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YO HABÍA estado exagerando un poco. Mis conocimientos acerca de la aviación ligera eran deficientes, seguramente, pero la verdad era que no lo ignoraba todo… Por ejemplo, había volado como pasajero en diversas ocasiones. Otra vez me había sido permitido manipular los mandos de una «Piper Cub». En vuelo normal, yo había descrito en el aire una serie de suaves curvas con auténtica destreza. Finalmente, había asistido a la proyección de no sé cuántas películas relacionadas con la guerra aérea.

Todo ello, desde luego, suponía una experiencia a todas luces insuficiente para la tarea que iba a acometer. Pero todavía tenía menos experiencia en lo tocante a la otra alternativa que se me ofrecía: cruzar un campo despejado de obstáculos al amanecer, pera servir de blanco a ocho o más hombres convenientemente armados. Me obligó a elegir la necesidad.

Concentré mi atención en el tablero de los instrumentos.

Hallé el interruptor de la batería y le di la vuelta. Bajo el panel, a mi derecha, se encontraba el mando de la válvula interruptora del suministro de combustible. Procedí igual. A continuación vi el mecanismo de control térmico del carburador. Tenía un rótulo que rezaba: «Tírese para calentar». Obedecí. Luego manipulé en el control de mezcla, señalando la zona indicadora de máxima riqueza. —¿Qué hace usted?— me preguntó Guesci.

—Me estoy preparando para despegar.

—¡Ah! —Guesci permaneció en actitud reflexiva unos segundos—. Yo creí que usted no sabía cómo se pilotaba un avión.

—Y no lo sé, en efecto. Sin embargo, me parece que esta es una ocasión para aprender tan buena como cualquier otra.

—Desde luego —dijo Guesci, riendo, no muy convencido pese a todo—. ¿Me permite que le indique la conveniencia de que actúe con la mayor celeridad posible?

Asentí. Mis pies descansaban sobre dos pedales. ¿Qué papel desempeñaban? No acerté a recordarlo. ¿Corresponderían a los frenos? No. Esto no era probable. Pisé el de la derecha y oí un leve crujido a popa. Me asomé por la ventanilla y observé que el timón se había movido. Muy bien: los pedales servían para controlar el timón. Recordé que la caña que tenía delante actuaba sobre los alerones.

¿Qué más? Había allí elementos indicadores de la altura, la dirección, períodos de tiempo, temperatura del aceite, abastecimiento de combustible, presión del aceite y revoluciones por minuto del motor. Había todo un desconcertante muestrario de interruptores y esferas, muchos de los cuales tenían plaquitas con instrucciones o advertencias. Leí las mismas rápidamente, intentando hacer memoria… ¿Qué había leído yo, Señor, acerca del tema de los despegues de las naves aéreas? Me pareció que…

Me di cuenta entonces de que Guesci me tiraba del brazo.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—¡Disparan sobre nosotros! —exclamó Guesci—. ¿Es que no oye?

Oía perfectamente ahora que me llamaban la atención sobre aquello. Los hombres de Forster se hallaban todavía a alguna distancia de nosotros, pero los proyectiles de sus pistolas podían Salvar fácilmente, como es natural, la misma. Ya no había tiempo para más vacilaciones en torno a los misterios del vuelo. Era preciso pasar a la acción o morir, si bien era lo más probable que tuviésemos que hacer ambas cosas casi simultáneamente.

—¡Allá vamos! —anuncié presionando el botón del arrancador.

No sucedió nada.

Presioné de nuevo el citado botón, sin el menor resultado. Escruté el tablero de los instrumentos, en busca de una pista que me explicase el fallo. Leí en un rótulo: «Interruptor de la magneto». Tenía cuatro posiciones: «Reposo», «Izquierda», «Derecha», «Doble»… Escogí esta última y oprimí otra vez el botón del arrancador.

El motor «tosió», se quejó, surgió a la vida con un tremendo rugido. Mantuve la palanca de mando cerca de mí, creyendo que esta era su posición neutral, disminuyendo al mismo tiempo la presión sobre los pedales. Me di cuenta de que subían las manecillas indicadoras en el tacómetro y el aparato que señalaba la presión del aceite. El avión se estremeció, pero no hizo el menor movimiento.

Avancé el acelerador y el tacómetro señaló 2.400 revoluciones por minuto. Por encima se veía una zona de peligro marcada en rojo. Nuestra avioneta tembló como la rama de un sauce azotada por una furiosa tormenta. Y lo peor fue que continuó inmóvil.

Luego, descubrí el freno de mano. Regulé el acelerador y solté aquel.

Comenzamos a rodar. La velocidad aumentaba rápidamente, a medida que yo daba más gas.

Recordé que los aviones, para despegar, se ponen siempre frente al viento. Bueno. ¡Pero si yo no sabía siquiera si soplaba aquel, poco a mucho! Y… de haberlo sabido, ¿qué? De todas maneras yo no hubiese sabido qué determinaciones tomar. Recordé también que los aeroplanos vencen a la fuerza de la gravedad, elevándose, gracias al soberbio impulso de las altas velocidades. Consecuentemente, eché mano al acelerador, manejándolo tal como había visto hacer a los ases de la guerra aérea.

Debíamos de estar avanzando sobre el suelo a la velocidad de ochenta kilómetros por hora, pese a que la manecilla del indicador correspondiente señalaba menos de la mitad de dicha cifra. Cosa alarmante: el avión empezaba a girar hacia la derecha. Toqué el pedal de esa mano y viendo que el giro se acentuaba presioné el contrario. El avión se enderezó por un momento, iniciando seguidamente la vuelta hacia la izquierda. Compensé nuevamente.

La velocidad alcanzada ahora era de unos noventa y seis kilómetros por hora. Divisé un muro de escasa altura frente a nosotros y algunos árboles más allá de él. Apenas lograba controlar la pequeña nave. Manejaba los pedales con cierta soltura ya, pero debí de exagerar al realizar los intentos de compensación. Avanzábamos en una interminable serie de alargadas eses…

El muro se nos acercaba a toda prisa ya. A nuestras espaldas, Karinovsky nos miraba alternativamente, sumido en un silencio absoluto. Guesci comenzó a gemir, enterrando la faz entre sus brazos. Yo sentí deseos de hacer lo mismo, pero me contuve a tiempo. Hice funcionar a todo lo que daba de sí el acelerador. Luego tiré de la palanca de mando como había visto hacer a innumerables pilotos en un montón de películas.

El avión dejó la tierra, buscando el aire. Los aeroplanos, después de todo, han sido construidos para eso. Yo no había creído en ningún instante que aquello llegase a suceder. Sin embargo, comprobé que nos apartábamos del suelo, que ascendíamos por un firmamento sin nubes, débilmente azul con las luces del amanecer. El motor sonaba de un modo especial, como quejoso después del soberbio esfuerzo, descendiendo el tacómetro hasta las mil novecientas revoluciones por minuto. Eché la palanca de mando hacia delante. Quería que el pequeño avión fuese elevándose más gradualmente.

Guesci me estaba diciendo algo, pero yo no le escuchaba. Experimentaba la satisfacción del que ve una difícil empresa convertida en realidad. ¡Había logrado despegar! ¡Volaba!

Era un triunfo personal que merecía ser saboreado el mayor tiempo posible. Decidí desentenderme del interesante problema que planteaba mi regreso a la tierra, que tan alegremente acababa de abandonar. ¿Cómo y en qué estado volvería a ella? «Cada cosa a su tiempo», este es el único «slogan» que se acomoda bien al soldado de fortuna, especialmente cuando el mismo muestra determinadas inclinaciones hacia la histeria.