Francisca alzó los ojos. Los dedos de Gerbert brincaban sobre el teclado, miraba el manuscrito con aire huraño; parecía cansado; Francisca también tenía sueño; pero en su propio cansancio había algo de íntimo y suave; no le gustaban esas líneas negras bajo los ojos de Gerbert; tenía el rostro ajado, endurecido, representaba casi sus veinte años.
—¿No quiere que lo dejemos? —dijo.
—No, está bien —dijo Gerbert.
—Por otra parte, sólo me falta pasar a limpio una escena —dijo Francisca.
Volvió una página. Las dos de la madrugada habían dado hacía ya un momento. Por lo general, a esa hora no había alma viviente en el teatro; esta noche vivía: se oía el tecleo de la máquina de escribir, la lámpara derramaba sobre los papeles una luz rosada. Y yo estoy aquí, mi corazón late. Esta noche, el teatro tiene un corazón que late.
—Me gusta trabajar de noche —dijo ella.
—Sí —dijo Gerbert—, es tranquilo.
Bostezó. El cenicero estaba lleno de colillas rubias, había dos vasos y una botella vacía sobre el velador. Francisca miró las paredes de su escritorio; el aire rosado brillaba de calor y de luz humana. Afuera, estaba el teatro inhumano y negro, con sus corredores desiertos alrededor de una gran cáscara vacía. Francisca dejó su estilográfica.
—¿No tomaría otra copa? —dijo.
—No voy a decirle que no —dijo Gerbert.
—Voy a buscar otra botella al camerino de Pedro.
Salió del despacho. No tenía tantas ganas de whisky; eran esos corredores negros los que la atraían. Cuando ella no estaba allí, ese olor polvoriento, esa penumbra, esa soledad desolada, todo eso no existía para nadie, no existía en absoluto. Y ahora ella estaba allí, el rojo de la alfombra hendía la oscuridad como una tímida lamparilla. Ella tenía ese poder: su presencia arrancaba las cosas de su inconsciencia, les devolvía su color, su olor. Bajó un piso, empujó la puerta de la sala; era como una misión que le hubiera sido confiada, debía hacerla existir, esa sala desierta y llena de noche. El telón metálico había sido bajado, las paredes olían a pintura fresca; las butacas de felpa roja se alineaban inertes, a la espera. Poco después dejarían de esperar. Y ahora ella estaba allí y le tendían los brazos.
Miraban el escenario cubierto por el telón metálico, clamaban por Pedro, por las candilejas y por la muchedumbre recogida. Habría sido necesario quedarse allí, siempre, para perpetuar esa soledad y esa espera; pero también habría sido necesario estar en otras partes, en la guardarropía, en los camerinos, en las bambalinas: habría sido necesario estar en todas partes a la vez. Atravesó un palco de proscenio, subió a la escena, se internó entre las bambalinas, bajó al patio donde se pudrían los viejos decorados. Estaba sola para descifrar el sentido de esos lugares abandonados, de esos objetos soñolientos; ella estaba allí y ellos le pertenecían. El mundo le pertenecía.
Cruzó la portezuela de hierro que cerraba la entrada de los artistas y avanzó hasta el centro del terraplén. Alrededor de la plaza, las casas dormían, el teatro dormía; tenía una sola ventana rosada. Se sentó en un banco, el cielo brillaba, negro, por encima de los castaños. Uno hubiera creído estar en el corazón de una tranquila provincia. En ese momento no lamentaba que Pedro no estuviera junto a ella, había alegrías que no podía conocer en su presencia: todas las alegrías de la soledad; ella las había perdido hacía ocho años y a veces sentía como un remordimiento. Se abandonó contra la madera dura del banco; unas pisadas rápidas resonaban sobre la acera; por la avenida pasó un camión. Había ese ruido movible, el cielo, el follaje vacilante de los árboles, un vidrio rosado en una fachada negra; ya no había ninguna Francisca, ya nadie existía en ninguna parte.
Francisca se incorporó de un salto; era extraño volver a ser alguien, apenas una mujer, una mujer que se apresura porque la espera un trabajo urgente, y ese momento no era más que un momento de su vida como los otros. Puso la mano sobre el picaporte y se volvió con el corazón en un puño. Era un abandono, una traición. La noche iba a devorar de nuevo la pequeña plaza provinciana; la ventana rosada iluminaría vanamente, no iluminaría a nadie. La dulzura de esta hora iba a perderse para siempre. Tanta dulzura perdida por toda la tierra. Atravesó el patio de butacas y subió por la escalera de madera verde. A esta clase de pesadumbre, ella había renunciado hacía tiempo. Nada era real, salvo su propia vida. Entró en el camerino de Pedro y sacó una botella de whisky del armario, luego subió corriendo hacia su escritorio.
—Esto le devolverá las fuerzas —dijo—. ¿Cómo lo quiere, solo o con agua?
—Solo —dijo Gerbert.
—¿Después será capaz de volver a su casa?
—Empiezo a soportar el whisky —dijo Gerbert con dignidad.
—Empieza —dijo Francisca.
—Cuando sea rico y viva en mi casa, tendré siempre una botella de Vat 69 en el armario —dijo Gerbert.
—Será el fin de su carrera —dijo Francisca. Le miró con una especie de ternura. Él había sacado su pipa del bolsillo y la cargaba con aire aplicado. Era su primera pipa. Todas las noches, después de haber vaciado la botella de beaujolais, colocaba la pipa sobre la mesa y la miraba con un orgullo de niño; fumaba bebiendo un coñac o un orujo. Y luego se iban por las calles, la cabeza un poco ardiente a causa del trabajo del día, del vino y del alcohol. Gerbert caminaba a grandes zancadas, con el mechón negro que le cruzaba el rostro, las manos en los bolsillos. Ahora eso se acababa; le vería a menudo, pero con Pedro y todos los demás; serían de nuevo como dos extraños.
—Usted también, para ser una mujer, soporta bien el whisky —dijo Gerbert en tono imparcial. Examinó a Francisca.
—Pero hoy ha trabajado demasiado. Debería dormir un poco. Si quiere, la despertaré.
—No, prefiero terminar —dijo Francisca.
—¿Tiene hambre? ¿Quiere que vaya a buscar sandwiches?
—Gracias —dijo Francisca. Le sonrió. Él había sido tan atento, tan solícito; cada vez que se sentía descorazonada, le bastaba mirar sus ojos alegres para recobrar la confianza. Hubiera querido encontrar palabras para agradecérselo.
—Es casi una lástima que hayamos terminado —dijo—. Me había acostumbrado a trabajar con usted.
—Pero va a ser todavía más divertido cuando se ponga en escena —dijo Gerbert. Sus ojos brillaron; el alcohol había puesto una llama en sus mejillas.
—Es tan divertido pensar que dentro de tres días todo va a volver a empezar.
Adoro los comienzos de temporada.
—Sí, será divertido —dijo Francisca. Tomó sus papeles. Esos diez días frente a frente, él los veía terminarse sin pena; era natural, ella tampoco lamentaba que llegaran a su fin, no podía pretender que Gerbert sintiera nostalgias solo.
—Este teatro muerto, cada vez que lo atravieso, me estremezco —dijo Gerbert—, es lúgubre. Creí verdaderamente que esta vez permanecería cerrado todo el año.
—De buenas nos hemos librado —dijo Francisca.
—Con tal que dure —dijo Gerbert.
—Durará —dijo Francisca.
Nunca había creído en la guerra; la guerra era como la tuberculosis o los accidentes de ferrocarril; no puede ocurrirme a mí. Esas cosas sólo ocurren a los demás.
—¿Puede imaginarse usted que una verdadera gran desgracia caiga sobre su propia cabeza? Gerbert hizo una mueca.
—¡Oh! Muy fácilmente —dijo.
—Yo no —dijo Francisca. Ni siquiera valía la pena pensarlo. Los peligros de los cuales uno podía defenderse, había que encararlos, pero la guerra no estaba hecha a la medida humana. Si estallase un día, ya nada tendría importancia, ni siquiera vivir o morir.
—Pero no ocurrirá —se repitió Francisca. Se inclinó sobre el manuscrito; la máquina de escribir tableteaba, el cuarto tenía olor a tabaco rubio, a tinta y a noche. Del otro lado de la ventana, la pequeña plaza recoleta dormía bajo el cielo oscuro; por el campo desierto, pasaba un tren. Yo estoy allí. Pero para mí, que estoy allí, la plaza existe y el tren que pasa; París entero y toda la tierra en la penumbra rosada del despacho. Y en este minuto todos los largos años de felicidad.
Yo estoy allí en el corazón de mi vida.
—Es una pena que se esté obligado a dormir —dijo Francisca.
—Es, sobre todo, una lástima que uno no pueda sentirse dormir —dijo Gerbert—. En cuanto uno empieza a darse cuenta de que duerme, se despierta. No se aprovecha.
—¿Pero no le parece magnífico estar despierto mientras otras personas duermen? —Francisca dejó la estilográfica y tendió el oído. No se oía ningún ruido, la plaza estaba oscura, el teatro oscuro.
—Me gustaría imaginarme que todo el mundo está dormido, que en este momento sólo usted y yo estamos vivos sobre la tierra.
—¡Qué susto me daría! —dijo Gerbert. Echó hacia atrás el largo mechón negro que le caía sobre los ojos—. Es como cuando pienso en la luna: esas montañas de hielo y esas grietas y nadie allí dentro. El primero que se atreva a trepar hasta allí dentro tendrá que ser un fresco.
—Yo no diría que no, si me lo propusieran —dijo Francisca. Miró a Gerbert. Por lo general, se sentaban uno al lado del otro; ella estaba contenta de sentirle cerca, pero no se hablaban. Esta noche sentía ganas de hablarle—. Es raro pensar en las cosas tal como son en nuestra ausencia —dijo.
—Sí, es raro —dijo Gerbert.
—Es como tratar de pensar que uno está muerto; no se consigue, uno siempre supone que está en un rincón, mirando.
—Son graciosas todas esas cosas que uno no verá nunca.
—Antes me desesperaba pensar que no conocería más que un miserable rincón de mundo. ¿No le parece?
—Tal vez —repuso Gerbert.
Francisca sonrió. Cuando uno conversaba con Gerbert, solía encontrar resistencias, pero era difícil arrancarle opiniones positivas.
—Ahora estoy tranquila porque me he convencido de que, vaya donde vaya, el resto del mundo se desplaza conmigo. Es lo que me salva de toda nostalgia.
—¿Nostalgia de qué? —dijo Gerbert.
—De vivir solamente dentro de mi pellejo, siendo la tierra tan vasta.
Gerbert miró a Francisca.
—Sí, sobre todo porque tiene una vida más bien ordenada.
Era siempre tan discreto; esa vaga pregunta significaba para él una especie de audacia. ¿Le parecía la vida de Francisca demasiado ordenada? ¿Acaso la juzgaba?
Me pregunto lo que piensa de mí… Este despacho, el teatro, mi cuarto, los libros, los papeles, el trabajo. Una vida tan ordenada.
—Comprendí que había que resignarse a elegir —dijo.
—No me gusta cuando hay que elegir —dijo Gerbert.
—Al principio me costó; pero ahora ya no lo lamento, porque las cosas que no existen para mí me parece que no existen en absoluto.
—¿Cómo es eso? —preguntó Gerbert.
Francisca vaciló; sentía eso con mucha fuerza; los corredores, la sala, el escenario, no se habían desvanecido cuando ella había cerrado la puerta tras ellos; pero ya sólo existían detrás de la puerta, a distancia. A distancia, el tren corría a través de las praderas silenciosas que prolongaban en el fondo de la noche la vida tibia del pequeño despacho.
—Es como los paisajes lunares —dijo Francisca—. No tienen realidad. Sólo son decires. ¿No lo siente así?
—No —dijo Gerbert—. No lo creo.
—¿Y no le fastidia no poder ver, nunca, más que una cosa a la vez?
Gerbert reflexionó.
—A mí, lo que me molesta, son las otras personas —dijo—. Me espanta que me hablen de un tipo que no conozco, sobre todo si me hablan con estima: un tipo que vive allí, de su lado, y que ni siquiera sabe que existo.
Era raro que hablara tanto sobre sí mismo. ¿Sentía él también la intimidad conmovedora y provisional de esas últimas horas? Estaban solos para vivir en ese círculo de luz rosada. Para los dos la misma luz, la misma noche. Francisca miró los hermosos ojos verdes bajo las pestañas levantadas, la boca atenta: Si yo hubiera querido… Quizá no fuera demasiado tarde. ¿Pero qué podía querer?
—Sí, es insultante —dijo ella.
—En cuanto uno conoce al tipo, ya es mejor —dijo Gerbert.
—Uno no puede hacerse a la idea de que las demás personas son conciencias que se sienten por dentro como se siente uno mismo —dijo Francisca—. Cuando uno entrevé eso, me parece que es aterrorizador: uno tiene la impresión de no ser más que una imagen en la cabeza de algún otro. Pero eso no ocurre casi nunca, y nunca por completo.
—Es verdad —dijo Gerbert con ardor—, quizá por eso me resulta tan desagradable que me hablen de mí, aunque me hablen amablemente; me parece que se atribuyen una superioridad sobre mí.
—A mí no me importa lo que la gente piensa de mí —dijo Francisca.
Gerbert se echó a reír.
—No se puede decir que tenga demasiado amor propio.
—Me pasa con sus pensamientos lo que con sus palabras y sus rostros: objetos que están en mi mundo, el mío. Isabel se asombra de que yo no sea ambiciosa; pero es también por eso. No tengo necesidad de hacerme en el mundo un lugar privilegiado. Tengo la impresión de que ya estoy instalada en él. —Sonrió a Gerbert—. Usted tampoco es ambicioso.
—No —dijo Gerbert—. ¿Para qué? —Vaciló—. Sin embargo, me gustaría llegar a ser un buen actor.
—Como a mí; a mí me gustaría mucho escribir un buen libro. A uno le gusta hacer bien el trabajo que hace. Pero no es por la gloria y los honores.
—No —dijo Gerbert.
Un carro de lechero pasó bajo la ventana. Pronto amanecería. El tren estaba más allá de Châteauroux, se acercaba a Vierzon. Gerbert bostezó y sus ojos se enrojecieron como los de un chico soñoliento.
—Debería ir a dormir —dijo Francisca. Gerbert se frotó los ojos.
—Tengo que mostrarle esto terminado a Labrousse —objetó en tono terco.
Tomó la botella y se echó un trago de whisky.
—Además, no tengo sueño, ¡tengo sed! —Bebió y dejó el vaso. Reflexionó un instante—. A lo mejor, después de todo, tengo sueño.
—Sed o sueño, decídase —dijo Francisca riendo.
—Nunca me doy cuenta del todo —dijo Gerbert.
—Escuche —dijo Francisca—, va a hacer lo siguiente. Va a acostarse sobre el diván y va a dormir. Yo terminaré de revisar esta ultima escena. Usted la copiará a máquina cuando yo vaya a buscar a Pedro a la estación.
—¿Y usted? —dijo Gerbert.
—Cuando haya terminado, también dormiré; el diván es bastante ancho, usted no me molestará. Tome un almohadón e instálese bajo la manta.
—Bueno —dijo Gerbert.
Francisca se desperezó y volvió a tomar su estilográfica. Al cabo de un instante, volvió la cabeza. Gerbert yacía de espaldas, con los ojos cerrados; un aliento regular se escapaba de sus labios. Ya dormía. Era guapo. Le miró durante un largo rato; luego volvió a trabajar. Allá en el tren que corría, Pedro también dormía, con la cabeza apoyada contra los almohadones de cuero y un rostro inocente. Saltará del tren, se enderezará todo lo que da su pequeña estatura; luego correrá por el andén, me tomará del brazo.
—Ya está —dijo Francisca. Examinó el manuscrito con satisfacción—. Con tal que le parezca bien. Creo que le parecerá bien. —Apartó el sillón. Un vapor rosado se elevaba del cielo. Se quitó los zapatos y se deslizó bajo la manta al lado de Gerbert. Él gimió, su cabeza rodó sobre el almohadón y fue a apoyarse contra el hombro de Francisca.
Pobrecito Gerbert, qué sueño tenía, pensó. Subió un poco la manta y permaneció inmóvil, con los ojos abiertos. También tenía sueño, pero no quería dormir todavía. Miró los párpados frescos de Gerbert y sus largas pestañas de mujer; dormía abandonado, indiferente. Ella sentía contra su cuello la caricia de sus cabellos largos y suaves.
Es todo cuanto tendré de él, pensó.
Había mujeres que acariciaban esos hermosos cabellos de china, que posaban sus labios sobre los párpados infantiles, que apretaban entre sus brazos ese largo cuerpo delgado. Un día él le diría a una de ellas:
—Te quiero.
A Francisca se le encogió el corazón. Todavía estaba a tiempo. Podía colocar su mejilla contra esa mejilla y decir en voz alta las palabras que acudían a sus labios.
Cerró los ojos. Ella no podía decir: Te quiero. No podía pensarlo. Quería a Pedro. No había lugar en su vida para otro amor.
Sin embargo, habría alegrías semejantes a esta, pensó con un poco de angustia. La cabeza pesaba mucho sobre su hombro. Lo precioso no era ese peso oprimente: era la ternura de Gerbert, su confianza, su abandono, el amor con que ella lo colmaba. Pero Gerbert dormía, y el amor y la ternura no eran más que objetos de sueño. Quizá, cuando la tuviera entre sus brazos, ella pudiese entrar en ese sueño; pero ¡cómo aceptar soñar un amor que uno no quiere vivir de veras!
Miró a Gerbert. Ella era dueña de sus palabras, de sus gestos. Pedro le daba libertad. Pero los gestos y las palabras no serían sino mentiras, como ya era mentira el peso de esa cabeza sobre su hombro. Gerbert no la quería, ella no podía desear que la quisiera.
El cielo enrojecía detrás del cristal. En el corazón de Francisca subía una tristeza áspera y rosada como el alba. Sin embargo, no lamentaba nada; ni siquiera tenía derecho a esa melancolía que le embotaba el cuerpo soñoliento. Era un renunciamiento definitivo y sin recompensa.