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CUANDO VOLVÍ en mí de aquel desmayo me encontré instalado en un cómodo lecho, dentro de una habitación desde cuya ventana se divisaban los Alpes. Pero no se trataba de los Dolomitas, sino de los Cárnicos, según me hizo saber la simpática enfermera que me atendía, una mujer de mediana edad. Me hallaba en Austria, en la ciudad de Kotschach. Llevaba vendajes por todas partes.

Al marcharse la enfermera entró en el cuarto el coronel Baker, quien se encargó de ponerme al comente de los últimos acontecimientos.

Encontrándose el refugio en que nos recibiera Forster todavía en llamas, él y sus hombres nos habían metido apresuradamente en un coche para cruzar cuanto antes la frontera. No hubo otra solución. Las autoridades italianas y los representantes de la prensa habían comenzado a formular preguntas indiscretas. Obtendrían, desde luego, las correspondientes respuestas… Lo que nadie garantizaba era que fuesen sinceras. Se pretendía sólo que resultasen razonables.

Durante sus dispares y peligrosas actividades, la herida del hombro de Karinovsky se había infectado. Habría de pasar todavía una semana en un hospital, pero quedaría perfectamente; lo suyo no tendría mayores consecuencias.

Guesci padecía una profunda depresión de tipo nervioso. Nada en definitiva que no pudiera curar una estancia en la Riviera de varias semanas o meses.

Los dos habían relatado a Baker los detalles de nuestra aventura. Al llegar aquí, el coronel tosió, desasosegado, aclarándose la garganta.

—Con franqueza —dijo—: de no haber sido por lo que ellos me han contado, yo no habría dado crédito a sus hazañas. Bueno, no es mi propósito ofenderle, Nye… Es que tienen mucho de inverosímiles. Sorprende lo de la expedición submarina, el hidroplano, el avión, el duelo con las hachas de batalla… De un agente secreto no se esperan casi nunca tales cosas.

—Claro que en este caso se trata del agente X, amigo mío… —le recordé.

—Sí. Tiene usted razón —el coronel frunció el ceño, apretó los labios y se rascó la mejilla con el dedo índice, añadiendo—: Quería hablarle de eso. En fin de cuentas, el agente X fue un producto de nuestra invención. Pero ocurre ahora que yo sé muy poco acerca de su persona. Ignoro, por ejemplo, lo que estuvo usted haciendo durante los años comprendidos entre su salida del colegio y la fecha de su encuentro con George en París.

Me miró esperanzado. Yo sonreí, sin decir nada.

—Supongo que no le importará referirme sus andanzas por entonces —apuntó Baker.

—Prefiero no volver sobre mi pasado —respondí—. Ahora bien, me desagrada que se refiera usted a mí como un «producto de su invención». Yo me juzgo a mí mismo su descubrimiento. —Sí, desde luego— manifestó Baker. —Ya me figuré que se expresaría en esos términos.

El coronel movió los dedos, tabaleando, sobre el borde del lecho. No sentía la menor compasión por aquel hombre. Aquel «Padre de las Mentiras» de poca monta había estado dedicado muchos años a tejer osados embustes a fin de hacer caer en sus redes a los incautos, igual que la araña aguarda el instante de cazar a la mosca. Ahora, el ilusionista se veía enredado en su propia maraña. La mentira se había vuelto contra quien la utilizara constantemente como arma.

—Me preocupa la posibilidad de que usted no haya sido nunca lo que ha parecido ser —declaró el coronel—. Quizás haya sido, y sea todavía, un agente secreto de considerable experiencia, introducido en el plan por un organismo distinto del gobierno americano…

—¿Por qué había de obrar así esa supuesta organización?

—Para espiarnos —contestó Baker, molesto—. Hay centros que jamás estuvieron dispuestos a aceptar nuestra autonomía.

—La cosa se me antoja un poco traída por los pelos —opiné.

—Tal vez. Pero eso es lo que ocurre con todos los detalles del presente caso. ¿No quiere usted ayudarnos a aclarar la situación?

—Yo no tengo nada que ocultar. Por tal motivo, nada tengo tampoco que

decir.

—Bien. Quizás sea esto inevitable —declaró Baker—. Nuestro plato de todos los días en el seno del servicio secreto es la incertidumbre. La operación ha tenido un final satisfactorio. Usted, Nye, ha actuado brillantemente y debo felicitarle. El aprecio que me inspira tendrá, desde luego, formas más… tangibles.

—Es usted muy amable, señor.

—Creo que ha llegado ya el momento de que nos ocupemos de su futuro —indicó el coronel.

—¿De mi futuro? —Naturalmente. Mi misión no se reduce exclusivamente a hacerme de buenas herramientas; he de utilizarlas siempre que hagan falta. Me gustaría poder seguir contando con su colaboración, Nye. Me agradaría mucho que se pusiese a trabajar a fondo para nosotros.

Me tomé unos minutos antes de contestar. Pensé en Mavis, quien en aquellos momentos me estaría esperando en París. Pensé en el proceso de reanudación de mi vida, tal como había sido antes. La aventura había terminado, tanto si el coronel lo sabía como si no. El agente X había hecho su juego y no tenía por qué volver a empezar. Había llegado el instante de que aquel se esfumara graciosamente para que William P. Nye volviese a la vida.

Y, sin embargo, esta razonable solución no me satisfacía. Al igual que muchos de mis compatriotas, yo soy tímido, cordial con los amigos, idealista y me siento un mucho provinciano. Participo de nuestra preocupación nacional ante el peligro exótico. Nunca se hallan muy lejos de mis reflexiones las tierras remotas y las mujeres misteriosas. Exteriormente, soy un hombre como tantos. No obstante, es frecuente que paseando por las vulgares calles de mi población natal escuche el rumor de las olas al estrellarse contra un arrecife de coral o que me vea a mí mismo perdido por las vías inundadas por matas silvestres de un centro que perteneció a una civilización desaparecida para siempre.

Soslayamos muy a menudo nuestros verdaderos móviles, sustituyéndolos por determinados apremios. Yo había elegido el dinero de Baker. Había sido eso mi excusa ante el mundo cotidiano. Aceptándolo, me convencí de que hacía una cosa absurda por una razón práctica. La vida me resultaba más llevadera conservando aquel sueño infantil de la ciudad invadida por las aguas…

Pero ahora el juego había terminado. La realidad, por desagradable que sea, es mejor que la ilusión. Mi declaración y a la vez cortina de camuflaje fue breve. —Lo siento, coronel. Simplemente: no es posible… No puedo aceptar su propuesta.

—Piense en ella tomándose un poco de tiempo —señaló el coronel—. No es necesario que tome su decisión ahora mismo. Habrá de descansar una temporada, a fin de recuperarse. Y no surgirán dificultades sobre la cuestión del pago.

Sonreí entristecido, moviendo la cabeza.

—Piense también —agregó Baker—, que le necesitamos muy de veras.

—Muy amable —repuse—. Supongo, pese a todo, que contarán con otros agentes.

—Ninguno de ellos es adecuado para esta particular operación. Tenga en cuenta que las Célebes no han estado nunca dentro de nuestra zona de operaciones, aunque en cierta ocasión tuvimos un hombre estacionado en las Islas de la Sonda.

—Hum —dije por toda respuesta, frunciendo el ceño, pensativo, intentando recordar dónde paraban las islas mencionadas.

—El hombre a que me refiero murió —prosiguió diciendo el coronel—, y nuestro delegado de Sumatra desapareció la semana pasada en la ciudad de Samarinda, al este de Borneo. Logró hacer pasar un mensaje con la colaboración del capitán de un junco de Hong Kong, quien lo llevó a nuestro puesto del archipiélago Sulú.

—Sí, sí, ya comprendo —manifesté, sin entender nada, pero advirtiendo que se me presentaba una nueva tentación.

No había estado nunca en Oriente. Como única experiencia relativa al misterioso Este podía citar varias noches pasadas en las tortuosas calles del barrio chino neoyorquino. Y, desde luego, había visto muchas películas y leído innumerables libros…

Torné a poner los pies en el suelo con algún esfuerzo.

—Me parece que va usted muy lejos y demasiado de prisa, señor —declaré—. ¿Por qué motivo necesitan concretamente de mis servicios? —No tenemos ningún otro agente que hable con fluidez tagalo y yunnanés— replicó el coronel.

Le miré con fijeza. ¿Quién diablos había deslizado tales datos en mi ficha? ¿A dónde me llevaba mi mentira? Realmente… ¿podía estar seguro de que era una mentira? ¿No sería yo, de veras, el agente X, víctima de un momentáneo ataque de amnesia? Esto parecía tan razonable como la forzada noción de que yo era en realidad William Nye.

—Nos vale usted también —dijo Baker—, por ser capaz de tripular un prau.

Asentí mecánicamente. Luego, con gran firmeza, declaré:

— ¡No! ¡No puedo hacerlo! ¡Y mi decisión es irrevocable!

—Piense en ello —insistió el coronel Baker.

Abandonó la habitación entonces, satisfecho por el daño que acababa de causar. Me recosté en la almohada, recomendándome a mí mismo la máxima sensatez. Pero sentíame ya víctima del hechizo del Este, rogándome que regresara a sus mares, bañados por la centelleante luz del sol, a sus indolentes ciudades, a sus aldeas, en cuyo seno, periódicamente, la fatiga espiritual se convierte en irrazonable pasión. Aspiré de nuevo el perfume de las empalagosas especias, el olor fuerte del petróleo y el carbón; vi otra vez la podredumbre que invadía ciertos oscuros medios, arruinando a los hombres y destrozando sus ideas…

¿Por qué, en fin de cuentas, había de vivir yo en perpetuo contacto con la realidad? ¿Pues no era la ilusión una envoltura perfectamente adecuada a mi temperamento?