19
—NOS HEMOS salido con la nuestra —comenté, por decir algo.
Karinovsky no dijo nada. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, en una posición alarmante. Me asaltó un temor. Pensé que, probablemente, todos mis brillantes ejercicios acrobáticos habían sido inútiles. La operación había sido un éxito, si bien terminaba con la muerte del paciente.
Le levanté la cabeza a mi compañero. Cuidadosamente, con ayuda del pulgar y el índice, fue entreabriendo uno de sus párpados.
—¿Quiere usted hacer el favor de dejarme en paz? —inquirió de pronto Karinovsky—. Creí que estaba muerto, amigo mío.
—Ni siquiera muerto quisiera verme cegado, si es que puedo expresarme
así.
El hombre contempló pensativo y en silencio la laguna, a medio centenar de metros de donde nos hallábamos nosotros. Después fijó la mirada en el suelo, alrededor del hidroplano.
—Nye —añadió—, yo había sospechado ya que era usted un genio. Veo, sin embargo, que me había quedado corto, que las palabras apenas sirven para dar idea de la magnitud de sus actos.
—Esto no ha sido nada del otro mundo —repuse—. Cualquier trastornado mental habría hecho lo que yo.
—Es posible, pero lo cierto es que fue usted el autor de la hazaña, amigo mío. Usted arrebató nuestros cuerpos de las fauces de la bestia enemiga. Espero ahora que reserve sus alardes de modestia para otros más crédulos.
—Hubiera logrado lo mismo, aunque con mayor facilidad, de haber utilizado un bote a remos.
—Para actuar sobre seguro, Guesci debió haber elegido otra embarcación más conveniente. Piense, sin embargo, que un bote a remos hubiera ofendido a su alma de artista.
—Sea lo que fuere, pisamos ya tierra firme.
—Sí, pero no nos hemos librado definitivamente de nuestros enemigos.
—Ya me lo imagino. La lancha que nos perseguía habrá llegado a tierra ya.
—Hay que pensar, asimismo, en los grupos que Forster habrá desplegado por los alrededores de la laguna —manifestó Karinovsky—. Hemos de marcharnos de aquí en seguida. Cuanto antes, mejor.
Tuve una visión. Imaginé una caza eterna, alargada día tras día, sin la menor concesión, sin el más leve descanso… Habíamos dejado a nuestras espaldas el laberinto de Venecia para sumergirnos en el ancho y confuso mundo. Éramos muñecos, condenados a seguir aquel especial destino. Y obedecíamos. Nuestros cuerpos adoptaban sólo posturas convencionales, que evocaban las típicas de los fugitivos.
—¿Cuándo podremos considerarnos a salvo?
—Pronto —repuso Karinovsky—. Una vez hayamos llegado a San Stefano di Cadore.
—¿Dónde demonios está eso?
—Al norte del Véneto, cerca de la frontera coríntica de Austria, al pie de los
Alpes…
—Deje usted la geografía a un lado. ¿Qué distancia hay hasta allí?
—Poco menos de cien kilómetros.
—¿Y de qué modo vamos a cubrirlos?
—Guesci habrá dispuesto ya lo necesario.
—Sí, igual que preparó lo relativo al hidroplano. Mire, yo no…
—Calle. Alguien se acerca.
Me sumergí en la caseta de la embarcación, cogiendo el revólver de Karinovsky. Agachado, apoyé el cañón del arma en el brazo izquierdo, apuntando hacia aquel objetivo ligeramente. No soplaba la más leve brisa.
Karinovsky me puso una mano sobre la muñeca.
—No sea tan impetuoso —dijo—. Un atacante no se aproximaría a nosotros tan abiertamente como lo hace este.
Seguí preparado, no obstante. Después de una experiencia como la que acabábamos de vivir a bordo del hidroplano, uno lo que ansia es que no le moleste nadie. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese para poner bien de manifiesto cuál era mi posición.
La figura llegó al costado de nuestra estropeada embarcación. Flotó en el aire cierto olor a sudor y a ajo. Dos manos se posaron en mis hombros, sacudiéndome.
—¡Es usted un tipo magnífico! —exclamó Guesci.
Vestía este un traje oscuro. Habíase hecho descuidadamente el nudo de la corbata, negra, de seda, por cierto. Llevaba en las manos unos guantes negros, de cabritilla. Marcantonio Guesci me dio muchas palmadas en la espalda, abrazándome repetidas veces, demostrando a su manera el gran aprecio en que parecía tenerme.
—¡Lo he visto todo! —exclamó el hombre—. No me he apartado los prismáticos de los ojos desde el momento en que ustedes dejaron la «Sacca di San Girolamo».
—Eso nos facilitó extraordinariamente las cosas —dije yo, apartándome un poco de él.
—¡Ah! ¡Ah! Es que no anduvieron necesitados de ayuda, querido. Cruzaron la laguna a una velocidad…
—Fue una locura, señor Guesci. Pero, bueno, ya supongo que no habrá tenido que moverse mucho para localizarnos.
—¿Se tarda mucho, normalmente, en localizar el fuego en un bosque? Hubiera sido de desear que hiciesen menos ruido…
—Es una lástima que yo no dispusiera de tiempo para instalar un silenciador
—dije.
—Se trataba de una embarcación muy ruidosa —admitió Guesci—. Bien. Todo eso queda ahora atrás. Usted y Karinovsky se hallan ya a salvo, prácticamente.
—¿Prácticamente?
—Sí, claro, hemos de salir todavía de la costa del Véneto. Pero, en fin, esa es una consideración puramente técnica. Hemos burlado a Forster en todo momento y lograremos nuestro propósito en la última etapa de la aventura. Vámonos de aquí.
Karinovsky me preocupaba bastante. La forzada «excursión» en el hidroplano no había favorecido lo más mínimo a su brazo. La herida se le había vuelto a abrir. Fluía un poco de sangre hacia sus dedos. Tuvimos que ayudarle a la hora de separarnos de la embarcación. No creí que estuviese ya para muchos trotes.
—¿Cómo vamos a burlar a Forster esta vez? —pregunté.
—Ya verá como lo logramos, Nye —replicó Guesci—. Para comprender el plan habrá de considerar en primer lugar nuestra posición.
—Ya la he considerado. —No por completo. Usted conoce la existencia de una lancha que va detrás de nosotros, pero es muy posible que ignore las restantes medidas adoptadas por Forster.
No, no las conocía y además me tenían sin cuidado. Ahora bien, ¿cómo evitar un auténtico despliegue de inesperadas informaciones? Avanzamos trabajosamente por una zona cubierta de húmedos hierbajos en tanto que Guesci (auténtico heredero de los Borgia y probable discípulo de Fu Manchú) puntualizaba nuestra situación.
—Forster ha debido de suponer que ustedes serían capaces de burlar a sus hombres en Venecia. Tal presentimiento no era descabellado, amigo Nye, si pensaba en su historial. Por consiguiente, hubo de decidirse a trazar una línea secundaria de defensa, centrándola en Venecia-Mestre. Su despliegue por el sur, a lo largo de la línea Chioggia-Mestre, no nos interesa: ya no nos hallamos en esa zona de actividades bélicas, por así decirlo. Pero en el frente septentrional, en un espacio tangencial a la línea Mestre-San Dona di Piave, han de registrarse movimientos. Estudie usted, si se halla en condiciones de hacerlo, los principales rasgos topográficos de nuestro campo de batalla…
—Guesci —le interrumpí—, ¿no podríamos dejar todo eso para más adelante?
Mi solicitud fue atendida. El general Guesci alardeaba de encontrarse en posesión de ciertas facultades ante sus combatientes, una medida siempre práctica cuando el mando obra de una manera puramente intuitiva y recurre a procedimientos nada ortodoxos.
—Hay otros detalles que reclaman nuestra atención —dijo Guesci, adoptando la pose de un brillante instructor de táctica militar, en el seno de una academia castrense—. Nos encontramos sobre una zona cuadrada de tierra de unos cuarenta kilómetros de largo, cuya homogeneidad geográfica es mantenida por la laguna veneciana al sur, las laderas alpinas al norte, el río Brenta al oeste y el Piave al este. Dentro de dicho campo de operaciones, moviéndose hacia el norte, arrancando desde la laguna, Forster vigilará la única carretera vital que va de Mestre a San Dona di Piave, aparte de la red de comunicaciones integrada por cinco caminos más, que unen las poblaciones de Cazori, Compalto y Cercato. Existe también el ferrocarril, pero hará caso omiso de él, pues en treinta horas no se espera la llegada de ningún tren. Consecuentemente, en virtud de sus planes, nos ha confinado entre la laguna y el camino costero. Visto en conjunto, tal proyecto puede ser juzgado perfecto, impecable.
—Sí, que sí —confirmé yo apresuradamente—. ¿Y cómo vamos a salir de
esto?
Guesci no abrigaba en aquel instante la intención de satisfacer mi curiosidad. Continuó guiándonos por una serie de pantanosos bancales, pequeños bosques y campos cubiertos de hierbas secas, atento sólo al hilo de su razonamiento.
—He aquí, pues, el problema con que he tenido que enfrentarme —dijo, buscando teatralmente, quizás, cierto parecido con C. Aubrey Smith en su papel de Las Cuatro Plumas, con los cual no logró otra cosa que realzar su estupidez—. Examiné las diversas posibilidades que se me ofrecían. Me figuré que la fuerza del norte se habría extendido a lo largo de la línea Mestre-San Dona. Entonces pensé en la conveniencia de descubrir un saliente vulnerable, arriesgándolo todo en un ataque por sorpresa.
—¡Magnífico! —exclamó Karinovsky—. Yo apruebo eso. Y sugiero, por otro
lado…
—Sin embargo, rechacé el plan porque se me antojó quijotesco —prosiguió diciendo Guesci—. Tenía que suponer que Forster había establecido contacto por radio con la fuerza del sur y que, tan pronto como nuestra posición fuese señalada, aquellos hombres se trasladarían en un rápido automóvil a las posiciones concretadas de antemano, en la carretera de la costa. En resumen: yo había de considerar la fuerza del sur como una reserva de gran movilidad. Esto me dejaba esencialmente con la posición original… Pensaba en los hombres procedentes de la lancha, lanzados sobre nosotros, actuando como en una batida, o como uno de los brazos de la pinza, obligándonos a desplazarnos para aplastarnos contra la línea reforzada por Forster. ¿Me explico bien?
—Se explica usted maravillosamente bien —contesté—. Se ha planteado la situación con toda claridad.
Guesci estaba radiante.
—He de decir que no he pensado nunca en desdeñar la potencia de nuestro enemigo.
—No habrá nadie que le acuse de eso —manifesté—. Ha estudiado a fondo cada uno de los aspectos de la trampa. Desgraciadamente, todavía nos hallamos dentro de ella.
—Lo comprendo perfectamente —declaró Guesci, con un aire de insufrible sutileza—. Es lo que yo había planeado. Fíjese en esto: Forster nos pone una trampa y espera que procuremos evitarla, exponiéndonos nosotros mismos a peligros mayores. Pero nosotros obraremos con iniciativa, colocándonos en el centro del lazo: ¡el único sitio donde no espera vernos!
—Conforme. Hemos sido más listos que él una vez más. Sin embargo, concretamente, ¿qué vamos a hacer?
—Huir.
—¿Cómo?
—Seguiremos avanzando en dirección a esos almiares que se divisan en el campo que tenemos delante. —Guesci arrugó el extremo de la manga de su chaqueta, frunciendo el ceño al contemplar su reloj de pulsera—. Si no me he equivocado en mis cálculos, en ese punto nos veremos rodeados por hombres que salen de todas parte —sonrió—. Es posible, no obstante, que les obsequiemos con una pequeña sorpresa.
Aquello era demasiado ya. Cogí a nuestro pequeño y sádico amigo y lo zarandeé hasta oír tintinear las monedas sueltas que llevaba en sus bolsillos. Acerqué mi rostro de lobo al suyo, que mostraba una sobresaltada expresión, enseñándole los dientes. —Suelta lo que tengas dentro de una vez, hijo de perra— le dije—. En el caso de que se te haya ocurrido alguna idea para salir de este lío quiero que me la expliques inmediatamente.
Guesci respondió, placentero:
—Por favor, no me arrugue la chaqueta.
Nada más soltarle, se sacudió la ropa, como si intentara desprender de ella un invisible polvo.
—Vengan por aquí —añadió.
No tenía más remedio que admirarle, aun en el caso de que nos llevara a la muerte.
Cruzamos el campo, aproximándonos a los tres grandes almiares que habíamos visto momentos antes. Guesci señaló indolentemente el del centro.
—¡Vean esto!
Yo no le perdía de vista. Guesci, sonriendo como una hiena, se aproximó al pajar indicado y comenzó a arrancar al mismo brazadas de heno. Pronto vimos una larga y oscura forma. El italiano continuó trabajando sin descanso. Yo no sabía ya qué decir.
—Guesci —murmuré por último—, retiro mis descorteses palabras. Es usted un genio, indudablemente.
Frente a nosotros, deslumbrante, cubierto todavía con algunos pequeños montones de heno, semejante al juguete de un gigante, recién desembalado, teníamos un menudo avión monoplano. Las alas no se divisaban todavía bien, pero su hélice airosa hablaba ya de libertad. Me puse a ayudar a Guesci en su labor, retrocediendo luego unos pasos, pasmado.
—Es bonito, ¿verdad? —inquirió Guesci—. Mientras esos perros corran alocados por aquí, nosotros nos alejaremos con toda tranquilidad, meciéndonos en el aire. Nuestros perseguidores habrán de desahogarse lanzando aullidos y rechinando los Clientes.
—La idea es digna de usted, amigo mío —reconocí, expresándome al modo de Guesci, impulsado por mi agradecimiento—. ¿Será nuestro punto de destino San Stefano, por ventura?
—En efecto. Allí no hay aeródromo. Pero yo he elegido ya varios terrenos para el aterrizaje. Se trata, en fin de cuentas, de una avioneta. Allí nos estará esperando el coronel Baker con sus hombres. El viaje no durará más de una hora.
Hacia el este vimos una grisácea claridad y yo aprecié cierto movimiento en dos sitios de las inmediaciones. Ladró un perro. Oímos un ruido después. Al animal, que se quedó silencioso de súbito, debían de haberle arrojado sus acompañantes un hueso para que se estuviera quieto.
—La jauría se acerca —dijo Guesci, sonriendo—. Mi querido amigo, ¿qué le parece si partiéramos ya?
—He ahí una sugerencia que estimo oportunísima —me apresuré a contestar—. ¿Se encuentra usted bien, Karinovsky?
—Bastante bien —repuso el aludido—. Hasta ahora me he limitado a permanecer aquí quieto, desangrándome, mientras ustedes lo pasan, según veo, tan ricamente.
—Le acomodaremos en el avión —dije yo.
Una vez dentro de la pequeña cabina, pusimos a Karinovsky su cinturón de seguridad. Amanecía rápidamente… Descubríamos de cuando en cuando formas aisladas, cuerpos agachados que disminuían progresivamente la distancia que les separaba de nosotros. Al ir a instalarme en el asiento del copiloto observé que Guesci me había tomado la delantera.
—Se ha equivocado de sitio, amigo —señalé.
—No, no, ¡qué va! —exclamó.
—Guesci, no creo que sea el momento más indicado para gastar bromas. Esa gente se aproxima a nosotros. Será mejor que actúe con rapidez, que nos saque de aquí cuanto antes.
—Pero… ¿qué habla usted? —la voz del italiano sonaba muy chillona—. ¡Yo no sé nada sobre aviones! ¡Nada! ¡Es usted quién ha de sacarnos de aquí! ¡Y rápidamente!
—¡Oiga, oiga! La idea de la avioneta ha sido suya, ¿no?
—Sí, pero mis disposiciones fueron tomadas pensando en usted —manifestó Guesci, a punto de que se le escaparan de los ojos dos lagrimones—. Señor Nye, por favor… Todo el mundo sabe que pilota expertamente todos los tipos de aviones, o casi todos, existentes en la actualidad. ¡Pero si es usted famoso precisamente por estas cosas y otras por el estilo! ¡Por Dios, señor Nye! De no ser por tal motivo, ¿por qué iba yo a pensar en utilizar un chisme de estos?
Volvía a pasar lo mismo de siempre. El célebre, el magnífico agente X —aquel superespectro, mi oscuro «otro yo»—, se incorporaba de nuevo para acosarme, para destruirme, para traicionarme, por lo menos. ¡Ah! ¡Y cómo detestaba al realizador de bizarras y sobrehumanas empresas! ¡Cómo aborrecía a aquel asesino que trabajaba dentro de la ley, valga la paradoja! ¡Qué irritación me producía nada más que recordar a aquel loco que circulaba libremente, con un permiso gubernamental, pese a su condición de probado maniático!
¡Y cómo debía de odiarme él a su vez! Pero ahora mi desenfrenado hermano gemelo había dado finalmente con el procedimiento para terminar con su más temible adversario: yo mismo.
Guesci me estaba tirando de una manga. A la fuerza, me hizo ocupar el asiento del piloto. Contemplé con el ceño fruncido el poco familiar despliegue de instrumentos… Tuve un momento de calma, durante el cual comprendí que era mía la culpa de lo que allí pasaba. El agente X era un símbolo, el pretexto para todo impulso. Era lógico lo que Guesci pensaba: un hombre capaz de huir en un hidroplano tenía forzosamente que saber sacar partido de un pequeño avión.
—¡Nye! —gritó aquel—. ¡Ya se acercan! ¡Sáquenos de aquí!
Sonreí entristecido.
—Karinovsky —dije—, ¿sabe usted pilotar un avión?
—Creo que no. No he probado nunca.
Pude contar hasta ocho hombres agazapados por los alrededores. Movíanse lentamente, con extraordinaria cautela. Pero se iban aproximando a nosotros…