno decide divertirse por obligación siempre es lamentable.
—Usted quiere que todo le caiga del cielo como un maná —agregó Francisca—, no se digna mover un dedo y después se las tiene con el mundo. Evidentemente…
—Debe de haber países —dijo Javiera con aire soñador—, países cálidos: Grecia, Sicilia, donde seguramente no hay necesidad de mover un dedo.
Frunció el ceño.
—Aquí hay que aferrarse con ambas manos, ¿y para recoger qué?
—Allí también —dijo Francisca. Los ojos de Javiera brillaron.
—¿Dónde queda esa isla toda roja y rodeada de agua hirviendo? —dijo ávidamente.
—Santorín, queda en Grecia —contestó Francisca—. Pero no fue exactamente eso lo que le dije. Sólo los acantilados son rojos. Y el mar hierve solamente entre dos islotes negros formados por erupciones del volcán. Sí, me acuerdo —dijo con calor—, un lago de agua de azufre entre esas lavas; era todo amarillo y bordeado de una lengua de tierra negra como la antracita; exactamente al otro lado de esa tierra negra, estaba el mar de un azul deslumbrante.
Javiera la miraba con una atención ardiente.
—Cuando pienso en todo lo que usted ha visto… —dijo con una voz llena de reproches.
—Le parece que es inmerecido —dijo Pedro. Javiera le miró, señaló los bancos de cuero sucio, las mesas dudosas.
—Pensar que después de eso puedan venir a sentarse aquí.
—¿Qué ganaríamos consumiéndonos en inútiles nostalgias? —dijo Francisca.
—Por supuesto, usted no quiere extrañar nada —dijo Javiera—. Usted quiere a toda costa ser feliz. Miró a lo lejos.
—Yo no he nacido resignada.
Francisca se sintió profundamente herida; esa resolución de felicidad que le parecía imponerse con tanta evidencia ¿podía ser rechazada con desdén?
Equivocada o no, ya no consideraba las palabras de Javiera como humoradas; encerraban todo un sistema de valores que se oponía al suyo; por más que ella no lo reconociera, era molesto que existiera.
—No es resignación —dijo con viveza—. Nos gusta. París, estas calles, estos cafés.
—¿Cómo pueden gustarle a uno los lugares sórdidos y las cosas feas y toda esa horrible gente? —La voz de Javiera subrayaba los epítetos con asco.
—Es que el mundo entero nos interesa —repuso Francisca—. Usted es una esteta, necesita la belleza desnuda, pero es un punto de vista muy estrecho.
—¿Tendría que interesarme en este plato por la sola razón de que se le ocurre existir? —interrogó Javiera. Miró el platito con aire irritado.
—Ya es demasiado tenerlo delante.
Agregó con una ingenuidad buscada:
—Yo creía que precisamente cuando uno era artista le gustaban las cosas bellas.
—Depende de lo que uno llame cosas bellas —dijo Pedro. Javiera se encaró con él.
—¡Toma! Usted escuchaba —su voz poseía una dulzura asombrada—, yo lo creía perdido en pensamientos profundos.
—Escucho perfectamente —dijo Pedro.
—Hoy no está de buen humor —dijo Javiera, que continuaba sonriendo.
—Estoy de un humor excelente —contestó Pedro—. Me parece que estamos pasando una tarde deliciosa. Ahora vamos a irnos a la exposición y al salir tendremos el tiempo justo para comer un sandwich.
—¿Usted considera que es mi culpa? —dijo Javiera mostrando los dientes.
—No creo que sea la mía —dijo Pedro.
Había sido adrede, con el propósito de mostrarse desagradable con ella, que había querido verla cuanto antes. Hubiera podido pensar un poco en mí, se dijo Francisca con rencor; la situación no era agradable para ella.
—Es verdad, por una vez que tiene un rato libre —agregó Javiera, cuyo rictus se acentuó—, qué desastre si hay alguna pérdida.
El reproche sorprendió a Francisca. ¿Habría descifrado mal a Javiera otra vez?
No habían transcurrido más que cuatro días desde el viernes, y la víspera, en el teatro, Pedro había saludado a Javiera muy amablemente; tenía que estar muy interesada en él para pensar que la descuidaba.
Javiera se volvió hacia Francisca.
—Yo me imaginaba completamente distinta la vida de los escritores y de los artistas —dijo en tono mundano—. Yo no creía que todo estaba ordenado así, a campanillazos.
—A usted le hubiera gustado que erraran en la tormenta con el cabello flotante —contestó Francisca, que bajo la mirada burlona de Pedro se sentía totalmente estúpida.
—No. Baudelaire no tiene el cabello flotante.
Agregó con voz sobria:
—En realidad, con excepción él y de Rimbaud, los artistas son iguales a los funcionarios.
—¿Porque trabajamos regularmente a horario? —dijo Francisca.
Javiera hizo una mueca amable.
—Y además cuentan sus horas de sueño, comen dos veces por día, hacen visitas, nunca van a pasear el uno sin el otro. Sin duda no puede ser de otra manera…
—¿Pero a usted eso le parece desesperante? —preguntó Francisca con una sonrisa forzada. Javiera no les presentaba una imagen halagadora de ellos mismos.
—Es raro eso de sentarse todos los días ante una mesa para alinear frases —dijo Javiera—. Admito que uno escriba —agregó con viveza—; las palabras, es algo voluptuoso. Pero solamente cuando uno tiene ganas.
—Se puede tener ganas de una obra en su conjunto —dijo Francisca; sentía un poco el deseo de justificarse ante los ojos de Javiera.
—Admiro el nivel elevado de las conversaciones de ustedes —dijo Pedro. Su sonrisa malévola envolvía a Francisca y a Javiera, y Francisca quedó desconcertada.
¿Acaso él podía juzgarla desde fuera, como a una extraña, a ella, que no conseguía mirarlo con la menor perspectiva? Era desleal.
Javiera no parpadeó:
—Se está convirtiendo en una tarea. Tuvo una risa indulgente:
—Además, es muy a la manera de ustedes, lo transforman todo en deber.
—¿Qué quiere decir? —dijo Francisca—. Le aseguro que yo no me siento tan atada.
Sí, se explicaría una vez por todas con Javiera y le diría a su ver lo que pensaba de ella; era muy amable al permitirle tomar un montón de pequeñas superioridades, pero Javiera abusaba.
—Sus relaciones con la gente, por ejemplo. —Javiera contó con los dedos—. Isabel, su tía, Gerbert y tantos otros. Yo preferiría vivir sola en el mundo y conservar mi libertad.
—Usted no comprende que tener conductas más o menos regulares no es una esclavitud —dijo Francisca fastidiada—. Tratamos libremente de no apenar demasiado a Isabel, por ejemplo.
—Le dan derechos sobre ustedes —repuso Javiera con desdén.
—En absoluto —dijo Francisca—. Con la tía es una especie de comercio cínico porque nos da dinero. Isabel toma lo que se le da, y a Gerbert lo vemos porque nos gusta.
—¡Oh! Se cree lleno de derechos sobre ustedes —dijo Javiera con seguridad.
—Nadie en el mundo tiene menos conciencia de tener derechos que Gerbert —intervino Pedro tranquilamente.
—¿Usted cree? —dijo Javiera—. Yo sé lo contrario.
—¿Qué es lo que puede saber? —dijo Francisca intrigada—. No ha cambiado tres palabras con él. Javiera vaciló.
—Es una de esas intuiciones de los corazones nobles —dijo Pedro.
—Bueno, puesto que quieren saberlo —dijo Javiera dejándose llevar—, parecía una especie de príncipe ofendido anoche cuando le dije que había salido el viernes con ustedes.
—Se lo dijo —exclamó Pedro.
—Le habíamos recomendado que se callara —dijo Francisca.
—Se me escapó —dijo Javiera con displicencia—. No estoy acostumbrada a todas esas diplomacias.
Francisca cambió una mirada consternada con Pedro. Sin duda, Javiera lo había hecho a propósito, por celos bajos. No tenía nada de aturdida y había estado apenas un rato en los corredores del teatro.
—Esto es lo que pasa —dijo Francisca—, no debimos mentirle.
—¿Cómo íbamos a suponer? —dijo Pedro.
Mordisqueaba sus uñas, parecía profundamente preocupado. Para Gerbert era un golpe del cual su ciega confianza en Pedro quizá no se levantaría nunca. A Francisca se le anudó la garganta evocando la pobre alma desamparada que él paseaba en ese momento por París.
—Hay que hacer algo —dijo nerviosamente.
—Tendré una explicación con él esta noche —agregó Pedro—. ¿Pero qué explicar? Haberlo dejado caer, vaya y pase, pero la mentira es tan gratuita.
—Siempre es gratuita cuando se descubre —dijo Francisca. Pedro miró a Javiera con dureza.
—¿Qué le dijo exactamente?
—Él me contaba cómo se habían emborrachado el viernes con Tedesco y Canzetti, y lo divertido que había sido; yo le dije que lamentaba tanto no haberles encontrado, pero que nos habíamos encerrado en el Pôle Nord y no habíamos visto nada —dijo Javiera con aire enfurruñado.
Resultaba tanto más desagradable por el hecho de que ella había insistido en quedarse toda la noche en el Pôle Nord.
—¿Eso es todo lo que dijo? —preguntó Pedro.
—Por supuesto, eso es todo —contestó Javiera de mala gana.
—Entonces, tal vez todavía puede arreglarse —dijo Pedro mirando a Francisca—. Le diré que estábamos absolutamente decididos a irnos a casa, pero que a último momento Javiera estaba tan decepcionada, que nos resignamos a trasnochar.
Javiera frunció la boca.
—Creerá o no creerá —opinó Francisca.
—Lograré que lo crea —dijo Pedro—. Tenemos a nuestro favor el no haberle mentido nunca hasta ahora.
—Es verdad que eres un San Juan Crisóstomo —dijo Francisca—. Deberías tratar de verle en seguida.
—¿Y la tía? Bueno, peor para ella.
—Pasaremos a las seis —habló Francisca nerviosamente—. Eso no, debemos pasar, nunca nos lo perdonaría. Pedro se levantó.
—Voy a telefonear a su casa.
Se alejó. Francisca, por hacer algo, encendió un cigarrillo; temblaba de rabia por dentro; era odioso imaginar a Gerbert desdichado y desdichado por culpa de ellos dos.
En silencio Javiera se enroscaba el pelo.
—Después de todo no se morirá ese tipo —dijo con una insolencia un poco forzada.
—Querría verla a usted en su lugar —respondió Francisca con aspereza.
Javiera se turbó.
—No creía que fuera tan grave.
—Se lo habíamos advertido.
Hubo un largo silencio; después, con un poco de miedo, Francisca consideró esa catástrofe viviente que invadía su vida; era Pedro quien con su respeto, con su estima, había roto los diques en que Francisca la contenía. Ahora que estaba desencadenada, ¿hasta dónde iría? El saldo del día ya era considerable: la irritación de la propietaria, la inauguración casi enteramente perdida, la nerviosidad ansiosa de Pedro, la disputa con Gerbert. Hasta en Francisca seguía instalado ese malestar que se instalara desde hacía ocho días; tal vez fuera eso lo que más la asustaba.
—¿Está enfadada? —murmuró Javiera. Su rostro consternado no dulcificó a Francisca.
—¿Por qué hizo eso?
—No sé, —dijo Javiera en voz baja: dobló la cabeza—. Me alegro —agregó en voz todavía más baja—, por lo menos sabrá lo que valgo, se asqueará de mí; me alegro.
—¿Que me asquee de usted?
—Sí; yo no merezco que se interesen por mí —dijo Javiera con una violencia desesperada—. Ahora me conocerá; ya se lo he dicho, no valgo nada. Había que dejarme en Rúan.
Todos los reproches que subían a los labios de Francisca se volvían vanos al lado de esas acusaciones apasionadas. Francisca calló. El café se había llenado de gente y de humo; había una mesa de refugiados alemanes que seguían con atención una partida de ajedrez; en una mesa vecina una especie de loca que se creía ramera, sola, frente a un café con leche, coqueteaba con un interlocutor invisible.
—No estaba —dijo Pedro.
—Tardaste mucho —dijo Francisca.
—He aprovechado para dar una vuelta; tenía ganas de airearme.
Se sentó y encendió su pipa; parecía tranquilizado.
—Voy a irme —dijo Javiera.
—Sí, sería hora de irse —intervino Francisca. Nadie se movió.
—Lo que querría saber —dijo Pedro—, es por qué le ha dicho eso.
Miraba a Javiera con un interés tan poderoso que había barrido la ira.
—No sé —contestó ella nuevamente, pero Pedro no abandonaba tan pronto.
—Pues sí, lo sabe —dijo suavemente. Javiera se encogió de hombros, abrumada.
—No he podido evitarlo.
—Pero tenía alguna idea en la cabeza. ¿Qué era? —Pedro sonrió.
—¿Quería mortificarnos?
—¿Cómo puede pensar eso? —dijo ella.
—¿Le parecía que ese misterio le daba a Gerbert una superioridad sobre usted?
En los ojos de Javiera se encendió un resplandor de crítica.
—Siempre creo fastidioso estar obligado a ocultarse.
—¿Lo hizo por eso? —dijo Pedro.
—No, no, ocurrió así, como se lo digo —respondió con aire torturado.
—Usted misma dice que ese secreto la fastidiaba.
—Pero no tiene ninguna relación —dijo Javiera. Francisca miró el reloj con impaciencia; poco importaban las razones de Javiera, su conducta era injustificable.
—Le molestaba la idea de que debíamos rendir cuentas a otros; comprendo, es desagradable sentir que las personas no son libres frente a nosotros —dijo Pedro.
—Sí, un poco; y además…
—¿Además qué? —preguntó Pedro con voz amistosa. Parecía a punto de aprobar a Javiera.
—No, es abyecto —dijo Javiera. Se ocultó la cara entre las manos—. Soy abyecta, déjeme.
—Pero todo esto no tiene nada de abyecto. Querría comprenderla —Pedro vaciló—. ¿Era una venganza porque Gerbert no había sido amable la otra noche?
Javiera descubrió su rostro; parecía muy asombrada.
—Pero si había sido amable; por lo menos, tanto como yo.
—¿Entonces no era para herirle? —dijo Pedro.
—Por supuesto que no. —Ella vaciló y agregó como quien se tira al agua—. Quería ver lo que iba a pasar.
Francisca la miró con una inquietud creciente. El rostro de Pedro reflejaba una curiosidad tan ardiente, que se parecía a la ternura. ¿Acaso él admitía los celos, las perversidades, el egoísmo que Javiera confesaba en forma apenas velada? Si Francisca hubiera visto despuntar en sí misma semejantes sentimientos, con qué decisión los habría combatido. Y Pedro sonreía. Por fin Javiera estalló.
—¿Por qué me hace decir todo esto? ¿Es para despreciarme mejor? ¡Pero no me despreciará más de lo que yo me desprecio!
—Cómo puede suponer que la desprecio —dijo Pedro.
—Sí, me desprecia y tiene razón. ¡Yo no sé comportarme! Lo estropeo todo. ¡Ah! Pesa una maldición sobre mí —gimió apasionadamente.
Apoyó la cabeza contra el banco y miró hacia el techo para impedir que sus lágrimas corrieran; su garganta se hinchaba convulsivamente.
—Estoy seguro de que este lío se arreglará —dijo Pedro con voz apremiante—. No se desespere…
—No es sólo eso —dijo Javiera—. Es todo…
Fijó en el vacío una mirada hosca y agregó en voz baja:
—Me doy asco a mí misma, siento horror de mí.
A pesar suyo, Francisca se sintió conmovida por su acento; se notaba que esas palabras no acababan de nacer en sus labios, las arrancaba de lo más profundo de sí misma; durante horas y horas, a lo largo de sus noches sin sueño, debía de haberlas masticado amargamente.
—Eso está mal —dijo Pedro—. Nosotros que la estimamos tanto…
—Ya no —dijo Javiera débilmente.
—Sí, sí —aseguró Pedro—, comprendo muy bien ese vértigo que se apoderó de usted.
Francisca se sintió sublevada; ella no estimaba tanto a Javiera; ella no excusaba ese vértigo; Pedro no tenía derecho a hablar en su nombre. Seguía su camino sin volverse siquiera hacia ella y después afirmaba que ella le había seguido; era demasiada petulancia. De pies a cabeza se sentía convertida en un bloque de plomo; la separación le resultaba cruel, pero nada podría hacerla resbalar por esa pendiente de espejismo a cuyo extremo se abría no sabía bien qué abismo.
—Vértigos, torpezas —dijo Javiera—, he ahí lo único de lo que soy capaz.
Su rostro había perdido el color, y grandes líneas violetas habían aparecido bajo sus ojos; estaba extraordinariamente fea con la nariz enrojecida y los cabellos lacios que parecían haberse apagado de pronto. No había duda de que estaba sinceramente sacudida; pero sería demasiado cómodo, si los remordimientos lo borraran todo, pensó Francisca.
Javiera habló con un triste tono de queja:
—Cuando estaba en Rúan todavía podían encontrarme excusas, ¿pero qué he hecho desde que estoy en París?
Se echó nuevamente a llorar.
—Ya no siento nada, ya no soy nada. Parecía debatirse contra un dolor físico del cual fuera la víctima irresponsable.
—Todo eso cambiará —dijo Pedro—. Tenga confianza en nosotros, la ayudaremos.
—A mí no se me puede ayudar —dijo Javiera en una explosión de desesperación infantil—. ¡Estoy marcada!
Los sollozos la ahogaban; con el busto erguido, el rostro en agonía, dejaba correr sus lágrimas sin oponer ninguna resistencia y, ante su ingenuidad que desarmaba, Francisca sintió derretirse su corazón; habría querido encontrar un gesto, una palabra, pero no era fácil, volvía de demasiado lejos. Hubo un largo silencio pesado; entre los espejos amarillos, una tarde fatigada todavía vacilaba en morir, los jugadores de ajedrez no habían cambiado de actitudes; un hombre había ido a sentarse al lado de la loca; ella parecía mucho menos loca ahora que su interlocutor tenía un cuerpo.
—Soy tan cobarde —dijo Javiera—, debería matarme, hace tiempo que debí haberlo hecho. —Su rostro se crispó—. Lo haré —agregó en tono de desafío.
Pedro la miró con aire perplejo y desolado y se volvió bruscamente hacia Francisca.
—¡Pero, caramba, mira en qué estado está! ¡Trata de calmarla! —dijo con indignación.
—¿Qué quieres que haga? —se quejó Francisca, cuya piedad se congeló en seguida.
—Hace rato que debiste haberla tomado entre tus brazos y decirle… decirle cosas.
En el pensamiento, los brazos de Pedro abrazaban a Javiera y la mecían, pero el respeto, la decencia, un montón de prohibiciones le paralizaban; sólo en el cuerpo de Francisca podía encarnar su tibia compasión. Inerte, helada, Francisca no esbozó un gesto; la voz imperiosa de Pedro la había vaciado de su propia voluntad, pero con todos sus músculos rígidos se oponía a una intrusión extraña. Pedro también continuaba inmóvil, todo embarullado en su ternura inútil. Por un momento, la agonía de Javiera se prolongó en el silencio.
—Cálmese —dijo Pedro suavemente—. Tenga confianza en nosotros. Hasta ahora usted había vivido al azar, pero una vida es toda una empresa. Vamos a pensar juntos y a hacer planes.
—No hay planes que hacer —objetó Javiera sombría—. No, sólo me queda volver a Rúan, es lo mejor que puedo hacer.
—¡Volver a Rúan! Sería muy inteligente —dijo Pedro. Lanzó hacia Francisca una mirada impaciente.
—Dile al menos que no le guardas rencor.
—Por supuesto, no le guardo rencor —enunció Francisca con voz neutra.
¿Contra quién estaba enojada? Tenía la impresión penosa de estar dividida contra sí misma. Ya eran las seis, pero no se podía hablar de irse.
—No se ponga trágica —dijo Pedro—. Hablemos seriamente. Había en él algo tan tranquilizador, tan sólido, que Javiera se calmó un poco. Lo miró con una especie de docilidad.
—Lo que a usted le hace falta —dijo Pedro— es tener algo que hacer.
Javiera hizo un gesto despectivo.
—No digo ocupaciones para llenar el tiempo; comprendo que usted es demasiado exigente para contentarse con disfrazar el vacío, usted no puede aceptar simples distracciones. Necesitaría algo que diera un verdadero sentido a sus días.
Con desagrado, Francisca cazó al vuelo la crítica de Pedro; ella sólo le había propuesto distracciones a Javiera; una vez más, no la había tomado bastante en serio; y ahora, pasando por encima de ella. Pedro buscaba un entendimiento con Javiera.
—Pero si le digo que no sirvo para nada —dijo Javiera.
—Tampoco ha probado gran cosa —Pedro sonrió—. Yo tendría una idea.
—¿Qué? —preguntó ella con curiosidad.
—¿No le gustaría hacer teatro?
Javiera abrió los ojos.
—¿Teatro?
—¿Por qué no? Tiene un físico excelente; un sentido profundo de sus actitudes y de sus juegos de fisonomía. Eso no permite afirmar que tenga talento, pero en fin, todo autoriza a esperarlo.
—No sería capaz —dijo Javiera.
—¿No le tentaría?
—Por supuesto, pero con eso no se va a ninguna parte.
—Usted tiene una sensibilidad y una inteligencia que no son dadas a todo el mundo —dijo Pedro—. Son buenas cartas. La miró seriamente.
—Claro, habrá que trabajar. Tendrá que seguir los cursos de la escuela, yo mismo dicto dos y Bahin y Rambert son realmente amables.
Un destello de esperanza cruzó por los ojos de Javiera.
—Nunca podré hacerlo —dijo.
—Yo le daré lecciones personales para facilitarle las cosas; le juro que si tiene una sombra de talento, se lo sacaré a flote. Javiera sacudió la cabeza.
—Es un hermoso sueño —comentó.
Francisca hizo un esfuerzo de buena voluntad; a lo mejor Javiera estaba dotada y de todas maneras sería una bendición llegar a interesarla en algo.
—Usted decía lo mismo cuando se hablaba de que viniera a París —dijo—, y ya ve qué bien salió todo.
—Es verdad —dijo Javiera. Francisca sonrió.
—Usted vive de tal manera en el instante presente que cualquier porvenir le parece un sueño; de lo que usted duda es del tiempo.
Javiera esbozó una sonrisa.
—Es tan incierto —dijo.
—¿Está en París, sí o no? —preguntó Francisca.
—Sí, pero no es lo mismo —dijo Javiera.
—París, bastaba con una vez para estar en él —dijo Pedro alegremente—. Aquí habrá que repetir cada vez el esfuerzo. Pero cuente con nosotros; tenemos voluntad por tres.
—Ay —dijo Javiera sonriendo—, ustedes me asustan. Pedro no perdió su ventaja.
—El lunes mismo vendrá al curso de improvisación. Ya verá, es igual a esos juegos en los que usted se divertía cuando era niña. Le dirán que se imagine que está almorzando con una amiga, que está robando en una tienda; debe inventar la escena y representarla al mismo tiempo.
—Debe de ser divertido —dijo Javiera.
—Y después elegirá en seguida un papel y empezará a trabajarlo; por lo menos los fragmentos.
Pedro consultó a Francisca con la mirada.
—¿Qué podríamos aconsejarle? Francisca reflexionó.
—Algo que no requiera demasiado oficio pero que tampoco la haga representar simplemente con su encanto natural. La Ocasión de Mérimée, por ejemplo.
La idea la divertía; quizá Javiera se convirtiera en una actriz; en todo caso, sería interesante intentarlo.
—No estaría mal —dijo Pedro.
Javiera los miró a ambos con aire feliz.
—¡Me gustaría tanto ser actriz! ¿Podría representar sobre un verdadero escenario, como usted?
—Por supuesto —dijo Pedro—. Y quizá ya el año próximo pueda tener un papel pequeño.
—¡Oh! —dijo Javiera extasiada—. Cómo voy a trabajar, ya verá.
Todo era tan imprevisto en ella; a lo mejor trabajaba, después de todo; Francisca volvió a encantarse con el porvenir que le imaginaba.
—Mañana es domingo, no puedo —dijo Pedro—, pero el jueves le daré la primera clase de dicción. ¿Quiere venir a mi camerino los lunes y jueves de tres a cuatro?
—Pero voy a molestarlo —advirtió Javiera.
—Al contrario, me interesará —dijo Pedro.
Javiera estaba tranquilizada, y Pedro radiante; había que confesar que el esfuerzo que realizó para llevar a Javiera desde el fondo de la desesperación hasta ese estado de confianza y de alegría era casi atlético. Había olvidado por completo a Gerbert y la exposición.
—Deberías telefonear de nuevo a Gerbert —dijo Francisca—. Sería mejor que le vieras antes del espectáculo.
—¿Te parece? —interrogó Pedro.
—¿A ti no te parece? —dijo ella un poco secamente.
—Sí —dijo Pedro con desgana—, voy. Javiera miró el reloj.
—Oh, les he hecho perder la inauguración —dijo arrepentida.
—No importa —respondió Francisca.
Importaba mucho, al contrario, tendría que ir a excusarse ante la tía al día siguiente y sus excusas no serían aceptadas.
—Me da vergüenza —agregó Javiera en voz baja.
—No hay de qué —dijo Francisca.
Los remordimientos de Javiera y sus resoluciones la habían conmovido verdaderamente; no se la podía juzgar como a cualquiera. Puso su mano sobre la de Javiera.
—Ya verá, todo marchará bien.
Javiera la contempló un instante con devoción.
—Cuando me veo y la miro a usted —dijo con acento apasionado—, siento vergüenza.
—Es absurdo —repuso Francisca.
—Usted no es intachable —dijo Javiera con voz fervorosa.
—Qué disparate —dijo Francisca.
Antes estas palabras sólo la habrían hecho sonreír, pero hoy la molestaban.
—A veces, por la noche, cuando pienso en usted —dijo Javiera—, me quedo tan deslumbrada, que no puedo creer que usted exista de veras.
Sonrió.
—Y existe —agregó con una ternura encantadora.
Francisca lo sabía; Javiera se abandonaba al amor que sentía por ella de noche y en el secreto de su cuarto; entonces nadie podía disputarle la imagen que ella llevaba en su corazón; y sentada en el hueco de su sillón, los ojos perdidos a lo lejos, la contemplaba con éxtasis. La mujer de carne y hueso que pertenecía a Pedro, a todo el mundo y a sí misma, sólo percibía pálidos ecos de ese culto celoso.
—No merezco que piense eso —dijo Francisca con una especie de remordimiento.
Pedro se acercaba alegremente.
—Le encontré; le dije que estuviera a las ocho en el teatro, que tenía que hablarle.
—¿Qué contestó?
—Contestó: «Bueno».
—No retrocedas ante ningún sofisma —dijo Francisca.
—Confía en mí —dijo Pedro. Sonrió a Javiera.
—¿Si fuéramos a tomar una copa al Pôle Nord antes de separarnos?
—Sí, vamos al Pôle Nord —dijo Javiera con ternura.
Era allí donde habían sellado su amistad, y el lugar ya se había vuelto legendario y simbólico; al salir del café, Javiera tomó el brazo de Pedro y el de Francisca y, con paso igual, los tres se dirigieron en peregrinación hacia el bar.
Javiera no quiso que Francisca la ayudara a ordenar su cuarto; por discreción y también porque sin duda le molestaba que una mano extraña, aunque fuera la de una divinidad, tocara sus cosas. Francisca subió a su cuarto, se puso una bata y colocó sus papeles sobre la mesa. Casi siempre, a esa hora, mientras Pedro representaba, ella se ocupaba de su novela; empezó a releer las páginas que había escrito la víspera, pero le costaba concentrarse. En el cuarto contiguo, el negro daba una clase de matraca a la ramera rubia; estaba con ellos una chica española que era camarera en el Topsy; Francisca reconocía sus voces. Sacó una lima de su cartera y se puso a limarse las uñas. Aunque Pedro llegara a convencer a Gerbert, ¿no quedaría siempre una sombra entre ellos? ¿Qué cara pondría mañana tía Cristina? No lograba apartar esos pensamientos desagradables. Pero, sobre todo, lo que no digería, era esa tarde que Pedro y ella habían pasado en la desunión. Sin duda, en cuanto hubiera vuelto a hablar con él, esa impresión penosa se borraría, pero mientras tanto la sentía pesar sobre su corazón. Miró sus uñas. Era estúpido; no debió haberle dado tanta importancia a un leve desacuerdo; no debía sentirse tan desorientada en cuanto le faltaba la aprobación de Pedro.
Sus uñas no estaban bien limadas, continuaban asimétricas. Francisca volvió a tomar la lima. Su error era descansar sobre Pedro con todo su peso; había en ello una falta verdadera, no debía hacer soportar a otro la responsabilidad de sí misma.
Sacudió con impaciencia el polvo de las uñas que se pegaba a la bata. Para ser totalmente responsable de sí misma, le habría bastado quererlo; pero ella no lo quería realmente. Hasta le pediría a Pedro que le aprobara esa misma crítica que se dirigía; todo lo que ella pensaba era con él y para él; no podía siquiera imaginar un acto que partiera sólo de sí misma y que se cumpliera totalmente sin relación con él, un acto que afirmara una auténtica independencia. Por otra parte no era molesto, nunca necesitaría recurrir a sí misma contra Pedro.
Francisca tiró su lima. Era absurdo perder en divagaciones tres preciosas horas de trabajo. Ya había ocurrido que Pedro se interesara mucho en otras mujeres; ¿por qué entonces se sentía herida? Lo inquietante era esa hostilidad rígida que había descubierto en ella y que no se había disipado del todo. Vaciló; por un instante se sintió tentada de dilucidar claramente su malestar; y después sintió pereza. Se inclinó sobre sus papeles.
A medianoche, Pedro volvió del teatro; su rostro estaba rojo de frío.
—¿Viste a Gerbert? —dijo Francisca ansiosamente.
—Sí, está todo arreglado —respondió Pedro con alegría; se sacó la bufanda y el abrigo.
—Empezó por decirme que no tenía ninguna importancia, no quería explicaciones; pero yo seguí; le expliqué que nunca habíamos andado con vueltas con él y que si hubiéramos querido darle esquinazo, se lo habríamos dicho directamente. Desconfió un poco, pero por principio, nada más.
—Tienes una verdadera boca de oro —dijo Francisca; una especie de rencor se mezclaba a su alivio; le irritaba sentirse cómplice de Javiera contra Gerbert y habría querido que Pedro se sintiera afectado, él también, en vez de restregarse las manos con beatitud. Torcer ligeramente los hechos no era grave, pero recitar mentiras de alma a alma estropeaba algo entre la gente.
—Es verdaderamente feo lo que ha hecho Javiera —dijo.
—Te encontré muy severa —anotó Pedro; sonrió—. ¡Qué dura vas a ser cuando seas vieja!
—Al principio eras tú el más severo de los dos —dijo Francisca—. Eras casi insoportable.
Ahora comprendía con un poco de angustia que no sería tan fácil borrar con una conversación amistosa los malentendidos del día; en cuanto los evocaba, una amarga agresividad se despertaba en ella.
Pedro empezó a desatarse la corbata que se había puesto en honor de la exposición.
—Me parecía de una ligereza incalificable el hecho de que hubiera olvidado una cita con nosotros —dijo con un tono ofensivo, pero con una sonrisa que le quitaba retrospectivamente importancia—. Después, cuando di un paseíto sedante, los hechos se me aparecieron bajo otro ángulo.
Su buen humor despreocupado aumentó la nerviosidad de Francisca.
—Ya he visto: su conducta con Gerbert te inclinó de pronto a la indulgencia, casi la hubieras felicitado.
—Se ponía demasiado seria para ser ligereza —dijo Pedro—; pensé que todo eso, su nerviosidad, su necesidad de distracción, la cita olvidada y la traición de anoche, todo eso formaba un conjunto que debía tener una razón.
—Te dijo la razón.
—No hay que creer en lo que dice so pretexto que da rodeos para decirlo.
—Entonces tampoco valía la pena insistir tanto —dijo Francisca, que volvía a pensar con rencor en esos interminables interrogatorios.
—Tampoco miente en todo; hay que interpretar sus palabras —respondió Pedro.
Parecía que hablaban de una pitonisa.
—¿Adónde quieres llegar? —dijo Francisca impaciente. Pedro esbozó una sonrisa.
—¿No te sorprendió que me haya reprochado que no la hubiera visto desde el viernes?
—Eso prueba que empieza a interesarse por ti.
—Para esa muchacha, empezar e ir hasta el final creo que es todo uno —dijo Pedro.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que tiene muy buenos sentimientos hacia mí —dijo Pedro con un aire de fatuidad, en parte buscada, pero que revelaba una íntima satisfacción. Francisca se sintió sorprendida; por lo general, la discreta ordinariez de Pedro la divertía, pero Pedro estimaba a Javiera, la ternura que en el Pôle Nord brillaba en todas sus sonrisas no había sido fingida; ese tono cínico era inquietante.
—Me pregunto en qué esos buenos sentimientos hacia ti excusan a Javiera —dijo.
—Hay que ponerse en su lugar. Imagina una criatura apasionada y orgullosa: le ofrezco pomposamente mi amistad, y la primera vez que se trata de volver a verse, parezco tener que levantar montañas para poder concederle algunas horas.
Eso la ofendió.
—No en el momento, en todo caso.
—Sin duda, pero volvió a pensarlo, y como en los días siguientes le pareció que no me veía bastante, eso se convirtió en un agravio terrible. ¡Agrega que eres tú sobre todo, quien, el viernes, opuso resistencias respecto a Gerbert! Por más que te quiera con todo su corazón, para su alma posesiva eres de todas maneras el mayor obstáculo entre ella y yo; a través del secreto que exigíamos de ella, quiso tomar todo un destino. Hizo como el chico que de un manotazo mezcla las cartas cuando va a perder la partida.
—Le consientes demasiado —dijo Francisca.
—Tú siempre le consientes demasiado poco —dijo Pedro con impaciencia; no era la primera vez en el día que tomaba ese tono mordaz a causa de Javiera—. No digo que se haya formulado todo eso explícitamente, pero era el sentido de su gesto.
—Tal vez.
Por lo tanto, de creer a Pedro, Javiera la miraba como a una indeseable de quien estaba celosa; Francisca volvió a pensar con desagrado en la emoción que había sentido ante el rostro devoto de Javiera; le pareció que se había burlado de ella.
—Es una explicación ingeniosa —agregó—, pero no creo que en Javiera haya nunca ninguna explicación definitiva: vive demasiado a través de sus cambios de humor.
—Pero justamente esos humores tienen doble fondo —dijo Pedro—. ¿Crees que se hubiera enfurecido a causa de un lavabo, de no haber estado ya fuera de sí? Esa mudanza era una huida; estoy seguro de que huía de mí porque se reprochaba su interés.
—En resumen, ¿crees que hay una clave para todas sus conductas y que esa clave es una brusca pasión por ti? El labio de Pedro se adelantó levemente.
—No digo que sea una pasión —dijo. La frase de Francisca le había fastidiado: en realidad era el tipo de aclaración brutal que solían reprocharle a Isabel.
—No creo —prosiguió Francisca— que Javiera sea capaz de un amor verdadero —reflexionó—. Éxtasis, deseos, despechos, exigencias, sí; pero esa especie de consentimiento que se necesita para que todas esas experiencias formen un sentimiento estable, nunca se podrá obtener eso de ella, me parece.
—El porvenir nos lo dirá —dijo Pedro, cuyo perfil se hizo todavía más cortante.
Se quitó la chaqueta y desapareció detrás del biombo. Francisca empezó a desvestirse. Había hablado sinceramente: nunca tomaba precauciones con Pedro; no había en él nada resentido ni secreto a lo que hubiera que acercarse de puntillas; era un error de ella. Esta noche había que rumiar las palabras antes de hablar.
—Evidentemente nunca te había mirado como te miró esta noche en el Pôle Nord —dijo Francisca.
—¿También lo notaste?
A Francisca se le hizo un nudo en la garganta; esa frase había sido una frase pensada, una frase para un extraño y había dado en el blanco. Detrás del biombo, el que se lavaba los dientes era un extraño. Una idea le pasó por la mente. Si Javiera había rechazado su ayuda, ¿no sería para quedarse sola lo antes posible con la imagen de Pedro? A lo mejor él había adivinado la verdad; era indudablemente un diálogo que había tenido lugar entre ellos durante todo el día; Javiera se entregaba más fácilmente a Pedro y había entre ellos una especie de connivencia.
¡Y bueno! Todo estaba perfecto; eso la liberaba de un lío cuyo peso empezaba a temer. Pedro ya había adoptado a Javiera mucho más de lo que Francisca había aceptado hacerlo; se la abandonaba. En adelante, Javiera pertenecía a Pedro.