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NOS ESTUDIAMOS mutuamente mientras girábamos con los escudos extendidos y las hachas levantadas. Forster se desplazaba en torno a mí casi siempre, saltando como si tuviera muelles en las piernas. Se me ocurrió pensar entonces, por vez primera en el espacio de varios minutos, que yo no era realmente el agente X, supremo maestro en el manejo de toda clase de armas, despierto cerebro, planeador de mil estratagemas, agresor astuto, en posesión de infinitos recursos. Yo sólo era William P. Nye, un tipo satisfecho y pacífico, a quien habían obligado a empuñar un hacha para ponerse delante de un individuo altísimo, enojado, fornido, de rápidos movimientos, que ansiaba por encima de todo matarme… y que probablemente se saldría con la suya.
Forster se agachó de pronto, procurando asestarme velozmente un golpe. Me alejé de él de un salto, listo para contraatacar. No se me presentó la ocasión. Mi adversario se recuperó con una rapidez increíble. El movimiento violento de la pesada hacha no había influido en su estabilidad. Había colocado el arma en posición instantáneamente, con un retorcimiento de la muñeca impresionante. Ya avanzaba hacia mí por segunda vez.
Paré dos golpes sucesivos con el escudo y asesté uno. En Seguida me di cuenta de que me había empleado demasiado a fondo en este intento, exagerando el esfuerzo. Fui incapaz de recuperarme a tiempo. El hacha de mi contrario se abatió implacable sobre el brazo que le mostré…
Me eché hacia delante en el crítico momento, alcanzando a Forster en el pecho con el brazo derecho para hacer lo posible por que errara el golpe. Él retrocedió, recobrándose magníficamente y volviendo a avanzar. Quedé en una posición comprometida, pero me las arreglé bien para neutralizar su acción. Sentí la vibración del golpe bajar por mi brazo cuando nuestras armas chocaron en el aire.
Comprendí que tenía perdida la pelea, justamente lo que en un principio me había figurado. Me invadió un terrible desaliento al descubrir aquella verdad. ¿Cómo iba a salir el agente X malparado en un encuentro como aquel?
Forster tornaba a aproximarse a mí, diestramente preparados escudo y hacha. Sonreía… ¿Dónde habría aprendido aquel bastardo a combatir con el hacha? Abatí mi arma sobre él. Bloqueó el golpe, apuntó sobre mi cabeza y bajó el brazo. Este resbaló por mi escudo. Había reaccionado tarde, pero pude haber sufrido un daño más grande: su hacha me había causado una herida en el muslo izquierdo.
El dolor me inmovilizó. Vi a Karinovsky y a Guesci, muy juntos, sentados en el sofá, contemplándonos gravemente. Los tres hombres de Forster estaban al otro lado de la habitación. Habían bajado sus armas y presenciaban la extraña lucha con despreocupación y hasta alegría. De repente, quise ganar aquel encuentro. Me daba lo mismo que después sucediera una cosa u otra: yo lo que deseaba con toda mi alma era ser allí el triunfador.
Me eché hacia delante, haciéndole perder a Forster el equilibrio. Abatí varias veces el hacha igual que si hubiese tenido en las manos una paleta de matar moscas. Forster retrocedió, bloqueando un golpe sobre la cabeza, la cintura, el hombro, la cabeza de nuevo… El hacha de mi enemigo interceptaba inevitablemente siempre el desplazamiento de mi brazo. Luego, disparó el suyo como un boxeador en dirección a mi axila derecha, al descubierto momentáneamente.
Todo intento de bloqueamiento tenía que fallar aquí. Opté por quitarme de en medio y escapé con una larga herida a la altura de mis costillas. Separados, comenzamos de nuevo a dar vueltas por la habitación.
Hasta ahora la cosa no marchaba muy bien para mí. Me veía acorralado por mi adversario y yo parecía incapaz de librarme de su asedio. Ya era malo que él tuviese en las manos un hacha; peor resultaba aún que conociera los secretos de su eficiente manejo.
Forster se agachaba, se erguía sin cesar. Yo giraba con él. Mi respiración se había convertido en un ronco rumor. Hasta el peso del arma me molestaba. Eran dos quilos y medio o tres de acero que se me antojaban cinco o seis. Me dolía la espalda; empezaba a sentir una gran rigidez en la pierna izquierda.
Forster me atacó súbitamente, arañando mi escudo. Después repitió el movimiento en sentido inverso. Pasé a la ofensiva y entonces hubiera podido herirle de haber tenido fuerza suficiente en el brazo para ello. Yo iba aprendiendo, pero no con la rapidez necesaria para sacar el indispensable partido de la iniciación a aquel estilo de lucha. Intercambiamos algunos golpes y él me produjo un rasguño en un costado antes de que nos separáramos.
Seguía empeñado en vencer, pero sabía que no lograría mi propósito. Por el camino que seguía, decididamente, no iba a ninguna parte. Forster me haría trizas sin muchos esfuerzos. Se trataba de una amenaza de derrota que el agente X no podía tolerar. El agente X sólo tenía un lema: vencer. Los medios a emplear eran lo de menos. No había por qué distinguir entre lo justo y lo injusto. Lo único que interesaba era triunfar.
Yo no tenía otro problema que el de alcanzar el objetivo propuesto.
Me pareció que era el propio Forster con su actitud quien me deparaba la única oportunidad. De haber querido matarme, simplemente, sin más, habría podido hacerlo con anterioridad a aquella situación. Evidentemente, no le apetecía asistir a un fin normal; deseaba llegar al mismo lentamente. Era preciso que yo le diera una satisfacción; era necesario que Forster viese convertido en realidad su deseo de actuar de una manera impresionante.
Se abalanzó sobre mí una vez más y yo retrocedí apresuradamente. Acababa de hacer mi composición de lugar. Forster quiso alcanzarme con una serie de rapidísimos golpes y yo continué retirándome, retirándome… Hasta que tropecé con algo, cayendo al suelo.
Nada más tocar este, me cubrí con el escudo. Mis piernas se hallaban expuestas a un golpe fatal. Pero Forster se echó a reír, tocándome suavemente en un tobillo.
—Levántese, señor Nye —me dijo—. Me lo ha puesto todo demasiado fácil.
Entonces retrocedió unos pasos, un movimiento que yo había previsto.
Me incorporé lentamente, sacando mi muñeca de la tira de cuero. De pronto ataqué, buscando la cabeza de mi contrario. Automáticamente, él levantó el escudo, dejando sin protección pecho y vientre. Bandeé el hacha con las fuerzas de que pude hacer acopio, soltando aquella con precisión en el momento crítico.
Forster adivinó inmediatamente mi intención. Con un movimiento reflejo perfecto desplazó el escudo, situándolo donde le correspondía estar. Su magnífica reacción contrastaba con el claro fallo de mi golpe. Había soltado el hacha en el momento preciso, pero, desgraciadamente, el dedo pulgar se me había enganchado por un instante en la tira de cuero, desviando el disparo.
El hombre que tenía enfrente se había movido para anular mi destreza, no mi torpe asalto. Estaba descuidado cuando mi hacha rebotó en el suelo, a medio metro de él, elevándose como una ondulante cobra al atacar para situarse detrás de su elemento protector.
Comprendió el peligro a que se hallaba expuesto en la última fracción de segundo y bajó rápidamente el escudo. Oí un fuerte golpe cuando el borde de aquel tocó el hacha. Me vi perdido…
Forster se irguió, sonriendo. Luego, el escudo cayó al suelo y yo descubrí el hacha, enterrada hasta el puño en su pecho. No había obrado con la rapidez necesaria para reducir a nada mi desviado tiro. Había conseguido tocar la empuñadura de la terrible arma, pero el acero se hundió irremediablemente en su carne.
Con una petrificada sonrisa, se derrumbó. Y entonces empezó un «baile» más que regular en aquella habitación.