Sentadas en el fondo del café moro, sobre almohadones de lana rugosa, Francisca y Javiera miraban a la bailarina árabe.
—Querría saber bailar así —dijo Javiera; sus hombros se estremecieron, una leve ondulación recorrió su cuerpo. Francisca le sonrió; lamentaba que el día tocara a su fin; Javiera había estado encantadora.
—En Fez, en el barrio reservado, Labrousse y yo vimos unas que bailaban desnudas —dijo Francisca—, pero se parecían demasiado a una demostración anatómica.
—¡Pues ya han visto cosas! —dijo Javiera con cierto rencor.
—Usted también verá —dijo Francisca.
—¡Ay! —suspiró Javiera.
—No se quedará en Rúan toda la vida —dijo Francisca.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Javiera tristemente. Se miraba los dedos con aire pensativo; eran dedos rojos, de campesina, que contrastaban con sus muñecas finas—. Quizá pudiera tratar de ser ramera, pero no estoy lo bastante avezada.
—Es un oficio duro, ¿sabe? —dijo Francisca, riendo.
—Lo que hace falta es no tener miedo a la gente —sentenció Javiera en tono serio; meneó la cabeza—. Estoy progresando; cuando un tipo me roza por la calle, ya no grito.
—Y entra sola en los cafés, ya es mucho —dijo Francisca. Javiera la miró confundida.
—Sí, pero no le he dicho todo: en ese pequeño dancing adonde fui anoche, un marinero me invitó a bailar; no acepté. Me apresuré para terminar mi calvados y escapé como una cobarde. —Hizo una mueca—. Es horrible el calvados.
—Debía de ser un rico matarratas —dijo Francisca—. Creo que usted hubiera podido bailar con su marinero; hice un montón de tonterías así en mi juventud y nunca pasó nada malo.
—La próxima vez aceptaré —dijo Javiera.
—¿No tiene miedo de que una noche su tía se despierte? Me imagino lo que pasaría.
—No se atrevería a entrar en mi cuarto —dijo Javiera en tono de desafío. Sonrió, hurgó en su cartera—. Hice un dibujito para usted.
Una mujer que se parecía un poco a Francisca estaba apoyada en un mostrador; tenía las mejillas pintadas de verde y el vestido de amarillo. Abajo del dibujo, Javiera había escrito con gruesas letras violetas: El camino del vicio.
—Tiene que dedicármelo —dijo Francisca.
Javiera miró a Francisca, miró el dibujo y después lo rechazó.
—Es muy difícil.
La bailarina avanzó hacia el centro del salón; sus caderas ondulaban, su vientre se estremecía al ritmo del tamboril.
—Parece que un demonio quiere escapar de su cuerpo —dijo Javiera. Se inclinó hacia adelante, fascinada. Francisca había estado bien inspirada al traerla aquí; nunca Javiera había hablado tan largamente de sí misma; tenía una manera encantadora de contar cuentos. Francisca se hundió entre los cojines; ella también estaba impresionada por todo ese brillo fácil, pero lo que le encantaba, sobre todo, era haber anexionado a su vida esa minúscula existencia triste; pues ahora, como Gerbert, como Inés, como Canzetti, Javiera le pertenecía; nada le causaba a Francisca alegrías tan fuertes como esa especie de posesión; Javiera miraba atentamente a la bailarina, no veía su propio rostro que la pasión embellecía, su mano sentía los contornos de la taza que apretaba, pero Francisca sólo era sensible a los contornos de esa mano: los gestos de Javiera, su rostro, su vida misma tenían necesidad de Francisca para existir. En ese momento, para sí misma, Javiera no era nada más que un gusto de café, una música lacerante, una danza, un leve bienestar; pero para Francisca, la infancia de Javiera, sus días estancados, sus repulsiones, componían una historia romántica tan real como el tierno modelado de sus mejillas; y esa historia iba a parar precisamente aquí, entre las telas abigarradas, en ese minuto exacto de la vida de Francisca en que Francisca se volvía hacia Javiera y la contemplaba.
—Ya son las siete —dijo Francisca. La abrumaba la idea de pasar la velada con Isabel, pero no podía evitarlo—. ¿Sale con Inés esta noche?
—Creo que sí —dijo Javiera con voz sombría.
—¿Cuánto tiempo más se queda en París?
—Me voy mañana. —Un relámpago de rabia cruzó por los ojos de Javiera—. Mañana todo seguirá estando aquí, y yo estaré en Rúan.
—¿Por qué no sigue cursos de dactilografía como se lo había aconsejado? —dijo Francisca—. Yo podría encontrarle un empleo.
Javiera se encogió de hombros, descorazonada.
—No sería capaz —dijo.
—Por supuesto que lo sería, no es difícil.
—Mi tía trató también de enseñarme a tejer —dijo—, y mi ultima media fue un desastre. —Miró a Francisca con un aire triste y vagamente provocativo—. Tiene razón: nunca podrán hacer nada de mí.
—Sin duda no harán una buena ama de casa —replicó Francisca riendo—, pero se puede vivir sin eso.
—No es a causa de la media —dijo Javiera con voz fatal—, pero es una prueba.
—Se descorazona demasiado pronto. Sin embargo, ¿tiene ganas de irse de Rúan? ¿No hay allí nada ni nadie que le importe?
—Los odio —dijo Javiera—. Odio esa ciudad inmunda y a los que van por las calles con sus miradas de lombrices.
—Eso no puede durar —dijo Francisca.
—Durará —dijo Javiera. Se levantó bruscamente—. Me voy.
—Espere, la acompaño —dijo Francisca.
—No, no se moleste, ya le he hecho perder toda la tarde.
—No me ha hecho perder nada —repuso Francisca—. ¡Qué rara es usted!
Examinó con cierta perplejidad la cara huraña de Javiera; era un pequeño personaje desconcertante; con esa boina que ocultaba sus cabellos rubios, tenía casi un aspecto de chiquillo; sin embargo, era el rostro de una joven lo que había conmovido a Francisca seis meses atrás. El silencio se prolongó.
—Discúlpeme —dijo Javiera—. Tengo un dolor de cabeza terrible. —Se tocó las sienes con aire dolorido—. Debe de ser este humo: me duele aquí, y aquí.
La parte de abajo de sus ojos estaba hinchada; su tez, turbia. En verdad, el espeso olor de incienso y de tabaco hacía el aire casi irrespirable. Francisca llamó al camarero.
—Es una lástima: si no estuviera tan cansada la habría llevado esta noche al cabaret —se lamentó.
—Creía que tenía que ver a una amiga —dijo Javiera.
—Vendría con nosotros, es la hermana de Labrousse, una muchacha pelirroja peinada a la garçonne, usted la vio cuando festejamos las cien representaciones de Filoctetes.
—No me acuerdo —dijo Javiera. Su mirada se animó—. Sólo me acuerdo de usted: tenía una larga falda negra muy estrecha, una blusa de lamé y una redecilla plateada en el pelo. ¡Qué guapa estaba!
Francisca sonrió: no era guapa, pero le gustaba su propia cara; siempre le causaba una sorpresa agradable encontrarla en un espejo. Por lo general, no pensaba que tenía una cara.
—Usted llevaba un vestido azul precioso, todo plisado —dijo—, y estaba borracha.
—Traje mi vestido, me lo pondré esta noche.
—¿Es prudente si le duele la cabeza?
—Ya no me duele. Era sólo un mareo. Le brillaban los ojos; había recobrado su hermosa tez anacarada.
—Entonces, está bien —dijo Francisca. Empujó la puerta—. Pero Inés se va a molestar, si cuenta con usted.
—Y bueno, se molestará —dijo Javiera con una mueca desdeñosa.
Francisca llamó a un taxi.
—La dejo en casa de ella y a las nueve y media nos encontramos en el Dôme.
No tiene más que seguir el bulevar Montparnasse, derecho.
—Lo conozco —dijo Javiera.
Francisca se sentó en el taxi al lado de ella y pasó su brazo bajo el de Javiera.
—Estoy muy contenta de que todavía tengamos algunas horas por delante.
—Yo también estoy contenta —respondió Javiera en voz baja.
El taxi se detuvo en la esquina de la calle de Rennes. Javiera bajó y Francisca se hizo llevar al teatro. Pedro estaba en su camerino, en bata; comía un sandwich de jamón.
—¿Estuvo bien el ensayo? —dijo Francisca.
—Trabajaste bien —dijo Pedro señalando el manuscrito colocado sobre su escritorio—. Está bien. Está muy bien.
—¿De veras? ¡Cuánto me alegra! Me ha dolido en el alma tener que cortar la muerte de Lucilio, pero me parece que era necesario.
—Era necesario —dijo Pedro—. Todo el movimiento del acto ha cambiado. —Mordió su sandwich—. ¿No has comido? ¿Quieres un sandwich?
—Sí. —Tomó uno y miró a Pedro con reproche—. No te alimentas bastante, estás muy pálido.
—No quiero engordar.
—César no era flaco. —Francisca sonrió—. ¿Si telefonearas a la portera para que vaya a buscarnos una botella de Château-Margaux?
—No es una mala idea —dijo Pedro.
Descolgó el receptor y Francisca se instaló sobre el diván; era allí donde dormía Pedro cuando no pasaba la noche con ella; a ella le gustaba mucho ese camerino.
—Ya está —dijo Pedro—, serás servida.
—Estoy tan contenta. Creí que nunca terminaría ese tercer acto.
—Has hecho un trabajo excelente. —Pedro se inclinó hacia ella y la abrazó.
Francisca le echó los brazos alrededor del cuello.
—Lo has hecho tú —dijo—. ¿Recuerdas lo que me decías en Délos? ¿Que querías llevar al teatro algo absolutamente nuevo? Y bien… ya está.
—¿Lo crees realmente? —dijo Pedro.
—¿Tú no lo crees?
—Lo creo un poco.
Francisca se echó a reír.
—Lo crees del todo, pareces encantado. ¡Pedro! Si no tenemos demasiadas preocupaciones de dinero, ¡qué buen año va a ser este!
—En cuanto seamos un poco ricos, te compraremos otro abrigo.
—Estoy acostumbrada a este.
—No cabe duda. —Pedro se sentó junto a Francisca.
—¿Te divertiste con tu joven amiga?
—Es una monada. ¡Qué lástima que se pudra en Rúan!
—¿Te contó muchas cosas?
—Un montón de cuentos; te los contaré alguna vez.
—¿Entonces estás contenta, no has perdido el día?
—Me gustan mucho los cuentos.
Llamaron y la puerta se abrió. La portera trajo con aire pomposo una bandeja con dos vasos y una botella de vino.
—Muchas gracias —dijo Francisca. Llenó los vasos.
—Por favor —añadió Pedro—, no estoy para nadie.
—Entendido, señor Labrousse —dijo la mujer. Salió. Francisca tomó su vaso en la mano y mordió un segundo sandwich.
—Esta noche voy a llevar a Javiera con nosotras —dijo—. Iremos al cabaret.
Me divierte. Espero que neutralice a Isabel.
—Ha de estar deslumbrada.
—Pobre chica, me partió el alma. Le revuelve de tal manera volver a Rúan.
—¿No hay ninguna manera de sacarla? —preguntó Pedro.
—Ninguna —dijo Francisca—. Es tan floja e impotente; nunca tendrá el valor de aprender un oficio; y su tío no imagina más porvenir para ella que un marido piadoso y muchos hijos.
—Deberías encargarte de ella.
—¿Cómo quieres que lo haga? La veo una vez por mes.
—¿Por qué no la haces venir a París? La vigilarías, la obligarías a trabajar; que aprenda taquigrafía; ya encontraremos algún lugar donde colocarla.
—Su familia no se lo permitirá jamás.
—Y bueno, que lo haga sin permiso. ¿No es mayor de edad?
—No, pero el problema no es exactamente ese. No creo que la hagan buscar por la policía.
Pedro sonrió.
—¿Y cuál es el problema?
Francisca vaciló; a decir verdad, nunca había pensado que se planteara ningún problema.
—En resumen, ¿propones que la hagamos vivir en París a costa nuestra hasta que se desenvuelva?
—¿Por qué no? Presentándole eso como un préstamo.
—Por supuesto —dijo Francisca. Siempre le asombraba esa manera que tenía de hacer nacer en cuatro palabras mil posibilidades imprevistas. Ahí donde los otros veían matorrales impenetrables, Pedro descubría un porvenir virgen que podía moldear a su antojo. Era el secreto de su fuerza.
—Hemos tenido tanta suerte en nuestra vida —dijo Pedro—. Convendría compartirla con los otros cada vez que podamos. Francisca examinó con perplejidad el fondo de su vaso.
—En un sentido me tienta —dijo—. Pero tendría que ocuparme de ella y tengo tan poco tiempo.
—Hormiguita —dijo Pedro con ternura. Francisca se ruborizó levemente.
—Sabes que no tengo mucho tiempo.
—Ya lo sé. Pero es curiosa esa especie de retroceso que haces cada vez que se te presenta algo nuevo.
—La única novedad que me interesa es nuestro porvenir común —dijo Francisca—. ¡Qué quieres, soy feliz así! Debes reprochártelo a ti solo.
—No te critico. Al contrario, te encuentro tanto más pura que yo, no hay nada que suene a falso en tu vida.
—Es que tú no le das tanta importancia a la vida en sí misma. Tu trabajo es lo que cuenta.
—Es verdad. —Pedro se mordió una uña con aire perplejo—. En mí, aparte de mis relaciones contigo, todo es frivolidad y despilfarro.
Continuaba mordisqueándose la mano; no estaría contento hasta que sangrara.
—Pero en cuanto haya liquidado a Canzetti, todo estará terminado.
—Eso dices —dijo Francisca.
—Lo demostraré.
—Tienes suerte, tus líos siempre se liquidan bien.
—Es que en el fondo ninguna de esas mujercitas ha estado nunca verdaderamente enamorada de mí, dijo Pedro.
—No creo que Canzetti sea una muchacha interesada.
—No, no es tanto para que le dé un papel; sólo es que me toma por un gran hombre, se imagina que el genio se le subirá del sexo al cerebro.
—Hay mucho de eso —dijo Francisca riendo.
—Esos líos ya no me divierten —dijo Pedro—. Si por lo menos fuera un gran sensual; pero ni siquiera tengo esa excusa. —Miró a Francisca con aire confuso—. Lo que pasa es que me gustan mucho los comienzos. ¿No lo comprendes?
—Quizá. Pero a mí no me interesaría una aventura que no tuviera porvenir.
—¿No?
—No; es más fuerte que yo, soy una mujer fiel.
—No se puede hablar de fidelidad y de infidelidad entre nosotros —atrajo a Francisca contra él—. Tú y yo somos uno solo; es verdad, sabes, no podrían definirnos al uno sin el otro.
—Gracias a ti —dijo Francisca.
Tomó el rostro de Pedro entre sus manos y sé puso a cubrir de besos esas mejillas donde el olor a pipa se mezclaba con un perfume infantil e inesperado de pastelería. Somos uno solo, se repitió. Mientras no se lo hubiera contado a Pedro, ningún hecho era totalmente verdadero; flotaba inmóvil, incierto, en una especie de limbo. Antes, cuando Pedro la intimidaba, había una cantidad de cosas que ella dejaba a un lado: pensamientos turbios, gestos impensados; si no se hablaba de ellos, era casi como si no existieran, formaban debajo de la verdadera existencia una vegetación subterránea y vergonzosa donde ella se encontraba sola y donde se ahogaba. Y luego, poco a poco, lo había dicho todo; ya no conocía la soledad, pero estaba purificada de esos confusos hervideros. Todos los momentos de su vida que ella le confiaba, Pedro los volvía claros, pulidos, terminados, y se convertían en momentos de la vida de ambos. Ella sabía que, a su vez, representaba el mismo papel junto a él; no tenía con ella repliegues ni pudores; sólo se mostraba retraído cuando estaba mal afeitado o tenía una camisa sucia; entonces fingía estar resfriado y conservaba un pañuelo alrededor del cuello, lo que le daba un aspecto de anciano precoz.
—Voy a tener que dejarte —dijo ella con lástima—. ¿Te quedas a dormir aquí o vienes conmigo?
—Iré a tu casa. Quiero volver a verte lo antes posible.
Isabel ya estaba instalada en el Dôme; fumaba, fijando los ojos en el vacío.
Hay algo que anda mal, pensó Francisca. Se había maquillado cuidadosamente la cara, pero la tenía hinchada y cansada. Vio a Francisca y una brusca sonrisa pareció liberarla de sus pensamientos.
—Buenos días, estoy muy contenta de verte —dijo con vehemencia.
—Yo también —replicó Francisca—. Dime, ¿no te molesta que lleve con nosotras a la chica Pagés? Se muere de ganas de ir a un cabaret; podremos conversar mientras ella baila, no es pesada.
—Hace siglos que no oigo jazz —dijo Isabel—. Va a divertirme.
—¿No ha llegado aún? Es raro. —Se volvió hacia Isabel—. ¿Y ese viaje? —preguntó alegremente—. ¿Decididamente te vas mañana?
—Lo consideras tan sencillo —dijo Isabel; tenía una risa desagradable—. Parece que eso podría mortificar a Susana, y Susana ha sufrido tanto con los acontecimientos de septiembre.
Era eso… Francisca miró a Isabel con una piedad indignada; Claudio se portaba con ella en forma verdaderamente indignante.
—Como si tú no hubieras sufrido también.
—Pero yo soy alguien lúcido y fuerte —dijo Isabel con ironía—. Yo soy la mujer que nunca hace escenas.
—Pero, en fin, Claudio ya no está enamorado de Susana. Está vieja y fea —dijo Francisca.
—Ya no está enamorado —dijo Isabel—. Pero Susana es una superstición. Está convencido de que no llegará a nada sin ella.
Hubo un silencio. Isabel seguía con aplicación el humo de su cigarrillo. Sabía guardar las formas; pero ¡qué oscuridad debía de haber en su corazón! Había esperado tanto de ese viaje: quizá esa larga soledad de dos resolviera por fin a Claudio a romper con su mujer. Francisca se había vuelto escéptica; hacía dos años que Isabel esperaba la hora decisiva. Pero sentía la decepción de Isabel con un nudo en el corazón, que se parecía al remordimiento.
—Hay que decir que Susana es muy inteligente —dijo Isabel. Miró a Francisca—. Está tratando de que Nanteuil acepte la pieza de Claudio. Es otra de las razones que le retienen en París.
—Nanteuil —dijo Francisca blandamente—. Qué idea tan rara.
Miró a la puerta con un poco de inquietud. ¿Por qué Javiera no llegaba?
—Es una estupidez —Isabel hablaba con voz más firme—. Por otra parte, es muy sencillo, fuera de Pedro no hay nadie que pueda montar Partición. Estaría formidable en el papel de Achab.
—Es un buen papel —dijo Francisca.
—¿Crees que le gustaría? —en la voz de Isabel había una súplica ansiosa.
—Partición es una pieza muy interesante —dijo Francisca—. Pero no está en absoluto dentro de la línea de las investigaciones de Pedro.
—Escucha —prosiguió, solícita—. ¿Por qué Claudio no le lleva su pieza a Berger? ¿Quieres que Pedro le mande unas líneas a Berger?
Isabel tragó saliva dificultosamente.
—No te das cuenta de la importancia que tendría para Claudio que Pedro aceptara su obra. Duda tanto de sí mismo. Sólo Pedro podría sacarle de eso.
Francisca eludió su mirada; la pieza de Battier era detestable. No había posibilidad de aceptarla. Pero ella sabía cuántas esperanzas había puesto Isabel en esta última probabilidad; frente a su rostro descompuesto eran verdaderos remordimientos los que sentía. No ignoraba hasta qué punto su existencia y su ejemplo habían pesado en el destino de Isabel.
—Francamente, no hay solución —dijo.
—Sin embargo, Lucio y Armanda fue un éxito.
—Justamente, después de Julio César, Pedro quiere tratar de lanzar a un desconocido.
Francisca se interrumpió. Vio con alivio que Javiera se acercaba. Estaba cuidadosamente peinada y se había maquillado la cara con el propósito de desdibujar sus pómulos y afinar su gran nariz sensual.
—¿Se conocen? —Francisca sonrió a Javiera—. Llega muy tarde. Estoy segura de que no ha comido. Comerá algo.
—No, gracias, no tengo hambre —se excusó Javiera. Se sentó y bajó la cabeza. Parecía incómoda—. Me perdí —dijo.
Isabel hacía pesar sobre ella una mirada insistente. La observaba.
—¿Se ha perdido? ¿Viene de lejos?
Javiera volvió hacia Francisca un rostro desolado.
—No sé lo que me pasó, seguí el bulevar, no terminaba jamás, me encontré en una avenida oscurísima. Debo de haber pasado ante el Dôme sin verlo.
Isabel se echó a reír.
—Se necesita buena voluntad —dijo. Javiera le lanzó una mirada asesina.
—Bueno, está aquí, eso es lo principal —adujo Francisca—. ¿Qué te parecería ir a la Prairie? No está como en nuestra juventud, pero no es desagradable.
—Como quieras —dijo Isabel.
Salieron del café; en el bulevar Montparnasse un viento fuerte barría las hojas de los plátanos; Francisca se divirtió en hacerlas crujir bajo sus pies, tenían olor a nuez seca y a vino cocido.
—Hace por lo menos un año que no he ido a la Prairie.
No hubo respuesta. Javiera apretaba con gesto friolento el cuello de su abrigo.
Isabel llevaba su bufanda en la mano, parecía no sentir el frío y no ver nada.
—Cuánta gente hay ya —dijo Francisca. Todos los taburetes del bar estaban ocupados; eligió una mesa un poco apartada.
—Tomaré un whisky —dijo Isabel.
—Dos whiskies —dijo Francisca—. ¿Y usted?
—Lo mismo que usted —dijo Javiera.
—Tres whiskies —dijo Francisca. Ese olor a alcohol y a humo le recordaba su juventud. Siempre le habían gustado los ritmos del jazz, las luces amarillas y el hervidero de las boites nocturnas. ¡Qué fácil era vivir feliz en un mundo que contenía a la vez las ruinas de Delfos, las montañas peladas de Provenza y esta flora humana! Sonrió a Javiera.
—Mire en el bar, la rubia respingona; vive en mi hotel; se arrastra durante horas por los corredores en camisón celeste. Creo que es para excitar al negro que vive encima de mi cuarto.
—No es bonita —dijo Javiera. Sus ojos se dilataron—. Hay una mujer morena a su lado que es muy hermosa. ¡Qué hermosa es!
—Pues sepa que tiene por amante a un campeón de catch; se pasean por el barrio tomados por el dedo meñique.
—¡Oh! —dijo Javiera con reproche.
—No es culpa mía —se disculpó Francisca. Javiera se levantó. Dos muchachos se habían acercado y sonreían con aire insinuante.
—No, no bailo —dijo Francisca.
Isabel vaciló y se levantó a su vez.
En este momento me aborrece, pensó Francisca. En la mesa vecina, una rubia ya un poco ajada y un muchacho muy joven se tomaban tiernamente de la mano; el muchacho hablaba apasionadamente en voz baja; la mujer sonreía con precaución para que ninguna arruga agrietara su lindo rostro ajado; la mujerzuela del hotel bailaba con un marinero, se apretaba contra él, con los ojos entreabiertos; la hermosa morena sentada sobre un taburete comía con aire displicente rodajas de plátano. Francisca sonrió con orgullo; cada uno de esos hombres, cada una de esas mujeres, estaban allí absorbidos en vivir por un momento su pequeña historia personal; Javiera bailaba, sobresaltos de ira y desesperación sacudían a Isabel. En el centro del cabaret, impersonal y libre, estoy yo. Contemplo al mismo tiempo todas esas vidas, todos esos rostros. Si me apartara de ellos, se desarmarían de pronto como un paisaje abandonado.
Isabel volvió a sentarse.
—Sabes —comentó Francisca—, lamento que no se pueda arreglar ese asunto.
—Comprendo muy bien —dijo Isabel. Su rostro se desplomó; no podía contener por mucho tiempo su rabia, sobre todo delante de otros.
—¿No estás bien con Claudio en este momento? —preguntó Francisca.
Isabel sacudió la cabeza; hizo una mueca desagradable y Francisca creyó que iba a llorar, pero se contuvo.
—Claudio está en plena crisis. Dice que no puede trabajar mientras su pieza no haya sido aceptada, que no se siente realmente liberado de ella. Cuando cae en esos estados, es terrible.
—Tú no eres responsable —dijo Francisca.
—Pero siempre todo recae sobre mí —replicó Isabel. De nuevo le temblaron los labios—. Porque soy una mujer fuerte. No se le ocurre que una mujer fuerte puede sufrir tanto como otra —dijo con un acento de piedad apasionada.
Se echó a llorar.
—Mi pobre Isabel —dijo Francisca tomándole la mano. A través de las lágrimas, el rostro de Isabel recobraba un aspecto infantil.
—Es estúpido —dijo. Se secó los ojos—. Esto no puede seguir así, con Susana siempre entre los dos.
—¿Qué querrías? ¿Que se divorcie?
—No se divorciará nunca. —Isabel se puso a llorar nuevamente con una especie de rabia—. ¿Y acaso me quiere? Yo ya ni siquiera sé si le quiero. —Miró a Francisca con ojos desorbitados—. Hace dos años que lucho por ese amor, me mato luchando, le he sacrificado todo, y ni siquiera sé si nos queremos.
—Por supuesto, le quieres —dijo Francisca con cobardía—. En este momento le guardas rencor, entonces ya no sientes nada, pero eso no quiere decir nada.
Había que tranquilizar a Isabel a cualquier precio, sería terrible lo que descubriría si un día se dedicaba a ser sincera hasta el final; sin duda, ella también tenía miedo; esos destellos de lucidez siempre se detenían a tiempo.
—Yo no sé nada —dijo Isabel.
Francisca le apretó la mano con más fuerza, se sentía verdaderamente conmovida.
—Claudio es débil, eso es todo; pero te ha dado mil pruebas de amor. —Alzó la cabeza; Javiera estaba de pie junto a la mesa y consideraba la escena con una sonrisa extraña.
—Siéntese —dijo Francisca, cortada.
—No, vuelvo a bailar. —En el rostro de Javiera había desprecio y casi maldad.
Francisca recibió ese juicio malévolo como un choque desagradable.
Isabel se había enderezado; se empolvaba el rostro.
—Hay que tener paciencia —dijo. Su rostro se recobró—. Es cuestión de influencia. Siempre he sido demasiado franca con Claudio, no le impresiono.
—¿Alguna vez le has dicho claramente que no podías soportar la situación?
—No. —Dijo Isabel—. Hay que esperar. —Tenía de nuevo su aire suspicaz y duro.
¿Amaba a Claudio? Sólo se había echado sobre él para tener, también ella, un gran amor. La admiración que le profesaba era otra manera de defenderse de Pedro. Sin embargo, sentía por su culpa sufrimientos contra los cuales nada podían hacer ni ella ni Pedro.
—Qué desastre —dijo Francisca realmente compungida.
Isabel se había levantado de la mesa; bailaba. Tenía los ojos hinchados y la boca crispada. Una especie de envidia atravesó a Francisca. Los sentimientos de Isabel podían ser falsos y su vocación falsa y falso el conjunto de su vida: su dolor presente era violento y verdadero. Francisca miró a Javiera. Javiera bailaba, con la cabeza un poco echada hacia atrás, el rostro estático; todavía no tenía vida, para ella todo era posible, y esta noche encantada contenía la promesa de mil encantos desconocidos. Para esa muchacha, para esa mujer con el corazón cargado, ese momento tenía un sabor áspero e inolvidable. ¿Y yo?, pensó Francisca.
Espectadora. Pero este jazz, este gusto a whisky, esta luz anaranjada, no era sólo un espectáculo, había que encontrar algo que hacer. ¿Y qué? En el alma huraña y tensa de Isabel, la música se convertía suavemente en esperanza; Javiera la convertía en una espera apasionada. Y sólo Francisca no encontraba en ella nada que armonizara con la voz conmovedora del saxófono. Buscó un deseo, un remordimiento; pero detrás de ella, ante ella, se extendía una dicha árida y clara.
Pedro, jamás ese nombre podría despertar en ella un sufrimiento. Gerbert, a ella tampoco le importaba Gerbert. Ya no conocía ni riesgo, ni esperanza, ni temor; solamente esa felicidad que ni siquiera dependía de ella; ningún malentendido era posible con Pedro, ningún acto sería nunca irreparable. Si algún día ella tratara de hacerse sufrir, él la comprendería tan bien, que la felicidad se cerraría de nuevo sobre ella. Encendió un cigarrillo. No, ella no encontraba nada, salvo esa pena abstracta de no tener por qué apenarse. Tenía un nudo en la garganta, su corazón latía un poco más rápido que de costumbre, pero ni siquiera podía creer que estaba verdaderamente cansada de la felicidad; ese malestar no le traía ninguna revelación patética, no era más que un accidente entre otros, una modulación breve y apenas previsible que se resolvería en la paz. Ya ella no se dejaba sorprender por la violencia de los instantes, sabía muy bien que ninguno de ellos tenía un valor decisivo «Encerrada en la felicidad», murmuró; pero sentía una especie de sonrisa dentro de ella.
Francisca miró con desaliento los vasos vacíos, el cenicero rebosante de colillas; eran las cuatro de la mañana, Isabel se había ido hacía un rato, pero Javiera no se cansaba de bailar; Francisca ya no bailaba y para pasar el rato había bebido demasiado y fumado demasiado; tenía la cabeza pesada y sentía en todo el cuerpo la lasitud del sueño.
—Creo que sería hora de irse —dijo.
—¿Ya? —Javiera miró a Francisca con tristeza—. ¿Está cansada?
—Un poco —Francisca titubeó—. Puede quedarse sin mí —insinuó—. Ya le ha ocurrido ir sola a un cabaret.
—Si se va, la acompaño —dijo Javiera.
—Pero no quiero obligarla a irse.
Javiera se encogió de hombros con un aire un poco fatalista.
—No me importa irme.
—No, sería una lástima. —Francisca sonrió—. Quedémonos un rato más. —El rostro de Javiera se iluminó.
—Es tan agradable este lugar, ¿no es cierto? —Le sonrió a un muchacho que se inclinaba ante ella y lo siguió hasta el centro de la pista.
Francisca encendió otro cigarrillo. Después de todo, nada la obligaba a reanudar su trabajo mañana mismo. Era un poco absurdo pasar horas aquí sin bailar, sin hablar con nadie, pero si por lo menos uno pudiera resignarse, encontrarle su lado bueno a esta especie de sopor; hacía años que no le ocurría esto de quedarse así, perdida entre los vapores del alcohol y del tabaco, persiguiendo pequeños sueños y pensamientos que no conducían a ninguna parte.
Javiera volvió a sentarse junto a Francisca.
—¿Por qué no baila? —preguntó.
—Bailo mal —respondió Francisca.
—¿Entonces se aburre? —dijo Javiera con voz quejumbrosa.
—En absoluto. Me gusta mucho mirar. Me encanta, al contrario, oír música y ver gente.
Sonrió; le debía a Javiera esta hora y esta noche; entonces ¿por qué negarse a introducir en su vida esta nueva riqueza que se ofrecía: un compañero nuevo, con sus exigencias, sus sonrisas reticentes y sus reacciones imprevistas?
—Comprendo muy bien, no debe de ser divertido para usted. El rostro de Javiera se había entristecido. Ella también parecía cansada.
—Pero le aseguro que estoy contenta —dijo Francisca. Rozó la muñeca de Javiera—. Me gusta estar con usted.
Javiera sonrió sin convicción; Francisca la miró amistosamente; no comprendía muy bien las resistencias que le había opuesto a Pedro. Precisamente lo que la tentaba era ese leve perfume de riesgo y de misterio.
—¿Sabe lo que he pensado esta noche? —dijo en forma abrupta—. Que usted no hará nada mientras esté en Rúan. Hay una sola solución: que venga a vivir a París.
—¿Vivir en París? —dijo Javiera asombrada—. ¡Ya me gustaría!
—No lo digo tontamente. —Francisca vaciló; tenía miedo de que Javiera la considerara indiscreta—. Podría hacer lo siguiente: se instalaría en París, en mi hotel, si quiere; yo le prestaría el dinero necesario y usted aprendería un oficio: taquigrafía o algo mejor aún: tengo una amiga que dirige un instituto de belleza y que la emplearía en cuanto usted tuviera un diploma.
El rostro de Javiera se ensombreció.
—Mi tío no aceptará jamás.
—Tendrá que arreglárselas sin su permiso. ¿No le tiene miedo?
—No —dijo Javiera. Miró atentamente sus uñas puntiagudas; con su tez pálida, sus largos mechones rubios, desordenados por el baile, tenía el aspecto lastimoso de una medusa arrojada sobre la arena seca.
—¿Entonces?
—¿Me permite? —Javiera se levantó para seguir a uno de sus bailarines que le hacía una seña y la vida volvió a su rostro. Francisca la siguió con ojos asombrados; Javiera tenía cambios de humor extraños; era un poco desconcertante que ni siquiera se hubiera tomado el trabajo de examinar la proposición de Francisca. Sin embargo, en ese proyecto no había nada que no fuera razonable.
Esperó con un poco de impaciencia que Javiera volviera a su asiento.
—¿Entonces? —preguntó—. ¿Qué piensa de mi proyecto?
—¿Qué proyecto? —dijo Javiera. Parecía sinceramente sorprendida.
—El de venir a vivir a París.
—¡Oh, vivir en París!
—Pero es en serio. Parece que lo tomara como una idea quimérica.
Javiera se encogió de hombros.
—No puede ser —respondió.
—Basta con que usted lo quiera. ¿Qué se lo impide?
—Es irrealizable —dijo Javiera con aire irritado. Miró a su alrededor—. Esto se está poniendo siniestro, ¿no le parece? Todas las personas tienen los ojos en mitad de la cara. Echan raíces aquí porque ni siquiera tienen fuerzas para arrastrarse a otro lugar.
—Bueno, vámonos —dijo Francisca. Atravesó la sala y empujó la puerta; se alzaba una madrugada gris—. Podríamos caminar un poco —propuso.
—Podríamos —dijo Javiera. Se ajustó el abrigo en torno al cuello y echó a andar con paso rápido. ¿Por qué se negaba a tomar en serio el ofrecimiento de Francisca? Era irritante sentir contra una ese pensamiento hostil y obstinado.
Tengo que convencerla, pensó Francisca. Hasta aquí la discusión con Pedro, los sueños vagos de la noche, el principio mismo de esa conversación no había sido sino un juego; bruscamente, todo se había vuelto real: la resistencia de Javiera era real, y Francisca quería vencerla. Era escandaloso: ¡tenía a tal punto la impresión de dominar a Javiera, de poseerla hasta en su pasado y en el laberinto todavía imprevisto de su porvenir! Y, sin embargo, estaba esa voluntad empecinada contra la cual su propia voluntad se quebraba.
Javiera caminaba cada vez con más rapidez y fruncía el ceño dolorosamente; no era posible conversar. Francisca la siguió un momento en silencio, luego perdió la paciencia.
—¿No le molesta caminar? —preguntó.
—En absoluto —dijo Javiera; una mueca trágica deformó su rostro—. Odio el frío.
—Haberlo dicho. Entraremos en el primer café abierto que encontremos.
—No, caminemos puesto que usted tiene ganas —dijo Javiera con una abnegación valiente.
—No tengo tantas ganas. Tomaría con gusto un café caliente.
Moderaron un poco el paso; cerca de la estación Montparnasse, en la esquina de la calle Odessa, la gente se amontonaba ante el mostrador de un café Biard.
Francisca entró y se sentó en un rincón, en el fondo de la sala.
—Dos cafés —pidió.
Contra una de las mesas, una mujer dormía con el cuerpo doblado en dos; había maletas y bultos en el suelo; en otra mesa, tres campesinos bretones bebían calvados.
Francisca miró a Javiera.
—No lo comprendo —dijo.
Javiera le lanzó una mirada inquieta.
—¿La fastidio?
—Estoy decepcionada. Creí que tendría el valor de aceptar lo que le proponía.
Javiera vaciló; miró a su alrededor con aire torturado.
—No quiero hacer masaje facial —dijo quejumbrosa. Francisca se echó a reír.
—Nada la obliga. También puedo encontrarle un puesto de maniquí, por ejemplo; o, decididamente, aprenda taquigrafía.
—No quiero ser taquimecanógrafa ni maniquí —dijo Javiera con violencia.
Francisca quedó desconcertada.
—En mi proyecto, eso no sería más que un principio. Cuando tuviera un oficio, tendría tiempo para ver qué aparece. En realidad, ¿qué le interesaría? ¿Seguir estudios, dibujar, hacer teatro?
—No sé. Nada especial. ¿Es absolutamente necesario hacer algo? —preguntó con un poco de altivez.
—Algunas horas de trabajo aburrido no me parecerían un precio demasiado alto por su independencia —dijo Francisca. Javiera hizo una mueca de asco.
—Odio esos regateos; si no se puede tener la vida que se desea, es mejor no vivir.
—Usted no se matará nunca —dijo Francisca con un poco de sequedad—. Valdría más que tratara de tener una vida correcta.
Bebió un sorbo de café; era verdadero café de madrugada, áspero y azucarado como el que se bebe en las estaciones después de una noche de viaje, o en las hosterías de campo, esperando el primer autobús. Ese sabor podrido enterneció el corazón de Francisca.
—¿Cómo debería ser la vida, según usted? —preguntó con benevolencia.
—Como cuando yo era pequeña —dijo Javiera.
—¿Que las cosas lleguen sin que uno tenga que buscarlas? ¿Cómo cuando su padre la llevaba a caballo?
—Había un montón de otros momentos. Cuando me llevaba a cazar a las seis de la mañana y había en la hierba telas de araña recientes. Todo me impresionaba tanto.
—Pero en París recobraría dichas semejantes. Piense, la música, el teatro, los cabarets.
—Y tendría que hacer como su amiga: contar los vasos que bebo y mirar mi reloj sin cesar para ir al trabajo al día siguiente.
Francisca se sintió herida; ella también había mirado la hora. «Parecería que me guarda rencor, ¿pero por qué?», pensó. Esa Javiera triste e imprevista le interesaba.
—Finalmente, usted acepta una existencia mucho más lamentable que la suya —dijo—. Y diez veces menos libre. En el fondo, es muy sencillo, usted tiene miedo; tal vez no de su familia; pero miedo de romper con sus pobres costumbres, miedo de la libertad.
Javiera bajó la cabeza sin contestar.
—¿Qué hay? —dijo Francisca con dulzura—. Está enfurruñada, no parece tener ninguna confianza en mí.
—Pero, sí —dijo Javiera sin calor.
—¿Qué hay? —repitió Francisca.
—Me enloquece pensar en mi vida.
—Pero eso no es todo. Toda la noche la he notado rara. —Sonrió—. ¿Le molestaba que Isabel estuviera con nosotras? No tiene mucha simpatía por ella, ¿no?
—Cómo no —dijo Javiera; agregó ceremoniosamente—: No hay duda de que es alguien interesante.
—Le chocó verla llorar en público —dijo Francisca—. Confiéselo. Yo también le choqué; me encontró tontamente húmeda.
Javiera abrió un poco los ojos; eran ojos de niña, cándidos y azules.
—Me sentí rara —dijo en tono ingenuo. Permanecía a la defensiva; era inútil continuar. Francisca reprimió un corto bostezo.
—Me voy —dijo—. ¿Usted va a casa de Inés?
—Sí; voy a tratar de sacar mi ropa y de irme sin despertarla. Si no, se me echará en los brazos.
—Yo creía que usted quería mucho a Inés.
—Por supuesto, la quiero mucho. Pero es una de esas personas ante las cuales no se puede beber un vaso de leche sin sentirse con la conciencia sucia.
¿La amargura de su voz iba dirigida a Inés o a Francisca? En todo caso era más prudente no insistir.
—Bueno, vamos —dijo Francisca; colocó la mano sobre el hombro de Javiera—. Lamento que no haya pasado una noche agradable.
El rostro de Javiera se descompuso de pronto y toda su dureza se derritió; miró a Francisca con aire desesperado.
—Pero sí, he pasado una buena noche —afirmó; bajó la cabeza y agregó en seguida—: A usted no debe de haberle divertido arrastrarme como a un perrito.
Francisca sonrió. ¡Era esto!, pensó. Creyó que la llevaba por piedad. Miró amistosamente a esa personita resentida.
—Yo estaba contentísima, al contrario, de tenerla a mi lado, si no, no se lo hubiera propuesto —dijo Francisca—. ¿Por qué pensó eso?
Javiera la miró con aire tierno y confiado.
—Usted tiene una vida tan llena. Tantos amigos, tantas ocupaciones; me sentí un átomo.
—Es estúpido —dijo Francisca. Era asombroso pensar que Javiera hubiera podido sentir celos de Isabel—. ¿Entonces, cuando le hablé de venir a París, creyó que quería darle una limosna?
—Un poco —dijo Javiera humildemente.
—Y me aborreció.
—No la aborrecí; me aborrecí a mí misma.
—Es lo mismo. —La mano de Francisca se apartó del hombro de Javiera y se deslizó a lo largo de su brazo—. Pero le tengo cariño —dijo—. Sería muy feliz si la tuviera a mi lado.
Javiera volvió hacia ella sus ojos encantados e incrédulos.
—¿Acaso esta tarde no estábamos bien juntas?
—Sí —dijo Javiera confusa.
—¡Podríamos tener un montón de momentos así! ¿No la tienta?
Javiera apretó con fuerza la mano de Francisca.
—Me gustaría tanto —dijo con fervor.
—Si quiere, es cosa hecha. Le haré mandar una carta por Inés, diciendo que le ha encontrado un empleo. Y el día que se decida, no tendrá más que escribirme:
«Llego». Y llegará. —Acarició la mano caliente que descansaba en la suya con confianza—. Verá, tendrá una bonita existencia dorada.
—¡Ah!, quiero venir. —Javiera se dejó ir con todo su peso contra el hombro de Francisca; durante un largo rato permanecieron inmóviles apoyadas la una contra la otra; el cabello de Javiera rozaba la mejilla de Francisca; sus dedos continuaban enredados.
—Me entristece separarme de usted —dijo Francisca.
—Yo también —dijo Javiera en voz baja.
—Mi pequeña Javiera —murmuró Francisca; Javiera la miraba con los ojos brillantes, los labios entreabiertos; derretida, abandonada, entregada toda entera.
En adelante sería Francisca quien la llevaría a través de la vida.
—La haré feliz —decidió con convicción.