18
VARIAS COSAS marchaban mal simultáneamente. El hidroplano se desplazaba a velocidad excesiva y la proa apuntaba obstinadamente hacia la izquierda. Hice girar el volante y la embarcación tomó el rumbo contrario en el acto. La borda de estribor fue cubierta por el agua y la misma proa llevó a cabo un conato de inmersión.
—¡Aminore la velocidad! —gritó Karinovsky.
Eso era precisamente lo que yo intentaba conseguir. Había apartado el pie del acelerador. Ahora bien, este daba la impresión de haberse atascado. Continuábamos ganando velocidad. La manecilla del tacómetro marcaba 3.700. La embarcación, orientándose espontáneamente hacia la izquierda otra vez, encaminábase a los arrecifes.
Giré nuevamente el volante hacia la derecha. Ahora, la proa se abatió, comenzando la parte de popa a levantarse. Toqué el embrague. El motor, funcionando sin ninguna carga, sonaba como si estuviera volando aparte. Luego, el acelerador subió. El hidroplano perdía lentamente velocidad por fin.
—¿Qué se proponía hacer usted? —quiso saber Karinovsky.
—El acelerador se encuentra atascado —le expliqué—. Pasa algo anormal también con el mecanismo de la dirección o no sé qué cosa. El hidroplano deriva hacia la izquierda y tiende a hundir la proa en el agua cuando lo oriento en sentido contrario.
Karinovsky suspiró, frotándose nerviosamente la cara.
—Quizás pudiera yo hacer funcionar ese acelerador…
—No. Necesito que se ocupe de todo lo concerniente a nuestro desplazamiento. ¿A dónde hemos de ir?
Karinovsky consultó la carta.
—Tenemos que encaminarnos directamente al canal principal.
—Pero ¿dónde demonios está el canal principal? —grité.
—Haga lo posible por no perder los estribos —me recomendó Karinovsky, serenamente—. Creo que habremos de seguir esas hileras de postes que se ven ahí.
—Parecen sitios acotados para los pescadores.
—Exacto… Vayamos, pues, hacia ese gran triángulo que se divisa a la derecha.
—Conforme —respondí—. Fíjese bien en todas las particularidades de la
zona.
Toqué el acelerador suavemente. No sucedió nada. Oprimí aquel con lentitud, sin la menor precipitación. De repente, la lengüeta de acero se hundió en el piso y el hidroplano dio un salto hacia delante, brutal. Coloqué la punta de mi zapato debajo del acelerador y tiré en sentido ascendente. Al volver a la posición de descanso, la embarcación perdió rápidamente velocidad. Habíamos rebasado la señal y nos acercábamos a otra…
Repetí aquella operación, presionando el acelerador para sacarlo luego con la punta del zapato. El motor sonaba como si hubiésemos estado disparando ininterrumpidamente un cañón de ochenta y ocho milímetros. Si no se me oía en Suiza sería porque los súbditos del país no me prestaban atención. El hidroplano saltó, en una serie completísima de cabeceos para todos los gustos, moviéndose como un danzarín congoleño. Creí percibir el gemido del eje de transmisión bajo el motor. Esperaba que de un momento a otro se partiera en dos. —Creo que hemos de girar a la derecha ahora— opinó Karinovsky.
Las luces del muelle del aeropuerto brillaban frente a nosotros.
—¿A la derecha? —inquirí, vacilante.
—Sí. Para dirigirnos a Mazzorbo por el canal.
—¿De qué canal está usted hablando, estúpido?
—¿No está usted siguiendo esas líneas de postes? —preguntó a su vez mi interlocutor, muy digno.
Extendí el brazo, señalando. Entonces divisé un verdadero bosque de estacas. Algunas de ellas servirían, sin duda, para delimitar un canal; el resto, probablemente, señalaban espacios destinados a la pesca, bancos de arena, artefactos para atrapar cangrejos o tesoros enterrados, quizás. No disponía yo de medios para establecer distinciones. Me inclinaba por lanzarme ciegamente por entre los postes, con la esperanza de que la marea hubiese subido lo suficiente para que no me cerrasen el paso los bancos de arena.
Mantuve el motor funcionando en vacío y dejé que la embarcación se aproximara suavemente a las estacas impulsada por la corriente. Luego, escogí cuidadosamente una ruta por en medio de las más altas, pasando lo más próximo posible a ellas, deseándome buena suerte.
Pronto quedamos medio encallados.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Karinovsky.
—Saldremos de aquí para darle un empujón al hidroplano —repliqué.
—Espero que esto no se prolongue mucho —dijo mi compañero, siguiéndome, al meterme yo en el agua, que me llegaba hasta la cintura—. Al parecer, nuestro séquito se está organizando.
Miré hacia Venecia. Una luz se había destacado de la línea de la costa y se movía en dirección a nosotros.
—Tal vez sea una de las lanchas de la policía —objeté.
—¿Quiere que crucemos una apuesta con tal motivo? —No, gracias. Arrime su hombro a la proa e incorpórese cuando yo lo haga.
Redoblamos nuestros esfuerzos junto al pesado casco. Los pies se nos hundían hasta los tobillos en el cieno. La lucecilla que acabábamos de descubrir se había despegado de un punto situado en las inmediaciones del hospital Humberto I. No se desplazaba a mucha velocidad… Estaría haciendo de diez a quince millas por hora, calculé. Pero, evidentemente, la embarcación apuntaba hacia donde nosotros estábamos.
Liberada la proa, el hidroplano retrocedió, flotando sobre un metro y algunos centímetros de agua. Trepamos a bordo. Miré a mi alrededor apresuradamente, en busca de algo que se asemejase a un canal. No vi nada y operé en el embrague, oprimiendo seguidamente el acelerador. Partimos como una exhalación hacia el este. Tocando el acelerador con prudencia, logré dejar atrás San Michele y Murano, despegándome fácilmente de nuestros perseguidores. Describíamos un curso paralelo casi a San Giacomo in Palude antes de encallar por segunda vez.
Invertimos más tiempo ahora en la tarea de poner en condiciones de navegar a nuestro hidroplano. La otra lancha se hizo visible. Se trataba de una embarcación equipada con un motor de potencia normal, preparada para zonas de poca profundidad. Al situarse a unos cincuenta metros de nosotros, en el momento de pisar yo el acelerador, oí el rumor de unos disparos.
Partimos con el estruendo de un puñado de truenos seguidos, levantando una cortina de agua que nos ocultó momentáneamente de los otros. El ruido hubiera bastado para asustar a los guardianes de la frontera yugoslava. Corríamos en zig-zag por entre los postes, rozando alguno de cuando en cuando. Pedí al cielo que la hélice no cogiera en sus vertiginosos giros algún trozo de madera flotante a la deriva.
Nos acercábamos a Mazzorbo, separándonos progresivamente de la lancha. Karinovsky me tocó en un brazo, indicándome a gritos que girara hacia la izquierda. Obedecí sus instrucciones y encallamos nuevamente.
—No hay nada que hacer —comentó mi compañero—. Será mejor que alcancemos Mazzorbo a nado.
—Es algo que no lograríamos nunca —observé.
La otra embarcación se acercaba. Sus ocupantes habían comenzado a disparar otra vez sobre nosotros.
—Colóquese a popa, Karinovsky —ordené ahora.
—¿Qué va usted a hacer?
—Retroceder o volar esto —respondí.
Él asintió, entristecido, arrastrándose hasta la parte posterior de la embarcación. Invertí la marcha. Cabía la posibilidad de que con el peso de Karinovsky en el lado opuesto la proa se levantara lo suficiente para poder salir de aquella trampa. Existía, naturalmente, el riesgo de que no sucediera lo que yo me había imaginado. Oprimí con furia el pedal del acelerador…
El motor «Rolls-Royce» aulló igual que un dinosaurio de los tiempos prehistóricos. Una tonelada de agua fue absorbida por las palas de la hélice, que vomitaron aquella hacia el cielo. El piloto de la lancha pensó seguramente en aquellos instantes que saltábamos por los aires. Lo mismo pensé yo. Desvióse bruscamente, alejándose. Así vino a aumentar nuestra separación antes de volverse. El ruido del motor dominaba el de las armas. Sólo el de aquel podía oír, en consecuencia. En cambio, vi aparecer dos estrellados agujeros en el cristal de seguridad del parabrisas. Otro proyectil se hundió en el tablero de los instrumentos, borrando de este el indicador del combustible. El tacómetro funcionaba todavía. Marcaba 5.000 revoluciones por minuto y la aguja se había hundido profundamente en la zona roja. Seguramente, no faltaban ya más que unos segundos para que el motor se desasiera de sus abrazaderas y soportes, reventando y llevándose consigo la caseta de mando.
Por fin, el hidroplano se liberó de la traba del banco de arena y en marcha atrás comenzó a ganar velocidad. Karinovsky se asió con la mano útil a una cornamusa. Estuvo a pique de caerse al agua. Puse la palanca del cambio en punto muerto, le arrastré hasta la caseta y manipulé en el embrague para meter una velocidad.
Había que dejarse de fantasías. Si encallábamos otra vez no lo contaríamos. Diciéndome esto, pisé el acelerador, apuntando con el hidroplano a Palude dei Monte.
El sobrealimentador chilló y los pesados pistones pretendieron librarse de sus camisas. El casco de la embarcación se separó del agua, balanceándose sobre sus dos flotadores. Se estremecía toda la obra de proa, empinándose, buscando ansiosamente el aire. Descubrí frente a nosotros la alargada y confusa sombra de un banco de arena. Me encaminé directamente hacia él… Nuestro hidroplano lo sobrevoló, como un pájaro. La hélice siguió girando sin hallar la menor resistencia, fuera del líquido elemento. El tacómetro había llegado al límite máximo. Luego, entramos en contacto con el agua, saltamos al aire, rebotamos… La embarcación se niveló. Lo habíamos conseguido. Teníamos la masa de la costa frente a nosotros y yo probé a introducir la punta de mi zapato debajo del pedal del acelerador.
No obré con suficiente rapidez.
El sobrealimentador escogió aquel momento para negarse a todo control. Girando seis veces más rápido que el cigüeñal, el impulsor, sencillamente, se desintegró. El eje principal de transmisión no quiso ser menos que otras piezas secundarias, siguiendo su desastrosa suerte. El motor empezó a proyectar pistones. Trozos de metal de cortantes filos se abrieron paso por entre las maderas de la caseta de mando. La hélice se unió a aquella singular demostración de desorden, desprendiéndose de sus palas.
El hidroplano continuó moviéndose, disminuyendo apenas la velocidad.
Dejamos atrás el agua, llegando a una pantanosa orilla. El hidroplano no pareció sentirse afectado por el cambio. Prosiguió su carrera por el grisáceo cieno, soltando durante su avance piezas y más piezas de su motor. Abandonada la playa, cruzó un estrecho caminó, internándose en un prado. Continuaba botando y resbalando con sorprendente rapidez. Así llegó hasta un bancal sin cultivar.
Sin la menor vacilación, luego, marchó en busca de un grupo de árboles. Al dar de costado contra un enorme cedro, la embarcación giró. El hidroplano perdía ya nervio. Pero todavía cubrió veinte metros más. Un saliente rocoso destrozó lo que quedaba de su fondo. Pero aquel se apuntó todavía un último tanto al derribar un sauce de mediano tamaño. Luego se quedó totalmente inmóvil…