23

23

¡QUÉ CUADRO! Inesperadamente, los tres osos se encontraban de cara con el cazador. De haber podido paladear aquel momento habría conocido el sabor de las cenizas. Lo que más me dolía era pensar que había trabajado lo indecible para llegar a aquel especial lugar y no a ningún otro. Ni siquiera había llegado a considerar por un instante la conveniencia de cambiar de objetivo final. No había caído en la cuenta tampoco de que en este podía aguardarnos una desagradable sorpresa. Bueno. Allí estábamos… Estimé irritantemente injusta nuestra suerte.

¡Vaya jugarreta! Me compadecí de mí mismo. Uno había estado corriendo, improvisando, escabullándose para, por fin, llegar al ansiado refugio, sólo para encontrarse con que las reglas del juego habían sido alteradas, sólo para descubrir que el refugio se había convertido en una fortaleza enemiga y que se había perdido la partida.

Claro que se me había olvidado una cosa: aquel juego carecía de reglas.

Era preciso volver a la realidad. Y la realidad era esta: dos hombres nos apuntaban con sus revólveres mientras un tercero nos registraba. Habiendo acabado con este formulismo, Forster nos invitó a tomar asiento. Obedecimos mecánicamente, sentándonos en las sillas que él señaló, aceptando incluso lo que nos ofreció para beber, y hasta cigarrillos… Los hombres de Forster se refugiaron en las sombras y él dio un paso adelante, como el actor o danzante busca el círculo de luz que ha de realzar su actuación. Nosotros le contemplábamos como hipnotizados, íbamos a escuchar con la máxima atención lo que tuviera que decirnos y luego no tendríamos más remedio que dejarnos matar. Consecuencia lógica: Karinovsky, Guesci y yo no formábamos un grupo de ciudadanos satisfechos.

—Permítanme en primer lugar —dijo Forster—, que les explique qué estoy haciendo aquí cuando ustedes me suponían dando tumbos por las zonas pantanosas del Véneto, Se habrán formulado, indudablemente, tal pregunta, ¿no?

Ninguno de los tres abrió la boca.

—Voy a contestársela —prosiguió diciendo Forster—. Guesci, sus manejos no permanecieron tan en secreto como usted se había figurado. Supe de sus discretas indagaciones referentes a embarcaciones y avionetas, así como de su proyecto de utilizar un refugio en San Stefano. Dejé a la mayor parte de mis hombres en Venecia con la orden de que le capturaran o le diesen muerte, de ser posible. De no poderse lograr tales objetivos, procurarían dificultar sus movimientos. No era necesario que yo supervisase una operación de carácter rutinario como esa. Decidí esperarle tranquilamente aquí, confiando en que su inteligencia sería superada por su obstinación. Naturalmente, hube de librarme de su gente primero. Esto no me costó mucho trabajo. Aquella recibió oportunamente un mensaje de su jefe cambiando el lugar de la cita. El coronel Baker y sus ayudantes se encuentran en estos momentos en Villa Santini, a unos veintiocho kilómetros de aquí.

Forster aguardaba nuestra reacción. Pero no vio nada. La insensibilidad de su auditorio le enojó.

—Me figuré que resultaría divertida una breve charla con ustedes. Ahora observo que es un fastidio. Supongo que es una tontería que continúe perdiendo el tiempo.

Sin la menor prisa, extrajo de debajo de la americana una pesada «Browning» automática. En aquel momento, precisamente, yo había llegado a plantearme una conclusión: no quería morir. Deseaba, por el contrario, con todas mis fuerzas, continuar viviendo. Por espacio de treinta o cuarenta años más, si era eso factible. Y si no, con treinta o cuarenta minutos más de vida también me daba por satisfecho. A fin de seguir viviendo, yo estaba dispuesto a todo, arrastrarme, a implorar, a mentir y a robar, a hacerme federalista o comunista, arriano o azteca, u otra cosa requerida inapelablemente por la situación.

Hasta estaba dispuesto a ser de veras el agente X. Esto —¡qué curioso!—, venía a ser lo más difícil.

—¿Qué va a pasar ahora? —pregunté a Forster.

El hombre sonrió.

—Que haré fuego sobre ustedes.

—¿Un tiro en la nuca?

—Tal vez. ¿Tiene usted miedo, señor Nye?

—Desde luego que tengo miedo. Pero hay algo más: estoy desilusionado.

—Muy comprensible. En su caso…

—No me ha entendido —insistí—. Usted me ha producido una honda decepción.

—¿Qué habla usted, señor Nye?

—Su cobardía me repugna —replicó el agente X.

Pude notar que sus hombres avanzaban casi imperceptiblemente. Forster levantó su pistola automática, apoyando el índice en el gatillo.

—Va usted a recibir el tiro en la cara, a modo de recompensa por su observación.

—Es igual —repliqué—. Su bala no alterará este hecho: valgo yo más muerto que usted vivo.

Forster guardó silencio un momento. Luego, dijo:

—Señor Nye, ¿es que intenta provocarme para ver si se le presenta una ocasión de pelear conmigo? Si es así procure mejorar sus métodos, ya que procede usted con evidente torpeza, dada la claridad con que da a entender sus propósitos.

Y eso, amigo mío, no conduce a nada ya. La época de nuestra rivalidad personal se ha esfumado. Tengo una tarea que cumplir, un deber al que he de hacer frente con la máxima eficiencia posible.

Mis labios se distendieron en una sonrisa.

—Ya me figuraba que se iba a escudar en su trabajo, Forster. ¡Qué suerte que tenga usted esa arma en las manos! De no ser así le habría partido ya en dos.

Mis palabras de reto le hicieron efecto. No porque fueran sinceras, sino precisamente por su falsedad. Sabía que podía quedarse conmigo en el terreno de la dialéctica y le irritaba que en aquellas circunstancias no pudiese demostrarlo.

—Su táctica le acredita, señor Nye. Sin embargo, ¿qué otra cosa se le ofrecería hacer ahora?

Cierto. Pero Forster hablaba en realidad para sus hombres. Intentaba convencerlos. De otro modo hubiera disparado sobre mí tres minutos antes, dejando sus explicaciones para más adelante.

—Su conducta sería comprensible de ser usted un funcionario de importancia secundaria. En ese caso, claro, no se le habría ocurrido enfrentarse conmigo. Hubiera sido una ridiculez. Pero yo le había considerado un hombre de mi altura…

Hice una pausa para encender con teatrales gestos un cigarrillo.

—Nuestras carreras son semejantes. Las separa una diferencia, sin embargo. Yo he logrado una honesta fama de luchador. De usted lo único que se dice, en cambio, es que ha llegado a ser un burócrata medianamente eficaz.

Forster estaba demasiado indignado para hablar. Por supuesto, yo era terriblemente injusto con él. Se me antojaba más injusto todavía morir, no obstante.

—Posee usted muchas y buenas cualidades —añadí—. Es usted inteligente, rudo y razonablemente hábil. Por desgracia, carece del instinto del luchador personal.

—Creo que ya ha hablado bastante —manifestó Forster—. Lamento haberle dicho todo eso. Ahora bien, quizás prefiera haber oído tales palabras en mis labios antes que en los de sus superiores.

—¡Ya está bien, Nye! —chilló él, apuntándome con su arma.

—Me parece que los mejor que puede hacer es quitarme de en medio en seguida —me apresuré a indicar—. Todavía podría decirle peores cosas.

—Usted no es más que un paranoico desbordante de fantasía —gritó Forster—. ¿Cree de veras en su reputación?

Hice un esfuerzo para recostarme en mi asiento y cruzarme de brazos. Mis resecos labios se movieron, dibujando una sonrisa desdeñosa.

—Mire, Forster… —comencé a decir—. En un encuentro personal con usted no me costaría mucho trabajo matarle, fueran cuales fueran las circunstancias de nuestra pelea, fuese cual fuese el arma elegida. Habría de empuñar usted una espada y yo un abrelatas, por ejemplo, y me desembarazaría de su ingrata persona en unos minutos tan sólo. Usted se las ha arreglado siempre de manera que sean otros los que luchen. Ha procurado cuidadosamente hurtar el cuerpo a la hora de la verdad, por si salía algún valiente que le abría la cabeza en dos mientras apuntaba muy nervioso su pistola o quitaba a esta, temblando, el seguro…

Uno de los hombres de Forster fue incapaz de disimular una sonrisa. Aquello estaba bien. Y lo mejor de todo era que el jefe lo había notado.

Guesci y Karinovsky me miraban con la boca abierta. Les eché un vistazo indiferente, tornando a fijar los ojos en Forster.

—Este ganado —indiqué señalando a mis compañeros—, vale poco. Guesci es el eterno «amateur» y Karinovsky tiene poca importancia en el cuadro de conjunto. La lucha quedó entablada realmente entre usted y yo. ¿Qué opina sobre el particular, Forster?

Este me miró fijamente. Luego, su faz se relajó, dejando de arrugar el entrecejo. Pronunció lentamente las siguientes palabras:

—Creo que está usted fanfarroneando.

—¿Yo?

—Usted, sí. En sus palabras no descubro el menor acento de sinceridad. Y ellas proclaman sus apuros, su desesperación, su angustia de hombre acosado, perdido…

—Es otra de sus suposiciones. Nunca está seguro de nada —repuse, tajante.

—Vamos a verlo ahora mismo.

Forster guardó la «Browning» en uno de sus bolsillos.

Medió uno de sus secuaces:

—Perdón, señor. Sería una imprudencia…

— ¡Tú te callas! Lo que pueda haber entre Nye y yo es cosa nuestra exclusivamente. Nada ha cambiado, ¿eh? Si yo peleo con Nye y pierdo, vosotros ya sabréis qué hacer, ¿no?

El otro asintió, disgustado.

Forster se volvió hacia mí.

—Según las informaciones que figuran en su expediente, usted es un experto en lo tocante a armas antiguas. ¿Es verdad eso?

—Pruebe a ver.

—Eso pienso hacer. ¿Está usted auténticamente convencido de que sería capaz de matarme empleando para conseguirlo cualquier arma?

—Absolutamente convencido.

—Cualquier arma, he dicho. ¿Seguro?

—Puede usted elegir, sí.

Forster, según comprendí entonces, me había hecho cometer un error táctico. Deseaba matarme, desde luego, pero aspiraba a hacerlo llevándome a su terreno. La lucha proyectada se montaba para que sirviese de lección a sus hombres. Le serviría también de exhibición ante sus superiores. Forster pensaba en ella para hacer subir su papel. Alargando ansiosamente el tiempo, me había dejado llevar por mi adversario, viéndome obligado por último a aceptar de buen grado el arma que Forster propusiera.

—Le ruego que considere de nuevo ese extremo —me indicó Forster, sonriendo amigablemente.

Estaba forrando la trampa de hierro. Nadie podría acusarle jamás de haberme forzado a acomodarme a su elección.

Decidí, ya que había dado aquel mal paso, sacar el máximo partido de él.

—Se lo dije ya, Forster: cualquier arma. ¿Quiere acaso que se lo comunique por escrito?

—No será necesario. Quería estar seguro de haberle entendido bien. Me parece que dentro de esta sala podremos hallar una completa selección de armas.

Me señaló con un gesto la pared opuesta. Abandoné mi silla, acercándome a aquella. Estaba cubierta en buena parte por sables de caballería, espadas de anchas hojas, dagas, mazos con pinchos de hierro y otros instrumentos semejantes con los que me hallaba menos familiarizado.

—¿Qué tal iría esto? —inquirió Forster.

Había señalado un cruzado juego de cimitarras, turcas o árabes, a jugar por su aspecto, de curvadas hojas.

—Bien, a mi juicio —respondí.

—Pero no todo lo bien que fuera de desear. Veamos… ¿Qué opinión le merece el cris?

Forster intentaba ver cómo reaccionaba yo ante cada arma. Así llegaría a averiguar con cuál de ellas me encontraba menos familiarizado. Podía haberse ahorrado tanta molestia… Yo no tenía acerca del manejo de las espadas, dagas y demás instrumentos cortantes, yo no tenía, digo, más conocimientos que los que adquiriera años atrás leyendo a Sabatini o viendo algunas películas de Errol Flynn.

—El cris no presenta, por lo que a mí respecta, inconvenientes —declaré.

Forster se desplazó a lo largo del muro. —He aquí dos espadas típicas de la época de las Cruzadas. Son exageradamente grandes, de difícil manejo…

—Pero resultan muy potentes en manos de un hombre hábil —subrayé.

—Es probable. ¿Ha utilizado alguna vez el mazo?

—El principio en que se basa su empleo parece estar bien a la vista.

—¿Y qué piensa de esto otro?

Miré, vacilando por una fracción de segundo…

—Conforme —dije rápidamente, intentando disimular mi error.

Pero a Forster no se le había escapado aquel detalle.

—Si usted no tiene nada que oponer, este elemento puede proporcionarnos un rato de diversión.

Había cogido un hacha de doble cabeza y muy corto mango, que aparecía atravesado por una tira de cuero.

—Vea bien esto, a ver si le gusta.

El arma en cuestión resultaba bastante desagradable incluso de aspecto. Las cabezas, gemelas, estaban curvadas hacia atrás, en forma de cerradísima media luna. Toqué las hojas de acero, observando que tenían el borde tan afilado como una navaja de afeitar.

—Fueron los vikingos quienes emplearon esa arma, desde luego —explicó Forster—. No se maneja con la misma facilidad que el sable o la espada, pero le sorprenderá su eficacia si acierta a dar con la técnica de su empleo… Los vikingos que usaban tales instrumentos no temían a los enemigos armados con sables. Coja un escudo, Nye; forma parte también del equipo.

Vacilé de nuevo. Fue inevitable… Hube de esperar a que Forster escogiera un escudo entre la docena que vi en la pared. Yo, entonces, elegí otro similar. Era redondo, reforzado con bronce. Contaba con un asa, para la mano, y una correa que se pasaba por el brazo. Se me antojó sorprendentemente ligero. Descubrí que había sido construido con cuero grueso y endurecido, sujetado posteriormente a un armazón de madera forrado con bronce.

—¿Está decidido a que probemos con estos elementos? —inquirió todavía Forster.

—Lo que usted quiera.

—Se lo advierto, ¿eh? No estoy del todo desacostumbrado a esta arma.

—No importa —repuse, sincero.

Forster se volvió hacia sus hombres.

—Ustedes no intervendrán para nada en este duelo. Si pierdo, mala suerte. En tal caso, ya saben lo que han de hacer: desembarazarse de los tres prisioneros y salir de Italia.

Se inclinó brevemente hacia mí.

—Me tiene usted a su disposición, señor Nye. —De acuerdo— contesté.

Sonreí. Otra fanfarronada para hacer creer a Forster que se había equivocado al escoger el arma. Pero había pasado ya el momento de las bravatas y contrabravatas. Forster se me acercó. Su faz era inexpresiva. Había inclinado ligeramente hacia delante su escudo, elevando la mano que sujetaba el hacha. Yo comenzaba a luchar por lo que pudiera quedarme de vida…