Un hilo de luz se filtraba bajo la puerta de Javiera; Francisca oyó un leve chasquido, un roce de telas; golpeó, hubo un largo silencio.
—¿Quién es? —preguntó Javiera.
—Soy yo —dijo Francisca—. Va a ser hora de irse.
Desde que Javiera se había instalado en el hotel Bayard, Francisca había aprendido a no llamar nunca de improviso, a no adelantarse nunca a la hora de una cita; a pesar de ello, su llegada creaba siempre misteriosas perturbaciones.
—¿Quiere esperarme un minuto? Subo en seguida a su cuarto.
—Bueno, la espero —dijo Francisca.
Subió la escalera. A Javiera le gustaban las ceremonias, no abría su puerta a Francisca, sino cuando se había preparado con gran pompa para recibirla. Ser sorprendida en su intimidad cotidiana le habría parecido obsceno.
Con tal de que todo salga bien esta noche, pensó Francisca; nunca estaremos preparados en tres días. Se sentó en el diván y tomó uno de los manuscritos apilados sobre la mesa de noche; Pedro le había confiado la tarea de leer las piezas de teatro que recibía: era un trabajo que por lo general la divertía. Marsyas o La incierta metamorfosis. Francisca contempló el título, sin ánimos. Las cosas no habían marchado bien esa tarde; todo el mundo estaba reventado. Pedro tenía los nervios de punta, hacía ocho noches que no dormía. Con menos de cien representaciones con la sala llena no cubrirían gastos.
Dejó el manuscrito y se levantó; tenía tiempo de sobra para arreglarse, pero estaba demasiado agitada. Encendió un cigarrillo y sonrió. En el fondo, nada le gustaba tanto como esa fiebre de última hora; bien sabía que en el momento oportuno todo estaría a punto; en tres días, Pedro podía hacer prodigios. Esas iluminaciones con mercurio terminarían por resultar. Y si por lo menos Tedesco se decidiera a ponerse a tono…
—¿Se puede? —preguntó una voz tímida.
—Entre —dijo Francisca.
Javiera llevaba un abrigo grueso y su horrible boina; en su cara infantil se dibujó una sonrisa arrepentida.
—¿La hice esperar?
—No, está muy bien, no estamos atrasadas —dijo Francisca con precipitación. Había que evitar que Javiera se creyera en falta, si no, se volvería rencorosa y hosca—. Ni siquiera estoy lista.
Se empolvó un poco la cara, por principio, y se apartó en seguida del espejo; no contaba su rostro de esta noche, no existía para ella y tenía la vaga esperanza de que fuera invisible para todo el mundo; tomó su llave, sus guantes, y cerró la puerta.
—¿Fue al concierto? —preguntó—. ¿Estuvo bien?
—No, no salí —dijo Javiera—. Hacía demasiado frío, se me fueron las ganas.
Francisca la tomó del brazo.
—¿Qué hizo durante toda la tarde? Cuénteme.
—No hay nada que contar —dijo Javiera en tono implorante.
—Siempre me contesta eso. Sin embargo, le he explicado que me causa placer imaginar su existencia en cada detalle. —La examinó sonriendo—. ¿Se lavó la cabeza?
—Sí.
—Su ondulación es espléndida: uno de estos días me haré peinar por usted. ¿Y después? ¿Ha leído? ¿Ha dormido? ¿Cómo ha almorzado?
—No he hecho nada —dijo Javiera.
Francisca no insistió más; había una clase de intimidad que no se podía tener con Javiera. Le parecía tan indecente hablar de las ocupaciones insignificantes de un día, como de sus funciones orgánicas; y como no salía de su cuarto, era raro que tuviera algo que contar. A Francisca le había decepcionado su falta de curiosidad: por más que se le propusieran programas tentadores de cine, de conciertos, de paseos, permanecía obstinadamente en su cuarto. Era una exaltación quimérica la de Francisca, aquella mañana en que en un café de Montparnasse había creído poner la mano sobre un precioso botín. La presencia de Javiera no le había aportado nada nuevo.
—Yo tuve un día muy ocupado —dijo Francisca con animación—. Por la mañana fui a decirle cuatro frescas al peluquero que no había entregado ni la mitad de las pelucas, y después recorrí las tiendas de accesorios. Es difícil encontrar lo que uno quiere, es una verdadera caza del tesoro; pero si supiera qué divertido es hurgar entre esos disparatados objetos de teatro; tengo que llevarla alguna vez.
—Me gustaría mucho —dijo Javiera.
—Por la tarde hubo un largo ensayo y pasé un buen momento retocando los trajes. —Se echó a reír—. Un actor gordo se puso unas posaderas postizas en el lugar de la barriga; ¡si hubiera visto su silueta!
Javiera oprimió suavemente la mano de Francisca.
—No debe cansarse demasiado. ¡Se pondrá enferma!
Francisca miró con una súbita ternura el rostro ansioso; había momentos en que la reserva de Javiera se derretía; ya no era más que una chiquillina cariñosa y desarmada cuyas mejillas nacaradas uno hubiera querido cubrir de besos.
—Ya no falta mucho —dijo Francisca—. Sabe, no voy a llevar esta existencia eternamente; pero cuando sólo dura unos días y uno espera triunfar, es un placer gastarse.
—Usted es tan activa —dijo Javiera Francisca le sonrió.
—Creo que va a ser interesante esta noche. Los aciertos de Labrousse son siempre los de ultimo momento.
Javiera no contestó; siempre parecía molesta cuando Francisca hablaba de Labrousse, aunque fingiera sentir una gran admiración por él.
—¿No le aburre, al menos, ir a ese ensayo?
—Me divierte mucho —Javiera vaciló—. Evidentemente, preferiría verla en otra parte.
—Yo también —dijo Francisca sin entusiasmo. Odiaba esos reproches velados que Javiera solía dejar escapar. Sin duda no le concedía mucho tiempo, pero tampoco podía sacrificarle sus escasas horas de trabajo personal. Llegaban ante el teatro; Francisca miró con afecto el viejo edificio cuya fachada se adornaba con festones rococó; tenía un aire íntimo y discreto que llegaba al corazón. Dentro de algunos días recobraría su rostro de gala, brillaría con todas sus luces. Esta noche estaba hundido en la oscuridad. Francisca se dirigió hacia la entrada de los artistas.
—Es raro pensar que usted viene aquí todos los días como quien va a la oficina —dijo Javiera—. Siempre me han parecido tan misteriosos los interiores de un teatro.
—Cuando yo todavía no conocía a Labrousse —dijo Francisca—, recuerdo que Isabel ponía aires solemnes de iniciada al llevarme entre bastidores; yo misma me sentía muy orgullosa. —Sonrió. El misterio se había disipado; pero al convertirse en un paisaje cotidiano, ese patio abarrotado de viejos decorados no había perdido nada de su poesía; una pequeña escalera de madera, verde como un banco de plaza subía hacia los camerinos de los artistas; Francisca se detuvo un instante para escuchar el rumor que venía del escenario. Como siempre, cuando iba a ver a Pedro, su corazón se puso a palpitar de placer.
—No haga ruido, vamos a cruzar el escenario —dijo. Tomó a Javiera de la mano y se deslizaron de puntillas por detrás de las bambalinas; en el jardín plantado de matorrales verdes y púrpuras, Tedesco caminaba de un extremo al otro con aire atormentado; esta noche tenía una extraña voz ahogada.
—Instálese, vuelvo en seguida —dijo Francisca.
Había mucha gente en la sala; como de costumbre, los actores y los comparsas se habían amontonado en las butacas del fondo: Pedro estaba solo en primera fila; Francisca oprimió la mano de Isabel, que estaba sentada junto a un joven actor del cual no separaba desde hacía algunos días.
—Vendré a verte dentro de un rato —dijo. Sonrió a Pedro sin decir nada; estaba hecho un ovillo, con la cabeza hundida en una gruesa bufanda roja; no parecía nada contento.
Estos macizos son un fracaso, pensó Francisca. Hay que cambiarlos. Miró a Pedro con inquietud y él hizo un gesto de impotencia abrumada: nunca Tedesco había estado peor. ¿Era posible haberse equivocado sobre él hasta ese punto?
La voz de Tedesco se quebró por completo, se pasó la mano por la frente.
—Discúlpeme, no sé qué me ocurre —dijo—. Creo que es mejor que descanse un momento; dentro de un cuarto de hora estaré mejor.
Hubo un silencio mortal.
—Está bien —dijo Pedro—; entretanto, vamos a ocuparnos de las luces. Y que llamen a Vuillemin y a Gerbert; quiero que me arreglen estos decorados. —Bajó la voz—. ¿Cómo estás? Tienes mala cara.
—Estoy bien —dijo Francisca—. Tú tampoco tienes buen aspecto. Esta noche trata de terminar a las doce; estamos todos deshechos, no aguantaremos hasta el viernes.
—Lo sé —dijo Pedro. Volvió la cabeza—. ¿Has traído a Javiera?
—Sí, voy a tener que ocuparme un poco de ella —Francisca vaciló—. ¿Sabes lo que he pensado? Podríamos ir a tomar una copa los tres al salir. ¿Te aburre?
Pedro se echó a reír.
—No te lo dije: esta mañana, cuando subía la escalera, la vi que bajaba; se escapó como una liebre y corrió a encerrarse en el lavabo.
—Ya sé, —dijo Francisca—. La aterrorizas, por eso te pido que la veas una vez.
Si eres una vez verdaderamente amable con ella, las cosas se arreglarán.
—Por mí, no hay inconveniente. Me parece más bien divertida. ¡Ah, aquí estás, por fin! ¿Dónde está Gerbert?
—Lo he buscado por todas partes —dijo Vuillemin, que llegaba jadeando—. No sé dónde se ha metido.
—Lo dejé a las siete y media en la tienda de disfraces, me dijo que iba a tratar de dormir —dijo Francisca. Alzó la voz—. Regis, ¿quiere ir a ver en los talleres si encuentra a Gerbert?
—Es atroz esta barricada que me has encajado aquí —dijo Pedro—. Te he dicho cien veces que no quería telones pintados; vuelve a hacerlo, quiero un decorado construido.
—Y además el color no va —dijo Francisca—. Podrán ser muy bonitos estos macizos, pero por el momento tienen un color rojo sucio.
—Es fácil de arreglar —dijo Vuillemin.
Gerbert atravesó el escenario corriendo y saltó a la sala; su chaqueta de cuero se abría sobre una camisa a cuadros; estaba todo polvoriento.
—Discúlpeme —dijo Gerbert—. Dormía como una marmota. —Se pasó la mano por el pelo hirsuto; tenía la tez plomiza y grandes ojeras bajo los ojos. Mientras Pedro le hablaba, Francisca miró enternecida su rostro cansado; parecía un pobre mono enfermo.
—Le pides demasiado —dijo Francisca cuando Vuillemin y Gerbert se hubieron alejado.
—Sólo puedo confiar en él —dijo Pedro—. Vuillemin hará otro desastre, si no lo vigilan.
—Ya lo sé, pero no tiene nuestra salud. —Francisca se levantó—. Hasta luego.
—Vamos a encadenar las iluminaciones —dijo Pedro en voz alta—. Ahora haga la noche; sólo con el azul del fondo iluminado.
Francisca fue a sentarse junto a Javiera.
Sin embargo, todavía no estoy en edad para eso, pensó. Era innegable que tenía sentimientos maternales hacia Gerbert; maternales con un discreto matiz incestuoso; hubiera querido tener sobre su hombro esa cabeza cansada.
—¿Le interesa? —dijo dirigiéndose a Javiera.
—No comprendo muy bien —dijo Javiera.
—Es de noche; Bruto ha bajado al jardín para meditar, ha recibido mensajes que le invitan a levantarse contra César; odia la tiranía, pero quiere a César. Está perplejo.
—¿Entonces, ese tipo con chaqueta de color chocolate es Bruto? —pregunto Javiera.
—Cuando lleva su hermosa túnica blanca y está bien maquillado, se parece mucho más a Bruto.
—No me lo imaginaba así —dijo Javiera con tristeza. Le brillaron los ojos.
—¡Ah! ¡Qué acertada iluminación!
—¿Le parece? Me alegra —dijo Francisca—. Hemos luchado como bestias para dar esa impresión de madrugada.
—¿La madrugada? —dijo Javiera—. Es tan agria. Esta luz me da más bien la impresión… —Vaciló y acabó la frase de un tirón—: Una luz de principio del mundo, cuando el sol, la luna y las estrellas todavía no existían.
—Buenos días, señorita —dijo una voz ronca. Canzetti sonreía con una tímida coquetería; dos grandes rizos negros encuadraban su encantador rostro de gitana, la boca y los pómulos estaban violentamente pintados.
—¿Ahora está bien mi peinado?
—Me parece que le queda espléndidamente —dijo Francisca.
—Seguí su consejo —dijo Canzetti con una mueca tierna. Se oyó un breve silbato y la voz de Pedro se alzó.
—Reanudamos la escena desde el principio, con las luces, y continuamos.
¿Todo el mundo está presente?
—Todo el mundo está —dijo Gerbert.
—Hasta luego, señorita, gracias —dijo Canzetti.
—Es agradable, ¿no es cierto? —dijo Francisca.
—Sí —dijo Javiera; agregó con vivacidad—: Detesto esa clase de cara y además encuentro que tiene aspecto sucio.
Francisca se echó a reír.
—Entonces no le parece agradable en absoluto. Javiera frunció el ceño e hizo una mueca atroz.
—Me dejaría arrancar las uñas una a una antes de hablarle a alguien como ella le habla a usted; una lombriz es menos chata.
—Era institutriz en los alrededores de Bourges —dijo Francisca—, lo dejó todo para tentar su suerte en el teatro; se muere de hambre en París. —Francisca miró con ojos divertidos el rostro cerrado de Javiera. Javiera aborrecía a todas las personas que estaban un poco cerca de Francisca; su timidez ante Pedro estaba mezclada con odio.
Desde hacía un rato, Tedesco recorría nuevamente el escenario a grandes zancadas; en medio de un silencio religioso, empezó a hablar; parecía haber recobrado sus dotes.
Tampoco es esto, pensó Francisca con angustia. Dentro de tres días habrá la misma oscuridad en la sala, la misma luz en la escena y las mismas palabras atravesarán el espacio; pero en medio del silencio chocarán con todo un mundo de ruidos: los asientos crujirán, las manos distraídas ajarán el programa, los ancianos toserán con terquedad. A través de espesores y de espesores de indiferencia, las frases sutiles deberán abrirse camino hasta un público mimado e indócil. Todas esas personas atentas a su digestión, a su garganta, a sus vestimentas elegantes, a sus líos caseros, los críticos aburridos, los amigos malévolos, era arriesgado pretender interesarlos en las perplejidades de Bruto; habría que tomarlos por sorpresa, a pesar de ellos: el trabajo medido y opaco de Tedesco no bastará.
Pedro tenía la cabeza gacha; Francisca lamentó no haber vuelto a sentarse junto a él, ¿qué pensaba? Era la primera vez que aplicaba sus principios estéticos en tal alta escala y con tal rigor; él mismo había formado a todos los actores.
Francisca había adaptado la pieza según sus directrices, hasta el mismo decorador había obedecido sus órdenes. Si triunfaba, impondría definitivamente su concepción del teatro y del arte. En las manos crispadas de Francisca brotó un poco de sudor.
Sin embargo, no hemos economizado ni trabajo ni dinero, pensó, con la garganta anudada. Si fracasáramos, no podríamos volver a empezar hasta dentro de mucho tiempo.
—Espera —dijo bruscamente Pedro. Subió al escenario. Tedesco se inmovilizó.
—Está bien lo que haces, estás en la nota justa, pero, ves, representas las palabras, no representas bastante la situación. Quisiera que conservaras los mismos matices, pero sobre otro fondo.
Pedro se apoyó contra la pared e inclinó la cabeza. Francisca se ablandó.
Pedro no sabía muy bien cómo hablar a los actores, le molestaba tener que ponerse al alcance de ellos, pero cuando indicaba un papel era prodigioso.
—Es necesario que muera… no tengo nada contra él personalmente, pero el bien público…
Francisca miraba el prodigio con un asombro que nunca envejecía; Pedro no tenía en absoluto el físico para el papel, su cuerpo era rechoncho, sus rasgos desordenados y, sin embargo, cuando levantó la cabeza, era el mismo Bruto quien alzaba hacia el cielo un rostro descompuesto.
Gerbert se inclinó hacia Francisca; sin que ella lo advirtiera, había ido a sentarse detrás.
—Cuando está de peor humor es cuando más se agranda —dijo—. Está ebrio de rabia en este momento.
—Y hay por qué —dijo Francisca—. ¿Usted cree que Tedesco logrará sacar adelante su papel?
—Ya está —dijo Gerbert—. No tiene más que tomar un punto de partida y el resto seguirá.
—Ves —decía Pedro—. Tienes que darme este tono, entonces, puedes trabajar todo lo contenido que quieras, yo sentiré la emoción; si no hay emoción, todo es un desastre.
Tedesco se apoyó contra la pared, con la cabeza inclinada.
—No hay otra salida que su muerte; por mi parte no tengo ningún agravio personal contra él, pero debo considerar el bien público.
Francisca sonrió victoriosamente a Gerbert; parecía tan sencillo; y, sin embargo, sabía que nada era más difícil que hacer nacer en un actor esa brusca iluminación. Miró la nuca de Pedro; nunca se cansaría de verlo trabajar; entre todas las suertes por las cuales se felicitaba, ponía en primer lugar la de poder colaborar con él; el cansancio común, el esfuerzo de ambos los unía con más seguridad que la posesión; no había un solo instante de esos ensayos extenuadores que no fuera un acto de amor.
La escena de los conjurados se había deslizado sin tropiezos; Francisca se incorporó.
—Voy a saludar a Isabel —dijo dirigiéndose a Gerbert—. Si me necesitan, estaré en mi despacho, no tengo valor de quedarme; Pedro todavía no ha terminado con Porcia. —Vaciló; no era muy amable abandonar a Javiera, pero no había visto a Isabel desde hacía una eternidad; era casi grosero.
—Gerbert, le confío a mi amiga Javiera —dijo—. Debería mostrarle los entretelones mientras cambian el decorado; no sabe lo que es un teatro.
Javiera no dijo nada; desde el principio del ensayo había un aire de crítica en sus ojos.
Francisca colocó la mano sobre el hombro de Isabel.
—¿Vienes a fumar un cigarrillo? —propuso.
—Con mucho gusto; es draconiano prohibir a la gente que fume. Le hablaré de esto a Pedro —dijo Isabel con una indignación sonriente.
Francisca se detuvo en el umbral de la puerta; la sala estaba recién pintada de un color amarillo claro que le daba un aire rústico y acogedor; todavía flotaba un leve olor a trementina.
—Espero que no nos iremos nunca de este viejo teatro —dijo Francisca mientras subían la escalera.
—¿Quedará algo para beber? —preguntó, empujando la puerta de su despacho; abrió un armario medio lleno de libros y examinó las botellas ordenadas sobre el último estante.
—Precisamente un fondo de whisky. ¿Te conviene?
—No podría haber nada mejor —dijo Isabel.
Francisca le tendió un vaso y tenía el corazón tan lleno de ternura que tuvo un movimiento de simpatía hacia ella; sentía la misma impresión de camaradería y de abandono que antaño, cuando al salir de un curso interesante y difícil, se paseaban del brazo por el patio del liceo.
Isabel encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
—¿Qué le pasó a Tedesco? Guimiot pretende que se droga. ¿Crees que es cierto?
—No tengo la menor idea —dijo Francisca; tomó con beatitud un gran trago de alcohol.
—No es muy guapa Javiera —dijo Isabel—. ¿Qué haces con ella? ¿Arreglaste las cosas con la familia?
—No sé. Es posible que el tío aparezca un día u otro y haga un escándalo.
—Cuidado —dijo Isabel con aire importante—. Podrías tener disgustos.
—¿Cuidado de qué?
—¿Le has encontrado trabajo?
—No. Primero tiene que aclimatarse.
—¿Para qué está dotada?
—No creo que nunca pueda trabajar mucho.
Isabel miró con aire pensativo el humo de su cigarrillo.
—¿Qué dice Pedro?
—No se han visto mucho; le tiene simpatía Ese interrogatorio empezaba a fastidiarla; parecía que Isabel la acusaba; cortó por lo sano.
—Dime, ¿hay algo nuevo en tu vida? —dijo. Isabel tuvo una risita.
—¿Guimiot? Vino a darme conversación el otro día durante el ensayo. ¿Le encuentras buen mozo?
—Muy buen mozo. Sobre todo por eso se le ha contratado. No le conozco. ¿Es agradable?
—Hace bien el amor —dijo Isabel en tono despreocupado.
—No perdiste el tiempo —dijo Francisca, un poco desconcertada. En cuanto un tipo le gustaba, Isabel hablaba de acostarse con él, pero de hecho, desde hacía dos años continuaba siéndole fiel a Claudio.
—Conoces mis principios —dijo Isabel riendo—. Yo no soy una mujer a la que se toma, soy una mujer que toma. La primera vez ya le propuse que pasara la noche conmigo; estaba lívido.
—¿Claudio lo sabe? —dijo Francisca.
Isabel hizo caer con un gesto voluntario la ceniza de su cigarrillo: cada vez que se turbaba, sus movimientos, su voz, se hacían duros y decididos.
—Todavía no. Espero un momento propicio. —Vaciló—. Es complicado.
—¿Tus relaciones con Claudio? Hace tiempo que no me hablas de eso.
—Eso no cambia —dijo Isabel. Se le aflojaron las comisuras de la boca—. Pero la que cambia soy yo.
—¿De la gran explicación del mes pasado no salió nada?
—Siempre me repite lo mismo; soy yo quien tiene la mejor parte. Estoy hasta la coronilla de ese sonsonete; estuve a punto de contestarle: «Gracias, es demasiado buena para mí, esa parte, me contentaría con la otra».
—Seguramente estuviste otra vez demasiado conciliadora.
—Sí, creo que sí. —Isabel fijó la mirada a lo lejos; se le cruzaba un pensamiento desagradable—. Cree que puede hacerme tragar todo —acotó—. Va a sorprenderse.
Francisca la observó con cierto interés: en ese momento no elegía su actitud.
—¿Quieres romper con él? —inquirió Francisca.
En el rostro de Isabel algo se aflojó. Tomó un aire razonable.
—Claudio es una persona demasiado encantadora para que le deje salir de mi vida —dijo—. Lo que quiero es sentirme menos sujeta a él.
Se le arrugaron los ojos, sonrió a Francisca con una especie de connivencia que rara vez resucitaba entre ellas.
—¡Si nos habremos reído de las mujeres que se dejaban sacrificar! Yo no soy de la pasta con que se hacen las víctimas. Francisca le devolvió su sonrisa; hubiera querido darle un consejo, pero era difícil; lo único que se necesitaba era que Isabel no quisiera a Claudio.
—Una ruptura interior —dijo— no conduce muy lejos. Me pregunto si no deberías obligarlo a elegir.
—No es el momento —replicó Isabel con viveza—. No. Estimo que habré dado un gran paso cuando haya reconquistado interiormente mi independencia. Y para eso, la primera condición es la de llegar a disociar en Claudio al hombre del amante.
—¿No te acostarás más con él?
—No sé; lo seguro es que me acostaré con otros. Agregó con un leve desafío:
—Es ridículo, la fidelidad sexual, conduce a una verdadera esclavitud. No comprendo cómo tú aceptas eso.
—Te juro que no me siento esclava —dijo Francisca. Isabel no podía dejar de hacer confidencias; pero, era inevitable, inmediatamente después se ponía agresiva.
—Es raro —dijo Isabel lentamente y como si siguiera con asombrada buena fe el curso de una meditación—, nunca habría supuesto, tal como eras a los veinte años, que serías la mujer de un solo hombre. Y es todavía más raro, si consideramos que Pedro, por su parte, tiene otros líos.
—Ya me lo has dicho, pero tampoco puedo forzarme.
—¡Vamos! No vas a decirme que nunca te ha ocurrido tener ganas de un tipo.
Haces como todas las personas que se defienden de tener prejuicios: pretenden que los acatan por gusto personal, pero es mentira.
—La sensualidad pura no me interesa. Por otra parte, ¿quiere decir algo eso de sensualidad pura?
—¿Por qué no? Es muy agradable —dijo Isabel con una risita.
Francisca se levantó.
—Creo que podríamos bajar, ya habrán terminado de cambiar el decorado.
—¿Sabes?, es verdaderamente encantador ese muchacho Guimiot —dijo Isabel al salir de la habitación—. Merece algo mejor que ser un «extra». Podría ser interesante para vosotros tenerle en el elenco; voy a hablarle a Pedro.
—Háblale —dijo Francisca. Dirigió una rápida sonrisa a Isabel.
—Hasta luego.
El telón estaba todavía bajado; en el escenario alguien golpeaba con un martillo, unos pasos pesados sacudían el piso. Francisca se acercó a Javiera, que estaba conversando con Inés. Inés se puso roja y se levantó.
—No se moleste —dijo Francisca.
—Ya me iba. —Inés tendió la mano a Javiera—. ¿Cuándo nos vemos?
Javiera hizo un gesto vago.
—No sé; te llamaré por teléfono.
—¿Mañana, entre dos ensayos, podríamos comer juntas?
Inés seguía plantada ante Javiera con aire desdichado; a menudo Francisca se había preguntado cómo la idea de ser actriz había podido germinar en esa cabezota de normanda; desde hacía cuatro años trabajaba como un buey, y no había hecho el más mínimo progreso. Pedro, por piedad, le había dado una frase para decir.
—Mañana —dijo Javiera—. Prefiero llamarte por teléfono.
—Saldrá muy bien, sabe —dijo Francisca en tono alentador—; cuando no está emocionada tiene muy buena dicción. Inés esbozó una leve sonrisa y se alejó.
—¿No la telefoneará jamás? —preguntó Francisca.
—Jamás —dijo Javiera con irritación—; francamente no es una razón, porque yo haya dormido tres veces en su casa, para estar obligada a verla durante toda mi vida.
Francisca miró a su alrededor; Gerbert había desaparecido.
—¿Gerbert no la llevó a los bastidores?
—Me lo propuso —dijo Javiera.
—¿No le divertía?
—Parecía tan cohibido —dijo Javiera—, daba lástima. —Miró a Francisca con un rencor confesado—. Me horroriza imponerme a la gente —dijo con violencia.
Francisca se sintió culpable: había sido una falta de tacto confiarle Javiera a Gerbert, pero el acento de Javiera la asombró. ¿Gerbert habría sido verdaderamente grosero con Javiera? Sin embargo, no acostumbraba a serlo.
Toma todo a lo trágico, pensó fastidiada. Había decidido de una vez por todas no dejarse envenenar la vida por los pueriles resentimientos de Javiera.
—¿Cómo estuvo Porcia? —dijo Francisca.
—¿La morena grandota? Labrousse le hizo repetir veinte veces la misma frase, siempre la decía al revés. —El rostro de Javiera fulguraba de desprecio—. ¿Se puede verdaderamente ser una actriz cuando se es estúpida hasta ese punto?
—Las hay de todas clases —dijo Francisca.
Javiera estaba ebria de rabia; era evidente; sin duda encontraba que Francisca no se ocupaba bastante de ella: ya se le pasaría. Francisca miró el telón con impaciencia; ese cambio de decorado era demasiado largo; era absolutamente necesario ganar por lo menos cinco minutos.
Se alzó el telón; Pedro estaba recostado sobre el lecho de César y el corazón de Francisca se puso a latir con más fuerza; conocía cada una de las entonaciones de Pedro y cada uno de sus gestos: los preveía con tal precisión, que parecían surgir de su propia voluntad; y, sin embargo, era fuera de ella, en el escenario, donde transcurrían. Era angustioso; se sentiría responsable del menor desfallecimiento y no podía mover un dedo para evitarlo.
Es verdad que ambos formamos uno, pensó con un impulso de amor. Era Pedro quien hablaba, era su mano la que se alzaba, pero sus actitudes, sus acentos, formaban parte de la vida de Francisca tanto como de la suya; o más bien, no había más que una vida y, en el centro, un ser del que no se podía decir ni él ni yo, sino únicamente nosotros.
Pedro estaba en escena, ella estaba en la sala y, sin embargo, para ambos se desenvolvía una misma pieza en un mismo teatro. En la vida era igual; no siempre la veían desde un mismo ángulo; a través de sus deseos, de sus humores, de sus placeres, cada uno descubría un aspecto diferente; no por eso dejaba de ser la misma vida. Ni el tiempo ni la distancia podían dividirla; sin duda había calles, ideas, rostros que existían primeramente para Pedro y otros que existían primeramente para Francisca; pero esos instantes dispersos ellos los ligaban fielmente a un conjunto único donde el tuyo y el mío se hacían indiscernibles.
Nunca, ninguno de los dos, distraía para sí la menor parcela; habría sido la peor traición, la única posible.
—Mañana por la tarde, a las dos, ensayamos el tercer acto sin trajes —dijo Pedro—, y mañana por la noche, ensayamos todo, en orden y con trajes.
—Me voy —anunció Gerbert—. ¿Me necesitan mañana por la mañana?
Francisca vaciló; con Gerbert las tareas más pesadas se volvían divertidas; sería un desierto esa mañana sin él; pero tenía una pobre cara cansada que partía el corazón.
—No, no queda gran cosa por hacer —dijo ella.
—¿Es cierto? —dijo Gerbert.
—Absolutamente cierto; duerma como un tronco.
Isabel se acercó a Pedro.
—Sabes, es verdaderamente extraordinario tu Julio César —dijo; su rostro cobró una expresión aplicada—. La transposición es tan perfecta y al mismo tiempo tan real. Ese silencio en el momento en que alzas la mano, la calidad de ese silencio… es prodigioso.
—Eres muy amable —dijo Pedro.
—Le aseguro que será un éxito —dijo Francisca con fuerza. Miró a Javiera con ojos burlones.
—A esta joven no parece gustarle mucho el teatro. ¿Tan hastiada ya?
—No creía que el teatro fuera así —dijo Javiera en tono desdeñoso.
—¿Cómo creía que era? —preguntó Pedro.
—Todos parecen vendedores de tienda; tienen un aire tan aplicado.
—Es conmovedor —dijo Isabel—. Todos esos tanteos, todos esos esfuerzos confusos de donde surge al fin algo hermoso.
—A mí eso me parece sucio —subrayó Javiera; el furor barría la timidez, miraba a Isabel con aire sombrío—. Un esfuerzo nunca es agradable de ver, y cuando para colmo el esfuerzo aborta, entonces… es ridículo.
—En todas las artes pasa lo mismo —dijo Isabel con sequedad—. Las cosas bellas nunca se crean fácilmente; cuanto más preciosas son, más trabajo exigen, ya verá.
—Lo que yo llamo precioso —dijo Javiera— es lo que cae del cielo como un maná. —Hizo una mueca—. Si hay que comprarlo, es mercancía como el resto, ya no me interesa.
—¡Qué romántica! —exclamó Isabel con una risa fría.
—La comprendo —dijo Pedro—; toda esta cocina no tiene nada de atrayente.
Isabel volvió hacia él un rostro casi agresivo.
—¡Toma! ¡Primera noticia! ¿Crees en el valor de la inspiración ahora?
—No, pero es verdad que nuestro trabajo no es hermoso; es una chapuza más bien infecta.
—No he dicho que este trabajo fuera hermoso —dijo Isabel con precipitación— bien sé que la belleza sólo está en la obra realizada; pero encuentro conmovedor el paso de lo informe a la forma acabada y pura.
Francisca lanzó a Pedro una mirada implorante; era penoso discutir con Isabel; si no se quedaba con la última palabra, creía haber desmerecido ante los ojos de la gente; para forzar la estima, el amor, combatía con una mala fe odiosa; eso podía durar horas.
—Sí —dijo Pedro con aire vago—, pero para apreciar eso hay que ser especialista. Hubo un silencio.
—Creo que sería sensato que nos fuésemos —dijo Francisca. Isabel miró su reloj.
—¡Dios mío! Voy a perder el último metro —dijo con aire asustado—. Me voy corriendo. Hasta mañana.
—Te acompañamos —propuso blandamente Francisca.
—No, les demoraría —dijo Isabel. Tomó la cartera y los guantes, lanzó una vaga sonrisa al vacío y desapareció.
—Podríamos ir a tomar una copa a algún lado —dijo Francisca.
—¡Si no están cansadas! —expresó Pedro.
—Yo no tengo ningunas ganas de dormir —dijo Javiera. Francisca cerró la puerta con llave y salieron del teatro. Pedro llamó un taxi.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Al Pôle Nord, estaremos tranquilos —dijo Francisca.
Pedro dio la dirección al chófer. Francisca encendió la luz y se empolvó un poco la cara; se preguntaba si había estado bien inspirada al proponer esa salida; Javiera estaba taciturna y ya el silencio se hacía incómodo.
—Entren, no me esperen —dijo Pedro mientras buscaba cambio para pagar el taxi.
Francisca empujó la puerta de cuero.
—¿Esa mesa en el rincón le gusta? —preguntó.
—Está muy bien; es bonito este lugar —dijo Javiera. Se quitó el abrigo—. Discúlpeme un minuto —agregó—. Me siento desarreglada y no me gusta retocarme la cara en público.
—¿Qué le pido? —dijo Francisca.
—Algo fuerte —dijo Javiera.
Francisca la siguió con los ojos.
Dijo eso a propósito, porque me empolvé en el taxi, pensó. Cuando Javiera tomaba esas discretas superioridades era porque hervía de rabia.
—¿Dónde se metió tu amiga? —dijo Pedro.
—Ha ido a embellecerse. Está de un humor rarísimo esta noche.
—Es verdaderamente encantadora —dijo Pedro—. ¿Qué tomas?
—Un aquavita —dijo Francisca—. Pide dos.
—Dos aquavita —dijo Pedro—. Pero que sean buenos. Y un whisky.
—¡Qué amable eres! —dijo Francisca. La última vez les habían servido un pésimo alcohol de fantasía; ya hacía dos meses, pero Pedro no lo había olvidado; nunca olvidaba nada que le concerniera.
—¿Por qué está de mal humor? —preguntó Pedro.
—Le parece que no la veo bastante. Me fastidia perder todo ese tiempo con ella y que ni siquiera esté contenta.
—Hay que ser justa. No la ves mucho.
—Si la viera más tiempo, no me quedaría un minuto para ti —dijo Francisca con vivacidad.
—Comprendo muy bien. Pero no puedes pedirle que te apruebe desde el fondo del corazón. No tiene a nadie más que a ti, no quiere a nadie más que a ti: eso es triste.
—No digo nada —respondió Francisca. Tal vez trataba a Javiera con un poco de frialdad: la idea le fue desagradable. No quería tener que hacerse el menor reproche—. Ahí viene —dijo.
La miró con un poco de sorpresa; el vestido azul moldeaba un cuerpo delgado y floreciente, y el rostro fino de una joven aparecía encuadrado por los cabellos bien peinados; no había vuelto a ver a esa Javiera femenina y serena desde el día del primer encuentro.
—Le he pedido un aquavita —dijo Francisca.
—¿Qué es eso? —dijo Javiera.
—Pruebe —dijo Pedro empujando el vaso hacia ella. Javiera mojó con precaución sus labios en el límpido aguardiente.
—Es horrible —dijo sonriendo.
—¿Quiere otra cosa?
—No, el alcohol siempre lo es —observó en tono razonable—, pero hay que beber. —Echó la cabeza hacia atrás, entornó los ojos y se llevó el vaso a la boca—. Me quemó toda la garganta —dijo; rozó con la punta de los dedos su hermoso cuello esbelto; lentamente su mano bajó a lo largo de su cuerpo—. Y además me quemó aquí y aquí. Era extraño. Tuve la impresión de que me iluminaban por dentro.
—¿Es la primera vez que asiste a un ensayo? —preguntó Pedro.
—Sí —dijo Javiera.
—¿Y la ha decepcionado?
—Un poco.
—¿Piensas en serio lo que le dijiste a Isabel —preguntó Francisca—, o se lo dijiste porque te fastidiaba?
—Me fastidiaba —respondió Pedro; sacó un paquete de tabaco de su bolsillo y se puso a cargar la pipa—. En realidad, para un corazón puro y no prevenido debe de ser absurda esa seriedad con que buscamos el matiz exacto de cosas inexistentes.
—No hay más remedio, puesto que justamente queremos hacerlas existir —dijo Francisca.
—Si al menos uno lo lograra de golpe, divirtiéndose; pero no, uno está allí, quejumbroso y sudoroso. Tanto encarnizamiento para fabricar parecidos falsos. —Sonrió a Javiera—. ¿Le parece una ridícula obstinación?
—A mí no me gusta esforzarme —dijo Javiera con modestia.
Francisca estaba un poco asombrada de que Pedro tomara tan en serio las humoradas de una chiquilla.
—Pones el arte entero sobre el tapete, si vas por ese camino —dijo.
—Sí, ¿por qué no? —replicó Pedro—. ¿Te das cuenta? En este momento, el mundo está en ebullición, quizá dentro de seis meses estalle la guerra. —Se mordió la mitad de la mano izquierda—. Y yo me pongo a averiguar cómo se logra el color del amanecer.
—¿Qué quieres hacer? —dijo Francisca. Se sentía toda desconcertada; era Pedro quien la había convencido de que sobre la tierra no había nada mejor que hacer que crear cosas bellas; toda la vida de ellos estaba construida sobre ese credo. No tenía derecho a cambiar de opinión sin advertirla.
—Sí, quiero que Julio César sea un éxito —dijo Pedro—, pero me siento un insecto.
¿Desde cuándo pensaba eso? ¿Era una verdadera preocupación para él o una de esas breves iluminaciones con las que se divertía un momento y que desaparecía sin dejar rastro? Francisca no se atrevió a continuar la conversación.
Javiera no parecía aburrirse, pero tenía los ojos apagados.
—Si Isabel te oyera —dijo Francisca.
—Sí, el arte es como Claudio, no se le puede tocar ni con la punta de los dedos, si no…
—Se derrumbaría en seguida —dijo Francisca—, parecería que lo presiente. —Se volvió hacia Javiera—. Claudio, sabe, es ese tipo que estaba con ella en el Flore la otra noche.
—¡Ese moreno horrible! —dijo Javiera.
—No es tan feo —se opuso Francisca.
—Es un falso buen mozo —dijo Pedro.
—Y un falso genio —agregó Francisca. La mirada de Javiera se iluminó.
—¿Qué haría ella si ustedes le dijeran que es estúpido y feo? —interrogó en tono alentador.
—No lo creería —dijo Francisca; reflexionó—. Creo que rompería con nosotros y que odiaría a Battier.
—Sus sentimientos hacia Isabel no son demasiado buenos —dijo Pedro riendo.
—No demasiado buenos —reparó Javiera un poco confusa. Parecía dispuesta a mostrarse amable con Pedro; quizá para demostrarle a Francisca que su mal humor iba especialmente dirigido a ella; quizá también porque le halagaba que él le diera la razón.
—¿Qué le reprocha exactamente? —preguntó Pedro.
Javiera titubeó.
—Es tan compuesta; su corbata, su voz, la manera con que golpea su cigarrillo sobre la mesa, todo está hecho a propósito. —Se encogió de hombros—. Y está mal hecho. Estoy segura de que no le gusta el tabaco fuerte; ni siquiera sabe fumar.
—Desde los dieciocho años, ella se moldea —dijo Pedro. Javiera tuvo una sonrisa furtiva, una sonrisa de connivencia consigo misma.
—No me disgusta que la gente se disfrace para los demás —dijo—. Lo que hay de irritante en esa mujer es que hasta cuando está sola ha de caminar con paso decidido y hacer movimientos voluntarios con la boca.
Había tanta dureza en su voz, que Francisca se sintió herida.
—Se me ocurre que a usted le gusta disfrazarse —dijo Pedro—. Me pregunto cómo es su cara sin el flequillo y esas trenzas que le ocultan una parte. Su letra, también la disfraza, ¿no es cierto?
—Siempre he disfrazado mi letra —dijo Javiera con orgullo—. Durante mucho tiempo escribí todo en redondilla, así, —con la punta de los dedos trazó los signos en el aire—. Ahora escribo puntiagudo, es más decente.
—Lo peor de Isabel —agregó Pedro— es que hasta sus sentimientos son falsos; en el fondo, la pintura le importa un comino; es comunista y confiesa que el proletariado también le importa un comino.
—No es la mentira lo que me molesta —dijo Javiera—, lo que es monstruoso es que uno pueda manejarse a sí mismo de esta manera, por decreto. Pensar que todos los días a una hora fija se pone a pintar sin tener ganas de pintar; va a encontrarse con su tipo, tenga ganas de verlo o no… —Su labio superior se alzó en un rictus de desprecio—. ¡Cómo se puede aceptar vivir por programa, con horario y deberes que hacer, como en el colegio! Prefiero ser una fracasada.
Había conseguido lo que buscaba. Francisca se sintió herida por ese alegato.
Por lo general, las insinuaciones de Javiera la dejaban fría, pero esa noche no era lo mismo; la atención que Pedro les prestaba daba peso a los juicios de Javiera.
—Usted se cita con la gente y después no va —dijo Francisca—. Es muy bonito cuando se trata de Inés, pero lo mismo destruiría verdaderas amistades con esos modales.
—Cuando quiero a la gente, siempre tengo ganas de ir a encontrarme con ella —dijo Javiera.
—No es obligatorio.
—¡Entonces, paciencia! —Javiera hizo una mueca altanera—. Siempre he terminado por enemistarme con todo el mundo.
—¡Quién puede enemistarse con Inés! —dijo Pedro—. Parece un cordero.
—¡Oh! No hay que fiarse —observó Javiera.
—¿Ah, sí? —dijo Pedro; sus ojos se fruncieron alegremente, parecía lleno de curiosidad—. ¿Con esa carota inofensiva es capaz de morder? ¿Qué le ha hecho?
—No ha hecho nada —dijo Javiera en tono reticente.
—¡Cuénteme! —pidió Pedro con su voz más engatusadora—; me encantaría saber lo que se oculta en el fondo de ese agua mansa.
—Pero no, Inés es una pelma —dijo Javiera—. Lo que ocurre es que no me gusta que nadie se crea con derechos sobre mí. —Sonrió y el malestar de Francisca se precisó; cuando estaba sola con Francisca, Javiera dejaba que el disgusto, el placer, la ternura invadieran, a pesar suyo, un rostro sin defensa, un rostro de niña; ahora se sentía una mujer frente a un hombre, y sobre sus rasgos se pintaba exactamente el matiz de confianza o de reserva que había resuelto expresar.
—Debe de tener el cariño pesado —dijo Pedro con un aire cómplice e ingenuo en el cual Javiera se dejó atrapar.
—Eso es —respondió toda iluminada—. Una vez le di contraorden en el último momento, la noche en que fui a la Prairie; puso una cara de víctima… Francisca sonrió.
—Sí —dijo Javiera con viveza—, fui una grosera, pero ella se permitió reflexiones fuera de lugar. —Se puso roja y agregó—: Sobre algo que no le incumbía.
Era eso: Inés habría interrogado a Javiera sobre sus relaciones con Francisca y tal vez habría bromeado con esa tranquila pesadez normanda. Sin duda, detrás de todos los caprichos de Javiera había un mundo de pensamientos obstinados y secretos; era un poco inquietante pensarlo.
Pedro se echó a reír.
—Conozco a alguien, a una muchacha, Eloy; si un compañero le da contraorden, ella siempre contesta: «Precisamente ya no estaba libre». Pero no todo el mundo tiene ese tacto.
Javiera frunció el ceño.
—En todo caso, Inés no lo tiene —dijo. Debió de haber sentido vagamente la ironía, porque su rostro se tornó ceñudo.
—Es complicado, sabe —agregó Pedro seriamente—. Comprendo que le disguste observar consignas; sin embargo, tampoco se puede vivir al minuto.
—¿Y por qué no? —dijo Javiera—. ¿Por qué hay que arrastrar siempre detrás de uno un montón de chatarra?
—Mire —explicó Pedro—, el tiempo no se compone de un montón de pedacitos separados en los cuales uno pueda encerrarse sucesivamente; cuando usted cree vivir simplemente en el presente, a las buenas o a las malas, compromete el porvenir.
—No comprendo —dijo Javiera. Su acento no era amable.
—Voy a tratar de explicarlo —dijo Pedro. Cuando se interesaba por alguien, era capaz de discutir durante horas con una buena fe y una paciencia angelicales.
Era una de las formas de su generosidad. Francisca no se tomaba nunca la molestia de exponer lo que pensaba.
—Supongamos que usted haya decidido ir a un concierto —dijo Pedro—; en el momento de salir, la idea de caminar, de tomar el metro le resulta insoportable; entonces se declara libre respecto de sus resoluciones pasadas y se queda en su casa; es muy bonito, pero cuando diez minutos después se encuentra en un sillón aburriéndose, ya no es libre en absoluto, no hace más que soportar las consecuencias de su gesto. Javiera soltó una risita seca.
—Es otra de vuestras lindas invenciones, ¡los conciertos! ¡Que uno pueda tener ganas de oír música a una hora fija! Pero es extravagante —agregó en tono casi de odio—. ¿Francisca le dijo que yo tenía que ir hoy a un concierto?
—No, pero sé que en general usted nunca se resuelve a salir de su casa. Es una lástima vivir en París como secuestrada.
—No es una noche así la que me dará ganas de cambiar —afirmó Javiera con desdén.
El rostro de Pedro se ensombreció.
—De esa manera usted pierde un montón de preciosas oportunidades —dijo.
—¡Siempre tener miedo de perder algo! ¡No hay nada que me parezca tan sórdido! Si está perdido, está perdido, ¿y qué pasa?
—¿Acaso su vida es verdaderamente una sucesión de renuncias heroicas? —dijo Pedro con una sonrisa sarcástica.
—¿Usted quiere decir que soy cobarde? Si supiera lo que me importa —replicó Javiera con una voz suave, levantando un poco el labio superior.
Hubo un silencio. Los rostros de Pedro y de Javiera se habían endurecido.
«Sería mejor que fuéramos a acostarnos», pensó Francisca.
Lo más fastidioso era que ya ella misma no aceptaba el mal humor de Javiera con tanta indiferencia como durante el ensayo. De pronto, sin que uno supiera por qué, Javiera se había puesto a contar.
—¿Han visto a la mujer que está enfrente? —dijo Francisca—. Escúchenla un poco; hace un largo rato que le expone a su contrincante las secretas particularidades de su alma.
Era una mujer de párpados pesados; fijaba sobre su compañero una mirada magnética.
—Nunca he podido plegarme a las reglas del flirt —decía—. No soporto que me toquen, es enfermizo.
En otro rincón, una mujer joven, con un tocado de plumas verdes y azules, miraba con incertidumbre una gran mano de hombre que acababa de abatirse sobre su mano.
—Siempre hay un montón de parejas aquí —dijo Pedro.
Hubo otro silencio. Javiera había alzado el brazo a la altura de su boca y soplaba delicadamente sobre el fino vello que aureolaba su piel. Había que encontrar algo que decir, pero todo sonaba a falso de antemano.
—¿Nunca le había hablado de Gerbert antes? —preguntó Francisca a Javiera.
—Un poco —respondió Javiera—. Me había dicho que era atractivo.
—Tuvo una extraña juventud —dijo Francisca—. Pertenece a una familia de obreros totalmente miserable. La madre enloqueció cuando él era muy pequeño, el padre estaba siempre en paro; el chiquillo ganaba cuatro perras vendiendo diarios; un buen día, un compañero lo llevó con él para hacer de «extra» en un estudio y resultó que los tomaron a los dos. Tendría unos diez años en ese momento, era gracioso y se hizo notar. Al principio le confiaron papeles sin importancia, luego otros más importantes; empezó a ganar grandes sumas que su padre dilapidó sin cuidado.
Francisca miró con melancolía un enorme pastel blanco adornado con frutas y confites que estaba colocado sobre un aparador; el solo hecho de verlo le acongojaba el corazón; nadie escuchaba su historia.
—La gente empezó a interesarse por él; Péclard le adoptó casi y todavía vive en su casa. Tuvo hasta seis padres adoptivos en cierto momento; le arrastraban tras ellos por los cafés y por las boites, las mujeres le acariciaban el pelo. Uno era Pedro, le aconsejaba en el trabajo y en las lecturas.
Sonrió y su sonrisa se perdió en el vacío; Pedro fumaba su pipa, todo encogido; Javiera tenía un aire apenas cortés. Francisca se sintió ridícula, pero continuó con terca animación.
—Le formaban una extraña cultura al mocoso; conocía a fondo el surrealismo sin haber leído nunca un verso de Racine; era conmovedor, porque para colmar esas lagunas, iba a las bibliotecas a consultar geografías y aritméticas como buen autodidacta; pero se ocultaba para hacerlo. Y luego hubo un momento muy duro para él; crecía, ya no podía divertir como un monito sabio; al mismo tiempo que perdía sus empleos en el cine, sus padres adoptivos lo abandonaban uno tras otro.
Péclard le vestía y le daba de comer cuando se acordaba, pero era todo. Entonces fue cuando Pedro le tomó en sus manos y le convenció de que hiciera teatro. Ahora ha empezado con buen pie; todavía le falta oficio, pero tiene talento y una gran inteligencia escénica; llegará a algo.
—¿Qué edad tiene? —dijo Javiera.
—Aparenta dieciséis años, pero tiene veinte.
Pedro esbozó una sonrisa.
—Por lo menos sabes llenar una conversación —acotó.
—Me alegra que me haya contado esa historia —dijo Javiera con vivacidad—. Es muy divertido imaginar a ese muchachito y a todos esos tipos importantes que le dan bofetadas con condescendencia y se sientes fuertes, buenos y protectores.
—¿Me ve sin dificultad haciendo ese papel, no es verdad? —dijo Pedro entre ofendido y sonriente.
—¿A usted? ¿Por qué? Ni más ni menos que a los otros —dijo Javiera con aire ingenuo; miró a Francisca con una ternura sostenida—. Siempre me gusta cómo cuenta usted las cosas.
Era una renovación de alianzas lo que le proponía a Francisca. La mujer de las plumas verdes y azules decía con voz opaca:
—… no hice más que cruzarla de paso, pero desde el punto de vista de ciudad pequeña, es muy pintoresca. —Había optado por abandonar su brazo desnudo sobre la mesa y descansaba allí, ignorado; la mano del hombre apretaba un pedazo de carne que ya no pertenecía a nadie.
—Es rara —dijo Javiera— la impresión que causa tocarse las pestañas; uno se toca sin tocarse, como si se tocara a distancia. Se hablaba a sí misma y nadie contestó.
—¿Ha visto qué lindas son esas vidrieras verdes y doradas? —dijo Francisca.
—En el comedor de Lubersac —dijo Javiera—, también había vidrieras, pero no eran linfáticas como estas, tenían hermosos colores profundos. Cuando se miraba el parque a través de los vidrios amarillos, se veía un paisaje de tormenta; a través del verde y del azul parecía un paraíso con árboles de piedras preciosas y césped de brocado; cuando el parque se ponía rojo, yo me creía en las entrañas de la tierra.
Pedro hizo un visible esfuerzo de buena voluntad.
—¿Usted qué prefería?
—El amarillo, naturalmente —dijo Javiera; quedó con la mirada a lo lejos, como en suspenso—. Es terrible cómo uno pierde las cosas al envejecer.
—¿No puede recordarlo todo? —preguntó Pedro.
—Pues no, no olvido nada —dijo Javiera con desdén—. Justamente recuerdo muy bien cómo me arrebataban antes los lindos colores; ahora… —esbozó una sonrisa hastiada— me gustan.
—¡Pues sí! Cuando uno envejece, siempre pasa eso —dijo Pedro gentilmente—. Pero se encuentran otras cosas; ahora usted comprende libros y cuadros y espectáculos que no le hubieran dicho nada en su infancia.
—Pero me importa un bledo comprender sólo con la cabeza —dijo Javiera con una súbita violencia; esbozó una especie de rictus—. Yo no soy una intelectual.
—¿Por qué es tan odiosa? —replicó Pedro abruptamente. Javiera puso ojos redondos.
—No soy odiosa.
—Usted sabe que sí; todos los pretextos le parecen buenos para odiarme; además, sospecho por qué.
—¿Qué es lo que usted cree? —dijo Javiera.
La ira le coloreaba los pómulos; tenía un rostro seductor, tan lleno de matices, tan cambiante, que no parecía hecho de carne; estaba hecho de éxtasis, de rencores, de tristezas, mágicamente sensibles a la mirada; sin embargo, a pesar de esa transparencia etérea, el dibujo de la nariz, de la boca, era pesadamente sensual.
—Creyó que yo quería criticar su manera de vivir —dijo Pedro—, es injusto; he discutido con usted como lo habría hecho con Francisca, conmigo mismo; y precisamente porque su punto de vista me interesaba.
—Naturalmente, usted tiene derecho a la interpretación más malévola —dijo Javiera—. No soy una chiquilla susceptible; si le parece que soy vil y caprichosa y no sé qué más, puede decírmelo perfectamente.
—Al contrario, considero que es muy envidiable esa manera que usted tiene de sentir las cosas con tanta fuerza —dijo Pedro—, comprendo que le importe eso más que nada.
Si se le había metido en la cabeza reconquistar la buena voluntad de Javiera, había para rato.
—Sí —dijo Javiera con aire sombrío; un destello cruzó por sus ojos—. Me horroriza que usted piense eso de mí, no es verdad, no me he ofendido como una cría.
—Sin embargo, mire —observó Pedro en tono conciliador—, usted cortó la conversación y desde ese momento ha dejado de ser amable.
—No me he dado cuenta —dijo Javiera.
—Trate de acordarse, seguramente se dará cuenta. Javiera vaciló.
—No es por lo que usted creía.
—¿Por qué era?
Javiera hizo un movimiento brusco.
—No, es idiota, no tiene importancia. ¿De qué sirve volver sobre lo pasado?
Ahora se acabó.
Pedro se había plantado frente a Javiera. Prefería perder toda la noche antes que abandonar la partida. Semejante tenacidad solía parecerle indiscreta a Francisca, pero Pedro no le temía a la indiscreción; sólo tenía respeto humano en las cosas insignificantes. ¿Qué quería exactamente de Javiera? ¿Encuentros corteses en las escaleras del hotel? ¿Una aventura, un amor, una amistad?
—No tiene importancia si no volvemos a vernos nunca —dijo Pedro—. Pero sería una lástima; ¿no le parece que podríamos tener relaciones más bien agradables? —Había puesto en su voz una especie de timidez mimosa. Tenía una ciencia tan consumada de su fisonomía y de sus menores inflexiones, que era un poco turbador.
Javiera le lanzó una mirada desafiante y, sin embargo, casi tierna.
—Creo que sí —dijo.
—Entonces expliquémonos —propuso Pedro—. ¿Qué me ha reprochado? —Su sonrisa sobrentendía ya un acuerdo secreto.
Javiera se ensortijaba un mechón de pelo; mientras seguía con los ojos el movimiento lento y regular de sus dedos, dijo:
—Pensé de pronto que usted hacía un esfuerzo por ser amable conmigo a causa de Francisca, y eso me disgustó. —Echó hacia atrás el mechón dorado—. Nunca le he pedido a nadie que fuera amable conmigo.
—¿Por qué pensó eso? —preguntó Pedro; mordisqueaba la boquilla de su pipa.
—No sé —dijo Javiera.
—¿Le pareció que me ponía demasiado pronto en un pie de intimidad con usted? ¿Y eso la puso en mi contra y en contra de usted misma? ¿No es cierto?
Entonces por fastidio, usted decretó que mi amabilidad era fingida.
Javiera no dijo nada.
—¿Eso es? —preguntó Pedro sonriendo.
—Es un poco eso —dijo Javiera con una sonrisa halagada y confusa. De nuevo tomó algunos cabellos entre sus dedos y se puso a alisarlos bizqueando hacia ellos con aire tonto. ¿Había pensado todo eso? Sin duda, por pereza, Francisca había simplificado a Javiera; hasta se preguntaba con cierto malestar cómo había podido, durante las últimas semanas, tratarla como a una chiquilla deleznable; ¿pero no sería que Pedro la complicaba por placer? En todo caso, no la veía con los mismos ojos; por leve que fuera, ese desacuerdo no dejaba insensible a Francisca.
—Si yo no hubiera tenido ganas de verla, era muy sencillo volver al hotel en seguida —dijo Pedro.
—Podía haber tenido ganas por curiosidad —adujo Javiera—, era natural; Francisca y usted ponen de tal manera todo en común.
Todo un mundo de rencores secretos asomaba tras esa frasecita insignificante.
—Usted creyó que nos habíamos puesto de acuerdo para aleccionarla —dijo Pedro—, pero no había nada de eso.
—Parecían dos personas mayores sermoneando a un chico —dijo Javiera, que ya parecía protestar sólo por escrúpulo.
—Pero si yo no he dicho nada —reparó Francisca. Javiera tomó un aire reflexivo. Pedro la miró sonriendo seriamente.
—Ya se dará cuenta, cuando nos haya visto juntos más a menudo, de que puede mirarnos sin temor, como a dos individuos diferentes. Ni yo podría impedir a Francisca que sintiera afecto por usted, ni ella obligarme a manifestárselo, si yo no lo sintiera. —Se volvió hacia Francisca—. ¿No es verdad?
—Por supuesto —dijo Francisca con un calor que no pareció sonar falso; el corazón le pesaba un poco. No somos más que uno, es muy bonito; pero Pedro reivindicaba su independencia; naturalmente que en un sentido eran dos, ella lo sabía muy bien.
—Tienen a tal punto las mismas ideas —dijo Javiera—, uno no sabe muy bien quién de los dos habla ni a quién le contesta.
—¿Le parece monstruoso pensar que yo puedo sentir por usted una simpatía personal? —dijo Pedro. Javiera le miró vacilando.
—No hay ninguna razón; no tengo nada interesante que decir, y usted… usted tiene tantas ideas sobre todo.
—Quiere decir que soy tan viejo. Es usted quien tiene el juicio malévolo; me toma por una persona importante.
—¡Cómo puede pensarlo! —dijo Javiera.
Pedro tomó una voz grave donde se notaba un poco al actor.
—Si la hubiera considerado como a una encantadora personita sin importancia habría sido más cortés con usted; querría que entre nosotros hubiera algo más que un mero trato de cortesía, justamente porque siento una profunda estima por usted.
—Es un error —comentó Javiera sin convicción.
—A título puramente personal deseo obtener su amistad. ¿Quiere hacer conmigo un pacto de amistad personal?
—Cómo no —dijo Javiera. Abrió muy grandes sus ojos puros y sonrió con una sonrisa de aceptación y de alegría; casi una sonrisa de enamorada. Francisca miró esa cara desconocida llena de reticencias y de promesas y volvió a ver otro rostro, infantil, desarmado, que se apoyaba sobre su hombro en una madrugada gris; no había sabido conservarlo, se había borrado, quizá se había perdido para siempre. Y de pronto, con remordimientos, con rencor, sentía cuánto habría podido quererlo.
—Choque —dijo Pedro, y colocó sobre la mesa su mano abierta; tenía bonitas manos secas y finas. Javiera no tendió su mano.
—No me gusta ese gesto —dijo un poco fríamente—, me parece del género buen muchacho.
Pedro retiró la mano; cuando estaba contrariado, su labio superior se adelantaba, le daba un aire estirado y un poco ordinario. Hubo un silencio.
—¿Vendrá al ensayo general? —preguntó Pedro.
—Por supuesto, me regocija verlo de fantasma —dijo Javiera con amabilidad.
La sala se había vaciado; sólo quedaban en el bar algunos escandinavos medio borrachos; los hombres estaban congestionados, las mujeres, despeinadas, se besaban en la boca.
—Creo que hay que irse —dijo Francisca. Pedro se volvió hacia ella con inquietud.
—Es verdad, tienes que levantarte temprano mañana; deberíamos habernos ido antes. ¿No estás cansada?
—No más de lo necesario —respondió Francisca.
—Vamos a tomar un taxi.
—¿Otro taxi? —dijo Francisca.
—Paciencia, tienes que dormir.
Salieron y Pedro llamó un taxi; se sentó en el transportín frente a Francisca y a Javiera.
—Usted también parece tener sueño —dijo amablemente.
—Sí, tengo sueño —admitió Javiera—. Voy a hacerme un poco de té.
—Té —dijo Francisca—. Sería mejor que se acostara, son las tres.
—Detesto dormir cuando me caigo de sueño —dijo Javiera en tono de excusa.
—¿Prefiere esperar a no tenerlo? —interrogó Pedro en tono divertido.
—Me subleva sentir en mí necesidades naturales —dijo Javiera dignamente.
Bajaron del taxi y subieron la escalera.
—Buenas noches —saludó Javiera. Empujó su puerta sin tender la mano.
Pedro y Francisca subieron un piso más; el cuarto de Pedro estaba todo revuelto en ese momento; dormía todas las noches en el de Francisca.
—Creí que ibais a volver a enfadaros —dijo Francisca— cuando ella se negó a darte la mano.
Pedro se había sentado en el borde de la cama.
—Creí que volvía a hacerse la reservada y me fastidió —dijo—, pero pensándolo bien partía de un buen sentimiento; ella no quería que trataran como un juego un pacto que tomaba en serio.
—En efecto, eso parecía —dijo Francisca; seguía teniendo en la boca un extraño gusto turbio que no quería irse.
—Qué diablillo orgulloso —exclamó Pedro—; estaba bien dispuesta conmigo al principio, pero en cuanto me permití la sombra de una crítica, me aborreció.
—Le diste tan preciosas explicaciones —dijo Francisca—. ¿Fue por cortesía?
—¡Oh! ¡Si tenía cosas en su cabeza esta noche! —dijo Pedro. No continuó.
Parecía absorto. ¿Y en su cabeza, qué había exactamente? Ella interrogó su rostro, era un rostro demasiado conocido, que ya no era elocuente; bastaba extender la mano para tocarlo, pero esa misma proximidad lo hacía invisible, no se podía pensar nada de él. Ni siquiera había nombre para designarlo. Francisca sólo lo llamaba Pedro o Labrousse cuando hablaba con la gente; frente a él o en la soledad, no le llamaba. Le resultaba tan íntimo y tan irreconocible como ella misma; sobre un extraño, ella podría haberse hecho una idea.
—En realidad, ¿qué quieres de ella? —preguntó.
—A decir verdad, me lo pregunto —dijo Pedro—. No es una Canzetti, no se puede esperar de ella una aventura. Para tener un lío agradable con ella habría que comprometerse a fondo, y no tengo tiempo ni ganas.
—¿Por qué no tienes ganas? —inquirió Francisca. Era absurda esa inquietud fugitiva que acababa de cruzársele. Se decían todo, no se ocultaban nada el uno al otro.
—Es complicado —dijo Pedro—, me cansa por anticipado. Por otra parte, hay algo infantil en ella que me revuelve un poco, todavía huele a biberón. Me gustaría únicamente que no me aborreciera y que pudiéramos conversar de vez en cuando.
—Creo que eso lo has conseguido —dijo Francisca. Pedro la miró vacilando.
—¿No te resultó desagradable que le propusiera un trato personal conmigo?
—Por supuesto que no —dijo Francisca—. ¿Por qué?
—No sé, me pareciste un poco rara. La quieres, podrías desear ser la única en su vida.
—Sabes que más bien me molesta —dijo Francisca.
—Sé muy bien que nunca estás celosa de mí —acotó Pedro sonriendo—. De todas maneras, si alguna vez te ocurriera, tendrías que decírmelo. En eso también me veo como un insecto; esa manía de conquistas; y en el fondo me importan tan poco.
—Naturalmente, te lo diría —dijo Francisca. Vaciló. El malestar de esta noche, quizá eso se llame celos. No le había gustado que Pedro tomara a Javiera en serio; le habían molestado las sonrisas que Javiera dirigía a Pedro; era una depresión pasajera en la cual había mucho de cansancio. Si se lo decía a Pedro, en lugar de un humor pasajero se convertiría en una realidad inquietante y tenaz; él estaría obligado a tenerlo en cuenta en adelante, cuando ya ella no lo tuviera en cuenta.
Eso no existía, no estaba celosa.
—Hasta puedes enamorarte de ella, si quieres —dijo.
—No se trata de eso —dijo Pedro. Se encogió de hombros—. Ni siquiera estoy seguro de que no me aborrezca todavía más que antes.
Se deslizó entre las sábanas. Francisca se tendió a su lado y le besó.
—Que duermas bien —dijo con ternura.
—Que duermas bien —dijo Pedro y también la besó.
Francisca se volvió contra la pared. En su cuarto, debajo de ellos, Javiera tomaba té; había encendido un cigarrillo, era libre de elegir la hora en que se acostaría, sola en su cama, lejos de toda presencia extraña; era totalmente libre de sus sentimientos, de sus pensamientos; y seguramente, en ese momento le encantaba su libertad, la usaba para condenar a Francisca; veía a Francisca tendida junto a Pedro y abrumada de cansancio, y se complacía en un desprecio orgulloso.
Francisca se puso rígida, ya ni siquiera podía cerrar los ojos y olvidar a Javiera.
Javiera no había cesado de crecer durante toda la noche, llenaba el pensamiento, con tanta pesadez como el gran pastel del Pôle Nord. Sus exigencias, sus celos, sus desdenes, ya no se los podía ignorar puesto que Pedro se ponía a darles importancia. A esa Javiera preciosa e incómoda que acababa de revelarse, Francisca la rechazaba con todas sus fuerzas; sentía casi hostilidad por ella. Pero no había nada que hacer, ninguna manera de volver atrás. Javiera existía.