22
HABÍAMOS estado volando hacia el nordeste por espacio de un cuarto de hora casi. El Adriático quedaba a nuestras espaldas. Veíamos ahora, a nuestros pies, la amplia llanura de Italia septentrional. Decidí que había llegado el momento de saber a dónde nos encaminábamos. Pregunté a Guesci si disponía de mapas.
—Naturalmente que sí —respondió el italiano—. Ya verá que he pensado en
todo.
De debajo de su asiento extrajo una carta numerada ONC-F-2. Veíase en ella el norte de Italia y más de la mitad de Europa. Estaba saturada de símbolos referentes a aeropuertos, zonas especiales, ciudades, aldeas, montañas, regiones pantanosas, mares, lagos, líneas de conducción de energía eléctrica, diques, puentes, túneles y toda clase de datos de gran interés. Aquello no se parecía en nada a la extensión plana, verde y castaña y siempre uniforme que sobrevolábamos.
Pensé que era conveniente que me descargara de alguna responsabilidad.
—A ver, Guesci… Averigüe usted dónde estamos. Luego, dígame qué punto hemos de alcanzar y cómo.
—¡Pero si yo no sé nada sobre mapas aéreos! —exclamó el hombre. Karinovsky le ayudará. Supongo que no esperarán ustedes que lo haga yo todo.
Los dos se pusieron a estudiar el mapa. Aproveché aquel rato para aprender algo como piloto. Describí suaves curvas hacia la derecha y la izquierda, descendí, subí, manipulé repetidas veces el acelerador y llevé a cabo otros sencillos experimentos. Comencé a notar una leve sensación de confianza en mí.
—¿No podría usted volar un poco más bajo? —me preguntó Guesci—. No distingo ninguna señal desde esta altura.
Nos colocamos a unos seiscientos metros del suelo. Al cabo de unos minutos, Guesci suspiró, comentando:
—La campiña no presenta aquí ningún rasgo característico.
—Desde luego, con su colaboración se puede ir a cualquier parte.
El italiano repasó el mapa atentamente. Ahora inquirió:
—¿Qué tiempo ha transcurrido, aproximadamente, desde que dejamos el Adriático, penetrando en la costa?
—Supongo que unos diecisiete minutos, poco más o menos.
—¿A qué velocidad hemos estado volando? ¿En qué dirección?
—Hemos volado a ciento cuarenta y cuatro kilómetros por hora, en dirección nordeste. Bueno, ese es un cálculo hecho algo a la ligera.
Karinovsky levantó una mano.
—Redondeemos un poco esa cifra. Digamos que hemos volado a ciento sesenta kilómetros por hora, lo cual facilitará nuestra estimación. Esto significa que hemos cubierto unos cuarenta kilómetros. Si proseguimos nuestro desplazamiento hacia el norte, pronto cruzaremos el río Piave. He ahí una señal que no dejaremos de advertir.
—¿Y qué vamos a hacer cuando la descubramos?
—Seguir el curso de la corriente de agua, que nos conducirá a Belluno. Después de sobrevolar el valle del Piave alcanzaremos San Stefano di Cadore.
—¿Cómo sabremos que nos hemos orientado bien? Guesci tenía la respuesta a tal pregunta.
—Poco antes de llegar a la población hay una central de energía eléctrica.
—¿Está seguro de poder localizarla?
—No se preocupe —indicó Guesci—. Usted cuide del avión… Lo demás corre de mi cuenta.
Sin saber por qué concretamente, me desagradó el tono de voz con que el italiano me había hablado. Sin embargo, ¿qué podía hacer en aquellas circunstancias? Sólo una cosa: concentrar la atención en mi cometido.
Proseguimos nuestro viaje en dirección norte. No tardamos en ver el Piave. Hice girar al avión y seguí el curso del río por el noroeste, dejando atrás dos de sus curvas. Comprobamos nuestra posición sobre Valdobbiadene. La tierra comenzaba a elevarse ahora y hube de procurar que el aparato ascendiera suavemente.
En unos minutos nos colocamos en las laderas de los Alpes, a unos seiscientos metros sobre el nivel del mar. El río seguía una dirección norte-nordeste. Guesci localizó la población de Peltre a nuestra izquierda y Karinovsky vio un molino a la derecha. Todo coincidía. A nuestra llegada a Belluno nos hallábamos a dos mil setecientos metros de altura. Los Alpes se extendían frente a nosotros igual que una masa de puntas de lanza. En la cabina hacía frío.
Me costaba mucho trabajo dominar al avión en aquellos instantes. Fuertes corriente de aire ascendentes batían sus alas. Además, las condiciones externas, con respecto al funcionamiento del motor, habían variado. El aire era más limpio, más «fino». A nuestros pies, el valle del Piave era una clara, una limpia cuchillada practicada en las Dolomitas. La naturaleza accidentada del suelo me obligó a remontarme por encima de los tres mil metros de altura.
Oí a Karinovsky al lanzar una exclamación de alarma. A treinta metros, a mi derecha, vi claramente el pico de una montaña. —¿Hay algo más así por aquí?— quise saber prudentemente.
—Nada nos debe preocupar ya volando a esta altura —opinó Karinovsky—. Lo único dar con San Stefano.
El valle del Piave seguía curvándose hacia el este. Guesci nos señaló la central de energía eléctrica. Luego distinguimos San Stefano a la derecha, en una elevación de dos mil quinientos metros, aproximadamente. Incliné el avión de lado, iniciando un suave descenso.
Vimos algunas casas. Había empinados prados, de pequeñas dimensiones, debajo de nosotros. A un lado de la población quedaba la vía férrea, que iba de un extremo a otro de la parte edificada.
— ¡He ahí nuestro punto de destino! —gritó Guesci.
Vi la cabaña, en forma de U, instalada a kilómetro y medio de la aldea. Distinguí una zona de terreno despejado frente a la U. Desde el aire todo parecía tener el tamaño de un sello de correos. Desde luego, yo no sería capaz de aterrizar nunca en un espacio tan reducido. Lo malo era que no descubría nada que se me antojase mejor. Continué descendiendo, describiendo vueltas en torno al campo, confiando en que la que se me venía encima no sería tan mala como se me antojaba.
Intenté mantenerme cerca del borde del campo, avanzando contra el viento. Reduje la velocidad y empujé hacia delante la palanca de mando. Una masa de árboles pasó en tromba junto a nosotros y hasta nuestro mismo refugio. De pronto me encontré en el extremo opuesto de la zona, girando hacia el nordeste.
Me había precipitado, obrando con excesiva celeridad. Repentinamente, me acerqué demasiado al suelo. Volaba a una velocidad aterradora, muy bajo para moverme con seguridad y muy alto para intentar el aterrizaje. De acuerdo con lo que yo había aprendido de diversos héroes populares en las páginas de los semanarios infantiles, debía conquistar más velocidad, elevándome seguidamente para realizar una nueva tentativa de aproximación. Pero no me atreví a obrar así. Mi dominio del aparato era excesivamente incierto y el suelo quedaba a muy poca distancia. Rechiné los dientes, empujando la palanca de mando hacia delante y cerrando de repente el gas.
A unos cinco metros de altura, el avión empezó a perder velocidad, estremeciéndose. Estuvo a punto de capotar, entonces. La mitad del campo había desaparecido ya detrás de nosotros. Tiré de la palanca de mando. El aparato levantó bruscamente la proa y abatió la cola. Por fin, las ruedas delanteras entraron en contacto con la tierra y aquel comenzó a dar saltos. Pegué resueltamente la empuñadura de la palanca a mi estómago…
Inclinados hacia la izquierda, ya en el suelo, el fuselaje describió un violento giro en aquel sentido. El ala golpeó la tierra, igual que la hélice, que se hizo pedazos. Toqué frenéticamente el pedal de la derecha, haciendo funcionar los frenos. La avioneta continuó girando, elevándose y descendiendo alternativamente. Iba a dar la vuelta. Esto me pareció irremediable. Por último, se quebró el tren de aterrizaje y el aeroplano se arrastró sobre su vientre. Fue a detenerse hacia el final del pequeño campo, a unos seis metros de una valla de madera tras la cual había un diminuto bosque de pinos. Giré la llave del encendido. El agente X había terminado con éxito otra de sus peligrosas misiones.
Nadie había sufrido ningún daño, pero nadie tampoco tenía ganas de hablar. Contemplamos una vez fuera de él los restos del aparato, echando a andar luego en dirección al refugio.
Yo experimentaba una profunda sensación de relajamiento. Al otro lado de la gran puerta de roble de la vivienda, el agente X se esfumaría para siempre. Sólo quedaría de él aquella dudosa personalidad: William P. Nye. De pronto, sentí unos deseos irreprimibles de dar la vuelta y huir de aquel refugio alpino, de escaparme de Italia, de desaparecer de Europa. Quería salvarme perdiéndome… Y también ansiaba mantener viva, sin saber por qué, la imagen absurda del agente X.
Estábamos en el pórtico de la entrada. La mano de Guesci descansaba ya en el pesado tirador de bronce de la puerta. Renuncié a mi sueño de volar y de renacer, inventando un proverbio que se acomodaba a la ocasión: quien produce una ilusión se ve antes que nadie cogido entre sus redes. Tal reflexión no me produjo mucho consuelo.
Un hombre joven con el pelo muy corto abrió la puerta desde dentro, notificándonos que nos esperaban. Penetramos en la vivienda, deslizándonos por un corto vestíbulo antes de internarnos en una gran habitación, dentro de la cual descubrí un cuadro con una vista panorámica de los Alpes.
En el extremo opuesto de la sala había un hombre. Estaba plantado frente a la gran chimenea, con las manos atrás, cogidas sobre su espalda. Las llamas del fuego encendido a sus pies proyectaban nerviosamente su sombra sobre el techo. Volvióse hacia nosotros, sonriente.
—Caballeros —dijo—, me alegra mucho comprobar que han salido airosos de su accidentada aventura. Empezaba a sentirme preocupado.
Aquel hombre era Forster. Manteníase erguido, risueño y, sobre todo, muy tranquilo. Oí el ruido de la puerta al cerrarse a nuestras espaldas.