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HABÍA ESTADO considerando exclusivamente mis personales acciones. No se me ocurrió pensar que Guesci y Karinovsky podían haber estado aguardando una oportunidad para intervenir. No; no se hallaban descuidados en los últimos instantes de mi pelea con Forster. Y cuando el hacha quedó sepultada en el pecho de mi enemigo, ambos comenzaron a actuar.

Guesci corrió en dirección al muro cubierto de armas y Karinovsky se desplazó en el sentido opuesto, camino de la mesa que había junto a la chimenea. Seguidamente, empezaron a arrojar sables, botellas de ginebra, mazas, frascos con olivas, cimitarras, cocteleras y otros objetos diversos, sorprendiendo a los secuaces de Forster desde sus respectivas y separadas posiciones.

Karinovsky me dio una voz:

—¡Apodérese de su pistola!

Me lancé alocadamente sobre el cadáver de mi adversario, registrando a toda prisa sus bolsillos. Nuestros enemigos disparaban sin orden ni concierto. Por fin me hice con el arma, repeliendo la agresión. Utilicé el cuerpo de Forster a modo de parapeto y en aquel quedaron sepultadas algunas balas.

— ¡Atrás! ¡Atrás! —gritó Karinovsky.

Le vi en el momento de levantar una pesada mesa de café, que lanzó al otro lado de la habitación. Guesci se había agazapado detrás del sofá. Me incorporé para agacharme, arrojándome sobre aquel improvisado refugio, donde caí de espalda. Estaba ya fuera del alcance de las balas, relativamente.

Éramos, pues, tres hombres allí y sólo contábamos con una pistola. Quedaban unas nueve balas en la recámara de la «Browning». Con todo, de haberse decidido los hombres de Forster a atacarnos, la cosa hubiera quedado liquidada en cuestión de unos minutos. Habían preferido, sin embargo, ocultarse tras las macizos muebles del refugio. Vacilaban ahora, hablaban entre sí, discutiendo la conveniencia de efectuar una carga contra nosotros en regla.

La batalla había llegado a un punto muerto. Esto no valía lo que una victoria, pero era mucho mejor que ser un cadáver. Los hombres de Forster se hallaban a unos seis metros de nosotros, escondidos tras una muralla de sillas y mesas. El ventanal de la gran sala se encontraba situado a sus espaldas; nosotros estábamos entre el sofá y la chimenea. La única puerta la teníamos a nuestra derecha. Situada en «zona batida», era imposible su utilización por uno y otro bando.

—¿Qué les parece que hagamos ahora? —preguntó Guesci. Yo conocía la respuesta adecuada a tal pregunta:

—Esperar.

—¿Habrán oído los disparos en la aldea? —inquirió Karinovsky.

Guesci se encogió de hombros.

—Es lo más probable. Ahora bien, fuera de la temporada del esquí, en estas poblaciones no suele haber más de un policía.

—Uno es mejor siempre que ninguno —comenté—. Quizás se decida a ayudarnos.

—¿Corriendo así el peligro de que le maten? —preguntó Guesci, irónico—. No piense usted en eso siquiera. Todo lo que hará, si es que hace algo, será ponerse en contacto con las autoridades de Belluno, que se encuentra a noventa kilómetros de aquí. Es posible que entonces esa gente envíe varios policías, los cuales utilizarán el tren para trasladarse.

Oíamos los susurros de los hombres de Forster, al otro lado de la habitación. Seguían cambiando impresiones, como nosotros.

—Puede que los que esperan en Villa Santini se decidan a dar un vistazo por estos parajes.

—Seguro que lo harán —opinó Karinovsky—. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos continuar aquí?

Los susurros habían cesado. Oímos unos ruidos. Estaban cambiando de posición una de las mesas del parapeto. Miré rápidamente hacia la derecha del sofá.

—Se mueven —dije.

Karinovsky asintió.

—Las barricadas móviles constituyen un invento bélico antiquísimo —explicó—. Datan de la época en que se fundaron las ciudades estado griegas, por lo menos.

—¿Cómo hacer frente a esa amenaza?

—La defensa clásica consiste en arrojar sobre los atacantes aceite hirviendo y plomo derretido.

—Habremos de recurrir a otros procedimientos —declaré—. Guesci, colóquese en el otro extremo del sofá. Esté preparado.

La barricada enemiga se encontraba a tres metros de distancia de nosotros. Disparé sobre la mesa más a mano. A aquel alcance, la bala de nueve milímetros perforó la madera y la mesa dejó de moverse. Las pistolas de nuestros adversarios comenzaron a funcionar… Me agaché, desplazándome a un lado para ofrecerle mi pistola a Guesci.

—Un disparo —susurré.

Asomóse, haciendo fuego. Parte de la barricada se detuvo frente a él. Me devolvió el arma. Se me ocurrió de pronto una idea.

—¡Por ahí, por ahí, Guesci! —grité—. ¡Dispara, dispara!

Seguidamente, me puse en pie.

A aquella distancia podía ver a nuestros atacantes boca abajo, detrás de las mesas. Disparé tres veces y escuché un grito de dolor. Torné a agazaparme detrás del sofá.

Las barricadas habían dejado de ser móviles. Los secuaces de Forster celebraban otra conferencia. Karinovsky anunció:

—Esta vez se lanzarán en tromba sobre nosotros.

—Quizás no procedan así. Esa decisión entraña un grave peligro.

—No se les ofrece otra alternativa —puntualizó Karinovsky—, que la de prolongar la tregua indefinidamente, episodio que terminaría con su arresto. En vista de ello, optarán por atacarnos aunque sea a la desesperada.

—Creo que tiene usted razón —contesté—. Vale más que nos adelantemos a esos hombres a la hora de pasar a la acción —entregué la pistola a Karinovsky—. Acérquese a mí, Guesci.

Nos separamos arrastrándonos del sofá para encaminarnos hacia la chimenea. Guesci me seguía. Su expresión era de duda… Me despojé de la chaqueta, doblándola. El italiano me imitó. Procurábamos protegernos las manos con nuestras prendas al comenzar a sacar ramas del fuego. Sufrimos algunas quemaduras, pero pronto dispusimos de una docena de flameantes antorchas frente a nosotros. Karinovsky había intercambiado unos tiros con los individuos parapetados.

—Muy bien —dije—. Ahora, Guesci, hay que intentar alcanzar con el fuego cuanto le parezca combustible: manteles, cojines, tapetes, etcétera.

Todo humeaba ya y los hombres de Forster retrocedieron apresuradamente. Arrancaron las cortinas del ventanal, utilizándolas para apagar algunos fuegos aislados.

Yo había estado esperando aquella oportunidad. Cogí unas tenazas que vi entre los hierros de la chimenea y las lancé con fuerza contra los cristales de la ventana, dando en los del centro. Noté en seguida cómo penetraba en la habitación el fresco vientecillo de la montaña. El fuego acusó también su llegada: una alfombra comenzó a sisear y a crujir y varios humeantes objetos a los pocos instantes empezaron a ser pasto de las llamas.

Seguimos arrojando leños y ramas ardiendo en todos los sentidos. Mientras tanto, Karinovsky mantenía a nuestros enemigos ocupados. Pronto se corrió el fuego a los muebles, muy barnizados. Aquello tomaba ya las proporciones de un incendio. Los hombres de Forster habían llegado a una situación comprometida. No se puede apagar un incendio cuando se está librando una batalla bajo la amenaza también de las llamas de un fuego voraz.

Dos hombres salieron corriendo hacia al puerta… Karinovsky hirió al primero en un brazo y mató al segundo. Nuestro tercer enemigo se decidió por lanzarse por la ventana. Desgraciadamente para él, no calculó bien la altura, quedándose colgado sobre el antepecho, dando gritos, con un puñado de aguzados vidrios clavados en el vientre. Sus cabellos, por si esto fuera poco, comenzaron a arder. Karinovsky le obsequió con lo que quedaba en el cargador de la pistola.

Había llegado el momento de salir de allí. Quizás habíamos apurado demasiado la cosa. Karinovsky había llegado al límite máximo de sus resistencia. Antes de alcanzar la puerta se derrumbó pesadamente. Intenté levantarlo, pero no pude. Con la mano izquierda no podía hacer nada. Fue entonces cuando descubrí que en el transcurso de la lucha una bala me había atravesado limpiamente la muñeca.

Guesci se agachó, echándose a Karinovsky sobre los hombros. Reanudamos nuestro camino hacia la puerta. La habitación se había llenado de humo. Este nos cegaba y tropezamos con una de las paredes. Nos deslizamos a tientas a lo largo de ella. Experimenté la angustiosa impresión de que nos movíamos en el interior de un armario. No cesaba de hacer recomendaciones a Guesci para salir de allí, aunque yo mismo no sabía a qué atenerme. Anduvimos así un buen rato. Debimos de dar más de tres vueltas a la habitación…

Luego, la pierna izquierda se negó a sostenerme y caí. No lograba ponerme en pie. Guesci se detuvo.

— ¡Siga, siga andando! —le grité.

No podía avanzar más. El hombre se arrodilló, dejando a Karinovsky en el suelo, junto a mí.

¡Maldito fuego!

Pensé en él durante unos minutos. Después abrí los ojos, mirando a mi alrededor. Estaba tendido sobre un lecho de húmedas hierbas. El refugio, a mi espalda, a unos quince metros de distancia, era pasto de las llamas. Quise preguntar a Guesci cómo habíamos logrado salir de él y si Karinovsky vivía aún. Me faltaron fuerzas para tamaña empresa…

Unos segundos más tarde —eso me pareció a mí—, éramos rodeados por un nutrido grupo de aldeanos. Había entre ellos un solo policía, que nos contemplaba con un curioso aire de azoramiento, y varios americanos. Reconocí a mi viejo amigo George. Y a mi jefe, el coronel Baker.

— ¡Nye! —dijo el último—. ¿Se siente usted bien? Nos presentamos aquí con la mayor celeridad posible. Al principio, cuando recibimos el mensaje de Guesci, nos imaginamos, pensé…

Le contesté en un tono de voz tan claro como brusco: —Lo que usted haya podido pensar, coronel, no me interesa. Lo que sí me interesa, en cambio, son sus acciones, que he encontrado deplorablemente ineficaces.

Me complació ver a Baker avergonzado. Me quedaban unas cuantas cosas más por decir, pero no se me presentó la oportunidad necesaria. Y es que en aquel instante, precisamente, perdí el conocimiento.