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EL DESPEGUE había sido atemorizador en sus principios, pero luego recibí una gran compensación. Mientras ascendíamos llegué a pensar que volar, en fin de cuentas, no era una cosa tan difícil como nos querían hacer ver. Se trataba, simplemente, de una habilidad que cualquier hombre podía desarrollar mediante la concentración de sus facultades intelectuales. Se me antojaba que los profesionales habían estado rindiendo un culto misterioso a aquella operación, elemental, sencillísima… ¡Ah, claro! Esos hombres habían preservado así lo que era su vida, procediendo con indudable astucia.

Existía otra posibilidad: que el vuelo fuese un ejercicio enormemente difícil, salvable porque yo fuera uno de esos raros individuos que todo lo hacen bien, guiados por el instinto o por la intuición.

Unos minutos después me apresuraba a rechazar ambas explicaciones. Sabía que ya había conseguido poner aquel pequeño avión en el aire merced a la suerte, en la que había influido, lógicamente, la tendencia del aparato a hacer aquello para lo cual había sido construido, en determinadas condiciones.

Pensé eso de pronto, al ver que el avión giraba rápidamente hacia la izquierda sin que existiera una razón aparente que justificara semejante proceder.

Seguíamos elevándonos. El tacómetro señalaba dos mil trescientas revoluciones; la palanca de mando se hallaba echada hacia atrás; mis pies descansaban ligeramente sobre los pedales de gobierno del timón. En el indicador de velocidad leí ochenta kilómetros por hora, peligrosamente próxima a la de sesenta y cinco, cifra tope, la mínima para seguir en el aire. El altímetro me daba ciento cincuenta metros. Estábamos demasiado cerca del suelo, pero continuábamos ganando altura.

Y luego vino aquel giro a la izquierda, inexplicable…

Toqué suavemente el pedal derecho. El aeroplano se enderezó, pero la velocidad descendió a setenta y dos kilómetros por hora. El motor parecía no trabajar bien. Hacía un ruido que no me gustaba. Intenté dar más gas, pero me encontré con que el acelerador no podía dar más de sí ya. «Resbalamos» al describir una de aquellas curvas que me tenían preocupado y noté como si el motor fuera a pararse. Presa del pánico, di una patada al pedal izquierdo y eché la palanca de mando hacia delante. La proa del avión bajó, apuntando al horizonte, y la velocidad subió a noventa y seis, pero el tacómetro me alarmaba, señalándome su zona roja. La pequeña nave enfiló obstinadamente nuestra izquierda y yo, de súbito, anduve necesitado de cuatro manos y un par de cabezas, por lo menos.

Corregí el giro y tiré suavemente de la palanca de mando. Las revoluciones por minuto eran las correctas tan pronto como el avión comenzó a trepar, pero, naturalmente, la velocidad descendió de un modo peligroso. Moví mi palanca cuidadosamente, hacia delante y hacia atrás, hasta que di con una posición en la que las revoluciones y la velocidad quedaban en la zona negra. La avioneta ascendía más bien lentamente. Me veía forzado a usar continuamente el pedal izquierdo del timón para mantener el rumbo correctamente, cosa que me daba que pensar. Pero, en fin, por unos instantes todo me pareció allí dentro bastante equilibrado.

—¿Qué ha sucedido? —me preguntó Guesci con voz temblorosa.

—Una corriente de aire muy fuerte —respondí vagamente.

¿Para qué alarmar a mis pasajeros? En aquella avioneta sólo había sitio para el pánico que yo sentía.

—Pero, bueno, usted sabe volar en realidad, ¿no? —inquirió el italiano—. Quiero decir que sus palabras de antes fueron una broma… ¿Es así?

Aquel tono de voz gimoteante con que Guesci pronunció las palabras anteriores me irritó.

—Usted puede ver lo que hay por sí mismo —respondí bruscamente.

Corregí un nuevo giro a la izquierda, adelantando luego la palanca de mando. Seguidamente, la velocidad se redujo, quedando la manecilla del tacómetro fuera de la zona roja, Al poco, vuelta a efectuar una corrección similar… Aquello era inacabable, cansado, extenuante.

—Por lo que veo, las cosas no le marchan bien —dijo Guesci, pretendiendo sondearme.

—He de decirle algo que quizás ignore, Guesci. Cuando se está acostumbrado a pilotar un caza «Mach 2», un avión supersónico, se necesita algún tiempo para moverse con desenvoltura dentro de la jaula en que nos hallamos.

Puedo jurarlo: ni siquiera me daba cuenta de lo que estaba diciendo.

Guesci asintió, vehemente. Ansiaba creer en mi destreza. Y había observado, sin embargo, detalles que le aconsejaban un proceder totalmente contrario. En las trincheras no suele haber ateos. ¿Qué decir de lo que pasaba a bordo de un avión como aquel, volando en circunstancias comprometidas a unos trescientos metros de la tierra italiana? En nuestro caso quedaba explicada la desaparición de todo escepticismo.

—¿Tiene usted mucha experiencia en lo concerniente al vuelo en aviones de propulsión a corro? —me preguntó Guesci.

—He pilotado «Sabres» y «Banshees» —respondí al tiempo que corregía un giro a la izquierda, empujando luego la palanca de mando para impedir la peligrosa pérdida de velocidad, etcétera.

Me mordí los labios para no sonreír. Después de esto mi atención se concentró en el aeroplano, necesitado de sucesivas enmiendas, iguales a la que he citado últimamente. A continuación le pedí a Guesci que se ocupara de Karinovsky. Entonces consideré la conveniencia de dejar las bromas a un lado, dedicándome a la seria tarea de adivinar las «salidas» de nuestra pequeña nave.

Nos desplazábamos a la velocidad de ciento sesenta y ocho kilómetros por hora, habiendo alcanzado una altura de novecientos metros. Cerré el gas y seguimos volando a ciento cuarenta y cuatro. De acuerdo con lo que me decía la brújula, navegábamos hacia el sudoeste. Ya se había hecho la luz por completo. La brillante y arrugada «piel» del Adriático se encontraba bajo nuestros pies. Tolmezzo, nuestro punto de destino, se hallaba en los Alpes, esto es, en una zona situada al norte. Moví suavemente la palanca de mando hacia la derecha.

El aeroplano respondía hundiendo su ala derecha. Levantó la proa al mismo tiempo y la velocidad comenzó a disminuir. Tenía la seguridad de que el condenado motor iba a caerme encima y tiré bruscamente de la palanca hacia mí.

Aquel fue el más torpe de los movimientos que podía hacer. El motor tosió igual que una pantera herida y la proa se empinó más todavía. Oprimí sin contemplaciones el acelerador hasta el límite máximo, corrigiendo la maniobra con toques continuos del timón y la palanca.

Tuve que insistir. El avión se balanceaba alarmantemente.

La línea del horizonte aparecía y desaparecía frente a mí. La velocidad había descendido hasta noventa y seis kilómetros por hora.

Comprendí por último que lo que debía haber hecho era empujar la palanca de mando hacia delante y no atraerla hacia mí. Procedí tal como queda indicado, dimos un salto y ganamos velocidad rápidamente. Pero entonces el ala derecha empezó a inclinarse en dirección al mar.

Efectué una corrección más. El ala citada se elevó… bajando de pronto la otra. Guesci me gritaba no sé qué palabras y Karinovsky había abandonado por unos momentos la contemplación de su herida.

Aquello marchaba mal. Con las enmiendas sucesivas a mis torpes maniobras no lograba nada positivo. Percibía una pesada vibración en la cola. Habíamos perdido altura. Estábamos a unos trescientos metros del suelo y el descenso proseguía. Al parecer, yo no podía dominar el aparato. Experimenté la impresión de que, de un momento a otro, iba a desgajarse del fuselaje una cualquiera de las alas.

Fue entonces cuando Guesci se lanzó alocadamente sobre los mandos. Luché, forcejeé para quitármelo de encima. Karinovsky nos llamaba a gritos. Guesci y yo nos agarramos mutuamente, mirándonos con fiereza. El italiano intentó morderme en una muñeca y yo le propiné un formidable golpe en la nariz con mi frente. Esto le tranquilizó, por lo visto.

Durante estos instantes nadie se había ocupado del avión. Puse atención de nuevo a mis controles y me encontré con que el balanceo había desaparecido. Al dejar yo en paz, involuntariamente, el timón, la avioneta había efectuado la corrección por sí sola.

Acababa de aprender una lección en extremo valiosa. «Cuando vaciles —me dije—, deja el avión; este reaccionará oportunamente».

Toqué con prudencia la palanca de mando, intentando que el aparato lo hiciera casi todo. Nos elevamos hasta mil doscientos metros, desplazándonos ligeramente al este a ciento cincuenta kilómetros por hora. El vuelo ahora era normal, no existiendo apenas colaboración por mi parte. Ya todo en orden, por lo que apreciaba, me volví hacia Guesci.

—No se le ocurra a usted volver a hacer otra vez eso —le dije fríamente.

—Lo siento muchísimo. No comprendía lo que estaba haciendo.

Karinovsky explicó:

—Nye intentaba ver cómo respondía este aparato. Cualquier necio se hubiera dado cuenta de ello.

—Desde luego, desde luego —repuso Guesci, amoscado.

En la tierra no hay ni habrá nada más maravilloso que creer. Hasta yo empezaba a dar crédito a las palabras de Karinovsky.

—Señor Nye —me dijo Guesci—, siento mucho lo ocurrido… ¿Va usted a efectuar todavía algunas pruebas más?

—Esa es una de las cosas que depende de ciertas condiciones —contesté con no poca suficiencia.

Guesci asintió. Karinovsky no se molestó siquiera en hacer aquel gesto de aprobación. Lo que yo había dicho era axiomático.

—¿Y qué le parecen las condiciones presentes? —inquirió el italiano tímidamente.

Reflexioné unos segundos antes de contestar. Me dolía la cabeza horriblemente y tenía las ropas empapadas de sudor. Había asimilado definitivamente un pronunciado tic nervioso en el ojo derecho y me temblaban las manos como cuando se sufre de ataxia locomotora. Pero el hecho principal era que continuaba volando a bordo de aquel avión.

—Las condiciones actuales no son malas —respondí—. Efectivamente, de momento todo parece estar en orden.

¿Y cómo suele construir el necio su paraíso? Pues utilizando los derruidos ladrillos de la ilusión y el acuoso cemento de la esperanza. Así hablaba Zaratustra Nye.